¿Podría
comprenderse la formación estética de los futuros maestros como una
competencia?
Mónica Moreno Torres
Norberto de Jesús Caro Torres
Resumen
El texto muestra
que si un maestro/a y un estudiante incluyen en su visión de mundo el valor que
tiene la experiencia estética para sus vidas, su relación con los otros y la
ciencia que estudian, puede ser distinta. Esta visión,
nos permite decir que no somos moralmente competentes, pues no existen
respuestas adecuadas, ya que nos enfrentamos a la recontextualización
permanente de nuestras vivencias, y en ellas, el yo, el otro, la ciencia, la
cultura y la sociedad, son ámbitos en evolución permanente, que también pueden
ser considerados como espacios de aprendizaje.
Palabras clave: formación
estética, competencia, emoción estética, razón estética, experiencia,
formación.
Introducción
La competitividad
elimina radicalmente la esteticidad del acto porque sitúa al [sujeto] en la
temporalidad que le corresponde al ámbito externo, perdiéndose entonces la
unidad de los sentidos y sus facultades” (Chantal, 2017, p. 106)
El predominio del
racionalismo cartesiano en la educación, ha ocasionado
un desconocimiento de la sensibilidad y las emociones del aprendiz y su
enseñante, al ser consideradas estas últimas, un obstáculo epistemológico para
la comprensión e interpretación –enseñanza y aprendizaje– de las ciencias. El
famoso ¡eureka! del científico, la mirada de placidez del pintor sobre el
lienzo, la sonrisa de satisfacción del escritor, parecieran ser emociones
exclusivas de estos sujetos. La
emergencia de la emoción podría entenderse como una aventura de la imaginación
y la razón; de allí su importancia para el despliegue de nuestras experiencias.
Estas últimas, llámase cotidianas, estéticas, académicas, profesionales, aunque
tengan un comienzo y un “cumplimiento”, son continuas. En palabras de Dewey
(2008), en muchas ocasiones sentimos que las experiencias “terminan de un modo
satisfactorio”, bien sea, porque un problema recibe solución, un juego se
ejecuta completamente, en síntesis, porque hemos llegado a su consumación, que
no es un cese (p.41). Aunque a veces sintamos que estamos repitiendo una
actividad, en la perspectiva deweyiana, cada
experiencia tiene un carácter individualizante y autosuficiente, de lo
contrario no se le podría nombrar como tal (p.42). De allí, la importancia que
tiene provocar en los estudiantes experiencias significativas, que les permitan
mediante las actividades de clase transformarse y reconfigurar los contextos
con los que interactúan. En palabras de Álvarez (1999), “la actividad es un
componente de la acción. Y para que esta se realice de manera comprometida,
requiere de la motivación del estudiante para llevarla a cabo. (p.71, la
cursiva es nuestra).
El carácter
emocional y afectivo de la motivación, es un elemento clave para provocar en
los estudiantes nuevas experiencias que les permitan además de aprender, tener
la posibilidad de ser enseñadas de distintas maneras. Pues los contextos
sociales, políticos y económicos, al ser cada vez más disímiles, imprevistos y
sorpresivos, les exigen a los futuros maestros propuestas educativas en las que
ellos y sus aprendices, adquieran una capacidad de adaptación y resiliencia.
Esto último significa, crear las condiciones de posibilidad para que encuentren
nuevas soluciones a viejos problemas, y hallar en dicha experiencia otras
formas de resignificación de su existencia.
