Sacrificio y Tropel: invitación a una reflexión1

Manuel A. Alonso Espinal2

Hay ideas y formas de pensar que contienen semillas de vida; y hay otras, quizá muy arraigadas en nuestra mentalidad, que contienen semillas de muerte generalizada. Quizá la medida de nuestro futuro resida literalmente en nuestra capacidad para diferenciarlas y nombrarlas con el fin de hacer posible que todo el mundo pueda distinguirlas.

Raymond Williams

Resumen

En el texto se hace una lectura crítica del tropel, desde su configuración generacional y la ligazón que tiene con los conflictos sociales y su tramitación violenta. Sin desconocer los primeros y sin caer en la visión simplista que sin más rechaza lo segundo, se pone en entredicho el uso de la violencia universitaria para la protesta, en tanto se observa como un mecanismo ineficaz de impugnación política, con altos costos y sacrificios dolorosos para algunos estudiantes. Estos costos conllevan a la pertinente e ineludible pregunta sobre la utilidad y sentido de esa forma de protesta en un momento en el cual se han multiplicado y diversificado las posibilidades de acción política. Reflexiones que, se concluye, son necesarias para evadir los conservadurismos que indican que la violencia es una senda trazada e ineludible.

Palabras clave: Tropel, sacrificio, conflicto armado, universidad.


Mi intervención en este espacio parte, simplemente, de la pretensión de invitarlas e invitarlos a una conversación que considero necesaria y pertinente. Posiblemente, algunas cosas que van a escuchar responden a la inevitable sensiblería de un viejo, pues a mi edad ella es inevitable. Sin embargo, debe resultar absolutamente claro que en ellas no hay ninguna evocación a un pasado glorioso o mejor. No hay esa suerte de reclamo que con frecuencia aparece en la adulta comunidad universitaria, sobre las racionales y mejores formas de actuación de los tiempos lejanos y tampoco hay en mis palabras rastros de una condena, más o menos conservadora, a las formas de acción colectiva que hoy despliegan nuestras y nuestros estudiantes.

No la hay porque, sin rastros de melancolía y de manera muy crítica, puedo afirmar que pertenezco a una generación voluntarista, bastante narcisista y relativamente poco imaginativa, que le apostó mucho de su caudal político a luchas y formas de acción política que tenían como epicentro la violencia. Una generación que, respondiendo a la semántica y definición de sus propios tiempos históricos, ¡“vivía en socialismo”! —tal como lo dice Salazar (2017)— y ¡“la revolución le estallaba en la cabeza”!, —tal como lo recuerda Valencia (2008)—.

Una generación, en fin, que en la construcción de muchas de sus narraciones políticas apeló a las morales guerreras de los justos fines y al derecho a la rebelión contra gobiernos claramente represivos. Todo para demostrar —o demostrarse a sí misma— que la apelación a la violencia cruda y desnuda era necesaria e ineludible. No niego que hubo otros repertorios, diversos procesos organizativos, una gran multiplicidad de formas de resistencia y que la política estuvo muy presente. Sin embargo, en nuestros imaginarios quizás primó, en muchos momentos, el olor y el ruido de la pólvora.

Los tiempos y las modalidades de la represión han cambiado —no tengo duda sobre ello—. Las respuestas del poder a la acción colectiva de los subordinados son distintas y con ello no pretendo afirmar que sean menores o menos intensas. Pero no solo cambió la represión, también cambiaron los contextos sociales, culturales e institucionales en los cuales ella se despliega y, como correlato, se modificaron muchas de las formas de organización y los repertorios de acción de los universitarios. Aunque puede haber continuidades en los patrones de violencia desplegados desde el Estado —e incluso en las formas de acción de algunos colectivos—, no pueden pasar por alto que ustedes responden a otras realidades y contextos. En tal sentido, en sus repertorios de acción aparecen formas innovadoras, variadas, complejas y potencialmente transformadores de esos contextos.

