Perspectiva ética de la evaluación educativa: reflexiones para deconstruir una representación de la evaluación como salvoconducto cultural [1]
Resumen: La evaluación educativa, desde una perspectiva sumativa, pretende objetivizar los aprendizajes y concebir técnicas y usos en función de la racionalidad instrumental que propone la evaluación como promoción y no como proceso formativo. Dicha representación de la evaluación como salvoconducto cultural fija unas arbitrariedades en los actos pedagógicos que amplían asimetrías entre maestro y estudiante. En ese sentido, una posibilidad para transformar esas relaciones de poder se plantea desde los dilemas ético-políticos, que suponen la importancia de la negociación, la autonomía y la persuasión en todo acto educativo. La toma de decisiones reflexivas en la evaluación, en razón a los sujetos, los fines, el contexto, lo teórico y lo técnico, permitirá a los maestros y las maestras en formación deconstruir aquella representación de la evaluación como salvoconducto cultural y transitar por las sendas de la evaluación formativa.
Palabras clave: evaluación educativa, evaluación formativa, perspectiva ética de la evaluación, evaluación sumativa, formación de maestros, objetividad en la evaluación
Introducción
Toda producción teórica y metodológica sobre el tema de la evaluación educativa debe tener un horizonte claro, uno que sea concomitante con la modificación de prácticas heredadas de la razón instrumental, producto de una concepción mecanicista del mundo, que instaura unas acciones y decisiones específicas. Ahora bien, las mismas concepciones instrumentales de lo evaluativo, que ponderan lo cuantitativo, lo convencional y lo sumativo por encima de lo cualitativo y formativo, convierten a la evaluación en un salvoconducto cultural, puesto que es más importante, para algunos sectores de la sociedad, la promoción, el certificado y el valor de cambio de la calificación, que los mismos procesos formativos.
Por lo anterior, las reflexiones que aquí se hacen pretenden sojuzgar la representación de la evaluación como salvoconducto cultural, que define lo evaluativo como un mecanismo que contribuye a la promoción y la jerarquización de los sujetos, y que se decanta en los resultados, la calificación, la convención, por parte de evaluadores, evaluados e instituciones que la realizan y de las que son objeto.
Una evidencia de la evaluación como salvoconducto cultural se halla en la preocupación de las familias por las llamadas “notas” y calificaciones, por encima de los procesos formativos y la autorregulación de los aprendizajes de los estudiantes. Así pues, la evaluación como salvoconducto cultural se convierte, según Santos (2003), en un factor que condiciona la evaluación, sumado a las prescripciones legales, las supervisiones institucionales y las condiciones organizativas. De acuerdo con Santos:
La evaluación que realizan los profesionales en las instituciones está sometida a presiones de diverso tipo. Por una parte, al tener el conocimiento un valor de cambio (además del valor de uso, que lo convierte en interesante, práctico o motivador), la calificación que obtiene el evaluado se convierte en un salvoconducto cultural. La familia del alumno se interesa por los resultados de la evaluación obtenidos por sus hijos (frecuentemente, sólo por eso). Por otra parte, la comparación entre las calificaciones obtenidas hace que los evaluados se vean clasificados por los resultados del proceso. La sociedad no es ajena a los resultados de esa clasificación que compara y jerarquiza (2003: 71)
De las anteriores ideas se deduce una utopía para seguir transitando la senda de las prácticas renovadas, que cuestionen aquella representación de la evaluación como salvoconducto cultural. Por tal razón, un punto de partida puede dirigirse a transitar sobre la función formativa de la evaluación y sus dilemas ético-políticos, como una condición de posibilidad para derruir aquella representación como salvoconducto cultural.
La perspectiva ética de la evaluación escenifica un panorama amplio, que demanda ser reconocido, indagado, cuestionado y explorado constantemente, para no caer en los reduccionismos técnicos como única prelación ética de la evaluación educacional. En este sentido, la perspectiva ética se convierte en punto de partida para prácticas renovadas, que a la par con la función formativa de la evaluación constituyen lo evaluativo como un acto de persuasión más que de validez, es decir, un acto argumentativo por antonomasia, diferente a la visión probatoria de la razón instrumental.
