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En tiempos de atribulación social y moral*

In times of social and moral attribulation

 

Entrar en el siglo xx es penetrar en “el corazón de las tinieblas” (Czeslaw Milosz, 1990, p. 249).

El hombre es “un ser extraordinariamente apasionado, más cruel y más perverso que otros animales” (Freud, 1988, p. 115).

En una pieza de teatro de Henrik Ibsen titulada Un enemigo del pueblo, escrita en 1882, el dramaturgo noruego pone en escena una historia cotidiana pero sugerente en la que revela lo que hasta entonces había pasado siempre. Y, podemos decir, continúa pasando, mucho más ahora en tiempos de la globalización en los que una pequeña comunidad de poderosos de las grandes urbes actúa de igual manera: con avidez, afán de lucro individual o grupal, menosprecio por el bien colectivo, comportamiento amoral para el que no hay sanción ni por parte de la ley ni de las instituciones, y cuando alguien osa denunciarlos, utilizan todas las artimañas para eludir las mismas leyes ambiguas que los de su grupo, o los que se han servido de sus influencias, han creado para que nunca se apliquen o simplemente para que los beneficie.

Razón tiene Cioran (1992) cuando afirma al respecto:

un César está más cerca de un alcalde de pueblo que de un espíritu soberanamente lúcido pero desprovisto del instinto de dominio. Lo importante es mandar [...]. Ya tengáis en vuestras manos un imperio, una tribu, una familia o un criado, desplegáis vuestro talento de tirano, glorioso o caricaturesco: todo un mundo o una sola persona a vuestras órdenes. Así se establece la serie de calamidades que provienen de la necesidad de primar (p. 103).

La historia de Un enemigo del pueblo ocurre en un balneario al que llegan turistas de los pueblos vecinos; este es muy reputado por sus aguas y por los beneficios que reporta a los pudientes del pueblo, incluido el alcalde, que son quienes controlan todo a través de una junta municipal. Los tubos de conducción de las aguas fueron instalados cerca de una zona de antiguos desechos de un molino que había cerrado y que, por lo mismo, no era el lugar adecuado para nutrir al balneario, a pesar de las advertencias del único médico del lugar, el doctor Thomas Stockmann, quien además había sugerido que la toma se hiciera arriba en la montaña. Todo prosperaba, y tanto los burgueses como el alcalde estaban felices, hasta el momento en que aquel comenzó a constatar entre la población brotes de enfermedades de la piel, respiratorias, entre otras, debido a la contaminación de las tuberías del balneario. Ante tal evidencia, el médico notifica de inmediato al alcalde, quien de hecho es su hermano, y a algunos miembros prestantes del pueblo, pero ninguno admite que sea cierto; por el contrario, comienzan a organizarse para difamar al médico entre la gente del pueblo que no tiene ninguna formación.

El Dr. Stockmann, luego de haber hecho todos los exámenes de laboratorio y comprobado lo que temía, escribe un memorando para denunciar los graves riesgos que el balneario implica para la salud pública, y desea divulgarlo en el único periódico del poblado, La Voz del Pueblo, el cual inicialmente acoge su idea, al igual que un pequeño grupo que está dispuesto a apoyarlo. No obstante, como esta información pone en riesgo los puestos e intereses del ambicioso alcalde y los miembros de la junta por no haber tomado acciones para remediar el asunto, deciden intervenir ante el dueño del periódico y de otros miembros prestantes para que no se publiquen los estudios realizados. Poco a poco van convenciendo a la mayoría con mentiras, incluso a quienes antes estaban a favor del Dr. Stockmann. Desesperado, convoca al pueblo —única voz válida y representativa para él— a una reunión para denunciar lo que está pasando, pero los burgueses se adelantan y llenan la sala con sus propios copartidarios. Como era de esperarse, terminan por condenar al médico como “un enemigo del pueblo” por poner en entredicho los beneficios del balneario. Finalmente, toda su familia es estigmatizada por un grupo de personas que está convencido de lo que dicen la junta y el alcalde —la supuesta “verdadera autoridad” en la que creen sentirse representados y en la que han delegado su conciencia con tal de no pensar por sí mismos—. Otro grupo no defiende la causa del doctor, a sabiendas de que tiene razón, por temor de aquellos poderosos y porque no quieren verse señalados como traidores del supuesto bienestar del pueblo. Es así como sus pacientes ya no quieren visitarlo y el médico pierde su puesto. Su hija, que trabaja como maestra, es despedida, sus hijos pequeños son expulsados del colegio y toda la familia es desalojada de la casa alquilada que habitaban. Ante tales dificultades, el médico desea abandonar el pueblo para irse a vivir a América, pero antes decide enfrentar a la junta y al público que no quiere escucharlo.