Los y las jóvenes pertenecientes a los diferentes colectivos, que dan forma al vasto universo del movimiento estudiantil de la Universidad de Antioquia en el nuevo milenio, son bastante creativas. Sus repertorios de acción son muy diversos y sus formas de resistencia al poder son más sutiles, agudas y profundas. Ustedes han desarrollado y priorizado formas de protesta no violenta que, en el día a día y de manera ruidosa o vigilante, han confrontado al gobierno y a las autoridades universitarias, lo han impugnado y han cambiado el curso de muchas de sus políticas. Y esto ocurre en un marco de acción en el cual, con cierto apego a la tradición, algunos grupos siguen recurriendo a formas más o menos añejas de acción en las cuales la violencia tiene cabida. De algunas de esas formas de la protesta violenta es de las que quiero hablar.

Para precisar algunos asuntos es bueno comenzar señalando que las formas de acción a las que me referiré se inscriben en el marco general de las violencias políticas, es decir, aquellas usadas para incidir en las decisiones políticas (Bobbio et al., 2000) o aquellas que están directamente relacionadas con el Estado (Camacho, 2014). De manera un poco más específica, dentro de esas violencias me interesan las violencias de impugnación política, que tienen en las universidades públicas un espacio de expresión especialmente significativo. Con ellas se nombra, puntualmente, las modalidades de violencia referidas al enfrentamiento de grupos guerrilleros con el Estado y, esencialmente, aquellas relacionadas con la manifestación violenta de grupos y organizaciones de civiles que buscan expresar su malestar con el orden político, social, económico y cultural vigente, así como con las instituciones públicas o con las decisiones de un gobierno específico (Crettiez, 2009).

Antes de avanzar, permítanme hacer un paréntesis. Tengo absolutamente claro que la protesta es una forma de “impugnación política” que se despliega, en un número significativo de casos, en espacios de confrontación no violenta. Sin embargo, las formas de impugnación que nos convocan en este espacio son, precisamente, aquellas que incluyen en sus repertorios de acción el ejercicio de la violencia. Algunas manifestaciones del Tropel, de las que se ocupa este texto, se ubican en el marco de estas violencias.

Para desarrollar mi argumento, con todos los cuidados y matices que el tema supone, debo anotar que no pretendo condenar, per se, todas las violencias de impugnación política. Esta afirmación me obliga a hacer dos declaraciones.

La primera señala que tengo profundas dudas sobre los beneficios de la lucha armada para el logro de trasformaciones sociales que beneficien a los más desamparados. Más de cincuenta años de conflicto armado, con el saldo trágico de más de ocho millones de desplazados, centenares de asesinatos selectivos, más de ochenta mil desaparecidos, el sometimiento de mujeres y poblaciones diversas a violencias sexuales, la existencia de pueblos arrasados, la expansión de la práctica del secuestro, la expulsión de miles de colombianos hacia el exilio y el despojo de tierras y propiedades de miles de campesinos, son apenas una muestra del fracaso y de las consecuencias nefastas de esa formas de violencia como mecanismo para la transformación social.

Los informes del Centro Nacional de Memoria Histórica y de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad nos han demostrado, hasta el cansancio, que en el desarrollo del conflicto armado colombiano perdieron nuestros campesinos —fundamentalmente ellos— y ganaron los grandes hacendados, los nuevos acumuladores de tierra y los sectores más corruptos de nuestra clase política.

La segunda declaración anota, de manera puntual y precisa, que tengo serias dudas sobre la efectividad e impacto de aquellas formas de violencia de impugnación política que suponen el uso de explosivos dentro del campus universitario y sus alrededores.

Podría evitar estas declaraciones y condenar radicalmente todas las formas de violencia de impugnación política. Sin embargo, ese atajo puede resultar muy problemático, pues elimina tres dimensiones de ellas que no pueden soslayarse totalmente.

