Se trata de identificar y de analizar los rituales, las poses autoriales, los juegos de roles y de espejos: todos los elementos escenográficos de la comedia de las letras. Alain Vaillant (En Zapata, p. 108)
Dividido en cinco partes, La invención del autor es una antología de los textos más representativos y actuales provenientes, en su mayoría, del mundo francófono, acerca de los nuevos enfoques teóricos y críticos para abordar la figura del autor. Haciendo un recorrido desde la teoría de la figura autorial y pasando por sus aspectos y problemas histórico-literarios para concluir con casos de análisis de la trayectoria socio-literaria de algunos escritores, el libro pone en relación varios estudiosos de universidades de Suiza, Bélgica, Francia, Canadá, Israel, Estados Unidos y Colombia. Cabe aclarar que la parte final del libro presenta cuatro capítulos acerca de autores de este país, circunstancia más que acertada en aras de poner en diálogo discursos teóricos y críticos que, aunque no tuvieron origen en el mundo hispanoamericano, permiten desentrañar problemáticas producidas en este contexto.
En este punto, es clara la intención de Juan Zapata: introducir en el ámbito hispanoamericano, más específicamente en el colombiano, una actualización en torno a las discusiones sobre la figura autorial, aspecto que tanto en el marco de las teorías estructuralistas o “posmodernas” como de las “sociológicas” ha sido objeto de críticas y, sobre todo, de malinterpretaciones que han impedido dimensionar sus posibilidades de análisis dentro de las investigaciones literarias de las últimas décadas.
A 46 años de la publicación del texto de Roland Barthes, todavía encontramos una tendencia en los estudios literarios actuales que insiste en lo que, en 1968, el teórico francés denominó La muerte del autor. La frase de Barthes se ha usado para justificar que los estudios literarios no deben pretender “descifrar” el texto literario a partir de relaciones biográficas, sociológicas, históricas o psicológicas, sino tratar de “desenredar”, sin pretender agotarlos, los sentidos de la escritura. Igual ha sucedido con el ya famoso texto de Foucault, ¿Qué es un autor? (1969), que Zapata elige para abrir el libro. Sin embargo, lo que realmente describen Barthes y Foucault es un proceso histórico que empieza a ser evidente en el campo literario francés de la segunda mitad del siglo XIX y que se prolonga hasta mediados del XX: la lucha de los escritores contra la estética realista en la obra y contra el biografismo en la crítica literaria. Ambos teóricos evidencian, pues, un proceso literario que se inscribe dentro de unas coordenadas temporales y espaciales precisas.
Con Foucault hablamos, además, de una “función autor” que ya no solo apunta a analizar el sujeto de la enunciación en la escritura literaria, sino los efectos de esa escritura en la sociedad y en el circuito cultural del que hace parte (p. 44). De esta manera hace énfasis en los elementos que deben tenerse en cuenta en el análisis de fenómenos literarios respecto a la figura autorial (sistema jurídico, género discursivo, responsabilidad enunciativa), partiendo del hecho de que “los discursos ‘literarios’ ya solo pueden recibirse dotados de la función autor [...]. No soportamos el anonimato literario; solo lo aceptamos en calidad de enigma” (p. 41). La “función autor”, entonces, es una condición de la recepción literaria, de las prácticas de lectura y, por ende, de la consagración e institucionalización literarias. No todos los escritores llegan a convertirse en “autores” y no todos los textos que se publican llegan a ser considerados como “obras”. Estudiar la obra “en sí misma”, tal como pretenden algunos críticos literarios, es insuficiente (p. 37), porque deja de lado el sistema en el que esta se crea, se publica y se pone en circulación dentro de una sociedad y de una cultura determinadas, y porque invisibiliza la cuestión acerca de cómo esa “obra” llegó a ser considerada como tal y al enunciador como su “autor”.
Complementario a lo anterior, estudios más recientes han demostrado que “la imagen de autor que se produce fuera del texto interviene directamente en la comunicación literaria”, tal como lo enuncia Ruth Amossy en su capítulo “La doble naturaleza de la imagen de autor” (p. 69). Todo parece indicar que los lectores seguimos dependiendo de una “imagen de autor” para recrear el mundo que nos propone la obra literaria, según se infiere también de las reflexiones que hace Jérome Meizoz en su capítulo “Aquello que le hacemos decir al silencio: postura, ethos, imagen de autor” (p. 91). A la par del proceso de lectura, el lector va configurando la figura autorial, pero en ella también intervienen las referencias “reales” que tenga del escritor responsable de la obra; esta situación se presenta porque, aún en contra de su vocación de autonomía, el escritor se ve impelido a desplegar lo que Dominique Maingueneau, en su capítulo “Autor e imagen de autor en el análisis del discurso”, denomina la “escena discursiva”, una puesta en acción de estrategias que le permiten “administrar” su carrera (p. 51), “gestionar” sus discursos y conductas literarias públicas (Meizoz, p. 86), para asegurar un lugar dentro del campo literario. Sin embargo, esta imagen construida por el autor “debe ser reconocida por las instancias de difusión y de legitimación” (Zapata, p. 72) y es en esta relación entre autor, lectores y agentes de legitimación literaria que se juega la posición finalmente ocupada por el autor en la vida literaria.
