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Lejos de Roma, Pablo Montoya, Ediciones Igitur / Sílaba Editores, Montblanc, 2016, 168 p.*


El sentimiento de que Lejos de Roma, la segunda novela de Pablo Montoya, que acaba de ser reeditada en España, significa algo nuevo en el panorama de la narrativa colombiana, responde a varias motivaciones. En primer lugar, y posiblemente es lo más evidente, por su temática se aleja de los cauces más rutinarios de esa narrativa, sometida al uso y abuso más intransigente y a las estrategias editoriales que solo buscan cortejar las malas costumbres del público. Dicho alejamiento coincide con una aproximación a planteamientos que parecían más propios de la literatura europea, en la que, iniciado el siglo xx, y en especial después de las dos guerras mundiales, se retornó a personajes célebres, reales o ficticios, inspirados en la antigüedad clásica, de Virgilio a Ovidio, de Orestes a Electra, de Calígula a Adriano. En el caso concreto de Ovidio, que es el autor en el que se inspira Lejos de Roma, Pablo Montoya tiene como antecedentes recientes a Christoph Ransmayr, y también a Vintila Horia, un escritor de origen rumano al que en 1969 le fue otorgado, pero no entregado, el premio Goncourt con una novela inspirada en el autor de La metamorfosis.

Lejos de Roma se inspira a su vez en el exilio de Ovidio en Tomos (actual Rumanía) durante los últimos años de su vida, y tiene como fuente directa, no tanto la obra completa del poeta, como sus últimas creaciones, más centradas en una vivencia testimonial y autobiográfica. Tales obras (Tristes, Pónticas, Ibis) son las que lo han convertido para la posteridad en el poeta por excelencia del exilio, junto a Virgilio, y las que han permitido acuñar para la literatura, la pintura y la poesía la que acaso sea su imagen más conocida. También, dicho sea de paso, las que permitieron a Voltaire retratarlo acerbamente en su artículo de la Enciclopedia, o las que inspiraron a poetas y pintores románticos o simbolistas o, en fin, las que en los tiempos modernos han llevado a que se identifiquen con él autores que han padecido el exilio de forma más cruenta, como es el caso de Osip Mandelstam (víctima del exilio por culpa de Stalin).

Que tales padecimientos del poeta, muerto sin haber logrado la piedad de Augusto o Tiberio, son los que han hecho su figura atractiva también para el autor de Lejos de Roma, es algo que deja claro en un significativo libro de ensayos sobre literatura francesa: Un Robinson cercano, publicado por Eafit en el 2013, en vísperas de escribir su novela. Se refiere en él al exilio y la rabia del destierro padecido por varios autores, y encabeza su lista con Ovidio, al que imagina con su triste mirada orientada hacia Roma desde su refugio escita. A Ovidio lo siguen Victor Hugo, Miguel de Unamuno, Cioran, y por último —last but not least, como veremos— Camus, en cuyo libro de cuentos El exilio y el reino encuentra especiales resonancias que coronan un más completo recorrido al incluir la figura nueva y muy específica del renegado que ha perdido su lengua. Aunque Montoya no lo diga de forma explícita, al concebir como protagonista a un misionero que ha perdido el don de la palabra (los indígenas le han cercenado la lengua), Camus, adelantándose a su época, anuncia las figuras del transterrado e incluso del extraterritorial. Es decir, las del que, perdida su propia lengua, se ve abocado a apropiarse de una lengua ajena (Cioran, Nabokov, o Beckett, o Conrad, o Brodsky), o incluso a recrear o hacer suya una lengua en la que vive parcialmente como extranjero (como en el caso del propio Kafka).

Ese es el caldo de cultivo del que se nutre Lejos de Roma, novela que, digámoslo ya, antes que por una reconstrucción arqueológica del pasado, como en el caso de Salambó, o incluso de Memorias de Adriano (Yourcenar sigue de algún modo los pasos de Flaubert), apuesta por una reconstrucción proyectiva, en la que un protagonista “histórico” parece revivir en presente más que a la inversa. El hecho es que el Ovidio de Montoya se nos revela como un semejante atrapado sin remisión en una tierra de nadie que, si bien tiene la apariencia del pasado, responde a pautas actuales, una tierra de nadie donde se hablan lenguas extrañas pero el idioma es aún el de la condición humana del hombre contemporáneo. Tal sitio es también el lugar de la reaparición del poeta, que, renacido de sus cenizas, se ofrece intermitentemente como portavoz del autor: “Ahora sé que la poesía es la palabra del desplazado, la del desarraigado y la del marginal. Y sé que es en la total renuncia donde es posible tocar el secreto del poema. Ésa y no otra, Lucio, es la dádiva que me ha otorgado el exilio” (p.123).

No insistamos en la dificultad que habría de calcular el peso exacto de tales palabras, y cómo la apuesta por la denuncia podría sobrecargar de contenido no poético, y por tanto interesado, el envite del poeta. Limitémonos a señalar que aquí la figura de Ovidio, visto desde la óptica de la “condición humana”, tomada como la entendieron los contemporáneos de Malraux, refleja con claridad los conflictos con la escritura, la lengua, la libertad, incluso la dictadura, tal como nos ha sido dado conocerlos desde el Romanticismo, o aun la Ilustración, sus dos más inmediatos antecedentes. Y por eso no está de más recordar que la rabia y el furor del destierro generan en el exiliado, según Montoya, un resentimiento proporcional a su sumisión, pero también, por otro lado, cabría añadir, lo exponen a la crítica, cuando entran en juego no tanto los sentimientos y las filosofías como las convicciones. Conocido es el reproche que Voltaire dedicó a Ovidio por las alabanzas que de Augusto este vertió en sus libros más quejumbrosos, deseándole públicamente la inmortalidad mientras en el fondo de su corazón soñaba con que otro Bruto librara a Roma del déspota.

