Crisis alimentaria, patrón civilizatorio e interpelaciones andinas1 *


Resumen:

Este artículo analiza los discursos de organizaciones internacionales, movimientos sociales y de la academia sobre la crisis alimentaria en América Latina y, específicamente, en Colombia. Desde una perspectiva crítica decolonial, se aborda la colonización alimentaria y el patrón civilizatorio cuando los alimentos se cultivan, transforman y sirven. Igualmente, se hace referencia a las cosmovisiones andinas en torno al Buen Vivir “Sumak Kawsay”, Vivir Bien “Suma Qamaña” y el bienestar “Allin Kay” sobre los alimentos; sus principios, valores y prácticas generan aprendizajes referidos a la comida y su relación con la naturaleza y lo humano.

Palabras clave:

crisis alimentaria, patrón civilizatorio, Vivir Bien, colonialidad del gusto


Translated

Abstract. This paper analyzes the discourses of international organizations, social movements and the academy on the food crisis in Latin America and, specifically, in Colombia. From a decolonial critical perspective, food colonization and the civilizatory pattern are approached when food is grown, transformed and served. Likewise, reference is made to the Andean cosmovisions around good living “Sumak Kawsay”, living well “Suma Qamaña” and the well-being “Allin Kay” on food; its principles, values and practices generate learnings, related to food and its relationship with nature and the human.

Keywords:

Food crisis, civilizatory pattern, Live Well, taste coloniality

Resumo:

Este artigo analisa os discursos de organizações internacionais, movimentos sociais e da academia sobre a crise alimentar na América Latina e, especificamente, na Colômbia. Desde uma perspectiva crítica decolonial, se aborda a colonização alimentar e o padrão civilizatório quando os alimentos se cultivam, transformam e servem. Do mesmo modo, se faz referencia às cosmovisões andinas em volta ao Bom Viver “Sumak kawsay”, Viver Bem “Suma Qamaña” e o bem-estar “Allin Kay” sobre os alimentos; seus princípios, valores e práticas geram aprendizados referidos à comida e sua relação com a natureza e o humano.

Palavras-chave:

crise alimentar, padrão civilizatório, Viver Bem, colonialidade do gosto

Résumé:

Cet article analyse les discours des organisations internationales, des mouvements sociaux et de l’académie sur la crise alimentaire en Amérique latine et plus particulièrement en Colombie. D’un point de vue critique décoloniale, on aborde la colonisation alimentaire et le schéma de civilisatio n lorsque la nourriture est cultivée, transformée et servie. De même, il est fait référence aux cosmovisions andines autour de Bien-Vivre “Sumak Kawsay”, Vivre-Bien “Suma Qamaña” et du bien-être “Allin Kay” à propos de la nourriture; ses principes, ses valeurs et ses pratiques génèrent des apprentissages lié s à l’alimentation et à ses relations avec la nature et l’homme.

Mots-clés:

crise alimentaire, type de civilisation, Vivre-bien, colonialité du goût


Introducción

La crisis alimentaria que atraviesa el mundo, con marcado énfasis en los países denominados por la geopolítica mundial como atrasados, subdesarrollados o en vías de desarrollo, es una situación que ha ocupado de manera especial a distintos organismos internacionales de desarrollo como la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación -FAO- y el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola-FIDA-, los cuales han diseñado y ejecutado políticas destinadas a resolver el mencionado problema alimentario. En realidad, dicha crisis tiende a recrudecerse por la marcada tendencia que se observa en el mundo de integrar a los alimentos como parte esencial de las ganancias dentro de la cadena de mercancías de la economía mundial. Dicha crisis, a su vez, se encuentra directamente relacionada con la crisis civilizatoria, caracterizada por la paradoja entre la alta capacidad científica y tecnológica alcanzada en la actualidad para la producción de excedentes de alimentos con el aumento en el número de hambrientos que no pueden acceder a estos. No obstante, encontramos experiencias que realizan importantes esfuerzos por analizar y sugerir, desde diferentes vertientes interpelantes como las cosmovisiones andinas, otras formas por entender y afrontar dicha crisis, en donde el Buen Vivir y el Vivir Bien se convierten en expresiones concretas para superar el problema alimentario en el mundo.

Las políticas orientadas por los organismos internacionales hacia la disposición y acceso a los alimentos, posteriormente implementadas por los gobiernos locales, han desatado serias controversias relacionadas con las graves consecuencias que estas acarrean para la preservación de la naturaleza y el cuidado general de la vida humana. El marco global de la economía de mercado, centrado en el interés por alcanzar mayores niveles de crecimiento económico, ha encontrado en la denominada crisis alimentaria una oportunidad de repotenciar el papel de la ciencia y la tecnología como herramientas asociadas a la profundización del proceso economizador de uno de los ámbitos más importantes de la vida como es el acto de comer. Los alimentos, al ser convertidos en bienes de inversión que se comercializan en el denominado mercado de los “commodities”, han estado bajo una marcada especulación, característica inherente a la inestable dinámica de los mercados internacionales, al igual que la tierra donde estos se producen.

