La formación: un proceso complejo que articula las racionalidades lógica, ética, estética y política como elementos transversales al currículo
Elvia María González Agudelo [1]
María Isabel Duque Roldán [2]
Resumen
La formación se comprende como un proceso consciente que involucra, por un lado, lo particular de cada ser, surge del interior de cada sujeto permitiéndole la creación de imágenes de la realidad, descubrir su lugar en el mundo y sus talentos; pero por otro lado, involucra el ámbito social, bajo el entendido de que somos seres sociales e históricos que requerimos de la interacción con los otros, la transferencia entre generaciones de la cultura acumulada, con lo cual cada ser se ubica en su condición histórica. Pero la formación tiene como fundamento la razón y el conocimiento, pero una razón que se compone de múltiples racionalidades (lógica, ética, estética y política), ellas representan una compleja red de relaciones e intersecciones que requieren ser conectadas para ser abordadas como un todo, un todo que en cada momento debe ser interpretado por el sujeto en formación y con ello superar la visión fragmentada de la educación que solo conduce a la formación técnica o a la preparación para el trabajo y dar paso a una formación social, ciudadana, humana y transformadora. Por ello, la transversalidad se erige como el hilo que teje la estructura pedagógica, curricular y didáctica, que posibilita un diálogo de nuevo tipo, rompe jerarquías y mejora la comunicación en los espacios formativos, visibiliza a los diferentes sujetos para que asuman su propia responsabilidad en el proceso de formación.
Palabras clave: formación, racionalidades, lógica, ética, estética, política, transversalidad, currículo.
La formación es un concepto complejo de comprender pues a lo largo de la historia se ha interpretado de diferentes maneras. Platón ha sido señalado como uno de los primeros en utilizar este término dentro del contexto del modelo griego de educación, en el cual, se buscaba el moldeamiento del hombre de acuerdo con las necesidades de la sociedad, para ello se empleaba la fuerza formadora del saber y de los conceptos científicos para fundamentar el accionar educativo, con la clara intención de formar hombres para la acción, para la vida pública, es decir, para lo colectivo y no para lo individual; como lo describe Jaeger (1957) “la educación griega no es una suma de artes y organizaciones privadas orientadas hacia la formación de una individualidad perfecta e independiente” (p.13).
Pero es en Alemania, a mediados del siglo XVIII, donde la formación adquiere otra dimensión, soportada en el concepto alemán de bildung. Para Vierhaus (2002) “el concepto parece haber sido usado cuando se pensaba en ‘forma’, ‘cuidado’, pero también en desenvolvimiento y auto plenitud de las fuerzas espirituales humanas” (p.14) y para Gadamer (2001), bildung hace referencia a imagen, “acoge simultáneamente —imagen imitada— y —modelo por imitar—” (p.40). Y es que en la palabra bildung habita bild, cuya traducción literal es “imagen”, según González (1999):
Estamos frente a dos conceptos, el de formación y el de imagen. El concepto de imagen, en el transcurso de la historia de la filosofía ha tenido cuatro acepciones ligeramente diferentes, a saber: algo ausente que arbitrariamente se evoca pero que existe en algún lado; algo presente pero que ocupa el lugar de la cosa que representa —retratos, fotografías, cuadros, dibujos, diagramas, etc.—; algo inexistente, como las ficciones de los sueños y de las historias de las obras de literatura; algo ausente o inexistente como las ilusiones, aquellas representaciones que para un sujeto, en tanto creencia, son objetos reales mas no así para un sujeto externo. La imagen es, según Ricoeur, una mediación, una visión súbita. Es, según Kant, un método antes que un contenido. En este sentido, formarse es el proceso de construirse, a sí mismo, una imagen mediadora entre la relación del individuo, no sólo con las cosas, sino con los otros; esos otros y esas cosas que también poseen su propia imagen. Es un problema de búsqueda de identidad, del valor que poseen las cosas para los sujetos (p. 46).
En la formación nada se pierde, todo se guarda, por eso es un concepto que apela al aprendizaje, a la cultura que vamos adquiriendo, por eso, parafraseando a Gadamer (2001), la formación es la elaboración de la conciencia histórica en el devenir del ser.