Cuando se inicia la reunión, la junta impone un moderador para que controle todo. Como primera medida, este hace aprobar por unanimidad, salvo el Dr. Stockmann, que no se hable del asunto del balneario. Ante esta situación, el médico, heredero de la Ilustración, comienza a hacer una defensa del derecho de una minoría a pensar de modo diferente, a razonar de manera autónoma sin que deba someterse al statu quo y a lo que digan los poderosos de siempre —alcaldes, ricos, curas—, sobre todo cuando van en contravía del bien común y de la salud pública. A pesar del rechazo de los asistentes a las ideas del doctor, este poco a poco va demostrando que la mayoría de quienes allí vociferan no quieren saber la verdad sobre lo que está pasando con el balneario; son áulicos de una minoría que los manipula o han sido comprados de antemano para que aúllen en manada, pero en algún punto, cree el médico, la verdad tendrá que salir a flote y los afectados serán todos, mas ya será tarde para remediar el mal necesario: cierre temporal del balneario y construcción de una nueva tubería en lo alto de la montaña, cosas que la junta se niega a hacer con tal de seguir lucrándose en detrimento de la salud de los bañistas.

A la gente le es más fácil creer en mentiras maquilladas de verdad porque tocan sus afectos, su sensibilidad y sus prejuicios, que en la verdad, porque casi siempre esta resulta dolorosa y exige cambios de actitud, de mentalidad y decisión para actuar. Pero como bien lo va mostrando el médico en su discurso, poco o nada vale la razón cuando los corruptos, como el diablo, han comprado la conciencia de los que no quieren o pueden pensar motu proprio. Las mayorías están satisfechas en su “estado de pupilo”, como diría Kant;1 viven por inercia, dejando que otros piensen y actúen por ellos.

Parodiando la idea expuesta por Ibsen, casi que podría decirse, sin ambigüedad alguna, que Colombia como país ha estado sometido a un tal statu quo institucional que nunca, salvo excepcionales y muy cortos periodos, ha podido tener a la mano su destino. Han sido otros, siempre ajenos al bien común, los que han impuesto su dictamen. Ya muy temprano Camilo Torres, en vísperas de la Independencia, denunciaba en su Memorial de Agravios (1809) lo que los habitantes de este territorio habían padecido durante más de tres siglos coloniales y anunciaba, con una gran clarividencia, lo que padecerían en adelante si no se liberaban de las cadenas que los ataban, es decir, la burocracia atávica, la corrupción y ceguera de sus gobernantes, la falta de visión a futuro de buena parte de sus supuestos dirigentes; males de los que no se han liberado en cinco siglos: por el contrario, se han acentuado. Ante esta tajante realidad, las palabras del médico del balneario se imponen de manera inequívoca: “he descubierto que la base de nuestra vida moral está completamente podrida, que la base de nuestra sociedad está corrompida por la mentira” (Ibsen, 1976, p. 339). Las palabras de Camilo Torres (1809), hace más de doscientos años, son aleccionadoras al respecto: “¡Bárbara crueldad del despotismo, enemigo de Dios, i de los hombres, i que solo aspira á tener á estos, como manadas de siervos viles, destinados á satisfacer su orgullo, sus caprichos, su ambicion, i sus pasiones!” (p. 16). Y más adelante agrega:

¿Hasta cuándo se nos querrá tener como manadas de ovejas al arbitrio de mercenarios, que en la lejanía del pastor, pueden volverse lobos? ¿No se oirán jamás las quejas del pueblo? ¿No se le dará gusto en nada? ¿No tendrá el menor influjo en el gobierno, para que así lo devoren impunemente sus sátrapas, como tal vez ha sucedido hasta aquí? Si la presente catástrofe, no nos hace prudentes i cautos ¿cuándo lo seremos? ¿cuando el mal no tenga remedio? ¿cuando los pueblos cansados de opresión, no quieran sufrir el yugo? (p. 34).

