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Viajeros. Pablo Montoya, Editorial Universidad de Antioquia, Medellín, 1999, 103 p.*

 

Viajeros se compone de setenta y tres prosas breves, que oscilan entre un simple párrafo aislado y un par de páginas. Cada una de ellas lleva por título el nombre de un personaje literario o mitológico (Ícaro, Moisés, un argonauta, Eneas, Ulises, Simbad), de una figura histórica (Hatshepsut, Lao Tsé, Alejandro, Vespucio, Marco Polo, Dante, Heródoto, Ovidio) o puramente imaginaria (un melanesio, un cautivo, un makua, un súbdito, un papú, un cruzado, un mercader, un extranjero en Babilonia). El conjunto sigue una progresión cronológica, que arranca en la Antigüedad y llega hasta nuestros días. En cada caso, la forma adoptada se asemeja a la de un monólogo interior, que se mantiene en cierta indecisión entre lo pensado, lo pronunciado y lo escrito, y a la vez deja relativamente en suspenso la explicitación del momento y del lugar. Todas estas voces cuentan, describen, recuerdan, evocan o reflexionan, aludiendo a menudo a una circunstancia y a una situación personal para las que el autor se apoya evidentemente en un vasto cúmulo de lecturas previas. Este trasfondo enciclopédico le plantea más de una exigencia al lector, pero nunca le impide sentir esa pulsación rítmica que para Cortázar caracterizaba a la auténtica poesía, y que unifica aquí el lenguaje de todo el libro. No es casual, en este sentido, que Pablo Montoya haya traducido Le Spleen de Paris, la obra que fundó el género del poema en prosa, y en cuyo prólogo, dicho sea de paso, Baudelaire establece una relación entre la novedad formal que propone y la experiencia deambulatoria del moderno flâneur urbano. En Viajeros, el cuidadoso trabajo de orfebrería verbal, así como la brevedad misma de los textos, imponen una tensión de índole inequívocamente poética, que culmina en el espacio cargado de múltiples resonancias que suele abrirse después de la última frase de cada fragmento. “Una diminuta línea trazada en la yema de un dedo es el poema, lo único que perdura” (Montoya, 1999, p. 26), concluye un indígena makua después de haber enumerado los significados simbólicos de los distintos tatuajes practicados por su tribu, como ofreciéndonos una buena imagen de la tesitura en que se instala cada una de las voces que escuchamos en Viajeros.

La conjunción de esta incandescencia lírica con el molde formal del monólogo interior puede recordarnos sobre todo a Borges, y en particular sus poemas que llevan por título algún nombre propio, y también se presentan como fragmentos de un soliloquio. Un buen ejemplo, entre tantos, sería en Historia de la noche el de “Ni siquiera soy polvo”, un poema en el que escuchamos la voz de un melancólico Alonso Quijano: bastaría disponer los versos en su continuidad lineal para obtener algo llamativamente parecido a un texto de Viajeros. Uno de ellos, incidentalmente, se titula “Alonso Quijano”, mientras que otro, dedicado a Robinson Crusoe, insinúa por su parte un sutil diálogo con “Alexander Selkirk”, un poema que Borges incluyó esta vez en El otro, el mismo.

En realidad, no todos los seres que toman aquí la palabra son exactamente viajeros: como el indígena makua, algunos son tan solo habitantes de comarcas exóticas, alejadas de nosotros en el espacio o en el tiempo, y en estos casos el viajero no es más que el testigo mudo de su discurso. Es que más allá del amplio abanico de coordenadas históricas y geográficas que despliega el libro, el viaje es aquí ante todo la metáfora de una incierta y riesgosa aventura espiritual, de ese desplazamiento interior al que alude José Lezama Lima, el voraz viajero inmóvil de La Habana, en la frase que sirve de epígrafe a Viajeros: “El viaje es un movimiento de la imaginación”. Dicho de otro modo, los viajeros de Pablo Montoya nos revelan algunos de los múltiples andamiajes mentales con los que intentamos someter el mundo a la fuerza de un deseo o a la seducción de un orden, sin reparar en lo precario que puede ser este, y lo insaciable que es aquel. Tal es el hilo conductor, el motivo recurrente sobre el que se edifica este ciclo de variaciones. Por eso, bien puede llamarse viaje al grandioso sueño imperial de Alejandro: “El mundo como una sola encrucijada de idiomas y légamo llamado Alejandría” (p. 30), un sueño que de un día para otro se desplomó en el olvido, como lo comprueba con amargura uno de sus súbditos. O también, a la visión no menos avasallante y desaforada del rey de Ecbatana al idear sus complejas arquitecturas militares, que no le impedirán sin embargo perecer tarde o temprano, según lo comenta Heródoto al llegar a esta remota tierra.

