Tres arquitecturas del acto de enseñar: una lectura en clave reflexiva de la “Primera carta” de Paulo Freire
Resumen: Esta reflexión está basada en la lectura de la “Primera carta” de Paulo Freire. Quien se atreva a enseñar está en la obligación de pensar su actividad en los términos críticos del aprender. Por tal motivo, se establecen tres arquitecturas para comprender la configuración del acto de enseñar en la relación entre educador y alumno. Se aborda la educación posterior al aprendizaje, la lectura del mundo, la lectura de la palabra y el encuentro entre el estudiar, el leer y el escribir. Se concluye cómo el educador puede hacer de su práctica una experiencia crítica y vívida frente al mundo en su complejidad, resumido este, naturalmente, en las relaciones epistemológicas que se establecen en el aula de clase con los alumnos.
Palabras clave: práctica educativa, arquitecturas de la enseñanza, estudiar, lectura, escritura, Paulo Freire, formación de maestros.
El profesor que no lleve en serio su formación, que no estudie, que no se esfuerce por estar a la altura de su tarea no tiene fuerza mental para coordinar las actividades de su clase
Freire (1997: 88)
Introducción
Paulo Freire escribe, en la segunda mitad del Siglo XX, Cartas a quien pretende enseñar (Freire, 2006). Refiere allí los aspectos más delicados de las prácticas educativas y realiza una invitación abierta al maestro a confiar en sus convicciones y propios saberes, y en la capacidad que tiene de proponer otro mundo posible en la vinculación con los alumnos.
En su “Primera carta” confluyen varios temas que hilvanan lo que conocemos como el acto de enseñar. Inicialmente, el educador es un alumno más, pues al enseñar recupera, vuelve a pensar, relee un concepto u objeto antes aprendido. El educador es un sujeto que ocupa un lugar primordial en el desarrollo de la sociedad. Por ello la importancia de su formación, es decir, de estudiar, de capacitarse, de prepararse, de formarse.
Cuando se estudia en realidad, nos dice Paulo Freire, se está leyendo, tanto el mundo como la palabra. Es ahí donde la enseñanza empieza a constituirse verdaderamente en la experiencia cotidiana entre educador, alumno y aula de clase.
En su escrito, Freire hace una interesante evocación hacia las prácticas formativas basadas en la correcta lectura de textos, en el estudiar y en el leer como trabajos que deben hacerse con persistencia e intensa búsqueda de la comprensión, y, naturalmente, de la calidad en la labor de enseñar. El escribir como una práctica de configuración social y científica en la educación es tratado de manera paralela al acto de leer, dos actividades que están estrechamente vinculadas al acto de estudiar y que fundamentan el fértil universo que alberga el aula de clase.
¿Por qué el uso del término “arquitectura”? Porque el acto de enseñar es una construcción en la cual intervienen los factores anteriormente mencionados. Todos constituyen un ejercicio milenario, armónico y por demás bello, que día a día, en la multiplicidad de prácticas que hay en nuestro siglo, se establecen, se apoyan, se escriben, se ocultan, se iluminan. El aula de clase es el cimiento más sólido para que estas arquitecturas se fundan en la lúcida instauración del acto de enseñar.
La reflexión contenida en el presente texto es el resultado de una lectura cuidadosa y atenta de la “Primera carta” de Paulo Freire, la cual fue abordada como documento inicial dentro del curso “Historia, imágenes y concepciones de maestro”, donde se despertó un interés puntual por la búsqueda pedagógica hacia nuevas formas de pensar la labor formativa del ser docente, por rescatar el valor de la duda y la pregunta, así como el placer de llegar a leer y escribir en clave de academia.
Arquitectura de la educación posterior al aprendizaje
La historia que se escribe diariamente en el aula de clase, ese ámbito donde suelen ocurrir maravillas, con el paso de los años ha ido develando un cierto orden en los ejercicios que allí se despliegan. A propósito de ello, Paulo Freire, pedagogo brasileño y gran pensador en torno a la educación del Siglo XX, expone en su primera carta que los actos de enseñar y de aprender se tornan críticos cuando son tratados por el sujeto que pretende ejecutarlos (2006: 28).
El enseñar y el aprender, como actos independientes, están en correlación mutua. Ambos se despliegan ante el inagotable universo del aula de clase. Por ello el autor habla de que el enseñar no existe sin el aprender. En términos más transidos de luz, ese acto insoslayable de enseñar exige, y con justa manera, la precisa existencia de quien enseña y de quien aprende.
