La intención de este trabajo es preguntarse si la rememoración del aspecto de los ancestros míticos es sólo un recuerdo que emerge en ciertas circunstancias o si, de forma velada, todavía están presentes en los cuerpos masculinos, modelando sus percepciones. Antes de desarrollar este tema es preciso aclarar que nos abocaremos a las comunidades wichí conocidas como “bazaneros”. Según Braunstein, Palmer, Barúa y de la Cruz (2017), los wichí ocupan una extensa zona de aproximadamente 100.000 km2 que forma un área triangular: “en la línea que une los puntos en los que los ríos Pilcomayo y Bermejo, descendiendo de los Andes, se vierten en la llanura […] el tercer vértice de este triángulo puede ubicarse en el extremo sudeste del curso medio (del Bermejo)” (7-8).
Los mismos autores estiman que en ese territorio viven aproximadamente 40.0001 personas wichí, que demuestran poseer cierto grado de variedad dialectal y sociocultural; a principios del siglo xx, presentaban 22 unidades dialectales. Ello se debe al peso que tiene la localización en la sociedad wichí en general. Debido a ella, se tienden a diluir las diferencias con las comunidades cercanas en el espacio y en las relaciones parentales, y a ampliarlas a medida que aumenta la distancia geográfica y de parentesco. Así, han surgido cadenas dialectales que implicaban -e implican- pequeñas o grandes variaciones socioculturales según su grado de contigüidad (Braunstein, Palmer, Barúa y de la Cruz, 2017: 31).
Como es recurrente en los pueblos indígenas, los wichí también han sido desplazados de algunos de sus hogares naturales, sobre todo de las áreas favorables a la explotación agropecuaria como las márgenes del Bermejo y la provincia del Chaco al sur del triángulo, o los ingenios azucareros al oeste, sobre todo en el Chaco Salteño. Las comunidades que han sido vecinas -de la misma familia lingüística- estaban ubicadas al norte del Pilcomayo en el Chaco Paraguayo a principios del siglo xx, como los chorote, los nivaclé y los maká (ver mapa de Braunstein, Palmer, Barúa y de la Cruz, 2017: 31).
Como es de imaginar, en todo este período se han producido numerosas migraciones internas que han causado la formación de nuevos patrones estructurales: los habitantes de distintas áreas dialectales, con sus bandas y sus tribus, se han mezclado. Teniendo en cuenta que el río y el monte son indispensables en sus modos de subsistencia tradicionales, los que han podido y así lo han deseado, han intentado retenerlos. Ello ha sido un poco más factible en aquellas zonas no codiciadas por las poblaciones no indígenas; es decir, aquellos ya escasos lugares fronterizos y de imposible acceso en que sólo los indígenas saben cómo subsistir.
En el caso de los wichí bazaneros, provenientes originariamente del Bermejo Medio, se han visto obligados a dejar el río y todo lo que este significaba como eco- sistema, en especial por la abundancia de la pesca en sus campamentos de invierno, pero se las han ingeniado para retener porciones de monte para mantener las tareas de recolección donde eran sus campamentos de verano, entre Las Lomitas y Laguna Yema hacia el oeste de la provincia de Formosa
Lo que queremos destacar es que a la variedad dialectal y sociocultural de los wichí desde el sur de la provincia del Chaco hasta el Chaco formoseño, salteño y boliviano, se agregan las divisiones provocadas por los valores e instituciones de la sociedad nacional y de las sociedades provinciales.
En la actualidad existen aldeas que aún subsisten gracias al monte, aun cuando deban complementarlo con changas y que presentan una intensa, aunque des- igual, relación con sus vecinos criollos. Otras familias se han mudado a la periferia de las ciudades o de los pueblos donde han tendido a absorber las costumbres del “blanco”,2 lo que favorece la pérdida potencial de la vigencia del saber tradicional. A lo sumo, este saber se retiene con éxito relativo, apelando a distintos modos de ocultarlo; sin embargo, termina convirtiéndose en un acervo de memorias folclóricas en muchos casos. En pocas palabras, existen comunidades que pueden y desean continuar con su modo de vida y sus concepciones tradicionales, y otras que, por imposibilidad o por deseo, ya las han abandonado hace mucho. Esto ocurre no sólo entre los wichí sino en todos partes del mundo (Wright, 2015: 2). Las primeras pueden ser abordadas etnológicamente, como es el caso de los wichí bazaneros -sin soslayar que algunos individuos o grupos familiares estén sujetos a cambios y pérdidas culturales e identitarias parciales o completas-. En estos últimos casos parece razonable aplicar métodos sociológicos que los aborden según su posición en la sociedad nacional con sus problemáticas específicas y sus conflictos con la sociedad envolvente.
En este artículo nos abocaremos a examinar la persistencia en la vida cotidiana de algunos rasgos de los ancestros míticos que, entre los wichí, eran sobre todo (aunque no exclusivamente) hombres-ave. Para ello nos enfocaremos en las metamorfosis sucesivas que han ido conformando a los hombres y a las mujeres actuales y, sobre todo, analizaremos cómo los varones wichí, cuyos ancestros poseían, en su mayoría, cuerpos de ave, devinieron en los cuerpos masculinos actuales.
Nuestro objetivo es desentrañar por qué, en la actualidad, pueden constatar- se ciertas características de los hombres-ave originarios que ya fueran señaladas en la literatura wichí, sobre todo a través de los “cantos de ave”. Los cantos han estado siempre presentes en su vida. Entre ellos, se han destacado los cantos de ave (hwitsaku), mediante los cuales se producía el contacto de los varones con sus antepasados míticos.
