Gloria Xiomara Mendoza Arroyave1
Andrés Felipe Ordoñez Martínez2
1Estudiante de décimo semestre de Derecho de la Universidad de Antioquia. Correo electrónico: xiomara.mendoza@udea.edu.co
2Estudiante de octavo semestre de Derecho de la Universidad de Antioquia. Correo electrónico: felipe.ordonez@udea.edu.co
Este artículo es el resultado de una reflexión académica en el marco del curso de profundización en Derecho Internacional: Derecho Internacional de los Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario, del pregrado de Derecho, de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de Antioquia.
Los caminos transitados a través de la observación de los documentales Nos están matando (2018), Pizarro (2015) y El baile rojo: Memoria de los silenciados (2003), nos llevaron a indagar, a través de un rastreo documental, por conceptos del derecho internacional de los derechos humanos. Esta triada audiovisual, desde diferentes estilos estéticos y narrativos, así como en diferentes momentos históricos, dan cuenta de la forma cómo se ha expresado la violencia política en Colombia, pero también, de la manera cómo a través de mecanismos jurídicos sus víctimas han buscado dignificar sus vidas. Este artículo se propone presentar el derecho y el cine como lenguajes que narran desde sus formas un mismo fenómeno: aquí encontraremos que el último va más allá de los nombres y nos presentan las vidas que hay detrás de la cifra, la estadística o una sentencia judicial. Y que el derecho por su parte, nos revela sus complejidades y limitaciones, pero también su potencial enunciativo y simbólico que abre paso a la esperanza.
Palabras clave: Derecho Internacional; Derechos humanos; Cine; Derecho; Genocidio.
Inicialmente, este escrito presentará una introducción que abordará algunas reflexiones sobre Derecho y Cine como una tendencia que, aunque incipiente en Colombia, se muestra como una apuesta sólida para pensarse el estudio del derecho en otros países del mundo. Luego, se abordarán elementos de análisis de las piezas cinematográficas observadas, sus rasgos comunes y los hilos argumentales o estéticos que los transversalizan; lo cual llevará al lector hacia un tema que resulta ser el telón de fondo de los documentales observados: la violencia política en Colombia y la manera como se ha expresado en determinados momentos históricos. De ahí, el estudio se concentrará en el caso del exterminio del Partido Político Unión Patriótica –reconstruido en el documental El Baile Rojo: Memoria de los silenciados (2003)– gestado entre los años 80s y 90s, como un fenómeno que permitirá abordar y problematizar conceptos y normatividades desde el derecho internacional. Se hará un especial énfasis en el genocidio como un concepto al que se apela habitualmente para hablar del caso de la UP pero que en el panorama internacional presenta algunas limitaciones que han suscitado una continua discusión doctrinaria y que determina el tratamiento normativo de los hechos.
Este texto no pretenderá llegar a reflexiones acabadas, sino que busca problematizar la aplicación del Derecho Internacional de los Derechos Humanos en un fenómeno concreto, el cual a pesar de hacer parte del paisaje del pasado parece revelarse con fatales coincidencias en fenómenos actuales de violencia, como las ejercidas hoy contras líderes y lideresas sociales en el país. Al finalizar, el lector o lectora se encontrará con algunas reflexiones que más que cerrar el tema, son provocaciones para pensarse horizontes de acción que puedan servir en la defensa de la vida.
Benjamín Rivaya1 ha dicho que en la conformación del imaginario jurídico que contribuye a construir el mundo del derecho, participa con potencia no solo lo que él llama el “Derecho en los libros” y el “Derecho en acción” sino también un “Derecho en imágenes” (Galeano Pérez, 2017, p. 307).
En palabras de Galeano Pérez (2017, p. 299) –quien ha hecho un juicioso estado del arte del tema– se trata de un fenómeno que ya cuenta con una trayectoria importante, pero no resulta claro hasta ahora si se está frente a una nueva disciplina, área, corriente teórica o metodológica; lo que sí es cierto es que es una realidad que cada vez se consolida más en diferentes latitudes, a diferencia de lo que sucede en Colombia en donde, siguiendo a esta misma autora, se presenta todavía como algo novedoso (Pérez, 2017, p. 299).
En el texto Estudios de derecho y cine: entramados de una historia que ya se está rodando, Galeano Pérez (2017) hace un riguroso estado del arte sobre los estudios de derecho y cine en algunos países del mundo. A través de diferentes autores, señala sus orígenes en la década de los años 90s en Estados Unidos, donde estos estudios logran un nivel importancia en las facultades de derecho en ese país y emerge el movimiento Law and Cinema o Law and Film Movement Law que es ubicado en los Cultural Legal Studies. Del mismo modo, destaca algunos hechos determinantes que tuvieron lugar en España y que provocaron importantes cambios en la pedagogía universitaria y que a su vez incidieron en la pedagogía del derecho mismo. Así, hace mención del Espacio Europeo de Educación Superior y el Plan Bolonia2 como factores relevantes para establecer reglas de juego en los estudios de derecho y cine. Lo anterior lo soporta en lo dicho por Benjamín Rivaya:
La transformación de la Universidad que significará la puesta en marcha del Espacio Europeo de Enseñanza Superior supone también una transformación completa de la pedagogía universitaria, incluida la del Derecho. El tradicional sistema de clases magistrales desaparece a cambio de un estudio más personalizado por parte del alumno y el correspondiente seguimiento que habrá de llevar a cabo el profesor. Entre otros objetivos, se pretende lograr una enseñanza/aprendizaje atractiva y que desarrolle la capacidad interdisciplinaria del estudiante. Si a ello se une el dato de la necesidad del aprendizaje constante a lo largo de la vida laboral, de una formación permanente, ininterrumpida, como exige la llamada Declaración de Bolonia (1999), se observa la idoneidad de introducir nuevos recursos que faciliten el acceso al conocimiento … (Rivaya, 2006, p. 21, citado en Pérez, 2017).
De España, destaca a su vez en mayor medida a autores como José Luis Pérez Triviño. Adicionalmente, Galeano Pérez (2017) hace mención del caso de Argentina en donde también se han generado importantes reflexiones y menciona autores como Valentín Thury Cornejo.
Por otro lado, Galeano Pérez (2017) al abordar el tema desde el contexto colombiano, si bien lo cataloga como incipiente, no deja de aproximarse a algunas experiencias que describe como primigenias. Especialmente, destaca a autores como Carlos Jerónimo Atehortúa, Luis Alfonso Fajardo Sánchez y Adriana María Ruiz Gutiérrez, y otros referentes a los que, si bien les reconoce su trayectoria e importancia, no profundiza considerablemente en ellas.
Pero ¿a qué se debe la emergencia de esta apuesta? ¿A qué obedece la apertura del derecho hacia expresiones artísticas como el cine? ¿Por qué desde el cine hay un interés por el derecho? En el rastreo que aquí se retoma, se presentan diferentes posturas que intentan responder a estas preguntas.
Galeano Pérez (2017) destaca estudiosos que, si bien reconocen las particularidades de sus contextos, especialmente en el caso español, en el que se identifican cambios gubernamentales en la educación universitaria, no dejan de lado explicaciones que reconocen la importancia que ha adquirido el séptimo arte en las sociedades contemporáneas.
Algunos autores van más allá en sus reflexiones y tratando de comprender a qué obedece tal emergencia, hacen referencia a una crisis del formalismo jurídico que los acerca a planteamientos de las teorías críticas del derecho (Pérez Triviño, 2007, p. 70). De acuerdo con estas teorías, los conceptos centrales en las corrientes teóricas tradicionales del derecho como la validez, eficacia o vigencia normativa, así como la ocupación exclusiva de la norma como objeto de estudio, no son suficientes para explicar el fenómeno jurídico.
Otros, sin oponerse radicalmente a los planteamientos que se inspiran en las teorías críticas del derecho, de forma bastante interesante definen el derecho como un fenómeno socio-cultural que requiere de otras perspectivas, lo que implica posicionar el cine como un medio de aproximación y de representación para pensarse el derecho (Galeano Pérez, 2017, p. 312).