Si nos posicionamos frente al sujeto que enseña, descubrimos que en su ejercicio está aprendiendo, está recapitulando un conocimiento antes aprendido. La página leída, la experiencia antaño vivificada en su proceso de formación, vuelven a cobrar forma en su presente.
Ahora bien, no es baladí preguntarnos: ¿cuál es papel que desempeña el alumno en ese aprendizaje retomado en el acto de enseñar? El alumno es otro sujeto que continuamente está tomando elementos formales del mundo, como el lenguaje, la experiencia de sus mayores, los visos acaso hermosos y terribles de la sociedad a la cual está íntimamente ligado para ir construyendo su mundo interior que lo ha de identificar en los siempre indistintos ámbitos del porvenir.
En el aula de clase, el alumno adopta una posición curiosa, de asombro y de perplejidad ante el trabajo que realiza, está —como bien lo dice Freire— “aprehendiendo lo que se le está enseñando” (2006: 28). Bajo esta señal, el educador tiene la oportunidad de ayudarse a descubrir dudas, errores y aciertos que están presentes en su quehacer. Observamos entonces que el educador está en un constante aprender, porque no es su calidad de instructor o de guía en el enseñar, no es esa marca la que define que él se encuentra a la par con el conocimiento, en otras palabras, que ya sabe todo, que no hay nada por descubrir.
Margarita Valencia, en el capítulo “Las palabras desencadenadas” de su libro Palabras desencadenadas, evoca una nítida relación entre el educador y el alumno. Menciona que ambos, en conjunto con la página escrita, forman el triángulo básico de la educación, y cuyos logros obtenidos serán medidos paso a paso a lo largo de sus vidas en la escuela (2013: 39). Bajo este punto, el educador verifica su tarea, ya que al relacionarse con el trabajo que realiza el alumno en concordancia con lo que lee y con lo que escribe, aquel tiene la alta posibilidad de repensar sus ideas, sus posiciones, de llevarlas a contraste frente a la curiosidad del alumno, pues dicha curiosidad está cargada de inquietudes, de ansias de saber, de recorrer nuevos senderos hacia la totalidad del aprendizaje.
El educador cumple las funciones de reconstructor de los caminos que recorre el alumno hacia el multicolor estado de la curiosidad. Ciertamente, es un deber del educador el abrir esos caminos mediante la proyección de su carácter sensible, de sus emociones, de sus intuiciones y de la acertada extracción del aprender mediante el contacto con el alumno y la página escrita.
Paulo Freire define esa estrechez mutua, ese orbe construido de experiencias, de palabras, de gestos y de asombro en los siguientes términos: “El educador aprende primero a enseñar, pero también aprende a enseñar al enseñar algo que es reaprendido por estar enseñado” (2006: 29). Se deshila, pues, una interesante idea si se relee el anterior pasaje, idea basada en la preparación que debe llevar a cabo el educador, quien requiere prepararse en dos términos esenciales: debe cultivarse y debe estudiar. Estos procesos van configurando una visión crítica y consciente alrededor de sus prácticas. Cuando esa preparación es llevada a cabo con responsabilidad, con respeto y con convicción, los ámbitos por recorrer se le ilustrarán en una suerte de capacitación, de transformación permanente en su saber-hacer. El educador no es un sujeto que al comprender que su actividad de enseñar requiere la de aprender, la va estructurando de manera positiva; no, más bien va recreando, en su totalidad, el posible hecho de transformar empíricamente esa actividad.
El hombre crea a partir del ser consciente del aprendizaje, cargado de nobles aciertos y justos errores, la alta posibilidad de basar su saber pedagógico en las redes de la curiosidad, de la duda y del encuentro que se entrelazan en el alumno, construyendo paulatinamente su historia individual.
Arquitectura del sentido y del símbolo: lectura del mundo y lectura de la palabra
Si conservamos la precisa afirmación de Paulo Freire en torno al estudiar, que en menos palabras dicta que “estudiar es en primer lugar un quehacer crítico, creador, recreador” (2006: 30), más adelante dirá que estudiar implica el acto de leer, y no este ejercicio como una búsqueda epistemológica, sino una búsqueda que involucre en cuerpo y alma al educador y al alumno. Para comprender ese acto de leer, debemos acercarnos a lo que él denominó lectura del mundo y lectura de la palabra.
En primer lugar, la lectura del mundo como una suerte de arquitectura, de gradual construcción basada en los sentidos, en las sensaciones, en la experiencia sensible.
