Tejiendo mi historia literaria
Leidy Johana Rivillas Arbeláez [1]
Resumen: Una reflexión personal sobre lugares, personas, autores y experiencias que formaron parte de una madeja de hilos, de lazos, que me permitieron tejer, poco a poco y casi sin darme cuenta, mi historia literaria, es el punto de partida para develar mi vivencia. Este texto es una ruta del viaje, físico y espiritual, que transformó mi modo de estar en el mundo, de verlo y de relacionarme con él; es la cartografía de un encuentro que dejó huellas indelebles en mí y que me mostró el camino a seguir.
Palabras clave: biblioteca, lectura, literatura, historia literaria, Mario Mendoza, Héctor Abad Faciolince, Jaime Sabines, Milan Kundera.
Los libros nos transforman, la lectura nos transforma. Y quiero creer que casi siempre nos transforman para bien, para más, para mejor.
Héctor Abad Faciolince
Una mañana en el metro de Medellín, una mañana cargada de luz, de expectativas, de ansiedad. Un viaje al lugar que sería mi hogar durante 5 años, un viaje que me cambiaría para siempre, que transformaría mi visión del amor, de la amistad, de la religión, de la vida, del mundo.
Ese día debía presentarme antes de las 9:00 a.m. en el Parque Biblioteca San Javier para empezar lo que sería mi primer día de trabajo. ¿En una biblioteca? Sí, en una biblioteca. Para una chica criada en un pueblo, entre árboles frutales y baños a la orilla del río, trabajar en una biblioteca no era un ideal, los libros no eran un ideal. Claro que iba a la escuela, que sabía leer y que, por supuesto, en mi casa había algunos libros; pero yo había decidido jugar, solo jugar mi infancia, y mis padres lo habían permitido. Mis días transcurrían entre la escuela, los juegos y la iglesia, donde mi papá era sacristán. El solo hecho de pensar en las bibliotecas me mareaba y había decidido evitarme el mareo y no volver a ninguna.
Años después, para mi sorpresa, ahí estaba yo, empezando mi vida laboral justo en una biblioteca. Estaba confundida, obviamente, pero también contenta ante la posibilidad de alcanzar cierta independencia económica y poder continuar mis estudios, que se adentraban por ese entonces en el mágico mundo de la Administración de Empresas. El mundo se ve más fácil desde un escritorio, a través de la redacción de cartas comerciales y los paquetes contables no te dejan tiempo para dudar; para eso era buena, eso era lo que quería.
“Eso era lo que quería”, ¡ja! Imagine usted a una chica de 18 años que llegó hace solo dos años a la “gran” ciudad de Medellín y que, prodigiosamente, sabía lo que quería. Imagine también su confusión al encontrarse, de un día para otro, inmersa en un parque biblioteca, en ese espacio lleno de estudiantes universitarios dedicados a leer, a escribir, a pensar. Imagínela entre futuros docentes de literatura, de matemáticas, entre bibliotecólogos, filósofos y periodistas. Imagine su cara cuando por doquier veía gente con libros: prestándolos, devolviéndolos, comprándolos, robándolos, hablando de ellos. Piénsela, por un momento, por solo un momento, cuando escuchó leer, cuando con todo su ser escuchó que alguien leía con amor, con alegría, con pasión y, vaya más lejos querido lector, vea su rostro cuando alguien, por un motivo que aún hoy no logra comprender, decidió leer para ella.
Algunas personas suelen decir que las bibliotecas son lugares mágicos, espacios donde puedes encontrar el más fascinante puente hacia nuevos mundos. Yo, por mucho tiempo, pensé que era así, pensé que mi encuentro con la literatura había sido un encuentro mágico, una maravillosa coincidencia; pero ahora que logro ver claramente, veo que mi amor por la literatura no surgió de un hechizo mágico, sino, simplemente, por un contagio.
Tres personas marcaron, para siempre, mi forma de acercarme a los libros, tres apasionados personajes me contagiaron su pasión por las palabras, por la lectura personal y la lectura en voz alta, por la literatura. Me leían, me explicaban, me hablaban, me escuchaban, me consolaban cuando sentían que una lectura calaba en mí. Un filósofo, un periodista y una licenciada en Literatura me abrieron una puerta y me mostraron un camino que recorro poco a poco, con cierto temor, con cierta alegría, desde el 2007 hasta hoy.