El hecho de que Ovidio haya llegado hasta nosotros como el sobreviviente de una doble marejada, la de su propia vejez agónica, y la del juicio no siempre favorable de la posteridad, hace de él, sin embargo, una figura más interesante y acaso conmovedora. El que escritores y poetas hayan querido volver a él, para recrearlo mas no para justificarlo, se debe sin duda a que posee esa dimisión agónica que hace falta a tantos héroes celebrados por la literatura, y que es polvo de oro para cierto tipo de narradores capaces de detectarlo. Por eso el lector actual hace bien en quedarse con los homenajes de Horia, Ransmayr y hoy el autor de Lejos de Roma. Ya que el Ovidio aquí coleante puede presentarse como moderno precisamente porque pertenece a la era en la que ya se puede reivindicar lo que uno de sus fundadores, Baudelaire, llamó derecho a contradecirse. Y no solo eso; derecho a contradecirse y derecho a la ambivalencia que, bajo la lente psicoanalítica, admiten lecturas plurivalentes. Porque el siglo xxi, derivado del xx —el siglo de Proust, Freud y Kafka—, debía llevar a un Ovidio menos drástico, el propio de la novela psicológica y existencial, donde los hombres viven exiliados en sí mismos o bien en una extraterritorialidad en la que deben luchar contra la desesperanza de los renegados.

El sentimiento literario de la desesperanza llega oficialmente en el siglo xx a la literatura colombiana de la mano de un poeta, Álvaro Mutis, que es un muy digno antecedente de los mundos del exilio, en los que se va en busca de lo ignoto para encontrar lo nuevo. Nuevos fueron en Colombia los hospitales de ultramar, territorios de la desesperanza como pocos, que incorporaron a la literatura del país una patria metafísica no estigmatizada por la promesa envenenada del realismo mágico, y que palpitó con un hálito de frescura mientras el propio poeta desdoblado en novelista no la convirtió en territorio de las andanzas de un protagonista abocado, en vez de a la plenitud del inacabamiento, como debiera haber sido, al agotamiento metafísico de un obligado final. Tal como aparece anunciado ese continente nuevo en “La desesperanza”, y precedido por un epígrafe de la Condición humana de Malraux, conlleva las premisas de un territorio poético que, entre otras cosas, y no era poco, abolía discontinuidades entre Hispanoamérica y Europa. Con el aliciente de una trastienda literaria que no se avergonzaba de la intertextualidad —antes bien, se enorgullecía de ella—, ni mucho menos de las epifanías poéticas que anclaban en lo poético un descubrimiento, cuya nobleza, a la larga, la novela y el éxito de público contribuyeron a desgastar.

Algo en el taller literario del autor de Lejos de Roma le ha dictado, casi preventivamente, el revulsivo de la brevedad. Y al mismo tiempo, en una época transida de novelas maratónicas, y sin trastienda literaria, la virtud de una cierta autotransparencia, que sería esa cualidad por la que ciertas obras literarias son capaces de remitir a sí mismas antes que a la propia realidad. En otras palabras, una capacidad de dejar a la vista ciertas pautas creativas (de incluir en la obra al propio autor en el momento de escribir o dejarla sembrada de secretas epifanías), cualidad que solo se adquiere en el trato continuado con la literatura en el taller literario, que es ese lugar donde un escritor se reconoce como tal, y no como sociólogo o periodista, por ejemplo. ¿Pues habría que reivindicar aún, a estas alturas, el derecho (ya que no el deber) a que el escritor posea un maletín propio, de escritor, antes que de periodista, cuando nadie se asombra de que el médico lleve un maletín propio, y no de boticario o dentista, pongamos por caso?

Debemos alegrarnos por eso de que Lejos de Roma contenga una bella epifanía, que nos llega con toda su fuerza gracias a que el Ovidio de Montoya (2016) narra en primera persona y en presente (igual que Horia y en buena medida el propio Ovidio), como si quisiera mantenerse en los predios del guion cinematográfico, lo que le permite obviar el socorrido recurso al diario. Gracias a esa epifanía vemos al poeta extasiado ante los cangrejos de una playa de Tomos:

Tengo una incómoda revelación, pues me avergüenza el no haber reparado antes en lo que forjan los cangrejos desde hace miles de años. Horadan la arena con sus pinzas y luego depositan montoncitos aquí y allá. Ejecutan esa actividad, obsesivos y minuciosos, y dejan sobre la vasta tablilla de la playa una geografía de signos […]. Puede ser verdad, como dice el naturalista filósofo, que los cangrejos huyan de la inmortalidad dibujando guras en la arena. Pero ¿qué guras hacen?, me pregunto. Las examino durante horas (p. 59).

Finalmente, Ovidio (y el autor colombiano que habita en él como un cangrejo ermitaño) entiende que el movimiento que lo atrapa es envolvente, y la escritura de los cangrejos, como el Aleph de Borges, lo contiene todo, incluido el propio hombre que mira:

Y hallo un círculo, una línea, una espiral. Y luego una torre, un laberinto, una columna. Y enseguida veo una hidra, un navío y una espada. Y más allá un velo, una mano y otra mano. Y después una playa despejada, un hombre que observa, cangrejos que corren y se detienen para continuar corriendo (p. 60).

Notes

* Cómo citar esta reseña: Cano Gaviria, R. (2017). Reseña del libro Lejos de Roma, de P. Montoya Campuzano. Estudios de Literatura Colombiana 41, pp. 215-219. DOI: 10.17533/udea.elc.n41a17