Los recetarios de cocina en América Latina: más allá de la escritura y reproducción de recetas que iniciaron con los Estados- nación*

 

Resumen:

Al revisar el tema de la publicación de recetarios en América Latina, se ha argumentado, al igual que Appadurai lo hizo en el caso de India, que estos sirvieron como dispositivos discursivos en la consolidación de los nacientes Estados-nación. No obstante, referirse a los recetarios también es escribir sobre las prácticas de otros, de sus productos y del mestizaje culinario de las zonas. Es explorar cómo lo corporal y lo oral atraviesan lo que se reproduce en lo escrito y en la práctica, y cómo esto da cuenta de la importancia de las mujeres en la cocina pública y doméstica.

Palabras claves:

recetario, saberes culinarios, transmisión oral, transmisión sensorial


Abstract:

When reviewing the subject of the publication of cookbooks in LatinAmerica, it has been argued, as Appadurai did in the case of India, that these served as discursive devices in the consolidation of nascent nation-states. However, referring to the cookbooks is also to write about the practices of others, their products and the culinary fusion of the zones. It is to explore how the corporal and the oral features pierce what is reproduced in writing and in practice, and how this accounts for the importance of women in the public and domestic kitchen.

Keywords:

cookbook, culinary knowledge, oral transmission, sensorial transmission

Resumo:

Ao revisar a temática da publicação de receituários na América Latina, tem se argumentado, ao igual que Appadurai o fez no caso da Índia, que estes serviram como dispositivos discursivos na consolidação dos nascentes Estados-nação. No entanto, referirse aos receituários também é escrever sobre as práticas de outros, de seus produtos e da miscigenação culinária das zonas. É explorar como o corporal e o oral atravessam o que se produz no escrito e na prática, e como isto dá conta da importância das mulheres na cozinha pública e doméstica.

Palavras-chave:

receituário, saberes culinários, transmissão oral, transmissão sensorial

Résumé:

En examinant la question de la publication des livres de cuisine en Amérique latine, on a fait valoir, comme le faisait Appadurai dans le cas de l’Inde, que ceux-ci servaient de moyens discursifs dans la consolidation des États-nations naissants. Cependant, se référer aux livres de cuisine, c’est aussi écrire sur les pratiques des autres, leurs produits et le métissage culinaire des zones. Il s’agit d’explorer comment le corporel et l’oral croisent ce qui est reproduit par écrit et dans la pratique, et comment cela explique l’importance des femmes dans la cuisine publique et domestique.

Mots-clés:

livre de recettes, connaissances culinaires, transmission orale, transmission sensorielle


Introducción

Aunque la recopilación de ingredientes y técnicas para elaborar platos ha sido una práctica que se puede rastrear desde los elaborados testimonios gráficos de los egipcios(Goody, 1982: 134), pasando por la Onomasticon de Amenemipet, documento en que aparecen la elaboración de diferentes panes durante la dinastía xx a. C. (Goody, 1982), es con el desarrollo de alfabetos y escritura en Grecia y en Roma, que surge el formato de recetario (Goody, 1982). Tanto los gráficos, como aquellos recetarios, fueron maneras de organizar socialmente las formas de producción y consumo de los alimentos; es decir, lo que estaba allí plasmado no era una fórmula para todo el mundo, más bien estaban dirigidos a las “élites” del momento o a quienes cocinaban para ellas (Goody, 1982).

Esta distinción social que también se establece a través de la escritura de recetarios permanece en Europa -como en otros lugares del mundo Euroasiático- por un largo tiempo (Goody, 1982). Ya en el siglo XIV, estos escritos no sólo se utilizaban para detonar el buen comer de los poderosos, sino que, además, las recetas se empezaron a utilizar para dividir fronteras; las preparaciones mostraban la historia de un lugar y de su gente (Pérez, 1997). En otras palabras, los recetarios europeos del siglo XIV establecieron recetas regionales con técnicas y utensilios propios, que sirvieron para dividir y distinguir unas gentes de otras, además de permitir la movilización social (Goody, 1982) siempre y cuando se adquirieran los gustos allí plasmados.