En América Latina y, particularmente, en Colombia, la tenencia de la tierra y la estructura agraria en que esta se soporta, ha reabierto antiguas heridas sociales relacionadas con su uso y apropiación. El problema de la concentración, a partir de formas sutiles y violentas de despojo, ha reavivado la lucha por la tierra y la producción local de alimentos, evidenciando los riesgos que venimos enfrentando, tanto por la manipulación genética de los alimentos como en su marcada destinación para el mercado mundial de los agrocombustibles.

Este escrito aborda tres elementos que nos parecen importantes destacar en este debate. En el primero, presentamos el panorama de la crisis alimentaria y las soluciones para América Latina y Colombia, enfatizando en factores estructurales relacionados con la tenencia y uso de la tierra para la producción de alimentos. En el segundo, realizamos una retrospectiva de los supuestos civilizatorios que configuraron la cultura de la comida desde la colonia, su pervivencia y justificación para el despojo de tierras, los seres y los saberes. Finalmente en el tercero, retomamos algunos principios, valores y prácticas relacionados con la comida, desde la cosmogonía andina ancestral y sus apuestas en políticas de soberanía alimentaria, que se ubican como una clara expresión de disfuncionalidad con el capitalismo.

Crisis alimentaria y concentración de tierras2

La crisis alimentaria es un hecho. Desde la década de 1970, la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación -FAO- lo advertía cuando los precios del petróleo comenzaron a afectar la disposición y compra de alimentos en distintas partes del mundo. En el año 2009, en su informe sobre el estado de la seguridad alimentaria en el mundo, alertaba sobre la relación que había entre la crisis económica y la existencia de más de 1.000 millones de personas con hambre y desnutrición en todo el mundo. Destacaba que los países en desarrollo estaban ahora más integrados a la economía financiera y comercial, exponiéndose así a una crisis económica y alimentaria que se evidenciaría en la sustitución de alimentos nutritivos por otros menos nutritivos, la pérdida de bienestar en salud, educación y, principalmente, en la reducción de la ingesta de alimentos. En este sentido, planteaba que la inversión en el sector agrícola era la solución más adecuada y deseable para afrontar la crisis. Posteriormente, en el panorama mundial de 2012, la FAO resaltó que, a pesar de la mejoría en la reducción del hambre en el mundo diagnosticando a casi 870 millones de personas con subnutrición crónica, 852 millones pertenecían a países en desarrollo. Lo anterior fue considerado como una situación inaceptable que podría superarse a través de un mayor crecimiento económico, especialmente del sector agrícola.

En este panorama, la región de América Latina y el Caribe, según la FAO, aportaba en el año 2012 unos 49 millones de personas (8.3%) a la cifra mundial. Dentro de los factores acuciantes, se encontraba el bajo nivel de ingresos y el consumo de dietas inadecuadas. Colombia, que presentaba entre 1990 y 1992 un porcentaje de 6.652.339 personas en condición de hambre (19,1%) y entre 2007 y 2009 disminuyó este porcentaje a un 12,5% (5.556.375 millones), se mantuvo constante entre 2010 y 2012 con 12,6%; es decir, 6.000.000 aproximadamente. En informes recientes de la FAO para 2018, el organismo anunció un aumento en el número de personas que sufre hambre en el mundo, respecto a la tendencia hacia la baja que se venía presentando. Según dicho informe, en el caso de América Latina y el Caribe, 39,3 millones de personas viven subalimentadas en la región, un aumento de 400.000 personas desde 2016.

Por su parte, la Conferencia de Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo

-UNCTAD-, luego de identificar en la subida de precios de los alimentos, las malas cosechas y la disminución de reservas de alimentos, entre otros los factores detonantes de la crisis, creó una serie de propuestas en 2008. Algunas medidas ofrecidas para resolver dicha crisis fueron:

  • Política de importación de alimentos por parte de los países en desarrollo directamente de los países productores.

  • Regulación de la ayuda alimentaria dentro de un proceso de reforma del sector agrícola, ampliación de los incentivos para aumentar la producción elevación de los ingresos y fortalecimiento del desarrollo rural.

  • Establecimiento de normas comerciales en la exportación e importación, a fin de fomentar la cooperación y los acuerdos comerciales Norte-Sur y Sur-Sur.

  • Fomento de la inversión en la agricultura del orden nacional y extranjero, así como la intervención de las empresas transnacionales, a fin de adecuar el mercado local.