En esta
perspectiva, es perentorio impulsar una ética y estética, en la que los sujetos
tengan la posibilidad de reconocer las interrelaciones entre sus vivencias y
aspiraciones académicas, de tal modo, que adquieran una mirada divergente de
las ciencias. Esto les permitiría concebir una existencia sustentada en la
libertad de pensamiento y acción, de tal modo, que puedan desplegar sus
capacidades y dimensiones (Caldera, Fernández &Guevara, 2016). De ahí que
se requiera de un sistema educativo donde la libertad, la imaginación, las
dimensiones culturales, inter y transdisciplinares de la ciencia, estén
articuladas a una visión estética del currículo, de la pedagogía y la didáctica
(García & Parada Moreno, 2017). Así, cuando un maestro/a y un estudiante incluyen
en su visión de mundo el valor que tiene la experiencia estética para sus
vidas, su relación con los otros y la ciencia que estudian,
puede ser distinta. Dice Mèlich (2010) que en la recreación de lo estético, las vivencias del
sujeto son siempre “una respuesta íntima”, distinta de la moral que es pública
(Mèlich, 2010, p.226). Esta visión, nos permite decir
que no somos moralmente competentes, pues no existen respuestas adecuadas, ya
que nos enfrentamos a la recontextualización permanente de nuestras vivencias,
y en ellas, el yo y el otro, luchan en franca lid, idea que será ampliada a
continuación.
Con todo y lo
anterior, la formación de futuros maestros en la educación superior,
requiere una reflexión en relación con uno de los conceptos clave que
históricamente ha sido tema de discusión. Nos referimos a la competencia.
¿Podríamos hablar de una competencia estética? ¿O en lugar de ello, referirnos
a una capacidad propia de lo humano que se despliega a lo largo de la vida?
Esta tensión entre lo medible y evaluable -la competencia-, y lo intempestivo,
sensible y provocador de una experiencia estética; lo abordaremos con la idea
de proponer que en lo sensible reside la razón de la ciencia, y esta última es
más comprensible para los estudiantes, cuando los maestros la reconocen en su
dimensión estética y política.
El concepto de competencia en el campo del lenguaje
Dell Hymes (1996),
apoyado en diversas disciplinas, especialmente en la etnografía del habla
sustenta que “una teoría amplia de la competencia comunicativa [debe] mostrar
las formas en que lo sistemáticamente posible, lo factible y lo apropiado se
unen para producir e interpretar la conducta cultural que en efecto ocurre”
(p.31). En otras palabras, lo posible, lo factible y lo apropiado son una
muestra de las contingencias a las que está sometido el sujeto quien actúa de
acuerdo con los contextos socioculturales en los que se encuentra. En palabras
de Bustamente (2011), el sociolingüista toma
distancia de la lingüística con la idea de superar la discriminación
sociocultural a la que están sometidos aquellos sujetos cuyas formas de
comunicación no deben ser interpretadas como incorrectas, pues su intención es
mostrar un uso natural de la lengua que responde al tipo de desafío
comunicativo en el que se encuentren (p.22).
Para este último,
“la competencia es algo que hay que inferir, no está a la vista (no es un
“saber hacer en contexto”, donde el “hacer es visible”) […] su concepto
correlativo, es la actuación, sin el cual no tiene sentido” (p. 23). El
concepto de inferencias ha sido estudiado por la matemática, la lógica, las
ciencias del lenguaje y la teoría de la abducción, esta última en buena medida
retoma las ciencias que acabo de mencionar. La inferencia abductiva tiene en
cuenta dos razonamientos canónicos como son la inducción y la deducción. De
acuerdo con Peirce (1901), en un razonamiento intervienen tres principios
lógicos interrelacionados, así: la selección y consideración de una hipótesis
(abducción); el desarrollo de las consecuencias posibles de dicha hipótesis
(deducción); y la comprobación en la práctica de esas consecuencias con la idea
de confirmar o rechazar la hipótesis (inducción).
¿Qué pasa
entonces, con aquellas hipótesis (preguntas) que no son aceptadas por el
evaluado? ¿Deja en blanco las opciones a sabiendas de qué puede quedarse por
fuera de la competencia? ¿O responde de manera espontánea e intuitiva de
acuerdo con lo aprendido en su contexto sociocultural y cognitivo? En este
último interrogante, podríamos decir que el sujeto acudió a su intuición y
creatividad para ponerse a tono con la lógica de la prueba. ¿Quién tiene entonces la verdad sobre el
conocimiento? ¿El evaluador en tanto posee un marco de referencia más amplio respecto
del evaluado y sabe que es lo correcto? ¿O la intuición, creatividad
lingüística y sociocultural del evaluado al convertirse en los detonadores
abductivos que le permiten responder a las hipótesis explicativas del
evaluador? Así, mientras la razón es el criterio de verdad para desempeñarse
correctamente en la prueba, la creatividad y los aprendizajes socioculturales
del evaluado, se convierten en las categorías razonables de las que echa mano
el evaluado para no salir del terreno de juego de la competencia.