En el caso de América Latina, la aparición de recetarios regionales que ayudaran a dividir y distinguir es más bien reciente. Tanto en Perú, como en México, Colombia y Argentina, por nombrar algunos países, esta forma de transmitir el saber culinario surge a mediados del siglo XIX (Ulloa, 2006; Martínez, 2012; Caldo, 2013) como un dispositivo que ayuda -desde un ámbito tan cotidiano como la cocina- a consolidar los nacientes Estados-nación. En estas primeras versiones, se distinguía el recetario público del privado (separación de las esferas) y no se tenía en cuenta otros saberes de aquellos de las clases altas, donde se resaltaban gustos que denotaban sabores extranjeros. Por lo tanto, escribir esas primeras recetas conlleva un proceso de elección y clasificación de los alimentos que, aparentemente, ayudan a establecer rasgos colectivos y homogéneos para una cultura o una clase social.

En términos de Appadurai (1998), esta distinción que se ejerce a través de los recetarios (impresos) funciona como un dispositivo en donde se elaboran imaginarios sobre qué se come y cómo se come en un lugar, además de traer consigo una homogeneización de la cocina en términos de clase y raza. Cuando Appadurai (1998) analiza el caso de la cocina nacional de India, encuentra que los recetarios están escritos en inglés, la lengua que unificaba la nación, y que además contienen recetas que estandarizan ingredientes sin importar las diferencias técnicas y sensoriales de las diferentes comunidades que habitan el país. Esto, por un lado, indica que los recetarios no están pensados para representar las lógicas en que se construyen las cocinas de los diferentes grupos étnicos, ni de aquellos que se encuentran en un grupo socioeconómico bajo (donde saber leer y escribir en inglés no es una constante) y, por otro, que quienes los escriben, al recopilar diferentes recetas de los diversos grupos de la sociedad, exponen su visión y representación del otro. Es decir, escribir y publicar un recetario es una forma de otrificación que funciona como un dispositivo de clasificación, homologación y orden, por medio del cual se construye autoridad sobre un corpus de saberes variados y alternos.

Esto que nota Appadurai (1998) es cierto en el caso de muchos recetarios que sirvieron como medio para la unificación de un Estado-nación. En el caso de los primeros recetarios impresos y publicados en Colombia, México, Perú y Argentina, también se llevó a cabo una distinción social y racial. Por ejemplo, en el caso de Colombia, el Manual de artes, oficios, cocina i repostería fue elaborado para promover políticas que trajesen resultados a las diferentes industrias de la época (Martínez, 2012) y, de este modo, perfeccionar los oficios de los que los hombres se ocupaban en las esferas públicas (Carreño, 2012). El lenguaje era sofisticado, y la escritura y pretensión del texto para algunos pocos, sobre todo aquellos que encabezaban las industrias del país: hombres con poder socioeconómico alto. Asimismo, las recetas que se podían encontrar en este tipo de manuales/recetarios respondían a recetas provenientes del extranjero, dándole a quien cocinaba un aire de alta alcurnia. Lo mismo sucedía con los recetarios publicados en México, donde se ignoraban las comidas callejeras o populares por representar lo indigno, lo incomible (Pilcher, 1998). En Perú se resaltaban varios productos traídos por los europeos, sobre todo el uso de condimentos extranjeros (Ulloa, 2006). En Argentina, las recetas figuran como un recopilado del lenguaje, estética y técnica europeos, sobre todo la francesa y la española (Laborde y Medina, 2015).

Por ejemplo, en 1831 en México, Mario Galván publica el Tomo I del Cocinero Mejicano, que en su página de portada titula y advierte lo siguiente: “las mejores recetas para guisar al estilo americano, y de las mas selectas según el método de las cocinas española, italiana, francesa e inglesa. Con los procedimientos mas sencillos para la fabricación de masas, dulces, licores, helados y todo lo necesario para el decente servicio de una buena mesa” (Galván, 1831: portada).