La lectura del mundo no se agota en la observación de fenómenos naturales como la espiral arquetipo arraigada en el crecer de una planta, el armónico ciclo de las estaciones o la música celeste que despierta emociones en las noches desnudas. La lectura del mundo trata también lo que sucede en las sociedades, en los ámbitos políticos, económicos y científicos. Debe existir una aprehensión ontológica del hombre en favor de esas microhistorias que yacen en las ciudades, en los pueblos aborígenes, en las culturas locales, que, en nuestro caso, se están constantemente escribiendo.
En segundo lugar, la “Primera carta” menciona que “enseñar a leer es comprometerse con una experiencia creativa alrededor de la comprensión” (Freire, 2006: 31). En la experiencia escolar, se transmuta en una experiencia sensorial basada en las características de lo cotidiano. El alumno, como un sujeto pensante que está en la capacidad, como el educador, de realizar una lectura del mundo delineada por su diario aprender, por la perplejidad ante el contexto enmarcado en la experiencia y en la palabra, puede emitir, sin aún tener un proceso formativo como el de su maestro, un juicio valorativo sobre la constitución natural, social, política, económica del mundo. El educador debe propiciar esa autonomía en el alumno, autonomía que ciertamente no explica con claridad Paulo Freire, pero que se encuentra explícita en su objeto de estudio.
Ahora bien, ¿cómo entra en juego la lectura de la palabra?, y ¿qué permite si se le trabaja a partir de la lectura del mundo? En pocas palabras, Paulo Freire nos ilustra en el siguiente pasaje la lectura del símbolo y su cercano vínculo con la lectura del sentido. “La lectura de la palabra, haciéndose también búsqueda de la comprensión del texto y por lo tanto de los objetos referidos en él, nos remite ahora a la lectura anterior del mundo” (2006: 31). La lectura de la palabra, ya expresada, como una lectura del símbolo, o en otros términos, una lectura tipográfica, no debe ser ejecutada como un proceso memorístico, mecánico o fragmentario. El texto es una unidad indivisible que da la posibilidad de:
Obtener, mediante una lectura cuidadosa, perspicaz y en clave de búsqueda, el verdadero significado que está plasmado en su orden.
Situar otros significados que son resultado del acervo cultural y social del sujeto lector. El texto se expande a otras posibilidades que en un principio le eran ajenas.
Ahora bien, la lectura de la palabra ofrece una mirada posterior a la lectura primera del mundo. El educador debe ser un puente de unión de aquellas dos lecturas para que el alumno vaya nutriendo su diario aprendizaje en el aula de clase. Para comprender lo anterior, lo podemos pensar como una lectura circular, es decir, cada proceso de lectura se alimenta y encuentra su punto de equilibrio en las demás lecturas [2]. Es una suerte de retorno infinito en el cual el acto de enseñar se apoya, para reconocer las vertientes simbólicas y sensibles que lo fundamentan.
Finalmente, vale decir que la lectura de la palabra no se reduce al texto mismo; también permite la exploración del mundo, ya que Paulo Freire antepone la lectura del mundo a la lectura de la palabra. Después de ello viene una relectura del mundo que cobra significados que van más allá de lo sensorial, pues aplicada dicha lectura desde una posición crítica, se empieza a forjar una cultura del sí mismo que acertadamente traspasa las fronteras de un concepto o un objeto. Esa cultura formada en el aula de clase, construida por manos de alfarero tanto por el educador como por el alumno, se puede resumir en la certera y cuidadosa presentación que de ella hace Gonzalo Soto Posada:
Entendemos por cultura el cuidado y perfeccionamiento de las aptitudes humanas del hombre para que habite el mundo no como un conjunto de cosas sino como una morada existencial de la vida en sus retos, avatares y vicisitudes (2012: 47).
Arquitectura del encuentro: estudiar, leer y escribir
Paulo Freire ha observado que el acto de estudiar, como configuración testimonial del acto de enseñar, es “desocultar, es alcanzar la comprensión más exacta del objeto, es percibir sus relaciones con los otros objetos. Implica que el estudioso, sujeto del estudio, se arriesgue, se aventure, sin lo cual no crea ni recrea” (2006: 36). Frente a ello no es menos válido añadir que estudiar es expansión mental y corporal, es reconocer algo que ha estado en el mundo, es descubrir en la dificultad, es leer críticamente tanto el sentido como el símbolo. Estudiar no como un proceso aligerado y simple, no como una transferencia mecánica de conocimiento, de ideas, de claves en la relación entre el educador y el aprendiz.
