Manuela Santamaría Moncada1
Manuel Ernesto Charry Bermúdez2
1Filósofa de la Universidad de Antioquia. Adscrita a la línea de investigación Crítica materialista y Teoría social del grupo de investigación Saber, Poder y Derecho de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de Antioquia. Correo electrónico: manuela.santamariam@udea.edu.co.
2Magíster en Filosofía y filósofo de la Universidad de Antioquia. Adscrito a la línea de investigación Crítica materialista y Teoría social del grupo de investigación Saber, Poder y Derecho de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de Antioquia. Correo electrónico: heavy.charry@gmail.com.
Este artículo es parte de los resultados de investigación del proyecto de investigación “Modelos de crítica en la filosofía política contemporánea” del grupo de investigación Saber, Poder y Derecho de la Facultad de Derecho y Ciencias políticas de la Universidad de Antioquia.
El presente artículo tiene como propósito explicar la relación entre la mentalidad burguesa o moderna y la estructura de la mentalidad prejuiciosa, analizada a través del fenómeno del antisemitismo. Para ello, en primer lugar, reconstruiremos la noción de mentalidad burguesa. En segundo lugar, explicaremos la relación entre mentalidad burguesa, realismo y cosificación. Por último, de la mano del psicoanálisis desarrollaremos la relación entre mentalidad burguesa y su tendencia a la proyección falsa o paranoide, para explicar la estructura de la mentalidad antisemita y cómo ella no contradice sino que es una tendencia inherente a la mentalidad burguesa.
Palabras clave: mentalidad burguesa; antisemitismo; teoría crítica; realismo; nihilismo.
La modernidad trajo consigo el despliegue sin comparación de las fuerzas productivas humanas: en todos los ámbitos de la producción, el desarrollo tecnológico ha implicado profundas transformaciones en el trabajo y el consumo. Asimismo, la modernidad también implicó la promoción y el desarrollo de la conciencia individual, sea teórica o práctica: los hombres modernos se perciben a sí mismos como individuos, pudiendo distanciarse parcialmente de las tradiciones o costumbres en las cuales siempre han estado inscritos. Este desarrollo ha ido aparejado con el fortalecimiento de instituciones que intentan garantizar, al menos formalmente, la libertad individual y la posibilidad de autorrealización de las personas, tal como el Derecho y el Estado. Este despliegue de potencialidades, esta Ilustración, no ha significado sin embargo la eliminación o superación de la mentalidad prejuiciosa, racista o autoritaria, así como de la barbarie y la violencia que la acompaña.
Guerras religiosas, genocidios, asesinatos selectivos por diferencias étnicas, políticas o sexuales, marginación, linchamientos, teorías conspirativas que fortalecen a partidos o movimientos políticos abiertamente discriminatorios1, se encuentran entre los fenómenos asociados al prejuicio que persisten aún hoy en día, en la época de los Derechos Humanos Universales. ¿Acaso la mentalidad Ilustrada o moderna no ha calado lo suficiente? ¿O es que siguen teniendo fuerza ideologías o religiones anticuadas que llevan a un retroceso la acción de los hombres y las masas? Quizás la Ilustración burguesa no es, como de entrada podría pensarse, tan contraria a las tendencias a la barbarie prejuiciosa. Creemos, más bien, que la persistencia de la mentalidad prejuiciosa es consecuencia del devenir de la Ilustración, no simplemente un fenómeno aislado sino que directamente se gesta en el seno del desarrollo de la mentalidad burguesa.
Esta tendencia, en la que la Ilustración se niega a sí misma en lugar de llevar a los seres humanos hacia la cultura y libertad, fue denominada Dialéctica de la Ilustración por Horkheimer y Adorno. Ellos, junto a otros teóricos de la Escuela de Frankfurt dedicaron su vida a la comprensión y denuncia de estas manifestaciones de barbarie en plena modernidad. Pensamos que su análisis del problema del prejuicio sigue vigente y todavía puede aportar elementos fundamentales para una crítica radical del presente. Un estudio detallado sobre las diferentes estructuras del prejuicio en la modernidad implicaría una extensión y un trabajo que en estas páginas no podemos desplegar. Por ello, hemos elegido exponer la estructura fundamental del antisemitismo, tal como estos autores la desarrollaron2.
En consecuencia, el texto tiene como propósito hacer explícita la relación entre la mentalidad burguesa y la mentalidad prejuiciosa, particularmente con énfasis en el fenómeno del antisemitismo. En el primer apartado, de la mano del historiador José Luis Romero, esclarecemos el concepto de mentalidad burguesa. En el segundo apartado, profundizaremos nuestro análisis de la mentalidad burguesa explicando su inevitable tendencia a la racionalización y a la cosificación. Finalmente, en tercer lugar, desarrollaremos en tres momentos el vínculo inmanente que hay entre mentalidad burguesa y proyección paranoica de cara a comprender las tendencias necesariamente prejuiciosas o antisemitas típicas de la subjetividad moderna.
La mentalidad, según José Luis Romero (1999), se entiende como un vasto caudal de ideas operantes, asumidas y vividas, que constituyen las actitudes básicas de los integrantes de un grupo o sociedad. En particular, la mentalidad burguesa se compone de varios elementos constitutivos que pueden sintetizarse en dos grupos: por un lado, el aspecto profano y realista, que se sublima y racionaliza en la concepción mecanicista y operativa de la naturaleza. Este sería su aspecto teórico. Por otro, la concepción individualista del hombre, que conduce a un reforzamiento o afirmación del individuo respecto de la naturaleza, la sociedad, la economía y la historia. Este sería su aspecto más práctico.
La mentalidad burguesa surge en oposición, sutil o abierta, a la mentalidad cristiano-feudal, por eso se puede comprender a partir de su diferenciación con ella. La mentalidad feudal parte de una imagen del mundo en la que la realidad es inherentemente mágica, divina o sobrenatural, y por ello es necesario siempre apelar a la fe o a la tradición para explicar la realidad cotidiana. La mentalidad burguesa, en contraste, se enfoca sólo en la realidad sensible y práctica, haciendo secundaria o irrelevante la necesidad de apelar a paradigmas o conceptos sobrenaturales para explicar los fenómenos, al menos de manera gradual. De hecho, el origen inequívoco de la mentalidad burguesa, según Romero (1999) es el trabajo mundano o cotidiano, las relaciones sociales urbanas (de producción o de intercambio) y la experiencia que de ello resulta. Es a partir del desarrollo de ciertas prácticas laborales y mercantiles, que al interior del espacio específico de las nuevas ciudades en el entorno feudal, con sus mercados, sus puertos libres y su organización por acuerdos, se gesta el advenimiento de este conjunto de actitudes. No surge debido a la interpretación de un libro o de una tradición, sino de un conjunto de prácticas que se van haciendo autoconscientes.
La profanidad o realismo, consiste en que el burgués3 lleva a cabo y parte de una delimitación de la realidad al campo meramente operativo. Establece una imagen de la naturaleza como un sistema de elementos u objetos que están intrínsecamente relacionados y aglutinados sea por el principio de causalidad, o bien, por la legalidad inherente a la naturaleza, de modo que funciona por sí misma sin necesidad de la constante y perenne intervención divina. Esta concepción de la naturaleza va aparejada con la fe o la presuposición de que el hombre posee capacidades suficientes como para comprender el mundo. La profanidad consiste precisamente en esta comprensión de la naturaleza como un sistema con sus propias leyes, con interrelaciones propias que pueden ser conocidas por el hombre a través de la experiencia y la percepción, y, más adelante, por la ciencia, la experimentación y la razón. Si bien el burgués no es ateo, esto es, no niega la existencia de lo sobrenatural, su actividad y su mentalidad excluyen progresivamente estos elementos del campo del conocimiento, la acción y la reflexión.
La comprensión profana de la naturaleza se deriva de intereses prácticos, más específicamente, de intereses económicos y de autoconservación. El burgués no desarrolla y acumula conocimiento por un interés erudito o para una comprensión contemplativa de la realidad, sino que busca comprender las relaciones inmediatas entre causas y efectos para poder prever, predecir y controlar el resultado de los diferentes procesos naturales, sociales o económicos. El conocimiento debe adecuarse a los criterios y finalidades particulares de la acción: es preciso conocer cómo se comportan los fenómenos para saber cómo comportarse ante ellos. El burgués actúa de manera doble: por un lado, reconoce y se somete al funcionamiento de la naturaleza, pero por otro lado, mediante su ingenio, manipula los efectos o resultados de las situaciones concretas para su propio beneficio.4 Se somete para dominar, se niega para afirmarse. La profanidad de su comportamiento está asociada a la necesidad de desmitificar y desacralizar el mundo para poder manipularlo. Romero llama a esto realidad operativa, Horkheimer y Adorno lo llaman racionalidad subjetiva o instrumental. Esta razón subjetiva tiene como tarea el conocimiento de los medios correctos (más eficientes y eficaces) para alcanzar determinados fines. Ello no implica sin embargo que el individuo ponga en cuestión la racionalidad de los fines mismos a los que se pliega el conocimiento y la acción: “[n]o hay ningún fin racional en sí, y, en consecuencia, carece de sentido discutir la preeminencia de un fin respecto de otro” (Horkheimer, 2010, p. 47).