Bustamente (2011) también se
refiere a la univocidad en la que cae no sólo la ciencia, sino también el
sistema de evaluación. Considera que a “una actuación, en el campo de la
competencia le corresponderían N posibilidades; porque no hay una relación
isomórfica, como en el caso de los estímulos y las respuestas instintivas”
(p.23). Esta postura nos remite
nuevamente al concepto de posibilidad y equivocidad de las ciencias, su
enseñanza y por supuesto, la evaluación de los aprendizajes. Uno de los mayores
desarrollos de la ciencia, se obtiene vía errores y rupturas epistemológicas.
Tal como lo plantea Barnett (1994), el desarrollo de la competencia
comunicativa del profesor universitario le debe permitir incluir en su
discurso, sin ningún tipo de temor o vergüenza, el lugar de la verosimilitud en
el estudio de las ciencias (p.233).
Aunque la búsqueda
de la verdad de la ciencia propugne por lograr una mayor racionalidad de la misma, también necesitamos las perspectivas e intuiciones
independientes que devienen de las disciplinas que se estudian en la
universidad. El carácter conjetural de la ciencia en la perspectiva peirceana al nacer de una intuición, un hecho sorprendente,
una percepción, funge como un detonador de lo que Barnett llama un aprendizaje
para el mundo de la vida. El aprendizaje en esta perspectiva no se puede
equiparar a un desempeño, máxime cuando éste es clasificado en niveles
cognitivos de acuerdo con la hipótesis explicativa del evaluador y al mismo
tiempo, invisibiliza los contextos socioculturales, económicos y políticos en
los que aquel se produce. En otras palabras y parafraseando a Barnett (1994),
si el desempeño está en relación con la acción, esta última es producto de una
combinación compleja entre pensar, hacer, pasar estos movimientos por el
cuerpo, tomar decisiones e intentar aprehender algo. En suma, estos conceptos reconocen una
sensibilidad respecto de la libertad humana, encarcanada
especialmente en el uso del lenguaje (p.248).
El lenguaje para
algunos es medio, para otros, mediación, o dimensión de lo humano. Para Dewey
(2000), la experiencia del aprendizaje se apoya en dos criterios, como son: la
continuidad y el crecimiento. El primero tiene como uno de sus fundamentos, el
principio de respeto a la libertad individual, el decoro y la bondad de las
relaciones humanas (p.33). Y el segundo, significa un crecimiento que además de
físico es intelectual y moral (p.35). Estas características hacen parte de los
derechos universales de una sociedad democrática, interesada en reconocer al
estudiante como un ciudadano al que no sólo le interesa tener experiencias,
sino también darles continuidad. Los seres humanos, casi siempre estamos
dispuestos a tener nuevas experiencias, principalmente aquellas que nos
provocan curiosidad, fortalecen nuestras iniciativas y capacidades, sumadas al
deseo de aprender y de saber. En palabras de Barnett (1994), las experiencias
deben ser sometidas a la evaluación del propio sujeto, pues ellas incluyen sus
creencias y prácticas (p.253).
En consonancia con
lo anterior, Bustamente (2011) señala que los dispositivos
sociales y educativos están organizados con base en la relación de saber que
estable un docente con su aprendiz, es posible decir que sus intercambios son
heterogéneos e implican en el enseñante, un compromiso con el estudio de la
cultura. A esto se suma, su relación con el saber de la investigación, no
porque otros le digan qué y cómo, es porque no puede aguantarse las ganas de
adelantar dicho proceso (p.27).
