Legitimidad de la jurisdicción y de los tribunales constitucionales, necesidad de límites al poder y de garantía de derechos en Colombia después de la Constitución de 1991.1

Andrea Giraldo García*

*Administradora de empresas, Especialista en gerencia social y Estudiante de Ciencia Política de la Universidad de Antioquia.

1 Artículo de reflexión, fruto del trabajo personal de la autora.

Resumen.

La jurisdicción constitucional es un asunto que ha sido objeto de debates en lo que respecta a su legitimidad, en tanto el órgano que materializa esta jurisdicción no es elegido por voto popular. Desde las revoluciones liberales de finales del siglo XVIII, numerosos debates han tenido lugar sobre este tema, no habiendo aún concluido; aunque es importante reconocer los planteamientos que aparecen de fondo y que justifican o cuestionan la existencia de tal jurisdicción. Asimismo, vale la pena hacer una revisión al caso colombiano, analizando las situaciones en las cuales pareciera que la Constitución está supeditada al poder político, y no al revés, para entender cómo, en este contexto tiene o no lugar la idea de la jurisdicción constitucional. Este artículo de reflexión se basa en una revisión a la historia de la teoría constitucional, desde la idea de contrato social presente en las revoluciones norteamericana y francesa, pasando por la noción de supremacía de la constitución kelseniana contrapuesta a la idea de supremacía del poder político schmittiana, hasta la Constitución Política de Colombia de 1991 y sus efectos sobre las decisiones política durante el gobierno presidencial de Álvaro Uribe desde 2002 hasta 2010, para finalizar con unas reflexiones en torno a la idea de la legitimidad de la jurisdicción constitucional, sus problemas y sus beneficios para el Estado constitucional de derecho.

Palabras clave: Jurisdicción constitucional, tribunales constitucionales, Constitución Política de 1991, legitimidad del poder político.

1.    Sobre la noción de legitimidad del poder político.

Para hacer una adecuada revisión con respecto a la legitimidad de la jurisdicción constitucional y, específicamente, los tribunales constitucionales, es necesario en primera medida hacer claridades sobre el concepto de legitimidad y cómo éste se relaciona con los poderes políticos instituidos por un poder instituyente.

En términos generales, la legitimidad alude a la relación entre los valores y creencias y el poder político que se ejerce; es el criterio que permite que el poder político se sustente en algo más que el mero uso de la fuerza o de la coacción. Dos autores que se han referido a la idea de la legitimidad como atributo del poder político son Norberto Bobbio y Max Weber. A continuación se mencionará cómo cada uno de ellos entiende este concepto:

De acuerdo con Mario Montoya Brand (2005), para Bobbio, la legitimidad es un atributo del poder político que indica el derecho a ejercer dicho poder en conformidad con el ordenamiento jurídico. Se trata del origen del poder, de si el soberano tiene derecho a ser obedecido por los súbditos, y determina la justicia de dicho poder. En ese sentido,

“Un poder puede considerarse legítimo cuando quien lo detenta lo ejerce con justo título, y el poder es ejercido con justo título sólo en la medida en que quien lo ejerce esté autorizado por una norma o un conjunto de normas generales que establecen en una determinada comunidad quién tiene el derecho de mandar y quiénes tienen y en qué circunstancias la obligación de obediencia” (Bobbio, 2003, págs. 256-257).

Bobbio (2003) también señala que en una monarquía absoluta la legitimidad está dada por aquella ley que indica la sucesión al trono; mientras que en un Estado parlamentario la legitimidad se evidencia en aquella parte de la Constitución que regula los poderes instituidos. Además, siguiendo a Max Weber y a Hans Kelsen, Bobbio indica que el poder legítimo se distingue del poder de hecho en cuanto el primero corresponde al ordenamiento coactivo del Estado, mientras el segundo puede asociarse con otros órdenes normativos que no se encuentran respaldados jurídicamente.

En ese sentido, Weber define tres tipos de legitimidad: l. tradicional, l. carismática y l. legal-racional. En general, para este autor, “Legítimo […] es aquello que las personas creen legítimo” (Del Águila, 2005, pág. 27). Así, la legitimidad tradicional apela a la creencia en el poder fundamentado en las tradiciones; son legítimos aquellos cuyo poder es ejercido en razón del influjo de valores tradicionales. La legitimidad carismática considera que el poder está fundamentado en las cualidades de heroísmo o de carácter del detentador de dicho poder o del orden normativo por él revelado. Por último, la legitimidad legal-racional hace referencia a aquel poder que se basa en aspectos legales y racionales provenientes de normas jurídicas; la legitimidad se obtiene por llegar al poder de acuerdo a procedimientos establecidos en reglas y leyes que lo determinan (2005).