A partir de lo anterior, se podría vislumbrar que los estudios de derecho y cine no han sido homogéneos en sus enfoques. En efecto, relacionado con lo hasta ahora expuesto, en este estado del arte Galeano Pérez (2017) distingue dos ejes del cine como medio de aproximación al derecho: el eje teórico y el eje práctico. Si bien, se podría decir que no se tratan de dimensiones que se excluyan entre sí, hay autores que han desarrollado con mayor profundidad uno más que otro; y a su vez, en algunos casos en cada dimensión varía la manera cómo entienden el derecho o cómo se entiende el cine.
En este orden de ideas, una variedad de estudios de derecho y cine han hecho un especial énfasis en la enseñanza del derecho al interior de las aulas de clase, en algunos casos se entiende el cine como un medio de aproximación al derecho que tiene un objetivo de carácter práctico, al buscar hacer más didáctica la aprehensión de conceptos jurídico-procesales. Se trata de una forma que permite ir más allá de la enseñanza magistral y que está relacionada con nuevas técnicas pedagógicas del aprendizaje basado en problemas –o ABP por sus siglas– (Galeano Pérez, 2017, p. 301).3 Ahora bien, otros estudios un poco más agudos, como el caso de Pérez Triviño (2007, p. 77), le otorgan al cine una potencialidad contextual que permite una perspectiva más integral sobre el derecho. A su vez, le atribuyen una potencialidad emocional que permite una formación más interdisciplinar y que provoca mayor curiosidad y comprensión.
Por otro lado, se encuentran planteamientos un poco más críticos, que buscan mayores potenciales en el vínculo entre el cine y el derecho. Se destacan así autores como Valentín Thury Cornejo, quien en uno de sus textos se pregunta: El cine, ¿nos aporta algo diferente para la enseñanza del Derecho? (Galeano Pérez, 2017, p. 305). Este autor cuestiona el carácter instrumental que el derecho ejerce sobre el cine, así lo expresa:
En general, las películas suelen ser usadas como un caso, ello es, como una historia sólida y coherente que nos presenta una situación jurídica que puede luego ser analizada en clase. En este sentido, el contenido –caso jurídico– prima sobre la forma –cinematográfica– y el derecho coloniza un nuevo instrumento. En la superficie adoptamos un enfoque interdisciplinario pero en lo profundo, ese cruce de conocimientos no cuestiona ni aporta elementos nuevos sino que suele quedar en el papel de mero ejemplo o ilustración (Cornejo, 2009, p. 60).
Finalmente, bajo esta misma perspectiva crítica y para los efectos propuestos en este texto, es pertinente mencionar los planteamientos de Atehortúa, a quien Galeano Pérez (2017, pág. 311) ha considerado “uno de los pioneros de los estudios de derecho y cine en Colombia”. Este autor concibe el derecho como un fenómeno socio cultural que es objeto de estudio multidisciplinar, de ahí que la sociología, la antropología o la filosofía se encuentren relacionadas con él. Por otro lado, entiende el cine como un medio para pensarse el derecho, al cual le atribuye una visión externa de lo jurídico.
Dentro de los planteamientos que más llaman la atención se encuentra el que concibe al derecho y al cine como dos lenguajes sujetos a interpretación. Para este autor, en el cine las ideas son reproducidas como concepto-imagen con un componente emocional que termina condicionando lo racional. En otras palabras, las imágenes no son más que ideas con un componente emocional (Galeano Pérez, 2017, p. 312). Sobre el cine expresa:
El cine constituye un acto de conocimiento, puesto que es una actividad de reflexión acerca del mundo y de los demás individuos. Tanto quien hace cine, como quien acude a él, conoce, interpreta y, como tal, piensa. En consecuencia, no podríamos pretender que el arte (y en nuestro caso el cine) ignore una institución de tal entidad como lo es el derecho (Atehortúa, 2009).
Bajo estos planteamientos, a continuación vamos a analizar la imagen y la norma como dos lenguajes que pretenden representar, regular y sancionar la violencia política en Colombia, una realidad que infortunadamente sigue haciendo parte de nuestro contexto cercano.
En términos generales, los documentales seleccionados presentan una visión periférica del conflicto armado colombiano, haciendo énfasis cada uno de ellos en diferentes momentos y escenarios que han marcado la historia de Colombia en el marco del ejercicio de la guerra y la búsqueda de la paz. En común, los hechos narrados exponen la violencia política ejercida de parte de varios actores en conflicto, muchas veces en colaboración con el Estado o con su pasividad, sobre grupos y personas a causa de las actividades políticas4 que ejercían o ejercen, tanto a nivel institucional como desde las organizaciones civiles. En el marco de este estudio filmográfico, fueron seleccionados y analizados los siguientes documentales:
Nos están matando: este documental del año 2018, de los directores Emily Wright y Tom Laffay, y del productor Daniel Bustos Echeverry, en 20 minutos y 45 segundos, denuncia la violencia sistemática en contra de líderes y lideresas sociales en Colombia, especialmente en el norte del Departamento del Cauca, y resalta la cotidianidad de la resistencia frente a las amenazas en la lucha social, particularmente frente a la problemática de la propiedad y restitución de tierras (Bolaños, 2018, párr. 2).
Pizarro: Este documental del año 2015, dirigido por Simón Hernández y producido por Christian Bitar, en 1 hora y 23 minutos reconstruye algunos de los pensamientos y experiencias en la vida del líder político y ex comandante del M-19 Carlos Pizarro Leongómez –asesinado en 1990 siendo candidato presidencial por la Alianza Democrática M-19–, a través de las narraciones y búsquedas de memoria de su hija María José Pizarro (CNMH, 2018, párrs. 1 y 2).
Baile Rojo: del año 2003, dirigido y producido por Yezid Campos, este documental narra durante 53 minutos el asesinato selectivo y sistemático de dirigentes y militantes del Partido Político Unión Patriótica - U.P. en Colombia durante los años 80 (El baile rojo, 2007, párr. 3).
El documental Nos están matando, la pieza audiovisual más reciente en el tiempo, denuncia y protesta frente a las amenazas, violencias de diferentes tipos y asesinatos sistemáticos de líderes y lideresas sociales: defensores de derechos humanos, defensores y garantes de los procesos de restitución de tierras, defensores del medio ambiente y de los territorios, líderes indígenas, líderes afrodescendientes y campesinos.
A partir del seguimiento realizado a dos líderes sociales en el norte del departamento del Cauca durante casi un año, un líder indígena de la comunidad Nasa, Feliciano Valencia, y otro, Héctor Marino, líder afro, el documental expone cómo hombres y mujeres trabajan por sus comunidades a pesar y en contra de las amenazas y hostigamientos sobre sus propias vidas e integridad y las de sus familias. El documental se propone ir más allá de unas cifras y estadísticas, que de por sí son alarmantes, pero que de alguna manera desnaturalizan la muerte de un líder social y desestiman las implicaciones de la misma en una comunidad. Así, el asesinato de un líder social no implica únicamente el daño a su familia, que sufre de sobremanera, sino que acalla y desestructura a una comunidad completa, pues le quita un engranaje importante a los procesos comunitarios (Wright & Laffay, 2018).
Por su parte, el documental Pizarro narra las vivencias y sentires de María José Pizarro, hija de Carlos Pizarro, frente a la memoria de su padre, aquel líder político icónico para la historia política de Colombia marcada por la guerra y la búsqueda de la paz, quien fuera asesinado el 26 de abril de 1990 y cuya responsabilidad no ha sido esclarecida por la justicia doméstica.5 En el documental se entrelazan las experiencias de la familia de Pizarro, exiliada por la violencia, con diferentes momentos y escenarios en los que Pizarro, comandante del M-19, promovió la salida pacífica al conflicto que atravesaba el país en los años 80, después de 20 años de empuñar las armas y lograr desestabilizar el sistema, lo que además abonó camino a la negociación política (La paz con el M-19, 1997).