Estos implicaban una apropiación de los cantos de los pájaros en un estado onírico, los cuales se ejecutaban durante la estación de la algarroba bajo la dirección de un chamán (García, 2005: 91-94). También se reconocen en la “herencia” de ciertos rasgos fisionómicos materializada en los apodos masculinos. En el caso de los cantos de ave de los jóvenes varones durante la temporada de la algarroba, cada uno de ellos “debía cazar su pájaro preferido, desplumarlo, hacer charqui con su carne y molerla” (García 2005: 91). Durante el sueño profundo, el espíritu del pájaro elegido cedía su canto. Refiere el autor que Metraux señaló que, luego de recibir el canto y tras comer de la carne de los pájaros, se convertían en buenos cantores. El procedimiento de los varones (hwitaku) parece haber sido la forma prototípica para apropiarse de los cantos de aves. Hoy en día sólo pueden efectuarlo las mujeres en sus caminatas solitarias en el monte, en tanto los cantos de los jóvenes varones han sido prohibidos por la Iglesia Anglicana. No obstante, Miguel García ha podido reconstruir algunos de estos gracias a la sabiduría tradicional de un anciano de los alrededores de Las Lomitas que los ejecutó para él y que el autor pudo transcribir musicalmente (“Canción del pájaro zorzal” en García, 2005: 94). Los cantos permiten a hombres y mujeres comunes -y con mayor razón a los chamanes-, apropiarse de los cantos de los pájaros y, de modo efímero, poder ver con sus ojos otros mundos. Lo que intentaremos ponderar aquí es si esto es sólo un legado de sus antepasados o si los hombres-ave perviven veladamente en los hombres wichí actuales.
En este sentido, los aspectos a examinar serán la naturaleza de las fronteras entre la humanidad wichí y el resto de los seres de la naturaleza, el tipo y resultado de las metamorfosis en la línea mítica-histórica, las circunstancias en que la presencia de los hombres-ave se devela, el rol del sueño, el ensueño y la vigilia, las huellas de los ancestros, y el espacio mítico y la capacidad de los eventos para dar lugar a transformaciones progresivas.
En pos de estos objetivos, hemos trabajado en el campo entre los wichí noroccidentales que formaban un circuito de aldeas a lo largo del río Pilcomayo en la frontera oeste de la provincia de Formosa y en la frontera este de la provincia de Salta (Argentina) entre 1980 y 1986 y, posteriormente, en el circuito de los wichí bazaneros, cuyos asentamientos se originaron en el río Bermejo en el centro de la provincia de Formosa y luego fueron desplazados a lo largo de la línea del ferrocarril en la actual ruta 81, entre 1990 y 2010.
En los conceptos que se exhiben aquí existe un alto grado de intertextualidad; es decir, una forma de diálogo del autor con sus colegas que fueron sus precursores o que son sus pares. Con ellos se ha entablado una conversación en persona y a través de los escritos, con el objetivo de dar cuenta de la continuidad entre los seres míticos y los seres actuales que se manifiesta en las experiencias vividas por estas comunidades.
Desde hace varias décadas, las teorías sociológica y antropológica se ocupan in- tensamente del tema del cuerpo. De modo preponderante, se orientan al estudio del cuerpo y del género en las sociedades occidentales. Estos modelos no son aplicables en aquellos aspectos de las percepciones indígenas amerindias, donde la relación entre el cuerpo y el principio anímico que le da vida como el “alma” o “espíritu”, excede las fronteras de lo humano.
La fenomenología, sobre todo la de Merleau-Ponty (1993), aparece como un telón de fondo para muchas sociedades en cuanto trasciende el dualismo cartesiano de cuerpo y alma. Según este autor, el cuerpo es la base de la percepción y el sustrato de las relaciones intersubjetivas (94-95). Jackson (1998), por ejemplo, tomó de este autor la noción de que “la intersubjetividad no es simplemente una dialéctica de intenciones conceptuales; se vive como una intercorporeidad a través de los cinco sentidos” (11).
El mundo nos llega a través de la conciencia perceptiva; es decir, del lugar que ocupa el cuerpo en el mundo social y cultural que habita, que constituiría la base de la intersubjetividad. Esta última se logra mediante el intercambio y el movimiento de espejo “entre yo y el otro”. La “corporalidad como intersubjetividad” ha sido un gran avance para las sociedades de raigambre “occidental” y, hasta cierto punto, parece ser relevante para todas las sociedades. Por ejemplo, nos dice Jackson que las reglas de reciprocidad e intercambio surgen de la vinculación empática y de las imágenes espejadas de la propia corporalidad con el mundo interpersonal (1998: 12). No obstante, ello no es suficiente para explicar ciertas particularidades de las sociedades indígenas en lo que respecta a la supuesta dualidad de cuerpo/espíritu o “alma”.
En la Amazonía, la visión multinaturalista de Viveiros de Castro (1998) ha permeado los estudios de las Tierras Bajas con su clásico concepto de “una cultura, múltiples naturalezas” (478), como también la comprobación de que en muchas concepciones de las Tierras Bajas, los cuerpos son inestables y están permanente- mente afectados por otros seres y objetos (Vilaҫa, 2009: 146).
