Nathalia Rodríguez Cabrera1
La violencia sexual ha sido una constante histórica de las guerras en el mundo, configurando un delito que reviste la calidad de crimen de guerra y de lesa humanidad ante las normas del derecho internacional humanitario. Al respecto, la autora Rita Laura Segato señala que en las guerras modernas nos encontramos ante el fenómeno de los cuerpos femeninos como campos de batalla, siendo el bastidor en el que esta se manifiesta. Esto es visible en el conflicto armado colombiano, donde se han registrado un gran número de víctimas de violencia sexual. En la actualidad, ante un escenario de justicia transicional, la Jurisdicción Especial para la Paz dio inicio al caso 01, donde han imputado hechos de violencia sexual. A partir de esto, el presente trabajo busca responder a la pregunta ¿En qué sentido el cuerpo femenino se constituye en un campo de batalla a la luz del caso 01 de la Jurisdicción Especial para la Paz? Para ello, se abordará el contexto histórico y jurídico de la violencia sexual en las guerras, la conceptualización del cuerpo femenino como campo de batalla y se describirá el panorama de la violencia sexual en el conflicto armado colombiano para, finalmente, identificar a la luz del caso 01 de la Jurisdicción Especial para la Paz el papel del cuerpo femenino como campo de batalla a partir de lo descrito en el Auto número 19 del mismo caso.
Palabras clave: violencia sexual, conflicto armado colombiano, cuerpo femenino, guerra, jurisdicción especial para la paz.
La violencia contra la mujer ha sido una constante a lo largo de las confrontaciones bélicas que ha padecido la humanidad. Particularmente, la violencia sexual en los conflictos armados ha sido documentada ampliamente en el transcurso de la historia con episodios tales como las violaciones masivas de mujeres alemanas por parte del ejército soviético, o el fenómeno de las “mujeres confort”, esclavas sexuales al servicio del ejército japonés durante la Segunda Guerra Mundial (Soh, 2010). Sin embargo, es hasta la década de los 90 con las guerras de los Balcanes y el genocidio de Ruanda que la violencia sexual en el marco de los conflictos armados recibe una mayor atención internacional (Villellas et al., 2017).
Las guerras en Ruanda y Yugoslavia trajeron consigo la necesidad de la consagración de la ilegalidad de la violencia sexual, presente de forma abismal en estos dos conflictos. Por ello, los tribunales ad hoc, el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia (TPIY) y el Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR), trajeron avances para la judicialización de conductas constitutivas de violencia sexual dentro de su jurisprudencia. Dicha jurisprudencia coadyuvaría posteriormente a la tipificación de la violencia sexual como crimen de guerra y crimen de lesa humanidad dentro del Estatuto de Roma.
Pese a que este avance histórico trajo consigo la consagración de esta clase de violencia como delito y, por tanto, un ámbito de protección a la luz de las normas del derecho internacional humanitario (DIH), lo cierto es que este fenómeno se sigue presentando hasta la actualidad. La violencia sexual parece tener una inacabable presencia en los conflictos armados en el mundo. Frente a este panorama, estudiosas en la materia han buscado explicar bajo una mirada feminista las causas que permitan comprender la permanencia de estos actos en los conflictos modernos, así como continuar en su denuncia y visibilización, pues los mismos parecen anclarse en una mirada normalizada de los hechos, siendo la violencia sexual, pese a su amplia documentación y a contar con una protección ante la ley, un asunto menor, relegada a un segundo plano.
Particularmente, la antropóloga feminista Rita Laura Segato aporta desde sus investigaciones y estudios una perspectiva del tema. En su libro: Las nuevas formas de la guerra y el cuerpo de las mujeres (2014a), Segato alude a un quiebre dentro de las dinámicas bélicas, que coinciden con la terminación de los conflictos entre Estados para dar lugar a conflictos armados internos, donde las dinámicas entre los grupos enfrentados parecen ser descontroladas y donde la presencia de la violencia sexual se erige como una estrategia de combate frente al enemigo, afectando particularmente a las mujeres, víctimas de aquellos combatientes que obedecen a lo que la autora nombra como mandato de masculinidad y respecto de las cueles no es posible considerarlos hechos aislados sino objetivos estratégicos, verdaderos crímenes que no deben ser relegados. Para esta autora, es a raíz de estas dinámicas que el cuerpo femenino pasa a ser el campo de batalla donde la guerra se manifiesta.
De estas dinámicas no se ha escapado el conflicto armado colombiano, el cual es una muestra fehaciente de la implementación de violencia sexual por parte de los actores armados; misma que ha generado graves afectaciones a miles de víctimas en todo el territorio nacional. Respecto a esta situación también se sufrió un gran silenciamiento, pese a ser actos denunciados frente a todos los actores armados, fueron acallados durante los diferentes procesos de paz que se han realizado en el país. Sin embargo, Colombia se encuentra atravesando la implementación de un modelo de justicia transicional fruto del Acuerdo Final de Paz firmado entre el Estado colombiano y la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia - Ejército del Pueblo (FARC-EP). Este acuerdo incorporó, como un llamado de las víctimas, una perspectiva de género, trayendo luces para que por primera vez en el conflicto con este grupo guerrillero se enjuiciaran crímenes de esta naturaleza.
Para ello, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), el órgano de justicia del Sistema de Verdad Justicia Reparación y No Repetición (SJRNR), también llamado Sistema Integral para la Paz, creado a partir del Acuerdo Final, dio inicio al caso 01 titulado Toma de rehenes y otras privaciones graves de la libertad cometidas por las FARC-EP y dio a conocer en el Auto número 19 de 2021, sobre la determinación de hechos y conductas, varios de ellos constitutivos de violencia sexual atribuidos a los miembros del Secretariado de las extintas FARC-EP, conductas que durante mucho tiempo no fueron admitidas por esta guerrilla, sino como hechos aislados durante el conflicto, permeando una vez más estas conductas por un velo de invisibilización.
A raíz de este panorama y partiendo de las reflexiones teóricas que se hacen alrededor de la violencia sexual, en contraposición del contexto colombiano frente a los procesamientos de estos hechos en el caso 01 de la JEP, el presente trabajo busca reflexionar en torno a la pregunta ¿En qué sentido el cuerpo femenino se constituye en un campo de batalla a la luz del caso 01 de la Jurisdicción Especial para la Paz?
Para analizar de manera precisa lo anterior, se explorará, en primer lugar, el contexto histórico y jurídico de la violencia sexual hacia las mujeres en los conflictos armados, posteriormente, se abordará la conceptualización del cuerpo femenino como campo de batalla a partir del desarrollo teórico de Rita Laura Segato, particularmente desde el análisis que realiza en sus textos: Las nuevas formas de la guerra y el cuerpo de las mujeres (2014a) y Las estructuras fundamentales de la violencia (2013). En un tercer momento se describirá el panorama de la violencia sexual en el conflicto armado colombiano para finalmente, identificar a la luz del caso 01 de la JEP, el papel del cuerpo femenino como campo de batalla a partir de lo descrito en el Auto número 19 del mismo caso.
El presente trabajo se desarrollará a partir de una revisión documental, utilizando técnicas de recolección de textos científicos y académicos que desarrollen el tema, acudiendo a fuentes como tesis, libros y artículos de revista. Al respecto, se realizó una pesquisa documental de veintiséis (26) documentos rastreados en bases de datos académicas. La búsqueda y revisión arrojó como resultado la ausencia de estudios que abordaran las complejidades teóricas de la violencia sexual a la luz de un caso vigente en la JEP, en particular del caso 01. De allí que el presente trabajo contribuya significativamente a los análisis y reflexiones actuales, respecto de los casos presentes en dicha jurisdicción, siendo entonces un aporte académico importante que entrelaza los postulados teóricos, desde las conceptualizaciones del cuerpo femenino como campo de batalla y su correlación con el panorama actual desde el caso 01 de la JEP.
