La presente comunicación, trata de la evaluación en la Educación Física. Ensaya una nueva noción, la Evaluación para la Praxis (EpP), construida a partir de la revisión crítica de los conceptos de Evaluación para Aprender (EpA) y Evaluación Formativa y Compartida (EFyC). Su pretensión es considerarla como posibilidad a ser revisada en el contexto de la formación inicial del profesorado.
Partimos de una perspectiva pedagógica, que nos permite revisar a la evaluación como mecanismo estratégico instalado oficialmente en el sistema educativo en general, y el universitario en particular, cuya acción valida (Chevallard, 2010), reproduce y produce cultura. Este mecanismo forma parte de la educación, y por tanto de la Educación Física, pudiendo constituirse como práctica para la libertad. Para ello, ha de facilitar procesos de acción y reflexión del mundo para transformarlo, procesos que se proyectan a favor del sujeto y de todos los sujetos (Freire, 1969). Además, entendemos la producción cultural como una acción educativa deliberada que, en situación de enseñanza, se engarza a las prácticas profesionales de los y las profesoras de Educación Física (en nuestro caso). Una de estas prácticas pedagógicas y culturales es la de la de evaluación, la que suele resolverse por el profesorado, generalmente, mediante un cambio de formas, y sin la crítica debida de los sentidos subyacentes que estas nuevas formas adquieren en las prácticas y, por transitiva, se proyectan al marco de ciertas disputas por el poder legítimo del campo de la Educación Física y de su potencial educativo y emancipatorio.
Podemos afirmar, entonces, que la construcción de la Educación Física y de la evaluación, en consecuencia, forma parte y es resultado de determinados procesos históricos (Devís, 2018). Las respuestas a las preguntas sobre ¿qué es la evaluación?, ¿qué teorías subyacen a sus diversas conceptualizaciones?, ¿cuáles son sus finalidades? O, más claramente, ¿para qué? y ¿qué evaluar en Educación Física?, han variado con los sujetos y las sociedades.
Asimismo, la evaluación acompañó y sirvió a las distintas necesidades históricas de la Educación Física escolar. En América, halló su origen, y es la resultante, de distintas oleadas migratorias de la Europa del siglo XVIII, XIX y XX: (1) las escuelas gimnásticas importadas, la francesa, la sueca y la alemana especialmente; (2) el movimiento de la escuela deportiva inglesa, que cobró especial fuerza a partir de la década de los 40, momento en el que el deporte se transforma en el principal objeto de enseñanza de la Educación Física, en su versión de taller deportivo; (3) la psicomotricidad de los años 70, como fin de la Educación Física; y (4) a partir de la década de los 80, una reflexión anclada en la cultura (Soares, 1996).
Estas oleadas repercutieron en la evaluación de la Educación Física de turno. Primero, a dominios y monopolios resultantes de las alianzas entre la educación física y las ciencias del momento (fisiología, biomecánica, psicología...), y en torno del modelo tradicional; en él, la forma de evaluar que más se adecuaba era la medición o el control, generalmente asociada a los aspectos orgánicos o físicos, en donde la evaluación cumplió el rol de testificar, básicamente, capacidades de todo tipo (Litwin & Fernández, 1984). Ello se llevaba a cabo mediante test de fuerza y flexibilidad, test cardiovasculares, ergometrías, test de habilidad deportiva, test de agilidad y equilibrio, test de habilidad y/o destreza, test de condición física, composición corporal/somatotipo, evaluación postural, pruebas escritas. El modelo de evaluación tradicional-sumativo en Educación Física, encuentra su centro en cómo obtener la calificación de los y las alumnas al final de un trimestre o curso, y suele predominar la utilización de test de condición física y/o habilidad motriz. Por lo tanto, la nota final -o al menos un porcentaje importante de la misma (Barrientos, López & Pérez, 2019)- procede de los resultados obtenidos en dichos test.