El libro ofrece, así, herramientas teóricas y metodológicas para emprender el análisis de esa figura autorial, tanto desde el punto de vista discursivo, como desde la perspectiva del análisis de las condiciones materiales de producción, circulación y recepción de lo literario. En este sentido, resulta particularmente interesante la segunda, tercera y cuarta partes del libro. Si la primera parte presenta todo el arsenal teórico-metodológico sobre la figura autorial, en los apartados mencionados se analizan diversos aspectos historiográficos de esta figura dentro de la tradición literaria francesa, que contribuyen a releer o a replantear problemas histórico-literarios de las tradiciones colombiana y latinoamericana.
Así, tal como lo expone Sylvie Ducas en su capítulo “Ethos y fábula autorial en las autoficciones contemporáneas o cómo el escritor se inventa a sí mismo”, la emergencia de la industria y el afianzamiento del mercado editoriales se dio en Francia en el siglo XIX y llevó a una crisis del autor, ante la que los escritores reaccionaron con la “neutralidad” de la escritura (pp. 201-202), planteada por Mallarmé, Valéry y Proust, seguida luego por los vanguardistas de principios del siglo XX y más adelante por la nouveau roman. En Colombia, ese mercado editorial apenas logra despegar (de forma consistente) en la década de 1940 y afianzarse en la de 1960; asimismo, tanto nuestro modernismo, como nuestras vanguardias tienen unas características singulares y la nouveau roman no tuvo eco entre nuestros escritores o, al menos, no enfáticamente hasta la década de 1960. Estas circunstancias llevan a preguntarnos, por ejemplo, acerca de las características que rodean la emergencia de esa “neutralidad” de la escritura en nuestra tradición literaria.
Lo mismo sucede con los capítulos de Alain Vaillant (“Entre persona y personaje: el dilema del autor moderno”), Pascal Durand (“Hombre de letras, escritor, autor. Declinación de una función simbólica”), Pascal Brissette (“Poeta desdichado, poeta maldito, maldición literaria. Hipótesis de investigación sobre el origen de un mito”) y Nathalie Heinich (“La bohemia en tres dimensiones: artista real, artista imaginario, artista simbólico”). Estos cuatro capítulos llevan al lector por un recorrido histórico-crítico que desvela las relaciones entre la figura autorial y la modernidad, así como los cambios en el “juego literario” que estas relaciones producen: la desaparición paulatina de una forma de redes elitistas letradas y la emergencia de circuitos comerciales, de la industria literaria; el nacimiento de mitos como el “poeta maldito” y las lógicas particulares de la bohemia. Todos estos elementos nos permiten volver sobre fenómenos de nuestras propias historias literarias.
Cuatro autores colombianos son objeto de análisis en la última parte del libro: José Asunción Silva, Jorge Gaitán Durán, Fernando Vallejo y Efraim Medina Reyes. Valiosos y sugestivos resultan, especialmente, los textos de Zapata y de Alejandro Quin, sobre Silva y Medina, respectivamente. Según Zapata, la Colombia de entre siglos evidencia “la ausencia [...] de una estructura institucional capaz de asegurar el proceso de producción y difusión que requiere el escritor para integrarse económicamente e institucionalmente a la sociedad” (p. 228), y es este escenario el que permite comprender la existencia y la trayectoria de una figura autorial como la de Silva. Por su parte, Quin inserta su reflexión sobre Medina Reyes dentro de la discusión abierta por Josefina Ludmer acerca de la era de la “postautonomía”. De manera acertada, Quin plantea que los escritores actuales siguen haciendo referencia a reglas y tensiones propias del campo literario, sin desconocer que las prácticas provenientes de los mass media y de las nuevas tecnologías provocan un “reacomodamiento de fuerzas” (p. 258); es en este marco que se pueden leer las estrategias utilizadas por Medina Reyes: escindir la escritura de la literatura y desplegar su identidad autorial en fórmulas espectacularizadas (pp. 260-265).
No está demás resaltar la labor realizada por Juan Zapata como traductor, compilador y autor de este libro, gracias a quien podemos disfrutar de una edición cuidada, en la que se percibe una unidad estructural y un útil aparato crítico con notas a pie de página que no solo amplían las referencias bibliográficas, sino que también aclaran algunos conceptos o afirmaciones de los autores. Tampoco está demás subrayar la importancia de que una editorial colombiana y universitaria acoja proyectos como este, que fortalecen el mercado editorial colombiano y, sobre todo, la construcción de una verdadera comunidad académica.