De esta manera, el presente trabajo pretende contribuir a la visibilización del fenómeno de la violencia sexual en las guerras, ya no como mero hecho histórico o como categoría de delito sino, sobre todo, desde un abordaje teórico que permite la compresión del mismo a la luz de los acontecimientos narrados en el Auto número 19 del caso 01 de la JEP. Esto, permite una perspectiva amplia del fenómeno, pasando de ser asunto colateral o subsidiario a ser un factor protagónico de las dinámicas de la guerra, o como bien como señala Segato, un objetivo estratégico que utiliza el cuerpo femenino como campo de batalla. De allí la importancia de su visibilidad a partir de casos emblemáticos que logren dar luz a lo acontecido en el conflicto, en aras de brindar herramientas a partir de las cuales se forjen los caminos para el reconocimiento efectivo de las víctimas, con el ánimo de contribuir a la verdad y reparación de las mismas por parte de quienes cometieron dichas conductas en pro de la construcción de paz en el país.
La violencia sexual contra las mujeres en las guerras parece haber existido desde que los seres humanos empezaron a utilizar la guerra para enfrentarse unos contra otros (Cohn, 2014). Así, desde la Antigüedad y a lo largo de toda la historia de la humanidad la violencia sexual ha tenido lugar en los conflictos armados, permeado incluso la cultura con episodios que forman parte del imaginario colectivo (Villellas et al., 2016). Susan Brownmiller, en su libro: Against Our Will de 1975, fue la primera mujer en hacer una crónica de la evidencia de la violación en la épica homérica, en los escritos de los cruzados, en las revoluciones americana y francesa, siendo una práctica prevalente durante la Edad Media, y hasta la actualidad, produciéndose en mayor o menor grado, en todas las épocas y en todos los continentes.
La historia reciente ha documentado ampliamente episodios donde la violencia sexual ha estado presente en las guerras, en sucesos tales como las violaciones masivas de mujeres y niñas alemanas por parte de diferentes tropas militares durante la toma de Alemania en la Segunda Guerra Mundial (Tur, 2017). La historiadora Miriam Gebhardt en su libro: Als die Soldaten kamen (2015) (en español, Cuando llegaron los soldados) estima que alrededor de un tercio, es decir, 270.000 de aquellas violaciones, son atribuibles a soldados occidentales, entre ellos estadounidenses, franceses y británicos (Tur, 2017); los soviéticos, por su parte, serían responsables, según Gebhardt, de 500.000 violaciones (Gebhardt, 2015). Sin embargo, dicha situación fue acallada y minimizada por los lideres políticos de la época.
Otro episodio documentado fue el llamado fenómeno de las “mujeres confort”, esclavas sexuales al servicio del ejército japonés. Este acontecimiento dejó una cifra de entre 80.000 y 200.000 mujeres coreanas, filipinas y chinas, víctimas de la violencia sexual en los burdeles militares japoneses extendidos por toda Asia, antes y durante la Segunda Guerra Mundial (Cohn, 2014). Años antes, esta misma tragedia se produjo en la masacre de Nankín en 1937, durante la cual decenas de miles de mujeres fueron violadas a manos de las tropas niponas y siguió estando presente aun después de la Segunda Guerra, con episodios masivos de violencia sexual durante la partición de la India, la creación de Pakistán y la guerra de liberación de Bangladés de 1971, que dejaría una cifra estimada de entre 200.000 y 400.000 mujeres víctimas de este tipo de violencia (Villellas et al., 2016).
Pese a la amplia documentación histórica de estos hechos, lo cierto es que fueron durante mucho tiempo invisibilizados y pasaron de agache por los tribunales que investigaban las infracciones durante la guerra. Es así como el Tribunal Militar Internacional para el Lejano Oriente, convocado en 1946 para investigar y procesar los crímenes de guerra, no hizo ningún reconocimiento a los crímenes cometidos contra ellas (DeLargy, como se citó en Cohn, 2014) e incluso en los conocidos juicios de Nuremberg, no aparece ni una sola vez la palabra “mujer” ni tampoco la palabra “violación”, ello a pesar de que los crímenes de violencia sexual contra mujeres de todos los países y por parte de todos los ejércitos que participaron de la segunda guerra mundial, estaban extensamente documentados (Odio, 1998, p. 272).
De esta manera, la violencia sexual fue durante mucho tiempo considerada como parte del horror natural de las confrontaciones bélicas (Fernández, 2018), y fue tratada durante siglos como un fenómeno desafortunado pero inevitable, no merecedor de mucha atención (DeLargy como se citó en Cohn, 2014): las víctimas eran entonces tan solo un daño colateral de la guerra.
Así, la violencia sexual en los conflictos armados ha sido uno de los más oscuros legados del siglo XX (Leatherman, 2013). Y pese a lo acontecido en las dos grandes guerras mundiales, este tipo de violencia siguió presente durante la Guerra Fría y después de esta. La investigadora Jean Leatherman nos recuerda que este fenómeno estuvo presente también en
La guerra de Corea, la guerra de Vietnam y Camboya; en las guerras y conflictos en América Latina y Central y en Haití; y en muchos conflictos africanos, como Angola, Djibouti, Liberia, Mozambique, Sierra Leona, Somalia, y Sudán. En Asía ha habido violaciones de guerra en Timor Oriental, Sri Lanka, Birmania, Cachemira (India), Papúa Nueva Guinea y en guerras y conflictos en Europa central y Eurasia, incluidos Afganistán, Turquía, Kuwait, Georgia, Bosnia y Kosovo. (Leatherman, 2013, p. 26)
Este panorama extenso nos permite ver, sin lugar a duda, cómo la violencia sexual ha estado presente en todo el mundo. Aún en los años venideros el contexto global sigue siendo desalentador, pues la cifra estimada de mujeres violadas en los conflictos de la posguerra fría es impactante:
Hasta 500.000 mujeres fueron violadas en el genocidio en Ruanda, 60.000 en las guerras de Bosnia Herzegovina y Croacia y 64.000 mujeres desplazadas internas fueron víctimas de violencia sexual en Sierra Leona durante la guerra civil entre 1991 y 2001. Las guerras en la República Democrática del Congo desde mediados de los noventa conllevaron formas de violencia sexual generalizadas y horríficas (…) en la provincia de Kivu Sur se han registrado más de 32.000 casos de violación y violencia sexual desde 2005, una fracción del número total de mujeres sometidas a este sufrimiento extremo. (Leatherman, 2013, p. 26)
De esta forma, la violencia sexual ha visto sus orígenes desde la Antigüedad y ha tenido un recorrido amplio y constante a lo largo de las confrontaciones bélicas registradas por las memorias de la humanidad; aunque aún no ha visto su fin en la época moderna.
Aunque la violencia sexual estuvo presente en las confrontaciones bélicas desde tiempos inmemoriales, lo cierto es que la primera mención de la violencia sexual dentro del ámbito convencional del DIH se dio a partir del siglo XX en las Convenciones de La Haya y sus regulaciones de 1907, que incluyeron la prohibición de las violencias sexuales, donde se señalaba que: “los derechos y el honor familiar (...) deben ser protegidos” (Convención de La Haya, 1907, art. 46).