Para el año 2012, la UNCTAD valoró positivamente los avances del comercio mundial, especialmente en los países en desarrollo, representado en un 30%. De igual modo, destacó el estudio de posibilidades que la economía verde podía tener para generar ingresos y desarrollo, así como la acción a favor de los países menos adelantados, con excepción de América Latina y Asia Meridional, en donde el crecimiento no alcanzó a cubrir la deuda externa por la carencia de leyes y políticas de competencia.

La adecuación de la agricultura local a la inversión transnacional ya se había planteado como una medida para la salida a la crisis petrolera y, en este sentido, las Naciones Unidas, a través del Informe Brundtland, había insistido en la necesidad de promover el crecimiento económico a partir de la exploración de nuevas formas de recursos renovables que, a la postre, dieron cabida al mercado de los agrocombustibles. En consecuencia, el abaratamiento de precios y la ampliación en la oferta de alimentos mediante la modernización del sector agrícola, abrió las puertas a la producción de alimentos transgénicos con justificaciones a nivel ambiental y económico que configuraron una nueva era de revolución verde en América Latina, apoyada por procesos de investigación técnico-científicos. De esta manera, las indicaciones para la creación de normas y el fomento de relaciones de cooperación se han seguido al pie de la letra con el establecimiento de los Tratados de Libre Comercio -TLC-.

En materia de biocombustibles, el informe de la Comisión Económica para América latina y el Caribe -CEPAL- (2010) mencionaba que, desde el año 2000, su producción ha crecido a un ritmo anual del 10%, totalizando al año 2009 una producción de 90.187 millones de litros. De esa producción, un 82% y un 18% correspondían a bioetanol y a biodiesel, respectivamente. Para producirlo, se emplearon cultivos ricos en azúcares (caña de azúcar, remolacha y sorgo dulce) o almidón (maíz, trigo, yuca), y el biodiesel que se encuentra comercialmente hoy disponible, se produjo a partir de la combinación de aceites vegetales (colza, soya, palma aceitera, jatropha, etc.), grasas animales o residuos de aceite de cocina.

En Colombia, además de tener un marco normativo como la Ley 939 de 2004 sobre biocombustibles y el CONPES 3510 de 2008 sobre su producción sostenible, se cuenta con 33 investigaciones realizadas entre 2005 y 2008, las cuales evalúan productos aptos (higuerilla, jatropha, sacha inchi, yuca, sorgo dulce) para tal fin. En el año 2009, se contaba con pequeñas plantas de biodiesel en Nariño y Santander, pequeñas plantas de etanol en Santander, Antioquia y Cundinamarca (Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural, 2010). Para 2012, Colombia tuvo en funcionamiento 40.742 hectáreas para la generación de etanol y 114.999 hectáreas para biodiesel (Proexport, 2012). La producción de etanol en este año fue de 362 millones de litros, un 7,4% de aumento con respecto a 2011, y 490 mil toneladas en biodiesel, un 16% superior al año 2011 (Fedebiocombustibles, 2013).

En cuanto a los transgénicos, Argentina ostenta el segundo lugar a nivel mundial, pues entre 1999-2000 fueron destinadas 8,6 millones de hectáreas. Por su parte, Brasil es el segundo productor en materia de soya y alcanzó un récord de 11,4 millones de toneladas en exportación entre 2000 y 2001 (Morales, 2001, 58). Ahora bien, con base en el supuesto de hacer plantas más útiles, productivas, resistentes a plagas y enfermedades, tolerantes a diferentes climas y terrenos secos, y el respaldo de normas sobre bioseguridad (Ley 740 de 2002), en Colombia se han promovido los Organismos Modificados Genéticamente -OMG- o transgénicos, como oportunidad para la modernización del sector agropecuario. El énfasis está en el sector algodonero, en el maíz, el arroz y la yuca (Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural, 2006).

Sobre los TLC,3 según la Organización de Estados Americanos -OEA-, hasta el año 2010 se habían firmado 39 alianzas comerciales en América Latina, 29 de ellas de tipo preferencial; sin embargo, esta búsqueda de integración económica no necesariamente indica que se haya mejorado la estructura de nuevos socios y la diversificación esperada (Dingemans y Ross, 2012), aunque seguramente los aranceles sí han disminuido.

Aunque los organismos nacionales e internacionales advierten que la incidencia de los transgénicos en la salud humana están en estudio, al igual que los efectos del empleo de alimentos para biocombustibles, se conocen impactos contrarios en materia ambiental, pues “las nuevas plantaciones masivas necesarias para producir agro-combustibles están causando ya un incremento de las emisiones de gases de efecto invernadero, por la masiva deforestación, el drenaje de las zonas húmedas y la fragmentación de las tierras comunales” (La Vía Campesina, 2009: 33). Igualmente, se ha ocasionado una disminución en la producción agrícola destinada al consumo humano, ya que “al comenzar la década de 1990 se producía internamente el 95% del maíz de consumo nacional, mientras que en el año 2005 se importaron más de dos millones de toneladas, lo que representa más del 70% del maíz que requiere el país” (López-González, 2008: 1).