Paulo Freire se hace a un lado de cualquier forma de estudiar tratada como una memorización mecánica. Su concepción de estudiar como acto primordial en el eje del aprendizaje está basada en la forma crítica de cómo se realiza la lectura del mundo y la lectura de la palabra. William Ospina ha escrito que la educación puede ser entendida también como “búsqueda y transformación del mundo en que vivimos” (2013: 30). En el romántico siglo xix, el filósofo alemán Friedrich Nietzsche advirtió que “la educación es el arte de rebautizarnos o de enseñarnos a sentir de otra manera” (1999: 63).
Ahora bien, a partir de estas tres perspectivas, el estudiar como acto se puede entender desde cómo el educador y el alumno —porque ambos estudian, salvo que uno está frente a algo conocido y el otro frente a algo desconocido, mas no ajeno— ejercen la actividad noble y beneficiosa de leer, actividad que indiscutiblemente revoluciona el mundo habitado por nosotros y que nos permite observar con los sentidos de una manera primigenia y por demás de asombro, todo aquello que nos rodea [3].
Estudiar requiere del leer para intervenir en las dimensiones del conocer. Freire declara lo siguiente: “La verdadera lectura me compromete de inmediato con el texto que se me entrega y al que me entrego y de cuya comprensión fundamental también me vuelvo sujeto” (2006: 29). El educador debe ser consciente de qué tipo de lectura está propiciando en sus alumnos, ya que, como se ha venido reflexionando, no debe quedarse en el texto sintácticamente correcto, sino que debe anclarse en otros puertos del mundo que ambos habitan. No obstante, no podemos desdeñar la lectura del texto, o en otras palabras, el deleitable encuentro con el libro, que configura otra posibilidad de estudiar y, por demás, de enseñar.
Estanislao Zuleta, en su famoso ensayo “Sobre la lectura”, ha escrito que “leer no es recibir, consumir, adquirir. Leer es trabajar” (1997: 102). En palabras más sencillas de Cesare Pavese: “Leer no es fácil” (2009: 8). El acto de leer debe ser entendido, desde una perspectiva pedagógica, como un diálogo activo que se establece con el escritor del texto, ya que quien lee se sugiere a sí mismo, se pregunta, interpela al escritor, va dando continuidad al desarrollo de su pensamiento, construye críticamente su posición en el contexto que habita y que ha transcurrido, naturalmente, por una lectura del mundo. ¿Por qué entonces adquiere visos de dificultad la lectura? La respuesta es que, en ciertas ocasiones, no hay un código en común entre el texto y el lector. Pero por ello se estudia, por ello se dialoga y se invita a la discusión; es ahí donde la brecha entre lector y escritor se hace más pequeña. Paulo Freire utiliza los términos “paciente, desafiante, persistente” (2006: 37) para calificar el trabajo de leer. En eso se basa la lectura cuando esta se vuelve dificultosa. Podría agregarse, a esas características, la esperanza de alimentar y proyectar el sentido de aprender en dirección de una nueva constitución y escritura del mundo.
Es necesario que en la escuela se lleve la lectura de manos de la escritura. Freire habla de que nuestro cuerpo “se adueñe críticamente de su forma de ir siendo lo que forma parte de su naturaleza, constituyéndose históricamente y socialmente” (2006: 39-40). Nos debemos asumir también como seres creadores que se proyectan en el aprender y en el enseñar más allá del lenguaje oral y escrito.
En verdad, hay que continuar en el proceso de motivación en las escuelas por la escritura, tanto creativa como investigativa. “Es éste un esfuerzo que debe comenzar con los preescolares, intensificarse en el período de la alfabetización y continuar sin detenerse jamás” (Freire, 2006: 41). Cuando el aula de clase se convierte en un ámbito de producción creativa y placentera, el acto de enseñar por parte del educador se regirá en términos de aprendizajes múltiples; el acto de estudiar será una ventana abierta a las posibilidades del pensamiento.
María Zambrano define el pensar como “una acción, la más activa de todas, que revela al hombre lo que es; le hace nacer” (1987: 92). En la arquitectura del encuentro, los saberes ya no se fragmentan, sino que se agrupan, se discuten, se contrastan, se permiten pensar en su totalidad. El educador se va constituyendo en ese trabajo de estudiar, de leer y de escribir en compañía de sus alumnos; tanto como descubre, como aprende, su profesión se convierte en una posibilidad del ser-hacer en la universalidad del aula de clase.
