El bien y el mal: la configuración y tratamiento del enemigo en la guerra global contra el terrorismo en Afganistán e Irak

Juan Francisco Garcés Rodríguez1

Resumen

Después de los ataques al World Trade Center y al Pentágono el 11 de septiembre de 2001, el gobierno estadounidense, sin muchas pruebas sobre los autores del hecho, pero movilizando todo un arsenal retórico y propagandístico, comprometió a una coalición internacional en su propia lucha: la guerra global contra el terrorismo. Esta guerra, aunque dirigida prima facie contra un Estado, es declarada contra un concepto, cuya definición es tan ambigua y su alcance tan amplio como desee quien la pronuncia, una etiqueta con una carga simbólica tan inconmensurable que inmediatamente convierte en enemigo de la humanidad a quién le sea impuesta, sustrayéndole su estatus legal nacional e internacional, conculcando sus garantías fundamentales y autorizando sobre él todo tipo de tratos crueles, inhumanos y degradantes, en tanto su sola existencia es indeseable y peligrosa. Este artículo pretende evidenciar y reflexionar en torno a las lógicas de configuración y tratamiento del enemigo en el marco de la guerra global contra el terrorismo mediante el análisis y problematización de las categorías teóricas que la explican y fundamentan, enfatizando en las contradicciones e irracionalidades que devinieron en consecuencias nefastas para dos países en particular: Afganistán e Irak.

Palabras clave: terrorismo, derecho penal del enemigo, fundamentalismo islámico, securitización, Medio Oriente

Introducción

El siglo XX fue el siglo de las guerras (Kolko, 2005); desde las gestas de independencia y los procesos de descolonización en África, pasando por las revoluciones socialistas en Cuba y Rusia, hasta las dos grandes guerras mundiales y las disputas por la hegemonía global entre Estados Unidos y la Unión Soviética, la historia del siglo pasado fue atravesada y edificada por la destrucción y la sangre que corrió por todos los rincones del globo terráqueo.

Después de la segunda posguerra, Estados Unidos y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) propiciaron la división física e ideológica del mundo en dos bloques o mitades2, y con ello, la lógica de los conflictos militares internacionales viró hacia una disputa multisectorial por una hegemonía simbólica a escala global, representada en la potencia destructiva de una permanente amenaza nuclear (Hobsbawm, 2003).

El periodo entre el inicio de la Primera Guerra Mundial en 1914 y la implosión de la Unión Soviética en 1991, marcaron los extremos temporales de lo que Eric Hobsbawm (2003) denominaría “el siglo XX corto”. Este se caracterizó, entre otras cosas, por el fin del imperialismo europeo en Asia y África, tras las gestas independentistas, y el establecimiento de nuevos Estados-Nación, los cuales se delimitaron mediante el trazado de unas fronteras artificiales y aleatorias, ajenas a la lógica identitaria y cultura política de los pueblos habitantes de estas regiones (De Currea-Lugo, 2022). Esta situación devino irremediablemente en una escisión abrupta de grupos étnicos y religiosos; y propició luchas internas entre estos por el poder político dentro de los nuevos sujetos internacionales, acéfalos y recientemente creados, así como turbulentas relaciones entre sus gobiernos (Herzog, 1987; Corm, 1997; Sourdel, 2007).

Asimismo, la idea de “crisis del capitalismo” (Hobsbawm, 2003; Gaddis, 2008) y el fortalecimiento de la Unión Soviética, aunado a la inestabilidad política de las antiguas colonias africanas y asiáticas, llevaron a la formación y crecimiento de grupos de ideología socialista, influenciados por la revolución bolchevique en Rusia (Schram et al, 1964), en los países del mundo también denominados “países no alineados” (Pérez Llana, 1973) o del “tercer mundo”3 (Sauvy, 1986), lo que suponía una amenaza contra la estabilidad mundial (Kolko, 1970). En este sentido, desde la perspectiva norteamericana, la lucha por la supremacía era librada por dos ideologías radicalmente antagónicas: “la libertad bajo un Dios, y una tiranía atea” (Walker, 1995, p. 132).

Estas dinámicas bélicas de la Guerra Fría acarrearon consecuencias nefastas para muchos países. Resulta cuando menos curioso que, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y hasta el año 2001, Estados Unidos ha desarrollado acciones militares en al menos diecinueve países en todo el mundo4 (Roy, 2006). La razón de muchas de esas intervenciones bélicas era, como ya se dijo, evitar la escalada global del socialismo y el mantenimiento de las condiciones de vida capitalistas.

En este mismo sentido, las relaciones internacionales en la esfera política entre Estados Unidos y Asia Occidental y del Sur han tenido siempre unos denominadores comunes: bombas, misiles, tanques y fusiles. Las intervenciones militares del primero en el territorio de algunos países de los segundos han sido frecuentes desde el final de la Segunda Guerra Mundial; sin embargo, las razones o “justificaciones” (al menos las declaradas) de dichas acciones no han sido iguales en todos los casos.

Tras los lamentables hechos acaecidos en New York y Arlington el 11 de septiembre del año 2001, el gobierno estadounidense, encabezado por George W. Bush, inició una campaña militar en el territorio de Afganistán e Irak en el marco de la denominada “guerra global contra el terrorismo” (GGcT o GWoT por sus siglas en inglés), cuyos escenarios fueron los campos y ciudades de dichos países y cuyos objetivos militares eran los gobiernos de estos países. Esta guerra, aunque declarada contra Estados, estaba dirigida realmente contra un concepto o idea (el terrorismo), lo que acarreó una serie de graves consecuencias para las relaciones políticas globales y dio pie a una crisis humanitaria y de legitimidad sin parangón del derecho internacional público.

Este artículo pretende, a través de un trabajo de revisión documental, aproximarse a las lógicas de configuración y tratamiento del terrorismo, nuevo antagonista principal al que Estados Unidos (y de Occidente, por adhesión), luego de los ataques del 11 de septiembre del 2001, al que le declararon la primera guerra de carácter internacional del apenas iniciado siglo XXI, así como el contexto geopolítico en el que se desarrolló y los antecedentes históricos clave para facilitar la comprensión de dicho fenómeno.

Para la búsqueda de las fuentes se echó mano de bases de datos como SciELO, Redalyc y Dialnet, así como del repositorio institucional de la Universidad Nacional de Colombia. Las palabras clave utilizadas para el rastreo fueron “terrorismo”, “guerra global contra el terrorismo” o “GWoT”, “enemigo árabe” o “enemigo musulmán”, “yihad”, “medio oriente”, “securitización” y “política exterior estadounidense”. Los documentos obtenidos arrojaron información que fue agrupada en cuatro líneas temáticas sobre las cuales se cimenta el presente texto: 1) “Medio Oriente” y política exterior estadounidense. 2) Guerra Global contra el Terrorismo y securitización. 3) Concepto de terrorismo y sus problemas. 4) El enemigo terrorista de Estados Unidos, su configuración y tratamiento. Finalmente se exponen algunas conclusiones.