En el caso de los wichí chaqueños, que ocupan el área de frontera entre Argentina y las tierras bajas de Bolivia -aunque se constatan muchas semejanzas en cuanto a la concepción holística de cuerpo/alma, tanto con los grupos amazónicos como con muchos otros grupos indígenas de diferentes partes del mundo-, presentan sus propias particularidades. Debido a ello, no podríamos incluirlos en el perspectivismo (Dasso, 2008). Estas diferencias se detallarán en el presente trabajo en lo que respecta a las relaciones cuerpo/ alma (hések) entre los wichí bazaneros. No obstante, tanto en uno como en otro caso, se parte de la misma afirmación general referida a las concepciones míticas. Como señala Viveiros de Castro:
Yo tenía la impresión de que se podía divisar un vasto paisaje, no sólo amazónico, sino panamericano, donde se asociaban el chamanismo y el perspectivismo. Era posible, además, percibir que el tema mítico de la separación entre humanos y no humanos, esto es, entre “cultura” y “naturaleza”, para usar la jerga consagrada, no significaba, en el caso indígena, lo mismo que en nuestra mitología evolucionista. La proposición presente en los mitos indígenas es: los animales eran humanos y dejaron de serlo, la humanidad es el fondo común de la humanidad y de la animalidad. En nuestra mitología (subrayado nuestro) es lo contrario: los humanos éramos animales y “dejamos” de serlo, con la emergencia de la cultura. (Viveiros de Castro, 2013: 17)
Además de estos conceptos, vale destacar que, en la visión de este autor, el par privilegiado en su modelo es el de cazador-presa, donde la reciprocidad de perspectivas ocurre entre seres que se transforman mutuamente a partir de encuentros sangrientos, y donde el matador debe ser purificado. En el Chaco paraguayo, este modelo parece tener consonancia con los de los nivaclé y los chamacoco. Nosdice Siffredi:
“ahí que el objetivo central de estos rituales sea el de resguardar al matador y su entorno humano y ambiental de la contaminación que irradian los restos de la víctima -en especial el scalp (nivaclé y lengua) y el cuero de jaguar todavía frescos (nivaclé y chamacoco)- por intermedio de la sangre, el aliento y el hedor de la putrefacción. (Siffredi, 2005: 17).
Pero ¿qué pasa con aquellas etnias, sean amazónicas o chaqueñas, donde la actividad fundamental es la horticultura o la recolección, y donde, no sólo en las actividades económicas, sino sobre todo a través del parentesco y de la uxorilocalidad, cobran relevancia las mujeres? No es casual que Viveiros de Castro se refiera a los “indios herbívoros de Overing” por contraposición a los indígenas que él estudia, los araweté y los tupinambá históricos, que han sido guerreros caníbales, a los que este autor les atribuye una visión dionisíaca donde el ajeno desempeña un papel esencial en la formación de la identidad del guerrero (Viveiros de Castro, 2013: 269). Por ello, distingue entre la “economía moral de la alteridad” (él y sus discípulos) y la “economía moral de la intimidad”, donde inscribe a Joanna Overing (Viveiros de Castro 2002: 319-344) y a otros autores que privilegian los modos de lograr la convivialidad en lo sociológico y en lo afectivo. En ciertos aspectos, se asemeja a lo que Palmer denominó la “buena voluntad”3 entre los wichí.
En varios estudios previos, hemos tratado la semejanza entre la visión de J. Overing sobre los piaroa y los wichí en lo que respecta al parentesco y a las cosmologías que privilegian la convivencia interna, más que la competencia agonística con los ajenos a través de cuya confrontación se forja la identidad. En estos casos, como señala Jackson, la intersubjetividad precisa de un minucioso trabajo de sociabilidad artesanal para hacer posible “esos momentos raros [...] cuando el yo y el otro se constituyen en reciprocidad y aceptación en lugar de violencia y desprecio” (Jackson, 1998: 208). A nivel de los prójimos, esto remite a la “convivialidad” examinada por Overing y Passes (2000). En palabras de M. Strathern, sería volver a tener en cuenta la sensualidad de la experiencia vivida (Vilaҫa, 2009: 143).
Entre los wichí, ello se hace evidente en la relación destacada con el mundo vegetal. Se concibe que ciertos árboles o plantas poseen, al menos fugazmente, una especie de principio anímico que les permiten comunicarse con ellos y que deriva, sobre todo, de la atribución a los árboles y arbustos de la capacidad de formar familias parecidas a las familias extensas equiparadas con las “arboledas” y “arbustales” (ambos denominados kwat por los wichí), donde los “abuelos” están representa- dos por los árboles más antiguos de las arboledas y los nietos por las semillas. Es principalmente esta relación la que permite que los abuelos humanos se apropien de ciertos dones para sus nietos (Barúa, 2001). Ambos sexos pueden beneficiarse de ello, así como de los cantos de ave y de sus dones asociados. En el caso de las plantas, la relación parte de un legado de los ancestros de las mujeres, mientras que la relación con las aves deriva de la asociación primigenia con los varones, como desarrollaremos más abajo.
Volviendo al tema del cuerpo y el espíritu/alma, numerosas veces se ha descrito al cuerpo como la envoltura, cáscara o manto4 que encubre al principio anímico, el hések wichí, e incluso la forma corporal humana puede ser sólo una “máscara”5 que adoptan entes exentos de humanidad. En todos los casos, si el hések no anima al cuerpo, se habla de una “corporalidad falsa” o de una “alteridad encubierta” (Dasso, 1999: 10). Ello implica que ese ser que se nos aparece con un cuerpo huma- no puede no ser humano en absoluto o ser un cuerpo no habitado temporalmente, como en el caso del “que está soñando” o del chamán en trance,6 o por el secuestro de algún antepasado estelar.7
Ello da lugar a la enfermedad que, en rasgos generales, implicaría la anulación de la intersubjetividad (Jackson, 1998) y, específicamente en el caso de los wichí, implica la pérdida de “la buena voluntad”. En palabras de Palmer (2005), el husék consiste en una presencia interna8 que implica un componente que es a la vez físico y anímico (la vitalidad), y un componente social que habilita la convivialidad al constituir el núcleo de la persona y que se asocia con el comportamiento solidario, pacífico, previsible, atemperado, opuesto a toda forma de agresividad.
En las mitologías amerindias no suele realizarse una separación tan marcada entre humanos y animales. Los ancestros míticos podían tener forma animal y alma humana, ese sería el fondo común de la humanidad. Con el paso de los mitos al de- venir histórico, los hombres van adquiriendo la forma humana, aunque suelen dejar traslucir sutilmente, en diversos grados y en algunas situaciones, los rasgos de los animales cuyos cuerpos y destrezas poseían sus ancestros míticos.