2.    ¿Por qué cuestionar la legitimidad de la jurisdicción y de los tribunales constitucionales?

Se hace difícil asociar la idea del control de la ley con una determinada concepción del derecho. En primer lugar, porque las dos grandes tradiciones de la jurisdicción constitucional (norteamericana y francesa) presentan orígenes, procesos y conclusiones muy diferentes; casi opuestos. En segundo lugar, porque las mismas concepciones del derecho (iusnaturalista y positivista) también se presentan de forma compleja, de modo que es difícil incluso articularse ideológicamente a una de ellas de manera exclusiva.

Desde ciertas perspectivas, parece que el constitucionalismo obedece una tradición iusnaturalista específica, fuertemente asociada con el racionalismo en los siglos XVII y XVIII y cuyos postulados se terminan trasladando a un derecho positivo. Pero, en todo caso, la justicia constitucional se debe a concepciones del derecho que no implican una creencia acérrima en los poderes constituidos y que, por el contrario, busca que éstos tengan limitaciones a sus acciones partiendo de deberes morales; dichas concepciones están en la base de la ideología iusnaturalista.

Esas limitaciones al poder sugeridas por el iusnaturalismo aparecen en la idea de la soberanía popular, la cual se materializa en un texto constitucional; es una ficción útil para lograr la limitación al poder. Por eso, cuando en los procesos revolucionarios del siglo XVIII se daban los intensos debates en torno a la posibilidad de interpretación judicial de la ley para limitar el poder legislativo, o la prohibición de dicha interpretación para limitar al poder judicial, y la dualidad entre la discrecionalidad de los jueces y la legitimidad de los mismos, lo que estaba de fondo era la “creencia en que el texto constitucional es algo objetivo y cognoscible, capaz de generar en su interpretación acuerdos razonables, no necesariamente unánimes, acerca de su significado” (Prieto Sanchís, 2006, pág. 96).

Por lo anterior, es bastante comprensible que en Norteamérica haya surgido la justicia constitucional con una teoría de la interpretación bien asociada al positivismo: “el juez es casi la ‘boca muda’ de la ley” (Prieto Sanchís, 2006, pág. 96), ya que esa justicia constitucional se podría deducir fácilmente de la existencia de una Constitución normativa. De allí que Hans Kelsen buscara que el tribunal constitucional no tuviera contaminaciones políticas y que ejerciera su función a partir de su noción de la interpretación, la cual desde un plano descriptivo señalaba la posibilidad de interpretar para el juez, y desde un plano normativo se asociaba con la concepción europea de la primacía de la ley. En ese sentido, la discrecionalidad de los jueces pone en entredicho la legitimidad de la justicia constitucional, puesto que el significativo desarrollo de la teoría de la argumentación jurídica parece agotar el derecho en la argumentación y la teoría de la Constitución en la teoría de la interpretación constitucional.

3.    El constitucionalismo como efecto del derecho natural-racional y del contrato social.

El surgimiento de la vocación constitucionalista tiene orígenes fácilmente identificables en la concepción iusnaturalista del derecho, como la creencia en un derecho superior al derecho de los hombres y al cual tienen acceso todas las personas, y en la filosofía de la limitación del poder político que se da lugar ante el fortalecimiento del Estado moderno, entre otros. Sin embargo, como señala Luis Prieto Sanchís (2006), no puede aducirse una correspondencia absoluta entre el iusnaturalismo y el constitucionalismo por varias razones; en primer lugar, el constitucionalismo proviene de diversas tradiciones (que si bien incluyen al iusnaturalismo racionalista, no excluyen las demás); en segundo lugar, porque históricamente el iusnaturalismo ha actuado como legitimador de los poderes constituidos y no como una crítica que busque limitarlos.

En ese orden de ideas, considerando la dificultad para identificar el constitucionalismo con el iusnaturalismo o con el iuspositivismo, conviene reconocer descriptivamente su origen más que asociarlo específicamente con una concepción específica del derecho. Se trata de un origen que tuvo lugar en un contexto específico, en el cual se pretendió que la relación entre los poderes instituidos y quienes estaban sujetos a dichos poderes fuese una relación jurídica, regulada y con una reglamentación conocida por ambas partes. Aquí surgieron las nociones de poder constituyente y de soberanía popular; el poder supremo comienza a serle atribuido al pueblo en vez de al gobernante; se traslada la idea de legitimidad tradicional a la de legitimidad legal-racional, según la clasificación weberiana.