En el Manual de artes y oficios publicado en Colombia en 1853, se describe y explica como cocinar una “sopa a la bearnesa”, preparación que alude a la región de Bearne en Francia:

Se lava unacolmediana con cuatro lechugas arrepolladas; se las dejaescurrir para ponerlas después en una cazuela con pedacitos de tocino, una tajada de jamón dulce, un salchichón y dos ancas de ganso; se cocerá todo en un caldo desalado, añadiendo un manojo de perejil y dos cebollas picadas con otros tantos clavos de especia; se escurrirán separadamente la carne y las legumbres, se desengrasará y pasará el caldo, y tomando miga de pan de centeno cortado en rebanaditas delgadas, se hará una corona en un plato o fuente honda, interponiendo con ellas el tocino y las lechugas en cuartas partes, y llenando el centro de la corona con una sustancia, sea la que se quiera; se colocarán encima el jamón y las ancas de pato, y el salchichón alrededor en rodajas; se dejará tostar este compuesto a fuego lento, y se servirá cuanto más caliente. (Citado en García, 2014: 65)

En Perú en 1866 aparece el primer recetario impreso titulado Manual de buen gusto que facilita el modo de hacer los dulces, budines, colaciones y pastas, y destruye los errores en tantas recetas mal copiadas. La receta “colado de manzanas” que se describe a continuación, hace mención de técnicas y especias traídas del extranjero, como los almíbares, el clavo y la canela:

Se hacen cocer muy bien treinta manzanas grandes y si son chicas un poco mas; se hace almibar de cuatro libras de azucar bien clarificado, y estando en punto, se le pone las manzanas, despues de haberlas colado por un cedazo; se le hecha canela y clavo y pastilla. Se hace subir de punto y se vacia en el molde y cuando està frio, se le pone bajo una holla hirviendo y se vacia a la fuente. (Citado en Zapata, 2010: 13-14)

Además de racializar y separar las clases sociales a partir de una aparente sofisticación de algunas de las cocinas de América Latina (retomando un lenguaje rimbombante e ingredientes traídos por europeos), los recetarios iniciales también invisibilizaban la mirada femenina de la cocina del hogar. Los primeros manuales, aunque fueron escritos para mujeres con el fin de “educarlas” en el arte culinario, fueron producidos y publicados por hombres (Pérez, 1997). Pocas mujeres en la época podían escribir de manera pública, más bien los recetarios que recreaban las mujeres -escritos a puño y letra- eran una forma cuidadosa de guardar sus secretos culinarios (Bak-Geller, 2009) y mantener, al mismo tiempo, la economía del hogar (Caldo, 2016). Si bien estos recetarios también representan un dispositivo de distinción social y racial -eran mujeres de clase alta quienes los escribían-, es importante empezar a resaltar todo aquello que se ve silenciado e invisibilizado en la construcción de cualquier tipo de recetario. Es decir, lo que está, pero no se muestra.

En este orden de ideas, lo que quisiera hacer en esta revisión de tema es pensar en lo que no dice directamente el recetario, en ir un poco más allá de resaltar que los recetarios se han utilizado para crear una noción homogénea de lo que es una nación o de verlos como dispositivos que sirven a la hegemonía. Los recetarios también hablan del lugar que se habita, de los saberes de mujeres y de los afectos que se forjan a través de una receta. Los recetarios también indican, para utilizar los términos de Giard (2000), el entre tramado de historias que componen la cocina y el cocinar. De esta forma, he divido el escrito en tres secciones. La primera, propone una mirada de cómo un recetario no sólo hace alusión al uso de técnicas e ingredientes propios de las clases altas, sino que recoge diferentes saberes e incluye en su hacer un acervo de conocimientos que provienen de lo popular y lo indígena. Segundo, como esta reflexión me ha llevado a pensar en lo interseccional que se convierte escribir recetas, pues necesita, además, de dos factores esenciales: hablar y sentir para emprender en los saberes culinarios. Es decir, cómo la receta plasma- da en un recetario contiene trazos de lo que esta significa tanto para quien escribe, como para quien reproduce la receta. Por último, cómo -aunque hoy en día existan nuevas maneras de homogeneizar la cocina a través de reproducir recetas en las escuelas de cocina, y exista una masiva de recetarios de saberes culinarios- también existen lugares de fuga y resistencia que convocan a un pasado de la esfera privada.