En segundo lugar, en ocasión del taller deportivo, el foco de la enseñanza se colocaba en la adquisición de las técnicas específicas del deporte. La forma de evaluar privilegiada se encontraba en la cuantificación/medición de logros en materia de resultados, a través de test de habilidades deportivas, mediados por la observación de la adquisición de la técnica que se llevaba a cabo mediante el “ojo experto” (Langlade, citado por Litwin & Fernández, 1984). La medición, realizada por el docente -que solicita, en el mejor de los casos, la ayuda de técnicos especializados-, resulta en valoraciones objetivas (observables) de la ejecución de los aspectos técnicos -gimnásticos o deportivos- del estudiantado ejecutante, por sobre los pedagógicos. Sus finalidades se alinearon a una labor de corte administrativa, que procuró constatar el cumplimiento de los objetivos propuestos. Así lo explica Langlade
Toda labor de administración sigue los elementos técnicos, sigue el orden de las siguientes operaciones: (1) previsión, vaticinio o diagnóstico, (2) organización, (3) mando, (4) coordinación y (5) control (...) en los campos de la educación física y entrenamiento, entre otros múltiples aspectos esa operación de control debe contemplar el medir y el evaluar. (citado por Litwin & Fernández, 1984, p. 7)
Posteriormente, en tercer lugar, refiriéndonos al modelo de la psicomotricidad, la evaluación se centra en la recolección de información cuantitativa por parte del docente y, eventualmente, en algún otro tipo de información que provenga de un examen psicológico, los que se plantean a priori como los mecanismos de evaluación empleados. La base se halla en la observación de indicadores observables, a los que se suman prácticas de medición como medio auxiliar de evaluación; ellas suponen mediaciones con actividades que se solicitan ejecutar, a efectos de intentar revelar aspectos relacionados, entre otros, con capacidades, por ejemplo, de integración y madurez psicomotriz, de su noción evolutiva del esquema corporal y del tono muscular que ha desarrollado (Da Fonseca, 1998). El análisis y la valoración sobre el logro, o no, de una tarea, será objetivo del docente, quien atenderá si su estudiante realiza lo que antes no podía realizar, o registra la evolución de aquello que realizaba de forma inadecuada. La evaluación del modelo psicomotricista, la asociamos a lo que Litwin y Fernández (1984) señalan como “evaluación interna”, que apunta a la emisión de juicios de valor sobre el tema a evaluar por parte del experto, guiándose por el conocimiento y la experiencia. Esta concepción, según los autores, encuentra, entre sus puntos más destacados: (a) el no ser necesario conocer técnicas evaluativas para utilizarla; (b) su amplitud; (c) su fácil aplicación, pudiéndose realizar de forma programada y sistemática, si así se desea; (d) lo innecesario de demostrar el juicio emitido, alcanzando con explicar o argumentar en forma convincente; (e) su bajo costo en tiempo, por no requerir un trabajo estadístico con datos; y el hecho de que (f) a mayor capacidad y experiencia del evaluador, mayores posibilidades de percibir y considerar, al emitir el juicio, toda la complejidad del ítem a evaluar.
En el sistema educativo, la evaluación en general, y de la educación física en consecuencia fue, hasta allí, el furgón de cola de lo educativo (Sales & Torres, 1995), ubicándose bajo el control absoluto del docente, quien, empoderado en el rol de evaluador, definiría el “para qué”, “qué”, “cómo”, “dónde” y “cuándo” evaluar.
En cuarto lugar, a partir de los 80, y de la mano del proceso de modificación de las formas y los sentidos de la educación, primero, y de la educación física y su evaluación después, se registra en la Educación Física escolar un tránsito de una Educación Física a través del movimiento hacia otra en el movimiento (Devís, 2018), y de una evaluación de corte biomédico e higiénico -descripta hasta aquí-, hacia otra crítica/política. Su apuesta fue realizar esfuerzos para recorrer prácticas gobernadas por el control del resultado y las mediciones, hacia otras ocupadas en la distribución, circulación y eventual apropiación de aquel conocimiento que, producido y significado en un marco contextual cultural particular, fuera escogido como objeto de enseñanza para el aprendizaje del estudiantado, en clave de reproducción y transformación.
Este enfoque, al que particularmente adherimos en el trabajo, se sostiene en la idea de que las prácticas de evaluación deben ocuparse de que aquello que la educación física enseña y evalúa, encuentre su lugar de retorno en la praxis de los sujetos, en el entendido de que es la universidad -sin excepción- el lugar donde ha de procurarse instalar el debate, a la vez que ensayar y proyectar transformaciones en dicho sentido. En ella, la formación inicial del profesorado requiere, más que nunca, discutir la evaluación de una Educación Física para la praxis, en el entendido de su potencial como mecanismo privilegiado para reproducir, apropiarse y construir (transformar) cultura.
El proceso señalado, en Uruguay, es consecuencia del debate que se instala, primero, en el campo académico (investigadores), que transita entre los distribuidores (profesores e instancias de difusión), y se proyecta a los consumidores (estudiantes, investigadores y estudiosos), llegando hasta instancias legitimadoras y distribuidoras de los nuevos productos de consumo (universidades e institutos de investigación) (Sánchez, 2007). En ese momento, las nociones de evaluación educativa, formativa y compartida, comienzan a tensionar la formación inicial docente del profesorado en Educación Física (Sarni, 2018), y se ven reflejadas en el cambio curricular del programa de “Evaluación en Educación Física”, que fuera dictado en la formación inicial del profesorado en el Instituto Superior de Educación Física, actualmente integrado a la Universidad de la República.
En este escenario, y provenientes del campo pedagógico, comienzan a aparecer las discusiones sobre evaluación para aprender (Camilloni, Celman, Litwin & Palou, 2001) y de evaluación contra hegemónica (Sales & Torres, 1995).
Estas corrientes renovadoras, críticas, supusieron a la evaluación de la educación física revisarse teóricamente. Entre ellas, se inician estudios en las prácticas profesionales escolares (Sarni, 2011), particularmente ocupados en intentar comprender aquellas que se llevaban a cabo en torno de la evaluación del aprendizaje en la educación física de las escuelas. Su propósito fue indagar su estado en el campo, preocupándose por identificar (de haberlos) ejemplos de evaluación formativa y compartida (EFyC). En espejo, se procuró considerar la discusión de la EFyC en el ámbito de la formación inicial del profesorado de Educación Física, entendiéndose superadora de la tradicional -hasta entonces la hegemónica en el campo-, con centro en modelos de medición u observación. A partir de aquel momento, y producto de varias investigaciones sucesivas (Sarni & Rodríguez, 2013; Sales, Rodríguez & Sarni, 2014; Santos, 2018), comienza a evidenciarse que, del cambio en evaluación, mucho se habla y no tanto se hace, y que en aquellos casos en que sí se aborda, sus prácticas no estarían logrando superar los enfoques anclados en los modelos prácticos.