A este contexto histórico se le suma el surgimiento del contrato social, el cual se da como efecto del racionalismo que, a su vez, proviene de la secularización del derecho natural en Europa. Ese contrato social se entiende como una reconfiguración en la comprensión de los poderes instituidos, pasando de ser realidades naturales a ser artificios de los individuos, los cuales, como pueblo, construyen al Estado. El consenso que hay en la base del contrato está entonces fuertemente ligado al derecho natural, o mejor, a los derechos naturales, ya que éstos son la causa del poder político, en cuanto es la libertad humana la que permite llevar a cabo el pacto, y son, a su vez, la justificación de dicho poder, pues éste se legitima en razón de la mejor protección de esos derechos.

Tal legitimidad del poder otorgada por el derecho natural se pone en la base de las declaraciones de derechos expedidas en los orígenes de los Estados liberales modernos. En la historia de dichos Estados hay dos tradiciones que han influenciado significativamente el constitucionalismo moderno y la correspondiente existencia de la jurisdicción constitucional, estas tradiciones son la norteamericana y la francesa; sobre cada una de ellas se mencionará a continuación las particularidades en relación con sus procesos de consolidación y con sus ideas sobre la posibilidad de ejercer un control constitucional a la creación y a la aplicación de la ley.

4.    El constitucionalismo y la jurisdicción constitucional en Norteamérica.

Si bien el derecho natural-racional no fue la única fuente de origen del constitucionalismo norteamericano, ya que éste también se nutrió de la tradición inglesa y tenía una evidente marca religiosa, aspectos que, por lo demás, no eran contradictorios entre sí, la protección de derechos perseguida en este proceso sí tenía un fuerte tinte iusnaturalista y racional; en primer lugar, como lo afirmaba Otis, el Parlamento inglés excedía sus límites, por lo cual, según los jueces de Inglaterra, las decisiones contrarias a la equidad natural deberían anularse; en segundo lugar, de acuerdo con Thomas Jefferson, las leyes naturales, y no la voluntad del gobernante, eran la fuente de los derechos, por lo cual, cuando el rey vulneraba dichos derechos el pueblo podría usar su poder sin limitaciones. Se comprende entonces que en esta tradición “la Constitución es un acto fundacional que tiene por objeto hacer de la protección de los derechos naturales el fundamental límite al gobierno” (Prieto Sanchís, 2006, pág. 44).

Este modelo siguió los postulados de la teoría del contrato, por cuanto considera que el poder reside en el pueblo y se deriva de él, por lo cual los representantes deben sujetarse a dicho poder. En ese sentido, la presencia del derecho natural está dada en cuanto a la inalienabilidad de los derechos naturales y al fundamento consensual del Estado como garante de la protección de tales derechos. Este constitucionalismo obedece entonces a las formas racionales de la Ilustración, implementando una legitimidad racional en lugar de aquella propia de la historia; obedece también a la creencia en la posibilidad de identificación entre casos concretos y situaciones diversas, por lo cual la razón humana podría encontrar los patrones de tal identificación. De acuerdo con Prieto Sanchís, se trata de una “traslación al Derecho positivo de las categorías propias del Derecho natural” (2006, pág. 47).

Por otra parte, el régimen constitucional norteamericano puede considerarse como restaurador y como fundacional al mismo tiempo. El sentido restaurador estaba dado por la intención de recuperar derechos que estaban siendo oprimidos por el Parlamento inglés; el sentido fundacional se debía a que estaba surgiendo una nueva entidad política enmarcada en unos “derechos naturales imprescriptibles” (Prieto Sanchís, 2006, pág. 48). Además, el proceso norteamericano no estaba dado en contra de un viejo régimen —como sí el francés—, sino que pretendía más bien sostener la libertad y la igualdad con las que de antemano contaban, incluso en contra de su Parlamento. Por eso, puede afirmarse que lo que se cambia aquí no es el sentido de los derechos sino su función.

La búsqueda de esta revolución era por un Parlamento limitado, que no cayera en las violaciones de los derechos reconocidos como naturales. Y para ello, la Constitución era el garante perfecto, puesto que allí se limitarían los poderes instituidos en cuanto a que se trataba de un conjunto de reglas a las cuales todos se atendrían. La legitimidad de dichos poderes consistía entonces en estar al servicio de los derechos, ya que éstos eran innegociables e irrenunciables; así, las instituciones eran instrumentos creados por el pueblo cuyo propósito era proteger tales derechos. De allí que, cuando un poder instituido dejaba de ser protector para el pueblo, éste último podría reformarlo o abolirlo y dar paso a uno nuevo.

Esa desconfianza suscitada por parte del Parlamento inglés y, sumada a ella, el iusnaturalismo racionalista, dan paso a la idea de la supremacía constitucional, la cual pone en evidencia la necesidad de ejercer un control sobre las leyes. Tal idea es acogida por los constituyentes norteamericanos, siendo materializada en lo que se conoce como la judicial review. Los argumentos para ello son expuestos por Hamilton en El Federalista, según los cuales los actos que vulneren la Constitución, considerada ley suprema, deberán ser nulos, ya que los poderes instituidos no pueden ser superiores al instituyente. De ahí que sólo el pueblo tenga la potestad para modificar o abolir preceptos constitucionales o la Constitución en extenso, y que mientras eso tenga lugar los mandatarios deban acogerse a ésta sin ningún poder para violarla.

