“Un libro de ciencia debe ser de ciencia, pero también debe ser un libro.” La cita es de Ortega y Gasset y clavaba una queja por la manera ampulosa de escribir en su tiempo en los ambientes académicos y científicos, y el divorcio entre las humanidades y las llamadas ciencias puras.
Desde que a Descartes se le ocurriera distinguir entre materia y espíritu, o ciencias naturales y ciencias sociales, se acató sin miramientos esa frontera como venida de una especie de gran legislador. La consecuencia es que desde la ciencia social se asumió una suerte de prejuicio posmoderno de aislarse de la literatura, por ejemplo, y en cambio tratar de parecerse más a su hermana bonita, que es la ciencia exacta.
Lo curioso es que las ciencias puras no han tenido ese prejuicio, o por lo menos no en de ese tamaño. En el siglo pasado, un curioso personaje, novelista y físico británico, Charles Percy Snow, expuso una famosa conferencia de título Las dos culturas. Allí hablaba de ese gran divorcio entre científicos y humanistas, el cual traía efectos tan curiosos como que un científico se avergüence por no saber quién es Shakespeare, pero a su vez, un dedicado a las humanidades pueda confesar sin empacho no saber nada de la física cuántica.
El lenguaje literario está presente en las ciencias exactas. No siempre, pero ahí están por ejemplo los escritos de Einstein o, más atrás, del mismo Galileo, quienes siendo dos de los físicos más importantes de la historia de la humanidad, se preocuparon por divulgar su trabajo en un lenguaje ameno a la mano del vulgo. Ambos apelaban también a la imaginación como el primer motor de cualquier avance científico.
Y baste recordar que los grandes inventos traídos por la técnica y la ciencia, siempre han sido como réplica, en primer lugar, de la literatura que los imaginó. Sólo con mirar el mundo actual se sabe cuánto de lo que tenemos hoy día fue, primero que todo, imaginado y pensado por un literato que lo figuró. Y no hay que recordar que no tendríamos submarinos sin Julio Verne, ni satélites sin Arthur Clarke, ni que Philph Dick fue quien primero vislumbró el totalitarismo tecnocratizado.
El futuro que la ciencia diseñó, lo inventó antes el arte. De igual manera, el arte a su vez es la réplica nostálgica cuando adviene un cambio que hace añorar lo pasado. Como lo anota otro personaje extraño –que tampoco cabe en la bifurcación descartiana de la ciencia- Marshall McLuhan, cuando la revolución industrial triunfó, y las máquinas se impusieron en Europa, vinieron los paisajistas, en la pintura, a replicar el campo prístino que añoraban de vuelta. De igual manera, cuando las máquinas fueron reemplazadas por el silicio, y la lógica mecánica por la digital y computarizada, vino el cubismo, a añorar la máquina, por sobre los circuitos.
Jalonan el futuro o contraen el pasado o desprecian del presente. Quizás no se equivoque Shelley cuando afirmaba que los poetas son los legisladores no reconocidos de la humanidad.
El tema es que el papel que la ciencia pura le ha dado a la literatura no ha sido igual que el concedido por la ciencia social. Hoy día, en la academia cada vez se siente más el desprecio por ella. La literatura se cambia por la objetividad, y la imaginación por el método del aprecio riguroso de los hechos.
La ciencia exacta ha tenido divulgadores científicos. La ciencia social, quizás no. ¿Sería un exabrupto, por ejemplo, pensar entonces en divulgadores para la ciencia jurídica? ¿En traductores al cotidiano de todo ese lenguaje tan variopinto a veces de abogados y juristas que usan como resorte y aderezo el “hablar bonito”?
Publicaciones como estas, de academia, de ciencias humanas, pero ante todo de gente, tendrán que ser antes que nada eso: revistas, lecturas primero que ciencia. Y por eso apostamos por pulir, decantar y bajar el lenguaje pretensioso de esos pedestales mal formados que algún sector de las humanidades se empeña en esculpir, para producir unos trabajos que se creen muy ciencia para ser claros.