Esta comprensión teórica y práctica desemboca en lo que podría considerarse el núcleo o la esencia de esta mentalidad: el individualismo burgués. En efecto, decir que el hombre es capaz de comprender por sí mismo, mediante la mera experiencia y sin necesidad de la revelación o de la autoridad religiosa, el devenir de la sociedad o de los fenómenos que se le presentan, implica ya por sí mismo considerar que al menos parcialmente el individuo es independiente de las instituciones, de Dios o de la sociedad. La autonomía epistemológica implica una afirmación del individuo ante los poderes que lo han determinado tradicionalmente. Descartes y los empiristas coinciden ya en esa necesidad de diferenciarse de la tradición, para partir de principios absolutamente nuevos, sea de la razón o de la experiencia (Romero, 1999).
Al mismo tiempo, la comprensión de que el hombre puede intervenir en el curso de la realidad mediante su propia astucia, arrojo y conocimiento implica una ruptura con el fatalismo feudal. El hombre moderno, a partir de la idea según la cual su destino no se debe solamente al influjo de fuerzas superiores, asume que sus propias cualidades o defectos son los que determinan el curso de su vida. Contra la concepción feudal, el burgués considera que es primero individuo y luego miembro de una comunidad o sociedad: los grupos sociales que constituye con su praxis llevan entonces la forma de acuerdos entre individuos que se vinculan con relativa autonomía. Este modelo persiste a lo largo de todas las visiones contractualistas o liberales de la democracia, incluso en la época contemporánea.
“El burgués se descubre protagonista de un proceso social en virtud del cual evade la estructura a la cual pertenece y corre una aventura, igualmente individual, cuya meta es el ascenso social” (Romero, 1999, p. 92). En la ciudad, ante el fenómeno de la movilidad social, algo impensable desde una perspectiva feudal, el burgués asume la historia como algo dinámico. Este dinamismo socava una comprensión fatalista del destino propio, abriendo las posibilidades a la acción individual. A ello contribuye la organización social de la ciudad: las leyes, los alcaldes y la economía parecen estar producidos directamente por la acción particular de diferentes individuos, que por conveniencia propia hacen contratos. La sociedad es producto de los intereses y acciones particulares, de manera que el individuo urbano se entiende a sí mismo como prevaleciente y anterior a la sociedad.
Lejos de provenir de un sistema de ideas establecido, la mentalidad burguesa surge a partir de la vida cotidiana y de los afanes prácticos de la vida urbana en el incipiente modo de producción capitalista (Romero, 1999). Este carácter fragmentario e ingenuo de la experiencia no es, sin embargo, definitivo, debido al fenómeno de la racionalización. “Racionalizar es precisamente borrar el origen experiencial, siempre contingente, y afirmar su valor eterno y universal” (Romero, 1999, p. 59).
A través de la reflexión, la experimentación y la comparación de los fenómenos y modos de comportarse, la sociedad burguesa, en cabeza de sus más avanzados e ilustres miembros, comienza a establecer y a dilucidar patrones y teorías que forman progresivamente el corpus teórico y práctico a través del cual la mentalidad burguesa intenta justificarse a sí misma.
Con el desarrollo de los patrones y sistemas racionales que logran dar cuenta de la realidad en la modernidad va aparejado el retroceso de la conciencia con respecto a los orígenes de esta mentalidad. El olvido es proporcional a la universalidad y abstracción de las leyes. Se sustituye, por ejemplo, la conciencia de que las formas actuales de propiedad surgieron en primera instancia de apropiaciones violentas de la tierra y la riqueza ajena, con una teoría que funda el mito de un contrato libre y originario del que partieron las relaciones actuales de propiedad, tal como lo hace Kant (2008; ver también Marcuse, 2008).
En todos los ámbitos de la cultura y la civilización, desde la moral individualista hasta la física, pasando por el derecho y el arte, las prácticas y discursos burgueses van adquiriendo un grado de mayor sofisticación. Esta sublimación de las vulgares experiencias fundacionales es un proceso largo y complejo que comprende varios siglos. Aquí nos limitaremos a señalar que este proceso tiende a una racionalización cada vez mayor de los medios que se necesitan para cada actividad, y suele culminar en una comprensión criticista, formalista o autoconsciente, en la que cada disciplina se considera a sí misma como autónoma, con sus propias reglas y métodos fundados por su propio concepto.5
El realismo y el individualismo aparecen cada vez más como hechos racionales o inmediatos que el burgués debe limitarse a reconocer y ante los cuales adaptarse. Para la concepción burguesa desarrollada, las disciplinas y los conceptos fundamentales aparecen como dados sin más, como existentes por sí mismos: ha olvidado la historia inherente a estos fenómenos, trasponiéndolos en formas existenciales, ideales trascendentales o categorías antropológicas ahistóricas.
La mentalidad burguesa, como veíamos, concibe y construye una concepción de la naturaleza, la sociedad y el hombre en la que estos se hayan contrapuestos. El hombre conoce la naturaleza, la sociedad y la economía, pero de ninguna manera se reduce a ellos: conserva la independencia del pensamiento y de la acción en la forma del ideal de una conciencia que transforma y determina la realidad, en vez de ser transformada plenamente por ella. Asimismo, la comprensión realista, fundada en la crítica racionalista a los prejuicios, cristaliza en el positivismo y el cientificismo, que abjura de manera absoluta de toda tradición, sentimiento o subjetividad en la comprensión de la naturaleza. Para el burgués la naturaleza tiene su propia ley, el hombre sólo la conoce y la domina. Él mismo se da, en contraste, su propia ley, siendo la naturaleza sólo un obstáculo superable a través del dominio.
Lukács (1970) coincide aquí casi completamente con Romero, pues explica la racionalización como “una eliminación cada vez más grande de las propiedades cualitativas, humanas e individuales del trabajador” (pp. 114-115). En este concepto aparece la misma noción de olvido de la historia o del origen experiencial de los fenómenos sociales. Sin embargo, aventaja a la definición de Romero, porque señala un factor esencial que la mentalidad burguesa ha pasado por alto en su proceso de racionalización, a saber: el trabajo humano –la acción subjetiva– es aquello que hace posible la existencia y la forma particular que obtienen los objetos de la economía, del derecho y de cualquier otra disciplina moderna.
Un defecto central de la mentalidad burguesa sería entonces la incapacidad para reflexionar sobre el carácter social y material de los diferentes fenómenos de la cultura y de la economía. Lo que sucedió en el devenir del capitalismo “es que al hombre se opone su propia actividad, su propio trabajo como algo objetivo, independiente de él y que lo domina en virtud de leyes propias, ajenas al hombre” (Romero, 1999, p. 113).
Este fenómeno, conocido como cosificación, aparece como el destino universal de la conducta subjetiva de la conciencia, como un contexto de enceguecimiento (Verblendungzusammenhang) inevitable (Adorno, 1993, p. 150). Esto significa que lo que es producto del actuar humano es concebido por el individuo como algo dado en sí mismo, algo natural: los contenidos históricos aparecen fetichizados o mistificados en formas fijas que simplemente se deben reconocer y aceptar. Las relaciones de producción hacen que el hombre sea alienado de su propia actividad y sus productos materiales o intelectuales. La cosificación es su incapacidad de reconocer que esta actividad y sus productos le pertenecen.
Esta apariencia de objetividad, de naturaleza, llega a su extremo cuando se aúna con la concepción positivista de las ciencias naturales. Surgen leyes de la economía, de la sociedad o del hombre, que asumen la forma de leyes naturales. Se presentan como universales e inmutables, de manera que al individuo singular sólo le resta aceptarlas como inevitables. La injusticia, enquistada en las relaciones de producción, se eterniza, aunque ahora sin necesidad de dioses o voluntades sobrenaturales. Las leyes del capitalismo no aparecen en la forma de relaciones de producción fundamentadas en el poderío y superioridad económica de una clase sobre otra, sino como leyes económicas autónomas e independientes de la acción humana.
La conformación de estas leyes económicas aparentemente naturales surgió como hemos visto de un contexto específico de prácticas económicas y sociales. Este contexto implicaba la sumisión a formas de vida intolerables bajo la división del trabajo en el modo de producción capitalista, que a su vez fue el resultado de violentos procesos de coacción física, persecución y asesinato sistemático. La instauración del capitalismo requirió el desarrollo de una ética del trabajo, de la laboriosidad. Esta ética de la sumisión, la abnegación y la frugalidad puede explicarse como un proceso de interiorización de las necesidades materiales humanas, en ella, los impulsos humanos no se descargan hacia fuera, sino que se “vuelven hacia adentro” (Nietzsche, 2003, p. 166).
El proceso de interiorización de las necesidades se instauró a partir de violentos procesos de proletarización de la población campesina. Proceso que Marx denominó como acumulación originaria, que no es otra cosa que la transformación del modo de producción feudal en capitalista; del siervo de la gleba en proletario; y de los medios de subsistencia en capital.
La acumulación originaria se dio en tres momentos. El primero de ellos inició con el robo de tierras. Recordemos que en el sistema feudal los siervos eran copropietarios de las tierras del señor; eran propietarios de las parcelas contiguas, y tenían copropiedad sobre tierras comunales. Mientras en la producción feudal se pretendía concentrar siervos que trabajaran la tierra tanto como fuera posible, la nueva producción capitalista –en especial la ganadería– precisó del despojo de la gran mayoría de los campesinos de sus tierras. A este proceso estuvo vinculado el reconocimiento de la libertad formal de los siervos. En consecuencia, los siervos a la par de recibir su libertad formal, “fueron liberados de cualquier control sobre los medios de producción” (Harvey, 2014, p. 282).