En ese orden de ideas, considerando la debilidad de los jueces, ya que no poseen fuerza ni voluntad, sólo discernimiento, a éstos se les otorga la facultad para declarar nulos los actos legislativos contrarios a la voluntad constitucional. Se entiende entonces que los jueces deberían interpretar el sentido verdadero de la Constitución y que sus declaraciones de nulidad tendrían lugar en caso de hacerlas sobre actos contrarios al “sentido evidente” (Prieto Sanchís, 2006, pág. 51) de la Constitución; es decir que ésta contendría reglas y no sólo principios.

Aunque la revisión judicial no quedó expresamente consagrada en el texto constitucional norteamericano y se considera una facultad judicial que se consolida más bien con la historia, se encuentra ésta función como evidencia de la intencionalidad norteamericana de ejercer un control al poder legislativo y a la ley misma en razón de los derechos naturales que se pretendía proteger con la expedición de la Constitución; por ello los jueces, como titulares de ese control, eran la última instancia, la más cercana al pueblo, pudiendo inaplicar, a partir de su propio juicio, determinadas leyes de acuerdo con la situación específica que se estuviese juzgando.

5.    El constitucionalismo y la jurisdicción constitucional en Francia.

El gran proceso revolucionario en Europa a finales del siglo XVIII estuvo nutrido en gran medida por el reflejo del constitucionalismo norteamericano, específicamente en cuanto al reconocimiento de unos derechos naturales inalienables para todos los hombres y a la necesidad de que todos los poderes públicos estuviesen limitados en virtud de dichos derechos. Aunque, al contrario de lo sucedido en Norteamérica, los revolucionarios franceses sí buscaban una ruptura con el ancien régime, en razón de lo cual la historia no tenía un carácter relevante y aquella fuerza iusnaturalista en la consagración de los derechos no requería aprobación del pasado, sino un reconocimiento racional, laico, de aquellos derechos que no surgían voluntariamente, sino que eran preexistentes y por tanto sólo se exponían.

Si bien para los norteamericanos, inspirados en Montesquieu, la defensa de la Constitución debía estar en manos de los jueces, contra los riesgos de despotismo por parte del legislativo, para los franceses “los acontecimientos no se decantaron en favor de ningún ‘gobierno de los jueces’, sino más bien en favor del ‘legicentrismo’, de la omnipotencia del legislador y, por tanto, en contra de toda forma de control de la ley” (Prieto Sanchís, 2006, pág. 56). Aunque algunos participantes de este proceso constituyente, como Condorcet, sí previeron la posibilidad de limitar al poder legislativo, de modo que los derechos naturales fuesen declarados expresamente para que las decisiones de este poder no fuesen en detrimento de tales derechos.

Sin embargo, para Condorcet no era concebible algo similar a la revisión judicial, sino que la idea del control a la ley la asociaba con la apelación directa al pueblo. Para este político francés existían tres tipos de libertad: la natural, la civil y la política; la primera consistente en el derecho de hacer todo lo que no haga daño a los demás; la segunda, en no obedecer sino a las leyes; y la tercera, en participar en la creación de aquellas leyes a las cuales se estará sujeto; por ello el poder legislativo podría ser legítimo en la medida en que garantizara la libertad política, aunque vulnerara la libertad natural. Así que la solución propuesta en Francia consistiría en convocar al pueblo a ejercer un derecho de censura de las leyes ordinarias o a las reformas constitucionales y/o referendos; se trataba de un “control popular y no judicial de la ley” (Prieto Sanchís, 2006, pág. 58).

Los procesos constituyentes girondino y jacobino, que se dieron durante el período revolucionario en Francia, fueron muestras de la consideración de posibilidad de despotismo por parte del legislador y la consiguiente necesidad de defender la Constitución, pero en ninguno tuvo lugar el poder judicial como depositario del control de constitucionalidad de la ley; de hecho, en la Constitución girondina estaba expresamente prohibida la interpretación judicial de las leyes, así como la suspensión de la ejecución de éstas. Sin embargo, un intento similar al norteamericano fue propuesto por Sieyès con la figura de un jurie constitutionnarie. Para este teórico constitucional, el derecho natural está por encima de la idea de soberanía nacional —ficción con la cual este mismo personaje reemplaza la noción de soberanía popular, yendo en detrimento de las ideas de Rousseau—; por tal razón la Constitución era para él mucho más que un pacto arbitrario entre los hombres en tanto obedecía a una cadena de verdades referentes a los derechos naturales.