Esta carrera de tecnología y lucro con la tierra ha reavivado los debates acerca de la tenencia (privada, estatal, individual y colectiva) y su uso para la producción de alimentos. Como se sabe, un primer factor estructural en la tenencia, ha sido la concentración debido al latifundio y a la producción de materias primas para la exportación. Un segundo factor ha sido la titulación, especialmente para pequeños propietarios. Un tercer factor hace referencia a la extranjerización o adquisición por empresas y personas de distintos países (recolonización) y, un cuarto factor, es la justificación que se hace de este fenómeno bajo supuestos de modernización agrícola para proveer a las ciudades y mejorar así el crecimiento económico. (Wiener-Bravo, 2011; CEPAL, FAO e IICA, 2013). En este sentido, el 41% de los terrenos rurales que están en manos privadas abarcan más de 200 hectáreas por propiedad (El Tiempo, 2013), incluso Colombia registró en 2009 un índice Gini en la concentración de la tierra de 0,875 (PNUD, 2011). Este índice nos muestra la alta concentración de la tierra en Colombia, en tanto dicho coeficiente muestra que cuando el valor es más próximo a 1 se trata de una situación en la cual la posesión de la tierra recae en pocos individuos. Entre tanto, si se trata de un valor cercano a cero indica que la propiedad de la tierra está distribuida en una mayor cantidad de individuos, en este caso se trata de una situación en la que hay una menor concentración de la variable y, por tanto, una distribución más equitativa de la tierra que, para el caso colombiano, no se presenta.

En cuanto al uso de la tierra, en América Latina ha tomado fuerza la inversión en agronegocios de alimentos, la forestación, la extracción de minerales y los negocios de agrocombustibles (Wiener-Bravo, 2011). En Colombia, cuya superficie es de 11,17 millones de hectáreas, el 44% es destinada al uso agropecuario, con preferencia por cultivos de exportación como café, maíz, arroz, plátano, caña y, recientemente, cultivos agrícolas maderables (Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural, 2010). La ganadería siempre ha ocupado un importante renglón representado en 41,9 millones para 2010 (Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural, 2010).

Los problemas de distribución, producción y mercado en Colombia, aunque concentraron la atención de los gobiernos, empresas y movimientos campesinos durante el siglo xx, no mejoró la distribución de las tierras y las posibilidades de in- corporación de los pequeños productores al mercado de alimentos. Factores como la concentración del poder económico en grupos particulares reducidos (Wiener- Bravo, 2011), la expropiación de dominio, la estimulación de la inversión extranjera y el despojo violento de la tierra al campesinado colombiano, han conducido a una progresiva concentración de la tierra en el país. Lo anterior ha sucedido en el marco de tres intentos de reforma agraria (Ley 200 de 1936, Ley 135 de 1961 y Ley 6 de 1994), las cuales no han podido restringir dicha concentración, ya que las entidades estatales que se han ocupado de aplicarlas, como el Instituto Colombiano de Reforma Agraria -INCORA- y, en la actualidad, el Instituto Colombiano para el Desarrollo Rural -INCODER-, se han preocupado más por la formalización que por la redistribución de la tierra.

Históricamente, las misiones de expertos enviados a América Latina en los albores del siglo xx, insistían en analizar la incidencia de la productividad rural, la relación entre latifundio y productividad, la intensificación de cultivos, las escalas de producción para la exportación y la necesidad de despoblar el campo (Kalmanovits y López, 2006; Ibáñez y Moreno, 2011), recomendaciones que fueron apoyadas por el Banco Mundial para créditos, fondos y promoción de asociaciones. La reforma agraria fue sustituida así por el desarrollo rural con el triunfo de la gran propiedad, la especulación y la subordinación de los pequeños propietarios al modelo general con las alianzas estratégicas (Mondragón, 2002). Incluso actualmente, la restitución de tierras a las víctimas del conflicto es condicionada en su devolución, a que se destinen a proyectos productivos que aseguren ingresos para las familias (Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural, 2010), postura que concuerda con el Plan Nacional de Desarrollo, pero no con lo estipulado en la Ley 1448 de 2011 sobre restitución de tierras (González y Henao, 2011).