Los anteriores asuntos derivan unas preguntas preliminares: ¿cómo construir un marco ético en torno a la evaluación educacional? ¿Existe una ética o variopintas éticas que puedan reflexionar lo evaluativo de forma diferente? ¿Debe existir un código ético para la profesión docente? ¿En qué momento de la evaluación afloran los dilemas ético-políticos? ¿El sistema de evaluación actual asegura una evaluación “objetiva” y justa? ¿Por qué los maestros recrean las omisiones éticas en su práctica? Las anteriores son algunas preguntas a las que no se pretende responder en este escrito, aunque su planteamiento sí aspira a generar debates.
Al llegar a este punto se hace prudente esclarecer un hilo argumental que cohesione lo expuesto. Un primer tópico pretende manifestar lo que se entiende por la función formativa de la evaluación y su relación con la perspectiva ética de la evaluación, con miras a reivindicar unos dilemas éticos en toda propuesta evaluativa. Las omisiones éticas en las prácticas evaluativas representan un segundo asunto importante a modo de propuesta, para en una tercera cuestión reflexionar sobre los dilemas éticos que implican la objetividad y lo justo para el maestro. Por último, se presentan unas conclusiones parciales que pueden dinamizar otras preguntas que posteriormente se pueden cavilar.
Evaluación formativa y perspectiva ética de la evaluación
En lo concerniente a la evaluación formativa, se reconoce, desde los postulados de Casanova (1999), que si bien la evaluación es un proceso sistemático para emitir juicios, estos deben estar en función de mejorar las circunstancias educativas. En esa medida, la evaluación formativa, siguiendo a Sanmartí (2007), siempre está en función de los aprendizajes y de las decisiones que se tienen que tomar para reconocerlos y adquirirlos, por encima de la función sumativa que privilegia la medición y la jerarquización.
Así pues, la evaluación, más que un proceso coherente y secuenciado, debe aportar conocimiento a los sujetos involucrados. Por eso, se convierte en labor formativa, porque dispone de estrategias y tácticas para proveer mejores ambientes de aprendizaje. Siguiendo a Álvarez, “aprendemos de la evaluación cuando la convertimos en actividad de conocimiento, y en acto de aprendizaje el momento de corrección (2004: 12).
De esta manera, la evaluación formativa proporciona conocimiento, pero también permite la toma de conciencia para la autodeterminación de los juicios y venideras prácticas de evaluación que permitan a los evaluados la participación y la autonomía para regular sus aprendizajes. Por lo anterior, la evaluación formativa oscila entre dos propósitos: el pedagógico y el social, uno que pretende hacer del acto evaluativo una oportunidad para reconocer los procesos de los aprendizajes, y otro para contraponerse al examen y su función selectiva y jerarquizadora.
Por otro lado, la perspectiva ética de la evaluación también se contrapone al examen como fetiche evaluativo, porque, como afirma Segura (2007), no se reduce a la relación entre criterios de evaluación y la apropiada –y no apropiada– utilización de técnicas evaluativas. Dicha perspectiva involucra la pregunta por los fines, sujetos, procesos, contextos y momentos de la evaluación. En palabras de Stake, “el comportamiento ético acaba siendo más una cuestión de equilibrar principios contradictorios que de seguir sin más un conjunto de normas” (2006, citado por Moreno, 2011: 138). Esto indica que considerar la perspectiva ética de la evaluación desde la visión crítico-constructivista que nos comparte Segura (2007), es recrear tensiones y desequilibrios que convierten al maestro en mediador de los aprendizajes, atribuyéndole una gran responsabilidad:
Diagnosticar las dificultades y facilidades que tiene el alumno para desarrollar los procesos;
Orientar al estudiante para lograr un mayor aprendizaje ofreciendo una fuente de información en donde se reafirman los aciertos y se corrijan los errores;
Realimentar el proceso educativo;
Ayudar y motivar a estudiantes;
Cualificar los resultados antes de cuantificar (Segura, 2007: 5).
Lo anterior supone que, en toda evaluación formativa, debe estar presente la pregunta por el por qué evaluar, es decir, la cuestión por la perspectiva ética. Dicha pregunta es tanto o más importante que interrogantes por el qué y el cómo, porque en parte es transversal a ellas. Sin embargo, se demanda para los maestros en formación una apertura a la perspectiva ética de la evaluación, para transitar por la evaluación formativa, puesto que es una cuestión poco indagada, reflexionada y reconocida.