En ese sentido, Sieyès plantea la necesidad de establecer un tribunal constitucional, puesto que, como norma jurídica obligatoria, la Constitución debía tener un guardián que previera las infracciones a esta norma y consiguientemente garantizara su obediencia. “Ni la propuesta de Sieyès ni ninguna otra tendente a la creación de algo parecido a una justicia constitucional lograron prosperar en la Francia revolucionaria y menos aún a lo largo del siglo XIX y buena parte del XX” (Prieto Sanchís, 2006, pág. 63); y más bien, la tradición francesa vino a otorgar una supremacía jurídica a la ley en tanto norma emitida por el Parlamento, quien actuando en representación del pueblo, también representaba con sus decisiones la voluntad general de éste.

En ese importante paso del contractualismo —ideología relacionada con el contrato social— al legalismo extremo se rompe con varias de las premisas con las que Rousseau argumentó la legitimidad de la ley; la ley como expresión directa de la voluntad general sin ninguna representación en su creación: en primer lugar, el traslado de la soberanía del pueblo a los representantes; en segundo lugar, la implementación de un sufragio censitario con el cual la participación en la toma de decisiones estaba dada en razón de condiciones como la propiedad, la cultura, el género, etc.; en tercer lugar, la formalización de la ley, según lo cual la legitimidad de ésta se consideraba siempre y cuando cumpliera requisitos específicos para su formación, independientemente de su contenido material.

Sin embargo, lo relevante es que este proceso constitucional llevó de la mano los planteamientos propios de la idea de la jurisdicción constitucional, la cual más adelante se iría materializando en la creación de tribunales constitucionales encargados de velar por el cumplimiento de las Constituciones, tanto al momento de la creación de las leyes como en la aplicación de éstas.

6.    La legitimidad constitucional y la idea del tribunal constitucional de Kelsen.

En el período comprendido entre finales del siglo XIX y principios del XX hubo una serie de regímenes políticos, pero no existían Estados democráticos; se rechazaba la idea de soberanía popular; en relación con ello, había dos modelos principales de Estado: el alemán y el inglés. En el primero se reconocía la soberanía estatal, esto es: no se reconocía el poder constituyente del pueblo, pues prevalecía el temor a la democracia; en el segundo se reconocía la soberanía parlamentaria, otorgando un carácter sagrado a la ley. La primera Constitución democrática del siglo XX fue la de la república de Weimar, la cual retomó las ideas del poder constituyente y de la inviolabilidad de los derechos fundamentales. Sin embargo, esta Constitución no estableció un mecanismo para garantizar la constitucionalidad de las leyes, además el Parlamento era el órgano central, encontrándose éste limitado por el Presidente del Reich. Esta Constitución fue el centro del debate entre Hans Kelsen y Carl Schmitt en relación sobre quién debía ser el guardián de la Constitución.

Kelsen proponía la existencia de un tribunal constitucional que defendiese la superioridad de la Constitución sobre las demás normas de los ordenamientos jurídicos; primero lo propuso para Austria y posteriormente para Weimar. Así, planteó la idea de la democracia constitucional, señalando que ésta se daría en Estados republicanos —en contraposición a los monárquicos— donde se reconociera el pluralismo del pueblo en lugar de su homogeneidad, y donde existiese un régimen parlamentario —siempre y cuando estuviese en consonancia con la idea de pluralismo— en lugar de uno presidencial.

El reconocimiento constitucional del pluralismo expuesto por Kelsen podría considerarse una innovación en cuanto a la posibilidad de anular una ley para proteger a las minorías frente a los excesos de las mayorías —preocupación que estuvo presente en el proceso constitucional norteamericano—; en ese sentido, la ley no podría llegar a ser un producto de la voluntad general, dando lugar así al problema jurídico de la regularidad de la ley, el cual consistía en la correspondencia entre los escalones de la creación de la ley, esto es: los actos de ejecución de las sentencias deben estar conformes a la propia sentencia, la cual debe corresponderse con los actos administrativos, que a su vez deben cumplir lo dictado por los reglamentos, los cuales obedecen a la ley, y ésta última debe estar en consonancia con la Constitución. Se entiende entonces que la Constitución regula la producción y creación de la ley y que ésta ejecuta la aplicación del derecho; y esa misma relación recíproca está presente en todos los escalones del ordenamiento jurídico. Adicionalmente, aparecía el problema de la anulabilidad de la ley, consistente en la posibilidad de sacar del ordenamiento jurídico una ley que fuese contraria a la Constitución; esto representaba inseguridad jurídica para el pueblo cuando se les otorgaba a los jueces la discrecionalidad para determinar la inconstitucionalidad de una ley en los casos juzgados.