Ahora bien, los despojos ocurridos en los siglos XV y XVI pueden considerarse como hechos de violencia aislada, ya que por 150 años la legislación inglesa luchó en contra de este fenómeno. Sin embargo, en el siglo XVIII “la ley misma se convierte ahora en vehículo del robo perpetrado contra las tierras del pueblo” (Marx, 1988, p. 906). Nos referimos aquí a las leyes para el cercamiento de tierra comunal, o la conversión de las tierras comunales en propiedad de los terratenientes. Nos referimos asimismo a la legislación de persecución de la pobreza. Este segundo momento es denominado por Marx como el “disciplinamiento sanguinario”. Como consecuencia de los despojos masivos, la inmensa mayoría de los campesinos expropiados terminaban en la indigencia o en el crimen, sobre todo porque la industria incipiente no podía absorberlos “con la misma rapidez con la que eran puestos en el mundo” (Marx, 1988, p. 918).
Expropiados de su tierra y sin posibilidades de encontrar trabajo “por más ahincadamente que se ofrecieran” (Marx, 1988, p. 921), los campesinos morían de inanición o en el cadalso. La expropiación –así como la legislación a su favor– implicó la transformación forzada de los campesinos en mendigos, ladrones, proletarios o cadáveres. Pero además la legislación “terrorista y grotesca” constituyó la “disciplina que requería el sistema del trabajo asalariado”.
El tercer momento de este proceso fue el de la turbia intervención del Estado para intensificar la disciplina y la sumisión en el trabajo. Una vez en la fábrica, era preciso que los obreros continuaran en una relación de dependencia con el capital. Se les pagaba poco, trabajaban excesivamente, y su consumo debía estar limitado para mantener la producción en marcha. La legislación prolongaba las horas de trabajo y la ley estableció un salario máximo –con penas excesivas para quiénes remuneraban más allá de lo estipulado–. Adicionalmente, la protesta y los sindicatos, y la asociación libre entre obreros se consideraron como delitos graves. De este modo, el obrero es completamente dependiente del capital: éste se le presenta como una fuerza omnipotente, incuestionable, e inmodificable.
La adaptación a estos violentos procesos de instauración del capitalismo implicó el desarrollo de rasgos anímicos comunes en los seres humanos de la época burguesa. Esto podría caracterizarse como una antropología de la época burguesa, tal como lo hace Horkheimer (2003). Éste advierte que las teorías antropológicas de la modernidad, a pesar de sus diferencias, tienen como punto de partida la condena absoluta del egoísmo. Lo anterior es cierto tanto en el optimismo antropológico de Rousseau, según el cual el hombre es un ser bueno que es posteriormente corrompido por la sociedad, como en el pesimismo antropológico hobbesiano, que considera al hombre como un ser naturalmente perverso y egoísta.
La condena del egoísmo ha tenido diferentes funciones dentro del desarrollo del sistema capitalista. Por un lado, al denunciar de manera general la búsqueda del placer por el placer mismo, limita o controla las tendencias antisociales que pueden restringir o poner en riesgo la revalorización del capital. De otro lado, la moral burguesa era el medio de instauración de restricciones que controlaran y aseguraran el funcionamiento correcto del modo de producción. Esta condena tuvo un significado diferenciado según la clase social. Por un lado, para los capitalistas implicó tanto la restricción en sus ambiciones económicas, la idea autoconveniente de que la explotación capitalista era un deber, una situación desagradable pero justificada, por medio de la cual se alcanzaría un mayor grado de bienestar social. En las masas proletarias la proscripción del egoísmo poseía un significado y una función diferente: su propósito era instaurar una moral de renuncia, de abnegación, o de sacrificio de la satisfacción integral de las necesidades materiales.
La condena del egoísmo como condena de la búsqueda del placer y el bienestar individual implicó la consolidación de una ética de la sumisión, la obediencia y el sometimiento de los individuos a las leyes del capital, como si éstas fueran un destino inmodificable. Pero esta condena del egoísmo tenía ciertos límites en las clases proletarias. Si bien debían aceptar con resignación y sin resentimiento su destino, los proletarios entre sí, debían competir despiadadamente para sobrevivir. La solidaridad entre proletarios era reprobada tanto tácitamente como legalmente en la persecución y proscripción del sindicalismo. Debían ser egoístas entre sí, pero absolutamente virtuosos a la hora de tratar con los dueños del capital.
El análisis histórico de Horkheimer (2003) muestra la forma en que en los movimientos liberadores burgueses, caudillos como Cola di Rienzo, Matteo Savonarola y Robespierre, en lugar de ofrecer a las masas mayor justicia social y mejores condiciones de vida, promovieron satisfacciones sustitutivas como la necesidad de una renovación espiritual: “antes que la lucha contra la riqueza de los privilegiados, la lucha contra la maldad general; antes que la liberación de los poderes exteriores, la liberación interior” (Horkheimer, 2003, p. 179). El ascenso de los caudillos burgueses estaba marcado por el apoyo de las nuevas burguesías ascendentes, por ello, no podían comprometer ese apoyo para favorecer las necesidades materiales de las masas. Necesitaban ganar y conservar el apoyo de las masas de desposeídos para utilizarlos en contra de los viejos poderes feudales y asegurar los intereses de sus poderosos aliados. Los caudillos burgueses buscaron, en consecuencia, espiritualizar las necesidades materiales de las masas, de modo que éstas no se enfocaran en su emancipación económica. Este cometido lo lograron por medio del uso de elementos irracionales, espirituales o simbólicos6. La insatisfacción de las masas no se traduce en una lucha por unas mejores condiciones de vida, sino en la fijación en la figura del caudillo o en ideales abstractos como la patria, la sangre, la raza (Horkheimer, 2003).
La compulsión al ascetismo que demanda la moral burguesa impone severas exigencias anímicas y pulsionales a los hombres. Sin embargo, de acuerdo con Freud, la represión no es nunca definitiva sino que lo reprimido siempre ejerce una presión contraria (Gegendruck), se encuentra en una pugna constante por exteriorizarse y buscar satisfacción (Freud, 1984b). Esta compulsión ascética tiene como consecuencia la gestación de intensos sentimientos de frustración, odio, rencor y resentimiento, que en última instancia conllevan “al secreto desprecio por la propia existencia concreta y al odio por la felicidad de los otros”7 (Horkheimer, 2003, p. 210). La moral burguesa que proscribe el egoísmo se da en el seno de una sociedad que no puede funcionar sin éste como principio rector. La misantropía inherente a la competencia en la producción y el intercambio económico rige las relaciones sociales: las buenas intenciones no bastan para contrarrestar un todo social mediado por la ley de la autoconservación y sostenido cotidianamente por la gran mayoría de las acciones individuales (Horkheimer, 1982).
Al interiorizar el odio al placer, a la felicidad, al goce y la satisfacción, las masas activamente buscan suprimir todo rastro que haya quedado de ellos en la sociedad. Para justificar sus propios sacrificios ante su conciencia, no pueden permitir que haya individuos que no se sometan, aún cuando sea en apariencia, a las mismas renuncias que ellos. Horkheimer denomina a esta tendencia dentro de la sociedad burguesa como nihilismo8. Este nihilismo tenía una función política importante en la intimidación, persecución y eliminación de los opositores políticos. No obstante, el motivo inconfesado, irracional y primordial del nihilismo burgués es la satisfacción sádica de las masas insatisfechas. Este nihilismo “en la historia de los tiempos modernos, se ha manifestado repetidamente como supresión práctica de toda alegría y de toda felicidad, como barbarie y destrucción” (Horkheimer, 2003, pp. 210-211). El terror antisemita, como veremos a continuación, se configura como una modalidad del nihilismo burgués.
La condena del egoísmo, momento constitutivo de la mentalidad burguesa desde una perspectiva crítica, posibilita socialmente la formación de la mentalidad antisemita. Asimismo el contexto de ceguera, o cosificación, en el que los individuos no logran entender de qué manera las relaciones materiales y sociales de producción determinan o median las relaciones entre los hombres, es el espacio perfecto para el surgimiento y consolidación de la mentalidad antisemita.
“El antisemitismo burgués tiene un específico fundamento económico: el disfraz del dominio como producción” (Adorno y Horkheimer, 1998, p. 218). La imagen del capitalista como productor y trabajador oscurece y desvía la atención de otro aspecto más fundamental: él es un acaparador. En efecto, las relaciones de producción capitalistas están establecidas sobre la apropiación de los valores que son producto del trabajo ajeno (explotación), mediante el engaño fundamental de que el salario pagado corresponde a los valores producidos. Sin embargo, debido al carácter universal de la mercancía, por la ofuscación y alejamiento del trabajador respecto de su producción9, para éste se vuelve sumamente difícil adquirir conciencia de las causas de su miseria. El capitalista no sólo acapara en el mercado, sino directamente en la fuente (Horkheimer y Adorno, 1998).
El judío, por su pertenencia histórica a la esfera de la circulación, aparece como el más obvio representante del capitalismo ante el resentimiento de los oprimidos: se carga exclusivamente sobre el vendedor, el prestamista o el usurero la injusticia económica de las clases oprimidas. En tanto que intermediario de las relaciones comerciales, hace de alguacil de todo el sistema (Horkheimer y Adorno, 1998) y atrae las miradas de frustración y rencor de las clases trabajadoras.
A los ojos de los oprimidos, los judíos, los banqueros y los intelectuales son parásitos que no se ganan el pan con el sudor de la frente: no están sometidos a las durezas del trabajo, sino que subsisten robando aquello conseguido por otros con esfuerzo10. El judío constituía la figura visible del sistema injusto, mientras que el industrial se mezclaba entre sus hombres como otro trabajador más: “[e]l que la esfera de la circulación sea responsable de la explotación es una apariencia socialmente necesaria” (Horkheimer y Adorno, 1998, p. 219). Históricamente los judíos ayudaron a la diseminación del capitalismo con su actividad mercantil: “[i]ntroducían en el país las formas capitalistas de vida y atrajeron sobre sí el odio de aquellos que tuvieron que sufrir bajo ellas” (Adorno y Horkheimer, 1998b, p. 225). Este papel además creó la imagen de que los judíos eran beneficiados directos de este brutal proceso de expansión del capital (Zamora y Maiso, 2016).