La dimensión ética de la evaluación no se reconoce, no se investiga, no se plantea. De ahí un atributo del concepto de campo de saber: los intereses que marcan litigios, puesto que existe cierta disposición a disfrazar una dimensión ética y política de la evaluación; por ello es importante realizar las inversiones necesarias. En términos foucaultianos, la evaluación se convierte en “espacio donde se invierten relaciones de poder y de saber” (Foucault, 1977, citado por Díaz, 1994), es decir, las relaciones que consideramos estrictamente de saber, por su reduccionismo técnico, necesitan ser entendidas desde el pliegue del poder. Una inversión implica reflexionar los reduccionismos evaluativos que hoy se instauran y que pretenden, en palabras de Díaz (1994), pensar los problemas sociales en pedagógicos, los problemas metodológicos en problemas exclusivamente técnicos, y los problemas teóricos en el ámbito técnico de la educación. No obstante, la parcela del campo intelectual poco a poco se va demarcando para meditar las inversiones y tomar decisiones, un campo disciplinario y profesional educativo que, según Carlino, “resulta útil para demarcar un espacio simbólico por donde circula conocimiento teórico y práctico relativo al área específica del saber” (1999, citado por Escudero, 2003: 69).
Ahora bien, para ampliar la perspectiva ética de la evaluación tenemos que despejar qué entendemos por lo ético. Es un error frecuente confundir lo ético con lo moral, puesto que en el imaginario colectivo se comprende lo ético como un sistema conductual validado por una sociedad. Lo importante es reconocer que lo ético reflexiona sobre las manifestaciones morales, es decir, “los comportamientos o conjunto de comportamientos y normas de conducta que se consideran generalmente válidas” (Fernández, 2000: 9). La ética es, entonces, praxis y teoría, porque es un tipo de saber que pretende “orientar la acción humana en un sentido racional, es decir, pretende que el ser humano obre racionalmente” (Cortina, 1994: 17), pero no desde una razón instrumental, sino desde los argumentos. A la vez, estos últimos poco a poco forjan un carácter intrínseco al sujeto que los destila; por ello, lo ético se convierte en saber práctico, cuando está preocupado por “averiguar cuál debe ser el fin de las acciones, para que se puedan elegir: hábitos, metas intermedias, valores a orientar, carácter a incorporar, con objeto de obrar con prudencia, es decir, tomar decisiones acertadas” (Cortina, 1994: 20). En suma, la ética es filosofía moral, que cuestiona desde el qué y el para qué realizar unas acciones específicas, con el fin de tomar decisiones prudentes y justas.
La práctica educativa está impregnada de un valor ético y político enérgico, porque la formación de los sujetos debe responder a otras instancias sociales que declaran unos fines específicos. Esto indica que es necesario formar a un maestro polifacético, que sea competente, reflexivo, crítico e idóneo en su profesión. La ética, en este sentido, le permitirá al maestro encauzar su práctica evaluativa desde el poder de los argumentos; para ello, debe prescindir de esa representación de la evaluación como salvoconducto cultural, es decir, como solo promoción y calificación. Esto, en definitiva, es una manifestación moral.
Ese salvoconducto cultural no se instaura de la nada, sino desde una racionalidad economicista y con características, según Niño, de:
[…] verticalidad, objetividad, rentabilidad y evaluación externa, se ha instalado en los espacios y medios de evaluación porque esta es dirigida como instrumento idóneo para el encauzamiento del nuevo orden social en curso, manifestación de los ECAES [3], evaluación censal de competencias básicas (2004: 53).
El acto de evaluar expande su acción desde la perspectiva ética, porque, en definitiva, no se reduce a un solo momento de la evaluación, esto es, en la selección de instrumentos o en la toma de decisiones. La perspectiva ética dimensiona hasta el momento previo de elegir criterios, desde la enunciación de la finalidad de la evaluación y sobre la audiencia que será evaluada. También involucra el modo de análisis e interpretación de la información recolectada por los instrumentos y las formas de realizar la difusión de los resultados.