Por su parte, Carl Schmitt proponía en su teoría de la Constitución que ésta era democrática cuando expresaba la unidad y la homogeneidad del pueblo alemán, señalando que su defensa le correspondía al Presidente del Reich porque ello favorecería la estabilidad del Estado, porque esa era su función en razón del juramento que hacía de salvaguardar la Constitución, porque su elección era democrática y porque su principal función era representar la unidad y la continuidad política del Estado; con ello afirmaba una supremacía del Estado sobre la Constitución. En ese sentido, este pensador señalaba que la existencia de un tribunal constitucional era una especie de aristocracia constitucional.

Luego de que Schmitt expresara estas ideas, Kelsen expresó —como una forma de respuesta— que el guardián de la Constitución no podría ser el Parlamento, ya que éste era quien creaba la ley, por lo cual no habría lugar a que los parlamentarios declararan la inconstitucionalidad de normas creadas por ellos mismos; tampoco podía la guarda de la Constitución estar en manos del Presidente, según Kelsen, por las mismas razones que no debía estar en manos del Parlamento. Debía entonces existir un tribunal constitucional que ejerciera tal función. A ello responde Schmitt diciendo que tal tribunal iría en detrimento de la soberanía parlamentaria y del principio de separación de poderes. Kelsen refuta señalando que el Parlamento no ostenta tal soberanía, puesto que sólo actúa como representante del pueblo cuya soberanía está siendo representada, más no usurpada; y que la separación de poderes debe entenderse como un principio diferente de la división, teniendo lugar más bien la idea de pesos y contrapesos prevalente en el modelo constitucional norteamericano.

Sobre esa concepción de que el tribunal constitucional atentaría contra la separación de poderes, el debate continúa abierto, puesto que algunos críticos de esta idea señalan que el tribunal no tiene legitimidad para legislar ya que no es elegido democráticamente y que su función de anulación de la ley es, de cierta forma, un acto legislativo (en el sentido amplio de este concepto); esta crítica también fue expuesta por Schmitt, ante la cual Kelsen argumentó que precisamente se trataba de una forma de legislación en sentido negativo, por lo cual no se requería la aprobación democrática para que este órgano tuviera legitimidad. En síntesis, para Kelsen una Constitución no tendría carácter de obligatoriedad en tanto no tuviera una garantía para llevar a cabo la anulación de las leyes que la contrariasen.

En cuanto a la propia función del tribunal constitucional, Kelsen planteaba que

“el juez constitucional debe ser un tercero imparcial llamado a verificar un juicio de compatibilidad lógica entre dos productos normativos acabados, la Constitución y la ley, sin que en su juicio deban pesar ni los intereses o valoraciones que pudo tomar en consideración el legislador, ni aquellos otros que ha de tener presente un juez ordinario a la hora de resolver un caso concreto” (Prieto Sanchís, 2006, págs. 86-87).

Sin embargo, es importante resaltar que los postulados de Kelsen se corresponden con una idea de Constitución que en la actualidad se ha transformado bastante; y es que el jurista alemán suponía una Constitución en sentido procedimental y someramente en sentido material. Pero en nuestros días, la idea de Constitución se asocia fuertemente con la promulgación de derechos y obligaciones y, en ese sentido, la jurisdicción constitucional rompe con la tradición legalista que venía de la revolución francesa y con la supremacía parlamentaria propia de los modelos constitucionales europeos.

7.    Problemas constitucionales en Colombia, los excesos democráticos de las mayorías y la necesidad de protección a las minorías.

La Constitución Política de Colombia de 1991 fue un proyecto que, de entrada, se podría considerar débil; sus principales propósitos, el logro de la paz y la garantía de derechos mínimos, como la vida,  fracasaron. Era un proyecto débil en cuanto al contractualismo y a la búsqueda de la participación popular mayoritaria. Además significó a la vez un pacto de paz entre el pueblo y un pacto de guerra entre el gobierno y los grupos alzados en armas, cerrando las posibilidades de diálogos en contraposición a las intenciones ciudadanas al momento de convocar a una Asamblea Nacional Constituyente —ANC—. Esta Constitución puede considerarse ilegítima por no obtener los requisitos que garantizarían la legitimidad de un contrato social y porque no se expresó como una voluntad general mínimamente unificada en cuanto al número de votantes que convocaron a la ANC. Las falencias de esta Constitución eran entonces producto de la misma obra constitucional, más que de la pervivencia del conflicto armado en el país.