La formación es, por tanto, una síntesis de lo interior y lo exterior, de lo ajeno y lo propio, de lo individual y lo colectivo; para que se concrete, es necesario que confluyan procesos personales de construcción del conocimiento con el acompañamiento ejercido por otros seres humanos. No es posible lograr la formación de buenos profesionales si ello se limita al moldeamiento externo o impresión en el ser humano de aquellas imágenes que son reconocidas como importantes para la sociedad y que permiten la construcción de la conciencia colectiva, la formación es en esencia un proceso de transformación interior, de desarrollo individual en el que cada sujeto —desde su singularidad— construye por sí mismo una imagen del mundo y de la realidad, su propia consciencia histórica, lo que implica autonomía y responsabilidad, porque finalmente es cada ser quien se forma.
La formación es un proceso que está basado en la razón y en el conocimiento, pero la vida social posmoderna plantea una realidad que exige un sujeto preparado para la pluralidad y la complejidad, ello involucra un cambio en el concepto de razón, tal como lo propuso Kant en su Crítica a la razón pura, donde niega la existencia de una sola razón y reconoce en cambio la existencia de múltiples racionalidades o discursos que componen al ser humano y que hacen parte de una realidad que es interpretada por el sujeto en formación, pero, ¿cuáles son esas racionalidades? En esencia se pueden encontrar cuatro tipos de racionalidades: la lógica, la ética, la estética y la política.
La racionalidad lógica o cognoscitiva es la que ha primado en el discurso educativo, gracias a los postulados de Descartes y sus razonamientos lógico-científicos. Tradicionalmente se le llamó “razón” por su asociación a la teoría, al intelecto y al conocimiento. Para Dearden, Hirst & Peters (1982):
las leyes lógicas gobiernan el pensamiento, lo lógico es la capacidad de extraer verdades universales de casos particulares y para inferir lo particular a partir de las leyes generales, es la capacidad de analizar un problema y recombinar los elementos (p.67).
Para Larroyo (1975), la lógica tiene como tarea “describir y explicar las formas del pensar verdadero” (p.38). O para González (1999):
La lógica se fundamenta en las imágenes provenientes de las relaciones dialécticas entre la verdad y el error, entre lo abstracto y lo concreto, entre la inducción y la deducción, entre lo conocido y lo desconocido, entre lo mediato y lo inmediato, entre el análisis y la síntesis, entre lo absoluto y lo relativo. Todas esas relaciones están indisolublemente ligadas y son movimientos del pensamiento; con ellos se configuran conceptos que se entretejen para construir leyes, base de las teorías que rigen las formas del conocimiento científico; la razón que acompaña este proceso es plenamente consciente. (p. 49)
Otro tipo de racionalidad es la ética, se refiere al valor de lo humano en el obrar, parafraseando a Hegel. Al respecto, afirma González (1999):
El valor es una propiedad que adquieren los objetos, tanto naturales como sociales al estar incluidos en el proceso del trabajo y del ser. Los valores son un elemento esencial de la vida humana, son aspiraciones de todas las personas y se expresan mediante las metas alcanzadas en forma individual o colectiva y para alcanzar las metas es necesario realizar acciones, por lo que la ética pretende orientar nuestras acciones inteligentemente. Actuamos sobre aquello que nos produce placer; y el placer, como dice Aristóteles, “perfecciona los actos”. (p. 48)
Nada hay que buscar fuera del acto mismo. Los que ejercen una acción con placer alcanzan mayor comprensión y exactitud en cada una de sus acciones. Para Savater (1991), “la ética es el arte de elegir lo que más nos conviene y vivir lo mejor posible” (p.75). Lo ético tiene que ver con el conocimiento de sí mismo, de los otros y de todo aquello que hace parte del espacio que se comparte para actuar de manera consciente y reflexionada, ello implica responsabilidad sobre los actos, pues como lo describe Kant, cada cual debe decidir por sí mismo lo que va a hacer y lo que va a ser.
Un tercer tipo de racionalidad es la estética, tiene que ver con los sentidos, con la sensibilidad, con la intuición, con la imaginación y con la creatividad. Para González (1999):
La estética se fundamenta en las imágenes sensibles, sentir en provecho de la percepción, es descubrir e intuir. Las imágenes estéticas son particulares, ven el detalle, lo diferente, rompen con lo anterior, son discontinuas, generan contradicciones, borran fronteras, crean nuevas situaciones, identifican lo no-idéntico, lo ilógico, para generar sentidos desde lo no igual (p. 50).
Para Bermejo (2005), lo estético es una dimensión fundamental en la creación de la realidad, “la estética se encuentra en el proceso general de la comprensión, en la ampliación de la percepción, en la construcción de la realidad, en el diseño de alternativas epistemológicas y científicas” (p.27). Para Santos y Guillaumin (2006) la estética es imaginación, “la estética es un medio histórico cambiante en el cual experimentar, imaginar y producir futuro” (p.52) y para Pineau (2014) “la estética produce sensibilidades que provocan un conjunto de emociones que son parte de las formas con las cuales los sujetos habitan y conocen el mundo” (p.23). Lo estético también se asocia a lo artístico, al cuerpo. Para Faure (1973) “la dimensión artística es otra expresión esencial de la personalidad, el cuerpo recobra su puesto entre los valores culturales: salud, equilibrio, estética, soporte de la comunicación y expresión” (p.236), lo que remite también al concepto de “estética cotidiana”, que para Melchionne y Pérez (2017) tiene que ver con “asuntos de la vida cotidiana, que, siendo comunes en la gran mayoría de la gente, constituyen pautas o rutinas diarias a las cuales se intenta imprimirle un carácter estético” (p.182). La estética cotidiana hace referencia a actividades relacionadas con la alimentación, la presentación personal o actividades del hogar, entre otras. En suma, la estética desglosa todo un campo de cognición desde lo sensible, es conocer a partir del “sentido de los sentidos”, del cuerpo mismo: la vista, el oído, el tacto, el olfato, el gusto. Los juicios estéticos basados en las sensaciones, no son apreciaciones de tipo material, ni moral, ni están ligados exclusivamente a los objetos productos del arte, tampoco son deterministas. Son juicios reflexivos que se basan, por un lado, en lo particular, en tanto el gusto, lo plenamente corporal y, por otra parte, en lo general en cuanto belleza, lo plenamente armónico; son una consecuencia de los estímulos y contiene una direccionalidad de la atención humana, por ello forman.
Finalmente, se encuentra la racionalidad política. Lo político es para Savater (1991) todo aquello que alude a la convivencia social y hace parte de las racionalidades, pues como lo destaca Guattari (1976), “la política está en el inconsciente mismo” (p.9). Esta racionalidad representa la capacidad que le permite al ser humano socializar con sus semejantes. Arendt (1997) lo describe así:
[…] de lo que se trata es de darse cuenta de que nadie comprende adecuadamente por sí mismo y sin sus iguales lo que es objetivo en su realidad […] sólo se puede ver y experimentar el mundo tal y como este es al entenderlo como algo que es común a muchos, que yace entre ellos, que los separa y los une y que únicamente es comprensible en la medida que muchos hablando entre sí intercambian sus perspectivas (p.79).
Lo político se concreta a través de dos actividades: “la acción (praxis) y el discurso (lexis)” (Arendt: 1993, p. 39), mediante la acción, como lo señala Dante, cada sujeto “revela su propia imagen”, es decir, en el acto de hablar e interactuar con los demás es donde cada individuo revela quién es, cuál ha sido su proceso de formación.
Pero estas racionalidades (lógica, ética, estética y política) no se dejan ordenar linealmente; ellas son, como “diría Gauss probables, como diría Poincaré, caóticas, como diría Einstein relativas, como diría Heinsenberg inciertas, como diría Bronowski tolerantes, como diría Margulis cooperadoras, como diría Marx dialécticas, en fin, como diría Morín complejas” (González, 1999, p. 49). Los diferentes tipos de racionalidades están conectadas, imbricadas, su separación es imposible, entre ellas se presentan cruces e interferencias, ninguna es pura o aislada y como lo destaca Bermejo (1998) “estas interferencias liberan los límites supuestamente bien definidos de cada ámbito de racionalidad, convirtiéndolos en zonas de interpretación y tránsito” (p.286), para este autor:
[...] los tipos de racionalidad están intrínsecamente constituidos por cruzamientos con elementos de los otros tipos, y no solo en puntos periféricos sino incluso en puntos centrales y la estructura general de funcionamiento entre los tipos de racionalidad no se da en la forma de un pretendido orden armónico, sino en la forma de una red compleja, interracional e interrelacional, de relaciones, contactos, préstamos y desplazamientos que no permiten hablar de orden pacífico, sino de complejidad y ordenamiento imposible. (Bermejo, 2005, p. 19)