La tierra y la comida como patrón civilizatorio4

Al panorama anterior caracterizado por la concentración de la tierra, su mercantilización, la modernización de la agricultura y el mecanismo de despojo, se suma la existencia de un patrón cultural que otorga poder a unas élites que deciden qué cultivar, qué comer y hasta cómo comer. Este patrón cultural, basado en supuestos de superioridad civilizatoria, se instauró desde la colonia y pervive hoy como un ideal desde el cual se supone toda la humanidad debería seguir porque estas élites, “se consideran a sí mismas en lo esencial, como transmisoras a otros de una civilización existente o acabada” (Elías, 1987: 95). A continuación hablaremos de algunas de sus particularidades.

Durante la colonia, se instauró un cambio sustancial en el significado de la tierra y, a su vez, se gestó una estructura jerárquica de clases basada en su tenencia. La propiedad privada suplantó el carácter comunitario de la tierra que tenían los pueblos indígenas en su uso, en el laboreo y sus resultados. Sus cosmovisiones sagradas, expresadas en las diversas valoraciones de la tierra, las divinidades y las ofrendas, fueron interpretadas y juzgadas como signo de idolatría. El derecho de conquista dio a los españoles la posibilidad de instaurar diferentes mecanismos para garantizar la tenencia de las tierras a través de la apropiación, usurpación, herencia y usufructo. Cuando la resistencia o el afán de encontrar mejores tierras se imponía, se optó por el expolio, el arrasamiento de cosechas, las talas, los incendios, la picada de cercas y la muerte de sus poseedores (Patiño, 2010).

Ahora bien, por la forma de relacionarse que tenían los indígenas con sus territorios, las tierras eran revitalizadas y, por eso, los conquistadores no dudaron en apropiárselas. En cuanto a los resguardos, medida compensatoria para los pueblos indígenas durante la colonia, estos continúan siendo objeto de despojo, porque el sentido de la productividad se impone al de la tenencia. A su vez, múltiples instrumentos como las cédulas reales, el Código de Indias, la prescripción de tierras, entre otras, fundamentaron el latifundio y la recurrencia a la figura de terrenos baldíos, justificó su apropiación indebida, toda vez que expulsados los indígenas quedaban las tierras abandonadas y “cualquier recién llegado podía pedir su adjudicación” (Patiño, 2010: 122).

Todo lo anterior generó una jerarquía social basada en la propiedad de la tierra encabezada por latifundistas y seguida por nobles, agregados, encomenderos, aparceros, clérigos y, en la base, colonos sin tierra, negros esclavizados e indígenas. En la República, la élite, conformada por gobernantes criollos, militares y clero, continuó con el esquema de apropiación de las tierras mediante favores, pagos de deudas y recompensas, manteniéndose así el relegamiento de los indígenas y los colonos sin tierra.

Si la colonización española dejó instaurada el problema de titulación de las tierras, en la república, la no existencia de un sistema de catastro, el manejo de baldíos y la continuidad en la falsificación de documentos, condujeron a la generación de grandes fortunas a través de la violencia contra los afrodescendientes, indígenas y campesinado (Machado, 2009); incluso, el hecho de que casi “el 70% de los resguardos indígenas y el 71% de las titulaciones colectivas a comunidades negras, se encuentren en zonas de reserva forestal” (Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural, 2010:7), no es garantía para su supervivencia. De esta manera, la legislación actual es igual a la época colonial porque “el rey repartía o vendía tierras, reservándose naturalmente el derecho sobre algunas y sobre el subsuelo con las llamadas regalías” (Patiño, 2010: 124).

Respecto al uso de la tierra, en la época prehispánica las labores eran comunitarias y no se presentaban problemas de abastecimiento porque su producción estaba directamente relacionada con el número de población (Patiño, 2010). Con la política extractiva española, América Latina fue confinada a ser proveedora de materia prima y mercado potencial para la importación de manufacturas. El cambio más significativo fue la introducción de la tecnología del hierro que sentó las bases para la producción a gran escala y el monocultivo. La economía de exportación se afianzó, desde entonces, con serias consecuencias en el equilibrio ambiental y la disposición de alimentos para los pueblos.

Igualmente, con la maquinización agrícola se dio inicio a la agroindustria, especialmente del azúcar, el jabón y la cal. Se agilizaron las labores destinadas a cultivos preferentes como los cereales, las especias, el algodón y las hortalizas originarias de aquellas tierras, con lo cual se destruyeron cantidades importantes de bosques. Asimismo, la preferencia por la ganadería desde la colonia, instauró un prestigio del ganadero sobre el agricultor, ya que “el hombre montado, el caballero, tenía una categoría social superior a la del peón” (Patiño, 2010: 178), y la cría masiva de ganado condujo a la desaparición de las fuentes de proteína animal de los indígenas. Tal como en la actualidad, la ganadería causa la pérdida de amplias zonas que son destinadas al cultivo de pastos. Por todo lo anterior, se puede decir que el proceso civilizatorio de la colonia pervive y su mayor consecuencia es la homogeneización en la producción de alimentos, pues, aunque aparenta ser variada, en realidad no es consecuente con la diversidad propia de la región latinoamericana.