1.    “Medio Oriente” y la política exterior estadounidense

Como ya se advirtió, las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Asia, en particular Oriente Medio, no siempre se han caracterizado por su amistad y pacifismo. De esta manera, la política exterior del país norteamericano ha desarrollado unos matices particulares de acuerdo con los objetivos que persigue. Bajo esta premisa, John Mearsheimer (2011) identifica y explica cuatro formas de desarrollo de la política exterior estadounidense, acorde al grado de participación e intervención que se pretenda.

La primera es el aislamiento (isolationism), la cual fue prevalente hasta antes de la segunda Guerra Mundial y consistía en no intervenir en asuntos por fuera de las fronteras territoriales, en tanto no existe ningún otro territorio importante para los intereses nacionales, y la seguridad del país era garantizada por los dos océanos que lo bañan y el poder militar y nuclear. La segunda se denomina balanceo extraterritorial (offshore balancing), que se fundamenta en la creencia de que existen tres regiones en el mundo que resultan de importancia estratégica para Estados Unidos: Europa, el Noreste Asiático y el Golfo Pérsico; por eso, el objetivo principal del país norteamericano es evitar que otras potencias rivales controlen estas áreas que garantizan la hegemonía sobre el hemisferio occidental. La mejor forma de lograr esto es a través de la alianza con poderes locales para combatir las fuerzas rivales, desplegando tropas cuando esta estrategia no resulte y replegándolas cuando la amenaza haya cesado.

La tercera se conoce como intervención selectiva (selective engagement) y consiste en la ubicación de tropas estacionarias en las regiones estratégicas mencionadas para mantener la paz y evitar la proliferación de armamento nuclear en el territorio en defensa de la seguridad nacional, interviniendo sólo cuando devenga necesario para la salvaguarda de los intereses del país, cualesquiera sean.

La última forma de política exterior es la de dominación global (global dominance), que persigue dos ambiciosos objetivos: la supremacía estadounidense (asegurar que el país sea el más poderoso e influyente de todos) y la expansión de la democracia por todo el globo, moldeando el planeta entero a imagen y semejanza de la potencia norteamericana. Para el autor, esta política de dominación global absoluta es “imperial hasta la médula5”, en tanto supone que es un derecho y un deber de Estados Unidos intervenir en la política de otros países que deberían ver con buenos ojos dicha interferencia, y en caso de no hacerlo, se justifica el uso de la fuerza para garantizar el éxito de ésta.

Para este autor, la política exterior estadounidense desde el fin de la Guerra Fría ha tenido un objetivo central: la dominación global. Dicha pretensión fue exacerbada luego de los atentados del 11 de septiembre del 2001, y para cumplir la tarea se desplegó un alto poder militar con la intención de derrocar los gobiernos “autoritarios” de los talibanes en Afganistán y Saddam Hussein en Irak, estabilizar políticamente la región e instaurar regímenes presuntamente democráticos que puedan contener a los grupos terroristas que operan en los límites de su jurisdicción. Esta forma de intervención fomentó en igual medida la imposición de la racionalidad occidental y la forma de vida norteamericana en los países del llamado Medio Oriente, garantizando la indemnidad de la soberanía y los valores democráticos y de libertad que Estados Unidos tanto atesora (Landa Torres, 2007).

Asimismo, y siguiendo de alguna manera la línea argumentativa hilada por Mearsheimer respecto a la gran importancia que representa el Golfo Pérsico y Medio Oriente para Estados Unidos, Luis E. Bosemberg (2003) advierte que el interés de la potencia norteamericana en democratizar y reestructurar sociopolíticamente estas regiones, en no poca medida se debe a la gran cantidad de petróleo crudo que yace bajo su suelo y que puede abastecer ampliamente la demanda de combustible, por lo que garantizar el control sobre esta zona mediante la sustitución de los regímenes antagónicos por aliados estratégicos era de vital importancia para la economía del país norteamericano.

1.1    Estados Unidos en Afganistán e Irak

Ahora, en lo atinente a las relaciones políticas internacionales entre Estados Unidos y Afganistán e Irak, se debe advertir que si bien estas se desarrollaron de manera diferente y bajo sus propias lógicas, tanto en la diplomacia como en la guerra, tienen algo en común: el incesante interés del país norteamericano por “llevar democracia” al Medio Oriente.

La historia de los encuentros (y desencuentros) entre occidente y oriente es extensa e intensa. Los afganos, particularmente, fueron invadidos en tres ocasiones por Gran Bretaña entre 1839 y 1919 (Adamec, 2012). Sin embargo, el primer antecedente de intervenciones armadas estadounidense se ubica en la respuesta militar de esa potencia ante la ocupación soviética del territorio afgano, en el marco de la Guerra Fría. La invasión rusa se desarrolló en un contexto de inestabilidad política del país asiático, producto de un golpe de estado y disputas internas por el poder político.

Todo comenzó en 1978, cuando tuvo lugar en Afganistán la “Revolución de Saur”, una batalla sangrienta mediante la cual el Partido Democrático Popular de Afganistán (PDPA)  asesinó y derrocó al presidente Mohammed Daud Khan e inició un gobierno socialista revolucionario de inspiración marxista leninista “dirigido colectivamente por representantes de las facciones Khalq y Parcham del PDPA, siendo Nur Mohammad Taraki nombrado presidente, primer ministro y secretario general del PDPA” (Domínguez, 2008, p. 165).

El nuevo gobierno de izquierda empezó por cambiar el nombre del país por el de República Democrática de Afganistán. Además, firmó un tratado de amistad y cooperación con Moscú y propuso un esquema de reformas económicas y sociopolíticas entre las que sobresalieron la reforma agraria, el fortalecimiento del Estado y la promoción de los derechos de las mujeres, religiones y minorías étnicas (Domínguez, 2008).

Sin embargo, las disputas de poder internas en el PDPA entre los Khalq y Parcham, sumado a la influencia soviética dentro del mismo y las acciones contrarrevolucionarias por opositores del régimen como los mullahs, apoyados por Pakistán, China e Irán, llevaron a una desestabilización del régimen (Khalizad, 1980), lo que inició una cadena de eventos que finalizará con el inició de la primera de las grandes tragedias de la historia afgana: la invasión soviética.

En 1979, Taraki renunció al poder citando problemas de salud y fue reemplazado por Hafizullah Amin, militante de la facción Khalq del PDPA, el cual resultó no grato para la Unión Soviética, por lo que el 26 de diciembre del mismo año, Amin fue derrocado por una facción pro-soviética del ejército afgano y sustituido por Babrak Karmal, de la facción Parcham (Domínguez, 2008). Esto motivó a que el 27 de diciembre de la misma anualidad, soldados soviéticos ingresaran a Afganistán y la ocuparan militarmente, lo que dio génesis a lo que se denominaría en Occidente como “la segunda Guerra Fría” (Halliday, 1987).

Como efecto de la invasión soviética al territorio afgano, Estados Unidos, en cabeza de la CIA y en alianza con el Servicio de Información Militar de Pakistán, lanzaron la “Operación Ciclón” (Anwar, 1989). Esta campaña militar secreta buscaba sacar provecho de la fuerza que habían tomado las fuerzas rebeldes afganas para promover una guerra santa o yihad en contra de la Unión Soviética y que ésta se expandiera hasta las repúblicas musulmanas de la misma para desestabilizarla desde adentro (Roy, 2006; Hilali, 2018).