En este sentido, iniciamos su revisión ensayando y poniendo a consideración otra noción (otra teoría) de la evaluación que, basada en las anteriores, aunque superadora de aquellas, propone una evaluación para la praxis (EpP) en Educación Física.
Corresponde avanzar brevemente en explicitar tres conceptos clave para el trabajo: evaluación, aprendizaje y praxis.
En términos generales, evaluar implica comparar un objeto de evaluación, un referido, de forma orientada por su ideal o deber ser, su referente. De esa comparación, surge un juicio de valor y se dispara un proceso para la toma de decisiones. Si bien evaluar no siempre es producto de un acto intencional, y más de una vez se realiza de manera informal, global o genérica -especialmente en Educación Física (Sarni, 2005)-, no es menos cierto que, de efectuarse adecuadamente, ha de suponer reflexión, construcción y decisión juiciosa del profesorado.
Evaluación y concepciones de evaluación, han mutado en su forma y sus sentidos; sus concreciones prácticas surgen de algún punto entre extremos: universales o particulares, observables o no observables, subjetivas u objetivas, externas o del aula, al servicio del sistema educativo o de los sujetos que a él asisten a fin de aprender.
De entender, como nosotros, que el sistema educativo y las prácticas docentes que en él se editan son construcciones de sujetos, sociales e históricas, y que es ese marco social a partir del cual pueden sustentarse los discursos y las diversas prácticas, la revisión de la Evaluación, en tanto práctica educativa, debería ser entendida, siempre, en su dimensión compleja, política y contextualizada, que habrá de servir a recuperar y producir el mundo de la cultura que en ella circula, esto es, habrá de servir a la praxis.
Existe cierta convención en el terreno pedagógico, de entender el aprender como un cambio de conducta, como su modificación más o menos estable. Sin embargo, hemos venido planteando hasta aquí, la importancia de habilitar procesos de aprendizaje como sinónimo de procesos de comprensión sobre el conocimiento, asumiendo comprender como
poder realizar una gama de actividades que requieren pensamiento respecto a un tema; por ejemplo, explicarlo, encontrar evidencia y ejemplos, generalizarlo, aplicarlo, presentar analogías y representarlo de una manera nueva (…) la comprensión implica poder realizar una variedad de tareas que, no sólo demuestran la comprensión de un tema sino que, al mismo tiempo, la aumenten. (Perkins & Blythe, 2006, p. 5) 1
A estas acciones, Perkins (1999) las califica como desempeños de comprensión. Dichos desempeños, claramente superan el tener información a mano (conocimiento) y poder dar cuenta de desempeños de rutina en torno de esa información (habilidades). Requiere, además, aplicarlo a situaciones nuevas que impliquen hacerse del mundo, darle sentido, reorganizarlo, superar sus eventuales limitaciones, trascender lo que él sabe, construyéndose así un nuevo sujeto y desde él una nueva realidad más abarcativa, más profunda, más significada.
Bleger (1982), por su parte, contrapone, a nivel de aprendizaje grupal, las expresiones molar vs molecular. El aprendizaje memorístico (molecular), muchas veces centrado en los resultados académicos, supone incorporar partes y dar cuenta de tal incorporación. El aprendizaje comprensivo (molar), entenderá el aprender como una cuestión compleja, en la cual, la inclusión de un elemento modifica todos los demás, es una acción globalizadora establecida en una red de relaciones.
En suma, podríamos decir que, comprender, supone cierta mutación estructural de los esquemas a partir de los cuales el sujeto que aprende, sensiblemente, se presenta ante el mundo y lo manipula para sí. Ello parte de considerarlo, no como objeto de enseñanza, sino, por el contrario, como sujeto de aprendizaje en situación de enseñanza.
Enseñar, pensando en promover procesos de aprendizaje centralmente comprensivos, requiere poner en el tapete, antes que nada, una concepción de conocimiento en términos de construcción.
Un proceso de génesis, psicogénesis y sociogénesis, en el que se le solicita al estudiantado no sólo que sepa, sino que piense a partir de lo que sabe. Esto es: el conocimiento no es estático; se crea y construye entre los sujetos tensionando sus propias limitaciones. Lo que es, es porque el sujeto lo entiende de esa forma y no de otra, en un momento y en una realidad concreta.
la evaluación de la comprensión (se refiere a un tipo de aprendizaje de calidad) y la enseñanza para la misma no son actividades separadas. El profesor fomenta el aprendizaje comprehensivo dando acceso a los alumnos al diálogo crítico sobre los problemas que encuentran al llevar a cabo sus tareas. Este tipo de evaluación forma parte del proceso de aprendizaje y no es sólo una actividad final, centrada en los resultados de aprendizaje. (Elliot, 1990, p. 224)
Esta forma de aprender ubica entonces al diálogo crítico como vehículo común y mediador del objeto de conocimiento, como lo plantea Freire:
El diálogo es la confirmación conjunta del maestro y los alumnos en la forma común de conocer y reconocer el objeto de estudio. Entonces, en lugar de transferir conocimiento estáticamente, como si fuera la posesión del maestro, el diálogo requiere un enfoque dinámico hacia el objeto. (1969, p. 125)
Al respecto, Santos (1995) ha señalado este tema como central en las relaciones entre aprender y evaluar, debiendo considerarse que cualquier acto de evaluación se nutre del mismo, de la participación de los implicados.
