Editorial

Entre lo oscuro y lo profundo de las revistas universitarias

Cristian Zapata Chavarría*

*Director/Editor

Aunque estaba en el aire, como secreto en mal guarda, notorio pero inconfesado, el dedo en la llaga lo puso hace unos años un artículo publicado en la revista El malpensante, en mayo de 2009. Se llamaba La farsa de las publicaciones universitarias, y había sido escrito por un profesor de la Universidad de Caldas, de nombre Pablo Arango. En su momento fue distinguido nada menos que con el premio Simón Bolívar de periodismo. El nada discreto título anunciaba todo: se trataba de un memorial de agravios contra la tinta producida en la academia.

A algunos los molestó, unos pocos se animaron a replicar, desde varias trincheras universitarias del país, y otros tantos, la gran mayoría, se limitó a hacer con ese artículo lo mismo que se suele hacer con la gran mayoría de publicaciones académicas: ignorarlo y literalmente pasar la página.

Y esa era precisamente una de las principales quejas que el artículo traía sobre las revistas universitarias y los libros de sus editoriales. Pocos los leen. Porque no están hechos para ser leídos. Pocos los discuten, porque no propician discusión, y en casos excepcionalísimos, casi con escases de un mito verdadero, se da alguna clase de confrontación de ideas entre los que publican. Se decía en dicho artículo, que de las publicaciones académicas:

“Se espera… que contribuyan al avance de las disciplinas mediante la discusión abierta de cualquier tópico que se presente. También se supone que cualquier neófito o diletante con curiosidad encuentre en ellas iluminaciones sobre los fenómenos estudiados, pues tratándose de ciencias humanas, puede esperarse que sus materias sean más o menos de comercio cotidiano para todos. Sin embargo, lo anterior solo son pajaritos en el aire. Porque lo que uno encuentra cuando consulta esas revistas es una serie de escritos contrahechos, triviales, autocomplacientes y, desde luego, casi ninguna discusión o crítica genuinas. Quizá esto explique por qué la mayoría de estas revistas especializadas tiene tan pocos lectores –si es que los tienen.”

En últimas, se concluía que: “…los autores no escriben para ser leídos, sino para engrosar su currículo y aumentar su sueldo. El público lector, por su parte, tampoco se interesa por los títulos de las editoriales universitarias.

La culpa de todo esto se le atribuía directamente a las políticas del Estado para la educación. En primer lugar a un remoto Decreto, el 1444 de 1992, que inventó la perversión de aumentar el sueldo a los profesores de universidades públicas que realizaran publicaciones avaladas por pares. Lo que degeneró, al interior de las academias, en autoediciones y amiguismos, y que sobre todo, empezó a robustecer un arrume de papeles escritos con el único propósito de subir de categoría y de sueldo. Lo que insertó el logrerismo y la lógica del “hacer lobby” en la academia. Más que trabajos brillantes, que empezaron a no ser necesarios, se abrió camino la idea de mover favores con bonitas sonrisas y buenos apretones de manos. La publicación científica se volvió un criterio formal y burocrático, que de cumplirse acababa en una mejoría económica, lo cual muy pronto se volvió el fin buscado en muchos casos, y lo único que justificaba el tiempo para sentarse y empuñar el bolígrafo.

Posteriormente vino el Decreto 1279 de 2002, el cual, ante los ríos de tinta que estaban corriendo esperando convertirse en monedas después, buscó corregir la situación. Implementó un sistema de bonificaciones para los docentes que publicaran un poco más complejo, aunque también más formalista. Lo que a criterio del autor no cambió mucho y fue el acicate para el desolado panorama actual que él insiste en ver. Dice concretamente:

“Pasó lo que tenía que pasar: los profesores de las áreas más propensas a la charlatanería aumentaron sus salarios muy por encima de otros que trabajaban en disciplinas donde resulta más difícil hacer pasar moneda falsa (una queja común de los profesores de ciencias naturales o de matemáticas era que para ellos era más duro publicar un artículo, mientras un poeta o un pedagogo podían publicar varios libros al año).”

Su aversión se centra en lo que considera la raíz del problema: “Por un lado, la idea absurda de que los estímulos monetarios son un mecanismo deseable para mejorar la calidad de la producción intelectual, y, por el otro, la fijación de las burocracias académicas en requisitos apenas nominales."