El proceso civilizatorio ha sido también evidente en la selección y transformación de los alimentos en comida, mediante un proceso tecnológico que implicaba su almacenamiento, preparación y, por supuesto, el momento de servirlo y comerlo. Un rasgo civilizatorio durante la colonia fue la selectividad de los alimentos provenientes de la naturaleza como parte del distanciamiento y dominio de esta. La agricultura representó así un acto de decisión racional frente a lo que se quería comer y su ejercicio fue un signo civilizatorio (Montanari, 2004). A su vez, la ruptura con los tiempos de la tierra para producir determinados alimentos, fue una lucha que condujo a hacer realidad una concepción de abundancia basada en el dominio de la naturaleza. La ciencia y la técnica obraron para tal fin y esa pretensión colonial de pasar del tiempo estacional al tiempo científico hoy es una realidad tanto como sus efectos ambientales. Como signo de distinción, el paso siguiente fue dominar el espacio en la producción de los alimentos, y consistió en “procurarse el alimento en otros lugares” del mundo (Montanari, 2004: 28).

En la conservación y procesamiento de los alimentos, así como en su presentación como comida, fue la racionalidad del gusto expresada en la artificialidad, la higienización y la cosificación como nutriente, el signo civilizatorio que se impuso y que, desde entonces, ha operado cuando el alimento recolectado es muy diferente al que se come; almacenamiento y cocción constituyen actos de poder civilizatorio sobre la comida. Durante la colonia, se establecieron valores frente a lo que constituían especies mayores y especies menores; es decir, se clasificaron alimentos e ingredientes ricos y pobres, por ejemplo “en el momento en que el ajo adereza un pato asado [este último] se civiliza” (Montanari, 2004: 38). La corrección del alimento en su estado natural hizo que la cocción y la combinación superen los defectos de este. Cuando se sirve, entran en acción los símbolos distintivos como la disposición de la comida en la mesa y la distribución de los comensales. Se instauró así un momento para la ostentación, las muestras de prestigio y la refinación social. De esta manera, la racionalidad del gusto no operó de modo natural, sino que correspondió con los valores que establecían las élites dominantes. La marcada relación de los pueblos indígenas con la naturaleza fue el mayor rasgo de no-civilizado para los conquistadores. Esta consideración sirvió para que se invisibilizaran los saberes y prácticas alimenticias indígenas. Una de ellas era la relación biounívoca entre plantas, comida y salud; la chicha, por ejemplo era la bebida identitaria y servía para evitar los cálculos en los riñones y otras enfermedades (Patiño, 2005), pero fue promovida como insalubre y reemplazada por la cerveza. Las hortalizas, comida básica indígena, tan apetecidas hoy por la dieta naturista, fueron prohibidas durante la colonia por su semejanza con el alimento para los animales. La mesura en el momento de servir la comida fue interpretada como ingesta deficiente y los utensilios para almacenar, transportar y cocinar ni siquiera pudieron entrar en diálogo con la cultura del hierro ni ser reconocidas en su valor artístico, sólo cuando en la contemporaneidad entran a hacer parte de piezas de museo.

En la República se continuó con la herencia colonial como signo de prestigio y reflejo de la civilización occidental. Durante la época contemporánea, aunque han resurgido las comidas locales como patrimonio de la cocina y se generan políticas para su conservación, por ejemplo la Política Nacional de Seguridad Alimentaria y Nutricional en Colombia (Documento CONPES SOCIAL N.º 113 de 2008), se presenta una momificación de esta y una tendencia a su folclorización.

Actualmente, se puede decir que la comida individualizada es el símbolo de lo civilizatorio y, en consonancia con la vida moderna, se caracteriza por una gran dosis de tecnología en su preparación y formas de empaque. Su cualidad es el consumo rápido como “imitación del patrón de vida norteamericano con la ingestión apresurada de emparedados y gaseosas” (Patiño, 2005: 205). De igual modo, la incidencia de los medios masivos de comunicación ha generado una ideología a favor de la explotación de la tierra y su capitalización, lo cual hace más difícil la lucha para los pueblos indígenas, el campesinado y los afrodescendientes.

Todo este legado colonial ha generado una indolencia social frente al despojo de tierras y saberes, como si estas poblaciones que quieren vivir en sus territorios ancestrales, que se resisten a vivir en la ciudad y asumir los patrones de vida moderna, no tuviesen nada que aportar. Las diversas formas de despojo en Colombia dan cuenta de ello; la ciudad ofrece la comida civilizada y es allí donde se supone se come bien.