El 9 de marzo de 1990, el M-19 en cabeza de su comandante, firma un acuerdo de paz con el entonces Gobierno del Presidente Virgilio Barco, producto del cual entrega las armas y se inicia dentro de la vida civil y el ejercicio de la política institucional, al erigir a Pizarro como candidato presidencial. El M-19 fue el primer grupo guerrillero en Colombia en entregar las armas después de un acuerdo de paz, sin embargo, la entrada al escenario electoral de dirigentes del nuevo partido Alianza M-19 no cayó bien en las élites políticas tradicionales y en el narcoparamilitarismo, quienes después de cuatro meses de la firma del acuerdo ordenaron de manera cómplice su asesinato, así como también el de otros dirigentes del partido.
Ahora bien, el documental El Baile Rojo: Memoria de los silenciados del Director Yesid Campos, narra los sucesos de lo que él llama el genocidio de líderes políticos, militantes y personas afines al partido político Unión Patriótica en los años 80, a través de las voces de víctimas sobrevivientes, familiares de las víctimas y representantes de diferentes organizaciones sociales y de derechos humanos.
De acuerdo a la información allí revelada, los asesinatos selectivos y sistemáticos de estas personas se orquestaron mediante un plan en el que participaron miembros del gobierno, fuerzas armadas y grupos paramilitares, cuyo modo de operación consistía en amenazas mediante panfletos y sufragios en donde señalaban a las víctimas de la colaboración y coparticipación con los fines insurgentes de la guerrilla de las FARC-E.P.
La violencia narrada desde el suceso, el testimonio y la denuncia, exponen la tesis de que los distintos hechos de victimización –las amenazas, los hostigamientos, las desapariciones y los homicidios– a los dirigentes políticos, a los líderes y lideresas sociales no ocurrieron ni ocurren con ocasión a problemas particulares, como se ha querido hacer ver por parte de los órganos de investigación oficial, por el contrario, tienen una intrincada razón fundamentalmente política. A saber, la desaparición del partido político Unión Patriótica.
Ese partido surgió el 28 de mayo de 1985, como una de las medidas acordadas en el proceso de negociaciones entre la guerrilla de las FARC-E.P. y el Gobierno de Belisario Betancur iniciadas en 1982, para tener gestos de buena voluntad en búsqueda de la salida pacífica y política al conflicto armado; que los ataques se hayan ensañado contra quienes integraban esa agrupación política evidencia que los asesinatos no se dirigieron a acabar con la vida individualmente considerada de los dirigentes y militantes del partido, sino que tenían como finalidad el exterminio de dicho movimiento, cuya presencia en el escenario político y la acogida electoral puso a tambalear la estabilidad del sistema político, cerrado y cooptado por los partidos políticos tradicionales, a lo que la clase política en coparticipación con el paramilitarismo se negó rotundamente.
Según Cepeda Castro (2006), la intencionalidad de los ataques sistemáticos en contra de los miembros del Partido U.P. tuvo como finalidad acabar con el grupo político.6
En sus primeras incursiones electorales en marzo y mayo de 1986, la U.P tiene una inesperada acogida. Son elegidos 14 congresistas para cámara y senado, entre estos 2 comandantes guerrilleros; 18 diputados para 11 asambleas departamentales y 335 concejales para 187 concejos, en la más alta votación jamás alcanzada por un partido político independiente o de izquierda en Colombia. Poco después, en mayo de ese mismo año, su candidato a la presidencia de la república, el ex magistrado y sindicalista Jaime Pardo Leal, alcanza más de 320.000 votos (Morris, 2008).
La trayectoria y el propósito del partido de la U.P. de convertirse en una alternativa a los partidos tradicionales lo llevaron a que alcanzara a ser una tercera fuerza que se intentaba consolidar en el espectro político. Compitió electoralmente en cargos de gobiernos locales, así como el Congreso de la República y llegó a tener candidatos presidenciales (CNMH, 2018, p.138 y 227).
Este movimiento se conformó en medio un ambiente de alta polarización producto del proceso de paz que a su vez se alternaba con las continuas acciones militares tanto de las Fuerzas Militares como de las guerrillas. Su presentación oficial a nivel nacional se dio el 28 de marzo de 1985 con la celebración del primer aniversario de los acuerdos de paz. Fue integrado por distintas fuerzas políticas que no solo se concentraban en tendencia de izquierda cercanas a las FARC-E.P. De él participaron el Partido Comunista Colombiano (PCC), fuerzas independientes, organizaciones y líderes locales con distintas procedencias políticas, organizaciones comunales, entre otros.
La UP se forjó como un movimiento amplio, pluralista y de convergencia democrática, en el que debían tener cabida todas las vertientes políticas y los sin partido. Como lo recordó Bernardo Jaramillo en una entrevista en 1988 “era necesario aprovechar la apertura política que el presidente prometía” (Harnecker, 1989, p. 11). De ahí su heterogeneidad interna y su envergadura (CNMH, 2018, p. 39).
Su trabajo organizativo se concentró en mayor medida en la ruralidad y zonas periféricas del país que cogió forma en las Juntas Patrióticas, las organizaciones comunales, las asociaciones campesinas. Adicionalmente, logró su articulación con las luchas por la tierra; sectores de trabajadores y su lucha por el derecho a la sindicalización y a un salario justo. En contraste, el trabajo organizativo se tornó un poco más lento en contextos urbanos (CNMH, 2018, p. 43).
Hacia el año 1987, las FARC-E.P. se deslindó de la U.P. como consecuencia de la dinámica que tomaba el conflicto armado luego de la llegada del presidente Virgilio Barco y el debilitamiento del acuerdo de paz alcanzado con Belisario Betancur, la ruptura de la tregua. Sin embargo, la U.P. no renunció a lucha política democrática (CNMH, 2018, p. 44).
La Unión Patriótica se propuso unos horizontes políticos a través de lo que denominaron Plataforma de la UP, en donde consignaron la hoja de ruta que direccionaba sus apuestas. De esta Plataforma se destacan:
- El levantamiento del Estado de sitio y el respeto a los derechos humanos.
- El desmonte del monopolio ejercido por los partidos tradicionales y la apertura a las mayorías nacionales.
- La aprobación de una ley de Reforma Agraria Democrática que entregará la tierra de forma gratuita a campesinos.
- El respeto de los derechos de las comunidades indígenas.
- El derecho al trabajo asalariado sin discriminación salarial ni sexual y con garantías sociales para ejercerlo.
- El cumplimiento de los objetivos sociales de defensa ecológica y del medio ambiente (CNMH, 2018, p. 53).
Esta fuerza alternativa encontró un muro de contención que, a través de la violencia, frenó su proceso de consolidación política y el alcance de los propósitos que este movimiento en su momento se trazó. Tal violencia se propuso el exterminio de este grupo político y arrojó, según cifras oficiales 4.153 militantes políticos asesinados o desaparecidos. De acuerdo con el informe del Centro Nacional de Memoria Histórica “Todo pasó frente a nuestros ojos: Genocidio de la Unión Patriótica 1984-2002” y la cataloga como “el peor crimen político en la historia reciente del país”. Uno de los datos que arrojó este informe, permite evidenciar la gravedad de la situación, así como los patrones de su escalamiento, pues asegura que en el período que va desde 1984 hasta 2002, cada 33 horas era asesinado o desaparecido un militante de la UP. Lo anterior, sin tener en cuenta otras formas de victimización (2018, p. 109).
Los hechos documentados en la literatura aquí referenciada, así como los percibidos en el documental El Baile Rojo, coinciden en que estamos frente a un genocidio político. Sin embargo, la doctrina de derecho internacional no es pacífica frente a tipificación delito de genocidio. De allí que surjan inquietudes como: ¿Estamos frente a un genocidio político? ¿Cuáles son los mecanismos e instrumentos del derecho internacional con los que se ha hecho frente a este flagelo? ¿Cuál es la responsabilidad del Estado?
Siguiendo los estudios de derecho y cine, los documentales evocan en imágenes distintas emociones: el miedo, expresado en los líderes del Norte del Cauca que han sido amenazados por grupos armados, en el documental “Nos están matando”; la frustración por la impunidad en el asesinato de Carlos Pizarro, en el documental Pizarro; la valentía reflejada en las aspiraciones de justicia en el caso del exterminio de la Unión Patriótica, que hace que se emprendan acciones jurídicas en instancias internacionales; y la esperanza, expresada en la incansable búsqueda de la paz que transversaliza las historias contadas.
Del mismo modo, a los sucesos, así como a las historias que son narradas en cada uno de los documentales, no solo las articula o tienen como eje común la violencia política, antes bien, en al menos dos de los documentales la búsqueda de justicia a través de la activación de sistemas judiciales es un rasgo que también las atraviesa. De modo que, al derecho se acude como instrumento de respuesta a la violencia política, bien en búsqueda de sanciones para quienes la ejercen, o bien como medida de protección sobre quienes se encuentran en riesgo.
De ahí, que estos documentales nos introducen con una mirada sensible y no tan abstracta a conceptos propios del Derecho Internacional de los Derechos Humanos. A continuación, desarrollaremos ese análisis.
De acuerdo con Gómez-Suárez (2013), no existe un consenso en la academia sobre cómo denominar el caso de la U.P. Algunos –menciona–, recurren al término de genocidio político, advirtiendo la ocurrencia de un plan de exterminio sistemático de un grupo con ocasión a un móvil político, y otros, recurren al término de particidio, que resulta de una especie de mixtura entre el término genocidio como la intención de destruir total o parcialmente un grupo y el término de partido político, entendido como una organización política a la cual se dirige dicho plan.
En definición, ambos conceptos tienen una misma finalidad y es la de otorgar el carácter político al genocidio, que entendido desde el derecho internacional es excluido. Así entonces, frente al caso de la U.P. pueden asumirse varias posturas, cuyo propósito particular es resaltar un elemento de análisis que tiene efectos no sólo en términos académicos sino también históricos, sociológicos, de responsabilidad de los perpetradores y sobretodo la responsabilidad del Estado colombiano.
En el presente análisis, se va a hacer referencia a la definición del genocidio desde el derecho internacional, para lo cual se desarrolla pregunta sobre ¿cómo se encuentra tipificado en los principales instrumentos internacionales? y ¿cuáles son algunas de sus características principales? Lo anterior para esbozar cuál fue el limitante que frente al caso de la U.P., ha impedido catalogar los hechos como genocidio y cuáles han sido las principales consecuencias, al menos en los foros internacionales.
Cabe señalar, que las definiciones así establecidas han sido objeto de acalorados debates no sólo desde la academia sino también desde los mismos escenarios internacionales, particularmente sobre la identidad y estructura de los perpetradores, la identidad de los grupos víctimas de genocidio y principalmente su intencionalidad.
Como un referente primordial, se cuenta con que para el año de 1948 desde la Resolución 260 A (III) de la Asamblea General de Naciones Unidas se adoptó la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio, la cual fue ratificada por Colombia el 27 de octubre de 1959. En dicho instrumento se estableció el genocidio como un delito de derecho internacional7 y que puede consistir en la matanza de miembros de un grupo, la lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo, el sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial, la toma de medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo y el traslado por fuerza de niños del grupo a otro grupo. Estos hechos para ser catalogados como actos de genocidio castigados por el derecho internacional deben ser perpetrados con la intención de destruir total o parcialmente un grupo nacional, étnico, racial o religioso.
En efecto, la intención es un elemento constitutivo del crimen de genocidio que lo diferencia de otros crímenes. Esto es, el genocidio para ser tal se distingue por un “dolo especial” que significa que el criminal de forma deliberada y consentida haya buscado los resultados obtenidos con la realización del crimen. Es de anotar que no es el número de personas lo que determina la existencia o no de un genocidio, pues este no equivale a una matanza colectiva. La finalidad de este tipo de crímenes es proteger la existencia de un grupo, de tal manera que la lesión de dicho bien consiste en el exterminio del mismo. De ahí que, un solo asesinato puede configurar un crimen de genocidio siempre que se pruebe que existe la intención de querer destruir total o parcialmente un grupo nacional, étnico, racial o religioso (Verduzco, 2002).
Después de la expedición de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio en el año 1948, otros ordenamientos jurídicos internacionales han adoptado el crimen de Genocidio.
En primer lugar, en 1968 lo hizo la Convención sobre imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de los crímenes de lesa humanidad, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas, en su artículo I, inciso 2, en el que se estipuló que el delito de genocidio consignado en la Convención de 1948 sería imprescriptible cualquiera que haya sido la fecha de su realización.8
Más adelante, en 1993 lo hizo el Estatuto del Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia, el cual en su artículo 4to consignó en los mismos términos la definición de genocidio de acuerdo a lo prescrito en el artículo 2 de la Convención y se atribuyó competencia para perseguir este tipo de delitos. En igual consideración lo hizo en 1995 el Estatuto del Tribunal Penal para Ruanda en su artículo 2. Agregado a los anteriores, el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, el 17 de julio de 1998, en artículo 6to también retomó de forma idéntica lo convenido por la Convención acerca del genocidio. En estos ordenamientos se conservó la definición, los grupos objetos de protección y los actos proscritos que constituyen el crimen de genocidio.
Esta conceptualización normativa se mantiene intacta hasta nuestros días, su definición no ha experimentado modificación alguna. Ahora bien, a la prescripción del delito, con la expedición del Estatuto de Roma, la Comisión Preparatoria de la Corte Penal Internacional,9 elaboró un documento en el que formalizó los elementos de los crímenes que serían sancionados por la Corte. Estos elementos ayudarían a la Corte a interpretar y aplicar los artículos 6, 7 y 8 del Estatuto.
Este instrumento señaló de forma taxativa cada una las conductas que pueden dan lugar a la existencia del delito de genocidio, de tal manera que la realización del mismo no se reduciría al asesinato, o en términos de la Comisión Preparatoria, a la matanza, sino más bien se extiende a la realización de cualquiera de las siguientes conductas: matanza; lesión grave a la integridad física o mental; sometimiento intencional a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física; la imposición de medidas destinadas a impedir nacimientos; y el traslado por la fuerza de niños.
Adicionalmente, a cada una de estas conductas se le añade una serie de elementos esenciales que son determinantes en la constitución del delito de genocidio. En otras palabras, este instrumento dispuso que para que se establezca la existencia del delito en cuestión, es necesario no solo la comisión de la conducta sino: a. que el sujeto pasivo de la acción haya pertenecido a un grupo nacional, étnico, racial o religioso determinado, b. que el sujeto activo haya tenido la intención de destruir, total o parcialmente, a ese grupo nacional, étnico, racial o religioso; c. que la conducta se haya realizado en el contexto de una pauta manifiesta similar dirigida contra los grupos señalados o haya podido por sí misma causar esa destrucción.
De forma particular, en los casos de sometimiento intencional a condiciones de existencia que estén dirigidas a acarrear la destrucción física de uno de los grupos sociales protegidos, se añadió expresamente que las condiciones de existencia debían tener el propósito de acarrear la destrucción física, total o parcial, del grupo.
En ese mismo sentido, en los casos de traslados por la fuerza de niños, se dispuso expresamente que se requiere para la constitución del delito de genocidio, además de los elementos descritos con anterioridad, que –el traslado haya tenido lugar de ese grupo a otro grupo– Que los trasladados hayan sido menores de 18 años; que el autor supiera, o hubiera debido saber, que los trasladados eran menores de 18 años (Comisión Preparatoria, 2000).
Esta disposición que pretende ser parámetro interpretativo de la Corte Penal Internacional, sugiere diferentes temas para el análisis y la problematización, tanto en el campo teórico y dogmático como en el terreno probatorio, pues a pesar de que con ella se busque la precisión, las normas no pueden desprenderse con radicalidad de su carácter ambiguo al momento de querer aprehender la realidad. Resulta ineludible preguntarse entonces ¿Cómo acreditar el elemento volitivo que es un elemento indispensable para la existencia del delito de genocidio? ¿Cómo evidenciar un contexto de realización sistemática de la conducta que constituye delito de genocidio?