Este destino manifiesto de Camilo, por lo infausto de lo que augura, lo hemos visto durante todo el siglo xix con sus muchas guerras, casi todas auspiciadas por la Iglesia y sus poderosos burgueses acólitos blancos. A este tiempo funesto le siguen cuarenta y cinco años de hegemonía eclesio-conservadora y vida cuasimonacal (1886-1930) cuando se impuso una sola manera de pensar y actuar. Luego vienen tiempos peores en que los conservadores y la Iglesia pierden el poder en 1930 y no pueden aceptar tal destino histórico y, para recuperarlo, comienzan a socavar la institucionalidad por todos los medios, aun los más extremos y fundamentalistas. Es la época de la peor violencia bipartidista de toda la historia del país, durante los gobiernos conservadores de Ospina Pérez y Laureano Gómez (1946-1953), y del mayor número de muertes violentas por causas partidistas, bienes perdidos y robados, éxodo masivo de campesinos, al punto de hacer afirmar al historiador inglés E. J. Hobsbawm (1995) que ese periodo “constituye probablemente la mayor movilización armada de campesinos (ya sea como guerrilleros, bandoleros o grupos de autodefensa) en la historia reciente del hemisferio occidental” (p. 264). Y así durante el resto de siglo xx —y el siglo xxi no se anuncia mejor—, con la presencia y actuación de los más diversos y disímiles generadores de violencia: guerrillas de distintas corrientes ideológicas de izquierda, narcotraficantes, paramilitares de extrema derecha, sicariato, delincuencia común al servicio de los anteriores, y el peor de todos los males, la corrupción de buena parte de la casta política y dirigente que, gracias a su aberrante e inescrupuloso comportamiento, ha nutrido y sigue cebando material e ideológicamente a esos actores violentos.2 Aquí valdría de nuevo la idea del Dr. Stockman: de nada sirve la razón cuando los corruptos imponen su ley; por eso tanto en aquel pequeño pueblo noruego como en Colombia “¡toda nuestra vida social se funda en una mentira!”, porque los que detentan el poder trafican “con inmundicias y podredumbre”; y en ese caso, como bien lo expresa la mujer del médico, “¿de qué te sirve la razón si no tienes el poder?” (Ibsen, 1976, pp. 302-303).

Toda nuestra historia ha sido un tiempo hegemónico lastrado por las mentiras de las castas en el poder o detrás de él (mafias de toda índole, incluyendo la de las sectas religiosas —porque así se comportan— que han sido uno de los peores enemigos del pueblo) que han utilizado todos los medios, y lo siguen haciendo hoy con ingentes recursos, para ocultar verdades de a puño, y para que de esa manera no pueda haber justicia y equidad social, la paz y el progreso necesarios que las mayorías silenciadas tanto merecen. En Colombia, las instituciones del Estado han operado siempre a medias —cuando han funcionado—, y hoy están colapsando sin que los responsables de tal disfuncionamiento escuchen esas voces minoritarias que claman en el desierto, como la del médico de Ibsen. Incluso, no pocas de estas voces han sacrificado su vida por esas verdades; otros han sido señalados, muchos perseguidos y declarados “enemigos del pueblo” por esas castas poderosas.

El peligro de esa dirigencia minoritaria, de esas “fuerzas vivas”, como las llama el médico, y de esos “temibles enemigos de la razón y de la libertad” (Ibsen, 1976, p. 341), no radica en que ellos sean capaces de actuar por sí mismos —tiran la piedra y esconden la mano—, sino en que se apoyan en las mayorías silenciadas, y las arrastran por unos mendrugos de pan para que se alíen a su causa, esa misma que las lleva a la ruina social y moral. Por eso, remata el Dr. Stockmann, “esa es la razón por la cual las enfermedades morales acaban con el pueblo” (p. 343).

En tiempos de tanta ignominia moral, gracias a esas castas de rostros precisos, la literatura colombiana le sigue los pasos a ese tiempo sombrío para dar cuenta de la gangrena que se ha instalado y fosilizado en el cuerpo colombiano sin que nada ni nadie logre erradicarla, y ha estado presente con una postura aguda y crítica. Desde mediados del siglo xx, nuestra literatura ha dado cuenta de ese desbarajuste moral a través de centenares de novelas sobre La Violencia partidista, seguidas de aquellas que abordan la violencia política-guerrillera; luego, de las del narcotráfico, el paramilitarismo y el sicariato, que recrean el presente, incluidas las de los muchos testimonios de quienes han sido secuestrados, bien sea por las guerrillas o por los paramilitares. Estos dos grupos terminan confundiéndose ideológicamente porque ambos utilizan el medio más violento y degradante de la condición humana para imponer su aberrante causa; la supuesta ideología que pretextan para secuestrar termina codeándose con el lodo. La literatura colombiana de las últimas siete décadas ha enfrentado y buscado desnudar ese ambiente disolutivo y el desquiciamiento institucional con las únicas armas que posee: las palabras, que a veces sirven de bálsamo y otras de catarsis ante tantos miedos que acorralan y petrifican a la sociedad.