Ojeando el recetario

Escribir sobre la alimentación de las gentes que habitaban los territorios a los que hoy en día se les llama América Latina, no se hizo en primera instancia en los recetarios publicados a mediados del siglo XIX, sino que inició a través de los diarios de los cronistas de indias, de algunos viajeros y de las noticas que se producían en Europa sobre este “nuevo” lugar (Ulloa, 2006; Laborde y Medina, 2015). Estas primeras visiones del continente no sólo registraron los animales y plantas que allí estaban, sino que también hicieron un recuento de algunas de las prácticas culinarias que se llevaban a cabo (Ulloa, 2006). Por ejemplo, en el diario de Cristóbal Colón se hace la siguiente descripción:

Esta Isla es grandísima y tengo determinado rodearla, porque según puedo entender, en ella o cerca de ella hay minas de oro. […]. Esta gente […] han traído a la nao algodón y otras cositas […]. Es una isla verde y llana y fertilísima, y no pongo duda que todo el año siembran panizo y lo cosechan y así todas otras cosas; y vi muchos árboles muy distintos de los nuestros […] es la mayor maravilla del mundo cuánta es la diversidad de una manera a la otra. (Citado en Huben, 1942: 138)

De igual forma, viajeros como Bartolomé Briones de Pedraza describieron la elaboración de la chicha:

Hácese desta forma: hay unas piedras a manera de pilas pequeñas y con otra piedra que traen en las manos, rolliza, muelen el maíz, mojándolo con agua, moliendo y mojando y van haciendo su masa y la tornan a pasar y moler otra vez, y luego hacen unos bollos redondos […] dejan la masa un día o dos hacer vinagre y luego hácenla bollos, ni más ni menos como está dicho, y después de cocidos, los mascan con la boca y lo mascado echan en unas ollas aparte y luego con agua la deshacen y cuelan con unos coladores de totumas agujereadas por donde cuela, que es la totuma como casco de calabaza, y esto colado lo echan en unas múcuras, que son como tinajas, sino que son muy angostas de la boca, y allí en estas múcuras hierve esta chicha […]. (Citado en Illera, 2012: 51)

La diferencia de estos escritos con los recetarios, es que no tenían pretensión alguna de que fuese un manual que reglamentara las formas de alimentarse, mucho menos de que las personas reprodujeran dichas prácticas. En estos se describieron los productos que se consideraban buenos para comer y se estigmatizaron aquellos que no lo eran. Por ejemplo, el consumo de insectos y de algunos tubérculos, sobre todo aquellos que se combinaban con minerales de la tierra para prevenir intoxicaciones fueron condenados y hasta prohibidos en las dietas durante la colonización (Saldarriaga, 2012). Aquellos como el tomate, las papas, el chile y la pimienta dulce permanecieron para ser parte esencial de los recetarios (Ulloa, 2006).

Estas primeras historias nos empiezan a dibujar el entorno donde se producían los alimentos, el tipo de alimentos y las costumbres de quienes allí vivían. Nos dan una idea de cómo pudo haber sido la alimentación de estas personas, de los productos y técnicas que eran propias de la región. No obstante, invisibilizan aquellas prácticas que no se escribieron, que no quedaron registradas porque no eran relevantes dentro de la narrativa de quienes escribían, pero que en el hacer todavía permanecen.

Los recetarios hacen algo similar, nos cuentan sobre los ingredientes y, de esta forma, aluden al entorno natural donde se producen los alimentos; explican la forma de preparación (la técnica) donde se estipulan las maneras y utensilios necesarios para reproducir los sabores y texturas y, de esta forma, delinean lo que culturalmente permanece, pero que parece estar excluido. Por ejemplo, en los recetarios mexicanos aparecen recetas con nombre francés, pero al dar la explicación para su elaboración, retoman técnicas que están asociadas a preparaciones hechas a base de maíz: “los Beignets au fromage, cuya fórmula indica aplanarlos como si fueran tortillas; o el del Voliú anglais, cuya cocción debe darles un aspecto de tamal endurecido” (Bak-Geller, 2009).

De esta forma permiten entablar un diálogo entre lo que está descrito y lo que no. Al decir “aplanarlos como si fueran tortillas” se indica algo que no todos los que leen el recetario podrían recrear si no han practicado o visto a alguien practicar la hechura de tortillas, lo mismo sucede con el “aspecto de un tamal endurecido”. Entender el recetario requiere un conocimiento sobre la técnica propuesta, pero también implica conocer qué es el maíz, a qué huele, qué cosas se pueden hacer con este, cómo se transforma el producto, etc. Es más, si la indicación del tamal fuese leída en Colombia, en una región como el altiplano cundiboyacense, elaborar esta receta implicaría conocer qué es una calabaza vitoria, la textura y sabor que esta le da los tamales, por lo tanto, la receta sería otra.