Muchos de los viajeros se nos aparecen así en el instante crítico en que su sueño comienza a tambalearse, o hasta a desmoronarse completamente. En el medio de su largo recorrido misionero, el franciscano Guillaume de Roubrouck llega de golpe a sospechar que la cruz podría no ser el único camino posible para la salvación de los pueblos a los que visita. Fra Mauro comprende por fin la inutilidad de sus esfuerzos de toda una vida por cartografiar el mundo. Un peregrino en marcha hacia Santiago de Compostela sufre al verse expuesto a los sarcasmos y provocaciones de un hereje. Darwin, al igual que su par colombiano Caldas, comprueban con pavor la brusca irrupción en su apacible mundo de una historia absurda, llena de ruido y de furia, que pronto arrasará ciegamente con todos sus afanes científicos. Como ellos, y siguiendo diferentes vías, casi todos estos inquietos andariegos de Pablo Montoya acaban por descubrir la precariedad de sus visiones, la fragilidad de ese mundo interior que tan tenaz e ilusionadamente han construido, pero que en una dolorosa confrontación con algo que no han previsto, ni imaginado siquiera, ven de golpe resquebrajarse. En ocasiones, el viajero simplemente comprende con gran desazón que su camino no tendrá fin, y que a pesar de su anhelo no hallará otro espacio, ni otra vida, y no alcanzará finalmente más revelación que la de ese hombre “sin cara” al que se refiere con resignación el pintor Edward Hopper. Y al llegar a este punto crítico, el espectro de la locura asoma a veces su inquietante rostro, tal como lo sospecha aterrado uno de los pocos sobrevivientes de la malograda expedición que John Franklin emprende en 1848 en procura de un paso entre América y Asia.

“Voy al fondo del enigma” (p. 76): la concisa frase de Crevaux, el explorador que ve en el laberíntico entramado de las vegetaciones amazónicas una imagen de su propio inconsciente, nos proporciona la definición quizá más exacta y sugestiva de todos estos atribulados viajes interiores. Enrique el Navegante siente en el movimiento incesante de los mares que surca un reflejo de sus abismos íntimos. Otros descubren espacios ignorados u olvidados de su propio ser, como les sucede a varios hombres de la severa Europa en tierras americanas: al austero Alexander von Humboldt, que se conmociona ante un imponente y solitario árbol de la llanura, trenzándose con él en un abrazo orgiástico que convulsiona todo su ser; al adusto Álvar Núñez Cabeza de Vaca, que en una isla se entrega con los indígenas al desenfreno de los sentidos; a Américo Vespucio, a quien la desnudez de una mujer de piel oscura le revela de pronto, en un recodo del camino, el misterio de una incontrolable fuerza telúrica: “Mis ojos se extravían. Deliro [...]. Me asusto. En cada rincón palpado, mi mundo se ilumina, se opaca, se derrumba. Mi pensamiento se fragmenta” (p. 47). “Extravío” es también el término con el que Herman Melville resume su desmesurado viaje entre mares y ballenas.

¿Tendrá acaso un fondo ese enigma que cada uno de nosotros representa para sí mismo? ¿No serán al fin y al cabo los viajes una revelación del carácter vertiginoso de esa otredad de la que tanto hablaron Antonio Machado y Octavio Paz? “Veré las casas de Ámsterdam alejarse, y en las olas, rostros, diálogos, olores de otredad se irán uniendo al vuelo de las gaviotas” (p. 65), dice un marino holandés del siglo xviii, ya pronto a zarpar hacia lejanas comarcas. A medida que avanza su viaje la otredad sorprende, en efecto, al viajero y termina adueñándose insidiosamente de él, un poco como le sucedía a Maqroll el Gaviero a lo largo de sus desencantadas andanzas. Tras haber vivido largo tiempo entre los nativos de América, tras haber sido aceptado y asimilado por ellos, el conquistador español Gonzalo Guerrero se pregunta, frente a los compatriotas que llegan sorpresivamente a él, quién es, y qué debe defender: “Soy español, soy indio, pienso, y la duda me sobrecoge” (p. 53). También duda Robinson Crusoe, al divisar el barco europeo que viene a librarlo de su larga soledad isleña, sin saber si debe regresar a su Londres natal o permanecer junto a “la distinta voz de Viernes”: “En este momento en que los hombres se acercan para rescatarme”, confiesa, “tiemblo, tengo miedo y no sé nada” (p. 68).