Carlos Ruiz Zafón, en su libro La sombra del viento, dice que:
Pocas cosas marcan tanto a un lector como el primer libro que realmente se abre camino hasta su corazón. Aquellas primeras imágenes, el eco de esas palabras que creemos haber dejado atrás, nos acompañan toda la vida y esculpen un palacio en nuestra memoria al que, tarde o temprano ─no importa cuántos libros leamos, cuántos mundos descubramos, cuánto aprendamos u olvidemos─, vamos a regresar (2003: 14).
Y, por supuesto, yo no soy la excepción. Recuerdo ese primer libro, recuerdo cómo, antes de leerlo, Gina (la licenciada en Literatura) me habló de él; puedo evocar el instante mismo en que me preguntó: “Joha, ¿vos has leído alguna vez a Mario Mendoza?”. Recuerdo su alegría cuando le dije que no, recuerdo sus ojos acrecentándose, sus manos mostrándome un libro, una foto, su voz empezando a hablar sobre fragmentos realmente impactantes del libro, su invitación a una conferencia del autor. Recuerdo mi excitación al verlo, mi alegría, mi confusión. Recuerdo mi encuentro con Relato de un asesino, el paso imperceptible de las horas, las frases que me dejaban en estado catatónico, las imágenes imborrables que quedaron en mí y, también, la posterior idolatría hacia todas las obras de Mendoza y hacía el mismo Mendoza.
Un poco después, llegué a las páginas de Héctor Abad Faciolince (otra vez de la mano de Gina), y me perdí en los abrazos y los besos de su padre, en las fronteras de Angosta, en los monólogos de Bernardo Davanzati, en su Tratado para mujeres tristes, en sus columnas de opinión. A él le siguieron muchos escritores colombianos que me atraparon y mantuvieron viva esa llama que se había encendido al leer a Mendoza, entre ellos Jorge Franco, Santiago Gamboa con El síndrome de Ulises y con todos sus planteamientos sobre la emigración, la soledad y la nostalgia. También soñé con la historia de Sayonara, la prostituta que, bellamente, retrata Laura Restrepo en La novia oscura; sufrí por un amor que casi no es en La multitud errante y me enfrenté a los mismos miedos que Mateo en Demasiados héroes. Este libro me obligó a parar mis lecturas, me perturbó de tal modo que tenía miedo todo el tiempo, no resistía la idea de que una historia me volviera a tocar de esa manera.
Luego, al lado de Johansson (el periodista, que además ya estaba cansado de que solo leyera literatura colombiana), ideamos un plan para que yo empezara a leer los clásicos de la literatura universal. El plan falló. Dejé de leer para mí y empecé a leer para los demás. Descubrí “la alegría de leer”, experimenté el placer de darle vida a las letras y hacerlas llegar hasta los oídos de otros, sentí maravillada cómo mi voz se avivaba con cada palabra, con cada frase, con cada lectura. Empecé a leer cuentos desesperadamente. Buscaba a mis futuros oyentes en ellos y caí de nuevo en la trampa de verme reflejada. Volví a la literatura colombiana, conocí a Andrés Caicedo, a Manuel Mejía Vallejo y, en la voz de Johansson, me dejé seducir por Gabriel García Márquez; me sedujeron sus amores eternos, sus paisajes cercanos, sus historias cargadas de sueños, sus realidades increíbles. A su vez, llegó la poesía a mi vida, llegó, específicamente, Jaime Sabines a mi vida, llegó en la voz de Arbey (el filósofo), en la de Johansson, en la voz del propio Sabines, y me estremecí cuando él leyó en el Palacio de Bellas Artes y yo escuché (años después en una grabación) el poema a la Tía Chofi:
Amanecí triste el día de tu muerte, tía Chofi, pero esa tarde me fui al cine e hice el amor. Yo no sabía que a cien leguas de aquí estabas muerta con tus setenta años de virgen definitiva, tendida sobre un catre, estúpidamente muerta…
Sabines (2005: 111).
A Jaime Sabines lo vi llegar, lo vi instalarse en mi vida, lo escuché, lo leí, lo lloré y abrí paso a todas las lágrimas y las emociones que llegaron después con Vinícius de Moraes, Gioconda Belli, Idea Vilariño, Juan Gelman, Darío Jaramillo Agudelo, Rosario Castellanos, Alfonsina Storni, Pablo Neruda, Jorge Luis Borges, poesía, poesía y más poesía.