Ese girar alrededor de criterios formalistas, hace que las publicaciones se llenen de contenidos que replican obviedades y generalidades insulsas, escudadas en cumplir los requisitos que sólo les sirven como armaduras; pero ante la ausencia de controles de fondo, dados por revisiones concienzudas a los contenidos de los artículos, o por el ojo inquisidor de los sanos detractores que ya no existen, las perogrulladas se empotran como el método fácil y rápido para publicar dentro de una universidad.

“Otro indicio de que algo anda mal tiene que ver con la casi total ausencia de crítica escrita. El único síntoma fiable de la existencia de comunidades académicas es la discusión pública. Pero en las revistas especializadas es muy raro encontrar que un colega le conteste a otro. Lo cual podría significar que la mayoría de la gente trabaja en asuntos distintos, o que están de acuerdo en casi todo o, lo más probable, que no se leen. Y recordemos que en ciencias sociales y humanas hay mucho más de noventa revistas, y más de cuatro mil grupos de investigación registrados por Colciencias.”

(…)

“Siguiendo con la caricatura, en la academia colombiana, por lo menos en lo que Colciencias llama ciencias sociales y humanas, usted puede poner por escrito casi cualquier cosa, y probablemente nadie le dirá nada.”

La conclusión es discutible, pero cuanto menos aceptable para activar la más justa de las críticas, que debe ser la autocrítica:

“Todo esto está desencaminado: la sola idea de “estímulos a la producción intelectual” es un error. El resultado más visible de la creación de esa política de estímulos fue una riada de papel, de malos escritores y de publicaciones que nadie lee. Por lo menos en humanidades, con toda certeza lo que se hubiera dejado de publicar si tal política no hubiera existido no vale la pena.”

Cuando menos allí hay algunos temas que merecen ser discutidos. Y esa discusión ha de hacerse desde adentro. Pues son las instituciones que se tienen por más avanzadas en el tema de la investigación académica las que deben empollar y propiciar este debate. Porque el discurso de las crisis sólo surge fruto de los verdaderos espacios de esplendor. Es el verdadero acontecer del progreso en algún campo, el que trae consigo a su vez la verdadera noción de autocrítica.

La universidad de Antioquia, acreditada en alta calidad, y una de las instituciones que más recibe incentivos económicos estatales por las labores académicas de investigación, está llamada también, por ese simple hecho, a encabezar un debate sobre la efectividad o no de esas políticas estatales que para incentivar el desarrollo científico pugna por juntar la tinta de los libros con la de los billetes.

La misma queja se viene oyendo cada cierto tiempo y en la misma medida se viene ignorando. Hace apenas unas semanas, otro académico de antaño, gratamente recordado, Jorge Orlando Melo, lanzó otro dardo similar en su columna del diario El Tiempo, -30 de julio de 2014- titulada Del dogma al rito. Donde rememoraba con nostalgia la academia de cierto momento de siglo pasado, en la cual, aunque de manera más modesta, con recursos precarios y un olvido estatal más grande, floreció una generación de investigadores y científicos sociales que con sus obras construyeron un ambiente de controversia, debate y aporte al desarrollo y la situación del país. Ello, dice, a pesar del dogmatismo que imperaba en muchos de los pasillos universitarios, o incluso, gracias a él: porque así el ejercicio de la confrontación de ideas no era esquivable. Dice en dicha columna:

“En la segunda mitad del siglo XX, nuestras universidades se llenaron de miles de profesores de tiempo completo, empeñados en resolver los problemas del país. Unos, dedicados a las ciencias exactas y naturales, pensaban que el conocimiento era el camino al avance nacional: estudiaban la naturaleza para hacerla más productiva o para curar las enfermedades, el dengue o la malaria. Otros, dedicados a las ciencias sociales, abrieron el campo a disciplinas como la antropología, la sociología, la geografía, la economía y la historia. Fueron los años de Jaramillo Uribe, Fals, Reichel, Guhl, López Toro, Urrutia, Kalmanovitz, Colmenares y tantos más.”

(…)

“Los libros de ciencia social importaban a los lectores y llevaban a intensas polémicas: de algún libro de Álvaro Tirado se vendieron más de 100.000 ejemplares, y otro de Mario Arrubla, refutado con fuerza por Kalmanovitz, tuvo más de 20 ediciones.