El vínculo entre humanos y animales, más que una relación de separación, podría representarse como una conjunción inestable. En casos extremos, el humano deja de comportarse como tal para adoptar los rasgos completos del animal que lo ha poseído, como en el proceso de jaguarización estudiado por Alejandra Siffredi entre los nivaclé del Chaco Paraguayo. La autora estudia el continuum entre el enfermo al que le ha sido robada el alma (sacaclit): “hasta una pérdida total del control del cuerpo y la palabra, acompañada por incontrolables pulsiones predadoras que culmina en una metamorfosis corporal irreversible en una entidad jaguaroide (jaguarización)” (Siffredi, 2005: 33), caracterizada por la violencia creciente hacia el prójimo atribuida a la mutación del enfermo en un agente extrahumano: “yi tsa- mtaj (lit. «está tsamtaj») refiere al padecimiento de la persona que está cambiándose en un espíritu devorador” (8).
Esto sería más consonante con el modelo predador perspectivista propio de aquellas sociedades a las que Descola les atribuye una “filosofía social caníbal” (37).
Esto parece ser distinto entre los wichí, aun cuando el jaguar también apa- rece como el prototipo de la agresividad y de la falta de buena voluntad (Palmer 2005:153), en definitiva, como la presencia del mal. Si adaptamos las categorías sobre el mal que aplica Edgardo Cordeu (2004) para los ishír, el “mal eventual” que provoca el devenir entre los wichí puede ser voluntario (la transgresión) o involuntario (el descuido); aunque lo ajeno y el mal, en sentido amplio, actúen, en última instancia, como agentes devoradores de lo humano. Este sería el “mal trágico”, un “mal irremediable e inextinguible” con el que sólo hay que aprender a convivir (Cordeu, 2004: 23). Este proceso se considera irreversible y llevará al final del mundo cuando el espacio natural se convierta en un gran cementerio. Cada evento aciago es un paso en esa dirección. Su destino de inmortalidad se “tuerce” según las palabras de Dasso (2018: 57) debido a los eventos que introdujeron la temporalidad.
Sin embargo, en la vida cotidiana son otros los procesos que a la vez los per- turban y los inspiran, y que tienen más relación con el pasado que con el futuro. Los antepasados míticos (los pahlalis) poseían morfología animal y conducta humana. No obstante, a través de los distintos avatares que los han ido alejando de su espacio mítico y los han colocado definitivamente en la línea histórica, en el devenir, “engendran a la humanidad morfológica y culturalmente humana, wichí” (Dasso, 1999: 50). De ellos, la mayoría son aves: “existe una concepción generalizada de que las aves son espíritus humanos metamorfoseados”, nos señala Palmer, y agrega: “aparecen de modo prominente en los mitos, su forma semi humana les recuerda a los wichí a los prototipos humanos (p’athlalis) cuyas acciones se cuentan en el mito” (Braunstein, Palmer, Barúa y de la Cruz, 2017: 124-125, trad. nuestra).
Carecemos de narraciones exactas de los momentos en que los pahlalis que, aun presentando una forma animal, pero que se los considera humanos por la presencia del hések, se convierten en los cuerpos de los varones actuales, porque seguramente no ha ocurrido de una vez sino a través de una serie de eventos. Uno de los acontecimientos es el del incendio del mundo, tras lo cual tienen que volver a renacer los árboles para hacer posible el resurgimiento de las personas y de los animales. Es muy importante el relato de Palmer (“El Gran Incendio”, 2005: 268- 75), porque no sólo da cuenta de este episodio cuya centralidad ya destacamos en otros textos, sino porque en el relato que le seguiría “cronológicamente”, referido a la restauración del mundo, señala también las normas matrimoniales que se instaurarán de ahí en más, al menos para los wichí occidentales que él estudia y donde el protagonista es otro pájaro: el icancho (Zonotrichia capensis), conocido también como “cachilo” o “chingolo”:
El pajarito Icanchu -uno de los Prototipos que sobrevivieron al incendio, junto con su hermana menor (subrayado nuestro) − hizo un pim pim con los restos chamuscados de un yuchán. Al tocar el tambor, hizo revivir unas raíces quemadas. Al mismo tiempo, él y su hermana engendraron hijos, quienes formaban entre sí un grupo de hermanos propios. Con el tiempo, los hermanos se emparejaron y tuvieron hijos, que eran primos hermanos entre sí. A su vez los primos hermanos se casaron entre ellos y hubo descendencia, y así siguiendo. Con cada nueva generación se produjo un círculo más amplio de cónyuges potenciales. (Palmer, 2005: 138)
Llama la atención que aparezca una mujer en este relato (que no aparecía en la narración de Hornero y el incendio del mundo, por ejemplo) porque, según el corpus mítico, antes o paralelamente, hombres y mujeres no se comunicaban, ya que presentaban naturalezas diferentes. Las mujeres pertenecían al cielo y las estrellas, y tenían forma humana a diferencia de los pahlalis. Según Cristina Dasso, es a razón de una transgresión9 violenta que, en este caso, aparecen las mujeres terrestres. Los pahlalis violan a las mujeres de origen celeste, a quienes sorprendieron robándoles la comida. A raíz de ello, las mujeres actuales sangran10 y se vuelven aptas para la cópula con los varones. Ellas eran las que poseían morfología humana y, parece ser que a través del sexo con los ancestros míticos a lo largo de generaciones sucesivas, la descendencia, tanto masculina como femenina, va adquiriendo la forma actual.
En otras palabras, las mujeres pueden concebir con los pahlalis; así, su descendencia masculina irá adquiriendo la corporalidad humana de las mujeres. Sin embargo, unos y otros serán lábiles a diferencia de sus antepasados, esto es: seres abiertos, propensos al mal, a la enfermedad y a la muerte. Ya no podrán cambiar de forma con facilidad, ni ser descuidados hasta extremos peligrosos. Asimismo, los ancestros míticos que no tomaron la forma humana se convertirán en sus especies homónimas: el hornero, el pájaro carpintero, el chalchalero, etc., y su apariencia será estable, ya no se podrán cambiar a voluntad como anteriormente.
No obstante, algunos rasgos originarios de los pahlalis se mantienen en su descendencia en este entrecruzamiento (Dasso, 1999: 343); los cuerpos plenamente humanos van completándose en cada nueva generación hasta que la transformación se haya consumado. Esta será una metamorfosis progresiva y definitiva. No obstante, la ancestría pahlá pervivirá, potencialmente, en los cuerpos de los hombres actuales y puede manifestarse en circunstancias específicas. Sería muy arriesgado pensar en la coexistencia de ambas morfologías: que en el cuerpo del varón persista aún cierta presencia corporal del hombre-ave que alguna vez fue. Aun así, los cuerpos de los hombres suelen presentar señales de sus antepasados que, normalmente, sólo los de su grupo familiar pueden develar.
En el caso de los wichí bazaneros, los gestos (ser risueño como Hornero), so- nidos (las tonadas al hablar o la destreza para silbar) u otros aspectos de los cuerpos físicos masculinos, delatan la pervivencia de ciertos rasgos de sus ancestros, que no son visibles para los ajenos, que no se han despegado por completo de los ancestros míticos y que suelen sobrevivir en los “apodos”. Estos los hemos registrado en 2001, pero, en aquel entonces, nuestra atención se centraba en su función de ocultar los “nombres verdaderos” (secretos) de sus portadores (Barúa, 2001) o en el ritual de la algarroba (yatchep), donde los varones se disfrazan de las aves originarias que eran sus antepasados (Barúa, 2004). Sin embargo, también en la vida cotidiana.
Según creen los wichí, el Arco iris se forma en el cielo cuando ella ataca. En la literatura mitológica universal, se la equipara al “híbrido fronterizo” y presenta una enorme carga simbólica allí donde aparece (ver, por ejemplo entre las culturas mesopotámicas o entre los griegos, en Lantero Moreno, 2018: 180) muchos varones son asociados a las aves primigenias por una forma particular de hablar, por las formas de caminar o de reír,11 por el registro de la voz o por los modos de seducir a las muchachas mediante el don del canto.
Hay que recalcar que sólo sus seres próximos pueden descubrir ese legado, sea en el mundo cotidiano o en determinadas circunstancias. Aun en el nacimiento, suelen señalar rasgos corporales que recuerdan a sus ancestros míticos, como nos narra el informante de Cristina Dasso en Misión Chaqueña: “pero, aunque es así, hay muchas (crías) que son tan parecidas a animales, peludos, con la boca cerradita, hay otros grandes, de ojos grandes, no son parejos” (Dasso, 2001: 62).
Se ha señalado que los cuerpos femeninos y masculinos actuales son falibles debido a su apertura que los expone a la enfermedad, a la brujería y a la contaminación por los fluidos corporales como, por ejemplo, la sangre menstrual o la saliva.12 No obstante, entre los wichí existen deseos de transformación que les permitan, por un tiempo, adquirir los sentidos de otros seres cuyos atributos añoran.
Las metamorfosis repentinas y efímeras son las que pueden auto-provocarse mediante la enunciación “‘yo quisiera’ (Chihwa!), cuando éstas palabras salen del corazón o de la memoria” (Dasso 1999: 46-47).
La memoria remite a la plasticidad de las formas de los pahlalís y puede convertirse en acto durante momentos de trance y ensoñamiento (huislek) en pequeñas dosis en los hombres y mujeres wichí comunes o, de modo superlativo, en los chamanes. Mediante la apropiación de los sentidos de otras especies, se habilita la comunicación entre ellas durante estados extáticos, de duermevela o de ensoñación.
El ensueño (huislek) es una institución entre los wichí, y consiste en la posibilidad de que cierta clase de sueños cobren vida suspendiendo, de modo temporal, la realidad cotidiana. Normalmente, se vinculan a la activación de recuerdos reales o imaginarios. En el caso wichí, serían aquellos que les fueron contados por sus ancestros y que ocurrieron en los tiempos míticos, o bien, aquellos que quizás nunca sucedieron -como lanzarse desde una rama hasta el cielo-, pero que se han vivido como verdaderos; como nos suele ocurrir con nuestras “memorias” infantiles. El huislek constituye “un estado intermedio entre el sueño y la vigilia” (Lantero Moreno, 2018: 28). El tiempo mítico suele reconocerse en la literatura etnográfica como “el Tiempo del Sueño” (Jackson, 1998).13 Entre los wichí, cuando de un modo u otro se reinstalanen el aquel tiempo, parecen vivir el “recuerdo de una experiencia soñada”, o una “exaltación de la memoria” entre el ensueño y la visión que se define con el término huislek, que incluye a ambos.
Nos aclara Dasso (1999) que el “principio anímico”, el hések, le da vida al cuerpo, pero también suele hallarse fuera de este, sobre todo durante el sueño cuan- do se puede producir una descorporeización efímera. En especial, los chamanes acceden a experiencias de otros mundos, aunque no se transforman el cuerpo ni el alma en el ser que así percibe (Dasso, 1999: 177). Un ejemplo concreto ocurre en el ritual del cebil o hatah (Anadenanthera colubrina var. cebil), donde la ingesta del alucinógeno permite “ver” lo que el hések tendrá oportunidad de observar durante su vuelo. Generalmente, tal visión requiere de un soporte material, en este caso, el hueso de un pájaro. Hemos estudiado los cantos-lamento de las mujeres wichí donde, para acceder a la visión del ave, necesitan desprender la cabecita de un pajarito de bello canto y quemarla, y, a medida que el humo se expande por el cielo, la mujer puede ver lo que el ave “ve” (Barúa, 2013: 225).
En el caso de los chamanes, su visión es mucho más amplia y la logran mediante la flauta realizada con los huesos largos de un tipo de cigüeña, el yulo o jabirú (Jabiru mycteria), cuya adecuada manipulación permite que “su alma puede desprenderse del cuerpo y volar como el ave citada” (Dasso y Barúa, 2006: 221-2).
En la traducción de un relato de los maká del Chaco paraguayo (de la misma familia lingüística de los wichí, chorote y nivaclé), José Braunstein se refiere al momento en que “los pájaros se estaban transformando en hombres” (1990/91: 44). Lo que nos interesa de este testimonio pionero es el “estar transformándose”, que refiere a una metamorfosis progresiva, algo que no ocurre de repente como en el “yo quisiera”, sino que deviene en el tiempo y que se relata de modo “casi cinematográfico”.14 Entre los wichí, las transformaciones progresivas implican un cambio de naturaleza y pueden advertirse, por ejemplo, en el relato sobre “el advenimiento de las mujeres” (Palmer, 2005: 88-89) que se va completando con otras narraciones sobre la vinculación de los hombres y las mujeres que van cambiando sus características originarias hasta adquirir la naturaleza humana actual.
Lo mismo ocurre con los muertos, donde su proceso de descomposición los hace perder su condición humana para transformarse en espíritus que habitan en el submundo: “después de la muerte, el espíritu cambia de categoría, al redefinirse como ahãt y parte al submundo comounalma desprovista de su envoltura corporal” (Palmer, 2005: 66). No obstante, el presentarse con un cuerpo humano no implica necesaria- mente la existencia, o no, de humanidad. Sólo los ancestros míticos pudieron generar cambios drásticos en la ecuación cuerpo/alma. Por ejemplo, tras la transgresión de Hornero -quien provoca el incendio del mundo por no saben comportarse- él se quema, pero luego revive, ahora sí de forma definitiva, como el pájaro que lleva ese nombre (Furnarius rufus):
La casa de Hornero se cayó al suelo y se hizo pedazos. Así el fuego pilló a Hornero, quien gemía en voz alta mientras moría quemado. /Después de la muerte del hombre Hornero, su voluntad surgió de las cenizas en forma de pájaro. Apareció como pájaro/ […] Por eso hace su nido como la casa de barro que sabía construir como hombre. /Tampoco perdió la costumbre de la risa. Cuando se posa en un árbol y canta, su canto repite la carcajada de su ancestro. (Palmer, 2005: 272-273)
Respecto a esto, Braunstein se refiere a los hombres- pájaro maká:
el concepto implícito sobre el origen del hombre, particularmente inaprehensible en estos grupos, aparece en forma clara. En él juegan la ambigüedad entre forma humana y huma- nidad óntica; si la primera es el resultado de la transformación de las aves, la segunda no es cuestionada, estaba ya presente en esos mismos seres, hombres pájaros, sólo su poder la diferenciaba de la humanidad actual. (1990-91: 45-46)
Entre los wichí, al parecer, las metamorfosis progresivas suelen ocurriren los casos de cambio de existencia: de pahlalís a hombres, de mujeres estrella a mujeres, de vivos a muertos y de los hombres-ave a los pájaros actuales en los wichí y en los maká. Para los wichí, cada persona es percibida como diferente a otra en cuanto a sus apariencias, habilidades y cualidades. Ello se reconoce por razones que consideraríamos sociales y “espirituales” (el aumento de la edad que implica un mayor crecimiento del hések asociado a un incremento de la capacidad espiritual, el aprendizaje y el don). Pero su filiación con los hombres-ave sólo se muestra ocasionalmente, por ejemplo, durante el yatchep. Esta es la ceremonia donde se festeja la abundancia de la algarroba (frutos de Prosopis alba y otras especies de algarrobos). Gracias a ella, la parentela wichí y todos los allegados celebrantes parecen reinstalarse temporariamente en el tiempo anterior a la separación entre los hombres actuales y sus antepasados, los hombres-ave.
Hemos sido testigos de que los viejos de la aldea de Tres Pozos se disfrazan de animales, reasumiendo así su condición de pahlalis. Durante la celebración del yatchep, los ancianos se disfrazan de distintos animales, como un “palomo” (chi- laí), un “ñandú” (wanthloj) o una “chuña” (neché). La alegría y la espontaneidad de la comunidad contrastan notablemente con la “conducta impostada” que muestran durante la vida cotidiana el resto del año fuera del ámbito familiar. En cambio, durante estas fiestas se reasume la existencia pahlá a través de los disfraces. Del mismo modo, así como normalmente se separan los alimentos que son para humanos y los que corresponden a los animales, la algarroba es bienvenida por igual tanto para unos como para otros. Por su parte, las mujeres prefieren las aves de bello canto como el azulejo, el colibrí, o el chalchalero. De hecho, fue el canto de los hombres- ave el que atrajo a tierra a las mujeres primigenias (mujeres estrella) y allí fueron doblegadas por los pahlalís.
En el contexto general, las cualidades de las aves que son apreciadas, son la capacidad de vuelo (apropiándose de la visión de sus ojos para poder ver desde arriba los distintos ámbitos del mundo, por ejemplo) y el canto, que es uno de los mecanismos que posibilita el ensoñamiento. Las bellas tonadas amansan, seducen y producen arrobamiento.
En resumen, y siguiendo a Lantero Moreno (2018), hemos distinguido cómo ocurren las metamorfosis instantáneas entre los wichí, aquellas que son efímeras como la de los chamanes o, a veces, de los hombres y mujeres actuales, y que eran muy comunes en los pahlalís (bastaba con desearlo: “yo quisiera”); y las metamorfosis progresivas. Estas últimas suelen ser las que desencadenan condiciones definitivas: separan al hombre del ave, a la mujer de la estrella, al hombre pájaro de la especie homónima, -aunque parecen conservar cierta aura de las formas de las que surgieron-. No obstante, existen diferencias con el perspectivismo, no sólo porque no prevalece el modelo predador, sino porque las metamorfosis actuales son fugaces e implican la salida momentánea del alma con fines específicos: un chamán wichí puede apropiarse de las cualidades de vuelo de un cóndor si tiene que volar a gran velocidad, y si debe realizar varios cambios de dirección adopta las habilidades de un colibrí (Palmer, 2005: 209), pero su visión es chamánica y no ornitológica, o de otro ser. No se transforma en ave, sino que accede a otro espacio donde ve lo que ven las aves que ha elegido, o puede volar como ellas según sus deseos y necesidades.