Con todo, los industriales son responsables, quizás aún más que los comerciantes, del desarrollo y la expansión de este modo de producción. Todo lo que puede reprochársele a los judíos se le puede reprochar a cada capitalista11: el rebajamiento de la sociedad civil a medio, la usura, la mediación universal de las relaciones bajo el principio de autoconservación, la ambición de poder, el deseo de querer vivir del trabajo ajeno, así como la destrucción de la solidaridad a través del principio de competencia, entre otros. El odio a los judíos es entonces en cierto sentido la mala conciencia de la sociedad burguesa, es el autodesprecio proyectado en otros: no los capitalistas, sino los judíos fueron los detestados por su papel de dominadores del sistema (Zamora y Maiso, 2016).
I
Hemos visto que el fenómeno de la cosificación, generalizado a través de los procesos de producción e intercambio capitalistas, favorece el ambiente propicio para la incubación del antisemitismo o de la estructura mental prejuiciosa. Esto no basta, sin embargo, como una explicación histórica suficiente para esclarecer el vínculo necesario entre antisemitismo y mentalidad burguesa. Sólo explica las condiciones socioeconómicas para que se dé la situación, pero no los móviles o las fuerzas psicológicas que impulsan a los actos de barbarie y genocidio. Es necesario que las masas adopten cierta actitud, cierta disposición, para que realicen actos que jamás llevarían a cabo cotidianamente. Es necesario entonces recurrir a una explicación psicológica, pues sólo ella puede dar cuenta de la dinámica que impulsa esta mentalidad.12
Horkheimer y Adorno, en su Tesis VI de los “Elementos del antisemitismo”, optan por el psicoanálisis freudiano como medio para comprender de manera profunda los fenómenos del alma, haciendo una articulación rigurosa entre psicoanálisis, teoría del conocimiento y teoría crítica de la sociedad.
Antes que nada, será necesario señalar que la teoría psicoanalítica es una teoría dinámica y económica, esto es, explica los elementos y contenidos del alma como representaciones que tienen una carga o investidura (un valor o magnitud), además de una dirección y unos espacios u objetos entre los cuales moverse y a los cuales cargar de valor energético (Freud, 1984b) (Freud, 1984b). Esta postura sostiene que existen diversas tendencias contradictorias al interior de lo más oscuro de la psique: ellas son inconscientes, le están vedadas a la conciencia. En el inconsciente no existe el principio de no-contradicción, se puede amar y odiar el mismo objeto a la vez (Freud, 1984b, p. 184).
Ahora, la teoría freudiana de la patología explica la enfermedad y la normalidad como la resolución de un conflicto entre los diferentes estamentos o espacios de una misma psique. Así, un síntoma, una neurosis o una psicosis, son siempre el producto del devenir de varias fuerzas contradictorias que chocan entre sí: cada una busca su propia satisfacción, su finalidad interna, mediante la acción psicomotriz (o la ausencia de ella). Para el equilibrio de estas tendencias, y la consecuente autoconservación del individuo en particular, es necesaria una instancia que medie entre las diferentes fuerzas en conflicto13 . Dicha instancia Freud la ha denominado el yo (Freud, 1984c, p. 21-29).
El yo debe servir como instancia mediadora
entre el ello, el superyó y la realidad externa. Tiene por
definición una posición servil respecto de esos otros tres estamentos,
intentando otorgar un cierto grado de satisfacción a cada uno de ellos al
mismo tiempo. Si bien el conflicto nunca desaparece, el yo garantiza un
cierto grado de estabilidad entre las partes. Por un lado el ello
representa el ámbito de las pulsiones, esto es, del impulso irrestricto e
inmediato que intenta satisfacerse mediante la acción del individuo. Aquí
reinan la pulsión sexual y la pulsión agresiva, reinan el principio de
placer y la pulsión de muerte14.
Por otro lado el superyó corresponde a la instancia moral y cultural del
individuo, donde se ubica la culpa, el arrepentimiento, el asco, el pudor,
etc. Es siempre el producto de una interiorización de mandatos que una vez
fueron externos al individuo. Finalmente, la realidad exterior aparece
como en elemento central de gestión de parte del yo: ella ofrece tanto la
posibilidad de satisfacción de las distintas mociones pulsionales, como
también un sinnúmero de estímulos peligrosos, dolorosos o insoportables,
que el yo debe tramitar sin contradecir a los otros estamentos. Aquí vemos
que la función central del yo es la conservación de la vida respecto de
los diversos estímulos que la ponen en peligro, vengan de adentro (ello y
superyó) o de afuera (realidad).15
Para explicar el antisemitismo, Adorno y Horkheimer recurren a la paranoia
como modelo patológico de pensamiento. La paranoia funciona a través del
mecanismo psíquico de la proyección, y hace parte de lo que el
psicoanálisis ha llamado psicosis. La psicosis sería la resolución de un
conflicto entre el yo y la realidad en la que el yo ha optado por obedecer
a los impulsos del ello por encima de los mandatos o imposiciones de la
realidad (Freud, 1984c, p. 155-159).
La patología consiste en que la conciencia es
arrasada o dominada por las tendencias del ello, el mundo de la
agresividad y del deseo, produciendo un alejamiento o una tergiversación
con respecto de la realidad. El psicótico habita de manera involuntaria e
irracional en una realidad que ha creado a partir de sus propios deseos
inconscientes; lo logra mediante la alucinación o el delirio. La solución
de su conflicto interior fue desmentir la realidad, al superponerle una
“realidad” apropiada a sus propios deseos por completo fuera de control.
La paranoia, como una especie de psicosis, consiste en “la transferencia
al objeto de impulsos socialmente prohibidos del sujeto” (Adorno y
Horkheimer, 1998, p. 235). En esto consiste el fenómeno de la proyección.
Uno o varios deseos, inconciliables sea con la realidad o con la cultura,
son atribuidos a substratos exteriores (voces, imágenes, enemigos o
seductores en todas partes), desmintiendo fundamentalmente la idea de que
esas mociones provienen de su interioridad16.
“Los impulsos que el sujeto no deja pasar como suyos, y que sin embargo le
pertenecen, son atribuidos al objeto, a la víctima potencial” (Adorno y
Horkheimer, 1998, p. 231).
El paranoico logra una resolución de su conflicto interior a través de la proyección de sus deseos hacia cualquier objeto que los pueda encarnar. La resolución tiene consecuencias peligrosas, pues la aversión que sentía el paranoico hacia sus propios deseos ahora la dirigirá hacia los objetos que en su delirio o alucinación los han encarnado. Los otros me quieren matar; me quieren arrebatar lo que más amo; su existencia amenaza mi propia existencia, y por eso la violencia, que aquí anticipa la violencia del otro, está justificada17.
La reacción del paranoico ante su propia subjetividad proyectada tiende a ser agresiva. Entre más rechaza su propia subjetividad, más duplicará la realidad bajo sus deseos y con más irracionalidad violenta intentará superarlos. “La falsa proyección transpone lo interno, a punto de estallar, en lo externo y configura incluso lo más familiar como enemigo” (Adorno y Horkheimer, 1998, p. 231). Lo más cercano, el propio deseo, es proyectado a un signo familiar de algún transeúnte: de repente el transeúnte me es tan insoportable como aquello que en mí mismo no puedo soportar.
La similitud entre antisemitismo y paranoia es innegable. El antisemita, sometido a los antagonismos sociales, parece que proyecta sus deseos irrealizados a un individuo o grupo de individuos particular. “Los rasgos de la felicidad sin poder, de la compensación sin trabajo, de la patria sin confines, de la religión sin mito. Tales rasgos están prohibidos por el dominio, debido a que los dominados aspiran secretamente a ellos” (Adorno y Horkheimer, 1998, p. 242).
Como hemos visto, la sociedad de clases, para conservar sus relaciones de dominio fundamentales, exige el creciente sacrificio y la opresión de quienes soportan las relaciones de producción con su trabajo, esto es, con su vida humana, aquello que les es esencial en tanto que hombres. Estos, incapaces de autodeterminarse, o satisfacer sus deseos esenciales, con la rigidez brutal que les impone el tener que limitarse a sobrevivir bajo condiciones que los atrofian, proyectan lo que más desean en grupos o individuos que de alguna manera representen o aparenten esos rasgos, independientemente de que los posean o no.
Los judíos fueron la víctima de proyección típica en la Europa medieval y renacentista. Dentro del rico tesoro cultural europeo que hemos heredado se encuentra el pogromo y la persecución. Ellos, con sus costumbres a las que no renuncian para adaptarse a las costumbres dominantes, con su ir y venir de un lugar a otro, como liberados del sedentarismo, de la necesidad de arrancar los frutos de la tierra, despiertan la envidia silenciosa de quienes pagan el precio de la dominación. En realidad, los judíos no son más libres, pues su ejercicio nómada, y el oficio comercial que va aparejado a éste, no fue producto de su voluntad: “El comercio no fue su profesión, sino su destino” (Adorno y Horkheimer, 1998, p. 231).