El diálogo se convierte aquí en el camino por el que los distintos participantes en el proceso de evaluación se mueven en búsqueda de la verdad y del valor del programa. Desde la apertura, la flexibilidad, la libertad, y la actitud participativa que sustenta un diálogo de calidad se construye el conocimiento. (Santos, 1995, p. 24)
En función de la polisemia del concepto de praxis, utilizado indistintamente para referir a la diversidad de prácticas que responden a relaciones políticas y se significan en acciones concretas sostenidas ideológicamente, creemos necesario especificar qué entendemos por praxis.
Althusser, con base en ideas originalmente aristotélicas, realizaba una distinción entre poiesis y praxis, entendiendo a la poiesis como la acción de sujetos sobre objetos -naturales o pre elaborados- para transformarlos y, por el contrario, a la praxis como la acción de sujetos sobre sujetos, que implica transformación en ambas partes involucradas: el sujeto que transforma es también transformado (Althusser, 2015). Toda práctica educativa deberá ser definida como praxis abstracta, dialécticamente relacionada con la praxis concreta de los sujetos. En otras palabras, cualquier praxis educativa que transforma a los sujetos aprendices y que es a su vez transformadora de los sujetos enseñante/s, depende dialécticamente de una realidad concreta, de una praxis social que es real, objetiva. Ese universo concreto le otorga significado, y es, a su vez, significado por la praxis escolar. La relación dialéctica entre una y otra, responde a las formas del movimiento constante en la que se enfrentan dialécticamente lo abstracto y lo concreto, para superarse en un estadio posterior que contiene rasgos de ambas. Esa superación implica una nueva contradicción y ese movimiento se sucede de forma permanente.
Paulo Freire entendía la educación indisociablemente unida a la praxis y lo expresaba de la siguiente forma:
Praxis puede ser comprendida con la relación estrecha que se establece entre un modo de interpretar la realidad y la vida, y la consecuente práctica que proviene de esta comprensión, conduciendo a una acción transformadora. Se opone a las ideas de alienación y domesticación, generando un proceso de actuación consciente que conduce a un discurso sobre la realidad para modificar esta misma realidad. La acción es precedida de la concientización, pero generada por ésta lleva a la construcción de otro mundo conceptual en que el individuo se convierte en sujeto y pasa a actuar sobre el mundo que lo rodea. La praxis implica la teoría como un conjunto de ideas capaces de interpretar un determinado fenómeno o momento histórico que, en un segundo momento, lleva a un nuevo enunciado, en que el sujeto dice su palabra sobre el mundo y pasa a actuar para transformar esta misma realidad. (Streck, Redin & Zitkoski, 2010, p. 407)
En definitiva, la praxis implica la construcción de una teoría que debe su origen a la realidad material, práctica, y que encuentra sus sentidos en ella. Esa teoría nace por oposición a esa realidad práctica, y sus formas y sus sentidos habilitarán entonces el enfrentarla dialécticamente para transformarla.
El concepto “evaluación formativa”, introducido por Scriven en 1967, persigue como propósito adaptar el dispositivo pedagógico a la realidad de los aprendizajes previstos. Está principalmente interesada en la regulación del enfoque pedagógico (…) Pone más énfasis en los procedimientos de las tareas que en los resultados (…) los criterios del logro desempeñan un papel importante: nombran las operaciones exitosas y las que no lo son. (Nunziati, 1990, p. 57)
En el marco de una pedagogía por objetivos de aprendizaje y de la mejora del desarrollo del curriculum, resolvería dos preocupaciones centrales del sistema educativo de su época y contexto: refinaría las herramientas y criterios habitualmente “vagos” y “aleatorios” de medición, cuidando el control del cumplimiento de los objetivos predefinidos, asegurando el éxito de las medidas correctivas a implementar y, por otra parte, permitiría proporcionarle al docente información sobre el proceso de aprendizaje del alumno, no solamente del resultado alcanzado, permitiendo, en consecuencia, adaptar el dispositivo pedagógico de manera más efectiva a la realidad del aprendizaje. "La regulación de la progresión pedagógica, el refuerzo del éxito y la gestión de errores se convirtieron en las palabras clave de la evaluación” (Nunziati, 1990, p. 48).