La primera señala que en las violencias de impugnación política no solo se ponen en juego demandas al poder y al Estado, ellas también tienen un componente fundamental que remite a la construcción de identidades en los contextos de la modernidad liquida de Zygmunt Bauman (2005) o de la sociedad del riesgo de la que habla Ulrich Beck (2002). Las violencias de impugnación política responden, como su definición lo indica, a procesos políticos, pero ellas también tienen una dimensión cultural referida a la definición colectiva de sujetos específicos.

En los complejos procesos de construcción de la realidad social, y en las disputas y negociaciones que dicha construcción supone, la pertenencia a colectivos estudiantiles, la estructura de sus organizaciones y el despliegue de sus repertorios de acción —entre ellas la acción directa y el Tropel—, están profundamente relacionados con “actos de identificación” y con la cristalización de formas de identidad —formas compartidas de considerar el mundo—. Todo esto se da, como afirma Laclau (2004), en contextos espaciales y temporales específicos. En nuestro caso, la Universidad de Antioquia.

La segunda dimensión reconoce que, en el marco de sociedades orientadas al éxito personal, el cultivo del individualismo y la consolidación de miradas socialmente indiferentes ante los parias, los desposeídos y las “vidas desperdiciadas” (Bauman, 2005), las violencias de impugnación política irrumpen, también, como la acción racional, estratégica y a veces emocional de individuos potencialmente solidarios. En las violencias de impugnación política se juegan algunas formas narcisistas de ver la vida, algunos intereses particulares no del todo declarados y algunas lógicas de acción oportunista. Sin embargo, en su componente fundamental, ellas representan un “acto compasivo” marcado por la presencia de una dosis importante de altruismo.

Muchos de los colectivos de estudiantes de la Universidad de Antioquia nos muestran sujetos —las y los estudiantes— dispuestos a sacrificar o posponer sus intereses individuales y egoístas en pro del beneficio social y colectivo. Ellos intentan exponer ante el público, hacer visibles, las violencias y condiciones de vida de grupos subalternos. Fundamentalmente, demandan del Estado y la sociedad la transformación de esas relaciones asimétricas que justifican y permiten el despliegue de ejercicios de poder sobre las mujeres, las minorías sexuales y étnicas, y los sectores menos favorecidos de la sociedad.

Finalmente, es importante anotar que, en un número importante de casos y más allá de la forma en la que hemos modelado el concepto de la acción racional, en las violencias de impugnación política se refleja y manifiesta la irrupción de la ira individual y colectiva ante procesos, contextos y formas de la política que se consideran injustas. A pesar de su mala reputación y más allá de cualquier pretensión justificadora, esta última anotación simplemente quiere llamar la atención sobre la necesidad que tenemos de mirar, entender y explicar esos momentos de cólera que marcan los repertorios y formas de acción de algunos grupos sociales y colectivos específicos. Tal como lo señala Judith Shklar (citada por García, 2017), tenemos que comprender que “la ira no es en absoluto una emoción antipolítica, sino más bien lo contrario, [pues], la expresión pública de la ira plantea a las instituciones políticas un formidable desafío: la capacidad de escuchar el daño” (p. 66).

Tal como lo recuerda la profesora María Teresa Uribe (2019), las violencias de impugnación política obedecen a procesos sociales, culturales y políticos. Es decir, “son actos voluntarios, racionales y emocionales […] llevados a cabo por seres comunes y corrientes y no por locos, por demonios, por santos o por héroes” (p. 68). Esas violencias aparecen como una estrategia de interpelación de sectores subalternos a los poderes públicos, como una estrategia de “escandalización” que hace pública y perceptible la represión del poder, como una estrategia de movilización para ciertos sectores, o como una estrategia de visibilidad para nuevos grupos que irrumpen en el campus (Crettiez, 2009).