Lo anterior, puesto que para aquel periodo se consideraba que el ataque sexual a la mujer hería el honor del varón, jefe de familia, la protección al honor familiar significaba la protección indirecta contra las agresiones sexuales. Lo cual supuso apenas un pequeño avance con respecto a la tipicidad, antijuridicidad y la punibilidad de los delitos de violencia sexual (Ríos y Brocate, 2017).
Luego de los juicios de los primeros tribunales militares internacionales (tanto para el Lejano Oriente como el de Núremberg) en los que ninguno de los acusados fue responsabilizado por delitos de carácter sexual, el DIH aplicable en tiempos de conflicto armado volteó su mirada seriamente hacia crímenes de esta naturaleza. Por ello, se estableció en la IV Convención de Ginebra de 1949, así como en los protocolos adicionales del 8 de junio de 1977, relativos a la protección de las víctimas de los conflictos armados internacionales (Protocolo I) y a la protección de las víctimas de los conflictos armados sin carácter internacional (Protocolo II), un marco de protección contra tales actos, reconociendo de este modo su existencia y calificándolos como crímenes de guerra a la luz de las normas del DIH.
Ahora bien, cabe señalar que el hecho de que hacia finales de los años 70 se retomase el debate sobre la posición de la violencia sexual en el DIH, estuvo directamente conectado con la eclosión del movimiento feminista, el cual confiere complejidad a la violencia sexual e inicia un proceso de problematización, visibilización e incluso, politización, que fortaleció el relato sobre su comprensión como un crimen cometido en las guerras (Ríos y Brocate, 2017).
Lo anterior debido a que persistía la concepción de una protección sobre el “honor”, esto por cuanto la mujer violada era vista como una mujer deshonrada, lo que era considerado una infracción menor y no reflejaba la gravedad del acto. Ese énfasis cambiaba el foco de la violación y de otras violencias sexuales, y dificultaba su comprensión como violencia2, dado que se mantenía la presunción patriarcal de entender la violación sexual o la prostitución forzada como atentados contra el “honor” de las mujeres, donde el bien jurídico a proteger era ese honor y el pudor familiar, mas no el derecho de la mujer sobre su cuerpo, su intimidad y libertad sexual (Fernández, 2018).
Así, la finalidad de protección del honor llevaba a la consideración de que la violación de una mujer era un crimen contra el honor del padre-marido-propietario o, como algunos sugirieron en el caso del conflicto armado yugoslavo, constituía un crimen contra el honor nacional o étnico, pero no hacia la mujer como sujeto de derechos (Cardoso, 2011).
Bajo ese panorama y pese a que la violencia sexual se mantuvo como una constante a lo largo de los conflictos armados en el mundo, no es sino hasta la década de los 90 que la violencia sexual empezó a adquirir mayor atención internacional, particularmente luego de la guerra de los Balcanes y el genocidio en Ruanda.
Las guerras de los Balcanes y, en concreto, la guerra en Bosnia (1992-1995), marcaron un punto de inflexión en la manera de conceptualizar el uso de la violencia sexual en los conflictos armados (Villellas et al., 2017). En esta guerra, la violencia sexual afectó fundamentalmente a mujeres e incluyó no solo violaciones, las cuales eran a menudo repetidas y en grupo, sino también tortura sexual, embarazos forzados, presencia forzosa en violaciones a otras mujeres (incluyendo a sus madres, hijas o vecinas) y otras agresiones sexuales (Villellas et al., 2016). También se denunció el uso de los llamados campos de violación, referidos a “edificios como escuelas, fábricas, restaurantes o burdeles, entre otros, como centros en que se mantenía retenidas y se violaba a mujeres” (Villellas et al., 2017, p. 60).
El uso de la violencia sexual de forma sistemática y masiva durante los conflictos en el territorio de la antigua Yugoslavia y en Ruanda, merecieron la atención de la comunidad internacional. Desde los organismos de Naciones Unidas hasta las Organizaciones no Gubernamentales (ONG), pasando por la prensa internacional y las academias, brutales agresiones sexuales fueron denunciadas (Odio, 1998). Dichos actos de violencia y el sufrimiento masivo de las mujeres en esta guerra sembró “pavor, asombro y repudio en el mundo entero” (Odio, 1998, p. 267).
Ambos conflictos dieron origen a dos tribunales ad hoc, el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia (TPIY) y el Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR). Algunas decisiones del TPIY y del TPIR son contempladas como innovadoras en razón del tratamiento de los crímenes sexuales en los conflictos armados (Cardoso, 2011). Lo anterior, dado que en ambos tribunales tienen lugar dos importantes novedades. Por un lado, los estatutos de ambos tribunales reconocen exprofeso la violación sexual como crimen de lesa humanidad y crimen de guerra, en el artículo 5 (apartado g), para el caso de ex Yugoslavia, y en el 3 (apartado g), en el de Ruanda (Ríos y Brocate, 2017); y, por otro, se invoca por primera vez la conocida como doctrina de la responsabilidad de mando, definida como la responsabilidad del superior por el incumplimiento de actuar para impedir conductas penales de sus subordinados en el ámbito de la violencia sexual (Ríos y Brocate, 2017).
Ruanda y Yugoslavia serían sin duda una marca en la historia visible e innegable del uso incesante de la violencia sexual en las guerras y el recuerdo de una constante que pervive aún en la modernidad. Además, dichos episodios provocaron avances frente al enjuiciamiento de conductas constitutivas de violencia sexual a la luz del DIH, dado que ambos tribunales reconocen la violación como crimen de lesa humanidad y en particular el estatuto del TPIR establece la violación y la prostitución forzada como una infracción al art. 3 común a los convenios de Ginebra y al Protocolo adicional II (Ríos y Brocate, 2017). Así, el precedente de ambos tribunales constituyó las bases para la inclusión de la violencia sexual en el Estatuto Roma.
La aprobación del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional (CPI) en 1998, representó una “evolución significativa en la persecución de los crímenes sexuales en el derecho penal internacional” (Cardoso, 2011, p. 12). En este, la violencia sexual aparece específicamente recogida dentro de dos tipologías de crímenes internacionales: crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra3. De manera específica, dentro del artículo 7.1.g del Estatuto de Roma (1998) se reconocen como crímenes contra la humanidad la violación, esclavitud sexual, prostitución forzada, embarazo forzado, esterilización forzada u otros abusos sexuales de gravedad comparada. El artículo 8.2.b considera crímenes de guerra la violación, esclavitud sexual, prostitución forzada, embarazo forzado, definido en el apartado f, párrafo 2 de artículo 7, esterilización forzada y cualquier otra forma de violencia sexual que constituya una violación grave de los Convenios de Ginebra y finalmente el artículo 8.2.c párrafo 4 el cual proscribe la violencia sexual en los conflictos armados no internacionales (CANI).
Es por ello que, dando continuidad a lo planteado en los tribunales penales anteriores (TPIY y TPIR), la CPI considera que la violencia sexual se sustenta, a partir de entonces, como producto de una situación de fuerza, amenaza y coacción, que se concreta a través de seis crímenes de índole sexual: violación sexual, esclavitud sexual, prostitución forzada, embarazo forzado, esterilización forzada y, finalmente, otros actos de violencia sexual de gravedad comparables (lo cual abarcaría p. ej. la unión forzada, el aborto forzado o la mutilación genital) (Ríos y Brocate, 2017). Todos ellos pasarán a ser concebidos como delitos de lesa humanidad cuando concurre un ataque sistemático o generalizado, de carácter doloso, y la víctima forme parte en su conjunto o, parcialmente, de un grupo social concreto. Asimismo, estos tres elementos implican que el delito sexual, en cuanto que de lesa humanidad, resulta imprescriptible, punible con la tipicidad más elevada prevista en el ordenamiento jurídico nacional y con aplicabilidad del ya mencionado principio de responsabilidad de mando (Ríos y Brocate, 2015).