Cristina Dasso distingue con claridad estas diferencias: entre los wichí, la universalidad del alma no se da por descontada, esta debe animar al cuerpo. Un animal es normalmente un cuerpo sin alma, y el alma sin cuerpo suele ser la del temible cadáver (Dasso, 2008: 181, 182, 185). Por lo general, la perspectiva indígena favorece una percepción humanizada y desde ella intenta comprender lo que le rodea, pues, indígenas o no, mediante la humanización de un “otro”, lo acercamos y podemos establecer una comunicación (Barúa, 2017: 67).
El camino o noyij como la “huellas originales de los ancestros míticos”, refieren a un paisaje mítico15 relacionado con las formaciones más importantes para los wichí, como las aguadas y los dos grandes ríos de su región: el Pilcomayo y el Bermejo. No obstante, son las huellas que han dejado sus ancestros inmediatos, o ellos mismos, los que marcan el paisaje y van generando nuevos topónimos. En sus caminatas se desplazan sobre las huellas de sus antepasados, pero también suelen trazar nuevos senderos sobre dicho paisaje marcado por lo que le ha ocurrido a la flora, a la fauna o a ellos mismos (por ejemplo, si fueron chamuscados, murieron con violencia, fueron partidos por un rayo, etc.) (Braunstein, Palmer, Barúa y de la Cruz, 2017: 149-205). Según señala Palmer (1995), “su sistema clasificatorio de topónimos es su mapa donde leen como en una carta de navegación donde todos los azares y todas las aguas relativamente seguras están marcados” (10).
En el caso de los wichí bazaneros, el espacio en el que habitan queda marca- do por lo ocurrido a los integrantes del grupo familiar y a sus allegados, donde los momentos risueños, burlescos, inesperados o aciagos en la vida de estos eximios caminantes, quedan plasmados en el territorio y en las narraciones. Las huellas implican el recuerdo y las emociones que cada uno de sus seres cercanos ha vivido. Señalan, sobre todo, los peligros y la naturaleza cambiante del paisaje que ellos de- ben constatar diariamente y transmitir a sus parientes. Los caminos se hacen seguros a fuerza de recorrerlos, de observar la flora, la fauna y los fenómenos celestes; de anticipar los sobresaltos, una y otra vez hasta que también se vuelvan inseguros, agresivo y muchas veces mezquino, en cuanto se percibe al territorio como un ente indomable. Así, el espacio es un territorio marcado por aquello que han visto, oído, sentido, temido o sufrido.
Dichas marcas actúan como puentes que han construido sobre una naturaleza indómita. De esta forma, las huellas de sus antepasados y las de ellos mismos se encuentran en el territorio a través de las narraciones míticas y de los topónimos.
En el caso de los wichí bazaneros, el espacio en el que habitan queda marca- do por lo ocurrido a los integrantes del grupo familiar y a sus allegados, donde los momentos risueños, burlescos, inesperados o aciagos en la vida de estos eximios caminantes, quedan plasmados en el territorio y en las narraciones. Las huellas implican el recuerdo y las emociones que cada uno de sus seres cercanos ha vivido. Señalan, sobre todo, los peligros y la naturaleza cambiante del paisaje que ellos de- ben constatar diariamente y transmitir a sus parientes. Los caminos se hacen seguros a fuerza de recorrerlos, de observar la flora, la fauna y los fenómenos celestes; de anticipar los sobresaltos, una y otra vez hasta que también se vuelvan inseguros, agresivo y muchas veces mezquino, en cuanto se percibe al territorio como un ente indomable.
Así, el espacio es un territorio marcado por aquello que han visto, oído, sentido, temido o sufrido. Dichas marcas actúan como puentes que han construido sobre una naturaleza indómita. De esta forma, las huellas de sus antepasados y las de ellos mismos se encuentran en el territorio a través de las narraciones míticas y de los topónimos.
Podría decirse que así como sus topónimos, las huellas de sus antepasados también se dejan entrever en sus cuerpos actuales: la presencia velada de los ancestros míticos sólo ocurre en el ritual del yatchep (Barúa, 2004), pues durante esos días lúdicos, de abundancia, de alegría y de espontaneidad, parecen revivir en su memoria la existencia pahlá. Podríamos afirmar que en ese tiempo de celebración se produce una “re vivencia de las imágenes del pasado” (Dasso, 2018: 57). Así, los hombres-ave se hacen presentes a través de los sentimientos de aquellos ancianos que los rememoran con sus disfraces. Fuera de este ritual y en la existencia cotidiana, hemos visto que los atributos que ellos toman son los que aún poseen las aves actuales, como el vuelo y el canto. Gracias a ellas, se apropian de sus sentidos: si un chamán necesita volar alto, recurre a la visión del cóndor; si precisa la versatilidad en el cambio de direcciones, toma las habilidades de vuelo del colibrí. Si las mujeres necesitan los cantos para su contento, se apropian de la destreza para cantar que presentan ciertas aves.