A propósito de la
investigación, para Peirce (1901), la búsqueda de la verdad debe entenderse
como aquello a lo que nos dirigimos con cierta frecuencia, como un impulso que
nos hace conscientes de su existencia, independiente de lo que pensemos o de la
opinión que otras personas puedan tener acerca de la misma. No obstante, la
verdad de la duda puede ser disipada por medio de la investigación. Y si una
forma de hacer investigación es poniendo a prueba nuestras hipótesis, debemos
tener en cuenta que ellas llegan a nosotros de manera incontrolada. Por ello,
su verificación debe ser entendida como un “conocimiento probable”. Para Dewey
(2000), toda experiencia debe preparar a un sujeto para futuras experiencias,
cada vez de mayor calidad significativa y expansiva. Este sería el verdadero
sentido del crecimiento, la continuidad y la reconstrucción de la experiencia
(p.52). De allí la importancia que tiene adelantar con los maestros en
formación, procesos de investigación que les permitan encontrar su importancia
para la vida profesional y personal.
Lo anterior,
podría convertirse en un reto para la educación superior. En este sentido,
Barnett (1994) en su libro “Los límites de la competencia. El conocimiento, la
educación superior y la sociedad”, señala que una competencia pensada como
mundo de la vida, incluye el estudio y desarrollo de diez conceptos, como son:
la epistemología (el conocimiento es flexible, cuestionado y está en revisión
permanente); la situación (debemos adoptar diversas perspectivas que amplíen
nuestro punto de vista, las preocupaciones humanas, la sensibilidad estética,
las voluntades colectivas, cursiva nuestra) el foco (el diálogo y el análisis
no existen per se, deben ser renovados de manera permanente, entre otros); la
transferibilidad (lo que se considere evaluación, creencia o práctica debe ser
sometido a la evaluación del propio sujeto); el aprendizaje (el mundo de la
vida se dirige a un metaaprendizaje); la evaluación
(la verdad no es desdeñada, pero se encuentra emplazada, en cada momento hay
muchos modos de investigar el mundo y configurarlo); la orientación hacia los
valores (el bien común no se puede definir a priori, debes ser puesto en un
diálogo genuino y abierto); las condiciones de límite (los docentes deben
trabajar por obtener el control político durante el proceso, con la idea de
minimizar las distorsiones y comprender las posibilidades imaginativas de la
autoevaluación); la comunicación (las experiencias deben ser recreadas y los
valores construidos, la comunidad educativa es dialogística y los unos aprenden
de los otros); y la crítica (es múltiple, consensual y dialogística)
(p.251-259).
Esta mirada humana
y flexible de la competencia, se armoniza con la perspectiva de Morín (2015a;
205b), quien hace un llamado a los sistemas educativos del planeta y las instituciones
para que se enseñe la vida. Considera que la compartimentación de los
conocimientos, si bien, produjo en su momento importantes teorías y
descubrimientos, también ocasionó un olvido del ser y un dejó de lado una
mirada crítica de este, en relación con el devenir de la ciencia. Esta
dificultad se resume en la separación entre el campo de las ciencias y el de
las humanidades. Convoca a los enseñantes para que desplieguen en sus
aprendices “la emoción estética”, el “asombro”, “el descubrimiento de uno
mismo” (2015b, p.50).
Con todo y lo
anterior, el concepto de evaluación por competencias,
no puede comprenderse como un proceso de entrenamiento, rendimiento, y
medición, ya que, intervienen múltiples factores; impulsar esta visión al
interior de la escuela, la universidad y en pruebas estandarizadas, significa
concebir el aprendizaje como un resultado. Por eso, una de las formas más
adecuadas para identificar los aprendizajes desde una visión holística,
fenomenológica, sociocultural, pragmática y compleja, tal como lo mostramos en
este apartado, consiste en reconocer de acuerdo con Bruner (1987), que el
significado de los conceptos reside en su capacidad de negociación
interpersonal. Lo interpersonal implica el diálogo con los otros, la ciencia, el
arte, la cultura, en busca de la construcción de un acuerdo. En sus palabras,
el teatro, la ciencia, incluso la jurisprudencia, son ámbitos de la cultura que
le permiten al sujeto explorar mundos posibles fuera del contexto de la
necesidad inmediata (p. 128).