Por otro lado, y sin que resulte excluyente, la violencia sexual puede pasar a ser considerada como crimen de guerra cuando concurren contextos de conflicto armado. La naturaleza de la perpetración marcaría la diferencia entre esta categoría y la anterior (Ríos y Brocate, 2015). Así, mientras que la categoría de lesa humanidad requiere que los actos violentos no sean aislados y respondan a una razón organizativa y planificada, los crímenes de guerra son violaciones al DIH que sobrepasan los límites en el uso de la guerra por razón de un conflicto armado, pudiéndose constreñir a un plano individual (Ríos y Brocate, 2015). Esta tipificación fue un paso fundamental a partir del cual se permite la compresión de la violencia sexual como delito bajo el marco del DIH.
Ciertamente, el DIH ha generado un ámbito de protección importante a partir de la tipificación y judicialización de la violencia sexual en los conflictos armados. Sin embargo, esto no ha sido un impedimento para que la violencia sexual se siga presentando en la gran cantidad de conflictos armados modernos. La magnitud y prevalencia de la violencia sexual en los conflictos parece requerir un análisis teórico más amplio que permita comprender este fenómeno.
Frente al panorama histórico que hemos descrito, en el que se ha vulnerado constantemente a las mujeres, estudiosas feministas han dedicado sus avances académicos al estudio de la violencia sexual en el contexto de los conflictos armados. Entre ellas, la antropóloga feminista Rita Laura Segato (2014a), quien destaca las transformaciones que han sufrido las dinámicas bélicas en torno al cuerpo femenino. Señala la autora que, si bien ha existido esta constante de violencia feminizada en las guerras, con el advenimiento de la modernidad y partiendo de las guerras en Ruanda y Bosnia, ha sucedido un quiebre en las dinámicas bélicas, las cuales han implicado el surgimiento de una perspectiva diferente en virtud de la cual la violencia al cuerpo femenino ya no es un daño colateral, sino que es un objetivo estratégico de la guerra. De manera que la guerra se hace en los cuerpos de las mujeres (Segato, 2014a).
Para la autora, dicho quiebre se explica debido a que el panorama de los conflictos modernos no se encuentra protagonizado por las confrontaciones entre Estados nacionales, característico de las conflagraciones del siglo XX (Segato, 2014a), sino, sobre todo, por grupos o corporaciones armadas que ya no tienen una estructura ni un territorio estatal definido. Los grupos confrontados con frecuencia corresponden a bandos, facciones o corporaciones armadas de diferente índole, caracterizadas por sus bajos niveles de formalización. Se trata de un escenario difusamente bélico, en el que las acciones violentas son de tipo criminal o se encuentran en el liminar de la criminalidad (Segato, 2014b). Además, la autora destaca que dichas acciones son “corporativas, pues, la responsabilidad sobre las mismas es de los miembros armados de una corporación y de sus cabezas o dirigentes, de los que emana el mandato de la misma a sus perpetradores” (Segato, 2013, p. 21).
Segato explica que en estas guerras de bajos niveles de formalización, parece estar difundiéndose una convención o código: la afirmación de la capacidad letal de las facciones antagónicas en lo que ella llama “la escritura en el cuerpo de las mujeres” (Segato, 2014a, p. 23). La violencia apunta al cuerpo femenino a través de formas sexualizadas de agresión, debido a que es en la violencia ejecutada por medios sexuales donde se afirma la destrucción moral del enemigo, haciendo del cuerpo de la mujer el bastidor o soporte en que se escribe la derrota moral del adversario (Segato, 2003).
Así, para la autora, esta violencia corporativa se expresa de forma privilegiada en el cuerpo de las mujeres, y esta expresión denota precisamente el esprit-de-corps de quienes la perpetran, y en virtud del cual se escribe o marca el cuerpo de las mujeres victimizadas por la conflictividad informal, haciendo de sus cuerpos el armazón en el que la estructura de la guerra se manifiesta (Segato, 2014a).
Al respecto, tanto Segato como las autoras feministas Susan Brown Miller y Janie L. Leatherman, insisten en que estos no son crímenes de motivación sexual, tal como los medios muestran, al banalizar este tipo de violencia ante el sentido común de la opinión pública, sino que nos encontramos ante crímenes de guerra, de una guerra en la cual se expresa lo que Segato denomina como mandato de masculinidad (Segato, 2003).
El mandato de masculinidad es un mandato de potencia, de dominación y, en ultimas, de dueñidad del grupo o del sujeto masculino que cual soberano ejerce “poder de vida y muerte” (Agamben, 1998) sobre el cuerpo de las mujeres como territorio de su jurisdicción, siendo una exhibición de potencia bélica que desmoraliza al enemigo y prueba su título masculino.
De ese modo, se hace la guerra en el cuerpo de las mujeres, es la mujer el territorio de la guerra, es el cuerpo femenino su campo de batalla (Segato, 2013). Por ello, a pesar de todas las victorias en el campo del Estado y de la multiplicación de las normas en derecho en pro de la protección para las mujeres, su vulnerabilidad frente a la violencia sigue presente, especialmente la ocupación depredadora de los cuerpos femeninos o feminizados en el contexto de las guerras modernas.
Ahora bien, a partir de lo esbozado con respecto a este fenómeno, lo cierto es que Colombia no escapa a esta realidad. A lo largo de casi seis décadas de conflicto armado, múltiples instituciones y organizaciones de mujeres han expuesto los casos de violencia sexual cometidos por los diferentes actores armados. Particularmente, el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) en su informe La guerra inscrita en el cuerpo (2017), señala los abusos cometidos hacia las mujeres durante el conflicto, resaltando como estos hechos se ven obstaculizados por un muro de silencio donde la impunidad de los casos llega a un 92%, siendo además una situación no aceptada y eludida por todos los actores armados (Centro Nacional de Memoria Histórica [CNMH], 2017). En la misma línea, el informe titulado: El Estado y la violencia sexual contra las mujeres en el marco de la violencia sociopolítica en Colombia (2012), presentado por organizaciones de mujeres y de derechos humanos4, puso de presente la persistencia de la violencia sexual contra las mujeres en el marco del conflicto armado colombiano. Recientemente, el registro actual del Observatorio de Memoria y Conflicto ha documentado un total de 15.760 víctimas de violencia sexual entre 1958 y 2021, ocurridos en 872 municipios de todo el territorio nacional, siendo los departamentos de Antioquia, Magdalena y Nariño los más afectados. Este registro destaca además la ejecución de estos eventos por parte de grupos paramilitares, guerrilleros, agentes del Estado y otros grupos armados, teniendo por demás una proporción equivalente entre los grupos paramilitares y guerrilleros con un total de 5.279 y 4.850 casos respectivamente (Observatorio de Memoria y Conflicto, 2021).
Así, en el conflicto armado colombiano, la violencia sexual como estrategia de guerra fue usada como “una práctica extendida, sistemática e invisible” (Fajardo & Valoyes, 2015, p. 172), “como lo son la explotación y el abuso sexuales, por parte de todos los grupos armados ilegales enfrentados, y en algunos casos, por parte de agentes individuales de la Fuerza Pública” (Corte Constitucional, Auto 092 de 2008, párr. iii.1.1.1.). Hubo varias modalidades de violencia sexual que compartieron los distintos grupos armados, la más extendida de las cuales fue la violación, “todas las partes en el conflicto violaron mujeres” (Fernández y González, 2018, p. 119).