Como se ha señalado hasta aquí, muchos de los ancestros varones wichí poseían un cuerpo de ave combinado con un alma humana, pero cada uno de ellos tenía sus propias particularidades. En el devenir que se hace posible por la sucesión de los acontecimientos, algunos toman el cuerpo humano y mantienen su hések. Aquellos que se transforman definitivamente en aves pierden su alma humana, pero la relación humanos-ave de los tiempos míticos parece no perderse del todo, lo que permite la apropiación momentánea por parte de los humanos de las destrezas y habilidades de sus ancestros. Sin embargo, podrá advertirse que en la experiencia cotidiana no recurren a los ancestros míticos, sino a las aves en las que se convirtieron. Debido a ello, es de destacar que para lograrlo necesitan de un soporte físico; en los ejemplos que se han tomado en el texto, los chamanes han recurrido a los huesos largos del jabirú, las mujeres a la cabecita de un pájaro de bello canto y los jóvenes al charqui del pájaro elegido. Es decir, en todos estos casos se toma prestada una parte del cuerpo del ave y, a través del estado de ensoñamiento o de trance, permiten que su alma salga de su cuerpo y se incorpore al soporte físico de las aves, a fin de que su alma humana (como era la de los pahlalís) se apropie de los sentidos y habilidades de las que carece el cuerpo humano actual. De algún modo, estarían recomponiendo, por un breve lapso, una figura con las habilidades del cuerpo del ave actual y su alma humana, lo que los acerca fugazmente a los pahlalís.
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[1] Cifra citada por Braunstein, Palmer, Barúa y de la Cruz, 2017: 8. Las cifras no son exactas y van variando con el tiempo. No obstante, lo que demuestra es la alta densidad demográfica del complejo wichí.
[3]En cuanto a la relación entre el husék y la buena voluntad, Palmer señala su conexión esencial: “en el centro del cuerpo se encuentra el husék. El husék es un órgano metafísico -es decir espi- ritual- con dos atributos básicos. […]. Por un lado, el husék es la voluntad vital, la quesostiene al sujeto como organismo físico. Por otro lado, es la fuente de la buena voluntad, la que confiere los atributos morales necesarios para su integración en la comunidad. […]. La buena voluntad wichí es el espíritu de la convivencia social…” (Palmer, 2005: 37).
[4]También “el tropo del cuerpo como vestimenta se entiende dentro de una teoría wichí -y acaso extensible a las tierras bajas de Sudamérica- de la corporalidad que asegura que las personas son fabricadas, mantenidas y transformadas mediante regímenes materiales compartidos” (Montani, 2013:169).
[5]No debe confundirse con el “comportamiento de máscara” de los wichí, que ha sido definido por C. Dasso como la “reiteración de la realidad como una entidad encubierta, donde lo manifiesto es sospechoso y, a la vez, subraya la necesidad de enmascararse para proteger, conservar, preservar la verdadera identidad” (Dasso, 1999: 348). En este caso, implica el ser consciente de la propia conducta y al esfuerzo por moderarla a fin de hacer posibles las relaciones intersubjetivas, o la “buena voluntad”, como la denomina Palmer.
[7]Es el caso de un niño pequeño que mira fijamente a una estrella brillante. La estrella se apodera del hések delniño y lo guarda en una caja. Siun chamán no lo rescata, elniño morirá. En la actualidad, quizás puedan lograrlo los pastores indígenas mediante la oración cristiana, sobre todo en los lugares donde no hay chamanes. Sin embargo, no es posible constatar su efectividad porque, por lo menos en las ceremonias cristianas que hemos presenciado, algunos enfermos pueden curarse invocando al Espíritu Santo, pero no se reconoce la etiología indígena, es decir, el origen o las causas de las enfermedades que son propias del universo tradicional. La enfermedad aparece como unicausal: todo se reduce al “mal” o al demonio. De todos modos, nuestra experiencia es demasiado local y, quizás, deba ser mejorada por aquellos que estudian las religiones indígenas cristianas.
[8]Palmer (2005) emplea el término husék que es el término equivalente a hések utilizado en el Chaco occidental.
[9]También sería la transgresión la que provoca el incendio del mundo debido a que el ancestro Hornero no guarda la compostura frente a “los Hombres Fuego” a quienes los pahlalis habían ido a pedirles brasas. Hornero no puede contener la risa y las ofendidas personificaciones del fuego queman el mundo.
[10]Desde entonces, las mujeres menstruantes deben permanecer en su hogar debido a que el hedor de la sangre menstrual provoca la aparición de la Serpiente Arco iris, o Lawú, que venga el derramamiento de dicha sangre mediante la destrucción por terremotos o cataclismos que hunden a la comunidad donde se produjo la transgresión. Este es un híbrido temible, algunos la describen como compuesto por diversas partes de animales como serpientes, iguanas o lagartos entrelazados y con “ojos de estrella”. Las descripciones pueden diferir en los detalles de su composición, pero su apariencia es invariablemente la de la Serpiente. Según creen los wichí, el Arco iris se forma en el cielo cuando ella ataca. En la literatura mitológica universal, se la equipara al “híbrido fronterizo” y presenta una enorme carga simbólica allí donde aparece (ver, por ejemplo entre las culturas mesopotámicas o entre los griegos, en Lantero Moreno, 2018: 180).
[11]“También le decimos ‘hornero’ a una persona que se ríe por nada” (Palmer, 2005: 273). Refiere al risueño Hornero cuyas carcajadas son tomadas como una burla por los “Hombres Fuego” o “Incendios encarnados” (Palmer, 2005: 269) quienes, debido a la ofensa, incendian el mundo.
[12]Como señala Robin Wright (2015: 8): “An excessive loss of life-giving fluid, saliva is one feature of the most dreaded ailments an initiate could get, a wasting-away sickness”.
[13]Jacskon se refiere a ese tiempo como The Dreaming, que es como se conoce a los tiempos míticos de los aborígenes australianos que él ha estudiado.
[14]Como refiere Bruno Lantero Moreno, para las metamorfosis homéricas -cuya descripción, a través de la pluma del poeta, nos permite tener una idea de lo que significan las transformaciones progresivas- “…empecé a erizarme de cerdas, a no poder ya hablar; a emitir en vez de palabras, un gruñido ronco y a inclinarme con todo el rostro a tierra, y noté que la boca se me endurecía en curvo hocico, que el cuello se me hinchaba de músculos, y con los miembros con los que hacía poco cogía la copa, con esos mismos caminaba” (Lantero Moreno, 2018: 186).