Estas relaciones entre los diferentes tipos de racionalidades pueden revelarse en las proposiciones de diferentes autores. Para Arendt (1993), por ejemplo, todos los aspectos de la condición humana están de algún modo relacionados con la política; según Morín & Delgado (2017), “la política es un arte, un arte que exige constante autoexamen y autocrítica, compromiso ético y diálogo con los conocimientos” (p. 71). En lo que tiene que ver con la dimensión lógica, para Fariñas (2017), “la cognición lleva implícito lo afectivo, porque ella es un acto de curiosidad movida por una emoción o una motivación. Lo afectivo es la energización de lo cognitivo” (p. 33), es decir, que el aprender es algo estético, algo emocional, lo que también es destacado por Santos & Guillaumin (2006). Cuando se resalta que “el ser humano aprende cognitiva y afectivamente hablando”. (González, 1999), se relaciona la lógica y la estética de otro modo, se sostiene que las imágenes idénticas pertenecen a la lógica —que es la base de las ciencias— mientras que las imágenes no idénticas constituyen la estética —que es la base del arte, de la creación, desde lo sensible, desde lo no idéntico—; para esta autora, “el verdadero científico es en primera instancia un artista, pues para realizar descubrimientos elabora imágenes no-idénticas que emergen de lo idéntico y luego se preocupa por ratificarlas en el mundo real validándolas por medio de la lógica” (p. 48). Frente a lo estético y lo ético, Orozco (1999), señala: “la ética no es más que una estética de la existencia personal” (p. 8); para Pineau (2014), “por ser la estética una forma de apropiarse del mundo y de actuar sobre él, sus planteos inevitablemente se deslizan hacia la ética y por añadidura a la política” (p. 24), y para Bermejo (2005), “toda argumentación práctico-moral tanto ética como política está atravesada por momentos estéticos. Lo moral se concibe cada vez más como un acto estético: arte de vivir, estilo de vida, forma de vida, modelo de vida, etc.” (p. 37). Estos, entre otros ejemplos, muestran las conexiones entre las distintas racionalidades del ser humano y la necesidad de que el proceso de formación no solo las incluya, sino que las articule, pero ¿cómo lograrlo en la educación superior?
La universidad ha sido cuestionada desde hace varias décadas por la fragmentación de los saberes que promueve y su incapacidad de articularlos, su desvinculación de la realidad y la falta de solución a los problemas que enfrentan las sociedades posmodernas, su excesivo énfasis en el pensamiento racional unitarista y la no contemplación de las múltiples racionalidades del ser humano y del pensamiento complejo. Edgar Morín lo describe como la incapacidad de integrar y articular los conocimientos, y para él los conocimientos fragmentados “no sirven para otra cosa que no sea para usos técnicos” (Morín, 2001, p.17). Por ello reclama una reinvención de la educación universitaria que incluya “la reforma profunda de la enseñanza y el pensamiento; considerar seriamente lo que ocurre en la ciencia, la tecnología y el planeta; la reversión de la disyunción entre ciencia, ética y política” (Morín & Delgado, 2017, p.50). Considera Morín necesario buscar los orígenes del pensamiento fragmentador y reclama un cambio urgente en las bases epistemológicas de la educación superior para que se reconozca la diversidad humana. Una posible respuesta a los reclamos hechos es la introducción del concepto filosófico de transversalidad en la educación superior —con el propósito de integrar conocimientos— como interpretación de la realidad compleja que debe hacerse desde la universidad, como camino para superar la mera especialización técnica para formar los verdaderos profesionales que requiere la sociedad. Es precisamente la comprensión de que la formación es un proceso complejo, en el cual un saber o discurso repercute en los otros sin posibilidad de separación, lo que hace relevante la transversalidad.
Este concepto, que proviene de la filosofía, hace referencia —como lo señala Bermejo (2005)— “al modo de operar por tránsitos, se refiere a la creación de conexiones [...] transversal expresa un deseo central del pensamiento actual: poder pensar conjuntamente heterogeneidad y conectividad, pluralidad y tránsito” (pp.61-75); y aunque la palabra transversal ha sido utilizada por diversas disciplinas y se pueden encontrar referencias en la geometría (rectas transversales), en la medicina (planos transversales), en la ciencia política (transversalismo como una visión más allá de los partidos tradicionales), uno de los primeros en elevar su uso a categoría filosófica fue Félix Guattari [3]. En su libro Psicoanálisis y Transversalidad lo emplea para referirse a la necesidad de establecer nuevas formas de comunicación dentro de las organizaciones, una forma diferente de ver las estructuras de poder existentes en ellas [4]. Esto permite interpretar que la transversalidad se abre camino como el mecanismo de conexión que posibilita la comunicación, que visibiliza a los diferentes sujetos que hacen parte del grupo para que cada uno asuma sus responsabilidades y no sean actores pasivos. Posteriormente, Guattari, en compañía de Gilles Deleuze, propusieron la teoría del rizoma, en ella no existen jerarquías prestablecidas ni en las disciplinas ni en el conocimiento, sino una gama indeterminada de intersecciones, cruzamientos y tránsitos aleatorios; también proponen la transversalidad como la forma de transitar las vías del rizoma [5].
