José David Yepes Ramírez[1]
Todo
aquel que desee saber qué ocurrirá debe examinar qué ha ocurrido: todas las
cosas de este mundo, en cualquier época, tienen su réplica en la Antigüedad.
Maquiavelo
Resumen
El presente texto es el resultado
final del proceso de práctica pedagógica llevado a cabo en el periodo académico
2020-1. En él se tienen en cuenta dos temas fundamentales: el primero es una
reflexión personal sobre cómo aprendí lengua y literatura y, el segundo, se
refiere a la manera en que enseñaría literatura en la escuela. A su vez, para
justificar los dos temas, su escritura está ambientada en la época clásica como
recurso literario, en la que se ponen en escena algunos mitos que, articulados
a la coyuntura actual provocada por la pandemia, amplían brevemente el sentido
de la literatura y su reflexividad.
Palabras clave:
lengua y literatura, sentido, historia, literatura griega, Covid-19.
Abstract
This paper is the result of a pedagogical
practice process carried out in the 2020-1 academic term. Two fundamental topics
are addressed: the first is a personal reflection on how I learned language and
literature, and the second refers how I would teach literature at school. To
justify both topics, writing is set in classical period as literary resource. Some
myths are presented and connected with the current situation caused by the
pandemic to briefly broad the meaning of literature and his reflexivity.
Keywords: Language and Literature, Meaning, History, Greek Literature, Covid-19.
¿Y cómo fue que
aprendí literatura en la escuela?
Los curiosos acontecimientos que se
relatan sobre la escuela siempre van a ser rememorados en cualquier
conversación, por más vana que sea. Tal vez, desde ahí se hace un tránsito a
las decisiones (mediadas por acciones) y sentimientos (sean hereditarios o no)
que justifican en gran medida el presente -y posiblemente- el futuro. De esta
forma, la escuela como el lugar donde pasamos la mayor parte de nuestra
infancia e inicios de la adolescencia, no es indiferente al resultado de lo que
somos. Así, me remito a la afirmación anterior en el silencio ensordecedor de
esta noche; pensando en esos tres tiempos de conjugación que se hacen llamar simples en estructura, pero que tan solo
pensarlos es un trabajo tan riguroso y delicado, que cualquier puntada mal
hecha, afecta el tejido completo. Con esto quiero aclarar que las siguientes
líneas son producto de pensar de forma a priori el presente, significando un
pasado que es la carga de la memoria.
En muchas conversaciones he visto la
cara de asombro de algunas personas que estudiaron conmigo en el colegio o que
me conocieron un día casual, pues, hablarles sobre lo que estoy estudiando y de
pensarse como maestro luego de una larga costumbre de más de once años, solo
les causa fatiga y desprecio; somos los únicos que, saliendo de la escuela,
queremos volver a ella. A veces, suelo evadir este tipo de encuentros, debido a
la inseguridad con que pueda responder, porque para ser sincero tampoco lo sé.
Solo puedo recordar algunos goces pasajeros que, tal vez, son el resultado
impreciso de mi presente y futuro.
Antes de pensarme como maestro, todo
fue producto de una atracción a la literatura. Pero no a la literatura que solo
se encuentra en libros, sino a aquella que se representa. Así, enamorado del
teatro, comencé mi recorrido en unas líneas invisibles pero reales con El flautista de Jamelín,
primera obra en la que actuaba, donde en mi representación del cojo del pueblo, presenciaba cómo el
flautista hipnotizaba las ratas devolviéndolas a los alcantarillados. A partir
de allí, obras como Momo y los hombres
grises, En la diestra de Dios padre, Medea madre, La república de Débora Arango
e incluso la puesta en escena de un monólogo de Bertolt Brecht, fueron los
cimientos del placer por una literatura que, inconscientemente para ese tiempo,
definiría la contingencia del futuro. Retomaré una enseñanza de uno de esos
maestros de teatro que alguna vez nos dijo que
la máscara siempre debe ponerse dando la espalda. Este axioma es la
reflexión sobre la ficción, donde José (autor
del presente texto), a partir de una metamorfosis se convierte en un hombre gris; el lugar de una intimidad
que no se puede compartir y que en palabras más vulgares se llama meterse en el personaje.