En síntesis, ¿la
evaluación de los aprendizajes, es una necesidad del
sistema para su sobrevivencia? ¿O la sobrevivencia de los sujetos en el sistema
depende de los resultados de dicha evaluación? Podríamos invertir estas
preguntas, diciendo ¿se aprende en la escuela y la universidad, el arte, la
cultura y la ciencia para que estos ámbitos nos hagan más placentera y justa la
vida? En palabras de Lomas y Tusón (2009), este último interrogante, sería lo
deseable para una educación planetaria y solidaria. Expresan que el
“aprendizaje de competencias […] debería estar impregnado de una ética de la
equidad, de la democracia y de la libertad […]. De lo contrario, estos estarían
al “servicio del menosprecio y del prejuicio, de las ceremonias de la confusión,
de la manipulación política, del engaño televisivo, de la seducción
publicitaria… (p. 10-11, signos suspensivos del texto).
El concepto de experiencia estética y formación
estética
Por lo anterior,
los conceptos de formación y experiencia estética,
podrían ser incluidos en el currículo universitario, y de manera especial, en
los planes de formación de maestros, debido a la relación que tienen dichos
sujetos con la ciencia, el arte, la cultura, las TIC; ámbitos donde la razón y
lo sensible hacen posible la existencia de una ciudadanía planetaria que nos
acoge, independiente del lugar geográfico y la situación socio cultural y
económica en la que nos encontremos.
En este sentido,
profesores universitarios de nuestra Facultad, como González (1997) y García
(2014), han desarrollado iniciativas teóricas y didácticas, que contribuyen con
dicho propósito. Para González (1997), mientras la vida en las letras es una
propuesta didáctica que debe impulsarse en la educación básica secundaria
(p.186), su correlato, la Pedagogía de la imaginación, podría convertirse en
otro campo de estudios en los procesos de formación de maestros. Esta pedagogía
propone “la integración de la ciencia y la estética para formar hombres con
conciencia de su propia sensibilidad” (p.192). En la formación, entendida como
la posibilidad que tiene el sujeto de construirse diversas imágenes del mundo,
sobre todo, las no idénticas, reside su capacidad de imaginación y recreación
de otros mundos posibles. Lo no idéntico confluye en los procesos de mediación
estética y didáctica que el docente puede impulsar en la clase de ciencias,
literatura, historia, educación física, entre otras. Si la mediación consiste
en “relatar de una forma no idéntica, conceptos de las ciencias que enseña” (p.
201), las preguntas “fáticas, problematológicas y
trascendentales” (p.200) son la bisagra que pone en movimiento la imaginación,
en busca de la creación de “cosas nuevas” (p.192).
La creación de
cosas nuevas, no es exclusiva del científico. Los
estudiantes y profesores de los diferentes niveles de la educación, y los
futuros maestros que se forman como enseñantes de las ciencias básicas, también
pueden asumirse como sujetos creativos y transformativos. En este sentido,
García (2014) señala que la fragmentación de los conocimientos en la enseñanza
de las “ciencias, matemáticas, o biología”, les impide a los futuros maestros
identificar la razón sensible que pueden desplegar en busca de la comprensión
de dichos campos de estudio (p.72).
Advierte, que los
límites de la comprensión que aparentemente podrían tener los estudiantes en
relación con la mayoría de las áreas que se enseñan en la universidad, se
podrían superar, si los enseñantes cuestionan las ideas que tienen en relación
con las palabras concepto y representación. Mientras el primero, remite a la
cantidad de conocimientos que pueden tener los estudiantes; el segundo, se
refiere a la memorización de modelos. En lugar de ello, propone considerar la
razón sensible en la enseñanza de las ciencias, a partir de la capacidad que
tiene el sujeto de “aprender a sentir, y pensar con el otro” (p.69). Concibe
estos modos de ser y actuar, como una condición para el reconocimiento de sí y
la transformación de la sociedad. En palabras de María Zambrano (citada por
García, 2014) la mayoría de los sujetos carecemos de una conciencia de
“totalidad”, que se refleja en la fragmentación de la ciencia y una visión
instrumental de la misma, situación que profundiza “el individualismo, la
deshumanización y el activismo” (p. 71). Por ello, si los profesores
universitarios involucran en sus clases la ciencia, el arte, los conocimientos,
los sentidos y el mundo, la razón sensible convertiría el aprendizaje en una
acción vital para los enseñantes y sus aprendices (p.77).