Para lograr este cometido, norteamericanos y pakistaníes reclutaron, entrenaron y financiaron decenas de miles de muyahidines6 provenientes de unos 47 países islámicos (Weiner, 1994). Asimismo, proveían copiosas cantidades de dinero y armamento a estos nuevos soldados, por lo que, dados los elevados costos de mantenimiento del nuevo ejército, se vieron en la imperante necesidad de encontrar fuentes alternativas de recaudo de capital. Por lo tanto, los muyahidines impusieron a los agricultores afganos un “impuesto revolucionario”: les ordenaron cultivar opio (Baldauf, 2001). Consecuentemente, en Afganistán se instalaron laboratorios de producción de heroína protegidos por los servicios de inteligencia pakistaníes y, en el lapso de dos años, por la frontera con Pakistán pasaban cantidades enormes de heroína cuyo destino final era mayormente Estados Unidos y generaban entre cien mil y doscientos millones de dólares anuales, destinados a la guerra contra la Unión Soviética y el PDPA (Kline, 1982a; 1982b; Bedi, 2001).

Esta guerra terminó en 1989 cuando Gorbachov ordenó el retiro de las tropas soviéticas. Sin embargo, el conflicto dejó un país desolado y destruido, con una economía dependiente del opio y la heroína, un número de refugiados altísimo y una inestabilidad sociopolítica en crecimiento, que añadió más leña al fuego de una caldera que ya había superado su punto de ebullición (Anwar, 1989; Roy, 2006). Esta intervención norteamericana, aunada a las muchas otras emprendidas en otros países de mayoría musulmana, azuzó a la bestia rabiosa que finalmente terminaría hincando sus colmillos de aluminio y acero en contra de su criador, más de una década después.

Como secuela de la guerra afgana, los talibanes, un grupo de fundamentalistas musulmanes que combatieron en la yihad contra los soviéticos, se hicieron al poder en Afganistán en 1996, apoyados por el Servicio de Información Militar de Pakistán, diversos partidos políticos de este país y la CIA (Popham, 2001). Estos son los mismos talibanes que Estados Unidos acusó de esconder y proteger a Osama Bin Laden, miembro de una familia influyente saudí, fundador del grupo yihadista Al-Qaeda y muyahidín entrenado y financiado por la CIA y Pakistán para luchar en dicha guerra (Roy, 2006).

Ahora, en lo que tiene que ver con Irak, contrario a Afganistán, las acciones estadounidenses en su territorio no tuvieron relación con la lucha ideológica de la Guerra Fría. En este caso, la intervención militar estadounidense se dio en el marco de la que se denominó “Guerra del Golfo”, iniciada por la invasión de Irak a Kuwait el 2 de agosto de 1990. En 1991, como respuesta a dicha incursión militar, una coalición de 34 países, liderada por Estados Unidos y bajo mandato de la ONU, atendiendo a la Resolución Nº 660, se lanzó la campaña aeroterrestre “Operación Tormenta del Desierto”, con el fin de forzar al ejército iraquí a replegarse, mediante bombardeos y el despliegue de tropas en suelo kuwaití y saudí (Polk, 2006). Además, se impusieron fuertes sanciones económicas a Irak por parte de las Naciones Unidas, mediante la Resolución N° 6617 (Swaidan y Nica, 2002).

Estos antecedentes cercanos de las relaciones internacionales de Estados Unidos con Afganistán e Irak, son un buen marco de comprensión de lo que sería más adelante la “Guerra global contra el Terrorismo” y el rumbo y la lógica propia que tomó la misma luego de las invasiones militares a ambos países asiáticos.

2.    La Guerra Global contra el Terrorismo

La Guerra Global contra el Terrorismo es comprendida como la respuesta militar y retórica del gobierno estadounidense, emprendida como retaliación por los atentados ocurridos en 11 de septiembre del 2001 en el World Trade Center de Nueva York y El Pentágono en Arlington, que la potencia norteamericana entendió como una declaración de guerra por parte del terrorismo fundamentalista islámico (Pérez et al, 2012), aunque los yihadistas argumentaron que libraban una guerra justa por que occidente, y en particular Estados Unidos, atacó primero mediante sus acciones militares contra los musulmanes al rededor del mundo y su apoyo a la ocupación israelí del territorio palestino (Hodge-Dupré, 2020).

Tras el ataque a las dos torres gemelas y su base militar más importante, Estados Unidos lanzó una avanzada militar en Afganistán contra su nuevo enemigo: “el terrorismo”. Así, el gobierno de George W. Bush desplegó una invasión armada en el país asiático con la intención de desmantelar al grupo yihadista Al-Qaeda y derrocar el gobierno talibán, acusado por el presidente norteamericano con un acervo probatorio precario (sino inexistente), de proteger grupos terroristas.

Los terroristas y los gobiernos que los escondieron fueron llamados como “enemigos de la libertad” por el presidente Bush en sesión conjunta del Congreso estadounidense del 20 de septiembre de 2001, donde se añadió que “[o]dian nuestras libertades, nuestra libertad de religión, nuestra libertad de expresión, nuestra libertad de votar y de reunirnos y de estar en desacuerdo unos con otros” (CNN, 2001). Empero, se pregunta Arundhati Roy (2006, p. 25) si el odio es contra la libertad, ¿por qué en vez de atacar los símbolos de la dominación económica y militar estadounidense (World Trade Center y El Pentágono) no fue atacada la estatua de la libertad? ¿Puede decirse entonces que la motivación de los ataques es su política internacional invasiva y colonialista? O ¿las acciones de terrorismo militar y económico y la financiación de insurgencias y dictaduras contrarias a la libertad por la que dicen ser envidiados? La respuesta más prudente sería un cuidadoso sí.

Por su parte, la invasión a Irak en 2003 tuvo su justificación en una afirmación nunca probada por parte del gobierno norteamericano de George W. Bush, pronunciada en una alocución de casi treinta minutos en Cincinnati, el 7 de octubre del 2002, en la que remarcó que el gobierno de Saddam Hussein poseía y desarrollaba armas de destrucción masiva, violando la Resolución N° 687 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (Office of the Press Secretary, 2002).

Dicha intervención militar logró, sin embargo, algunos de los objetivos que se planteó, como doblegar el ejército iraquí, derrocar al gobierno de Hussein e implantar un nuevo régimen con elecciones presuntamente democráticas y libres. Sin embargo, nunca se encontraron las armas de destrucción masiva que el gobierno estadounidense denunciaba que estaban siendo almacenadas y fabricadas (Deutsche Welle, 2007), dejando claro que su suposición era completamente falsa, infundada y usada como coartada para perseguir otros intereses, particularmente el control de los yacimientos de petróleo (Bosemberg, 2003).

Con todo, debe advertirse que la Guerra Global contra el Terrorismo no sigue las lógicas tradicionales y convencionales de los conflictos bélicos que la antecedieron, en tanto la intervención de Estados Unidos en Afganistán e Irak tuvo dos características particulares: la primera es que los norteamericanos se enfrentaron tanto a unos Estados como a un concepto, cuyas características particulares serán analizadas más adelante; y la segunda es que esta guerra fue librada mediante acciones militares preventivas, las cuales fueron justificadas, tanto ex ante como ex post, de manera retórica mediante procesos de “securitización”, asunto que se expone a continuación.

2.1 Guerra preventiva y securitización

Para comprender la naturaleza de la Guerra Global contra el Terrorismo, así como para explicar los criterios ontológicos, axiológicos y teleológicos que la sustentan, deviene menester aproximarse a un concepto que ha sido desarrollado desde el siglo pasado por académicos de la Escuela de Copenhague, principalmente Barry Buzan y Ole Wæver y que revolucionó los estudios sobre seguridad a escala global: la “securitización”. Esta categoría, que más bien puede definirse como un proceso, es tal vez el marco de referencia más útil para acercarse al entendimiento cabal de la mencionada guerra.

El proceso de securitización inicia con la identificación de una amenaza existencial (criterio ontológico) es decir, un fenómeno que pone en riesgo la vigencia y correcta funcionalidad de un objeto de referencia, sin el cual, los elementos que garantizan las condiciones de vida deseadas serían insostenibles (criterio axiológico). De ese para la defensa y garantía de indemnidad se requiere la aplicación de medidas de emergencia, que frecuentemente suelen encontrarse por fuera de los límites políticos y jurídicos establecidos que, en condiciones de normalidad, no podrían ser transgredidos (criterio teleológico) (Buzan et al, 1998; Buzan y Wæver, 2009).

Como corolario de este razonamiento, Estados Unidos ha securitizado exitosamente la amenaza terrorista (Buzan, 2006), identificando las acciones terroristas como una amenaza existencial contra la libertad y las condiciones de vida de sus ciudadanos, por lo que se justifica la implementación de medidas de emergencia como la guerra preventiva materializada en las invasiones armadas a Afganistán e Irak, la restricción de derechos y libertades individuales en su territorio (Novo Foncubierta, 2013).

Empero, para securitizar un asunto es necesario legitimar discursivamente8 la presencia de una amenaza existencial ante una audiencia que acepte dicha securitización, la importancia vital del objeto de referencia y la necesidad de la utilización de medidas de emergencia (Buzan et al, 1998). Por lo tanto, la administración de George W. Bush recurrió a la instrumentalización del miedo y la retórica para convencer a sus ciudadanos y a los órganos del Estado que era necesario lanzar una ofensiva militar contra los gobiernos de Afganistán e Irak para prevenir nuevos ataques terroristas y garantizar la seguridad y soberanía del Estado norteamericano (Tello, 2011).

Ahora, aunque el concepto de securitización es una parte importante para analizar y explicar la Guerra Global contra el Terrorismo, aún hay una parte del asunto que no está clara, una pieza del rompecabezas que no ha sido puesta, una variable de la ecuación que no ha sido despejada: la categoría de terrorismo.

3.    Concepto de terrorismo y sus problemas

Como advertencia preliminar es menester reconocer que en este apartado no se pretende desarrollar exhaustivamente el concepto de terrorismo, ni mucho menos proponer una definición novedosa o sui generis. En este sentido, para los fines de este escrito, se tomarán algunas definiciones o comprensiones del terrorismo presentes en la bibliografía revisada, para analizarlas y explicar tan adecuadamente como sea posible esa categoría.

En la bibliografía relevante sobre el término terrorismo y sus límites teóricos solo existe un consenso: no hay consensos (Crenshaw, 1981; Schmid y Jongman, 2005; Stepanova, 2008). Los textos, en términos generales, arriban a una conclusión similar: las definiciones de terrorismo que han sido adoptadas en los ordenamientos jurídicos y los discursos políticos del mundo, son ambiguas, vagas, insuficientes y sin un sustrato ontológico riguroso (Stepanova, 2008; Cuadro, 2018), en tanto le asignan características que lo hacen fácilmente confundible con otro tipo de acciones delictivas o que no siempre están presentes en hechos comúnmente catalogados como terroristas (Carrasco, 2008). Las definiciones son tan diversas y (en algunos casos) opuestas, que deviene nugatorio cualquier esfuerzo orientado a elaborar una definición única, lo suficientemente consistente como para abarcar la totalidad (o al menos la mayoría) de acepciones enunciadas en la literatura relevante.

Así, algunos autores, atendiendo a la expansión politizada9 de la definición del concepto de terrorismo, que lo ha hecho maleable y lo ha convertido en un arma discursiva (Llobet, 2015), sustrayéndolo paulatinamente de las discusiones puramente académicas (Stepanova, 2008), han optado por elaborar una caracterización del término que propenda por disipar la niebla de inconsistencia e imprecisión por obra de la política, que cubre al concepto.

En este sentido, Ekaterina Stepanova (2008) propone una definición de terrorismo que es tan concisa y precisa como problemática: el uso intencional de la violencia contra civiles y no combatientes por un actor no estatal, en una confrontación asimétrica, con la intención de alcanzar fines políticos. A un tren de pensamiento similar se suscribe Pedro Carrasco Jiménez (2008) que propone, a la luz de contribuciones de la Asamblea General de la ONU y la doctrina especializada, que la “estrategia terrorista”10 cuenta con unos elementos objetivos concretos: tanto su acción como su planeación es gestada en el interior de una organización, tiene un nivel de violencia e intensidad propio de una confrontación bélica, implica una intención de infundir miedo a un sector social y persigue un fin político; esto lo diferencia de otros fenómenos, como la guerra, la delincuencia común o la piratería.

Ambas definiciones, como ya se advirtió, evidencian asuntos problemáticos que deben ser analizados con detenimiento. En primer lugar, se observa que las dos caracterizaciones del terrorismo referidas son similares en lo atinente a la intensidad de la violencia ejercida y las víctimas de los actos, así como en la finalidad política que se busca. En este último punto se evidencia el primer problema, en tanto no siempre es política la finalidad que motiva los actos que frecuentemente se reconocen como terroristas, ya que la reivindicación concreta puede ser religiosa (guerra santa) o puramente económica (carteles dedicados al narcotráfico)11.

Además, las conceptualizaciones presentadas por los autores se diferencian en un asunto absolutamente insoslayable: la naturaleza de quién comete los actos terroristas. Aunque Carrasco Jiménez refiere la característica general de todos los bandos en una contienda bélica, la organización, Stepanova restringe la comisión de actos terroristas a organizaciones no estatales en un conflicto asimétrico. Esta delimitación, aunque bastante útil teóricamente por su minimalismo, no solo es en exceso reduccionista, sino peligrosamente insuficiente, ya que niega de tajo la posibilidad de que un Estado realice actos de terrorismo, aun cuando sean similares (sino idénticos) a los realizados por grupos armados organizados no estatales.

De esta forma, la definición de Stepanova no solo convierte la categoría de terrorismo en una herramienta discursiva totalmente funcional a las pretensiones políticas de grupos hegemónicos en relaciones de poder desiguales, que usan el término para descalificar adversarios y justificar acciones irregulares, sino que contraviene abiertamente el numeral 2 del artículo 13 del Protocolo II adicional a los Convenios de Ginebra de 1949, relativo a la protección de las víctimas de los conflictos armados sin carácter internacional, promulgado en el año 1977, el cual determina que la población civil no puede ser objetivo de actos o amenazas cuyo fin principal sea aterrorizarlos, sin importar si los cometen Estados o grupos armados organizados.

Ahora, después de los ataques a las Torres Gemelas de Nueva York y al Pentágono en el 2001, tomó inusitada relevancia en Occidente un fenómeno terrorista particular que ocupó (y aún lo hace) un lugar privilegiado en las producciones académicas sobre la materia: el terrorismo fundamentalista islámico.

3.1    Terrorismo fundamentalista islámico

Como ya se describió, la definición del terrorismo como categoría teórica ha sido tanto imposible como inconveniente, habida cuenta de los múltiples intereses y opiniones que alrededor de ella se entrelazan. Empero, la clasificación tipológica del terrorismo ha gozado de más pacifismo y consenso doctrinario, sin que ello implique necesariamente que no existan múltiples delimitaciones conceptuales. Se avizoran en la bibliografía disponible múltiples tipologías de terrorismo, de acuerdo con sus diferentes características . Sin embargo, para los fines de este escrito solo se desarrollará la categoría de terrorismo fundamentalista islámico.

En este sentido, los autores sobre la materia se han puesto de acuerdo en que el terrorismo desarrollado por grupos religiosos islámicos es de carácter internacional (Haynes, 2009), cimentado en una lectura fundamentalista del Corán que reconoce la yihad, o guerra santa como la forma legítima privilegiada (y tal vez la única) para defender los valores tradicionales del Islam (Martinelli, 2020), que consideran gravemente amenazados por las acciones de los países occidentales, particularmente los Estados Unidos contra la población musulmana en el mundo, ante lo que persiguen intereses vindicativos (Rapoport, 2004; Ainz, 2011; Zarrouk, 2011) o de reconfiguración de fuerzas e imposición de formas de vida (Cuadro, 2018).

No obstante, otras interpretaciones también hicieron eco en la literatura a partir del atentado del 11 de septiembre de 2001. Verbigracia, Don DeLillo, renombrado novelista y dramaturgo neoyorquino, denuncia una peculiar motivación subyacente al acto terrorista que él presenció y experimentó en su propia carne el 11 de septiembre. Para DeLillo (2001), los ataques al Pentágono y el World Trade Center no fueron un pretendido golpe a la economía global, como se pensó en un principio, sino que esa violencia fue provocada por una furia contra Estados Unidos. Para el autor, fue su patria la que provocó la ira de quienes asestaron el golpe,

fue el brillo de nuestra modernidad. Fue el ímpetu de nuestra tecnología. Fue eso que se percibe como nuestra impiedad. Fue la fuerza bruta de nuestra política exterior. Fue el poder que tiene la cultura estadounidense para infiltrarse en todas las paredes, hogares, vidas y mentes. (DeLillo, 2001, p. 10)

Como colofón, para el autor, ese subtexto antiamericano se devela al contrastar las reivindicaciones de los terroristas con las de los manifestantes contra la acelerada globalización en ciudades como Génova, Praga y Seattle.  Para DeLillo (2001, p. 11), éstos inconformes buscaban, aunque fuera con violencia, “ralentizar la situación, estabilizar la situación, postergar ese futuro al rojo vivo”; mientras que los perpetradores de los ataques suicidas “por su parte, quieren traer de vuelta el pasado”.

4.    El enemigo terrorista de Estados Unidos

La lectura que hizo la Casa Blanca de los ataques terroristas, evidenciada en la referida alocución presidencial acaecida el 20 de septiembre del 2001 en el Congreso, fue bastante particular, en tanto consideraban que detrás de la declaración de guerra que significaban los ataques suicidas se ocultaba una motivación evidente: el profundo odio que los musulmanes orientales (no sólo los fundamentalistas o Al Qaeda, necesariamente) sienten por las espléndidas condiciones de vida libre norteamericana y su inveterada y sólida democracia.

Como consecuencia, el gobierno estadounidense declaró la ya mencionada “Guerra contra el Terrorismo”, que inició contra unos objetivos militares concretos: la organización Al Qaeda, sus líderes y el gobierno talibán de Afganistán. Sin embargo, solo el nombre de Osama Bin Laden fue asociado como líder de Al Qaeda, por lo que el resto de los enemigos aún estaban por identificar, y los parámetros para identificarlos fueron tan ambiguos, vagos y cuestionables como la definición misma de terrorismo.

En esta alocución, sin embargo, aunque el presidente esbozó a grandes rasgos algunos elementos que considera definitorios de su nuevo enemigo número uno, dichas características devienen insuficientes a la hora de identificar plenamente un objetivo en el marco de operaciones militares o un criminal en un proceso penal.

Esta situación no fue un problema o una talanquera para llevar a cabo las invasiones en Afganistán e Irak, de hecho, esa misma indeterminación del enemigo terrorista fue el atributo esencial que cimentó la guerra en esos países, esa imposibilidad de ponerle rostro a la amenaza fue la que autorizó de facto la represión preventiva y justificó la paranoia colectiva que terminó causando una de las crisis humanitarias más graves del siglo XXI.

4.1 Características

Durante el desarrollo de este escrito, se han desarrollado y definido diferentes categorías que permiten una aproximación a lo que se ha determinado como el “enemigo terrorista” a partir de los diferentes elementos que, analizados en su conjunto, lo configuran (o prefiguran), particularmente después de los ataques del 11 de septiembre del 2001.

De esta forma, se puede caracterizar al ya referido enemigo configurado durante la guerra global contra el terrorismo a partir de cuatro categorías esenciales: su acción criminal transnacional, sus ataques deliberados e indiscriminados dirigidos contra la población civil, su motivación religiosa (islamismo radical yihadista) y su motivación política (ya sea de defensa de los valores del islam o de destrucción del statu quo liberal occidental).

La retórica política occidental, liderada por Estados Unidos, ha repercutido en la creación de una suerte de contrarrelato en este lado del mundo, que ha impuesto una forma de ver y comprender la alteridad oriental que, si bien no es inédita, adquiere nuevos matices en razón al particular contexto geopolítico y social que dejaron los sorpresivos atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono (Beltrame, 2009).

El “oriente” como concepto o categoría no es ni mucho menos nuevo. Desde el siglo XVIII, cuando los imperios europeos iniciaron el proceso de colonización del continente asiático, la dicotomía occidente/oriente ha estado presente en la bibliografía que se produce y edita en los países europeos que detentaron (o detentan, de nuevas maneras) el dominio colonial en los países de Asia. Sobre este respecto, Edward Said (1978) en su libro “Orientalismo”, una de las obras cumbre de los estudios orientales, describe cómo los países occidentales siempre observaron a los orientales como un “otro”, una categoría de sujeto (o, más bien, objeto) que, al tener condiciones de vida y valores sociales, políticos y culturales radicalmente opuestos a los defendidos por la universalmente deseable e incuestionable racionalidad occidental, se mostraba como una amenaza que debía ser estudiada y analizada para, posteriormente, ser reprimida, dominada y transformada a la imagen y semejanza del sujeto civilizado occidental.

Así, la guerra global contra el terrorismo retornó al debate público y académico las preguntas sobre Oriente y su alteridad peligrosa e incomprensible en los límites de la refinada racionalidad occidental. Esto llevó a Estados Unidos a arrogarse unilateralmente la “misión civilizatoria” de contrarrestar la barbarie que representa el terrorismo musulman y los “países desobedientes” que lo patrocinan (Anghie et al, 2016, p. 121), a emprender una campaña en territorio enemigo con el fin último de plantar definitivamente las banderas de la democracia, la libertad y el progreso en las “inhóspitas tierras de la tiranía y la represión”, a cumplir el propósito ilustrado de encender el faro del iluminismo liberal en las “tinieblas insondables del salvajismo”13.

Como corolario, para llevar a cabo estas nobles empresas en apariencia, Estados Unidos y sus aliados en la lucha contra el terrorismo internacional, se sirvieron de medios y métodos irremediablemente abyectos, crueles e inhumanos, injustificables desde cualquier perspectiva humanitarista. De esta forma, usaron la barbarie para combatir la barbarie, violaron sistemáticamente los derechos humanos para proteger la supuesta vigencia de los derechos humanos y atacaron indiscriminadamente la población civil de un extremo del mundo, para pretendidamente proteger a los civiles del otro lado de ese mismo mundo. En síntesis, dieron al traste con todos los valores y principios que cimentan la racionalidad civilizada y universal que pretendían imponer.

Así, en el marco de la guerra global contra el terrorismo, los Estados Unidos y otros países que participaron en esta contienda, desarrollaron una serie de acciones que contravienen flagrantemente las normas y principios del Derecho Internacional de los Derechos Humanos (DIDH) y el Derecho Internacional Humanitario (DIH).

4.2 Tratamiento del enemigo y Derecho Internacional Humanitario

El derecho internacional humanitario es definido como un marco jurídico excepcional14 del derecho internacional público, que busca limitar los efectos de los conflictos armados, así como los medios y métodos de enfrentamiento que pueden ser utilizados en ellos. De igual forma, busca principalmente proteger a las personas y bienes que no participan directamente en las hostilidades o han dejado de participar en ellas15 (CICR, 2022). Este marco normativo está constituido por cuatro convenios promulgados en 1949 y dos protocolos adicionales finalizados en 1977.

Asimismo, el DIH contempla tres principios de obligatoria observancia al momento de llevar a cabo operaciones militares en un conflicto armado: distinción, proporcionalidad y precaución. El primero (y más importante de todos) exige a las partes en conflicto distinguir en todo momento quiénes son personas y bienes civiles, para diferenciarlos de sujetos en función continua de combate y objetivos militares, en tanto sólo pueden ser objeto de ataques directos los dos últimos (CICR, 2022).

El segundo principio prescribe que cuando se desarrolle una operación militar o un ataque a un objetivo legítimo “la pérdida incidental de vidas civiles, las lesiones causadas a civiles y los daños causados a bienes de carácter civil o una combinación de estos no deben ser excesivos en relación con la ventaja militar concreta y directa prevista” (CICR, 2022, p. 6). Finalmente, el principio de precaución prescribe a los bandos en disputa el deber preservar en todo momento la integridad de la población y los bienes civiles, sustrayéndolos de las hostilidades y buscando siempre reducir al máximo los daños incidentales16 (CICR, 2022).

Ahora, en el marco de la cruzada maniquea norteamericana denominada Guerra Global Contra el Terrorismo, se llevó a cabo en Afganistán una campaña militar llamada eufemísticamente “Operación Libertad Duradera”17. Esta avanzada consistió fundamentalmente en una secuencia de ataques aéreos en Kabul, la capital del país, contra presuntos objetivos legítimos, propiedad de los talibanes y Al-Qaeda (CNN, 2021).

Sin embargo, se sabe que estos bombardeos fueron ejecutados de manera indiscriminada y, aunque pudiesen estar dirigidos contra el grupo terrorista, quiénes los planearon y ejecutaron desconocieron los principios de distinción, proporcionalidad y precaución del DIH, por lo que dichos ataques pueden constituir crímenes de guerra y sus ejecutores pueden ser juzgados por un tribunal internacional, como la Corte Penal Internacional18.

Asimismo, en Irak se llevaron a cabo operaciones militares aéreas, que iniciaron el 20 de marzo de 2003 con diversos bombardeos en el territorio del país asiático (von Hein, 2018). Estos ataques, así como los demás desarrollados en territorio iraquí, han dejado unas cifras de muertos escalofriantes: los balances más conservadores estiman entre 150.000 y 500.000 muertos. Empero, en el año 2006, cinco años antes del final de la guerra, la revista médica Lancelot se refería a 650.000 muertes causadas por la destrucción de infraestructura sanitaria en el país (von Hein, 2018).

Como en el caso afgano, estos bombardeos fueron emprendidos de forma indiscriminada, violando nuevamente los principios base del DIH y configurando presuntos crímenes de guerra, que deberían ser perseguidos y juzgados en una corte internacional competente. Sin embargo, se itera, al no suscribir el Estatuto de Roma, los comandantes militares estadounidenses no pueden ser enjuiciados por la Corte Penal Internacional, por lo que estos hechos quedarán impunes por muchos años, tal vez por siempre.

Sin embargo, las acciones delictivas internacionales cometidas por Estados Unidos y sus aliados, como Reino Unido, no se limitaron a la conducción de hostilidades y el desarrollo de operaciones militares. Por el contrario, esta macabra lógica bélica se extendió a la persecución y tratamiento de los privados de la libertad por causa del conflicto.

4.2.1. Derecho penal del enemigo y deshumanización: Guantánamo y Abu Ghraib

Si todavía puede generarse dudas sobre el talante injustificado de las acciones y las consecuencias sufridas por la población civil afgana e iraquí en el marco de las guerras en sus países, así como su clasificación como flagrantes infracciones a los derechos humanos y al Derecho Internacional Humanitario, no quedaron dudas de lo abyecta, mezquina e inhumana que resultó esta guerra preventiva contra un enemigo invisible e imposible de identificar, tras conocerse los atropellos y las vejaciones que sufrieron las personas privadas de la libertad (en muchos de manera injustificada y sin pruebas) en razón de estas guerras, en las diferentes prisiones destinadas para albergarlos.

El Convenio III de Ginebra, relativo al trato debido a los prisioneros de guerra, consagra las garantías mínimas a las que tiene derecho una persona que es privada de su libertad en ocasión del conflicto armado. El tratado proscribe los tratos crueles, inhumanos y degradantes, además de exigir a quienes custodian a los prisioneros, el respeto por la dignidad humana y los derechos mínimos de los detenidos19.

Los crímenes cometidos contra los privados de la libertad como consecuencia de los conflictos armados en Afganistán e Irak, aunque se realizaron en diversos centros de detención, tuvieron dos focos específicos que constituyeron los más aberrantes casos de tortura sistemática y degradación humana: la prisión de Guantánamo, en Cuba; y la prisión de Abu Ghraib, en la ciudad homónima iraquí.

Para ilustrar el caso de Guantánamo, se echa mano del dossier judicial publicado por el European Center for Constitutional and Human Rights (ECCHR) (2019), en el que describen el programa de torturas impulsado por Estados Unidos, denominado en su momento con el eufemismo de “prácticas mejoradas de interrogación”, con el propósito de indagar de mejor más eficaz a los detenidos por sospecha de terrorismo20 (ECCHR, 2019). El mismo programa de torturas promovido en Guantánamo fue implementado en la prisión de Abu Ghraib, donde se recluyó a los presos iraquíes sospechosos de terrorismo y se les sometió a las más crueles torturas y humillaciones. Además, a los detenidos se les negó el derecho a un juicio justo y con garantías, algunos reos, incluso, no tuvieron siquiera un juicio, ya fuese injusto o sin garantías (ECCHR, 2019; 2020).

Ahora, en cuanto a los métodos de tortura utilizados al interior de las prisiones, diversos presos han manifestado que los guardianes de los centros de detención hacían uso de técnicas como: ahogamiento simulado o waterboarding21, descargas eléctricas, privación del sueño, comida y agua, humillaciones sexuales y religiosas, accesos carnales violentos y no consentidos, brutales golpizas, entre otros (ECCHR, 2020). Dichas torturas fueron cometidas por militares estadounidenses británicos en las prisiones de Guantánamo, Abu Ghraib, Bagram y los centros de reclusión secretos de Europa del este (ECCHR, 2019; 2020).

El tratamiento de los terroristas en los sistemas jurídicos occidentales encuentra su sustrato teórico y su justificación axiológica en los postulados del alemán Günter Jakobs cuando desarrolla la controvertida y ampliamente cuestionada categoría del “derecho penal del enemigo” (Miró, 2005; Ferrajoli, 2009). Esta teoría penal consiste en la anulación a priori de las garantías penales y procesales ordinarias de ciertos individuos que, por su peligrosidad, no son considerados ciudadanos ni gozan del mismo estatus legal que éstos (Ambos, 2007), por lo que su tratamiento se conduce mediante normas especiales o procesos militarizados (Ferrajoli, 2009).

De esta forma, al detenido por presuntos actos de terrorismo no se le aplican los tratados internacionales sobre prisioneros de guerra ni las garantías ordinarias del derecho penal liberal (Ferrajoli, 2009), en tanto su condición de terrorista lo convierte en una amenaza grave contra la humanidad, por lo que no se le puede considerar igual a las demás personas, autorizando contra él todo tipo de castigos y tratos despiadados, en tanto su mera existencia es peligrosa e indeseada.

Ahora bien, el tratamiento de prisioneros por terrorismo o sospecha de terrorismo en las prisiones de Guantánamo y Abu Ghraib, aunque se desarrolla sobre la base de la dicotomía amigo/enemigo, escapa a la lógica propia del derecho penal del enemigo dado que, si bien consiste en la supresión de los derechos y garantías materiales y procesales que cimentan la tradición occidental, no implica la aplicación de un nuevo ordenamiento jurídico especial, sino la total eliminación del estatus legal y el uso de vías de hecho que no encuentran legitimación en ninguna fuente jurídica existente.

Los casos de detenidos por sospecha de terrorismo en Afganistán e Irak se cuentan por miles. Casos de ciudadanos franceses, españoles y alemanes que, por el hecho de ser árabes o estar en la zona de conflicto, fueron detenidos ilegalmente y sometidos a torturas y degradaciones en las prisiones de Guantánamo, Abu Ghraib y demás centros de internamiento. Muchos de ellos nunca tuvieron juicio ni supieron con exactitud las razones que motivaron su detención y reclusión (ECCHR, 2020).

Ahora, si bien la prisión de Abu Ghraib ya fue cerrada y todos sus prisioneros fueron liberados o trasladados. La prisión militar de Guantánamo aún se encuentra en funcionamiento y muchos de sus presos aún se encuentran a la espera de un juicio o al menos una acusación que les informe las razones por las que están privados de su libertad. De hecho, en octubre del año 2022, fue liberado de Guantánamo el prisionero más antiguo del que se tiene registro en el centro penitenciario; Saifullah Paracha, un hombre de negocios pakistaní de 75 años, con residencia legal en Nueva York, que estuvo privado de la libertad en la isla cubana por 17 años, sin que se le hubiese acusado, procesado o condenado formal y legalmente. La razón de su detención fueron unos testimonios que lo señalaban, sin pruebas, de ser un presunto simpatizante de la organización terrorista Al Qaeda (Rosemberg, 2022).

Conclusiones

Como corolario de lo expuesto en este artículo, se presentan algunas conclusiones (e inconclusiones) que se consideran relevantes sobre lo que rodea la Guerra global Contra el Terrorismo, el terrorismo como categoría y la efectividad de la jurisdicción internacional para juzgar y castigar a los máximos responsables de violaciones a los derechos humanos e infracciones al Derecho Internacional Humanitario.

Así, en primer lugar, se debe centrar la atención en la evidente falta de claridad conceptual existente sobre la categoría de terrorismo, así como el aparente desinterés por parte de los académicos y doctrinantes respecto a la acuciosa necesidad de elaborar una definición clara, concreta, objetiva y despolitizada, que clasifique los actos terroristas como tales, más por la naturaleza de los actos que por las características propias del agente que las comete, esto con el fin de tener una base teórica sólida para la construcción de mejores tipos penales en los ordenamientos internos y limitaciones más precisas a la conducción de hostilidades en cuanto a medios y métodos de hacer la guerra en el Derecho Internacional Humanitario. Así, es un buen punto de partida para lograr esta empresa puede ser retomar lo consagrado en el numeral 2 del artículo 13 del Protocolo II adicional a los Convenios de Ginebra de 1949, relativo a la protección de las víctimas de los conflictos armados sin carácter internacional, del año 1977.

De igual forma, conviene concluir que la misión de restablecimiento de la democracia emprendida y liderada por Estados Unidos en Afganistán e Irak, denominada como Guerra Global contra el Terrorismo, devino en un rotundo fracaso, habida cuenta de que el costo económico y humano que se pagó no redundó en la transformación del sistema político en Oriente Medio ni eliminó la amenaza existencial terrorista de la faz de la tierra. Empero, la campaña militar, particularmente la desarrollada en Irak, le garantizó a Estados Unidos y otros países occidentales el control de los yacimientos petroleros de Irak y los países aledaños, lo que para algunos autores era el verdadero motivo de la invasión al país asiático.

Finalmente, es menester elevar interrogantes sobre la eficacia real de los tribunales internacionales de justicia en lo que respecta al juzgamiento y castigo de los máximos responsables de crímenes de guerra y de lesa humanidad. Como se advirtió, Estados Unidos, artífice de las invasiones a Afganistán e Irak, así como de los crímenes atroces e inhumanos que allí se perpetraron, no tiene ratificado el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, por lo que dicho tribunal no es competente para conocer y pronunciarse sobre las acciones delictivas cometidas por los militares del país norteamericano. Esta situación no sólo facilita que los hechos cometidos por Estados Unidos resulten manifiesta impunidad, sino que cierra la puerta a cualquier pretensión reivindicativa de las víctimas y se erige como una carta abierta para autorizar nuevas afrentas a los derechos y garantías fundamentales.

Así, habida cuenta de la incapacidad de juzgar y castigar los crímenes cometidos en la Guerra Global contra el Terrorismo, cabe cuestionar si la aplicación material de la jurisdicción penal internacional y las normas de derechos humanos y DIH es posible mientras esté supeditada a la voluntad política de los Estados que deciden unilateralmente suscribir o no los instrumentos internacionales que contienen dichas normas y competencias judiciales. La respuesta, desafortunadamente, es negativa y, hasta que no se encuentre una forma de dotar de fuerza vinculante y obligatoriedad la adhesión a las normas internacionales de derechos humanos y DIH, así como de sujeción a la jurisdicción internacional, el veredicto será igual de desalentador.

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Notas al pie:

  1Abogado, especialista en Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario y conciliador en derecho de la Universidad de Antioquia. Correo electrónico: francisco.garces@udea.edu.co

Trabajo de grado presentado para optar al título de Especialista en Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario, asesorado por Nicolas Alexander Beckmann, Doctor (PhD) en Relaciones Internacionales.

  2Las dos potencias vencedoras en la Segunda Guerra Mundial, al finalizar la misma, se repartieron desigualmente una Europa devastada y formaron dos bloques: el occidental, con un modelo económico capitalista liderado y vigilado por Estados Unidos; y el oriental, con un modelo económico socialista regido por la Unión Soviética (Hobsbawm, 2003). 

 3Así se le llama a esa fracción del globo terráqueo que no pertenecían al bloque socialista-oriental o al capitalista-occidental.

 4Arundhati Roy (2006) hace una lista de países con los que Estados Unidos ha estado en guerra o ha bombardeado desde 1945 hasta 2001. Estos países son: China, Corea, Guatemala, Cuba, la República Democrática del Congo (llamado Zaire durante la dictadura de Mobutu Sese Seko entre 1971 y 1997), Perú, Laos, Vietnam, Camboya, Granada, Libia, El Salvador, Nicaragua, Panamá, Irak desde el inicio de la Guerra del Golfo Pérsico en 1991 hasta 1999, Bosnia, Sudán y Yugoslavia. Sin embargo, esta lista ignora las intervenciones indirectas del país norteamericano, como la ocurrida en Yemen en 1994 o en la venta ilegal de armas a Irán en la guerra contra Irak entre 1985 y 1986, cuyos recaudos fueron utilizados para financiar las acciones paramilitares de los “Contras” que buscaban derrocar el gobierno sandinista en Nicaragua (The New York Times, 1987).

 5Asume así Mearsheimer que las otras formas de política exterior, salvo el aislamiento, no son imperialistas, aun cuando implican la violación de la soberanía de otros Estados mediante la intervención política y militar, aunque de manera más fragmentada y residual.

 6En el contexto y tradición islámica, estos son los que combaten en la Yihad o “guerra santa”, en occidente se les conoce como combatientes fundamentalistas islámicos, aunque en Occidente (particularmente Estados Unidos), durante la guerra de Afganistán, se les llamó incluso "combatientes de la libertad" (Olmo, 2021).

 7Dichas sanciones económicas apenas fueron levantadas en el año 2003 mediante la resolución N° 1483 de la ONU, trece años después de haber sido impuestas (Deutsche Welle, 2003).

 8Dicho proceso de legitimación o aceptación de las acciones securitizantes no siempre se desenvuelve de manera civilizada y libre de dominación, en tanto todo orden político se sostiene sobre la coerción y el consentimiento. En este sentido, la securitización, aunque no puede ser impuesta a la fuerza, no necesariamente se justifica exclusivamente en el discurso y la argumentación (Buzan et al, 1998).

 9Para Mariela Cuadro (2018), en cambio, el término “terrorismo” fue despolitizado luego del 11 de septiembre, lo que agudizó el problema de su delimitación conceptual, ya que derivó en una cruzada moral maniquea que separó al mundo en buenos y malos (enemigos absolutos) y autorizó la eliminación del estatus legal de los últimos, para justificar sobre ellos todo tipo de castigos y tratos que serían tajantemente prohibidos bajo otras circunstancias.

 10Tanto Stepanova (2008) como Carrasco Jiménez (2008) implican en sus definiciones que el terrorismo es una forma de conducir hostilidades en un conflicto armado, un método de guerra.

 11Es posible que en muchas ocasiones estos fines aparezcan como simultáneos o concomitantes. Sin embargo, no siempre es (ni ha sido) necesariamente así.

 12Ekaterina Stepanova (2008) refiere diversos tipos de terrorismo de acuerdo con su marco espacial de acción, su ideología, su motivación o su fin político. De esta forma, existe el terrorismo doméstico e internacional, nacionalista anticolonial o etnoseparatista, religioso y comunista/de izquierda.

 13“La carga del hombre blanco”, como la refería Rudyard Kipling (1899) en su poema “The White Man’s Burden”.

 14Excepcional en tanto sólo es aplicable en casos en los que se pueda verificar la existencia de un conflicto armado, ya sea internacional o no internacional.

 15Las personas que no participan directamente en las hostilidades son: civiles, heridos, enfermos, personas privadas de la libertad y el personal médico y religioso debidamente identificado. Asimismo, los bienes que se buscan proteger son: los de carácter civil, los culturales, instalaciones sanitarias, entre otros indispensables para la subsistencia de la población civil y la atención humanitaria (CICR, 2022).

  16También denominados como “daños colaterales”.

 17Inicialmente llamada “Operación Justicia Infinita”, cuyo nombre tuvo que ser modificado para no ofender a la población musulmana, en tanto la fe islámica considera que solo Dios provee justicia (BBC, 2001; Roy, 2006).

 18No obstante, el Estatuto de Roma, que faculta la intervención de esa Corte, no fue suscrito por Estados Unidos, lo que impide su competencia para juzgar esos hechos.

 19Derechos como los de alimentación, vestido, asistencia médica, actividades religiosas, actividades intelectuales, actividades físicas y deportivas, sostener correspondencia con sus familiares, entre otros.

 20Estas detenciones por sospecha, en sí mismas, configuran una violación del derecho al debido proceso, protegido tanto por el DIH como por el DIDH.

  21Este mecanismo de tortura consiste en ubicar a un individuo inmovilizado bocarriba sobre una tabla o mesa, cubrirle la cara con un paño o toalla y verterle agua en la boca y nariz para causar una sensación de ahogamiento.