En plena concordancia con estas consideraciones, no asumiré entonces una posición simplista orientada a condenar el uso de la violencia en la protesta, mis pretensiones son más modestas. Ajustándome al sentido de la invitación que me extendieron los organizadores de este foro, simplemente deseo formular dos inquietudes sobre esas formas del Tropel que suponen el uso de explosivos por parte de los y las estudiantes dentro del campus universitario. Esas dos inquietudes remiten a la pregunta sobre la efectividad o los efectos políticos del Tropel y a la pregunta sobre los costos que está teniendo para algunos de nuestros estudiantes.

Comienzo con el primer asunto. Me resulta absolutamente claro que el Tropel dentro del campus tiene pleno sentido si efectiva y significativamente logra impugnar al poder y afectarlo. Más allá de su carácter performativo o simbólico, esta forma de acción colectiva, modalidad de protesta o repertorio de acción, se ubica en una lógica relacional en la cual el poder estatal debe verse retado, afectado e inmiscuido. Uno de los aspectos centrales para evaluar la efectividad del Tropel descansa, precisamente, en esta interpelación a los poderes públicos.

Desafortunadamente, la realidad del Tropel en el campus de la Universidad de Antioquia nos muestra a un poder estatal más o menos indiferente y distante, al cual no le importa el sonido de las papas bomba, el bloqueo de la Calle Barranquilla y las incomodidades de los comerciantes y vecinos del campus. Cada vez nos paran menos bolas. La presencia de la Unidad de Diálogo y Mantenimiento del Orden (UNDMO)3 es profundamente ocasional. Las razones y argumentos que se encuentran en la escena del Tropel reciben poca atención —la mayoría de veces no logramos escucharlas— y, fundamentalmente, el Tropel no plantea a las instituciones políticas ese formidable desafío del que habla Judith Shklar (2010), esto es, verse afectado y sentirse obligado a desarrollar la capacidad de escuchar el daño que su acción y sus políticas producen en grupos humanos y sujetos específicos. La pregunta que nos debemos hacer es, entonces, a quién impugna el Tropel dentro del campus y qué tanto inmiscuye al Estado y lo interpela.

Complementariamente, es importante señalar que el Tropel no puede ser autorreferencial. Este debe inscribirse, de nuevo, en un proceso relacional que involucre a una parte de la opinión pública y a una parte de la sociedad —al menos, a aquella cuyas causas pretende representar—. Si ese público concernido y esa parte de la sociedad identificada no existen, o no se sienten requeridos, se reduce notoriamente la dimensión política y pública de la acción. La acción política —el Tropel— debe tener la capacidad de hacer visibles y colocar en la agenda pública —o por lo menos en la agenda de algunos públicos— las causas del malestar y las demandas que se hacen.

Irremediablemente, la realidad del Tropel en el campus de la Universidad de Antioquia nos muestra a uno medios de comunicación y amplios sectores sociales absolutamente insensibles y desconcertados. En un número importante de casos, fastidiados con las manifestaciones violentas y con el uso de explosivos en los alrededores del campus. Esto ocurre porque las justas causas del descontento no logran ser identificadas ni escuchadas. La pregunta que nos debemos hacer es, entonces, a quién está interpelando el Tropel y qué tanto logra concernir a sectores de la opinión pública.

Incluso, si las acciones del Tropel tienen como referente exclusivo al público que conforma a la comunidad universitaria, debemos señalar que ni siguiera aquel público se siente hoy plenamente incumbido e identificado con esa modalidad de las violencias de impugnación política. La desazón individual y colectiva, la aceptación o el beneplácito, los aplausos o la rabia que estas acciones producen entre los y las integrantes de la comunidad universitaria son bastante dispares, y las percepciones sobre sus implicaciones en el ser y hacer de la Universidad presentan algunos puntos de encuentro, pero también importantes desencuentros.

El desenlace trágico de algunos eventos, los repetidos episodios de explosión de bombas papa dentro del campo, lo nebulosa que resulta, en muchos casos, la naturaleza de la demanda y el objetivo de la impugnación, van creando la sensación en muchos universitarios de que el Tropel se está configurando en una forma de violencia de la Universidad contra sí misma. Una violencia cuyos efectos más visibles se escenifican de las mallas hacia adentro.