De esta forma, y como indican varios teóricos (Back-Geller, 2009; García, 2014; Laborde y Medina, 2015), los primeros recetarios publicados en América Latina hacían referencia a recetas que provenían de Europa; sin embargo, reproducirlas llevaba a hablar de otras prácticas -aquellas que se recreaban en esas recientes naciones-, como las comidas que representa a otras clases, etnias y culturas campesinas (por ejemplo, el uso del maíz). En términos de Giard (2000), plasmar la historia material y técnica que se cuece en los hogares y las recrean muchas veces las mujeres.

En este sentido, las recetas que se muestran hablan del intercambio de ingredientes y técnicas que se produjo después del encuentro entre los dos mundos. Los recetarios incentivaban el uso de productos cultivados antes de la llegada de los conquistadores/colonizadores, al igual que de aquellos que trajeron y crecían ahora en el continente. Por tanto, hablan de la historia material, de la transformación del territorio, y no sólo por la introducción de algunos alimentos, sino por las técnicas de cultivo y de preparaciones que ahora se elaboraban en la región.

Para incluir el maíz en las recetas, por ejemplo, se necesitaba un amplio conocimiento del producto, de la forma de procesarlo y transformarlo en alimento. Lo mismo sucedía con algunos tubérculos, como es el caso de la yuca brava. Al llegar al continente y en vista de que era poco lo que se atrevían a comer, muchos conquistadores enfermaron al ingerir productos que no sabían cómo preparar (Dietler, 2010). De esta forma, los conocimientos orgánicos que los indígenas tenían sobre estos productos pasaron también a manos europeas, conquistando sus paladares y saberes. Asimismo, en los policultivos crecían tanto alimentos indígenas (deseados por los colonos) como productos extraños al territorio y traídos desde otros continentes. El uso de esta variedad de productos amplió las maneras de hacer en la cocina, mezclando técnicas propias del campesinado que trabajaba la tierra con los productos que, en un principio, eran extraños para ellos.

Lo sensorial, lo oral y lo escrito

Los primeros recetarios publicados no incluyen un recuento histórico de los procesos sociales, económicos o políticos que llevaron a las diferentes gentes de América Latina a escribir sobre unos platos, y, aunque son estos mismos procesos los que determinan la elección de los productos que se incluyen y el vocabulario que se aplica, no se da una explicación explícita por parte de los autores de estas elecciones. No obstante, hacerlos públicos respondía a la necesidad de “educar” a las personas que podían leerlos y “aprender” los secretos del buen comer y del buen servir (Paz, 2016). Los recetarios se convirtieron en un proyecto para educar y, al mismo tiempo, para crear una idea de nación. Ya a finales del siglo XIX y principios del siglo xx, en el caso de Colombia (García, 2014) y de México (Back-Geller, 2013), los recetarios empezaron a retomar vocabulario y productos que daban cuenta de lo que significaba ser colombiano y mexicano, respectivamente. Los ingredientes del lugar, sus técnicas y las formas de llamar las cosas, respondían a la idea de que debía retomarse lo propio para diferenciarse del resto.

Aunque no se deben obviar estos cambios que, como indica Appadurai (1998), no cambian la estructura, es decir, no dejan de ser lugares donde se escriben las recetas que a las gentes de élite les parece importante se mencionen como colombianas o mexicanas, sí empezaron la tarea de incluir otros saberes en el discurso (como lo hacen las políticas de patrimonialización en el siglo XXI en los mismos países). No obstante, incluso hoy en día se siguen viendo patrones que dejan de lado otros saberes; por ejemplo, cuando se sacan recetarios que ilustran recetas propias de mujeres y regiones que no se habían visibilizado antes, la escritura de las mismas pasa por la traducción del recetario: ingredientes, procedimientos y medidas. Eso que se aprende haciendo, se traduce para estandarizar el cómo se conoce y se aprende, y también para “homogeneizar” sabores (si es que esto último es posible).

La discusión en este punto va mucho más allá. Caldo (2009; 2013) apunta a dos elementos importantes en la discusión de los recetarios. El primero es la transmisión del saber culinario como un aspecto femenino (como también lo han abordado autoras como Pérez, 1997; Giard, 2000; Paz, 2016). El segundo se refiere a cómo la escritura de estas recetas se extiende al lugar del hacer: la cocina; es decir, la receta no sólo se lee, se lleva a la práctica donde otras cosas suceden mientras se siguen los pasos descritos.