-
- PIENSAN QUE EL TIEMPO LES
PERTENECE
- PERO NO ES ASÍ
- USTEDES TIENEN RELOJ
- PERO NOSOTROS TENEMOS SU
TIEMPO
-
Y
CABE PERFECTAMENTE EN NUESTROS DISPOSITIVOS
- PRONTO TENDRÁN LO QUE
SUEÑAN
- PERO NUNCA SERÁ SUFICIENTE[2].
Mi atracción temprana por el teatro
se articuló posteriormente a la admiración por la mitología griega. En grado
Décimo, un profesor llevó en tres pliegos juntos el Infierno de Dante; recuerdo
que se tomó casi todo el periodo en explicar círculo por círculo; quién estaba
en cada uno, los castigos que tenían, el descenso de Dante al infierno en
búsqueda de Beatriz; historias que nos dejaban atónitos y que convertían el
área de Español en la clase esperada de la semana. Me
gustaba robarle tiempo al oficio cotidiano, pensando en lo maravilloso que era
imaginar a un Poseidón que en su furia desencadenaba los mayores desastres bajo
una emoción violenta, pero que tornando a la tranquilidad apaciguaba la marea,
como si cada uno de nosotros fuera medido en su oleaje.
Ítaca en la
neblina
¡Tal vez el mismo Poseidón me ha
abandonado! Me atrevo a narrar a continuación una pequeña metáfora que he
construido y que relata y siente el inicio de las prácticas pedagógicas en
secundaria. Léase esta narración como imagen de la escuela, de los sujetos que
la habitan y de las relaciones que se establecen entre ellos, buscando explicar
los sentimientos que puedan darse en ella al desembarcar el capitán (maestro)
en un aula de clase.
Permítase el lector pensar al maestro
en formación como aquél que respira el mismo aire desde esa extrañeza de aquel
marinero que no ha pisado tierra en mucho tiempo. El clima favorece la
desventura, ocultando esa línea fronteriza que está entre la costa y el barco,
casi como si una no pudiese existir sin la otra. En un clima tempestuoso, lo
que refleja el catalejo es adverso a cualquier recorrido que muestre el mapa;
la neblina en una hora convencional elegida por los marineros de todo el mundo
y, por tanto, del país, obnubila cualquier camino que se pueda reconocer con
exactitud. Suena ridículo y absurdo, porque un capitán reconoce el mar que
navega, independiente de donde esté; pero no conoce a aquellos seres extraños
que cambian el oleaje de la marea. Dioses enfurecidos, ciclopes salvajes o
sirenas encantadas pueden confundir al hombre sobre aquello que ve.
Buscando Ítaca, el capitán parado en
el toldillo del barco observa a cada uno de los tripulantes que lo acompañan.
Se pueden vislumbrar tres grupos: los primeros, hombres majestuosos, de los que
suelen comentarse los relatos más extravagantes y miserables, que están
sentados en la esquina del barco y a veces en la bodega; arraigados a la idea
de que son los que más años llevan navegando se inventan las máximas hazañas
que elogien su presencia. Los segundos, inquietando la mirada, sufren de
vértigo, en el centro limpian con balde y esponja conservando con delicadeza y
honor la fortaleza, cumplen responsablemente con “La tarea” y hablan
asertivamente cuando es requerida su participación. Y en los terceros
marineros, sin ubicación alguna, distribuidos en todo el barco, no se puede
identificar su lugar exacto en la embarcación; foráneos dispuestos a habitar un
paraíso o el lugar más inhóspito. Compartiendo un mismo espacio, viven el mismo
viaje a lo ancho del mar profundo tal como el barco Pequod
o El playa Girón.