Sobre este proceso constitucional pueden señalarse varias conclusiones, siguiendo los postulados de filosofía política de John Rawls en relación con la democracia de las mayorías en defensa de las minorías y con el liberalismo procedimental en el que se sustenta ese tipo de democracias. Rawls propone una democracia consensual fundada en un consenso entrecruzado, compuesto por una primera etapa de consenso constitucional en la que se busca moderar el conflicto y otorgar poder a sus actores para una convivencia pacífica, y una segunda etapa en la que se daría propiamente el consenso político de acuerdo a un ideal de sociedad programado colectivamente.

En ese sentido, la Constitución del 91 fue un acuerdo de la mayoría y no un consenso, por lo cual no cuenta con la legitimación política necesaria para que tenga la validez y la eficacia que se requieren para la estabilidad social deseada. Adicionalmente, las facciones representantes en este proceso determinaron los intereses que lo enmarcaban; así, el Partido Liberal y el Movimiento de Salvación Nacional impusieron sus visiones de establecer un “esquema neoliberal de internacionalización de la economía” y de “afianzar un proceso de reconciliación nacional sin los actores políticos del conflicto”; y la Alianza Democrática M-19 no pudo resistirse a estos propósitos “gamonalistas” (Mejía Quintana, 2013, pág. 105). El tinte progresista que tenía el proyecto constitucional sólo camuflaba los intereses neoliberales del bipartidismo. Sin embargo, esta Constitución de 1991 le dio a Colombia, por segunda vez desde 1863, un dejo de modernidad política que había sido minado por la de 1886; se convirtió en la promesa de un Estado social de derecho, con garantía de los derechos fundamentales y de una democracia participativa.

Por otra parte, diversas situaciones que se fueron presentando en el país, pusieron en entredicho la legitimidad de esta Constitución; el surgimiento de Pablo Escobar como líder carismático que representaba las posibilidades de obtener logros al margen de la ley; las rupturas de los diálogos de paz durante el gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002) cuando las FARC aprovecharon ese contexto para continuar cometiendo actos beligerantes; y, en fin, la reacción ciega del pueblo por la impotencia para lograr la paz, evidenciada al elegir a Álvaro Uribe Vélez en 2002 por su representación de la “guerra contra la guerrilla” (Mejía Quintana, 2013, pág. 107).

Para Óscar Mejía Quintana, en su texto A dos décadas de la Constitución Política de 1991 (2013), esta última situación es equiparable al Leviatán de Thomas Hobbes. Las dos elecciones de Álvaro Uribe (en 2002 y en 2006) con independencia de sus comprobados nexos con el paramilitarismo y el narcotráfico, se pueden entender como un sacrificio de la libertad y de la democracia a cambio de seguridad. Las mayorías seguidoras de este líder reconocen este modelo de gobierno como el más adecuado para consolidar la distinción amigo-enemigo propia del ya mencionado Carl Schmitt, propendiendo por la deslegitimación, el combate y la derrota de las FARC y de la guerrilla en general. En ese convulso contexto, el país se polariza entre “unas mayorías totalitarias y unas minorías arrinconadas” (Mejía Quintana, 2013, pág. 108). Esa dualidad entre mayorías y minorías se pone de manifiesto en la siguiente cita del texto de Mejía Quintana:

“No sólo la guerrilla es vista como enemiga: la intelectualidad, las «elites bogotanas», defensoras pese a todo de la institucionalidad, la comunidad LGBT, las mujeres y sus aspiraciones de equidad, las formas de vida diferentes, las subculturas urbanas nacientes, todo el que no se sometiera a los estándares del ethos dominante del líder, sus métodos, su retórica, era considerado un enemigo y como tal denunciado y, en no pocos casos, asesinado por los tétricos e invisibles tentáculos de un régimen que, como diría Boaventura de Sousa Santos, eran la expresión de un “fascismo social” imperante en Colombia” (2013, pág. 109).

La reelección de Álvaro Uribe en 2006 acentuó en Colombia una identidad —ante la falta de tener una propia— con el autoritarismo, la religiosidad, la fuerza, en contraste con la autoridad, la libertad de cultos y la inclusión social consagradas constitucionalmente. Y la aprobación mayoritaria de esta forma de “identidad política” fue convalidada por lo que los medios de comunicación han denominado el “Estado de opinión” y que el expresidente colombiano señalaba como una fase superior del Estado de derecho. Tal desinstitucionalización se ve fortalecida por la participación uribista en los organismos de control y por la estigmatización tanto de la coalición como de la oposición, como apéndice o como enemigo, respectivamente, del poder ejecutivo, disminuyendo la posibilidad de establecer frenos y contrapesos entre los poderes públicos y de ejercer un control externo al poder.

Siguiendo nuevamente a Schmitt, Mejía Quintana señala que el gobierno de Álvaro Uribe podría denominarse “la constitucionalización de la excepcionalidad” (2013, pág. 113), por haber adoptado sistemas de seguridad que se contraponían a la democracia y a las garantías constitucionales en virtud de la distinción amigo-enemigo.