De esta manera, ambos argumentos se conjugan para crear uno solo: se recrean los sabores de casa. Ya se ha dicho que los primeros recetarios publicados no fueron escritos por mujeres sino por hombres, y también se ha dicho que las mujeres escribían recetarios para mantener sus secretos culinarios. En ambos casos, los recetarios estaban pensados para pasárselos a las mujeres que mantendrían la economía doméstica en sus hogares. En otras palabras, los recetarios públicos o aquellos que se mantenían en secretismo, retomaban la cocina de la casa y recordaban el ámbito privado.

Por lo tanto, en los recetarios no sólo se escribe sobre los productos, las técnicas y las preparaciones, se da cuenta al mismo tiempo de los sabores que se empiezan a reconocer en una sociedad y en la casa. Es una negociación entre los sabores que reconoce el comensal, y los que se describen y acaban en un compendio de recetas. En otras palabras, la receta expresa un conocimiento que alude tanto al oficio de cocinar como a la acción de comer.

Comer implica sinestesia, involucra todos los sentidos y, de este modo, nos conecta con el mundo que nos afecta desde los afectos, hasta con los mismos sentimientos. La primera conexión que se entabla con el mundo es a través del tacto (Synnot, 1993), lo que indica que la piel no es sólo el órgano más extenso del cuerpo (lo cubre todo), sino uno de los más importantes en la comunicación no verbal de una cultura y entre seres humanos (Synnot, 1993). El primer contacto de una criatura con su madre se da a través del reflejo de las cosquillas a las ocho semanas en el vientre (Synnot, 1993). Luego, cuando nace, lo primero que busca con sus manos y su boca es el pecho de su madre (Giard, 2000) donde se refuerza la relación piel a piel. No obstante, este acto no viene solo, involucra oler, saborear y escuchar tanto a la madre como a la leche que esta produce, se teje una conexión. En este sentido, es preciso estar de acuerdo con Le Breton (2007) cuando cambia la premisa de Descartes, “pienso, luego existo”, por “siento, luego existo”.

A medida que los seres humanos van creciendo, las conexiones entre los sentidos y el mundo cultural y personal se vuelven más fuertes. En términos de alimentación estamos expuestos, por un lado, a los alimentos de casa y, por otro,

1) a los lugares donde se consiguen los alimentos que se llevan a casa, 2) al poder adquisitivo o formas de intercambio que se realizan para conseguir esos alimentos, y 3) a los aspectos psicobiológicos que nos atan a estos (Rozin, 1995). En otras palabras, de chicos no se elige que comer, en cambio, se acostumbra a comer lo que hay, generalmente platillos que recrean las madres con los ingredientes que han podido adquirir.

De esta manera, parte de la respuesta de qué es lo que se escribe en los recetarios, va dirigida a lo que se aprende sensorialmente y las conexiones emocionales que esto genera. Escribir requiere saber a qué sabe, huele, se siente, se escucha y se ve un ingrediente, igualmente, cómo debe oler, saber, sentirse, verse y escucharse al transformarse y combinarse con otros para recrear un platillo. Se escribe, entonces, lo que recuerda a la casa y lo que se aprende al probar y recrear otras recetas.

El recrear una receta, además, es un proceso que también puede sugerir un relato oral. Giard (2000) sugiere que es tan sólo preciso entrar en una cocina y empezar a cocinar para que los sentidos se despierten y se recree la receta. Caldo (2013) añade a esto el componente de la transmisión oral: no sólo se necesita empezar a cocinar para que aviven los recuerdos y las maneras de hacer, sino que también en el aprender a cocinar juega un papel importante el diálogo oral entre quien enseña y quien aprende. Es decir, a parte de la existencia de una transmisión sensorial (Vernot, 2015) de la cocina, en el que en un principio se conoce este universo a partir de los sentidos y los afectos que esta produce, también existen las indicaciones que se dan para que un platillo se pueda reproducir. Por ejemplo, se puede saber a qué sabe y huele, cómo se siente y cuál es el aspecto y los ruidos -que hace en la boca al masticar- el tamal que hacía la abuela, pero falta preguntarle a la abuela su secreto en caso de que se espere un resultado similar. He aquí donde la abuela precisa las cantidades, explica la forma de preparación, da indicaciones y añade el secreto (si lo quiso contar). Por lo tanto, un recetario recoge la transmisión sensorial y oral para reproducir un sentimiento o añoranza a los sabores particulares de un lugar. Sobre todo, el de la casa.