Opciones desde el Buen Vivir/Vivir Bien

Es pertinente aclarar que las cosmovisiones ancestrales del Buen Vivir “Sumak Kawsay”, el Vivir Bien “Suma Qamaña” y el estar bien “Allin Kay” como expresiones de modos de vida ancestral, no pretenden ser teoría, no son modelos de desarrollo ni son generalizables. Estas opciones de vida -a las que muchos movimientos sociales se han estado congregando como opción contraria al desarrollo- surgen de la búsqueda de autonomía y soberanía alimentaria. Como lo menciona Gustavo Esteva, “tenemos que ocuparnos del asunto nosotros mismos. Eso es, ante todo, pensar en el sector social: pensar en la gente no en las empresas o en las instituciones [cuyo único motor es] producir sin otro motivo o razón que el lucro” (Esteva, s. f.: 1).

Hoy se sabe que la supuesta dieta hipercalórica e hiperproteínica de la que hablaban los conquistadores, no existió, sino que fue un imaginario producido porque “no conocían ni las plantas ni los animales ni los hábitos” (Rodríguez-Cuenca, 2006: 83). Quizá lo más interesante entonces a recuperar de la comida prehispánica, sea el equilibrio ecológico y social que le rodeaba. En materia de principios, un aporte básico es el estrecho vínculo entre naturaleza y humanos con animales, plantas y peces para manejar la sensatez y equilibrio energético (Rodríguez-Cuenca, 2006: 128).

Otro principio, es el sentido de la abundancia desde las posibilidades que la tierra ofrece con sus pisos térmicos o con sus estaciones: “los Muiscas por ejemplo, dividían su calendario y las diferentes estaciones de cultivo según las distintas lunas” (Rodríguez-Cuenca, 2006: 97). Es pertinente superar la violencia hacia la tierra que impone homogenizar la producción de alimentos mediante la tecnología o la preocupación por entrar en el mercado con las famosas dietas regionales.

Un tercer principio es aprender el sentido de la comida como acto social y político de soberanía, esto es controlar el proceso de siembra, recolección y cocción de lo que comemos porque “no es aceptable que se gobierne nuestro paladar y nuestro estómago” (Esteva, s. f.: 2).

En cuanto a conocimientos que hacen parte de estas cosmogonías, sus aportes están en la preparación de la tierra para los cultivos, incorporando simultáneamente técnicas de protección como el terraceo, la tumba y quema controladas, la materia orgánica, la rotación de cultivos y el deshierbe, entre otros. Asimismo, incentivar la cría de animales diferentes a la ganadería extensiva o de engorde mediante la siembra de plantas que los atraen, implicaría investigar sobre las variedades existentes. También aprender sobre el aprovechamiento total de las plantas y no sólo de sus frutos; por ejemplo, la quinua que sirve para ensaladas, guisos, sopas, galletas y panes, así como para evitar enfermedades.

Prácticas ancestrales como el intercambio o trueque permiten, tanto en las zonas rurales como urbanas, proveerse de gran variedad de alimentos y superar la escasez sin que medie la lógica de la monetarización y la ganancia.

Redimensionar la relación entre comida y salud, evitando que la medicina natural se vuelva sólo cosa de expertos, implica hacer conciencia sobre la importancia que tiene de fomentar el cultivo de algunas plantas medicinales como los alfileres, azafrán, borrachero, borraja, cedrón, chilca, coca, coralito, fique, habilla, quinina, regalgar, yopo, yagé, togua, entre otros, para que puedan hacer parte de nuestras bebidas tanto como lo es ahora el café.

Las innumerables prácticas de soberanía alimentaria basadas en otras cosmovisiones que hay en América Latina y Colombia, generan una gran confianza en que es posible resistir con el estómago para continuar con la lucha por la tierra: “es posible plantearse seriamente la autosuficiencia en la producción de alimentos necesarios y el acceso de todos a esos alimentos” (Esteva, s. f.: 2). Algunos ejemplos de lo anterior los encontramos en las comunidades de Cañamomo y Lomaprieta (Riosucio, Caldas) que avanzan en la recuperación de semillas, la defensa del territorio, la incorporación de orgánicos libres de fungicidas, la construcción de mandatos y la declaración de territorios sin transgénicos, a la cual se sumó la comunidad indígena Zenú, en el norte del país, con sus sistemas de comunidades agroecológicas. También en Bogotá está la propuesta de capital libre de transgénicos, liderada por Soberanía y Autonomía Alimentaria -SALSA-, una federación de organizaciones preocupadas en trabajar por la problemática agroalimentaria (Páez- Castro, 2013: 5).