Una acción que diste de los argumentos que sustenten el proceso evaluativo, está condenada al terreno de la arbitrariedad. Esta se decanta en prácticas de poder que, extrañamente, no crean tensiones, porque la arbitrariedad es asumida, defendida, incorporada. Solo interesa la certificación, la promoción de un nivel, ciclo y grado a otro, es decir, emerge la representación de la evaluación como salvoconducto cultural. En efecto, ¿dónde está la pregunta por el aprendizaje? ¿Qué aprendí para la vida? ¿Qué desaprendí? ¿Qué dudas me generó el proceso? ¿Por qué la mayoría perdió el examen? ¿Por qué examen?
La apropiación, por el maestro, de los dilemas éticos, permite la toma de conciencia a la hora de emitir los juicios y, además, socava en los terrenos de la función social de la evaluación, para brindar oportunidades a las alteridades. En línea con los planteamientos de Silva, los “dilemas éticos asumen un papel que coadyuva a la conservación y la reproducción social o facilita la inserción crítica y la movilidad social” (2003: 81). Por consiguiente, el punto de vista ético del maestro debe ser inmutable ante cualquier presión foránea que implique arbitrio; por lo mismo, está en función con los planteamientos de la evaluación formativa.
Algunas omisiones éticas en las prácticas evaluativas
Lo planteado anteriormente nos refiere a la idea que considera que la perspectiva ética de la evaluación depende de la argumentación para la toma de decisiones en función de esos desequilibrios que se le presentan al maestro. Si el maestro reconoce que debe transitar sobre la evaluación formativa involucrando unos cuestionamientos éticos, debe —en lo posible— refugiarse en el terreno de los argumentos para la toma de decisiones en los diferentes momentos de la evaluación. En parte, siguiendo a House (2000), los argumentos persuaden más que convencen, porque en sí misma una buena evaluación no implica una total verdad en las formas de proceder; siempre existirá una digresión al andamiaje teórico, a la situación y a la encrucijada intersubjetiva que se condensan en tensiones. Lo importante es no caer en los predios de la arbitrariedad.
En realidad, la evaluación exterioriza los dilemas prácticos de los educadores, porque siempre cuestiona su actuar, les exigen dar más y les recuerda estar preparados en cada momento para la toma de decisiones. Como afirma Méndez, para el maestro:
Su única seguridad es la inseguridad en la que se mueve y en la que debe tomar decisiones puntuales que requieren de un saber habitual y razonable que convenza, porque es creíble el actuar de un modo coherente entre el decir y el hacer, entre la palabra y la acción que promueve (2005: 25).
De manera similar a la contención de los argumentos, es habitual la desidia hacia el diálogo. Entre tanto, Guba y Lincoln (1989, citados por Segura, 2007) incluyen el concepto de negociación, el cual implica la necesidad de ponerse de acuerdo entre los participantes para respetar la perspectiva ética de cada uno y enriquecer la construcción personal. En ese sentido, negociar es deliberar para construir acuerdos y no para imponer un punto de vista sobre una alteridad. El anterior sustento, desde la ética discursiva o dialógica habermasiana, es el insumo de la llamada ética de la evaluación constructivista, que provee un marco interesante para crear consensos y disensos para la toma de decisiones.
En este sentido, los argumentos y el diálogo son dos características importantísimas que marcan las omisiones éticas de los dilemas prácticos de la evaluación. En consecuencia con sus imprevisiones, se dificulta la comprensión de otras prácticas que son banalizadas, pero que son tan importantes como la toma de decisiones. En este sentido, se pueden identificar algunas omisiones éticas de las prácticas evaluativas. Ellas son:
La negación de una evaluación diagnóstica que, de una u otra forma, considera que durante todo el proceso formativo de los sujetos evaluados no se han construido conceptos, procesos, actitudes y nociones. La negación de una evaluación diagnóstica es camino expedito para obviar los diferentes estilos de aprendizaje de los estudiantes, un insumo para las decisiones en la formulación de técnicas de evaluación.
Se supone que, dependiendo del enfoque de evaluación y la tendencia, se diversifican las técnicas evaluativas, es decir, debe existir una cohesión entre el qué, el cómo y el para qué. Existe una clara prelación a pruebas objetivas que miden, ordenan, clasifican y excluyen algunos sujetos. La función formativa de la evaluación debe estar articulada a la formulación de técnicas variadas, renovadas, modificadas en sus formas y en sus usos.
Si los terrenos de la ética para el docente implican la heteronomía al pensar en las posibilidades de autogestión del otro, pero direccionado a la autonomía de ese otro, se entiende que cada estudiante y cada establecimiento deben tener la posibilidad de construir un perfil propio. Por ejemplo, en caso de realizar la evaluación en ambientes de inter-culturalidad, sería irrisorio plantear las mismas prácticas evaluativas, porque se pretendería homogeneizar y replicar un modo de pensar. En esta perspectiva, la evaluación se convierte en un aparato de exclusión (Bates, 1984).
La recolección de la información se hace con la finalidad de reconocer los estados del aprendizaje y para la toma de decisiones, en procura de mejorarlos o aminorar dificultades, pero nunca para sancionar; dicha práctica es una mirada alternativa a la “cultura del examen”. La recolección de información es constante; no deben ser mediciones fragmentadas y, por supuesto, se debe retroalimentar mediante una difusión de información correcta y no sancionadora. A la luz de la metáfora de la flecha en la diana, Santos nos recuerda: “la evaluación no solo sirve si se han alcanzado los fines, sino por qué no (o si) se han alcanzado” (2002: 8). Allí está intrínseca una perspectiva ética que pretende argumentar la toma de decisiones para la práctica evaluativa ulterior.
La selección de criterios de evaluación debe estar al servicio del sujeto a evaluar y no del evaluador, porque, en parte, son los evaluados los que autogestionan su aprendizaje. Es absurdo, tal y como plantea Segura (2007), que se separe una semana de evaluaciones finales y que se muestren como un catálogo los contenidos a evaluar; en síntesis, esos criterios a evaluar también deben ser significativos para la vida de los estudiantes. Los criterios de evaluación, en términos de Carena (2003), implican al evaluador disponer de un enfoque teórico que otorgue sustento, así como la comprensión del contexto de la que es plataforma el criterio. Solo en la acción reflexiva de los criterios y en su posibilidad de negociación residen las oportunidades de abandonar los terrenos convencionales de la evaluación.
López, Ordoñez y Rodríguez (2012) exponen el problema de la ponderación de los resultados por la voluntad de perjudicar o beneficiar a una persona. Es un caso muy recurrente en los programas universitarios, a los que responden intereses afectivos, culturales, sociales y económicos.
Por antonomasia, el acto de evaluación es un acto de poder, porque desde el triángulo relacional: saber, maestro y estudiante, se instaura una relación asimétrica. Depende del evaluador no aprovecharse de esa asimetría para disciplinar por medio de la evaluación. En caso contrario, emergería una condición antiética, porque la evaluación pretende “restablecer la disciplina o imponer un respeto que no se gana por méritos propios ni por la autoridad que da el saber, ni por vías más justas de profundo respeto a la persona” (Álvarez, 2005: 63). Por tanto, afirma Foucault que un uso “legítimo del poder es productivo, pero el poder conferido en una situación asimétrica puede ser utilizado de forma antiética” (1993, citado por Ormart, 2004:105).
La actitud dependiente y sumisa de los maestros a prescripciones externas que detentan formas específicas de evaluar funge como inhibición que, bajo ningún supuesto, debe obturar la cavilación de lo ético. Las decisiones éticas no pueden ser prescritas por “otros”, ni desde la enunciación de códigos éticos. Como expresa Stake: el descubrimiento y la resolución del conflicto ético provienen principalmente de nuestro propio fuero interno” (2006, citado por Moreno, 2011: 140)
El reconocimiento de los anteriores aspectos no garantiza el éxito escolar en su totalidad, pero su omisión sí puede contribuir al fracaso escolar. Los dilemas de la práctica evaluativa exigen ser reconocidos mediante el diálogo y la fuerza de los argumentos, para tener mayor flexibilidad en la toma de decisiones antes, durante y después de la evaluación. En definitiva, se reconoce que el proceso de evaluación formativa implica una fuerte regulación pedagógica frente a la gestión de los errores que preceden a las prácticas evaluativas, para, de una u otra forma, ser más coherentes y justos en la emisión de juicios y toma de decisiones. Las clarificaciones sobre estos conceptos implican distanciar al evaluador del simple arbitrio y permiten una legitimidad del acto evaluativo.