A partir de la pedagogía por objetivos y del control llevado a cabo por la evaluación formativa, se comienza a evidenciar cierta apropiación del estudiante de los criterios de los maestros, cierta autogestión de los errores -o desviaciones- respecto de los razonamientos preestablecidos, denotando un grado de control de las herramientas y de la anticipación y planificación de la acción por parte del estudiantado. Atento a ello, Scallon (citado por Nunziati, 1990, p. 48) sugirió, en 1982, recurrir al vocablo formatriz para referir a una práctica de evaluación formadora, pensada para el ámbito de la didáctica y de los aprendizajes, resultante de considerar la autoevaluación del estudiantado, una competencia primaria para construir:
A estos objetivos de regulación pedagógica, gestión de errores y refuerzo de los éxitos, [que aportaban la evaluación formativa] la evaluación formadora agrega, como prioridad, los de representación correcta de los objetivos, de planificación preliminar, de apropiación de los criterios y de autogestión de los trabajos. Este nuevo enfoque amplía aún más el concepto de evaluación, ya que todo lo relacionado con la construcción de un "modelo personal de acción" (Bonniol) se considera, por un lado, como una parte integral de la evaluación, y por otro lado, como objetivo prioritario de aprendizaje. El alumno debe aprender a construir sus mapas de estudio, cómo evaluar su trabajo y sus pasos. En este sentido, la autoevaluación se convierte en la obra maestra de todo el dispositivo pedagógico. (Nunziati, 1990, p. 57)
Cabe aclarar que ese proceso de autoevaluación, aunque mediado por un sistema interno de pilotaje, está sujeto a criterios externos provenientes de fuera de la realidad escolar. Si las propuestas de evaluación formativa se crean a fin de regular el cumplimiento de ciertos criterios y estándares, se podría establecer que la propuesta de evaluación formatriz (formadora) se visualiza a partir de la idea de auto cumplimiento o auto regulación de parte del aprendiz de aquel banco de datos. Estaríamos hablando, por un lado, de un sistema prometedor, autocomplaciente, normativo y eficiente, regulado por sus propios usuarios y, por otro, subliminalmente, hablamos de un dispositivo potencialmente ideológico: el sujeto se entrega al estándar sin resistencias, incluso buscando lealmente su cumplimiento, sin discusión, contradicción u oposición. Al decir de Han (2012), de forma transparente.
Esta situación -formativa y formatriz-, en nuestra opinión, visualiza ciertas problemáticas que hemos venido anunciando. En primer lugar, porque la terminología que se emplee, formativa o formadora, no viene siendo, al menos a nuestro criterio, el problema central del asunto. De otorgarse continuidad, de legitimarse una evaluación que instala como central la reproducción -incluso la auto reproducción- del que aprende, que coloca el valor signado por otros (docentes, programas y académicos) como el mecanismo idóneo para establecer el conocimiento a aprender, sin habilitar su debate, su crítica teórica, su confrontación, desdibuja cualquier ilusión o poder transformador de la educación. Una práctica que encorseta saber y pensamiento, que propone como límites los previstos, se transforma en dispositivo privilegiado para el mantenimiento del sistema y para el etiquetamiento de los sujetos que, de esta forma, “lo habitan”. Una práctica de este estilo corre el riesgo de formatear al sujeto como agente de reproducción y perpetuar a la escuela como espacio de dominación. Sus formas y sentidos explícitos parecen mutar, pero su significación implícita puede ser objeto de un análisis similar al que Hanson (1994) somete a las testificaciones:
Si algunas de las consecuencias sociales más importantes de las pruebas se derivan de su carácter representativo, otras se derivan del hecho de que son dispositivos de poder. Las pruebas son un ejemplo sobresaliente de la colusión y la extensión mutua del poder y el conocimiento (expuesto por Foucault en casi todos sus trabajos), porque las pruebas, como una técnica para adquirir conocimiento sobre las personas, ha funcionado simultáneamente como un medio para extender el poder sobre ellas (...) La forma en que esto ocurre es, en los términos más generales, señalado en la cláusula de nuestra definición que establece que las pruebas son aplicadas por una agencia a un individuo con la intención de recopilar información. Los examinadores son casi siempre organizaciones, mientras que los examinados son individuos. Las organizaciones son más ricas y fuertes que los individuos, por lo que se establece un diferencial de poder al comienzo. (Hanson, 1994, p. 304)
En segundo lugar, desmantelar estos supuestos instalados en la evaluación formadora y/o formativa, es decir, considerar estas prácticas sin atender detenidamente a sus supuestos, y sin colocar intencionalmente en ellas la contradicción política necesaria, las hace el instrumento más competente -ante su grado de ingenuidad, creencia y seducción- de, y para la dominación.
En tercer lugar y, en consecuencia, deja “al destinatario”, incluso, a cargo de la auto vigilia de un criterio fijado por otros, lo que por un lado legitima el saber preestablecido sin discusión, sin crítica de para qué, qué y por qué ese conocimiento, y para qué, qué y por qué de esa forma, dejándolo fuera de la elaboración de una práctica que puede ser revisada como mecanismo liberador, emancipador y, por tanto, favorecedor del encuentro con el conocimiento en tanto patrimonio del mundo.
Desde esta perspectiva, la evaluación en tanto práctica esencialmente verificadora, ha de entenderse como práctica central para el desarrollo del currículum y, en ese sentido, para el sistema educativo con la posibilidad de verificar y validar espacios de (a) circulación y producción de conocimiento, y (b) de recuperación de la crítica ideológica, sin la cual ninguna evaluación podrá ser, en todas sus formas, una práctica transformadora.