Por esta razón, como Marco Polo, o como Dante Alighieri, quien se ve de pronto “sin guía y con la certeza de que no hay nadie a quien seguir” (p. 38), todos estos viajeros son presa fácil de la nostalgia, de la desolación, de la angustia. Muchas veces intuyen que el ominoso horizonte de su empresa será seguramente la muerte, esa muerte que en un instante abrasador les mostrará la absoluta vanidad de sus empeños. Así, el marino holandés sospecha, antes de partir, que su exaltante viaje bien podría tener un imprevisto y prematuro final, el mismo que dos siglos antes había tenido el de Magallanes. A Livingstone, ya muerto, uno de sus acompañantes le pregunta, con ironía y compasión: “¿Qué querías descubrir?” (p. 81). A su capitán Scott, el joven Oates le pide, poco antes de desfallecer en los hielos del Polo Sur, que entienda “que no hay llegada definitiva [...] que sólo existe la búsqueda” (p. 84).

Sobre todos estos hombres de otras épocas el libro proyecta, de esta manera, una inquietud fundamental, que en realidad podría estar signando ante todo nuestra propia desorientación, en este tan confuso comienzo del siglo xxi. De hecho, la modernidad más reciente, hasta en sus desvaríos más atroces, surge en el tramo final del libro: el judío en marcha hacia el crematorio, Stefan Zweig a punto de suicidarse en Brasil, Robert Capa fotografiando los horrores de la guerra del Vietnam, y hasta los fantasmales inmigrantes perdidos en los corredores del metro parisino. Aquí se ensayan algunos cruces temporales inesperados, que transforman el viaje en un encuentro anacrónico: Perseo enfrentándose en las calles de Nueva York a un mundo incomprensible, de donde los dioses se han retirado, o Alonso Quijano irrumpiendo en nuestro siglo para comprobar melancólicamente que “estas no son comarcas de castillos. Tampoco reinos donde se reclamen mi voz y mi espada” (p. 94).

A pesar de tantas pérdidas y de tantos oscuros laberintos Viajeros no es, empero, un libro sombrío, ni un pessoano libro del desasosiego. Primero, porque junto con el desamparo por todos lados campea también el deleite perpetuamente renovado de lo sensorial. Ya sea en las maravillas de un Oriente de fábula, o en el íntimo encuentro erótico, estos viajeros no dejan de palpar con fruición la corteza del mundo en toda su variedad de colores y de aromas, sin olvidar nunca esa elemental felicidad de estar vivo que persiste en reivindicar a Dostoievski desde el fondo de su presidio siberiano. Luego, porque más allá de todos los fracasos y finales de fiesta que registran, la belleza de estos fragmentos de un discurso errabundo trasunta una conmovedora confianza en la dignidad de la palabra, como intangible resguardo contra el sinsentido, la soledad y la violencia, contra la disolución del olvido o de la muerte. Si vivir es defender una forma, como lo decía Hölderlin, esa defensa, o mejor, ese amor del lenguaje sostiene e ilumina las setenta voces que escuchamos. Y por último, porque todos estos recorridos podrán verse como una azarosa sucesión de pasos perdidos, pero son pasos que de alguna manera nos devuelven al milagroso reino de la infancia, en el que secretamente se anuda ese impulso imaginario del que hablaba Lezama. Eso, al menos, es lo que nos sugiere la página titulada “Gulliver”, en el que un anónimo contemporáneo nuestro se dirige al personaje de Jonathan Swift para declararle que sus combates y sus bolas de plomo resultan irrisorios frente a las diversas monstruosidades que ha parido el siglo xx, pero termina ofreciéndole el consuelo de estas esperanzadoras palabras: “Mejor piensa que alguien naufraga en la infancia cuando tú hablas de los viajes” (p. 95).

Notes

* Cómo citar esta reseña: Barnabé, J. P. (2017). Reseña del libro Viajeros, de P. Montoya Campuzano. Estudios de Literatura Colombiana 41, pp. 197-201. DOI: 10.17533/udea. elc.n41a13