En este mismo sentido,
Jauss (1992; 2000), se pregunta por el significado de
la experiencia estética, sus formas de manifestación en la historia del arte,
el papel de la recepción y el interés que puede tener para la teoría de la
literatura y los perceptores del arte. Para Mandoki
(2008), lo estético no está en relación con una categoría particular de
objetos, ni remite a lo bello y artístico, pues los seres humanos tenemos la
capacidad de un conocimiento sensible vinculado con los sentidos, pero no se
agota en ellos. De allí, la importancia que tiene provocar en los estudiantes
experiencias significativas, que les permitan mediante las actividades de clase
transformarse y reconfigurar los contextos con los que interactúan.
Así las cosas, la
ética y la estética son uno solo, tal como lo dice Wittgenstein (citado en Mèlich, 2010), al estar por fuera de “los límites del
mundo”, del “lenguaje y del pensamiento”, debido a su interés en darle sentido
a la vida (p.272). Otorgarles sentido a nuestras acciones, implica una
reflexión en relación con “la demanda del otro” que a veces se nos impone
“contra nuestra voluntad” (p.241). Esto hace que la autonomía se resquebraje y
pasemos a una “heteronomía originaria”, que consiste en un proceso de
recomposición de nuestros valores, motivada por la relación con el otro que nos
interpela (Ibid.). En lugar de ponernos en su lugar, nos situamos junto a él,
lo acompañamos compasivamente (p.250). Una compasión en la que tiene lugar una
razón poética, nos permita comprender las múltiples
realidades de los aprendices y la sociedad. Y esta última, de acuerdo con
Chantal (2017), requiere una educación de la sensibilidad, de tal modo, que los
sujetos estén en condiciones de diferenciar las emociones espectacularizadas,
provocadas por los medios de comunicación, respecto de las que surgen de su
propio ser interior o de sus emociones ordinarias (p.9). En palabras más
precisas:
La razón estética
es, en efecto, ante todo, razón poiética: hacedora,
creadora de realidad. Razón que por su extrema maleabilidad puede introducirse
sin riesgo en los dominios de lo posible y tejer ahí la trama de una red cuyos
hilos habrán de brillar con el sol, como la ladera, tan sólo unas horas, solo
el tiempo necesario para dar paso a nuevas concordancias (Chantal, 2017, p.39).
Conclusiones
Podríamos
aventurarnos a decir que una manera de superar el proceso de deshumanización al
que han sido sometidas la sociedad y la ciencia, por parte de los poderes
políticos planetarios, y en algunos casos, por los gestores de las políticas
públicas, consiste en impulsar en el sistema educativo y la sociedad el diálogo
entre la ética y la estética. Así, la razón poética y, por ende, la formación
estética, podrían implicar un proceso de recontextualización de las vivencias
del sujeto y un ejercicio crítico de los saberes que el maestro y sus
estudiantes adquieren y reconfiguran respecto de la ciencia.
Asimismo, si
logramos que una educación planetaria y solidaria, incentive en los estudiantes
su formación estética y razón poética, en ámbitos académicos, culturales,
sociales, políticos, inter e intrapersonales, es posible que los aprendizajes
para la vida, sean comprendidos en su doble dimensión.
Esto es, por un lado, como un proceso de adquisición, apropiación,
reconfiguración de los saberes y los conocimientos elaborados por la cultura y
la sociedad; y por otro, como ámbitos donde la vida de los sujetos y la del
planeta, es placentera pues se tiene conciencia de lo aprendido y de aquello que
podemos transformar en busca del bien estar común -los otros- y el personal -el
cuidado de sí-.
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