Durante este tiempo aciago, los escritores han permanecido de pie y vigilantes, y siguen estándolo para tratar de dar cuenta de tal estado de desintegración social y moral que sociólogos e historiadores aún no logran elucidar. Tiene demasiadas aristas la conducta de los colombianos, producto sin duda de una suma de factores diversos y contradictorios que intervienen en un momento dado y luego mutan para generar nuevas e impredecibles condiciones. Pero es claro que ante tales circunstancias unos ojos avizores surgen como conciencia moral para evitar que ese tiempo de la historia quede en total impunidad; por lo menos no para la literatura, que busca hacer justicia, al menos la justicia poética que impida el olvido, pues, como diría Holderlin: “la palabra poética es la interpretación de la voz del pueblo” (citado por Saña, 2016, p. 123).

Tal vez desde la ficción quien mejor resume la peste bubónica con la que hemos aprendido a sobrevivir es un personaje de Historia secreta de Costaguana (2007), de Juan Gabriel Vásquez, cuando sostiene, con una cara de palo, que los hechos más importantes de la historia política colombiana no son el nacimiento del Libertador ni la declaración de Independencia ni una catástrofe a escala individual como la que generó el rey Enrique VIII al casarse con Ana Bolena ni todos esos personajes y hechos supuestamente heroicos de los que están llenos los manuales escolares. No, el hecho que determina el destino de un país de “filólogos, gramáticos y dictadores sanguinarios” (Vásquez, 2007, p. 91) se da en un momento vago del siglo xix cuando nacen dos bebés machos envueltos en vómitos y diarreas llamados liberales y conservadores. “Estos niños crecieron y se reprodujeron en un clima de constante rivalidad, y las generaciones de adversarios se sucedieron con la energía de conejos y la obstinación de las cucarachas” (p. 91).3

De esa manera, la violencia ha sido un fardo y legado atrofiado de parte de aquellos que, siendo responsables del destino del país, en vez de tejer una historia de la cual sentirse dignos, la han vuelto pedazos y fisurado cada que tienen la ocasión, ya que no conviene a sus intereses, como se ha visto en tantos momentos cruciales.4 Razón tiene Vásquez cuando confiesa: “los colombianos heredamos los crímenes y las violencias que han sucedido antes de nuestra vida” (Cruz, 2015). Y esos padres energúmenos que nos dejaron tal legado son, como diría el médico Stockmann, “los peores enemigos de los hombres libres”; además, “los programas de sus partidos [...] abortan toda verdad capaz de vivir”,5 y la manera como ellos “interpretan” lo que les conviene “está fuera de toda moral y de toda justicia”, lo que “acabará por hacer la vida completamente insoportable” (Ibsen, 1976, p. 376). Esos mutiladores de la verdad y la justicia social emplean la mayor parte de sus vigilias a “despedazar con el pensamiento a [sus] enemigos, en arrancarles los ojos y las entrañas [...], dejándoles únicamente, por lástima, el placer de su esqueleto. Hecha esta concesión”, se tranquilizan y caen en el sueño para recomenzar al día siguiente y “emprender una tarea que descorazonaría a un Hércules carnicero. Decididamente tener enemigos no es una sinecura” (Cioran, 1992, p. 181). Ante tal derrumbe moral, cabe aquí la pregunta que se hace Holderlin en su poema elegiaco “Pan y vino”: “¿Para qué poetas en estos tiempos de miseria?” (1977, p. 313).

Referencias bibliográficas

1 

Cioran, E. M. (1992). Odisea del rencor. Escritos escogidos. Medellín: Holderlin.

2 

Cruz Hoyos, S. (8 nov, 2015). La forma de las ruinas, el exorcismo de una vieja obsesión (entrevista con Juan Gabriel Vásquez). El País. Disponible en https://goo.gl/tHC9sg [08.09.2017].

3 

Freud, S. (1988). El malestar en la cultura. Bogotá: Alianza.

4 

Hobsbawm, E. J. (1983). La anatomía de “La violencia” en Colombia. En Rebeldes primitivos (pp. 263-273). Barcelona: Ariel.

5 

Holderlin, F. (1977). Pan y vino. En Poesía completa. Edición bilingüe (pp. 313-323). Barcelona: Ediciones 29.