Finalizo con el segundo asunto, el de los costos. Posiblemente, el aspecto central que acá nos convoca son los trágicos desenlaces que han tenido algunos episodios del Tropel dentro del campus. El “sacrificio” de algunos y algunas de nuestras estudiantes y de jóvenes de la ciudad por la manipulación de explosivos nos obliga a preguntarnos por el alto precio que tiene el uso de estas formas de acción en el campus.

En un sentido literal, en la Universidad se han incrementado los accidentes con explosivos. Esto implica el sacrificio de la vida de los integrantes más valiosos de eso que llamamos la comunidad universitaria —sus estudiantes—. Son accidentes, eso resulta innegable, pero ellos están precedidos por la plena conciencia de los riesgos que se corren y por la decisión de muchos estudiantes de correr ese riesgo porque la magnitud de las injusticias lo justifica. Esos jóvenes son, de alguna forma profunda, mártires y esto nos obliga a tomar el asunto con bastante juicio y delicadeza.

Terry Eagleton (2008) nos recuerda que el sacrificio “tiene la estructura interna de la tragedia. Pero es trágico, además, en el sentido de que es al mismo tiempo lamentable y aterrador que se revele, en primera instancia [y para algunas personas] como algo necesario” (p. 151) e inevitable.

El Tropel nos ha puesto cara a cara con estos acontecimientos accidentales. Pero anterior a ellos, y en el lamentable proceso que sigue a “la quietud de la muerte”, algunos colectivos y grupos estudiantiles apelan, con absoluta razón, a la figura de lo sacrificial y su potencial político. En el texto Terror Santo, Eagleton (2008) alerta sobre algunos aspectos centrales del sacrificio que pueden ayudarnos a abordar la discusión. La idea del mártir nos llama la atención sobre la existencia de sujetos que están dispuestos a sacrificarse, incluso a dar su vida, por causas que consideran totalmente justas. Con su acción, y los riesgos que corren, ellos pretenden dar fe, ser la prueba o poner en evidencia la estructura de sociedades profundamente injustas y desiguales.

El sujeto sacrificado representa, en palabras de Eagleton (2008), la imagen viva de la injusticia. Pero esa imagen tiene sentido si logra dos propósitos fundamentales: el primero, y más importante, “revelar la debilidad del poder —su obsesión y su compulsión neurótica, su deseo patológico de víctimas—” (p. 156). Se trata, en esencia, de hacer sentir a ese poder culpable por la vida sacrificada. En palabras de Igor Moraga (2017), el sacrificio cobra pleno sentido político si posibilita el “desplazamiento de las responsabilidades” y coloca al Estado y al poder en una situación tal que de alguna forma se sienta, tal como lo afirma Eagleton (2008), con “las manos ensangrentadas” (p. 159). En el contexto de un Estado neurótico, indolente y distante como el nuestro, este efecto raras veces se logra y ese contenido esencial del sacrificio pierde uno de sus componentes centrales.

El segundo propósito del sacrificio o de la voluntad consciente de sacrificarse y dar la vida, pues el riesgo de accidentes siempre existe, es hacer públicas las injusticias que rodean esta disposición a ofrecer la vida por los demás. Se trata, en esencia, de generar un impacto en la sociedad apelando a cierta forma de emocionalidad colectiva. En la perspectiva de Moraga (2017), el sacrificio adquiere pleno sentido si logra replicar socialmente las causas profundas que obligan a determinados sujetos a exponer su vida y si logra que una parte importante de los medios y la sociedad repliquen las motivaciones que empujan a nuestros jóvenes a asumir aquellos riesgos contra su propia vida e integridad física.