Conclusiones
Los actos humanos son construcciones que se insertan de manera gradual tanto en el ser social como en el ser individual. Lo actos de enseñar, de aprender, de estudiar, de leer y de escribir, que nos han convocado en este lugar común de las prácticas educativas, están animados por una primera y única llamada: la labor pedagógica que no en trémula inocencia se ha expresado históricamente en el aula de clase. Paulo Freire establece una serie de principios experimentales y autónomos, motivados por la convicción de que el maestro haga de su ejercicio una experiencia en términos de totalidad, es decir, que tanto los campos teóricos como los campos prácticos. Esta reflexión es solo la búsqueda de quien se propone, desde sus sueños de llegar a ser maestro, avanzar un paso hacia el horizonte que plantea el último de los grandes pedagogos de la humanidad.
Se pueden advertir algunos puntos, a modo de conclusión, que cierran esta incursión en cuanto a la concepción de estas tres arquitecturas, y que abren otras innumerables puertas hacia el reto de llegar a enseñar, algo a que felizmente estamos abocados quienes aún creemos en la utopía de la educación.
El acto de enseñar sólo puede respirar en compañía del acto de aprender. Si el segundo no fuera, el primero no existiría. Bajo esta perspectiva, el educador es un aprendiz más, ya que en vaivén constante está reconstruyendo sus ideas, está repensando algo que ya sabía y que se halla sujeto a la esencial renovación.
Está negada la posibilidad de que un educador se prepare con mediocridad. La convicción, la disciplina, la creación de saber en sus procesos de formación deben estar tejidos con fina seda sobre cada uno de sus actos. Así se comprende el todo arraigado en su práctica futura.
La lectura del mundo y la lectura de la palabra permiten el desarrollo consciente, tanto del educador como del alumno, de la comprensión sobre el espacio social y natural que habitan. Las dos lecturas resignifican las prácticas educativas, forjan la cultura del sí mismo, singularizan el entorno y permiten la exploración a través de los saberes cotidianos de la vida.
La curiosidad es el elemento que más debe ser cultivado en las prácticas educativas. En ella, la búsqueda, la inclinación hacia el desocultar y la creatividad en la enseñanza se insertan en pos del pensamiento y de la comprensión de lo que se aprehende (Freire, 2006: 28 y 33).
El verdadero hecho de estudiar radica en la posición crítica e indagadora con que se lee y con que se escribe. El educador que no propicia la lectura cuidadosa y reflexiva de un texto no puede prodigar el deseo de la escritura que configura el acto de estudiar.
Referencias biblio y cibergráficas
Freire, Paulo (1997). Pedagogía de la autonomía. México: Siglo XXI.
—, (2006). Cartas a quien pretende enseñar. España: Siglo XXI.
Nietzsche, Friedrich (1999). Aforismos. El aleph. Recuperado el 26 de julio de 2014, de: http://cdn.preterhuman.net/texts/literature/in_spanish/Fredrich%20Nietzsche%20-%20Aforismos%20.pdf
Ospina, William (2013). La lámpara maravillosa. Bogotá: Random House Mondadori. Pavese, Cesare (2009). Leer, Leer y releer, (54), 5-9.
Soto Posada, Gonzalo (2012). El cuidado de sí en la cultura. Debates, (63), 46-55.
Valencia, Margarita (2013). Las palabras desencadenadas. En: Palabras desencadenadas (pp. 37-46). Medellín: Editorial Universidad de Antioquia.
Zambrano, María (1987). Dos fragmentos acerca del pensar. En: Orígenes (pp. 89-95). Medellín: Ediciones del Equilibrista.
Zuleta, Estanislao (1997). Sobre la lectura. En: Elogio de la dificultad y otros ensayos (pp. 101-112). Cali: Fundación Estanislao Zuleta.
[1] Wilson Pérez Uribe. Estudiante de décimo semestre de la Licenciatura en Literatura y Lengua Castellana. Escribe poesía y ensayo. Sus textos han sido publicados en Colombia, España y México. Dos de sus libros: El amor y la eterna sinfonía del mar (Hombre Nuevo Editores, 2011); Movimientos (Editorial Universidad de Antioquia, 2018). Correo electrónico: wilson.perezu@udea.edu.co
[2] Lectura del mundo (del sentido) y lectura de la palabra (del símbolo).
[3] Esta idea ancla las tres perspectivas mencionadas, a saber: Paulo Freire, William Ospina y Friedrich Nietzsche como una posibilidad de entender el acto de enseñar.