Por su parte, el Grupo Semillas de Colombia ha venido denunciando el problema de la certificación como la pérdida del patrimonio colectivo, ya que representan persecución y aniliquilamiento de las semillas nativas (Resolución 970 de 2010, del Instituto Colombiano Agropecuario -ICA-). Para contrarrestar esta situación se viene promoviendo procesos de recuperación y usos de semillas nativas y los sistemas tradicionales basados en el manejo de la biodiversidad. Como dicen ellos: “el día que dejemos perder las semillas campesinas, quedaremos en manos de las transnacionales que nos dirán qué podemos sembrar y comer” (Grupo Semillas, 2011: 16).

A su vez, el Centro Nacional de Salud alimentaria y Trabajo en Colombia -CENSAT (2013), desde la perspectiva de soberanía alimentaria, viene trabajando en el impulso de procesos agroecológicos, mercados solidarios, y recuperación de prácticas culturales asociados a la producción, preparación y consumo de alimentos.

La organización Planeta Paz realiza acciones de apoyo a propuestas encaminadas a la soberanía alimentaria y la producción agroecológica en las diferentes regiones del país. Asimismo, viene impulsando junto con otras organizaciones como ATI, RECAR y Ecofondo, una política de soberanía, seguridad y autonomía alimentarias hacia la paz por parte de sectores populares (Correa, 2010: 21).

Afortunadamente, en muchos lugares de América Latina es posible vivir en el campo:

con la fragancia de las plantas, la pureza del agua, desayunar café con tortillas de trigo o maíz, almorzar una sopa de harina de habas acompañado de papas del lugar, saciar la sed con un batido de máchica después del medio día; y, por la noche ingerir unas bolas de trigo, agregado de habas tiernas y choclos, realmente que constituye un gran privilegio, tomando en cuenta que todavía quedan algunos comestibles para los días siguientes y sin repetirse por lo menos en una semana. (Mayorga-Puma, 2011: 3)

En suma, se trata de continuar con el proceso de visibilización de aquellos modos de vida que podríamos caracterizar como formas cotidianas de soberanía alimentaria que demarcan rutas concretas para salirle al paso a la crisis alimentaria generada por el patrón de poder mundial. No es fácil entender lo anterior en el marco de la economía global, pero sí en los escenarios locales que demuestran fehacientemente el camino que deberíamos tomar para no depender de las fluctuaciones del mercado mundial por la especulación que establecen los grandes capitales.

En conclusión, la crisis alimentaria se expresa como una perversa consecuencia del patrón civilizatorio moderno colonial que no sólo naturaliza la existencia de hambrientos a través del agenciamiento de políticas focalizadas para atenderlos desde un pretendido interés filantrópico, sino que, en verdad, esconde un profundo desprecio por las poblaciones empobrecidas por la lógica del mercado mundial. Es a esta lógica del mercado a la que se han opuesto históricamente los pueblos originarios andinos que reivindican la tierra como un lugar para la vida y no para la mercantilización. Asimismo, se debe resaltar la interpelación a dicha lógica que realizan los procesos de comunidades afrodescendientes, campesinas y populares que comprenden la necesidad de generar propuestas creativas de soberanía alimentaria al interior de sus propios espacios vitales.

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[1] Este escrito es una reflexión basado en la ponencia presentada por los autores en el marco del encuentro internacional “La lucha por la tierra y la soberanía alimentaria”, celebrado en Barcelona (España) en el mes de abril de 2013.

[2]Según Jaime Arturo Carrera (2000: 13) el mercado de tierras se interpreta como la asignación de este recurso por la interacción de individuos en competencia, de modo que las decisiones se guían por los precios, y el proceso en su conjunto se desarrolla en un marco de reglas acordadas y aceptadas por los participantes. Este proceso competitivo supone la aceptación del principio de propiedad privada y la libertad de hacer contratos, un marco de reglas del juego y el consi- guiente aparato institucional que las hace cumplir, y la aceptación de los resultados del proceso considerados como deseables según criterios establecidos.

[3]Colombia ha firmado con Estados Unidos, Canadá, la Comunidad Andina(Bolivia, Ecuador, Perú y Venezuela), el Grupo de los 3 (México, Colombia y Venezuela), con Chile y los miembros del MERCOSUR (Argentina, Brasil, Uruguay, Paraguay y Venezuela) y recientemente se firmó un nuevo TLC con Corea del Sur.

[4]Según Norbert Elías (1987: 11), la civilización es “el cambio estructural de los seres humanos en la dirección de una mayor consolidación y diferenciación de sus controles emotivos, y con ello también, de sus experiencias (por ejemplo, en el retroceso de los límites de la vergüenza o el pudor) y de su comportamiento (por ejemplo, en la comida, en los modos de disfrutar la cubertería)”.

[5]Gómez-Hernández, Esperanza y Vásquez-Arenas, Gerardo (2019). “Crisis alimentaria, patrón civilizatorio e interpelaciones andinas”. En: Boletín de Antropología. Universidad de Antioquia, Medellín, vol. 34, N.º 58, pp. 78-92.