Inmediatamente, Arbey empezó a hablar sin parar de un escritor checo, emigrante él, nostálgico, tristón. Un escritor que fue pianista, que fue profesor, que fue perseguido, criticado, prohibido, un escritor que padeció el dolor de ver sus libros arder, un escritor que fue de culto hasta que todo el mundo empezó a leerlo, Arbey entre el mundo, y yo, por supuesto. Escuché el nombre de Milan Kundera ligado a su obra “más reconocida”, La insoportable levedad del ser, y quería leerla.
Precisemos esto: no quería leerlo a él, no al escritor que había sufrido tanto para poder escribir y publicar, no; quería leer ese libro, porque era el libro del momento, todos hablaban de él, todos querían leerlo, ¿quién era yo para no querer hacer lo mismo? Rogué, supliqué, imploré para que me prestaran el libro que, como era supuestamente nuevo, no estaba entre la colección de la biblioteca. Arbey, que lo había comprado, hizo una lista para prestar el libro y el puesto que ocupé fue el quinto. Debía esperar a que cinco personas leyeran el libro antes que yo. Eso no era posible, mis ansias no me dejaban, así que fui hasta la biblioteca de la Universidad de Antioquia (que por esa época ya era mi Universidad, ya que luego de terminar Administración, tomé la irracional decisión de estudiar Trabajo Social) y busqué por todas partes un ejemplar que aparecía disponible y que en realidad nunca quiso ser encontrado. Sin más opciones, verifiqué la vasta colección que tenía la Universidad de obras de Milan Kundera, títulos como La broma, La identidad, La despedida, La lentitud, entre otros, se me presentaron como provocadores, pero solo logré identificarme con uno: La ignorancia. No puedo describir mi experiencia con ese libro, no es posible expresar lo que sentí cuando el narrador dijo:
Un día sabrá y comprenderá muchas cosas, pero ya será demasiado tarde, porque su vida habrá tomado forma en una época en que no sabía absolutamente nada (2000: 166).
Irena, la protagonista, se da cuenta de que cometió un error irreparable en la edad de la ignorancia. ¡Dios mío, la edad de la ignorancia! Seguí leyendo, seguí buscando, ¿cuál era la edad de la ignorancia? La encontré y junto a este descubrimiento estaba yo, una chica de 20 años, perdida en el mundo, leyendo a Milan Kundera, tomando en mis manos un libro que decía que los 20 años eran la edad de la ignorancia. No puedo seguir hablando de esto, es imposible describir el tamaño de mi angustia.
Sin embargo, diré que, por fin, leí La insoportable levedad del ser y claro, me gustó, pero dejó en mí un vacío soportable, ese vacío que deja un deseo luego de ser alcanzado y que nos hace preguntarnos, al igual que Pedro Guerra: “¿por qué me he vuelto loco por nada?”.
Seguí leyendo a Kundera, lo leo aún y me digo que nunca voy a terminar de leer su obra, que voy a releer algunas de sus novelas, que voy a seguir buscando en ellas sus huellas autobiográficas, sus datos históricos, que voy a seguir reflexionando sobre sus planteamientos, pero que no voy a terminar de leerlo. Tengo que dejar algo para sorprenderme después. No puedo agotar todo en una sola vida.
Hay más lecturas después de Kundera, buenas lecturas, pero yo siempre vuelvo a él, porque uno de sus libros me escogió como lectora, porque lo escogí como autor preferido, porque me mueve, me perturba, me inquieta, me apasiona, porque encontrarme con él en ese momento determinado de mi vida me transformó para siempre como lectora, como mujer, como ser humano, ya veremos qué más trae el camino, ya veremos.
Así, diré con Sergio Pitol, que:
Uno, me aventuro a decir, es los libros que ha leído, la pintura que ha conocido, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas. Uno es su niñez, unos cuantos amigos, algunos amores, bastantes fastidios. Uno es una suma mermada por infinitas restas. (2005: 178)
Referencias bibliográficas
Sergio Pitol. (2005). El mago de Viena. México: Pre-textos.
Kundera, Milan (2000). La ignorancia. Barcelona: Tusquets.
Ruiz Zafón, Carlos (2003). La sombra del viento. Barcelona: Planeta.
Sabines, Jaime (2005). Antología poética. México: Fondo de Cultura Económica.
[1] Licenciada en Educación Básica con Énfasis en Humanidades, Lengua Castellana. Estudiante de Maestría en Educación, línea Pedagogía y Diversidad Cultural. Integrante del Grupo de Investigación Diverser. Profesora del Departamento de Pedagogía de la Facultad de Educación de la Universidad de Antioquia y del SENA. Correo electrónico: johana.rivillas@gmail.com