Aunque llaman la atención especialmente los desafíos que estos elementos sugieren en términos probatorios –abordarlos sería el propósito de futuros escritos–, con mayor intensidad lo hace la delimitación de los grupos sociales que pueden ser objeto de dicho delito y la consecuente exclusión de los grupos unidos por otros factores como el político, el género o la clase. La determinación de los grupos que pueden ser víctimas del genocidio no sólo es limitada en cuanto al factor de conexión que une a tales personas, sino que además califica la unión del conglomerado a un grupo como tal. Como consecuencia de lo anterior, por un lado, no cualquier porción de personas puede catalogarse como grupo, de allí que la estipulación pueda dejar de lado actores que no constituyen un grupo delimitado. Y por otro lado, no todos los grupos delimitados pueden ser víctimas del genocidio. Particularmente, la delimitación de estos grupos se asocia con los motivos o intenciones que dan pie al plan de aniquilamiento (Gómez-Suárez, 2013).
Para efectos materializar los objetivos de este texto, a continuación nos concentraremos en el análisis de la exclusión del móvil político dentro de las definiciones del genocidio, como un asunto que encuentra profundas razones históricas y políticas.
El móvil político dentro de las definiciones del genocidio.
Como lo menciona Lemkin (1946), la palabra genocidio es un híbrido compuesto por el griego genes, que significa raza, nación o tribu, y el latín cide, que significa matanza. El genocidio definido como el exterminio de grupos humanos nació de la necesidad de estipular normativamente el aniquilamiento sistemático de grupos de poblaciones como un delito imprescriptible y extraterritorial, buscando de un lado, reconsiderar un principio del derecho internacional con la preocupación de fondo por la responsabilidad de los Estados frente a sus ciudadanos y constituir un significante que describiera las diferentes acciones que están dirigidas a acabar o “inutilizar” una colectividad o grupo humano, y, por otro lado, castigar a los genocidas a lo largo de la historia, particularmente en el contexto europeo de las guerras mundiales.
Frente a la extraterritorialidad del genocidio, vale la pena resaltar el álgido debate en torno a si la regulación que penalizaba el genocidio debía ser la interna de cada Estado, lo cual le confería un aire de impunidad a la destrucción de grupos poblacionales en el marco de la actuación estatal, o si se trataba de actos de interés internacional cuya regulación correspondía a la ley de las naciones10 y por ende a todos los Estados pertenecientes a la comunidad internacional11 (Lemkin, 1946, párr. 4). Ahora bien, esta discusión tiene relevancia particularmente en la Europa de la segunda mitad del siglo XX, por cuanto había atravesado dos guerras mundiales, incluido el proyecto de exterminio de los judíos, los polacos y los gitanos orquestado por el gobierno alemán en la segunda guerra mundial.
Las discusiones en el marco de la Asamblea General de las Naciones Unidas permitieron la aprobación de la Resolución 90 (1) del 11 diciembre de 1946, en donde se reconoció el genocidio como un crimen bajo el Derecho Internacional que:
(...) el mundo civilizado condena y por el cual los autores y sus cómplices, deberán ser castigados, ya sean estos individuos particulares, funcionarios públicos o estadistas y el crimen que hayan cometido sea por motivos religiosos, raciales o políticos, o de cualquier otra naturaleza; (...) (negrita fuera de texto)
En este apartado se evidencia cómo el genocidio incluyó en un primer momento el factor político como móvil para que se configurara el crimen, sin embargo, como se verá más adelante, la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio en su artículo II no lo incluye. Esta exclusión tiene razones políticas de fondo.
En efecto, en la concepción originaria de Genocidio, Raphael Lemkin, quien usó primero el término, le atribuyó dos fases fundamentales: i. la destrucción de la identidad nacional del grupo oprimido; y, ii. la imposición de la identidad nacional del opresor (2008, p. 154, citado en Feierstein, 2016, p. 250). Estos elementos suponían que no se trataba del mero exterminio de un grupo humano, representado únicamente en sus cuerpos, sino en la identidad misma que los agrupaba, así como que del exterminio se siguiera la imposición de la “identidad del opresor”.
No obstante, tales elementos fueron obviados en la consagración de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio en 1948, pues los Estados renunciaron a que dentro del genocidio se contemplara el genocidio político y cultural en un proceso que algunos estudiosos caracterizaron como de despolitización que arrojó “la explicación y representación de los genocidios dentro de la irracionalidad” (Feierstein, 2016, p. 250).
Una de las razones que estudiosos críticos le atribuyen a este proceso sugieren que a los Estados les resulta problemático atribuir criterios políticos al genocidio porque en la constitución moderna de los mismos, éstos se han valido del exterminio de grupos humanos para erigirse.
Es precisamente esta doble dimensión del término "genocidio" la que fue licuada y despolitizada en el marco de la sanción de la Convención sobre Genocidio en las Naciones Unidas, aprobada luego de dos años de intensos desacuerdos y durante los cuales se eliminó toda referencia a la opresión y se logró excluir a los grupos políticos de la definición, no sin fuertes oposiciones. Esta exclusión logró encuadrar la explicación y representación de los genocidios dentro de la irracionalidad –por medio de un racismo que de este modo es "despolitizado" y desvinculado de las lógicas de constitución de la opresión estatal– (Feierstein, 2016, p. 250).
Sin embargo, a pesar de la exclusión del criterio político en la comisión del delito de genocidio, su abordaje e interpretación sigue siendo objeto de disputa en el terreno académico y doctrinario, dimensiones de análisis que no descartan que llegue hasta el escenario de la jurisprudencia internacional. De hecho, algunos autores persisten en que el debate no está cerrado si se tiene en cuenta la figura de "destrucción parcial de un grupo nacional” contenida en la Convención, a partir de la cual se podría abrir posibilidades de ampliar el análisis sobre el Genocidio.
De ahí que, vale la pena mencionar, en 1998 la Justicia penal española, en virtud del principio de persecución universal de determinados delitos internacionales y fundado en un interés legítimo otorgado por la victimización en contra de ciudadanos españoles (Verduzco, 2002, p. 937), se atribuyó competencia para judicializar a Augusto José Ramón Pinochet Ugarte por los delitos de genocidio, terrorismo y tortura (Caso Pinochet: Cronología, s.f., (párr., 87)). La Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional de España defendió la imputación realizada del delito de genocidio, frente a la impugnación presentada por el Ministerio Fiscal en el marco del proceso, advirtiendo que el silencio de la Convención de 1948 frente al criterio político no significaba necesariamente su “exclusión indefectible”.
El sentido de la vigencia de la necesidad sentida por los países partes del Convenio de 1948 de responder penalmente al genocidio, evitando su impunidad, por considerarlo crimen horrendo de derecho internacional, requiere que los términos “grupo nacional” no signifiquen, “grupo formado por personas que pertenecen a una misma Nación”, sino, simplemente, grupo humano nacional, grupo humano diferenciado, caracterizado por algo e integrado en una colectividad mayor… La prevención y castigo del genocidio como tal, esto es, como delito internacional, como mal que afecta a la comunidad internacional directamente, en las intenciones del Convenio de 1948 que afloran del texto, no puede excluir, sin razón en la lógica del sistema, a determinados grupos de diferenciados nacionales, discriminándoles respecto de otros. Y en estos términos, los hechos imputados en el sumario constituyen genocidio (…) (Audiencia Nacional de España, Auto por el que se considera competente la Justicia española para perseguir delitos de genocidio, tortura y terrorismo cometidos en Chile, 1998, (párr. 40).
Pese a la controversia que en el campo doctrinario se presenta frente a la definición de genocidio, en materia normativa la definición inicial consagrada en la Convención de 1948 se mantiene de forma idéntica. En la actualidad, son más de 120 países los que hacen parte de esta Convención que entró en vigencia el 12 de enero de 1951 –fue el primer tratado de derechos humanos que realizó la Asamblea General de las Naciones Unidas–. Y tal y como se ve en párrafos anteriores, ninguno de los instrumentos internacionales que retoman la regulación de genocidio con posterioridad a esta Convención, le han introducido modificaciones.
Colombia firmó la Convención a través de su ministro de Relaciones Exteriores el 12 de agosto de 1949 y fue aprobada a través de la ley 28 de 1959. La ratificación de la Convención para la prevención y sanción del delito de genocidio trae consigo la obligación de los estados contratantes de adecuar sus ordenamientos jurídicos a las disposiciones de la convención con el fin de garantizar su aplicación y, especialmente, establecer en sus normas penales la tipificación del delito de genocidio y su correspondiente sanción. Sin embargo, no fue sino hasta el año 2000 en el que la Ley 599 del 2000, adicionó mediante su artículo primero el artículo 322-A al Código Penal de 1980 (Decreto 100 de 1980).
