La divina práctica
María Alexandra Ruiz Mosquera[1]
Resumen: Haciendo uso de una analogía basada en los tres reinos descritos en La Divina Comedia, este relato narra una de mis experiencias pedagógicas como maestra en formación en una institución educativa de Medellín, en la que aprendí, entre otros asuntos de no poca importancia, que no es lo mismo ser una “practicante”, una “maestra en formación” o una “maestra”.
Palabras clave: práctica pedagógica, practicante, maestra en formación, maestra, formación de maestros
Algunas veces, la travesía de un maestro en formación por el mundo de su práctica pedagógica es comparable a la de Dante, el yo lírico protagonista del poema escrito por Dante Alighieri, La Divina Comedia, quien empieza su recorrido en el infierno, pasa por el purgatorio y culmina en el cielo, su lugar de destino.
Infierno: el viaje de una practicante
Llantos, suspiros, aúllo plañidero llenaban aquel aire sin estrellas que me bañó de llanto lastimero. Diversas lenguas, hórridas querellas, voces altas y bajas en son de ira, con golpes de manos a par de ellos, como un tumulto, en el aire tinto gira, siempre por un tiempo eterno, cual la arena que en el turbión remolinear se mira. Alighieri (1922: 16)
—“¡Ella es la practicante, pero aquí la profesora soy yo!”. La “practicante”, que es lo mismo que “cero a la izquierda”, “pobre diablo” o simplemente, “nadie”, es la palabra que, en una oración aclaratoria como la anterior, tiene el poder de ubicar a un sujeto en el nivel más ínfimo en la escala de respeto, lo que, por efecto, equivale a dejarlo en las puertas del infierno.
Ya se estaba haciendo costumbre que al inicio de cada sesión la maestra cooperadora dedicara un buen tiempo a hacer anuncios varios y llamados de atención diversos: que algunos estaban dejando sin refrigerio a otros, que fulanitos estaban “capando” clase y se estaban quedando en los pasillos, que no estaban cumpliendo con los compromisos del taller de escritura y que sería mejor suspenderlo, que no estaban aprovechando la hora de lectura y que algunos ni siquiera habían escogido el libro que iban a leer durante el período…; luego me cedía la palabra. Pero un día, fue tal la cantaleta, que uno de los estudiantes se atrevió a decir:
—Deje que la profesora nos dé la clase.
—¡Un momentico! —replicó la cooperadora. —¡Usted a mí me respeta; ella es la practicante, pero aquí la profesora soy yo!
Y como si hubiera sido un anatema, sentí que desde ese día la relación entre los estudiantes y yo había quedado en otro nivel, uno en el que los chicos sentían la necesidad de poner a prueba mi autoridad y yo de ratificar mi posición como maestra en formación.
Algunos decidieron no entregar tareas hasta comprobar que estas eran calificables y que las notas tendrían un peso en la evaluación final del período, y otros resolvieron cuestionar cada una de mis propuestas: “¿por qué tenemos que sentarnos en mesa redonda?”, “¿por qué vamos a leer este texto? ”, “¿por qué hablar de colonización de las lenguas aborígenes?”, “¿por qué…?”, “¿por qué…?”, “¿por qué…?”.
Así, avanzando en mi camino por cada uno de los círculos del infierno, logré también escuchar, no sin espanto, los roncos gritos de algunos compañeros de la Facultad que venían a hablarme de sus propias dificultades en la práctica, y las palabras de dolor de mi antigua cooperadora, que no podía creer que yo no volviera a la institución donde ya había hecho varias prácticas y me esperaban con los brazos abiertos. A estas voces se sumó también la de Cerbero, que en la persona del profesor de inglés de mi centro de práctica, me aullaba: “¿Y por qué viniste a hacer tu práctica al peor colegio que hay en esta ciudad? Yo no aguanto más, termino este año y me voy de aquí”.
Y esto, que parecía todo el infierno orquestado en mi contra, me enfrentó a las más horridas disyuntivas: cancelo o no la práctica, me quedo o me voy para aquel otro centro de práctica que me ofrece mi asesora, hablo de lo que siento o no con la cooperadora. Y, finalmente, decidí no cancelar la práctica y quedarme en la institución sin manifestarle mis incomodidades a la profesora, pues consideré prudente que fuera mi labor la que hablara por mí. En suma, decidí no quejarme y aceptar el reto que implicaba alcanzar la purificación de mi estatus. Mi meta ahora sería llegar al Purgatorio.
Y quizá fue tan notorio mi sobreesfuerzo en todo asunto didáctico y pedagógico que, algunas semanas después, la misma cooperadora se dispuso a ser mi Virgilio. Ahora, refiriéndose a mí, afirmaba ante el grupo:
—El trabajo de la compañera tiene la misma validez que el mío; tanto le tienen que responder a ella con las tareas como a mí. Incluso ella va a tener su propia planilla de calificaciones.