En síntesis, la Constitución del 91 debe ser entendida como un pacto abierto, es decir, un pacto que, en la medida en que no fue consensuado, debe contar con la posibilidad de replantearse dando en ella cabida a todo el pueblo; debe además considerar mecanismos que impidan los excesos de autoridad vividos en el gobierno de Álvaro Uribe; y debe ser, en últimas, una constitución que permita su restablecimiento democráticamente en aras de “un consenso por la Constitución, la democracia y la institucionalidad” (Mejía Quintana, 2013, pág. 116).

8.    Reflexiones finales sobre la legitimidad de la jurisdicción y de los tribunales constitucionales.

En términos generales, si la legitimidad del poder político hace referencia a su origen, puede concluirse que la existencia de la jurisdicción constitucional es legítima, siempre y cuando ésta sea creada de acuerdo a los mecanismos y a los procedimientos previamente contemplados por el ordenamiento jurídico para dicha creación, con independencia de que los magistrados respondan a una elección democrática. Pero no se pueden considerar sólo los aspectos formales de este tribunal, también será necesario considerar su legitimidad en razón de la función que desempeñan; de sus aspectos materiales.

En ese sentido, el principal propósito de la existencia de la jurisdicción constitucional, la cual se materializa en los tribunales constitucionales, es velar por la garantía de los derechos de las personas y por los límites al poder político en la medida en que busca que las decisiones correspondientes al ordenamiento jurídico tengan coherencia lógica con la Constitución de un Estado. Esas funciones ejercidas por los tribunales constitucionales develan un problema que redunda en el cuestionamiento a la legitimidad de la jurisdicción constitucional: aparece una tensión entre los límites al poder y la garantía de los derechos —aún en contra de las mayorías cuando se trata de derechos de las minorías— frente a la democracia, específicamente la democracia representativa.

Garantizar los derechos, especialmente aquellos de las minorías que suelen ser más vulnerables y más vulneradas, implica limitar al poder y controlar a las mayorías, pues éstas últimas permiten que las decisiones tomadas correspondan a criterios favorables para las poblaciones que tienen mayor representatividad dentro de la masa del pueblo, desvaneciéndose así los intereses de las minorías, cuya condición de minoría viene determinada por aspectos de etnia, género, cultura, educación, edad, etc. Asimismo, la democracia representativa se asocia fuertemente con esa tendencia a la protección de las mayorías en detrimento de las minorías, puesto que, por diversas razones, son las mayorías las que tienen más facilidades para ejercer sus derechos políticos y obtener la consiguiente representación en la toma de decisiones. Esta dualidad permite entender, en cierta medida, la relevancia de que la Constitución tenga una protección especial, diferente a la de las demás normas del ordenamiento jurídico, puesto que su creación obedece a tradiciones que la reconocen como un artificio del pueblo para el pueblo, como producto de un pacto entre las personas para limitar sus propias libertades en razón de proteger sus derechos —o al menos así lo intentan—, por lo cual la jurisdicción constitucional se explica y se justifica.

Por último, retomando lo expuesto en referencia a la Constitución Política de Colombia de 1991, puede evidenciarse una serie de prácticas de abuso de poder cometidas durante el gobierno del expresidente Álvaro Uribe; su reelección en 2006 fue el mecanismo por el cual tales prácticas se fortalecieron y se legitimaron ante la sociedad. Por eso, de no haber existido una Corte Constitucional en Colombia, responsable de vigilar y controlar la conformidad de las decisiones políticas con la Constitución, pudo haberse posibilitado la perpetuación en el poder por parte del mandatario mencionado y la realización de prácticas mucho más autoritarias, sin que el cuestionamiento a éstas tuviese lugar por provenir de una autoridad elegida por deliberación del pueblo. Además, podría considerarse que el modelo de gobierno que se vivió durante este periodo fue el schmittiano, donde primaba la distinción amigo-enemigo al momento de la toma de decisiones políticas. Recordando que para Schmitt el guardián de la Constitución es el Presidente, si esta idea hubiese prevalecido en Colombia, los excesos democráticos-autoritarios hubiesen alcanzado niveles impensables, la segunda reelección habría tenido lugar, y las minorías hubiesen sido aún más socavadas de lo que llegaron a ser en este gobierno. Puede atribuirse entonces a la presencia de una jurisdicción constitucional parte del hecho de que los excesos no llegaran a niveles mayores, y ello hace que estos tribunales sean órganos legítimos, independientemente de los procedimientos con los cuales se constituyan, pues, de cualquier manera, no están ejerciendo su función al margen de la ley y dicha función, además de representar un beneficio para la sociedad, está respaldada en el propio reglamento constitucional.

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