Es esta crítica, particularmente en la formación profesional docente, la que ha de recuperarse, debiendo ser las explicaciones ideológicas, y por tanto políticas, el primer paso de esa formación. Nunziati señala al respecto:
La formación que no permite que los maestros tengan acceso a modelos teóricos, está condenada al fracaso, ya que algunas de las representaciones iniciales engañosas invalidarán todos los intentos de innovación. Peor aún, lo que llamaremos innovación solo será una renovación de las viejas prácticas vestidas con colores más nuevos. (1990, p. 61).
Entre ese tipo de transformaciones iniciales sobre el conocimiento y su sentido en materia de apropiación, es importante revisar las representaciones relativas a la evaluación y los supuestos teóricos subyacentes, en tanto conocimientos básicos de las concepciones de los estudiantes del profesorado, efectuando un ejercicio permanente de oposición/transformación.
El concepto de EpA está relacionada con la evaluación formativa. Esta propuesta ofrece información a los docentes, con la intención de aportar, por un lado, a la mejora de sus prácticas de enseñanza, y por otro, brindarles retroalimentaciones a los, y las estudiantes, respecto al perfeccionamiento de sus procesos de adquisición de conocimientos. Se caracteriza por algunos principios:
(1) clarificar y compartir las intenciones de aprendizaje con los estudiantes; (2) innovar en la efectividad de las conversaciones en clase, tareas y actividades que muestren evidencia del aprendizaje; (3) proveer feedback que ayude a avanzar al alumno; (4) activar a los estudiantes como recursos de aprendizaje de unos para otros; (5) activar a los estudiantes como responsables. (Barrientos et al., 2019, p. 38)
La evaluación para el aprendizaje, según Tenbrink (citado por Blázquez, 2017), se ocupa de la obtención de evidencias de aprendizaje a partir de ciertos criterios, con la intención de elaborar juicios de valor en relación con los cambios vinculados a dicho fenómeno, siempre con el interés de corregir o redireccionar la toma de decisiones sobre la enseñanza y ayudar a los alumnos a mejorar su autonomía en sus procesos de aprendizaje.
Teniendo en cuenta dichos conceptos, entendemos la evaluación para el aprendizaje como un proceso fundamental que contribuye a la formación del estudiante. Su finalidad supera el comprobar la consecución, o no, de logros concretos. Camilloni et al. plantean al respecto:
Transformamos la evaluación en un acto de construcción de conocimientos en el que no comparamos lo incomparable, sino que cada alumno, a partir de conocer la buena resolución -la del experto-, construyó su propio conocimiento referido a su actuación, contemplando sus hallazgos y sus dificultades. (2001, p.32)
Así, la evaluación para el aprendizaje representa un espacio para que los estudiantes comprendan los saberes y aprendan a aprender. López y Pérez (2017) plantean que su potencial parte de la búsqueda y facilitación de procesos reflexivos de parte del alumnado, que se significan en un mayor control sobre sus propios procesos de aprendizaje, generando en ellos mayores niveles de conciencia en relación al cómo aprender y al cómo potenciar sus propios procesos.
Desde esta perspectiva, el docente toma el rol de facilitador de aprendizajes y no de verificador de objetivos propuestos a priori, al tiempo de ocuparse en comprender cómo aprenden los estudiantes, e intentar adecuar los procedimientos utilizados a las necesidades y dificultades que se presentan en el recorrido de las tareas.
En relación con lo mencionado, Camilloni et al. (2001) entienden que la preocupación de las, y los docentes, deberá enfocarse más en comprender qué, y cómo están aprendiendo sus estudiantes, en lugar de ocuparse en lo que él les enseña, estableciendo cierta apertura al abandono de aquellas evaluaciones que miden el grado en que los estudiantes “han captado la enseñanza”, para transformarse en un dispositivo de comprensión que indefectiblemente aportará para el proceso.
Otro aspecto destacable, es que este tipo de evaluación permite un seguimiento continuo de los, y las estudiantes, a partir del que, no solo se regulan los procedimientos a utilizar, sino también se tiene en cuenta y se reconoce la dedicación y esfuerzo constante de los mismos. Al respecto, Díaz y Hernández (2010, p. 330) expresan la importancia de determinar, a su vez, los logros que los estudiantes van alcanzando durante el proceso, con la intención de que conozcan los criterios que se están utilizando en la valoración del aprendizaje y sean capaz de comprenderlos y aplicarlos por sus propios medios.
La demostración de dicho interés por parte del docente, promueve la motivación, generando a los, y las estudiantes, un sentimiento de importancia, pues el “saber que sus logros son constatados y que es informado de sus fallos y de sus éxitos constituye un estímulo para el alumno, que ve a su profesor atento a la marcha de su trabajo” (Blázquez, 2017, p. 76).
De esta forma, se podría decir que la evaluación toma distancia de una concepción tradicional y naturalmente aceptada en la sociedad, basada en la medición con fines únicamente de comparación de resultados. Esto se sustenta con lo expresado por Sales et al., quienes señalan que, “alejándonos empero de su recorte instrumental como herramienta, la consideraríamos como una práctica orientada por ciertas teorías, práctica siempre política, como construcción subjetiva e intersubjetiva entre docentes y estudiantes” (2014, p. 232).