“En el último medio siglo la investigación creció. Hay más investigadores, más proyectos y más recursos, pero no parece haber mejores resultados...

“Sin duda hay miles de buenos investigadores en las universidades, dedicados, pacientes e inteligentes, pero el tono dominante ha cambiado. El espacio público de debate se ha reducido. Pocos científicos sociales discuten acerca del país. La mayoría publica en revistas que no se leen, en un lenguaje pomposo, que solo comprenden sus colegas más cercanos, para ganar puntos y reconocimientos institucionales. Las reseñas de libros son gestos protocolarios, que no confrontan sus tesis. La verdad no existe, pues la realidad la construye el discurso y por lo tanto nadie yerra ni se equivoca.”

Y la conclusión aquí es igual de desoladora y tal vez más alarmante viniendo de alguien del recorrido de Melo, del que se entendería tiene una lente comparativa acertada dada su propia trayectoria en la vieja academia:

“El afán de resolver problemas y entender al país se ha debilitado, así como se ha dejado de valorar la docencia. La calidad de los investigadores se mide por indicadores formales, por las revistas donde publican, en un sistema engorroso que cuantifica y jerarquiza todo: investigadores, grupos, revistas, universidades. Muchos recursos se gastan en esta burocracia, en el sistema de evaluaciones que reemplaza la discusión académica, en el esfuerzo enloquecedor de los investigadores para llenar formularios, ir a comités y seguir rituales y procedimientos.

“En esos años remotos, los investigadores veían al Estado con hostilidad, a veces excesiva. Hoy parecen resignados a ser parte de una máquina oficial que busca “productos de investigación” medidos por los criterios, que pocos comparten pero no discuten, de Colciencias (“esto es absurdo, pero no hay más remedio que seguir las reglas”). Ahora, cuando los investigadores se indignan y protestan, no es para desafiar el poder, sino para pedir que les den más plata.”

Como parte de esta red de publicaciones de la Universidad de Antioquia, y en un ejercicio de dignidad intelectual que evite el desfachatado impulso de voltear la mirada, esta modesta revista debe admitir sentirse en parte tristemente aludida por los antes citados. Por lo que en uso de franqueza y cura de humildad era necesario reproducir sus argumentos y, a su vez, llamar a una discusión sobre las perversiones que puedan existir en el ámbito académico relacionado con la producción escrita. Y la lista de cosas, cuando menos susceptibles de revisar, casi todos lo que aquí se mueven la intuyen.

Debe revisarse en las publicaciones universitarias, la manía de puntuar publicaciones y autores; el privilegio al formalismo ciego como unidad de medida para escalonar la calidad de lo escrito; y la alusión obligatoria y casi exclusiva a los títulos académicos del autor, como si se tratara sólo de un sistema de castas en el que unas investiduras se acatan como dignidades incuestionables, las cuales por el simple hecho de ser ostentadas acceden a unos privilegios, a la manera de las logias. Eso no hace científicos sino varones de universidades que usan sus artículos y publicaciones sólo como pasaportes a mejores dádivas estatales y comodidades económicas.

El problema es que esos pasaportes se quedan ahí, flotando con la fachada de ciencia, y para las futuras generaciones van a ser el modelo de lo que entendíamos por conocimiento académico en estos tiempos. Depende de nosotros si queremos que piensen que por conocimiento entendíamos un trampolín fácil para el escalamiento social y económico. Con la ambición del mercado, pero lejos de sus crueldades y sus leyes de supervivencia. Una burbuja fácil y rentable para usar como resguardo y nada más.

Cuando predominan las meras dignidades a exhibir y los criterios formales, en la academia o en cualquier campo, se incentiva a su vez el afán por manipular esas formalidades, a veces hasta el plagio o el fraude. Y ese es quizás unos de los mayores peligros que se avizora. Por poner un ejemplo, ¿será acaso causalidad que en tres de las más prestigiosas universidades de la ciudad se haya oído de escándalos por fraudes académicos en los últimos dos años?  El traje del emperador que sólo ven algunos, dizque los astutos, se empieza exhibir en los corredores universitarios. A ver quién se anima de una vez por todas a empezar a gritar sus desnudeces.