Sin embargo, fue Wolfgang Welsch, con su libro Vernunft [6] (1995), quien desarrolló el concepto en mayor profundidad. Para este autor la transversalidad “recorre el pensamiento actual de la pluralidad, adquiere valor de centralidad donde la pluralidad es reconocida” (Welsch, citado por Bermejo [7] 2005, p.61). Welsch, vuelve sobre los postulados de la posmodernidad: complejidad, pluralidad y razón compleja, sostiene que los diferentes tipos de racionalidades o conocimientos que posee el ser humano se entremezclan, se cruzan y no hay separación posible; por ello habla de una razón transversal o compleja, afirma que “la transversalidad es la forma adecuada —o la más adecuada— para definir la razón hoy, es la forma por excelencia de cualquier razón” (Bermejo, 2005, p.71); en su pensamiento, los conceptos de pluralidad y complejidad se quedan cortos a la hora de contemplar lo que implica hoy el conocimiento. Una razón transversal o compleja busca la comprensión sobre que en el seno de la razón existen diferentes tipos de racionalidades o formas de configurar el conocimiento.
La transversalidad es una nueva manera de ver la realidad y en el ámbito universitario ella se describe, de acuerdo con De la Herrán (2005), como “un recurso y una estrategia planificadora orientada a la plenitud de la comunicación didáctica, pero también es un recurso metodológico e intrínsecamente motivador, base del tejido curricular y sobre todo fundamento de coherencia pedagógica” (p.7). La transversalidad tiene que ver con estructura, organización, con una cultura que impregna toda la institución, que no se limita a la inclusión de cursos alternativos y también con la planificación del trabajo en el aula, en síntesis, articula todos los niveles de la organización educativa: lo pedagógico, curricular y didáctico. La transversalidad es la vía de unión, es quien teje el camino que permitiría a la educación superior cumplir con la misión que le ha encargado la sociedad de formar seres humanos de manera integral y resolver los problemas que en ella habitan.
Por lo tanto, en los procesos de armonización curricular, este debe ser un concepto que atraviese toda la estructura pedagógica, curricular y didáctica. Para Pérez, Alfonzo & Curcu (2012), “la transversalidad no es simple permeabilidad o impregnación curricular, debe ser creación de espacios relacionales para la construcción creativa del conocimiento” (p.23). En el mismo sentido, Ugas (2005) plantea que “la transversalidad propugna por contenidos, métodos de trabajo, pautas de socialización, generación de valores y actitudes que potencien la creatividad”. (p.143).
Por tanto, la formación es un proceso que debe articular lo cognoscitivo con lo emocional, con lo ético y con la interacción social. Así, las racionalidades lógica, ética, estética y política se conectan en la experiencia personal del sujeto que aprende, estas racionalidades lo atraviesan y cuando logra hacer síntesis entre ellas encuentra el sentido para formarse. Esa articulación de las racionalidades es transversalidad. La transversalidad no es unidad, porque ella evita plantear una visión desde la razón lógica tradicional, pero tampoco es pluralidad, porque no implica el desarrollo desarticulado de cada racionalidad, ella es movilidad, tránsitos, desplazamientos, múltiples perspectivas. La transversalidad también implica comunicación y diálogo de nuevo tipo, mediante ella profesores y estudiantes rompen las jerarquías y se instaura una nueva relación, pues en el proceso de construcción del conocimiento el sujeto que aprende tiene una participación fundamental, no hay conocimiento ni realidad alejados del sujeto que las percibe, estas se captan pero también se construyen a partir de quien hace la interpretación. El proceso de formación debe apuntar a sujetos que sepan interrelacionarse, que sean flexibles, que puedan hacer síntesis y darle sentido a sus vidas.
En las conexiones o articulaciones que se establecen entre las diferentes racionalidades del ser humano para que este se forme de manera integral, habita la transversalidad, ella nace de la comprensión sobre la imposibilidad de separar lo lógico de lo ético, estético y político, es a través de los tránsitos transversales creados entre estos discursos, como puede lograrse un proceso de formación donde el sujeto, en las articulaciones que establece, logra hacer síntesis y construir sus propias imágenes; un sujeto que es capaz de preguntarse quién es y cuál es su función dentro de la sociedad; allí aparecen la conciencia individual y colectiva, un sujeto que piensa, se cuestiona, siente, crea y encuentra el sentido de su formación, descubre sus talentos, pasiones, su propósito y es capaz de conducirse por sí mismo. Por ello, se interpreta que al conectar las racionalidades y hacer síntesis, el proceso de formación se concreta, es un proceso hermenéutico del ser en formación, es decir, la llamada “formación integral”.
A modo de conclusión, podríamos afirmar que la transversalidad como proceso de conexión de las racionalidades lógica, ética, estética y política será una realidad cuando la universidad lo involucre en el discurso pedagógico, curricular y didáctico; cuando se disponga de espacios culturales, recreativos y deportivos para los estudiantes; cuando los currículos en sus diseños sean flexibles, pertinentes e interdisciplinarios; además, se requiere avanzar hacia un escenario donde cada asignatura, curso o proyecto, de cada programa académico, conecte las diferentes racionalidades del ser humano en la solución de los problemas o necesidades sociales que dan origen al proceso de enseñanza-aprendizaje.
Así, no se ofrecería solo un conjunto de conocimientos, sino que se abrirían espacios de comunicación y diálogo en los que los estudiantes sientan, piensen, imaginen, hablen, decidan y, sobre todo, creen. Espacios en los que los estudiantes participen en mayor grado de su proceso de formación; en los que se empleen estrategias didácticas, espacios, formas de organización y evaluaciones con mayor autonomía, autorregulación y toma de decisiones. Espacios en los que sea posible aprender para toda la vida, tener mayor responsabilidad y protagonismo. Cuando en las aulas haya relaciones menos jerárquicas y con mayor confianza, más afectuosas y dialogantes. Cuando sea posible hablar y actuar, asumir sus intuiciones y expresar sus emociones. Cuando la creación y la imaginación habiten los espacios educativos; cuando las actividades conecten a los estudiantes con las problemáticas del contexto. En fin, cuando los contenidos sean abordados desde su significado ético, estético y político, y el estudiante realice tránsitos transversales y pueda moverse en ámbitos complejos y plurales.
Referencias bibliográficas
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[1] Decana de la Facultad de Educación de la Universidad de Antioquia en el período marzo de 2016 a abril de 2019. Fundadora del Grupo de Investigación en Didáctica de la Educación Superior -DIDES- y profesora del Departamento de Pedagogía de la misma universidad.
[2] Candidata a Doctora en Educación de la Facultad de Educación de la Universidad de Antioquia. Integrante del Grupo de Investigación en Didáctica de la Educación Superior –DIDES– y profesora de la Facultad de Ciencias Económicas de la misma universidad.
Candidata a Doctora en Educación de la Facultad de Educación de la Universidad de Antioquia. Integrante del Grupo de Investigación en Didáctica de la Educación Superior -DIDES- y profesora de la Facultad de Ciencias Económicas de la misma universidad.
[3] Para Palacios (2010), la transversalidad “tiene sus orígenes epistemológicos más recientes en pensadores de origen francés como Foucault, Derrida, Lyotard, Deleuze y Guattari, “es un producto de origen francés que surge a la sombra del estructuralismo de Levi-Strauss, del psicoanálisis de Lacan, de la Teoría general de sistemas y del incipiente constructivismo social en el amplio paradigma relativista de la llamada posmodernidad” (pp: 89-90).
[4] Para Guattari (1976), “la transversalidad es una dimensión que pretende superar dos impases, la de una pura verticalidad y la de una simple horizontalidad; tiende a realizarse cuando una comunicación máxima se efectúa entre diferentes niveles y sobre todo en diferentes sentidos”. (p. 101)
[5] Para Ugas (2005), “la transversalidad es rizomática, porque apunta a un reconocimiento de lo múltiple que asume las diferencias, construye tránsitos de los saberes, no para integrarlos artificialmente, sino estableciendo comprensiones infinitas”. (p. 147)
[6] Que en español significa “razón”.
[7] Al citar la obra de Wolfgang Welsch haremos referencia a los trabajos del profesor español Diego Bermejo, quien ha estudiado a profundidad las teorías del filósofo alemán y ha publicado varios trabajos al respecto entre los que se destaca el libro denominado Posmodernidad, pluralidad y transversalidad.