Para ser un barco antiguo pintado de
verde y blanco, su magnitud se presencia en todo puerto que ha de descargar
mercancía. Ambientado en los relatos más emocionantes como la aventura
desmedida de Don Quijote de la Mancha, hasta unas mariposas amarillas que
vuelan a su alrededor, da la bienvenida a cualquier nuevo tripulante que se
suma a la campaña del navío. Luego de haber estado en otros tres barcos,
naranjado y negro, rojo y azul, blanco y azul, el capitán, además de ser
nombrado por momentos como la persona que está al mando, se inquieta por
observar durante un breve momento qué hace falta para alcanzar lo que dice el
mapa del tesoro. Los tripulantes piensan que el capitán sabe por naturaleza el
rumbo (por eso no lo juzgan), pero él, angustiado en la cámara del capitán, se
percata de lo sucedido. Piensa en las posibles catástrofes que pueden arremeter
contra su navío, la responsabilidad al tener en las manos el mástil y jugar con
las velas en contra de la corriente del viento. Cree que su peor error es ser
consciente de todo esto; ya ha conocido otros barcos que, liberados al
infortunio, cuentan las hazañas más impresionantes, como otros que partidos en
pedazos son dejados por la marea en la orilla.
Parece que todo estuviera bien en el
navío, como si navegar fuera fácil y el clima favoreciera la seguridad para los
próximos viajes; se presencia un aliento frágil y armónico para guardar las
anclas y poder navegar, aunque la costa promete mucho y el mar venera en
silencio. ¿Y cuándo todo parece estar bien? Si la flota atiende a lo que el
capitán quiere ¿tendrá sentido seguir navegando? Y si todos los tesoros que
aparecen en el mapa son encontrados, ¿qué será del barco?
¿Y cómo es que yo
enseñaría literatura en la escuela?
¡Vaya dilema pensar el futuro! Esta
pregunta es muy peligrosa porque puede ser paradójico lo que pensamos en este
momento, con algo que lleguemos a ser o hacer.
Recientemente he pensado en una frase
que se le atribuye a Wittgenstein, la
verdad es un tono de voz; quien así lo crea, es susceptible de convertirse
en un falso orador que se legitima con mentiras y engaños en el esplendor de
una habilidad. Siguiendo esta idea, las acciones de algunos maestros deshonran
el saber; esto alude principalmente a aquellos que ante una pregunta cualquiera
que realiza un estudiante, prefieren resistir con mentiras que admitir el
desconocimiento. Por ello, mi mayor preocupación como maestro en formación es
mi preparación en lengua y literatura -sin alejarme de la historia- que me
permita acercarme con más certidumbre porque, de lo contrario, sería
irrespetuoso y deshonesto con mi profesión.
A mi modo de ver, dentro de la
escuela se observa que los estudiantes son “callados”, pero, desde mi punto de
vista, son reservados. Lo único que hacen es seguir aquellas “verdades” que la
escuela les ha insertado: que el maestro es el único que puede hablar porque
tiene el “conocimiento”, que la selección de aquellos pocos que pueden tener la
voz es la ignorancia de quienes tienen oído. Saber que los estudiantes tienen
algo por decir -que no se trata de que hayan leído los cientos de volúmenes-
replantea las formas de promover la participación. Por ejemplo, la asociación
es una de las habilidades que se debe ir pensando en el campo didáctico, hay
cantidad de recursos que lo permiten, como el cine y el juego. Pero es el
maestro como mediador y cómplice directo, quien estratégicamente hace posible
su preparación y comprensión.
En una de sus frases más célebres,
George Steiner nos hace la invitación a
entrar en el sentido. Esta invitación es una carta que nos manda todos los
días y donde firma La literatura; no tiene fecha, lugar de envío, ni remitente,
simplemente dice eso. Sin duda, el sentido se educa como una interiorización
dada de forma natural a lo largo de nuestras vidas; pero el sentido, que
proviene del latín sensus (sentimiento), permite que el lector se
desestabilice frente a aquello que lee, comprenda lo real desde antípodas
completamente diferentes a las tradicionales y pueda simbolizar las imágenes
más hermosas y las haga suyas. En esta línea, he decidido aceptar la invitación de entrar en el sentido,
ofreciéndome la pandemia actual[3] un
mundo real que encuentro similar a algunas imágenes que me ofrece la literatura
griega, que responden en lo personal a la pregunta ¿Para qué enseñar
literatura?