6 

Ibsen, H. (1976). Un enemigo del pueblo. En Teatro escogido (pp. 253-378). Madrid: Aguilar.

7 

Kant, I. (2000). Filosofía de la Historia. México: Fondo de Cultura Económica.

8 

Miłosz, C. (1990). De la Baltique au Pacifique. Paris: Fayard.

9 

Muñoz Castro, C. S. (8 oct, 2017). A la justicia le ha faltado valor para investigar a Uribe: Rubén Darío Pinilla. El Espectador. Disponible en https://goo.gl/xZvskA[09.10.2017].

10 

Saña, H. (2016). La filosofía de Heidegger Un nuevo oscurantismo. Madrid: Verbum.

11 

Torres, C. (1809). Memorial de agravios. Edición facsímil disponible en https://goo.gl/UeGN3N [08.10.2017].

12 

Vásquez, J. G. (2007). La historia secreta de Costaguana. Bogotá: Alfaguara.

13 

Vásquez, J. G. (2015). La forma de las ruinas. Bogotá: Alfaguara .

14 

Vásquez, J. G. (26 August, 2016). Peace has been reached in Colombia. Amid the relief is apprehension. The Guardian. Disponible en https://goo.gl/58VPyW[07.10.2017].

15 

Vásquez, J. G. (8 oct, 2016a). Mentiras. EL Espectador. Disponible en https://goo.gl/DA62C4[10.10.2017]

Notes

* Cómo citar esta entrevista: Escobar Mesa, A. (2018). En tiempos de atribulación social y moral. Estudios de Literatura Colombiana 42, pp. 177-185. DOI: 10.17533/udea.elc. n42a10

1 En su libro Filosofía de la historia ([1784] 2000), Kant es aleccionador al respecto: “La pereza y la cobardía son causa de que una gran parte de los hombres continúe a gusto en su estado de pupilo, a pesar de que hace tiempo la Naturaleza los liberó de ajena tutela (naturaliter majorennes); también lo son de que se haga tan fácil para otros erigirse en tutores. ¡Es tan cómodo no estar emancipado! Tengo a mi disposición un libro que me presta su inteligencia, un cura de almas que me ofrece su conciencia, un médico que me prescribe las dietas, etc., etc., así que no necesito molestarme. Si puedo pagar no me hace falta pensar: ya habrá otros que tomen a su cargo, en mi nombre, tan fastidiosa tarea” (p. 25).

2 Así lo confirma en el momento presente el exmagistrado del Tribunal Superior de Medellín, Rubén Pinilla, quien sostiene que aunque la justicia ha avanzado para castigar “el desplazamiento, la desaparición forzada, el reclutamiento de menores y otras graves violaciones con que habíamos convivido largamente en silencio”, aún siguen operando con toda impunidad muchos grupos paramilitares con el apoyo de grupos de poder y en el poder. Agrega con decidida convicción y conocimiento de causa: “los miembros de la Fuerza Pública e industriales, comerciantes, ganaderos y empresarios que promovieron, organizaron y financiaron estos grupos todavía no han sido investigados”, al igual que el expresidente Álvaro Uribe, del que hay “graves evidencias que lo vinculaban con los grupos paramilitares”, sin que haya habido “la voluntad, la determinación y el valor para hacerlo” (citado por Muñoz, 2017).

3 Una confirmación de una minoría inescrupulosa que ha manejado el país e impuesto su ley a su manera en distintos momentos puede observarse en otras dos novelas de Vásquez, Las reputaciones (2013) y, sobre todo, La forma de las ruinas (2015), sobre las vidas y asesinatos alevosos de dos líderes liberales populares: Rafael Uribe Uribe y Jorge Eliécer Gaitán, el uno en 1914 y el otro el 9 de abril de 1948.

4 Uno de ellos, y más reciente, es el referendo por la paz en 2016, en que los áulicos del No carecieron de la capacidad para distinguir la verdad sepultada por múltiples capas de mentiras, odios viscerales y miedo a esas mismas verdades. Véase al respecto Vásquez (2016, 2016a).

5 De estos afirma Cioran: “Mientras más grande es su impaciencia, mejor deben disfrazarla, y cuando no lo consiguen y explotan, inútil y estúpidamente caen en el ridículo, al igual que aquellos que ha acumulado demasiada bilis y silencio, y pierden en el momento decisivo toda su contención ante sus enemigos y se muestran indignos de ellos. Su fracaso hará crecer aún más su rencor, y cada experiencia, por insignificante que sea, equivaldrá a un nuevo suplemento de hiel” (1992, pp. 184-185).