De lo público y lo privado. Cocinar, una experiencia desde lo femenino

Poner en práctica lo que está escrito en un recetario es retomar todos esos saberes que se han instaurado en los cuerpos a través del tiempo. No obstante, también es lugar donde se presenta un tipo de innovación. Es interesante plantear lo que sucede cuando varias personas toman una receta y la recrean. Aunque están haciendo la misma receta y los sabores pueden llegar a ser muy similares, a ninguno le queda exactamente igual. Estos minúsculos cambios (a veces mayores) se deben a que cada persona busca en su registro de transmisión sensorial y recrea también desde ahí la receta escrita. Asimismo, la reproduce con condimentos, productos y materiales que tienen a disposición y que pueden variar dependiendo del contexto. Esto permite plantearse los movimientos que sugiere la transmisión sensorial. En otras palabras, cómo al recoger las sensorialidades aprendidas se pude dar paso a nuevas formas de transmitir sensorialmente la cocina.

En este escenario vale la pena pensar -en el ámbito privado y público de la cocina- en el papel que han jugado hombres y mujeres en la transmisión sensorial de reproducir comida. Escribir y publicar libros sobre cocina no fue una tarea que realizaran mujeres. En un principio, fueron hombres quienes dedicaron páginas y manifiestos de cómo debía ser la cocina en el espacio privado de los hogares y en los restaurantes. La división sexual del trabajo había establecido claramente que las mujeres debían ocuparse de esta tarea en el hogar (Giard, 2000) sin ningún tipo de recompensa a cambio; era parte de los oficios que debía realizar. En pocas palabras, a todos nos cocinó una mujer, a quien le enseñó otra mujer, a quien enseñó otra mujer. Recordamos el esfuerzo y el cariño con que estas mujeres nos alimentaron, las horas que pasaban en la cocina hirviendo la sopa, cortando el tomate y preparando el arroz.

Los saberes que allí se producían no tenían mayor relevancia fuera de estos espacios, por eso, los recetarios -fuesen escritos por hombres o mujeres- poco fueron utilizados en una esfera social distinta, más bien servían como foco de enseñanza de un oficio que se veía doblegado a las necesidades de distinguirse, ya fuese como clase social o como país. En cambio, la relevancia de la cocina en el ámbito público empezó a resonar con la llegada de un libro llamado L´Art de la cuisine francaise escrito por Antonin Carême en 1883.

Lo que hace este libro es recrear recetas francesas producidas por mujeres y, al mismo tiempo, reestructurar los procedimientos de tal forma que la cocina ya no se viera sólo como una reproducción de platos en la casa, sino como una ciencia que procura encontrar un orden sistemático de este hacer/arte. Con esto también aparecieron las primeras escuelas de cocina a las que sólo podían asistir hombres y quienes se ocuparon de la creación de los primeros restaurantes de alto reconocimiento.

La entrada de la cocina al ámbito académico transcendió. En el siglo xx, antropólogos, historiadores, sociólogos y otros académicos se dedicaron a estudiar la cocina como fenómeno (Douglas, 1973, 1998; Harris, 1992, 2005; Appadurai, 1988; Goody, 1982; Synnot, 1993; Lupton, 1996; Mintz, 1998; Beardsworth y Keil, 2002). Esta no sólo había llegado a la academia a través de escuelas de cocinas que preparaban a hombres para generar su propio negocio y cocinar sus propios platos, sino que también se empezaron a producir textos y recetarios que incorporaran una visión más académica para referirse al ámbito de la alimentación (por ejemplo: Tacopedia, El gran libro de la cocina colombiana, Secretos de lacocina peruana). De esta forma, pareciera que la transmisión sensorial ya no dependía solamente de lo que se vivía en casa, sino que se había extendido a otros lugares como el ámbito académico y los restaurantes de chef famosos (en su gran mayoría hombres). Sin embargo, la transmisión sensorial supone una relación con la historia material y técnica, con las conexiones emocionales que se tejen con la cocina del hogar. Como expone Giard (2000: 155), sin querer se memorizan los sabores, olores y colores de esa cocina maternal, se identifica con ella “una palabra inductora [le] bastaban para suscitar una extraña anamnesia en la que se reactivaban en fragmentos antiguos sabores, experiencias primitivas”. Asimismo, recalca Sutton (2001), los libros no son suficientes para aprender a cocinar, es la experiencia vivida la que cuenta y que a medida que se recuerda el olor de un tomate o del ajo, se puede recrear la receta, incluso ajustar en el proceso. De esta forma, no sólo se recuerda a la madre y a la casa, sino a los lugares que revocan esa la experiencia de comer, de saborear, en su gran mayoría preparaciones que fueron hechas por mujeres. Por lo tanto, también se forman afecciones con el linaje femenino, y cocinar se convierte en un hecho que significa más que recrear platos sofisticados y sabrosos, más bien se relaciona con la hospitalidad, la fiesta, el placer (Giard, 2000).