Las quejas como las citadas arriba alarman porque en su criterio, a pocos pareciera en verdad importar el juicio auténtico por la calidad final de lo producido en la academia, más allá de esos escritos-pasaportes. Ya bastante discutible es el asumir el ejercicio académico como el único ejercicio intelectual válido, o incluso en ocasiones, para muchos, el único. Ahora, además, por ejercicio académico podemos terminar entendiendo un juego de logrerismo y de burócratas diestros.

Y así mismo -y lo que más nos incumbe a nosotros como revista- el privilegio a un método del perogrullo a la hora de escribir, de descuido a la intención básica de transmitir una idea, y a una escritura ampulosa en exceso, que muchos usan como coraza para proteger sus desnudeces a la manera de los armadillos. Y se refugian en la propia oscuridad que cavan. Porque en la escritura, y en los armadillos, circula una perversa idea, de que eso que hacen, “entre más oscuro, más profundo.”

Figurémonos un ejemplo exagerado. Se puede publicar un artículo que se titule: Tratado de cómo se descubrió el agua tibia, y el mismo se puede escribir cumpliendo todos los requisitos y estándares exigidos por Conciencias, o por la mayoría de publicaciones. Y no habría objeción para no publicarse. Porque puede tener un resumen, un abstract en inglés, una remisión a tantas citas externas, una mención de tantos textos extranjeros, una bibliografía, y en fin, un artículo de estas magnitudes, y salvo la objeción obvia a su contenido, y la réplica de sus lectores, que son las dos cosas que hoy menos se hacen, podría perfectamente publicarse y escalonar a su autor como un investigador recorrido en el tema del agua tibia.

Un asunto más para revisar en la escritura de la academia, es la precaria concepción que hoy se tiene en este espacio del ensayo. El género del ensayo, ese que inventara el gran Montaigne como el más libre de todos los géneros en la escritura, el que llamó Alfonso Reyes “el centauro de los géneros” por ecléctico y tolerante con nuevas y libres mezclas, y que requería un talento especial a quien se atreviera a navegarle, hoy día es otra cosa para un gran sector de la academia. El talento en el ensayo se suplió con una exigencia oficiosa de labores rutinarias y un sentido del deber a justificar, que son los que parecen primar en muchos ejercicios de investigación.

Porque ahora muchos entienden el ensayo como una especie de bitácora, una rendición de cuentas a veces inentendible donde intentan compilar, con el orden que sea, todo lo que consultaron sobre un tema. Un ensayo hoy, es una inventario rústico de todas las citas y referencias que chequearon sobre el tema investigado, una colcha de retazos de remisiones a docenas de otros lugares, aunque a veces eso no lleve a ninguna parte, aunque no haya grandes conclusiones, ni un aporte innovador, lo importante es dar cuenta del ejercicio mecánico y oficioso, y mostrar cuánto se pudo consultar sobre el asunto. Pareciera que gana el que más citas tenga y pueda meter, como una carrera por llenar un álbum de láminas.

El ensayo se está muriendo en estos círculos. El mismo ensayo que pulieron los académicos del siglo pasado en nuestro país. Del que se valieron sin deteriorarlo, y todo lo contrario, en ocasiones ocupándose de pulirlo con preciosismo. El ensayo se está muriendo por la falta de talento y porque no es la compilación desordenada de citas para mostrar que se leyeron tantas cosas. Eso tampoco es la investigación. Eso es suplir el talento y el arrojo que esta requiere con la justificación de los esfuerzos mecánicos hechos, como una plana escolar donde repetimos 100 veces nuestro nombre escrito.

La investigación y la academia no son una labor oficiosa, como una tarea escolar. No son una repetición mecánica de esfuerzos rutinarios. Ni una compilación de citas, ni un arrume de papeles de prosa ampulosa. Ha de haber algo más tras la labor del investigador que importe a alguien más que a sí mismo. Y desde aquí, desde adentro de los cuestionados, quisiéramos creer que ese algo más todavía existe y que justifica publicaciones como esta. Repetimos que el debate debe surgir de las instituciones que se muestran privilegiadas con estos métodos de hacer academia e investigación. Llamamos a esa discusión y ofrecemos este espacio para ella.