II
La semejanza entre paranoia y antisemitismo, por más insuficiente que sea para explicar la correlación necesaria entre ambas, nos indica el espacio donde podría explicarse el odio antisemita hacia la víctima, así como la locura que va aunada a ello. Lo esencial es mostrar cómo esta relación aparentemente externa, es en realidad mucho más profunda e interna que alguna explicación reduccionista que intente restringir el fenómeno repetitivo del antisemitismo a una simple contraposición entre pueblos constituidos de manera diferentes que se encuentran, o a eventuales coyunturas históricas que simplemente alteran el orden natural de la historia hacia el progreso. Una reflexión rigurosa debe relacionar los conceptos desde su propia inmanencia, mostrando de qué manera a partir de sí mismos se vinculan.
En este punto es necesario enfrentar el concepto de proyección desde una perspectiva que supera la psicológica. Debe mostrarse cómo un fenómeno referido principalmente a lo patológico puede manifestarse en una mentalidad, esto es, en la conciencia normal de los grupos sociales. Horkheimer y Adorno expresan los aspectos epistemológicos de este concepto, mostrando cómo es un mecanismo inevitable en toda indagación por la verdad objetiva, y cómo al mismo tiempo es el mecanismo más eficiente para eliminar ese mismo carácter objetivo. Al primer proceso lo llaman proyección controlada, al segundo, proyección falsa. Al primero corresponde una relación mimética y crítica respecto de las cosas, al segundo una comprensión positivista de ellas, que no por ello es menos mimética.18
Toda comprensión epistemológica depende de la relación entre sujeto y objeto. El positivismo, cúspide del pensamiento instrumental o profano, exige de entrada la completa y metódica eliminación o control de todos los factores subjetivos en el momento de la cognición. Erige un ideal de pura objetividad, en la que presupone que lo observado, el fenómeno, se manifiesta de manera pura, naturalizada, cuando se posee el método indicado para comprenderlo. Así, el sujeto que está en capacidad de comprender la realidad no es nunca un sujeto empírico, sufriente, fenoménico o sometido al deseo y a la costumbre, sino más bien un sujeto trascendental, un puro sujeto investigador o libre de prejuicios y de influencias perniciosas de la contingencia personal. En el positivismo hay una escisión absoluta entre sujeto y objeto. Entre más sujeto, menos objeto; entre menos sujeto, más objeto.
Adorno y Horkheimer, esgrimen una comprensión epistemológica absolutamente opuesta a la planteada. Ellos argumentan que toda percepción es siempre una proyección. Si bien ésta es un mecanismo que opera en la paranoia y la psicosis, esto no quiere decir que su uso se restringe a estos fenómenos patológicos. En todo acto de percepción, esto es, de síntesis de lo múltiple en fenómenos particulares en una conciencia (representaciones sensibles) , ya están operando, a la manera de una raíz originaria y oscura, las facultades espontáneas o activas del conocimiento: la fantasía, la memoria, el entendimiento y el juicio que depende de todas ellas20.
La naturaleza, “en tanto que creemos que podemos compartir sus cualidades originales independientemente de la cultura, no es más que una proyección del deseo cultural de que todo permanezca sin cambiar” (Adorno, 2001, p. 130). No hay percepción pura, no hay objeto puro: la percepción se halla universalmente mediada por la subjetividad, que posee a su vez facultades racionales e irracionales, y que posee, antes que nada, unos intereses prácticos particulares. “El sistema de las cosas, el entero universo, del que la ciencia constituye sólo la expresión abstracta, es –tomando en sentido antropológico la crítica kantiana al conocimiento– el producto, inconscientemente actuado, del instrumento animal en la lucha por la vida” (Adorno y Horkheimer, 1998, p. 231). La razón instrumental no es rechazada paranoicamente por estos autores, como gusta a los críticos románticos o conservadores que con tanta facilidad son seducidos por el fascismo, sino que es asumida como una tendencia inherente a la razón, y que sin embargo debe ser sometida a crítica y control por medio de la misma razón.
Cuando el positivismo proclama una radical escisión entre sujeto y objeto olvida esta radical mediación psicológica y cognitiva. La fe en la objetividad absoluta de la naturaleza a través del método científico, o de las relaciones económicas y sociales a través del mismo, no implica de ninguna manera el abandono de la proyección. El científico, el filósofo y el hombre del sentido común siguen proyectando, aunque busquen vigorosamente no hacerlo. El hecho mismo de buscar un método que elimine o controle definitivamente toda presencia del individuo, todo deseo y todo prejuicio en la experiencia, ya implica un acto de proyección cultural, de mentalidad burguesa. El burgués exalta la capacidad de su individualidad para extraerse de las condiciones que permiten esa misma individualidad. Aferrarse a esta capacidad, sin una crítica de la mediación de las relaciones sociales sobre el individuo, corresponde a una regresión narcisista ante la impotencia de la acción y el pensamiento.
La creencia en la propia independencia es aquí correlativa a la necesidad de reprimir la conciencia de la propia imbricación en los procesos sociales. El olvido de la proyección es lo que nuestros autores llaman proyección falsa. La proyección persiste, lo que no persiste es la conciencia o la reflexión sobre ella: el sujeto realista o positivista reproduce su propia subjetividad sin darse cuenta, contra sus mejores intenciones. Reemplaza la realidad que se le enfrenta por la imagen de realidad que ya trae dentro de sí: la realidad como realidad operativa que se comprende para la acción provechosa del individuo.
La mentalidad burguesa existe, esencialmente, como mentalidad proyectiva o instrumental. Las cosas se perciben ya como adecuadas a los marcos de referencia o mentalidad de quien se relaciona con ellas. La naturaleza y la sociedad son cognoscibles por parte de una subjetividad que tiene las herramientas adecuadas: estas herramientas dictan de antemano el acomodamiento de los fenómenos a los fines o intereses económicos y políticos de la sociedad. La teoría del conocimiento de Kant se sostiene, pero sólo si se integra a una reflexión psicológica e histórica sobre las posibilidades del pensamiento.
La proyección bajo control o proyección consciente, parte del hecho epistemológico innegable de la proyección. Lo hace por dos razones esenciales. Por un lado, al ser consciente del acto de proyección inevitable, la razón puede ejercer alguna especie de control sobre los mecanismos proyectivos, puede ejercer la autorreflexión crítica, esto es, puede intentar vigilar y proteger en todo momento, quizás de manera obsesiva, a la conciencia y a sus conceptos contra la tendencia a la reificación y a la proyección que le es inherente. Por otro lado, la proyección es necesaria, porque sólo a través de ella, como ejercicio consciente y controlado, puede acceder el individuo a la verdad:
Entre el objeto real y el dato indudable de los sentidos, entre lo interno y lo externo, hay un abismo que el sujeto debe llenar a propio riesgo. Para reflejar la cosa tal cual es, el sujeto debe restituirle más que lo que recibe de ella. (Adorno y Horkheimer, 1998, p. 232)
Sólo se comprende la cosa mediante el concepto. La imagen perceptiva contiene ella misma conceptos y juicios. Sin embargo el concepto acarrea en sí mismo el momento de la proyección, esto es de la imposición de sus propios contenidos sobre los de la cosa, y por tanto, la modificación o transfiguración de esta ante la conciencia. Por eso es necesaria la conciencia de este peligro, como limitación epistemológica normativa contra la tendencia a imponer esquemas subjetivos sobre la realidad. Es necesario, por ejemplo, saber que es inevitable la proyección de prejuicios en el encuentro con personas de otros lugares o de otras religiones: sin esta conciencia de la propia proyección, es imposible identificar qué es prejuicio y qué obedece a una percepción y un juicio correctos de los otros. El sujeto debe entregarse a la cosa, no en una pasividad contemplativa, sino justamente valiéndose de la potencia de su aparato cognitivo, aunque evitando a toda costa el carácter coactivo del concepto:
El pensamiento teórico rodea en cuanto constelación al concepto que quisiera abrir, esperando que salte a la manera de las cerraduras de las cajas fuertes sofisticadas: no únicamente con una sola llave o un solo número, sino con una combinación de números (Adorno, 2005, p. 158).
La combinación es lo esencial al uso legítimo del concepto, y dicha combinación es siempre el producto de una imaginación activa y educada, que logra articular la tradición y la experiencia con la posibilidad de interpretar el concepto de nuevas maneras21.
Cuando el sujeto no está más en condiciones de restituir al objeto lo que ha recibido de él, no se hace más rico sino más pobre. Pierde la reflexión en ambos sentidos: al no reflejar ya al objeto, deja de reflexionar sobre sí y pierde la capacidad de la diferencia. (Adorno y Horkheimer, 1998, p. 233)
La posibilidad de distinguirse de la realidad, esto es, la posibilidad de no asumir una postura psicótica, depende fundamentalmente del fortalecimiento de la conciencia o del yo. Este fortalecimiento no se logra mediante la exaltación individualista, que es sólo el alimento de una baja autoestima que fácilmente se torna en narcisismo (tendencia psicótica). Se lograría, antes que nada con el ejercicio doloroso y minucioso de intentar comprender lo subjetivo, el deseo propio, que se manifiesta en cada uno de los elementos de la conciencia. Una verdadera conciencia sería aquella que puede recordar en todo momento que está determinada por procesos sociales y naturales, evitando la ilusión de que ella es sí misma más allá del contexto en el que siente o piensa; cuestionando en cada momento la idea según la cual el individuo es algo indeterminado o libre, que trasciende sin más lo existente. La conciencia, bajo condiciones sociales totalitarias siempre es conciencia de la propia impotencia.
El objeto, que siempre está mediado, esto es, determinado por un contexto cultural, lingüístico, económico y social, sólo es accesible a través de la mediación conceptual. Al mismo tiempo este instrumental debe ejercer autocrítica en cada momento que se acerque a la cosa, esto es, debe permitir que la experiencia del objeto reconfigure y transforme esos conceptos para que hagan justicia a la realidad. El concepto de mediación, el concepto materialista por excelencia, se vuelve la terapia teórica para evitar los excesos tanto del concepto como de la supuesta inmediatez de una realidad dada.