Purgatorio: el viaje de una maestra en formación
Canto el segundo reino, en que anhelante se purifica el alma humana, en vía de alzarse digna al cielo bienandante. Alighieri (1922: 203)
Creo que el cambio empezó a gestarse cuando tomé algunas medidas en relación con mi práctica. A partir de entonces, no esperé a que la profesora hiciera las aperturas de la clase, sino que, inmediatamente entraba al aula, escribía la agenda de la sesión en el tablero, lo que la apremiaba a cederme el espacio. Luego del saludo explicaba lo que haríamos, considerando unos propósitos y tiempos exactos, como en una carrera contra el reloj, y con paciencia justificaba la necesidad o no de hacer un trabajo individual, en pequeños grupos o con el grupo en pleno; firmamos acuerdos pedagógicos y creé mi propia planilla de calificaciones, porque nunca recibí la que me prometieron, y la puse a disposición de los estudiantes para que pudieran verificar sus notas en cualquier momento.
A estos pequeños cambios en la dinámica de la clase le sobrevino también el recorte de la hora de lectura en la biblioteca, primero a media hora y luego a cero, porque por fin la cooperadora se dio cuenta de que los chicos solo iban a charlar y a jugar con sus celulares, y la mayoría de las chicas, a coquetearle al bibliotecario.
Con más tiempo para las clases, nos atrevimos a experimentar con algunos medios de comunicación, tema que nos ocupaba por aquellos días. Los estudiantes hicieron un ejemplar de periódico, tomando como modelos los ADN que les llevé, y que, curiosamente, eran los primeros periódicos que leían en su vida (de haberlo sabido antes, les hubiera llevado unas mejores publicaciones). Además, grabamos un pequeño programa radial que disfrutamos muchísimo haciendo y luego escuchando, porque nunca se habían imaginado en el papel de locutores.
Por aquel entonces fui invitada por la cooperadora a quedarme en las sesiones del otro grupo que cursaba el mismo grado, y tuve la oportunidad de escuchar también sus programas radiales, ya que la profesora había decidido replicar en este grupo las actividades que yo hacía en mi práctica con el otro, lo que me impactó de manera positiva, pues iba a ver extendidos los resultados de mi propuesta pedagógica. Así que tantas veces como podía me quedaba gustosa, al principio en calidad de observadora, y después, realizando docencia directa, y ya no como una practicante, pues la cooperadora me presentó ante este segundo grupo como “la compañera que viene de la Universidad de Antioquia”, lo que en una oración afirmativa como esta equivale a maestra en formación, implicando la asunción de mi estatus.
De esta manera llegué al último peldaño del Purgatorio, y tras beber las aguas del Lete y del Eunoe, que hacen olvidar las cosas malas y recordar las buenas, prosigo mi camino hacia el tercer y último reino, el Paraíso, mi lugar de destino, donde mi guía ya no será Virgilio, sino esa Beatriz que serán mi conciencia y mis convicciones.
Paraíso: el viaje de una maestra en ejercicio
En el cielo, en que más su luz enciende estuve, y las cosas vi que relatarse, no sabe, o no puede, quien de allá desciende porque nuestro intelecto, al acercarse a sus deseos, profundiza tanto que la memoria atrás no puede alzarse. Alighieri (1922: 405)
Este es un viaje que en efecto no ha empezado, pero que ansío con todo mi corazón y siento que ya se acerca. Para él me he estado preparando desde hace algunos años y sobre él he tenido algunas experiencias que podría llamar “premonitorias”, porque fueron lo que espero que sean mis prácticas como maestra. A cada una de ellas, con inmensa gratitud, las guardo en mi memoria como preciados tesoros: mi acogida en la Institución Educativa San Juan Bosco de Campo Valdés; mi experiencia con aroma de café en la Institución Educativa de Desarrollo Rural Miguel Valencia, del municipio de Jardín; mi lanzamiento al estrellato fílmico literario en la Institución Educativa Escuela Normal Superior de Medellín; mi participación en la fabulosa celebración del Día del Idioma en la Institución Educativa Guillermo Gaviria Correa, de Rionegro, y mi monstruo-aventura en el Centro Educativo Rural Pontezuela, de Santa Rosa de Osos.
Y ya que el Paraíso está cerca, me he propuesto que la segunda parte de esta práctica, mi última práctica como maestra en formación, llegue a hacer parte de la lista que he mencionado, porque ella será mi umbral al cielo. Pues, ser maestra no es solo cuestión de tener un título; es asumir el compromiso ético que implica la constante revisión y reinvención de las prácticas docentes, sin descuido de ninguno de los tres saberes que son pilares de nuestra profesión: el pedagógico, el didáctico y el disciplinar.
Finalmente, puedo decir que sea en el infierno del practicante, en el purgatorio del maestro en formación o en el paraíso del maestro, las prácticas pedagógicas siempre serán el escenario propicio para asumirse como maestro en constante proceso de formación.
Referencia bibliográfica
Dante A. (1922). La divina comedia. Buenos Aires: Centro Cultural Latium.
[1] Licenciada en Educación Básica con énfasis en Humanidades Lengua Castellana.
Cargo: Docente de aula de la Secretaría de Educación de Medellín. Correo electrónico: alexandraruiz31@gmail.com