La conjugación de lo dicho hasta ahora se puede ver en lo que dice Margot al hablar cómo aprendió a cocinar tamales:

La que me enseñó fue mi mamá [...] como le acabo de decir mi mamá era una persona muy estricta, ella decía: ¡Aprendan! porque el día que yo me muera ¿quién les va a enseñar, o qué van a hacer? Y era haciendo, ella por ejemplo nos decía cuando preparaba los tamales: hay que echarle esto, esto otro. Y ella también igual [decía:] ¿dónde está la pimienta? Se tenía todo listo y uno iba echando a medida que uno iba preparando [...] Nos ponía a abrir el lomo y eso era un rollo... y ella se ponía bravísima [...] y decía: ¡Miren que dañaron eso por no ponerle cuidado y por no sé qué! (doña Margot cambió la voz a tono de queja imitando a su madre). Creo que le aprendí el sabor a mi madre, sí, el sabor de tanto estar en la cocina con ella. [...] Digamos con los tamales, mis hermanos dicen que son iguales a los de mi mamá. Además, creo que me parezco físicamente a ella... Entonces, la expresión de la cara, la actitud, pues, el correr para arriba y para abajo. Yo soy una persona que todavía voy a Abastos... mi mamá hasta cuando estaba bien malita todavía iba a Abastos. (Vernot, 2015: 77-78)

Es por esto que cada vez que aparece un gran cocinero y llegan nuevos estudiantes a aprender a cocinar, no empiezan su educación de la nada, tienen memoria sensorial (Seremetakis, 1994). A través de la transmisión sensorial, ya han adquirido información que no sólo les advierte a qué debe saber un plato, sino que también les permite recrear y experimentar desde la reproducción de esas recetas que les ensañan (que parecen estandarizar y homogeneizar el conocimiento), pero que, a través de la anamnesia, se trasforman en micro-libertades que forman una resistencia y fisuran la estandarización que imprime el tejer con la casa, con lo femenino.

Conclusión

El pensar en los recetarios de cocina de algunos países de América Latina desde comienzos del siglo XIX, propone analizar estos textos como dispositivos en función de los discursos que atravesaron la formación y consolidación de los nuevos Estados- nación, lo que incluía una invisibilización de las diferentes gentes que podían ocupar cada territorio americano. Sin dejar estos factores de lado, reales, hegemónicos y dignos de examinar para cambiar la realidad, este texto quiso reflexionar e invitó a establecer otro tipo de relación con el recetario, uno más corporal, más sensorial, que es capaz de manifestar cómo lo indígena, lo popular y lo femenino se corporeizan y se manifiestan como fisuras, resistencias y reminiscencias de las prácticas culinarias, del espacio que habitamos, de lo sensorial y del linaje maternal. Propone seguir explorando el tema de la cocina a partir de los recetarios como interseccional, no desde una mirada única, sino desde una que entreteja lo sensible, lo oral, la clase, el género, la raza y lo corporal.

Referencias bibliográficas

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[1]Vernot, Diana (2019). “Los recetarios de cocina en América Latina: más allá de la escritura y reproducción de recetas que iniciaron con los Estados- nación”. En: Boletín de Antropología. Universidad de Antioquia, Medellín, vol. 34, N.º 58, pp. 94-107.