“Para ser verdadero, el pensamiento debería también pensar contra sí mismo” (Adorno, 2005, p. 334). Para ser verdadera la percepción, el pensamiento debe pensar también contra su apariencia de inmediatez, producto de la proyección necesaria de la conciencia. El conocimiento es seducido tanto por la inmediatez sensible como por la facilidad que el concepto trae con sus esquematismos; la verdad depende de la fuerza del pensamiento para resistirse a sus propias seducciones.
El modelo positivista ofrece la estructura epistemológica de la paranoia. En la medida en que opta por extinguir de la conciencia la fatalidad de que el sujeto media entre sí mismo y la realidad, de que el conocimiento está construido sobre la proyección; en la medida en que se resiste a esta autorreflexión, termina por duplicar de manera descontrolada y silenciosa esa conciencia falible, finita prejuiciosa y vulgar que tanta repugnancia le genera. El esfuerzo por reprimir la propia subjetividad conduce inevitablemente a la reproducción de esta por caminos inesperados. La razón instrumental no percibe la realidad, sino que reproduce lo que ella misma busca, el deseo de dominio y control, e impone este deseo sobre las posibilidades inherentes a la objetividad.
En la mentalidad burguesa, la psicología individual es un tema atractivo para la cultura, pues a través de su estudio, pueden desplegarse lineamientos de acción para el control, la manipulación o el mercadeo. Las condiciones y problemas específicos de cada psiquismo resultan irrelevantes incluso para el individuo, pues no es necesario su conocimiento particularizado y riguroso para adaptarse a las condiciones de producción y consumo vigentes. Proyección descontrolada y dominio se implican entre sí.
La proyección misma no es el problema. El problema es cuando el sujeto pierde la capacidad para determinar o comprender que lo que cree que pertenece en sí inmediatamente al objeto, en realidad le pertenece a sí mismo. La razón implica el desarrollo de la capacidad de diferenciación. “La debilidad del paranoico es la debilidad del pensamiento mismo. Porque la reflexión que corta en el “sano” la fuerza de la inmediatez no es nunca tan persuasiva como la apariencia que ella suprime” (Adorno y Horkheimer, 1998, p. 238). La autorreflexión crítica se experimenta como insidiosa, molesta e insoportable. En contraste, la proyección es una tendencia inevitable, atractiva. Sólo el pensamiento reflexivo y autoconsciente tiene posibilidad de oponerse a ella22. La mentalidad que suprime el sujeto de la reflexión a favor de una concepción realista y positiva de la realidad, deja la puerta abierta para que entre la paranoia, pues ya no hay fuerza que se oponga a la imposición de lo que se mantiene en la oscuridad y se proyecta. El prejuicio no se elimina mediante una metodología particular, esto es otro prejuicio. Aquí se ve cómo la crítica epistemológica se convierte en un instrumento necesario para la lucha contra la mentalidad prejuiciosa. La proyección controlada se instaura como una barrera para resistirse a la casi inevitable falsa proyección. La crítica del realismo epistemológico, y por ende, la crítica de la mentalidad burguesa, implica una crítica contra los fundamentos psicológicos y sociales del antisemitismo.
“El realismo absoluto de la humanidad civilizada, que culmina en el fascismo, es un caso particular de locura paranoica” (Adorno y Horkheimer, 1994, p. 236). Cualquier postura deliberadamente orientada hacia lo externo, conduce por su propia lógica no reflexiva, por el olvido del sí mismo inherente a cada proyección, a la desestimación de los elementos no subjetivos o no adecuados a la subjetividad que aparecen en la experiencia. La razón instrumental es ciega a toda objetividad que sea disonante con la subjetividad que conoce o que actúa, al hacerlo niega la existencia de procesos subjetivos reales, eficientes y peligrosos, que podría controlar si tan solo fuera consciente de estas mediaciones subjetivas.
III
En este punto, vemos que la mera relación de
semejanza entre positivismo (o mentalidad burguesa e instrumental) y
paranoia va estrechándose cada vez más. Si pretendemos explicar cómo la
mentalidad burguesa hace posible o facilita el antisemitismo, será
esencial ubicar cuál es el devenir del individuo en el proceso histórico.
Este será el último paso de este argumento.
“Las funciones del individuo y, con ellas, la propia composición de éste,
cambian históricamente” (Adorno, 2005, p. 315). El individuo, fenómeno
histórico, no puede comprenderse como algo eterno o absoluto, algo que es
sí mismo independientemente de su contexto o de los cambios sociales y
culturales de su época23. El
proceso de producción material de la sociedad, esa objetividad que el
hombre moderno percibe como el resultado del libre acuerdo y la acción
espontánea de los individuos particulares; ese proceso, como veíamos más
atrás, a través de su cosificación o racionalización llega a determinar
sin mucha reciprocidad al individuo, modificando su esencia para que se
acomode a la lógica interna de la producción.
La indiferencia hacia el individuo, que se expresa en la lógica, extrae las consecuencias del proceso económico. El individuo se ha convertido en un obstáculo para la producción. (...) [El individuo] había surgido como el núcleo propulsor de actividad económica. (...) Pero en la época de los grandes consorcios y de las guerras mundiales la mediación del proceso social a través de mónadas innumerables se revela como atrasada y anacrónica. (Adorno y Horkheimer, 1998, pp. 245-246)
El capitalismo ha sufrido potentes transformaciones económicas y sociales, fluctuó de una economía de canje y competencia relativamente libre, a una economía de monopolio, donde pequeños grupos de hombres (vg. trusts) detentan un poder incomparable tanto sobre la producción como sobre el destino de las naciones. Entretanto, gracias al avance tecnológico, este sistema económico ha llegado a una capacidad creativa y destructiva, que inmediatamente hace ideológica la comprensión tradicional del individuo.
“A consecuencia de la racionalización del proceso de trabajo, las propiedades y las peculiaridades humanas del trabajador se presentan cada vez más como meras fuentes de error [cursivas añadidas] respecto del funcionamiento racional y previamente calculado de esas leyes parciales abstractas” (Lukács, 1970, p. 116). Lo que sea que fuera el individuo es disgregado, desintegrado, y reconfigurado. Experimenta el desgarramiento de su esencia como una exigencia social ineludible. Algunas de sus capacidades, las que son adecuadas a las cambiantes formas de producción, son asimiladas a éstas; las restantes, como una espontaneidad improductiva, el capricho, la neurosis o la excentricidad, son inevitablemente expulsadas del proceso productivo, en tanto momentos “naturales”, “improductivos”, “indisciplinados” o “inmediatos”. Los individuos libres o auténticamente felices, al menos desde la perspectiva de la mentalidad burguesa tradicional, sólo lo son de manera restringida y siempre con el permiso de lo sancionado por el orden económico.
La estructuración de la vida individual no pierde su función en el todo. El desgarramiento de la vida no elimina la utilidad de lo que queda de ésta. “El individuo se sobrevive a sí mismo” (Adorno, 2005, p. 316), pues la categoría tradicional de individuo, que vincula todo esfuerzo y todo interés particular al principium individuationis, esto es, a la autoconservación y al interés privado, sigue siendo necesaria para el proceso social de producción. La disposición u orientación privada se mantiene, aunque el individuo y su pretendida espontaneidad tal como se planteaba en la mentalidad burguesa, ya no son necesarios.
La concepción burguesa del individuo queda reducida, de mentalidad o ideología construida en el devenir histórico de las relaciones sociales, a simple y llano instrumento. El individuo burgués ya no existe, pero el individuo contemporáneo se aferra a su falsa individualidad como un valor supremo.
La afirmación de la individualidad, en lugar de abrir las posibilidades de emancipación al individuo, termina por conducir indirectamente a aquello que inhibe el desarrollo de la individualidad. “Mientras que el principio nominalista les hace creer en la individualización, actúan colectivamente” (Adorno, 2005, p. 316.). Se cumple de manera ominosa la astucia de la razón: el individuo al adaptarse y enfocarse en sus propósitos particulares, contribuye ineludiblemente a la reproducción de la totalidad. El provecho individual y la autoconservación han sido dictados por la totalidad, así que llevan de antemano su marca impresa. Esta situación estructural no se diluye por el carácter ingenioso de algunas propuestas productivas que presuntamente buscan oponerse al capitalismo al mismo tiempo que se enfocan en la autoconservación en la lógica de mercado.
¿Acaso no era una individualidad desarrollada y fuerte la única manera de resistirse o controlar la tendencia hacia la proyección falsa? Si bien esto es cierto, el problema estriba en que históricamente las posibilidades de su formación han sido eliminadas, mientras que el individuo particular sigue aferrado a los “bocados de naturaleza no subyugada” que vomita el proceso de dominación (Adorno, 2005, p. 319). Confunde esos despojos con la vida misma y los afirma como lo mejor o como lo único posible. Aquí se hace evidente una paradoja relativa a la vida cotidiana, a lo inmediatamente práctico: entre más se aferra el hombre a su individualidad inmediata, más reproduce la objetividad que anula sus potencias subjetivas Esto se complementa con la paradoja epistemológica que ya habíamos señalado más arriba: entre más se esfuerza el individuo por eliminar la subjetividad de su proceso de conocimiento, más yuxtapone sin reflexión esta misma subjetividad sobre la realidad que presuntamente conoce.