La creación de una
historia en pocas palabras
En la transcripción de una de sus
conferencias, Nietzsche (2000) afirma que “Cuando es posible, todos prefieren
sentarse a la sombra del árbol que ha plantado el genio. Quisieran substraerse
a la dura necesidad de trabajar para el genio, con el fin de hacer posible su
aparición” (pág.10). De esta forma, el árbol, que para el caso es la escritura,
hace posible la aparición del genio, la historia. Aunque a los Sumerios se les
atribuye las bases para la escritura alrededor del 3000 a.C., es necesario
hacer la aclaración de que, según expertos, se tardaron otro medio milenio para
que se empezara a desarrollar una escritura completa; es decir, una que en las
tablas de arcilla escribiera más que números y registros de datos contables,
como poesía, literatura o filosofía.
Muchos años más tarde, el ser humano estaba
sentado a la sombra del mismo árbol;
fue posible que un hálito suave y
tranquilo provocara el desenfreno de unos sentimientos que lograron exaltar de
felicidad o conmoverlo de tristeza. Este suceso fue el prodigio de nuestra
vulnerabilidad, que ante el impacto permitió que nuestros antecesores
descansaran su emotividad en las palabras que, conservadas en el tiempo, son el
retrato vivo de la historia. De esta forma, son muchas las historias que el
hombre ha podido crear; con ellas ha impregnado la cultura que mantiene viva la
idea de sociedad. Las palabras
-permeadas por la historia- fueron el juramento legitimo sobre el acto de
creer, el polvo mágico que construyó los más grandes imperios que se hayan
visto -como el Romano y el Otomano-; y que también, aseguró que muchas de las
sociedades que carecían del poder militar fundaran un imperio epistemológico,
entiéndase este último como una entronización de la cultura, el saber y el
arte. De esta forma, se puede evidenciar esta idea en la Antigua Grecia, a la
cual se hace referencia en el presente escrito.
Sin duda, como dicen algunas personas
“Nada sale de la nada” y esto es un dicho que compete a la Antigüedad o al
periodo clásico; se puede decir que es una de las sociedades más sobresalientes
que hayan existido en la historia y esto se debe al gran mérito de darle aparición al genio sobre el cual
predican en la actualidad grandes ciencias. Por ejemplo, en Cosmología, se
habla en principio de un planteamiento de Aristóteles sobre el mundo supra lunar y sublunar; también
de este filósofo se conocen los inicios en estudios de Ética, Biología,
Literatura con la Poética. Además, este polímata es fiel muestra de que la guerra no necesita
más que de sabiduría, educando al hijo de Filipo de Macedonia, el emperador más
grande que haya tenido el mundo, Alejandro Magno.
Otros autores del período clásico son
historiadores como Tucídides y Heródoto y aedos como Homero y Hesíodo; el
surgimiento de la cuna de la filosofía con los presocráticos, Sócrates y los
mismos diálogos platónicos; Hipócrates, fundador de la medicina, entre otros.
Estos son ejemplos que evidencian un “origen” de las ciencias que han alcanzado
el prestigio en el presente. Lastimosamente, muchas de estas personas que son
fervientes a aquellas, en la actual calamidad pública provocada por el
Covid-19, han bebido agua del río Lete en el Hades, que provoca el olvido de lo real.
Sobre el Caos y la elección del mundo
Más de dos mil años han pasado y una
pandemia ha vapuleado el Orden que
creíamos haber fijado por verdad. El Orden
y el Caos, sin duda, son dos
conceptos que se plantean como oposición, pero estamos experimentando que del
uno al otro solo hay un paso. Para los griegos, uno de los poetas esenciales
que dio el acervo para el origen de la cosmogonía del mundo fue Hesíodo; se
dice que cuando cantaba sus más grandes versos se debía a una inspiración
divina que le otorgaban las musas. En su Teogonía nos canta:
En
primer lugar existió el Caos. Después Gea -la tierra-
la de amplio pecho, sede siempre segura de todos los inmortales que habitan la
nevada cumbre del Olimpo. En el fondo de la tierra de anchos caminos existió el
tenebroso Tártaro. Por último, Eros, el más hermoso
entre los dioses inmortales, que afloja los miembros y cautiva de todos los
dioses y todos los hombres el corazón y la sensata voluntad en sus pechos (vv.116-141).
En estos versos, Hesíodo relata el
origen, uno que no se puede pensar sin que exista el Caos. Es paradójico pensar un Orden
cuando todo comienza por el Caos -o ¿comienza
por el Orden?-
y en estos momentos de incertidumbre, donde se desestabilizan todas las bases
en las que habíamos creído alguna vez, muchas personas lo nombran
paradójicamente como un tiempo de caos.
Tal vez sea necesario abandonar esa perspectiva de que el Caos se mueve entre tinieblas oscuras, cuando probablemente es el
único que trae consigo las mejores creaciones, como la cura de una tierra
ahumada y el despertar del recuerdo de Eros,
dios del amor.
En esta alabanza al Caos en tiempos de confinamiento,
avistaremos en pocos días un dolor de cabeza; esta jaqueca violenta será
producto de una turbulencia desenfrenada de preocupaciones y estremecimientos;
algo parecido al mismo dolor de cabeza que sufrió alguna vez el padre Zeus al
ignorar los designios del Oráculo, pero que trajo el nacimiento de Atenea, que
se presentaba esbelta en una luz centelleante, erigida en honor a la sabiduría
y protectora de grandes ciudades. Solo piénsese en que el Caos se da por sentado y es algo ineludible en la contingencia
actual; pero, definitivamente, para que pueda haber grandes transformaciones es
necesario que padezcamos un dolor de cabeza, el nacimiento de la sabiduría, una
cooperación que puede dilucidar mejores elecciones para evitar la corrosión
apresurada del mundo.
Recoger el hilo
del laberinto
Cuenta el mito que ante un sacrificio
incumplido por Minos (el rey de Creta) ante el dios Poseidón, este, enfurecido -como
suelen ser los torbellinos- hizo que Pasifae, la esposa del rey, se enamorara
carnalmente de un toro blanco que estaba escondido en los rebaños; de esta
copulación nació una especie nunca vista: el Minotauro. Obligados a retener a
semejante bestia, fue necesario que Dédalo construyera un laberinto que
albergara los caminos más dificultosos y confusos. En el año 1947, uno de los
escritores más célebres de Latinoamérica escribe un cuento hermoso que puede
ayudar a ilustrar y continuar con la narración.
Cada nueve años entran en la
casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz
en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La
ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin
que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan
a distinguir una galería de las otras. (Borges, 1974, pág. 570)
¿Se te hace conocida la imagen? ¿Tiene algún parecido con la
pandemia actual? lo curioso es que creamos una plétora de estrategias para
evitar las garras del Minotauro, queremos huir del laberinto -cuando ni el
mismo Dédalo pudo hacerlo con sus alas de cera-, y si por algún motivo logramos
salir, la forma de hacerlo definiría lo que somos. Se dice, que el único hombre
que pudo matar al Minotauro y salir del laberinto se llamaba Teseo; sin duda,
un suceso de gran coraje y heroísmo. Sin embargo, la forma de lograrlo fue
recogiendo un hilo que había dejado como rastro al momento de entrar. Una
metáfora preciosa sobre la memoria, el recuerdo y una invitación a dar vuelta y
recoger el hilo. Que en esta pandemia el hombre que entra al laberinto y vence
al Minotauro no sea el mismo que salga.
El recuerdo vivo de Eurídice
Luego de ser mordida por una serpiente, Eurídice -una de las
ninfas más hermosas de los bosques- muere. Orfeo, argonauta que alguna vez
participó en la búsqueda del vellocino de oro, se encuentra afligido y llora
desconsoladamente con las melodías de su lira. Donde su esposa ahora se
encuentra no llegan sus canciones. En un deseo apresurado decide bajar al
inframundo para recuperar a su amada (alrededor de quince siglos después Dante
haría lo mismo por Beatriz en el infierno). Al sobrepasar a seres como Caronte
y el perro Cerbero llega donde Hades, el dios del inframundo. Su desesperación
lo obliga a arrodillarse ante sus pies, para suplicarle el regreso de Eurídice
al mundo terrenal. Hades le concede su petición solo con la condición de que al
salir del inframundo no voltee a mirar el rostro de su amada. Cruzando la
última puerta de entrada al mundo terrenal, Orfeo voltea a mirar e inmediatamente
Eurídice se esfuma volviendo al mundo de las sombras.
He elegido particularmente este mito para hacer referencia a
la ausencia que sentimos en medio del aislamiento. En su medida, cada uno extraña
y siente -como Orfeo- un deseo apresurado sobre algo o alguien que en los
últimos meses no está presente. Tal vez, esto se deba al peor sentimiento que
se ha hecho costumbre en las sociedades: la confianza. Una palabrota que nos
maquilló el olvido y atiende al mañana con seguridad. Eurídice, como el anhelo
insaciable de un recuerdo distorsionado nos ha
abandonado, y solos, aislados en espacios herméticos queremos volver a ella
-tal como Ulises a Ítaca-, pero estos son recuerdos vanos que prometieron la
felicidad y la estabilidad, cuando el infierno y el Inframundo siempre han sido
el mismo.
Pandora y Penélope, la esperanza del
mañana
El mito de La caja de Pandora es uno de los relatos más
conocidos en la mitología griega. Por ejemplo, ha sido acogido por los discursos
feministas y barnizado por los estudios éticos. Se conoce a Pandora como la
primera mujer creada por Hefestos -dios herrero- quien recibió de regalo de los
dioses una caja que nunca debía abrir. Impulsada por la curiosidad, Pandora la
abrió y de ella salieron todos los males del mundo, como la enfermedad, el
miedo, el odio y la tristeza; pero al final, una luz diminuta quedó
centelleante en el fondo de la caja: la esperanza. Es esta una figura que
ahuyenta nuestro miedo en esta pandemia arrasadora. Lo más paradójico es que en
medio de la contingencia no queremos esperar, vemos la espera como un tiempo
largo, repetido e infinito, parecido al castigo de Sísifo. Aunque la esperanza
consiste, precisamente, en esperar, hemos sido educados para pensar en lo facto, en hechos; una sociedad
apresurada del accionar influida por un sistema económico “eficaz”, donde la
productividad se mueve en las bases de tiempo y movimiento. Por tanto, el
tiempo no debe ser una limitante infranqueable. Penélope esperó a su esposo
Ulises durante veinte años, huyendo de los pretendientes, haciendo y
destejiendo su tapiz; es esta entonces una muestra fidedigna de la paciencia,
una imagen emotiva que da una lección en un ambiente tenso como se presenta hoy
día, donde la esperanza es lo único que nos queda.
A modo de cierre, pensar el sentido en
la literatura
Este escrito comienza con una vivencia personal sobre la
literatura y el teatro, termina con la referencia a algunas historias de la
literatura griega pensada, a su vez, en la coyuntura que enfrentamos en la
pandemia actual. En la época clásica, uno de los sucesos más destacados fue la
invención de la tragedia representada en los Teatros griegos; grandes
escritores como Eurípides y Sófocles pudieron sistematizar en una historia de
pocas palabras la realidad social. Hoy, más de dos mil años después, volvemos a
ellos para reflexionar y representar nuestra propia tragedia, una que debe
leerse y encontrarse en el sentido de la literatura y que permite replantear
las prácticas literarias en la escuela.
Referencias
Borges, J. L. (1974). Jorge Luis Borges
Obras Completas. Buenos Aires: Emecé Editores
Hesíodo (2007). Teogonía.
Trabajos y días. Escudo. Certamen. Buenos Aires
Nietzsche, F. (2000). Sobre
el porvenir de nuestras instituciones educativas. Barcelona: Tusquets.
[1] Estudiante
de la Licenciatura en Educación Básica con énfasis en Humanidades, Lengua
Castellana de la Universidad de Antioquia, Seccional Oriente. Correo:
jose.yepesr@udea.edu.co
[2] Fragmento: Momo y los
hombres grises, obra adaptada y representada por el grupo Teatro Bitácoras de
La Ceja (Antioquia).
[3] Pandemia provocada por el
Covid-19 desde inicios del año 2020, obligando a que la mayoría de los países
entren en cuarentena y cierren temporalmente las escuelas.