Decíamos que la praxis implica la construcción de una teoría que debe su origen a la realidad material, práctica, y que encuentra sus sentidos en ella. Esa teoría nace por oposición a esa realidad práctica, y sus sentidos pasarán, entonces, por la posibilidad de enfrentarla dialécticamente para transformarla. En esta línea, y respecto a praxis y evaluación, entendemos que la evaluación de la educación física, en sus formas originales, es, a simple vista, una acreditación en relación con las formas establecidas del hacer: por ejemplo, una voltereta no requeriría más que el saber que sostiene el “deber ser” de la voltereta, y su respectiva comparación respecto de la voltereta que el estudiante ejecuta.
El hecho es que, si bien esa evaluación parece un simple recorte inconexo de la praxis real, sus sentidos ideológicos subyacentes, de no ser deconstruidos, interpelados, habilitan a la reproducción de formas gimnásticas para la formación de sujetos útiles y productivos para un determinado interés político y económico, que no es otra cosa que la realidad concreta, la praxis real. La relación entre lo abstracto y lo concreto es indisociable, y lo que va para un lado, de alguna manera vuelve y siempre vuelve a ir. El movimiento nunca se detiene.
Una evaluación para la praxis, en contrapartida, es aquella que se piensa para aprender, pero un aprender con sentido transformador, ese producto teórico que, en ideas de Freire, se enfrentará con aquella realidad a la que debe su origen, para poder transformarla. La evaluación para la praxis es, per se, una evaluación contrahegemónica (Sales & Torres, 1995) que busca trascender los rasgos fenomenológicos de las de su estilo, pensando en la transformación de la realidad objetiva, de las relaciones sociales que se configuran en relación del objeto evaluado. Su esencia está en el retorno sobre el mundo.
Buscamos superar, de esa forma, los modelos prácticos de la evaluación, entendiendo su valor evidente, pero indagando en los sentidos políticos de aquello que habilita a ser aprendido. La aparente neutralidad de la enseñanza esconde siempre sentidos, los que, inexorablemente, se trasladarán al aprendizaje. Lo oculto es más fuerte que lo evidente. Desentrañar los sentidos políticos de la evaluación es parte medular de su vínculo con la praxis.
Con base en lo expuesto, consideramos que un dispositivo de evaluación para la praxis, propuesto para la escuela, debería ocuparse de:
Pensar, desde el inicio, los procesos de enseñanza, evaluación y aprendizaje, como procesos engarzados.
Pensar la evaluación como una práctica que, constantemente, condense la confrontación del mundo escolar con el mundo social, poniendo al saber como el objeto de debate, debate que será a partir de la co-participación entre sujetos.
Ese saber será entendido como aquel que habrá de ser objeto de praxis,
Su reflexión en situación de praxis social, hará posible la apropiación/transformación de la cultura, esto es, del mundo construido.
Con la intención de compartir un ejemplo que vehiculice aquellos criterios, pensamos en la construcción de una propuesta de EpP. Para ello, proponemos una secuencia de enseñanza vinculada a la técnica de carrera, en el marco del deporte individual Atletismo. A esta secuencia se imbrica un programa que se ocupará de su evaluación.
El programa de enseñanza trabaja sobre la técnica, en sus aspectos epistémicos, y vincula la carrera al fenómeno de los runners, procurando encontrar la validez moral (Chevallard, 1998). Estamos frente a un proyecto educativo que, deliberadamente, trasciende la escuela y busca desde un contenido de la Educación Física, debatir la cultura que lo contiene, en tanto realidad social, en la intención de construir reflexivamente acciones subjetivas e intersubjetivas emancipatorias.
Un dispositivo de este estilo, para la secuencia anunciada, además de procurar la práctica de la carrera, de la ejercitación y ejecución de su técnica, de la adquisición comprensiva de su conocimiento “en movimiento”, propondría al estudiantado llevar a cabo actividades similares a las siguientes:
Elegir un lugar de observación (rambla, plaza, pista) y tomar un grupo de runners, observando cuáles son las mayores dificultades técnicas que presentan desde el punto de vista biomecánico.
Elegir una publicidad enfocada en los runners, y determinar cuál es la construcción estética que representa, considerando estrategias de venta y potenciales consumidores de los productos que ofrece.
Determinar cuáles de los productos que la publicidad ofrece son realmente necesarios para el público objetivo, en la medida en que puedan llegar a incidir sobre la práctica deportiva, vinculando los ítems (a) y (b).
Construir de forma conjunta -estudiantes y docentes- una matriz de evaluación que indique, para cada uno de los objetos a evaluar (referidos), su correspondiente referente y los posibles niveles intermedios de valoración.
Cabe resaltar que, en este caso, este proceso que presentamos implica, en formación inicial, un doble desafío: primero, enfrentarse a deconstruir y reconstruir los supuestos propios de la evaluación como disciplina que poseen los, y las estudiantes de la carrera profesional docente, propios de su habitus (Bourdieu, 2002)2, para luego avanzar en considerar, primero, y construir después, mecanismos de evaluación para la praxis, en este caso de sus proyectos de enseñanza en Educación Física escolar.