Bajo este panorama nacional, y tal como se ha mencionado, diversos actores armados se han visto involucrados en los hechos denunciados por las organizaciones de mujeres. Entre ellos, las extintas FARC-EP, una organización insurgente de corte marxista leninista que protagonizó, junto con otras, la lucha armada en el territorio colombiano. La guerrilla de las FARC-EP creció de manera considerable desde los años 80, en términos militares y territoriales como parte de una estrategia de expansión que se sustentó en el control que establecieron sobre distintos territorios, convertidos en zonas estratégicas de sus diferentes frentes (CNMH, 2017).
En los escenarios de control territorial las personas son sometidas a un dominio severo y arbitrario de su vida cotidiana y a una exclusión del espacio político. Los cuerpos de quienes habitan los territorios son despojados de su reconocimiento como ciudadanos y sus derechos son suspendidos de manera permanente y condicionados a la voluntad de poder del actor armado (CNMH, 2018). En las investigaciones llevadas a cabo por el CNMH se tiene que la violencia sexual era utilizada como método de humillación, derrota moral y como una manera de exhibir la capacidad de dominio de los actores armados por medio de una pedagogía de violencia que promueve el castigo, la corrección y el terror entre las poblaciones (CNMH, 2018).
Algunas de las modalidades utilizadas por el grupo guerrillero fue usar la violencia sexual para castigar a las mujeres que desafiaban su autoridad porque no cumplían con los patrones de género (Sisma Mujer, 2013); también se usó contra las mujeres que tenían como parejas a hombres que no pagaban las deudas contraídas con la guerrilla; en el reclutamiento forzado de mujeres y niñas como combatientes y para la prestación de servicios sexuales (CNMH, 2017). Todas estas actuaciones reflejan el continuum de violencias a las que han estado expuestas las mujeres y en cuyos cuerpos se marcan los desmanes de la guerra.
Este breve recuento de las dinámicas ejercidas por las FARC-EP, así como por otros actores armados, sirve como un telón interpretativo que permite entender que la violencia sexual no ha sido un hecho aislado en el conflicto armado, sino que, por el contrario, su eficacia política y simbólica para aniquilar la voluntad de las víctimas y amedrentar a las comunidades ha “sido útil para la consolidación de la autoridad de los actores armados en los territorios, así como ha sido una expresión de las ideas de orden y autoridad propias de cada grupo armado” (CNMH, 2017, p. 70).
Bajo el control territorial, al igual que el escenario de disputa, los cuerpos de las víctimas de violencia sexual han sido empleados como textos por medio de los cuales se emitieron mensajes de poder que condensan significados, motivaciones y estilos de violencia de los actores en el conflicto (CNMH, 2017). Bajo este contexto es claro que la memoria histórica del conflicto armado colombiano se encuentra también escrita en el cuerpo de las mujeres.
Luego de un periodo de aproximadamente 60 años de conflicto armado, que involucró confrontaciones continuas entre el Estado colombiano y las FARC-EP, en el año 2012, con el ánimo de poner fin al conflicto, el Estado inició una serie de diálogos con este grupo armado.
Resultado de los diálogos se expidió el Acto Legislativo 01 de 2012 o marco jurídico para paz, el cual consagró condiciones legales básicas para el desarrollo de las conversaciones entre ambas partes. Además, este acto legislativo estableció los lineamientos de las partes en conflicto armado, y constituía un cuadro normativo que definía tanto los procesos de desmovilización, desarme y reincorporación a la vida civil, como también la investigación y judicialización de los integrantes de este grupo armado organizado (Salazar Solarte, 2017).
El proceso de negociación entre el Estado colombiano y las FARC inició con una fase exploratoria, que culminó con la suscripción de un acuerdo marco entre el Estado y el grupo guerrillero, titulado: Acuerdo General para la terminación del conflicto (Salazar Solarte, 2017). Posteriormente, fruto de dicho periodo de negociaciones, el 24 de noviembre de 2016 ambas partes firmaron el Acuerdo Final para la Paz. Este acuerdo contiene seis puntos: 1) reforma rural integral, 2) la participación política, 3) el cese al fuego de hostilidades bilaterales y definitivas y la dejación de las armas, 4) solución al problema de las drogas ilícitas, 5) las víctimas y 6) la implementación, verificación y refrendación.
Es de señalar que, durante los diálogos entre el Estado colombiano y las FARC-EP, se puso de presente por parte de organizaciones de la sociedad civil la importancia del reconocimiento y satisfacción de los derechos de las víctimas del conflicto armado (Oficina del Alto Comisionado para la paz, 2018). En respuesta a lo anterior, se creó mediante el Acuerdo Final el Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición (SVJRNR) o Sistema Integral para la Paz, el cual partió del reconocimiento de las víctimas como ciudadanas y ciudadanos con derechos, bajo un enfoque diferencial y de género5, que responde a las características particulares de victimización en cada territorio y cada población, tomando en cuenta particularmente las necesidades de las mujeres, las niñas y los niños (Oficina del Alto Comisionado para la Paz, 2018) y el cual dio paso a la construcción de la JEP como el componente de justicia de este sistema, creada mediante el Acto Legislativo 01 del 4 de abril de 2017.
Así, la JEP es el órgano encargado de administrar justicia transicional y de conocer los delitos perpetrados en el marco del conflicto armado que se hubiesen cometido antes del 1 de diciembre de 2016. Lo anterior, con la finalidad de satisfacer los derechos de las víctimas a la justicia, ofrecerles verdad y contribuir a su reparación, encaminado a construir, de conformidad con los parámetros del acuerdo, una paz estable y duradera, así como de cumplir con la obligación estatal de “perseguir, investigar, esclarecer y sancionar a los responsables de los delitos sobre graves violaciones a los derechos humanos, cometidos con ocasión del conflicto armado” (Acuerdo Final, 2016, p. 129).
Lo anterior, teniendo de presente lo estipulado por el Acuerdo Final para la Paz, el cual dispone en su artículo 25 que “hay delitos que no son amnistiables ni indultables de conformidad con los numerales 40 y 41 de este documento. No se permite amnistiar los crímenes de lesa humanidad, ni otros crímenes definidos en el Estatuto de Roma” (Acuerdo Final, 2017, p. 192). A su vez, en el artículo 40 estableció:
No serán objeto de amnistía ni indulto ni de beneficios equivalentes los delitos de lesa humanidad, el genocidio, los graves crímenes de guerra esto es, toda infracción del Derecho Internacional Humanitario cometida de forma sistemática, la toma de rehenes u otra privación grave de la libertad, la tortura, las ejecuciones extrajudiciales, la desaparición forzada, el acceso carnal violento y otras formas de violencia sexual, la sustracción de menores, el desplazamiento forzado, además del reclutamiento de menores, todo ello conforme a lo establecido en el Estatuto de Roma. (Acuerdo Final, 2016, p. 196)
Por ende, a partir de lo expuesto tenemos que frente a graves crímenes en el marco del DIH, como lo son los casos de violencia sexual, no serán objeto de amnistía ni se los puede tratar de forma conexa con los delitos políticos (Salazar Solarte, 2017).
Así, en concordancia con las encomiendas del Acuerdo Final, la JEP inició labores oficialmente y dio apertura el 4 de julio de 2018 al caso 01 titulado actualmente Toma de rehenes y otras privaciones graves de la libertad cometidas por las FARC EP. El caso 01 de la JEP es un macrocaso, que engloba la toma de rehenes y otras privaciones a la libertad, cometidas por las FARC-EP entre 1993 y 2012 e investiga más de 9.000 hechos ocurridos durante esos 19 años. Este caso se enmarca en los estándares de DIH, bajo los cuales se encuentra prohibida la toma de rehenes, puesto que esta constituye tanto un crimen de guerra como un crimen de lesa humanidad de privaciones graves de la libertad.
Dentro de sus tareas investigativas, la JEP ha logrado recolectar informes de la Fiscalía General de la Nación, del CNMH y de otras organizaciones de la sociedad civil. Además, a la fecha ha recolectado testimonios, observaciones de las víctimas y las versiones individuales de los comparecientes comprometidos como responsables en estos informes, en especial, las personas señaladas como máximos responsables y autores determinantes de esos crímenes (el antiguo Secretariado y el Estado Mayor de las extintas FARC-EP).
A partir de ello, el Tribual realizó una contrastación de los hechos donde, finalmente, mediante el Auto número 19 del 26 de enero de 2021, la Sala de Reconocimiento de la JEP les imputó a ocho miembros del antiguo Secretariado de las extintas FARC-EP crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra en relación con las 2.456 víctimas acreditadas en el caso 01, siendo el 21 % víctimas mujeres (Jurisdicción Especial para la Paz [JEP], Auto número 19 de 2021).
El Auto número 19 da a conocer hechos de violencia sexual hacia las mujeres, producidos durante el conflicto armado, los cuales se encuentran proscritos bajo las normas del DIH. Pues, como se ha señalado, la violencia sexual aparece específicamente recogida dentro de dos tipologías de crímenes internacionales: crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra. El Auto describe particularmente que durante las privaciones de la libertad se encontraron 38 hechos constitutivos de violencia sexual acreditados por las víctimas en el caso, entre ellos, violaciones, pero también tocamientos de naturaleza sexual contra los rehenes, en su gran mayoría contra las mujeres, cometidos por diferentes unidades militares en distintos momentos (JEP, Auto número 19 de 2021).
El Auto menciona además que estas descripciones se derivan del control que tiene la guardia sobre el cuerpo durante el cautiverio (JEP, Auto número 19 de 2021). En el caso de las mujeres, una de las varias formas de humillación fue la mirada de la guardia masculina sobre el cuerpo desnudo de la mujer cuando defecaba, orinaba o se bañaba. Así, varias víctimas durante el tiempo que fueron privadas de la libertad manifestaron haber sufrido actos de violencia sexual.
Por ejemplo, una víctima reporta haber sido violada por cinco guerrilleros junto con su hermana, siendo ambas menores de edad, y reportó que fueron abusadas sexualmente y torturadas en una privación de la libertad. Otra víctima describe como fue trasladada a la fuerza a una casa por dos días, donde se le acusaba de ser colaboradora del Ejército y donde se ejercieron actos de violencia sexual sobre ella. (JEP, Auto número 19 de 2021, p. 240)
Es también revelador el relato de una víctima que describe que:
Fue privada de su libertad cuando se movilizaba en su vehículo personal en la vía que comunica la ciudad de Cali con Buenaventura en abril del 2004, por miembros del Frente 30 de las FARC-EP y al menos 10 hombres del ELN. Esta mujer describe que fue secuestrada después de que un automóvil los interceptara en la vía y empezara a disparar a su vehículo en el que iban su esposo e hija menor de edad. Posteriormente, ella fue sacada de su auto y traslada a una casa después de varias horas de caminata. Afirma la víctima que después, “comenzaron las torturas, los interrogatorios y los vejámenes, también fui violada, pidieron rescate a mi esposo”. La víctima responsabiliza al comandante “Costa Rica” del Frente 30. (JEP, Auto número 19 de 2021, p. 132)
Además, los relatos de los comparecientes también reconocieron el uso de violencia sexual como castigo contra una supuesta colaboradora del enemigo:
La víctima vivía, en el año 2001, en el municipio de Planadas (Tolima), donde se dedicaba a oficios varios en esa población. Ella relata cómo en julio de ese mismo año, cuando se encontraba con su hermano en un establecimiento comercial, fue abordada por hombres armados que se identificaron como guerrilleros de las FARC-EP y quienes la obligaron a acompañarlos por órdenes del comandante Raúl Medina Agudelo, Olivo Saldaña. Uno de los guerrilleros que la transportaba en un vehículo la obligó a desnudarse y abusó sexualmente de ella, al mismo tiempo que la acusaba de ser colaboradora de la Fuerza Pública y amenazaba con asesinarla. A los veinte días de haber sido plagiada, la víctima finalmente fue dejada en libertad, pero bajo la instrucción de que debía renunciar a sus vínculos con cualquier persona de las Fuerzas Armadas y que debía presentarse cada vez que fuera requerida por los guerrilleros del CCC. (JEP, Auto número 19 de 2021, p. 217)
Así describió la víctima los hechos:
Uno de ellos se me acercó presentándose como Olivo Saldaña comandante de las FARC gritándome que estaba detenida, que no hiciera preguntas, porque yo sabía la razón por la cual me detenía, me requisaron y llevándome esposada […] me bajaron del carro en una parte oscura, uno de ellos me hizo desnudar, empezó a tocarme todo el cuerpo apuntándome con un arma, me hacía muchas preguntas sobre la Sexta Brigada, estuvo varias horas presionándome llegando al punto que con su pene me acariciaba hasta que eyaculó sobre mi espalda, resistí y no di ninguna información […] se llegó a un acuerdo por medio del párroco bajo unas condiciones, retirarme del trabajo, […] cero contacto con militares, no podía salir de Ibagué y regresar a Planadas cuando ellos me mandaban a llamar, segura en proceso de investigación se hizo un acta donde firmé las condiciones, el motivo del secuestro, según información suministrada por la guerrilla, era que pertenecía a una red de información. (JEP, Auto número 19 de 2021. p. 217)
Por eventos como los narrados, en el marco del caso 01, la JEP ha atribuido hechos de violencia sexual padecidos por las víctimas durante los periodos de privaciones de su libertad, cometidos por los miembros de las FARC-EP en el contexto del conflicto armado. Sin embargo, varias de las versiones libres de los miembros del Secretariado de las extintas FARC-EP manifestaron tener una política de “buen trato”, donde, además, señalan que la organización contaba con políticas especiales para las mujeres, por lo cual a su juicio no se constituyeron hechos de violencia contra estas.
En efecto, el auto refiere que en las Normas Organizativas y Reglamentarias (artículo decimosegundo, literal C) de la II Conferencia Nacional Guerrillera, condenaban y castigaban la violación de mujeres y que posteriormente, el Reglamento del Régimen Disciplinario de las FARC–EP (Capítulo I de la disciplina, Artículo 3, literal K) señalaba el acto de la violación sexual como un delito al interior del movimiento y como una causal para adelantar consejos revolucionarios de guerra a los responsables. No obstante, pese a que dentro de la normatividad internas de las FARC-EP se encontraban proscritos estos actos, lo cierto es que de facto los mismos sucedían y eran acolitados por los miembros de la organización, así lo expresa el testimonio de uno de los comparecientes:
Compareciente: con relación a los actos sexuales y a las violencias sexuales (...) nosotros teníamos una lógica dentro de la dinámica que en los reglamentos lo tienen estipulado: consejo de guerra. Inclusive, eso era un acto tan grave que a la persona le daban fusilamiento, pero ustedes se ponen a mirar el nivel cultural y académico de los excombatientes de FARC, el 90% son gente que no tiene conocimientos y su formación es muy poca y la única formación que tuvieron, fueron algo político, pero hubo un bajón ideológico que nos encaminamos en que la solución era a través de las armas y eso nos embruteció, a tal modo que se cometieron atrocidades, violaciones claro, hubieron. Situaciones como esta que señalan a Olivo Saldaña se escucharon allá, eso fue un hecho, fue censurado y en su momento tuvo mucho que ver un comandante Moisés (...) en ese hecho, donde ultrajaron y en ese momento a esta muchacha por pertenecer o estar trabajando en cierta manera, hubieron comportamientos, prácticamente donde hubieron abusos, por eso fueron suspendidos (...) en el caso de Salvador o Moisés que era el encargado de la emisora, hasta ahí fue su credibilidad y hasta ahí, o sea él no, en el caso no suspendido su mando, pero nunca tuvo más responsabilidades.
Magistrada: ¿Pero no le hicieron consejo de guerra?
Compareciente: No, nunca hubo de eso. Hubo en cierta manera complicidad por omisión y hay una cuestión que se llama solidaridad de cuerpo, que es lo que en cierta manera afecta para que haya justicia, nos guardamos y nos alcahueteamos muchas cosas. (JEP, Auto número 19 de 2021, p. 241)
Además, varias víctimas que dieron su testimonio sobre la violencia sexual cometida por parte de miembros de las extintas FARC-EP en distintos tiempos y lugares, sin que en los reportes de estos casos o en las versiones voluntarias se encuentre un caso de castigo a los responsables, a pesar de estar prohibido formalmente en los estatutos de la organización armada.
Una de estas víctimas cuenta cómo Uriel, miembro de la columna Jacobo Arenas, la amenazó con armas, la violentó sexualmente y la privó de su libertad para violarla en repetidas ocasiones, diciéndole que si no se iba con él tomaría represalias contra su familia. Ingrid Betancourt también narró que en la estructura que la custodiaba era costumbre que se presentara maltrato de género contra las mujeres cautivas, en especial en su contra. Según su narración, fue víctima de tocamiento y gestos obscenos que no eran castigados, sino celebrados por los comandantes. (JEP, Auto número 19, de 2021, p. 240).
Así, a la luz de los testimonios que expone el Auto número 19, es claro que la violencia sexual fue usada como un arma de guerra en las dinámicas del conflicto por parte de esta guerrilla, dirigida especialmente contra los cuerpos femeninos o feminizados. Claramente el conflicto armado colombiano no escapó a las dinámicas de la nueva conflictividad informal que señala Segato, puesto que las así llamadas “guerras internas” de los países o “el conflicto armado” son parte de ese universo bélico con bajos niveles de formalización (Segato, 2013, p. 22), esto conlleva dinámicas que se expresan de forma privilegiada sobre el cuerpo de las mujeres, marcado el cuerpo femenino como bastidor de la guerra.
A partir de estas transformaciones hacia la nombrada conflictividad informal, “el antiguo límite claramente trazado entre la violencia permisible en las acciones de guerra y la violencia criminal (Münkler, 2005, p. 40) se disuelve” (Segato, 2013, p. 26). Explica Segato que, pese a las consagraciones legales, estas nuevas guerras de las últimas dos décadas no demuestran ningún respeto por ningún tipo de instrumento o reglamento para la protección de mujeres, niñas y niños (2013, p. 26). En este contexto, la violación y otras formas de violencia sexual surgen como herramientas bélicas de bajo costo, una forma de subyugar al enemigo sin el uso de las armas y sin reacciones adversas por el silenciamiento y la impunidad que siempre acompañan estos actos. Ya no se trata entonces de una simple costumbre, una constante del conflicto, sino de una estrategia de la guerra.
Para Segato la violencia sexual en los conflictos esconde una forma de enviar un mensaje a través de un código que busca la afirmación de la capacidad letal de las facciones antagónicas por medio de la marcación, de la escritura en el cuerpo de las mujeres. Este mensaje puede ser enviado de forma genérica pero también por asociación con el enemigo, “como un documento eficiente de la efímera victoria sobre la moral del antagonista” (Segato, 2013, p. 24). En efecto, varias de las víctimas señalan haber sido acusadas de ser colaboradoras del enemigo, algunas simplemente por tener vínculos afectivos, o aún más sin tener relación alguna y sin que hayan participado de las hostilidades, siendo utilizadas simplemente como herramienta de transmisión del mensaje amenazador de las fuerzas.
Además, los agredidos son aquellos “cuerpos considerados frágiles no guerreros, y es por ello que, a través de estos se envía el mensaje de amenaza a las comunidades, un mensaje de ilimitada capacidad violenta y de bajos umbrales de sensibilidad humana” (Segato, 2013, p. 23). En este tipo de violencia esparce el aura de dominación, sobre las zonas y sobres los cuerpos como una garantía de control territorial, que pudo incluso facilitar la movilidad y el despliegue de este grupo armado. Así, este tipo de crueldad aplicada a los cuerpos femeninos sirvió de potenciador del anuncio de la letalidad del grupo.
Al respeto, las declaraciones de los miembros de las FARC-EP han sido cuando menos ambivalentes6. En un principio las FARC-EP insistían en que la organización reprochaba dichos actos y que la violencia sexual no era usada como arma en la guerra, posturas de este tipo fueron aun sostenidas durante los diálogos en la Habana, invisibilizando estos hechos. Sin embargo, recientemente, al hallarse ante el escenario de justicia transicional, las FARC-EP reconocieron su responsabilidad sobre estos actos, sin antes recalcar que los mismos constituyeron hechos de forma aislada. Aunque en los escritos del Auto y las declaraciones de los comparecientes manifiestan que aquellas conductas se encontraban prohibidas y que tenían una política de “buen trato”, lo cual, era coherente a la luz de las consagraciones normativas que se realizan en los manuales de las FARC-EP, donde la violencia sexual se encontraba prohibida so pena de consejo de guerra, lo cierto es que el caso omiso a esta normatividad era frecuente. La eficacia de la normatividad era cortada por los actos contrarios que no recibían sanción, pues los mismos eran acolitados por los miembros de esta organización.
Estos actos sin duda reflejan la forma en que opera aquel mandato de masculinidad, de dueñidad sobre el cuerpo de las mujeres como territorio, siendo una exhibición de potencia bélica que desmoraliza al enemigo, y además silenciada por aquel espíritu de grupo o solidaridad de cuerpo que busca reflejar la letalidad de estos actos como una herramienta bélica. En este sentido, ya no nos encontramos ante una simple costumbre sino, sobre todo, tal y como lo señala Segato, ante una estrategia de la guerra donde el cuerpo femenino era su campo de batalla.
Bajo lo expuesto en este texto, es posible afirmar que la violencia sexual al cuerpo femenino fue utilizada por las FARC-EP durante el conflicto armado colombiano, como herramienta de subyugación y derrota moral. La afectación a las mujeres se presentó bajo el uso de sus cuerpos como campos de batalla, como territorios dominados por los cuidadores durante sus periodos de privación de la libertad, siendo violentadas y humilladas sexualmente, sin que los perpetradores de estos hechos hayan tenido consecuencia alguna, por el contrario, fueron acolitados por los mismos miembros de ese grupo armado.
A partir de los relatos aportados por las víctimas de este tipo de violencia, es claro que nos encontramos ante graves infracciones al DIH, donde sucedieron violaciones, desnudez forzada y otras formas de violencia sexual. La configuración de estos crímenes en el contexto de la guerra se ven permeados también por las estructuras propias de crímenes ordinarios de género, esto es de las dinámicas de la estructura patriarcal, en palabras de Segato, de aquel mandato de masculinidad, que llama a reprimir lo femenino por medio de su dominación, que pretende acabar con aquella mujer asociada a la facción antagonista, a través de formas sexualizadas de agresión, enviando un mensaje amenazador que busca desmoralizar al enemigo.
Bajo este espectro, los cuerpos femeninos y feminizados se encuentran imbuidos de significado territorial, donde las formas del biopoder, se expresan a través del control y administración de los cuerpos. Sin embargo, estos cuerpos no se consideran los cuerpos de una nación o un país derrotado, como lo era en las antiguas guerras, sino que han pasado a constituirse en el propio terreno o territorio de la acción bélica.
Así, las mujeres del mencionado Auto número 19 de 2021, aquellas que fueron violadas, maltratadas, que padecieron los tocamientos y las miradas intrusivas y libidinosas, a las que insultaron de “perras” y “prostitutas” (a las secuestradas, pero también a las mujeres dentro de las filas del grupo), que tuvieron también el valor de hablar y decir la verdad sobre sus malos tratos, su sexualización durante su tiempo de cautiverio, son el reflejo vivo de aquellos cuerpos femeninos usados como campos de batalla, donde la guerra se expresó de forma vil y continuada.
La realidad que reflejan las narraciones de las víctimas de violencia sexual en el Auto número 19, es la misma que se vivió a lo largo de todo el conflicto armado colombiano, donde la violencia sexual es sin lugar a dudas un arma de la guerra y los cuerpos femeninos son usados como campos de batalla, una batalla que se cierne en los territorios, en los cuales el control territorial se logra no por adhesión de la población, sino por su desplazamiento por medio del uso de técnicas de contrainsurgencia, que crean un ambiente de miedo e inseguridad constantemente desfavorable para su permanencia en los lugares que ocupaban (Segato, 2013). Estos medios son la ejecución de atrocidades de una forma tal que se tornan de público conocimiento, como la destrucción de los lugares de forma estructural, pero también a través de la humillación por medio de la violación.
Ahora bien, la judicialización de los hechos constitutivos de violencia sexual bajo el caso 01 de la JEP, es sin duda un avance transcendental en términos de justicia, pues como hemos visto a lo largo del recorrido histórico de la violencia sexual en las guerras, la misma ha sido omitida y constantemente acallada, lo que generaba altos niveles de impunidad frente a estos delitos. Sin embargo, también es dable decir que, a pesar de los testimonios de las víctimas, donde incluso hubo víctimas que afirmaron que “había una política en contra de las mujeres secuestradas” (JEP Colombia, 2018), no solo por los temas de violencia sexual sino también por la violencia de género, que degeneraba en vejámenes dirigidos hacia las mujeres privadas de la libertad y no así a los hombres en esa misma condición, la misma jurisdicción trata estos hechos de forma “aislada”, habla de la existencia de los mismos, pero según los magistrados no existe en el caso 01 un “patrón” de estos actos (JEP, 2021, p. 265).
Lo anterior, es claro a partir de un análisis selectivo y conveniente que esta clase de delitos de tipo sexual han tenido históricamente, obligados a permanecer detrás de las cortinas del “acto principal” o los considerados de “mayor importancia”. Claro está que el caso 01 es un macrocaso dirigido especialmente al delito de la toma de rehenes y otras privaciones graves a la libertad, de allí que los delitos de violencia sexual denunciados por las víctimas acreditadas frente a este caso, sigan viéndose pormenorizados en un examen de este tipo. Encontrar los patrones que existen en torno al delito de violencia sexual es sin duda difícil si se toma bajo una mirada que carece de una perspectiva de género clara, dado que el Auto no profundiza en las violencias por motivo de género, dejando además por fuera las padecidas por personas LGBTIQ (Women’s Link Worldwide, 2021).
Por consiguiente, persiste la necesidad de abrir un macrocaso que contemple las dimensiones reales de los hechos constitutivos de violencia sexual cometidos por este actor armado durante el conflicto. Es un llamado que ya las organizaciones de mujeres víctimas han hecho a la jurisdicción (Women’s Link Worldwide, 2021), para lo cual es imperativo abrir el macrocaso de violencia sexual, donde se tomen medidas para superar el alto subregistro que se sabe que existe en estos casos, trayendo a la luz la verdad de las víctimas que no fueron privadas de la libertad, o reclutadas, pero que sus cuerpos llevan las marcas de la guerra y las afectaciones que esta clase de violencia ha provocado en sus vidas.Sin lo antes dicho, la violencia sexual contra las mujeres, ocurrida durante el conflicto armado colombiano seguirá siendo una cuestión permeada por el velo de la invisibilización, lo que contribuye a la inobservancia de los derechos de las víctimas cayendo en el silencio de la impunidad. Esto puesto que la violencia sexual continúa percibiéndose como algo colateral o subsidiario y no en tanto factor protagónico de las dinámicas de la guerra, o como bien señala Segato, como objetivo estratégico que utiliza el cuerpo femenino como campo de batalla. De allí la importancia de su visibilidad a la luz de casos emblemáticos que logren dar luz a lo acontecido en el conflicto, contribuyendo a la verdad y reparación de las víctimas, sin lo cual no es posible el objetivo de la paz.
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Notas:
1Abogada de la Universidad Pontificia Bolivariana. Artículo presentado como trabajo de grado presentado para optar al título de Especialista en Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario con la asesoría del profesor Juan Pablo Acosta Navas, Magíster. Correo electrónico: natalia.rodriguezcab@upb.edu.co
2Tradicionalmente se relacionó el honor femenino con la castidad y su pérdida implicaba una pérdida de respeto. Esto en tanto la mujer era vista como el objeto de otros (del padre, del marido o del grupo) que sufre un ataque vergonzoso, y no como un sujeto de derechos al que le son afectados su dignidad e integridad.
3Con relación a los actos de genocidio, las violencias sexuales no están previstas explícitamente. No obstante, varios doctrinantes se inclinan a afirmar que es posible que la práctica de la CPI considere que, en determinadas situaciones, actos de agresiones sexuales satisfagan algunos de los elementos que definen ese delito, según el precedente del caso Akayesu.
4Red Nacional de Mujeres, Ruta Pacífica de Mujeres, Iniciativa de Mujeres Colombianas por la Paz, Liga Internacional de Mujeres por la Paz y la Libertad, Liga de Mujeres Desplazadas, Mesa de Mujer y Conflicto Armado, Mesa por la Vida y la Salud de las Mujeres, Casa de la Mujer, Sisma Mujer, Corporación Humanas, Cladem, Campaña Saquen mi cuerpo de la guerra, Observatorio de Género y Derechos Humanos, DeJusticia, Red de Educación Popular entre Mujeres. Mesa de Seguimiento al Auto 092- Anexo Reservado, Comisión Colombiana de Juristas., Asociación Colectivo mujeres al derecho, Corporación Jurídica Humanidad Vigente, Colectivo de Abogados José Alvear y Colombia Diversa.
5La incorporación de un enfoque diferencial y de género, así como el establecimiento de medidas de reparación integral para las víctimas fue fruto de los esfuerzos llevados a cabo durante los diálogos por parte de la Subcomisión de género, ente que fue creado gracias a las luchas y movilizaciones de las organizaciones de mujeres en el todo el país, que insistía en la presencia de las mujeres durante las negociaciones como actoras políticas en pro de la paz, al respecto, para la aplicación de la información se encuentra el manifiesto: La paz sin mujeres no va, promovido por las organizaciones de mujeres (Fernández & González, 2019).
6Sobre estas versiones ambivalentes es
posible encontrar registro en diferentes reportes de la prensa, a saber:
https://cutt.ly/7TF26tJ y https://cutt.ly/dTF9Rpu