Dilemas de la objetividad en la evaluación
La objetividad en la evaluación es una cuestión compleja. Ella se concreta como acuerdo intersubjetivo, desde el punto de vista cualitativo; pero lo importante es reconocer los procedimientos para la consigna de los acuerdos. En clave con Scriven: “la dificultad radica en la confusión de la objetividad con los procedimientos para determinar la intersubjetividad” (1972, citado por House, 1994: 83). Cuando no se triangulan los instrumentos, y el acuerdo intersubjetivo se acrisola en los resultados de ellos, se reemplaza la validez por la fiabilidad. Lo anterior supone un error, porque abandona los terrenos de la observación y reduce los instrumentos a solo magnitudes. En este punto, el maestro debe optar por una imparcialidad, sostenida en la finalidad de la evaluación formativa, para evitar los sesgos reduccionistas y no confundir lo objetivo con lo justo.
Conviene decir que siendo la educación una experiencia formativa y moral, demanda unas prácticas éticas concretas que contribuyan a la constante toma de decisiones. Por lo mismo, el maestro no puede desistir de los atributos éticos de la evaluación para no confundirlos con simples acomodaciones técnicas e instrumentales: “lo ético y lo técnico comienzan a fusionarse, en vez de ser dos barcos que se cruzan en la noche” (Fullan, 2003: 296, citado por Moreno, 2011: 137).
Apreciaciones finales
En suma, la evaluación educativa, al no estar desprovista de la toma de decisiones, en todo momento debería ser un acto de persuasión más que de validez. La trama intersubjetiva es eventual; sus finalidades y la fuerza de los argumentos que sustentan el por qué y el qué evaluar son fundamentales, cuestiones que, en últimas, convierten la evaluación en un ejercicio dialogal por antonomasia desde su función formativa y que permiten subordinar aquella visión como salvoconducto cultural, es decir, como mecanismo de jerarquización y banalización de los procesos formativos. De ese modo, la evaluación formativa se confronta a la función sumativa, para pretender anticipar la pregunta, en las prácticas evaluativas, por los sujetos, los usos, los fines, los procesos y los contextos frente a los procedimientos técnicos, puesto que irrumpir la reflexión por lo técnico exceptuando los otros componentes sería contradictorio a la función pedagógica y social de la evaluación formativa y porque estarían desprovistos de la dimensión ética.
La perspectiva ética se convierte en un posibilitar para irrumpir en prácticas evaluativas renovadas, porque constantemente implican su autorreflexión y el cuestionamiento de la representación de una evaluación como salvoconducto cultural. Aunque las respuestas a las preguntas éticas de la evaluación no garanticen la acción justa, sí permiten un ejercicio más concienzudo que constantemente se moviliza en los predios de los argumentos para resolver cuestionamientos que tanto afligen al sujeto evaluado.
Si bien dos ejes vertebrales de la perspectiva ética de la evaluación son la capacidad de propiciar el diálogo y la usanza de los argumentos, House (1994) expone cuatro fundamentos morales que pueden complementar la reflexión ética: la autonomía moral, que implica la no imposición de la voluntad sobre una alteridad mediante tácticas legítimas; la igualdad moral, que declara que cada persona tiene derecho a satisfacer sus necesidades; la imparcialidad, que evita los reduccionismos técnicos y metodológicos, y la reciprocidad, que comprende la participación de varios agentes en la toma de decisiones.
Referencias biblio y cibergráficas
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[1] El presente texto surge de una reflexión pedagógica en el marco del proyecto de investigación: “La evaluación de los aprendizajes y sus relaciones con la enseñanza: discursos y prácticas en la Facultad de Educación” (Acta CODI 643 del 30 de octubre de 2012), cuyas investigadoras principales son: Berta. L. Henao, Beatriz Henao, María N. Rodríguez y Luz S. Isaza y en el cual participo como auxiliar investigativo.
[2] Licenciado en Ciencias Sociales y Magíster en Ciencia Política (Universidad de Antioquia). Correo electrónico: esteban.francop@udea.edu.co
[3] Exámenes de Estado de Calidad de la Educación Superior, hoy remplazados por el término “Saber Pro”.