Aquella disposición introdujo un elemento particular al tipo, que no había ni ha sido considerado en ningún instrumento internacional: el genocidio por razones políticas. Adicionalmente, esta norma añadió que para que se configurara el tipo de genocidio bajo el criterio político, sería necesario que el grupo político actuara en el marco de la ley.
Para aquel momento, en juicio de constitucionalidad la Corte Constitucional (2001) estableció que la determinación del móvil político en la legislación interna no iba en contra de los tratados internacionales ratificados por Colombia, sino que por el contrario ampliaba la esfera de protección a los grupos políticos que claramente tienen una identidad definida y que por lo tanto corresponden a la definición del crimen de genocidio conforme al derecho internacional. Adicionalmente, la Corte reconoció que “no se puede ignorar que en Colombia muchos de los exterminios que podrían ser caracterizados como genocidio son de naturaleza política” (Corte Constitucional, Sentencia C-117 de 2001, consideración 5, párr. 5).
En el mismo sentido, la Corte se pronunció acerca de la determinación de la norma, según la cual los grupos políticos deben actuar conforme a la ley para que se configure el tipo penal, advirtiendo que esto resultaba contrario a los valores propios de la Constitución conforme a los cuales el reconocimiento y respeto irrestricto de los derechos a la vida y a la integridad personal corresponde por igual a todas las personas, ya que, señala la Corte: “respecto de todos los seres humanos, tienen el mismo valor” (Corte Constitucional, Sentencia C-117 de 2001, consideración No 5, párr. 13).12
La posición del Gobierno con respecto al juicio de constitucionalidad señalaba que la ampliación del genocidio al factor político podía limitar a la fuerza pública en el enfrentamiento de grupos políticos alzados en armas. Sin embargo, para la Corte: “salta a la vista, que se basa en un supuesto equivocado comoquiera que confunde el exterminio de grupos políticos con el combate a organizaciones armadas ilegales” (Corte Constitucional, Sentencia C-117 de 2001, consideración 5, párr. 19).
Huertas (2006), en una posición semejante a la del gobierno colombiano al referirse a la Convención sobre el genocidio, señala que no es posible adicionar el factor político al tipo, toda vez que “los elementos subversivos podrían hacer uso de la Convención para debilitar la acción de los gobiernos legalmente establecidos en su propia defensa”. Así mismo, advierte que es muy poco probable que los estados acepten una convención que de incluir el factor político en el genocidio le permitiría a las Naciones Unidas intervenir en sus asuntos políticos.
Por otro lado, el ordenamiento jurídico colombiano, respecto a la participación de funcionarios del Estado colombiano en acciones dirigidas a destruir grupos étnicos, religiosos o sociales, se promulgó la Ley 200 de 1995, antiguo Código Disciplinario Único, en la que dicha conducta se sancionaba disciplinariamente con la destitución. De esta norma, se desprende la primera ampliación a nivel nacional de la definición del genocidio hacia otros grupos protegidos, especialmente, porque el concepto "grupos sociales" puede incluir una categoría amplia de conglomerados de personas.
Por su parte, la ley 742 del 5 de junio de 2002 que aprobó el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, consagra en su artículo 6to la tipificación del delito de genocidio, sin embargo, no incluye dentro de los móviles el factor político para que se configure el tipo, pues traslada de manera literal la definición establecida en la Convención de 1948 para la prevención y sanción del delito de genocidio.
Las víctimas sobrevivientes de los hechos ocurridos contra la UP, han defendido incansablemente su reconocimiento como víctimas de genocidio político. Catalogar de esta manera los hechos ocurridos impactaría, entre otros aspectos, las estrategias investigativas en cada caso, la determinación de responsabilidades y la reparación a las víctimas (CNMH, 2018). En otras palabras, de la determinación de los hechos de victimización contra dirigentes de la UP como genocidio, se deriva la satisfacción efectiva de los derechos a la verdad, a la justicia, a la reparación y a las garantías de no repetición.
Sin embargo, las víctimas se han tenido que enfrentar a diferentes limitaciones que en el campo jurídico de orden internacional y nacional han complejizado la consecución de justicia.
A nivel internacional, el 16 de diciembre de 1993, la corporación Reiniciar, así como la Comisión Colombiana de Juristas acudieron al Sistema Interamericano de Derechos Humanos, presentando solicitud de admisión “por las acciones contras los miembros de la Unión Patriótica, las cuales constituyen un acto de genocidio y de violación de los derechos humanos protegidos por la Convención Americana de Derechos Humanos”.
El caso fue admitido el 12 de marzo de 1997 bajo la denominación José Bernardo Díaz y otras víctimas de la UP vs Colombia, caso Nro. 11.225. De acuerdo con el análisis realizado por la Comisión durante la admisión del caso, se evidenció que conforme a lo descrito por los peticionarios existía un vínculo entre las diversas personas y los hechos ocurridos, lo cual exigía el análisis de la información de manera conjunta a través del trámite de un solo caso (CNMH, 2018).
No obstante, en el informe de admisibilidad la Comisión prevé los términos en que se admite el caso respecto a la petición expresa de los peticionarios de entender la sistemática violación de derechos humanos en contra de los dirigentes de la UP como crimen de genocidio. Allí la Comisión señaló que los peticionarios no alegaron los hechos que permitieran caracterizar a la U.P. como un grupo nacional, étnico, racial o religioso. Reconoció que en términos fácticos se comparten características con el fenómeno de genocidio de acuerdo con el uso corriente del término, caso diferente con la definición normativa en el derecho internacional del delito de genocidio:
24. La definición de genocidio de la Convención no incluye la persecución de grupos Políticos, si bien fueron mencionados en la resolución original de la Asamblea General de las Naciones Unidas que llevó a la redacción de la Convención sobre Genocidio. El texto final de la Convención excluyó de manera explícita los asesinatos en masa de grupos políticos. La definición de genocidio, incluso en su aplicación más reciente en foros como el Tribunal de Crímenes de Guerra de Yugoslavia, no se ha ampliado para incluir la persecución de grupos políticos (CIDH, 1997).
Pese a la negativa de abordar el caso como genocidio, la Comisión lo encontró procedente, entre otras razones, debido a que las víctimas ya habían surtido diferentes instancias de justicia a nivel interno sin obtener respuesta alguna.
Durante el trámite del caso José Bernardo Díaz y otras víctimas de la UP vs Colombia, en la etapa de solución amistosa, se desglosaron como caso independiente los hechos ocurridos en la humanidad de Manuel Cepeda Vargas. Estos habían sido incluidos inicialmente dentro del caso José Bernardo Díaz y otras víctimas de la UP vs Colombia. Pero en etapa de solución amistosa, los representantes de las víctimas en el caso de Manuel Cepeda decidieron desistir del intento de solución amistosa con el Estado colombiano. De ahí que los dos casos fueron considerados como procesos diferentes quedando el caso Nro. 11.227 José Bernardo Díaz y otras víctimas de la UP vs Colombia y el caso Nro. 12.531 Manuel Cepeda Vargas vs Colombia. A partir de ese momento (septiembre de 2005) cada proceso continuó de forma independiente surtiendo cada etapa procesal ante el SIDH.
En el caso de José Bernardo Díaz y otras víctimas, la etapa de búsqueda de solución amistosa se inició en marzo del año 1999, cuando el Gobierno de Andrés Pastrana aceptó la convocatoria de la Comisión IDH. Para efectos de alcanzar acuerdos al respecto, se creó una Comisión Mixta con delegados del Estado y los representantes de las víctimas. En este escenario se alcanzaron una serie de Acuerdos, en los que el Estado se comprometió a: instaurar un programa de protección para las víctimas y los sobreviviente de la UP y del Partido Comunista Colombiano, compromiso que significaba un requisito previo para iniciar la etapa de concertación; la definición de un Universo Común Provisional de víctimas del caso y la constitución de subunidades en la Fiscalía y en la Procuraduría para investigar el estado de los procesos; la elaboración de una propuesta metodológica para la búsqueda de una solución amistosa (CNMH, 2018).
Como consecuencia de estos Acuerdos iniciales, el Gobierno expidió el Decreto 978 del 1 de junio de 2000 a través del cual se creó el Programa Especial de Protección Integral para dirigentes, miembros y sobrevivientes de la Unión Patriótica y del Partido Comunista Colombiano. En este mismo año, los peticionarios y el Estado colombiano iniciaron formalmente la búsqueda de una solución amistosa. Esta etapa se extendió hasta el año 2005, cuando los incumplimientos de los compromisos asumidos por el Estado y la poca voluntad del Gobierno de Álvaro Uribe Vélez llevaron a la decisión por parte de los peticionarios de no continuar con la búsqueda de un acuerdo amistoso. El 27 de junio de 2006 la Corporación Reiniciar y la Comisión Colombiana de Juristas formalizaron la decisión de no continuar en la etapa de solución amistosa y continuó el proceso ante la Comisión IDH (CNMH, 2018, p. 459).
El 8 de mayo de 2018, la Comisión IDH entregó al Gobierno Colombiano el Informe de Fondo No. 170 de 2017. En este Informe, la Comisión le hace siete recomendaciones al Estado colombiano, relacionadas con: la indemnización de las víctimas; la investigación, el hallazgo y, de ser el caso, la identificación de los restos mortales y entrega a sus familiares de las personas víctimas de desaparición forzada y que eran miembros de la U.P.; la consecución de los procesos penales y disciplinarios para determinar responsabilidades y esclarecer los hechos de victimización; la realización medidas de satisfacción tanto individuales como colectivas que serían construidas con la participación y aprobación de las víctimas; el reconocimiento de responsabilidad internacional a través de un acto público por parte del Estado colombiano; la implementación de mecanismos de no repetición (CIDH, 2017, párr. 1605).
El caso Manuel Cepeda Vargas por su parte, siguió el trámite de fondo ante la Corte IDH luego de que la Comisión presentará demanda ante esta instancia. Durante este nuevo estadio del proceso, se efectuaron algunas etapas como: la presentación de excepciones preliminares por parte del Estado colombiano y los alegatos frente a la misma, la realización de audiencia para escuchar a testigos y peritos; la presentación de alegatos finales, etapas que condujeron finalmente, el 26 de mayo de 2010, a sentencia de responsabilidad internacional contra el Estado colombiano (CNMH, 2018, p. 461).
En la sentencia queda claro que el Estado hizo un reconocimiento parcial de los hechos y de su responsabilidad internacional por varias de las violaciones a los derechos reconocidos en la Convención Americana de Derechos Humanos. Reconoció su responsabilidad por acción y por omisión; por la violación de los derechos a las garantías judiciales al exceder un plazo razonable en la investigación de los autores intelectuales de la muerte del senador Manuel Cepeda Vargas, que hasta el momento siguen sin ser determinados; por la violación del derecho a la vida, la integridad personal, el derecho a la honra y la dignidad; por violación al derecho a la libertad de expresión y a los derechos políticos del senador Manuel Cepeda Vargas.
Pese a que no se abordó el caso de la UP como un genocidio político en la sentencia de la Corte IDH, ni en el informe Nro. 170 del 6 de diciembre de 2017 de la Comisión IDH, estas instancias si reconocieron la sistematicidad y generalidad de los hechos de victimización ejercidos contra ese partido político. De hecho, era frecuente que se hiciera referencia a los crímenes y violaciones de derechos humanos de los miembros de la UP como un exterminio, una eliminación progresiva, un ataque sistemático, un delito de lesa humanidad e incluso un genocidio, aunque este no fuera tipificado jurídicamente. Así lo reconoció la Corte IDH en algunos apartes de la sentencia:
81.La violencia contra la UP ha sido caracterizada como sistemática, tanto por organismos nacionales como internacionales, dada la intención de atacar y eliminar a sus representantes, miembros e incluso simpatizantes. La Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos se refirió a las ejecuciones de militantes de la UP como “sistemáticas”; el Defensor del Pueblo calificó a la violencia contra los dirigentes y militantes de ese partido como “exterminio sistematizado”; la Corte Constitucional de Colombia como “eliminación progresiva”; la Comisión Interamericana como “asesinato masivo y sistemático”; la Procuraduría General de la Nación se refiere a “exterminio sistemático”, y la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación como “exterminio” (Cepeda Vargas vs Colombia, 2010).
La responsabilidad del Estado por los hechos ocurridos contra miembros de la Unión Patriótica ha estado relacionada no solo con el deber de protección que no cumplió, sino con el déficit de justicia que ha mostrado al abordar estos casos. Sin embargo, la aplicación de justicia internacional con los pronunciamientos en los casos emblemáticos aquí descritos ha generado efectos importantes en la aplicación de justicia a nivel interno, pues se han venido adaptando a los procesos jurídicos en curso en la justicia colombiana, elementos de análisis utilizados en los pronunciamientos de las instancias internacionales. El informe del Centro Nacional de Memoria Histórica “Todo pasó frente a nuestros ojos. Genocidio de la Unión Patriótica 1984-2002”, lo manifiesta así:
En el estudio de los hechos calificados como crímenes y violaciones a los derechos humanos de las víctimas de la UP, los jueces, a cuyas decisiones se hará referencia, vincularon el análisis del caso sometido a su consideración con otros hechos victimizantes, antecedentes y elementos de contexto en que sucedieron, acudiendo a informes, decisiones judiciales de índole nacional e internacional, conceptos, peritajes y testimonios. Estas fuentes destacaron la sistematicidad y generalidad como aquellos hilos que permitieron establecer relaciones entre el conjunto de victimizaciones contra los miembros de la UP a través del tiempo (CNMH, 2018, pág. 421).
De igual manera, la justicia colombiana ha podido establecer vínculos entre los crímenes gracias a la incorporación del Estatuto de Roma a través de la ley 742 de 2002. En este instrumento internacional se hace mención de los delitos de lesa humanidad, que hacen referencia a cualquier acto de asesinato, exterminio, traslado forzoso de población, tortura, persecución de un grupo o colectividad con identidad propia fundada en motivos políticos, raciales, nacionales, étnicos, culturales, religiosos, de género y desaparición forzada de personas, cuando se cometen como parte de un ataque generalizado y sistemático contra la población civil. La generalidad y sistematicidad son elementos que hacen parte de la definición de los crímenes de lesa humanidad, de ahí que le han permitido a la justicia colombiana establecer los vínculos entre los casos de victimización en contra de dirigentes de la Unión Patriótica (CNMH, 2018, p. 421).
Cada documental observado, cuya realización data de distintas épocas, parece sugerirnos que la violencia política es una constante en Colombia, que se repite con matices en otros protagonistas. A su vez, a través de ellos se intenta reconstruir desde un lenguaje audiovisual fragmentos de las vidas de diferentes liderazgos que pretenden hallarle sentido o comprender lo que pasó y aún sigue pasando. Son también memorias que denuncian, que pretenden ir más allá de las cifras para darle rostro a las estadísticas de asesinatos y amenazas.
Adicionalmente, aunque en diferentes escenarios y momentos históricos, los documentales narran episodio del conflicto armado en Colombia desde hace más de medio siglo. A pesar de la distancia temporal y espacial que los separa, los hechos abordados confluyen en varios aspectos, no sólo con respecto a la similitudes que entre ellos se van a mencionar, sino en cuanto al hecho de que son elementos de una misma ilación histórica, que parece repetirse una y otra vez y que, aunque muta de formas y de medios y los actores se entrelazan y se separan, en esencia representan lo mismo: la negación a una verdadera apertura democrática, a una participación activa de las personas en el destino de sus comunidades.
Cada documental, con sus diferentes narrativas, el Baile Rojo desde voces testimonios, Pizarro desde un estilo biopic y anecdótico con una voz más íntima y visceral, y Nos están matando con voces más presentes; no solo nos narran una situación que está atravesada por la violencia sino, paradójicamente, por las aspiraciones de paz.
En estas tres piezas cinematográficas, hay un rasgo común: pactos o acuerdos de paz, los Acuerdos de la Uribe que le dan vida a la Unión Patriótica, la paz firmada por el M-19 y el gobierno de Virgilio Barco y los Acuerdos de la Habana firmado por el Estado y las FARC-E.P. Estos tres documentales comparten no solo hechos de violencia que se muestran con trágica coincidencia, sino también las incansables aspiraciones de búsqueda de una esquiva justicia, verdad y construcción de paz.
En el campo jurídico, más allá del reclamo por la aplicación del derecho penal a las personas responsables, las víctimas demandan el esclarecimiento total de los hechos, la reparación a sus vidas y las garantías de no repetición. Para ello, como lo hemos evidenciado aquí, han hecho uso del lenguaje jurídico que con sus limitaciones y restricciones, ha logrado en el orden simbólico, poner al Estado a rendir cuentas por los hechos ocurridos, por su participación o por su omisión; lo ha subordinado al exigirle la adopción de medidas concretas encaminadas a la dignificación de las víctimas; ha demostrado cómo, tal y como lo sugiere el sociólogo Pierre Bourdieu, el derecho es un campo de batalla en el que diferentes actores se enfrentan en la lucha por definir el derecho. En esa medida no todo está dicho: ni todo está ganado ni todo está perdido.
Por otro lado, desde una perspectiva socio jurídica e histórica del concepto de genocidio en el Derecho Internacional, y dejando de lado los enfoques dogmáticos y exegéticos, se vislumbra cómo la exclusión del factor político como móvil del exterminio tiene a su vez orígenes políticos, cuya intención y consecuencia principal es el desconocimiento de la responsabilidad de los estados en las persecuciones, amenazas y asesinatos sistemáticos de personas partícipes de grupos políticos, en particular porque históricamente estos grupos han hecho parte de la oposición política y en muchas ocasiones han sido señalados injustamente de asociarse con la insurgencia. Cabe resaltar que muchas veces ese señalamiento proviene de los mismos agentes de los Estados, desde los que se considera que la determinación del factor político como móvil del genocidio puede acarrear una limitación a sus fuerzas para hacer frente a grupos insurgentes, lo que además evidencia la asociación que hacen entre la oposición política e insurgencia armada.
Con todo, el delito de genocidio como se encuentra establecido en el Derecho Internacional es limitado frente a los hechos que pueden ser en sentido material considerados como genocidio. Principalmente, se destaca cómo el caso de la U.P. ha sido considerado desde todas las ópticas como un exterminio sistemático e intencional para acabar con ese partido político, sin embargo, en los foros internacionales tal adecuación ha sido negada. De allí que se considere que la consagración del móvil político no se pueda lograr sino con un cambio normativo.
Los sistemas internacionales de derechos humanos junto con los instrumentos que los conforman (corpus iuris) han servido, no sólo en su fase judicial sino también en relación con los mecanismos no contenciosos, como catalizadores para que los estados incluyan en sus ordenamientos internos y especialmente en sus normas penales la noción del delito de genocidio.
Adicionalmente, los estados han podido adecuar la definición del genocidio de acuerdo con sus necesidades históricas y sociales, por ejemplo, para el caso colombiano la consagración del elemento político en el genocidio es el resultado del reconocimiento histórico del Estado de su responsabilidad frente al exterminio de la U.P. y de la lucha de las víctimas por no dejar en el olvido dicho vejamen.
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1Este autor, como muchos otros en países como España, Argentina y Estados Unidos, es uno de los referentes más importantes de los estudios de derecho y cine que vienen adquiriendo una especial relevancia en el estudio y la enseñanza del derecho.
2El Plan Bolonia es un proceso de reforma de los sistemas de Educación Superior que se llevó a cabo en 29 países de la Unión Europea, luego de la ratificación de la Declaración de Bolonia de 1999. Como presupuesto de este proceso se construyó el Espacio Europeo de Educación Superior que tenía entre sus objetivos crear un Marco común de enseñanza Superior en Europa que permitiera la homologación de la educación superior europea para la libre circulación de estudiantes en todo el continente (Espacio Europeo de Educación Superior, s.f.).
3La autora relaciona este enfoque en gran medida al contexto español, por las transformaciones en la educación superior de la que ya se hizo mención en líneas anteriores.
4Se usa el término actividades políticas como un criterio de referencia, quecon respecto a lo político, incluye no solamente la esfera estatal -y con ella la electoral-, cuya asociación (Estado= político) predominó en la definición del concepto de lo político durante el siglo XX, especialmente en autores como Schmitt, y que como se verá más adelante hace parte de las narraciones de Pizarro o El Baile Rojo. Sino que también incluye, desde lo público, escenarios menos institucionalizados, tal y como se verá en Nos están matando. Para un estudio de lo político y la política, ver: Retamozo, M. (2009). Lo político y la política: los sujetos políticos, conformación y disputa por el orden social. En: Revista mexicana de ciencias políticas y sociales, vol.51, No 206. p. 69-91.
5El 20 de septiembre de 2019, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos admitió una petición presentada por familiares y apoderados sobre el asesinato Pizarro, después de casi 29 años en donde la justicia colombiana no ha avanzado sustancialmente en la investigación de los hechos y no ha sancionado a los responsables. Comisión Colombiana de Juristas y Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo. (2019, 26 de septiembre). “La Comisión Interamericana de Derechos Humanos analizará si el Estado colombiano es responsable por el magnicidio de Carlos Pizarro Leongómez”. Comisión Colombiana de Juristas [En línea]. Recuperado de: https://www.coljuristas.org/nuestro_quehacer/item.php?id=257
6Al igual que la Unión Patriótica, existieron otros grupos políticos como ¡A luchar! y el Frente Unido Popular que fueron asediados y la mayoría de sus dirigentes asesinados. Estos movimientos políticos, si bien no aglutinaban a personas en iguales proporciones que la UP, compartieron ciertas similitudes no solo en sus agendas políticas –erigirse como una alternativa a la clase dominante y la lucha por transformaciones estructurales en la escena social del país- sino en el destino que tendrían en el futuro cercano. De ahí que, la violencia política se expresa en el patrón común de estos hechos, los cuales está intrínsecamente unida al enfrentamiento al estatus quo que estos liderazgos representaban (Tavera & Arboleda, 2016).
7A decir de varios doctrinantes, el genocidio como delito hace parte de una norma de Ius cogens, es decir, que es una norma imperativa del derecho internacional general y su modificación únicamente puede darse a partir de otra norma de igual jerarquía (Huertas, 2006).
8De acuerdo con esta Convención entre los crímenes declarados como imprescriptibles se encuentran los crímenes de guerra y los crímenes de lesa humanidad a partir de la definición que le dio el Estatuto del Tribunal Militar Internacional de Núremberg en 1945, el cual fue confirmado por las resoluciones de la Asamblea General de las Naciones Unidas. Este Estatuto, en su artículo 6 literal C, definió cuales serían los delitos denominados “contra la humanidad” entre los que incluyó el exterminio y otros actos inhumanos contra la población civil antes o durante la guerra.
9La Comisión Preparatoria de la Corte Penal Internacional se estableció en cumplimiento de la Resolución F del Acta Final de la Conferencia Diplomática de plenipotenciarios que creó la Corte Penal Internacional y la adopción del Estatuto de Roma. De acuerdo a la resolución F, la Comisión Preparatoria tenía entre otros mandatos elaborar documentos en donde se desarrollen “medidas prácticas” para el establecimiento de la Corte y para que entre en funcionamiento (Comisión Preparatoria de la Corte Penal Internacional, s.f.).
10Se refiere al conjunto de fuentes normativas del Derecho Internacional.
11Es necesario determinar si para la época se trata de una comunidad internacional de acuerdo a los estudios de integración desde el derecho internacional público.
12El pronunciamiento de la Corte tuvo ocasión con una demanda de inconstitucionalidad presentada por una ciudadana en donde demandó que el artículo 1 de la ley 599 del 2000 infringía los artículos 5, 11, 13, 28 y 107 de la Constitución Política. Particularmente el artículo 5 que señala que “El Estado reconoce, sin discriminación alguna, la primacía de los derechos inalienables de la persona (...)”.