Por un lado, hemos insistido en la necesidad de que el sujeto reconozca la tendencia a la proyección que lleva en sí mismo. Ello sólo es posible a través de un reforzamiento de sus propias capacidades, de su conciencia y de su formación, limitando sus tendencias irracionales. Por otro lado, y en contraposición, el sujeto debe ser absolutamente consciente del hecho de que su subjetividad es en sí misma objetividad, y que por ello se halla implicada o determinada en buena medida por la capacidad de dominación de las fuerzas productivas (incluso a nivel cultural o ideológico).
En este punto vemos el momento más ominoso del mecanismo antisemita: cuando el individuo proyecta sobre la realidad, ni siquiera está proyectando su propia locura, alguna que construyera por un fallido proceso de formación del carácter. Si fuera simple locura individual, al menos diríamos que hay un individuo que proyecta. Lo que proyecta el antisemita (que ya no es individuo) es la absoluta objetividad en la que se ha convertido: proyecta la locura colectiva. Este fenómeno, esta proyección inducida y facilitada por la organización de la sociedad constituye la estructura fundamental del antisemitismo.
El mecanismo social del antisemitismo, afín a la paranoia, consiste en una resolución de conflicto psíquico en la que el individuo pudiera mantenerse en equilibrio, funcionar y ser civilizado sin que estallen las contradicciones inherentes a su vida material y psicológica. Lo que permite la estructura de pensamiento prejuiciosa, así como la figura del caudillo, es la posibilidad de descargar todo lo natural reprimido, toda la frustración y el rencor inherentes a la vida esclava, sin al mismo tiempo poner en peligro la civilización. Se puede ser bárbaro, “sin violar abiertamente el principio de realidad, salvando, por así decirlo, la decencia” (Adorno y Horkheimer, 1998, p. 228). Cultura y barbarie no se contradicen realmente a través de los fenómenos prejuicios de masas24. La proyección permite esto en cuanto el sacrificio de la víctima satisface los instintos agresivos de la masa, sin por ello alterar o cuestionar la estructura social de dominación. El líder sanciona el asesinato como justo: la ganancia de la masa no es económica ni material, es más bien pulsional.25 El antisemitismo es el socialismo de los imbéciles: la incapacidad de las masas populares para reconocer sus propios intereses y articularlos políticamente es aprovechada por los agitadores, que a su vez manipulan su insatisfacción para redirigir la ira y el resentimiento inevitable hacia ciertas víctimas específicas.
El antagonismo entre el individuo oprimido y la sociedad que posee en sí misma los medios para que no suceda esto es resuelto mediante un compromiso, análogo al compromiso psíquico típico la paranoia. A costa de la realidad, esto es, de la conciencia de la verdadera explotación, la venganza de los que tienen que soportar el sistema de privilegios es dirigida no contra las relaciones de clases dominantes, sino contra cierto chivo expiatorio. En el caso del nacionalsocialismo, los líderes políticos, auspiciados por la industria liberal, las fuerzas armadas, la burocracia estatal y la aristocracia conservadora dirigen la ira de la sociedad insatisfecha en contra de los judíos, quienes, como hemos dicho más arriba, representaban a la clase comercial que había elevado su nivel de vida con el desarrollo del capitalismo en Europa.
El mecanismo de la violencia prejuiciosa, como en el antisemitismo, puede comprenderse como una manera de neutralizar la lucha de clases por medio de la idea de que es posible liberarse u obtener un mejor nivel de vida, simplemente eliminando algunos grupos sociales (Neumann, 1983, pp. 215-242). El oprimido evita la culpa por contradecir el orden social. “En la medida en que el civilizado neutraliza el impulso prohibido identificándose de forma incondicional con la instancia que lo prohíbe, ese impulso es admitido” (Adorno y Horkheimer, 1998. p. 228). Al identificarse directamente con ese orden social opresor, el oprimido garantiza una cierta satisfacción, pues no sólo exalta sus propias virtudes en tanto que parte de una entidad magnánima y superior (vg. el pueblo racial alemán), sino que además participa de las purgas colectivas que este orden declara. Descarga su frustración, su odio, su deseo de venganza y de justicia, sus instintos agresivos, pero de una manera permitida por la cultura. Se evita el arrepentimiento, se controla la represión. Un sistema perfecto de regulación, donde lo único que se oprime es al que aparentemente es diferente (vg. el judío, el negro, los homosexuales, el musulmán), así como a la verdadera naturaleza de los oprimidos, quienes siguen sometidos a un sistema de sacrificios sin restitución. “El dominio puede subsistir sólo en la medida en que los dominados hagan de aquello que desean el objeto de su odio” (Adorno y Horkheimer, 1998, p. 242). El antisemitismo es una falsa cura en términos freudianos: se mantiene el equilibrio a costa de la realidad, de la propia o de la de los otros. Esto encarcela al individuo para siempre en su posición de oprimido, pues neutraliza tanto su conciencia como sus acciones, impidiendo la posibilidad de su emancipación.
El desarrollo del espíritu moderno surgió en primera instancia a partir de unas prácticas y deseos específicos de los hombres, en la medida que se adaptaban y trababan de mejorar sus propias condiciones en los albores del capitalismo. Este espíritu práctico determinó a su vez la orientación teórica de la humanidad hacia la comprensión y el dominio del mundo. Estaban aparejados con la promesa o la esperanza de que era posible superar el miedo a la naturaleza mediante el conocimiento, el trabajo y la razón.
Este origen práctico de la orientación profana de la mentalidad burguesa, consolidó la base para el desarrollo y despliegue de la filosofía ilustrada y de las ciencias modernas. Estas, justamente por su orientación realista o racionalista, cuestionaron el poder de la tradición, de la Iglesia y de las instituciones vigentes. La mentalidad burguesa enfatizó el poder del individuo y de sus facultades cognoscitivas o prácticas en la determinación de su propio destino. Ello implicó, por más que se consolidaran estructuras ideológicas de toda índole, un impulso en el desarrollo tanto del psiquismo de los hombres como de las fuerzas productivas que fueron transformando la realidad de maneras inéditas.
Sin el desarrollo de las fuerzas productivas no es posible imaginarse la superación de los modos de producción que conllevan a la dominación, esto es, a la explotación del trabajo ajeno. Este despliegue de fuerzas económicas no fue, sin embargo, posible sin la interiorización de la disciplina de trabajo impuesta a las masas de trabajadores, esto es, a la renuncia pulsional y denuncia del egoísmo que hubo de instituirse para formar a las nuevas clases proletarias. “La totalidad del mundo interior, originariamente tan delgado como si estuviese apresado en dos pieles, se separó y abrió, cobró profundidad, amplitud y altura a medida de que se impidió la descarga del hombre hacia fuera” (Nietzsche, 2003, p. 166). La interiorización tuvo como consecuencia la inauguración de una vida interior más rica y compleja. El hombre adquirió una conciencia moral propia, la capacidad de juzgar por sí mismo distanciándose parcialmente del principio de autoridad que dominaba la vida en sociedades anteriores (Horkheimer, 1999). Adquirió asimismo la posibilidad de considerar la propia vida como algo que habría de ser cultivado, desplegado, enriquecido por la formación intelectual, artística y práctica.
Pero, como vimos, justamente estos procesos de interiorización de las necesidades materiales, la continuada renuncia pulsional y la condena del egoísmo gestaron profundos sentimientos de resentimiento, odio contra sí y contra los demás en el seno de la cultura burguesa. Este odio a la vida, al cuerpo y al placer incondicionado, ha sido denominado por Horkheimer, siguiendo a Nietzsche, como nihilismo burgués.
En el mismo sentido, la confianza burguesa en los propios métodos de investigación, así como su orientación empiricista, condujeron a un realismo epistemológico que lleva necesariamente a un olvido del origen práctico de las propias orientaciones teóricas, esto es, de la mediación del trabajo humano sobre la cultura y el conocimiento. Este realismo exacerbado sirve como base para la degradación de las facultades cognoscitivas: de la imaginación, la memoria, la formación en la tradición artística e intelectual tal como se constata en el auge del positivismo y el pensamiento analítico en la academia. Esto contradice las pretensiones del realismo burgués, justamente en la medida en que abre la puerta a la proyección descontrolada de la subjetividad reprimida sobre los objetos de estudio con los que se enfrenta.
La orientación positivista de la mentalidad burguesa no pudo impedir ni oponerse a la locura colectiva del antisemitismo: al registrar la verdad como el poder y al despreciar todo horizonte normativo del campo de la reflexión racional, aniquiló la razón misma. Esta pasó a ser un instrumento de los motivos irracionales de los dominadores.
Como mostramos a lo largo de este artículo, el nihilismo burgués en el siglo XX –cristalizado en el terror antisemita y una permanente amenaza de los movimientos de masa guiados por prejuicios raciales y religiosos– es la culminación de un proceso intelectual que se ha venido gestando desde el surgimiento de la mentalidad burguesa.
Lo que hay de fondo es un desprecio ambiguo por la capacidad del ser humano para conocer y relacionarse con la realidad de manera racional, esto es, acorde con la naturaleza de las cosas. Tanto el realismo como el individualismo burgués conducen al primado de la razón instrumental, pues convierten el pensamiento y la reflexión crítica en un simple instrumento para el dominio de la naturaleza, de los hombres y la autoconservación y realización particular de la propia vida.
Esto genera una Dialéctica de la Ilustración, pues justamente el instrumental teórico y el despliegue de energías individuales que habría de permitir una superación del miedo, junto a una superación del prejuicio y la superstición, se convirtieron en instrumentos idóneos para su renovación en el presente. El realismo burgués, que pretende una comprensión desmitologizada de la realidad, termina cediendo a prejuicios y supersticiones raciales o religiosas, pues renuncia de antemano a la posibilidad de que la razón pueda determinar la acción de los seres humanos, restringiéndose al registro y análisis de los fenómenos tal como se presentan. Ello lleva a la afirmación sin más de que el dominio, la explotación y la política como guerra son leyes constitutivas de la experiencia humana, ante las que sólo queda resignarse y adaptarse. Que el poder sea sinónimo de la verdad es lo único que puede registrar en última instancia la mentalidad burguesa.
El análisis del antisemitismo se vuelve fundamental para comprender el estado actual de la mentalidad burguesa: en el nihilismo se revela el peligro del individualismo burgués cuando este se halla fijado a una situación económica de precariedad para grandes capas sociales. En este contexto de precariedad, tanto económica como espiritual, las masas incuban el resentimiento y la proyección irracional que conducen a la barbarie civilizada propia de la mentalidad prejuiciosa.
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1Vg. Make America Great Again, PEGIDA, la “ley de propaganda gay” rusa que busca proteger a los niños de cualquier cuestionamiento a los valores familiares tradicionales, Front National en Francia, por no mencionar el caso colombiano, donde la propaganda negra contra el proceso de paz con las FARC se aprovechó de los prejuicios contra la comunidad LGTBI+ para difundir tergiversaciones con respecto al significado del Enfoque de Género del Acuerdo de paz.
2El antisemitismo no es sólo un fenómeno histórico-político determinado, sino que también es, para nosotros, el modelo de la mentalidad prejuiciosa: lo tomamos en su estructura como herramienta clave para entender los fenómenos de mentalidad prejuiciosa en el presente.
3Con la expresión burgués nos referimos al habitante de la urbe o la ciudad, del ‘burgo’, tal como lo describe Romero a partir de la vida en las ciudades italianas desde el siglo XII en adelante. Para el poseedor de los medios de producción, utilizamos la expresión ‘capitalista’.
4En el “Excursus I: Odiseo, o mito e Ilustración”, de Dialéctica de la Ilustración, Adorno y Horkheimer (1998) exponen la presencia de este foco de la mentalidad burguesa ya en la épica y la paideia de la Grecia antigua.
5Este proceso puede verse en detalle tanto en la obra de José Luis Romero (1999), en Horkheimer (2003), así como en el texto de Lukács sobre la reificación y la conciencia del proletariado (1970).
6La evocación de un pasado glorioso –con símbolos de la antigüedad–, el culto a la personalidad del caudillo –revestido de supuestas cualidades místicas, o de una virtuosidad impropia de un ser humano–, son mencionados por Horkheimer (2003) como ejemplos típicos de esta espiritualización.
7La adaptación a la moral ascética burguesa solo se logra “invirtiendo los deseos materiales (…) introyectando las presiones políticas y económicas (…) de acumular rencor y a merced de una sólida fe, a costa de celos, sentimientos de culpabilidad, de envidia sexual y de misantropía” (Horkheimer, 1982, pp.161, 162).
8En realidad extrae esta categoría de Nietzsche (2003).
9La enajenación del trabajo ocurre en cuatro modalidades según el joven Marx (2013): como enajenación con respecto al producto de su trabajo; como enajenación del trabajador con respecto a su propia actividad; el hombre es enajenado también respecto de su propia naturaleza como productor genérico de su propio mundo; finamente su actividad productiva es enajenada con respecto a la producción social, relacionándose con los otros como mero trabajador o productor privado.
10Habíamos visto que la eliminación de aquello que le ha sido prohibido a las masas es una de las características del nihilismo burgués. Las masas que han sido obligadas al sacrificio pulsional para sobrevivir no pueden consentir que haya quienes subsistan sin someterse a las mismas renuncias que ellos han tenido que soportar.
11Incluyendo a aquellos capitalistas antisemitas que apoyaron el Tercer Reich.
12En este punto puede colegirse la importancia de los estudios interdisciplinarios para la Teoría Crítica, que si bien se pliega de los desarrollos de la crítica de la economía política de Marx, considera que esta perspectiva es insuficiente para dar cuenta de los fenómenos totalitarios y de masas en el siglo XX. Por ello recurre al campo de la psicología profunda (psicoanálisis) para complementar lo que por sí misma la teoría de Marx no podría explicar. Al respecto ver Sobre la relación entre psicología y sociología (Adorno, 2005b) e Historia y psicología (Horkheimer, 2008).
13Un ejemplo típico del psicoanálisis es el conflicto entre las mociones homosexuales de un individuo y la sanción cultural que pesa sobre la realización de estas mociones. En muchos casos las mociones homosexuales logran satisfacerse neuróticamente a través de los celos hacia los posible pretendientes del partenaire (Freud, 1984a, 1984f).
14Respecto a estos conceptos lo más adecuado es mirar la distinción que Freud hace en Más allá del principio de placer (Freud, 1984f), o más sucintamente en El malestar en la cultura (Freud, 1984d).
15Como el lector podrá ver, esto es una síntesis sumamente estrecha y operacional de la segunda tópica freudiana. Desarrollar una explicación más detallada dificultaría la exposición, pues no es acorde a la finalidad de este artículo. Para quien desee profundizar recomiendo el texto central para comprender la segunda tópica, El yo y el ello (Freud, 1984c, p. 1-65), así como la conferencia 31 de las Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis, (Freud, 1984e, p. 53-74).
16La asociación teórica que hace Adorno (1987) entre homosexualidad y totalidad remite fundamentalmente a este fenómeno: las tendencias homosexuales impiden o dificultan la posibilidad de captar o amar en el otro algo que al mismo tiempo no se encuentre en el propio individuo. La totalidad, asimismo, no admite nada que no se reduzca a su propio concepto. Por eso reacciona como furia (Adorno, 2005) contra todo elemento que ponga en juego o en entredicho su supremacía. El fenómeno de la paranoia expresa esta dualidad: por un lado, hay una fortísima asimilación a la vida sexual femenina, producto del temor a la castración, y por otro, se conserva el odio hacia el padre castrador, que a causa de la represión deviene rencor eterno. El paranoico evita la conciencia de la castración, primero identificándose con ella, para inmediata e inconscientemente expulsarla de sí, reaccionando ante ella con suma agresividad, como si esta identificación nunca se hubiera dado. Lo afeminado, natural, intelectual o aburguesado le parece entonces insoportable. Aquí puede entenderse cómo la paranoia logra ponerse del lado de la prohibición, para poder sostener los motivos prohibidos, sólo que agresivamente.
17Este es uno de los enunciados centrales de la justificación de la guerra que hace el existencialismo político tal como aparece en Carl Schmitt, en su texto El concepto de lo político (2009).
18El concepto de mimesis, tal como lo trabajan Adorno y Horkheimer requiere de una exposición más desarrollada dada su complejidad. Entre tanto, baste decir que es un concepto originario de la biología. La mímesis implica que ante el peligro, el terror desencadena un mecanismo del organismo para la autoconservación que consiste en su parálisis o asimilación al entorno. El individuo se despersonaliza, se disuelve en el entorno, desaparece en él (Caillois, 1939). Este es el prototipo de la mimesis defensiva, en la que la asimilación al entorno se da por medio de un “endurecimiento”: “la vida paga el precio de la supervivencia asimilándose a lo que está muerto” (Adorno y Horkheimer, 1998, p. 225).
19Esta comprensión de la percepción proviene de la teoría del conocimiento de Kant (2009). Al respecto ver la Deducción Trascendental A de la Crítica de la razón pura.
20En este caso no se hablaría de facultades a priori del conocimiento, sino de facultades constituidas en forma y en contenido, a partir de la relación problemática y conflictiva del individuo con el mundo. Aquí la memoria, los deseos, los miedos, las preferencias y otros aspectos determinan la primera forma de lo que vamos absorbiendo (Gandler, 2009).
21“Sólo lo que se ha alimentado de los jugos de la tradición tiene fuerza suficiente para oponerse a ésta con autenticidad; lo demás se convierte en indefenso de los poderes que no consigue dominar seriamente en sí mismo” (Adorno, 1962, p. 165).
22La proyección falsa o descontrolada no deja de ser, desde la perspectiva antropológica de Horkheimer y Adorno (1998), una capacidad o tendencia desarrollada por la especie con motivos de autoconservación. Es una modalidad invertida de mímesis, donde se proyecta sobre el posible objeto las angustias o deseos del individuo: logrando así la posibilidad de anticiparse ante una posible oportunidad u amenaza. Esta perspectiva también se encuentra en Dialéctica negativa (Adorno, 2005) y Crítica de la razón instrumental (Horkheimer, 2010).
23Esto a la manera de la libertad interior de los cristianos, tal como la expuso Lutero (1983). Sobre esta problemática ver Marcuse (2008).
24El discurso de Himmler, jefe de la policía y las SS, ante importantísimos hombres del Tercer Reich en Poznan (6 de octubre de 1943) es sólo un ejemplo paradigmático del carácter moral y cultural de la barbarie civilizada: “Hay un principio que debe constituir una regla absoluta para las SS ante las gentes de nuestra misma sangre, con la exclusión de todas las demás sangres [cursivas añadidas]: debemos ser honrados, correctos, leales y buenos camaradas” (Poliakov, 1965, 15).
25“Desde el empleado alemán hasta los negros de Harlem, los ambiciosos seguidores del movimiento han sabido siempre, en el fondo, que lo único que al fin obtendrían sería el placer de ver también a los otros con las manos vacías” (Adorno y Horkheimer, 1998, p. 215).
26Estas eran las clases dirigente y fundamentalmente responsables de la catástrofe nacionalsocialista (Neumann, 1983, pp. 405-441).