A partir de una crítica política a la evaluación educativa, planteamos cuáles -a nuestro criterio- vienen siendo líneas de trabajo que abonan a pensar que el cambio de hábitos, más allá de renovador, por sí mismo, no viene produciendo el cambio de lógica en materia de evaluación pedagógica. Enunciamos también que, de no cambiar la evaluación educativa, no cambia nada en la educación, por ser ella el horcón del medio de la estructura del sistema, y la condicionante por excelencia de prácticas intersubjetivas (o no), dialógicas (o no), históricas (o no), contextualizadas (o no), políticas (o no) (Sales & Torres, 1995; Sales et al., 2014).
Es fácil caer en la trampa de la reproducción en un sistema gobernado por la transparencia (Han, 2012); impulsar la carga político educativa en el análisis, resulta trascendente y significativo por permitirnos develar en la práctica evaluativa, ergo, en el dispositivo de evaluación, sentidos e intereses que, escondidos, responden a constructos ideológicos, a representaciones que reflejan una estructura socioeconómica que produce formas de pensar y de hacer en los sujetos, que crea y configura subliminalmente el ser y el hacer, tanto del evaluado como del evaluador, haciendo, en definitiva, de ese “ser de los sujetos”, un objeto más de sus relaciones materiales (Habermas, 1986).
Creemos haber dado pistas para dejar planteada la urgencia en doblegar la reproducción por la reproducción, que el sistema educativo sostiene/mantiene a partir de la inmutabilidad de sus propuestas de evaluación. Nos interpela un sistema educativo, cuyas prácticas sean concebidos como espacios elegidos como esenciales para pensar una ciudadanía responsable, que permita al estudiante vincularse con la vida pública del conocimiento, que habilite el confrontarlo, desnaturalizarlo, co-construirlo, reconocer en él los intereses que giran en relación con la producción y su circulación de saberes que en la escuela se suceden.
Una evaluación que permita al colectivo de sujetos que en ella participen, confrontar la norma, desmenuzarla, interpelarla, superarla, y en el recorrido construir las propias, participativamente, con base en aquello que no se tiene, y que entonces, colectivamente, se construya como parte de una nueva norma: el nuevo deber.
Finalmente, abogamos por una evaluación cuyas técnicas, calificaciones y categorías de análisis empleadas a efectos de valorar el objeto, no sean vistas en sí mismas como verdaderas, y sí, en todo caso, se les atribuya esa verdad al interés colectivo de comprender y transformar lo concreto, los fenómenos sociales que se proponen dar cuenta.
Acordamos que la justificación última del conocimiento de la realidad es su transformación y, en ese sentido, la evaluación, solidariamente, habrá de habilitar ese camino, poniendo a consideración el conocimiento. La tarea política a reflexionar al momento de establecer un dispositivo de evaluación educativa requiere:
Definir recortes disciplinares que, desde la propia disciplina, interpelen el conocimiento, educando en desentramar los mecanismos de poder del mundo.
Proponerse formas (co)participativas, para apostar a la (co)construcción colectiva, enseñante-aprendiz, de ese mundo que se viene desentramando y comprendiendo.
Interesarse por dar oportunidades para la génesis de respuestas a los grandes problemas de la humanidad, educando en el formar parte de lo social, en el ser ciudadano.
Allí, en torno a la crítica política de lo que se es, de lo que se sabe, de lo que se enseña, de lo que se aprende, situados en tiempo y espacio, proponer una práctica de evaluación en tanto ejercicio deliberado que, en clave emancipatoria, construye el proyecto social que está siendo.
2. Barrientos, E., López, V., & Pérez, D. (2019). ¿Por qué hago evaluación formativa y compartida y/o evaluación para el aprendizaje en EF? La influencia de la formación inicial y permanente del profesorado. Retos. Nuevas Tendencias en Educación Física Deporte y Recreación, (36), 37-43. Retrieved from https://recyt.fecyt.es/index.php/retos/article/view/66478/42189
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[1]Las citas directas de textos en idiomas diferentes al español, fueron traducidas a este idioma por los autores.
[2]“…Bourdieu define su trabajo como estructuralista y constructivista. Como estructuralista, da a entender que en la sociedad existen estructuras objetivas independientes de la voluntad de los individuos, estructuras que determinan y orientan sus prácticas y representaciones. Como constructivista, considera que existe una génesis de los esquemas de percepción y de acción constitutivos de los habitus. Al terreno de las estructuras corresponden los campos y al terreno del constructivismo le corresponden los habitus” (Chihu, 1998, p.181). Es innegable que las formas en que Bourdieu construye su análisis, responden, en su origen, al materialismo dialéctico y a las relaciones entre la estructura -fuerzas productivas y relaciones de producción-, y la superestructura, configurada por la dimensión jurídico-política -el derecho y el Estado- y las ideologías -moral, religiosa, jurídica, política.
[3]Cómo citar este artículo: Sarni Muñiz, M. y Corbo Bruno, J. L. (2020). La evaluación en educación física: más allá del control social. Educación Física y Deporte, 39(1), XX-XX. DOI: http://doi.org/10.17533/udea.efyd.v39n1a07