De nuevo aparece un asunto central, la posibilidad de generar resonancia y empatía social —tristeza, rabia, consternación, inquietud, alarma o congoja— por el acontecimiento y la posibilidad de hacer que una parte importante de la opinión desplace las responsabilidades hacia el Estado. Se trata de generar una opinión que identifique las motivaciones del acto de protesta, le duelan profundamente los desenlaces accidentales e interpele al Estado para que no se repitan.

Posiblemente en una sociedad fragmentada como la nuestra, que considera que hay vidas que no merecen ser vividas y en la que el uso de la violencia se ha banalizado, esta empatía y desplazamiento de responsabilidades está lejos de producirse. Entre otras cosas porque nuestras últimas tragedias han ocurrido sin la intervención directa de agentes del Estado. E incluso es cada vez es más frecuente que las responsabilidades se las imputen al sujeto sacrificado. Los fines del sacrificio, en este caso, pierden toda su potencia.

Procedo de una tradición que no se atrevía o no quería cuestionar o poner en entredicho la utilidad y los costos del uso de explosivos dentro de los campus universitarios. De alguna forma, fui reproductor de esa herencia y contribuí a crear una senda para la acción que, por la inercia propia del mundo social, aún hoy pervive en algunos sectores de eso que genéricamente llamamos la comunidad universitaria. Los tiempos han cambiado, sus posibilidades de acción política se han multiplicado y diversificado, y hoy es pertinente e ineludible que se pregunten por la utilidad y sentido de esa forma de la violencia de impugnación política que conocemos como El Tropel.

No hay nada más conservador que seguir la senda trazada sin cuestionarla ni ponerla en discusión. Puede que, a través de un debate abierto y profundo, las y los estudiantes de esta Universidad consideren que mis llamados de atención no tienen sentido y respondan, como es lógico, a la sensibilidad de un viejo profesor al que lo abaten y perturban profundamente esas jóvenes vidas sacrificadas. Eso es posible, pero no olviden que al final, son ustedes los que tienen la última palabra.

Referencias

Bauman, Z. (2005). Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias. Ediciones Paidós.

Beck, U. (2002). La sociedad del riesgo global. Siglo XXI Editores.

Bobbio, N., Matteucci, N. y Pasquino, G. (2000). Diccionario de política. Siglo XXI Editores.

Camacho, Á. (2014). Obra selecta. Violencia y conflicto en Colombia. Volumen III. Ediciones Uniandes - Programa Editorial Universidad del Valle.

Crettiez, X. (2009). Las formas de la violencia. Waldhuter.

Eagleton, T. (2008). Terror Santo. Debate.

Laclau, E. (2004). Identidad y hegemonía: el rol de la universalidad en la construcción de lógicas políticas. En Contingencia, hegemonía, universalidad. Diálogos contemporáneos en la izquierda. Judith Butler, Ernesto Laclau y Slavoj Žižek (pp. 49-93). Fondo de Cultura Económica.

García, A. (2017). Ira, política y sentido de la injusticia. Revista de Teoría Política. Crítica Contemporánea, (7), 54-71.

Moraga, I. (2017). Uso del cuerpo en la protesta política. Significación e implicancias subjetivas de la Autoinmolación en el plano de «Lo Político». Revista Academia y Crítica, (1). http://bibliotecadigital.academia.cl/xmlui/handle/123456789/5485

Salazar, A. (2017). No hubo fiesta. Crónicas de la revolución y la contrarrevolución. Aguilar.

Shklar, J. (2010). Los rostros de la injusticia. Herder Editorial.

Uribe, M. (2019). Los duelos colectivos: entre la memoria y la reparación. Revista Debates, (81), 66-84.

Valencia, L. (2008). Mis años de guerra. Norma.

Notas al pie:

1Texto leído en el foro “¿‘La acción violenta no toda es igual’? Conversaciones sobre el Tropel”. Realizado en la Universidad de Antioquia el 28 de marzo de 2023.

2Profesor del Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia e integrante de la Unidad Hacemos Memoria, de la misma universidad.Manuel.alonso@udea.edu.co

3Antiguo Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD).