La primera pieza teatral colombiana, Laurea crítica, fue escrita en Santafé de Bogotá, capital del Nuevo Reino de Granada, uno de los centros de la administración colonial del Virreinato del Perú por medio de la Real Audiencia de Santafé de Bogotá. José Manuel Rivas Sacconi halló interpolada la obra dentro del manuscrito de un tratado de gramática latina titulado Thesaurus lingue latine explicatio, firmado en 1629 por Fernando Fernández de Valenzuela, en aquel tiempo estudiante del colegio jesuita San Bartolomé. La obra se mantuvo inédita hasta mediados del siglo XX, cuando se estudió y se publicó por primera vez. Desde ese momento se identificó como un entremés (Arrom & Rivas Sacconi, 1959, p. 85), hecho de común aceptación solo cuestionado tangencialmente por Shelly y Rojo (1982, p. 335) cuando refirieron la obra como un “coloquio (para algunos, entremés)”. No obstante, y como precisó luego Bernal (1999, p. 261), el tipo específico al que corresponde es el entremés de figuras.
La similitud de la pieza con otras españolas dio para sospechar a su primer observador que esta “bien podría tratarse de una simple adaptación o copia” (Rivas Sacconi, 1993, p. 135), pero el estudio de Asensio (1971), que dilucidó el esquema de figuras, permite entender que el argumento de la obra bogotana responde a un formato propio del género, lo que explica que sea afín tanto a las piezas análogas anteriores como a las posteriores.
Don Velialís, personaje que usa un retorcido lenguaje culto, parodia del gongorismo de las Soledades (Camacho, 1978), y que discute su propósito con su acompañante Don Basilio, quiere graduarse de Crítico, aprovechando la llegada de un examinador a la Real Audiencia de Salbarriento, un lugar ficticio que ancla el cronotopo en tierra americana. Antes de su entrevista con el juez, desfilan otras figuras, estereotipos sociales de la época: un Caballero de mentira, un Necio, un Preguntador y un Acatarrado por el tabaquismo. Cada uno expone sin tapujos al examinador sus peores defectos morales, esos que han de darles borla y grado en sus oficios ridículos. En estos discursos, hiperbólicos como la caricatura, se entreteje una comicidad satírica. La aparición y grado de Don Velialís cierra el desfile.
La investigación que aquí se comunica incluyó un rastreo del género entremés en Hispanoamérica durante los periodos de Conquista y Colonia, hasta finalizar el siglo XVIII. La pesquisa tuvo por objetivo hallar otros entremeses americanos de este tipo para revisar, mediante un estudio comparativo, la composición y el estilo de Laurea crítica. El método a seguir fue estudiar el desarrollo, la caracterización y la tipología del género español de entremés; seguidamente analizar la composición de la pieza a la luz de la caracterización, lo que permitió confirmar la categoría de entremés de figuras y de paso despejar la sospecha de Shelly y Rojo (1982), para finalmente indagar la historia del entremés en Hispanoamérica. Contrario a las expectativas, se encontró en Laurea crítica el único entremés de figuras del que se tenga noticia hasta el momento.
Como lo refiere Cotarelo (1911, p. LV), es un “error suponer nacidos al mismo tiempo la cosa y la palabra que la designa”, por lo cual hay que seguir los rastros del significante y del significado hasta el momento de su comunión en el término de entremés. El vocablo se remonta al siglo XIV en España y designaba tanto platos de comida como actos de entretenimiento de diverso tipo, por lo que su sentido original fue el de “intermedio, cosa a intercalar” (Cotarelo, 1911, p. LVI). Mientras tanto, y según lo relata Asensio (1971), el entremés se asomaba a la escena de forma embrionaria: “Nació como simple episodio cómico primeramente incluido, más tarde segregado del cuerpo de la pieza principal, en la que el aplauso del público le hacía tomar proporciones desmesuradas hasta no caber en ella” (p. 36). En esta especie de brote, adquiere su distinción característica
[…] explicable por su situación de contraste y prolongación de la comedia. El contraste le empuja a contemplar el mundo no como el gran teatro de nobles acciones, sino como la selva de instintos en que el fuerte y el astuto triunfan, o como una vasta jaula de locos. La prolongación le anima de un lado a suplementarla mostrando cuadros que desbordan de la comedia, de otro a remedar sus recursos de estilo y versificación, a veces a parodiar sus temas y personajes (p. 36).
Este tipo de representaciones, encaminadas a generar la risa del público, continuó a manera de pasos entre los actos de una obra de mayor envergadura, para equilibrar la solemnidad de las piezas heroicas o morales que volaban sobre la cultura popular con sus moralejas, de modo que “el público toleraba los exaltados vuelos dramáticos, los lances de amor y honor en gracia al descanso heroico en que la musa echaba pie a tierra y se humanizaba en los intermedios” (p. 15). Lo anterior todavía no constituía el entremés, pues con este nombre se designaban diversos entretenimientos, dramáticos y no dramáticos, y los rasgos que finalmente habrían de caracterizarlo se confundían con otros géneros (Cotarelo, 1911, pp. LIV-LXV).
El primer entremés sería el Aucto del repelón (1509), de Juan del Encina, considerado por López Morales como “cédula entremesil” (Buezo & Plaza, 2008, p. 63), cuyo argumento se basa en la burla de unos estudiantes a dos pastores a quienes repelan (cortan el cabello); y también el Entremés (1550) sin título de Sebastián de Horozco, que desarrolla la disputa cómica de un Pregonero, un Villano y un Buñolero con un Fraile, a quien acusan de visitar burdeles y de quedarse con las limosnas, en una pieza que, no obstante de su carácter satírico, repertorio de insultos y alusiones maliciosas, fue escrita para representarse en un convento durante las fiestas navideñas.
A mediados del siglo XVI, el género obtuvo sus rasgos definitorios y ganó el nombre que lleva actualmente, siendo el antecedente más temprano de la estabilización del concepto el prólogo de la Comedia de Sepúlveda de 1547, donde se anuncia la inclusión de “otros muchos entremeses que intervienen por ornamento de la comedia” (Buezo & Plaza, 2008, p. 71). De allí en adelante, el desarrollo del entremés encontró por lo menos cuatro puntos de renovación: Lope de Rueda, Cervantes, Quevedo y Hurtado de Mendoza.
A partir de Asensio (1971, pp. 35-36), la crítica en general acepta a Lope de Rueda (1510-1566) como padre del entremés. Básicamente fueron tres los aportes del dramaturgo sevillano. En primer lugar, urbanizó el entremés, pasando del tema pastoril cercano a la égloga -como en el Auto del repelón-, hacia una descripción de la fauna social en la que consolidó una serie de tipejos o estereotipos marginales: el bobo o simple, el rufián, el lacayo fanfarrón, el alguacil, la gitana y la negra, entre otros, que recuerda a la commedia dell’arte, en donde está claro el influjo del teatro italiano, de acuerdo con Huerta (1985, p. 17). Segundo, la preferencia por la prosa en lugar del verso, que le permitía “remedar las inflexiones del habla, los modismos, y matices de la conversación, explorar así nuevos sectores de la naturaleza humana y de la vida de su tiempo” (Asensio, 1971, p. 42). Tercero, en palabras de Huerta (1985), “consolida el tópico textual básico del teatro breve: la burla, como desencadenante de la acción, en la que básicamente se disciernen unos personajes agentes y otros pacientes” (p. 17).
Luego, en los entremeses de Cervantes (1547-1616), puede notarse el influjo de Rueda, en el aprovechamiento de la serie de tipos sociales, situaciones y aquella “prosa de gran dinamismo, capaz de recoger los modismos y las inflexiones del habla coloquial” (Huerta, 2008, p. 134). También, la nota crítica se destaca, como lo afirma Maestro (2008):
Acaso lo más específico del entremés cervantino sea el sentido crítico que en él adquiere la experiencia cómica. No hay que olvidar que Cervantes es un maestro en la poética del humor. También lo es del pensamiento heterodoxo. La comicidad que adquiere intencionalidad crítica no provoca una risa inocente, sino una sonrisa delatora del bien y del mal. Una sonrisa de fuerte implicación ética (p. 526).
Otra característica del entremés cervantino es además el reemplazo del cierre “a palos”, optando por un final feliz aligerado con música o canto y baile, como ya se perfila en otros entremeses de principios del siglo XVI (Buezo & Plaza, 2008, p. 72).
Seguidamente, de acuerdo con Buezo y Plaza (2008, p. 73), Quevedo (1580-1645) sería “el auténtico renovador de la temática y el estilo de los entremeses en los primeros decenios del siglo XVII” (p. 73), puesto que en su obra se prefiguran las dos tendencias fundamentales del género en su etapa de florecimiento -así llamada por Asensio (1971, pp. 63-97)-: la del entremés de figuras, que cabe en la categoría de entremés representado, y la del entremés cantado.
El esquema de entremés de figuras -categoría a la que responde plenamente Laurea crítica- desarrolla
una procesión de deformidades, de extravagancias morales o intelectuales. Las figuras comparecen ante el satírico o encarnador de la sátira -juez, examinador, médico, casamentero, vendedor de fantásticas mercadurías, o cualquier otra profesión que brinde un pretexto para el constante desfile-, gesticulan un momento, alzan la voz, replican a la ironía o acusación del personaje central que glosa y comenta: luego desaparecen para dejar el puesto a otra nueva figura (Asensio, 1971, pp. 80-81).
Un claro precedente de esta modalidad es la prosa satírica de Quevedo, como las Capitulaciones matrimoniales y vida de la corte, en donde describe, en intento verista, los defectos de una serie de estereotipos de la corte.
El concepto de figura entra en escena durante el Barroco. Sus antecedentes se ubican en el medioevo, cuando era usado para referir a algunos personajes del Antiguo Testamento como prefiguraciones de otros del Nuevo Testamento (Auerbach, citado por Asensio, 1971, pp. 77-78). Luego, el vocablo va introduciéndose en las representaciones dramáticas en denominación de sus personajes, hasta que a inicios del siglo XVII se utiliza en la cultura española para designar numerosos estereotipos sociales ridículos (pp. 77-80). Además, se aprovecha el desfile sistemático de estos tipos sociales estrafalarios como principio estructurante de la nueva modalidad de entremés.
Tanto en la cultura como en el teatro, el empleo de esta designación cobijó una censura de las actitudes de los tipos sociales señalados. En su Vida de la Corte y oficios entretenidos en ella (1631), Quevedo presenta la primera revisión y descripción de los tipos que poblaban la corte, agrupándolos en dos categorías: figuras naturales, caracterizadas por sufrir defectos físicos, y figuras artificiales, caracterizadas por actuaciones inmorales, contra las cuales arremetía. Así pues,
Quevedo no desestima lo que puede haber de ridículo en la configuración exterior de una figura, [pero] su intento se orienta más hacia el comportamiento moral y social manifestado mediante rasgos externos como el atuendo, los ademanes, las acciones, los afeites. La figura muestra a través de signos visibles una apariencia de realidad que induce a engaño (Romanos, 1980, p. 908).
Se tiene por referente inaugural del entremés de figuras a El hospital de los podridos (1617) (Asensio, 1971, p. 85; Madroñal, 2007, p. 251).1 La obra, escrita en prosa, consiste en un desfile y examen de podridos ante el rector de un hospital destinado a tratar esta condición, que en el léxico de la época significa incomodarse desmesuradamente por el modo de ser de las cosas o de los demás. Sin embargo, en el mismo año se publica El ingenioso entremés del examinador Miser Palomo,2 de Antonio Hurtado de Mendoza, el cual marcaría “la divisoria de la prosa vieja y el verso nuevo” (Asensio, 1971, p. 68). El crítico español asocia la superación de la vieja fórmula con la aparición de esta pieza, la cual contó con el suficiente éxito para publicarse de manera suelta -y en varias ediciones-, algo sin precedentes conocidos en la actividad editorial. Cabe anotar que luego de 1620 no se publican más que dos entremeses en prosa de Jerónimo de Salas Barbadillo.3
Sobre la complejidad de este tipo de piezas, interesa subrayar aquí que el entremés de figuras “apenas precisa unidad argumental, ya que su encanto reside en la variedad de tipos caricaturizados y no en la progresión de la fábula” (Asensio, 1971, p. 80). El formato era bastante sencillo y podía aprovecharse una y otra vez con distintos entes ridículos. Asensio (1971) llama a estos entremeses “piezas desdramatizadas” dado “el modo de exposición en que el personaje, en vez de condenarse a la acción, se empeñaba en abogar contra sí mismo, [por lo que] renunciaba a la esencia del drama, el choque de pasiones y acciones” (p. 85).
La otra tendencia del entremés aligeró la sátira por medio de la danza y el canto, corriente de la cual fue representante Quiñones de Benavente, y fue también prefigurada por Quevedo, quien llevó el entremés hacia el baile y la mascarada (Buezo & Plaza, 2008, p. 73).
En cuanto a los periodos estéticos, se distingue entre un entremés primitivo o renacentista y uno barroco. El renacentista se remonta a Juan del Encina y Sebastián de Horozco, escrito en prosa y de temática pastoril cuyo carácter cómico se basa en la burla de un sujeto agente a otro paciente. El barroco, a partir de las primeras décadas del siglo XVII, con exponentes como Hurtado de Mendoza, Salas Barbadillo y Castillo Solórzano, es escrito en verso y enriquecido con otras situaciones cómicas aparte de la chanza tradicional, como el desfile de entes ridículos y la modalidad cantada y de baile.
Respecto a la versificación del entremés barroco, se usaron dos tipos de metro: “el endecasílabo, ya suelto con un pareado al final de cada parlamento, ya en silva con rimas frecuentes; [y] el romance con su capacidad universal de variación estilística” (Asensio, 1971, p. 63). El primero se empleó “para recortar y dar energía al coloquio, sin esclavizarlo a los grillos de la estrofa”, mientras que el segundo, el más cercano en su forma a la prosa y al habla, resultó el “más adecuado a la conversación llana y sin énfasis” (p. 64).
Como base de este rastreo se estudió la completa historiografía de El teatro de Hispanoamérica en la época colonial, de Arrom (1956), no sin dejar de cotejar la información de otros materiales posteriores: la Historia de la literatura hispanoamericana I: época colonial, de Íñigo-Madrigal (1982), la Historia de la literatura hispanoamericana I, de Anderson Imbert (1987) y El teatro en la Hispanoamérica colonial, de Arellano y Rodríguez (2008); esto con el fin de no omitir piezas y hechos de más reciente hallazgo. También se indagó la mención de la pieza en libros y artículos, por si existiese algún dato de nuestro interés que no se incluyera en las historiografías.
Siguiendo a Arrom y Rivas Sacconi (1959, p. 91), Fernández de Valenzuela (1616-1677?) se ubica como el tercer autor en el género del entremés en Hispanoamérica, luego del español Fernán González de Eslava (1534-1601?), cuya obra fue escrita en México, y el dominicano Cristóbal de Llerena (c. 1545-1610). Las piezas entremesiles de los antecesores del bogotano, por su temática y estilo, y en correspondencia con la época, se asocian con la fase renacentista del género. Del primero se conservan dieciséis coloquios, ocho loas, el Entremés entre dos rufianes, también llamado Entremés del ahorcado, y tres entremeses más, intercalados entre los coloquios (Arrom, 1956, p. 65). En la primera pieza, un rufián se finge ahorcado para evitar la venganza de otro rufián a quien abofeteó. El agredido, tras encontrarlo supuestamente muerto, desfoga su ira relatando todo lo que le hubiese hecho sufrir. Las demás piezas entremesiles tienen un propósito moralizante y son mediadas por el didactismo de la alegoría. Por otra parte, el Entremés de Llerena es una sátira social, también desarrollada por medio de la alegoría. El pueblo es representado por un bobo, llamado Cordellate, estereotipo tradicional de estos pasos, y en sus parlamentos se alude a la decadencia de su fortuna, antes próspera y feliz, por causa de autoridades negligentes.
Luego, hasta mediados del siglo XVIII, fecha en la que Arrom (1956, p. 119) da por finalizado el periodo del Barroco en América, hay noticia de pocos entremeses y, entre estos, ninguno es un entremés de figuras. Solo se halla una mención, finalmente errada, sobre un entremés de figuras de origen español, curiosamente traducido al náhuatl, más un par de bailes y un fin de fiesta que se valen de esta clase de desfile carnavalesco.
Del español Juan del Valle y Caviedes (1645-1698), quien vivió casi toda su vida en el Perú, se conoce el Entremés del Amor alcalde. Ante Cupido desfilan cinco presos, que declaran la razón de su suplicio, en una representación alegórica del amor como una cárcel y afín al auto sacramental.
Seguidamente, se ubica al limeño Pedro de Peralta Barnuevo (1664-1743), quien compuso tres loas, un entremés, dos bailes y dos fines de fiesta para ser representados entre su comedia La Rodoguna, escrita hacia 1719 (Arrom, 1956, p. 146). El entremés desarrolla una acción picaresca entre cuatro muchachas con sus galanes: un sacristán, un maestro de leer, un mercachifle y un maestro de danza, con quienes coquetean furtivamente, hasta que llega el padre, indulgente y maravillado del vuelo de sus hijas, y se cierra la pieza con un baile. Pero, en afinidad con la categoría de entremés de figuras, resultan de interés los dos bailes. En uno existe un claro desfile satírico de personajes estereotipados ante un juez, un Amor barquero, que examina a un Amante, un Mercader, un Poeta, un Valiente, una Dama, una Casada y una Viuda. La otra pieza, el Baile de Mercurio Galante, se vale también de un cuadro costumbrista en el que desfilan cinco parejas que son satirizadas por un juez y su alguacil, y donde “quedan esbozados un quiteño simulador, un minero tramposo, un linajudo pobretón de Pisco, un lindo limeño y un madrileño taimado” (Arrom, 1956, p. 148). También uno de los fines de fiesta tiene un parecido en su argumento al de Laurea crítica, pues desarrolla una caricatura del examen de grado que satiriza a los simuladores de sapiencia, y así echa mano de una “profusión de expresiones en latín macarrónico, y de un humorismo corrosivo; todo muy del gusto del público erudito, latinizante y burlón a quien iba enfilada” (p. 150).
Cerrando el periodo del teatro barroco hispanoamericano, se tiene a “el Ciego de la Merced”, como se llamaba a Fray Francisco del Castillo (1716-1770). Su producción se conserva en dos tomos manuscritos y en cada uno reposa un entremés. En uno de ellos, fechado en 1749, se halla el Entremés del Viejo niño. En dicha obra se desarrollan escenas apicaradas entre cuatro personajes: Desperdicio, Pobreza, Vejete y un Arriero; que, no obstante sus nombres, no representan una alegoría. La acción finaliza a palos, como era común en el entremés precervantino. En el otro tomo, sin fecha, se encuentra el Entremés del Justicia y Litigantes. Allí, un juez trata de suspender la ejecución de un preso que mandó a ahorcar, pero se le interponen varios litigantes en su despacho que lo ocupan e impiden anular la orden. Sin embargo, repentinamente aparece el reo huyendo del verdugo con soga en mano, pero luego es indultado y termina la obra en final feliz con cantos (Arrom, 1956, pp. 171-172). En contraste con el estilo de la pieza anterior, el final feliz y cantado de esta última corresponde a la manera postcervantina del entremés.
También se encuentran entremeses en lenguas indígenas. Del presbítero Bartolomé de Alva Ixtlilxóchitl (c. 1597-?) se conoce la adaptación al náhuatl de cuatro piezas españolas: El gran teatro del mundo, de Calderón; La madre de la mejor, de Lope de Vega; El animal profeta y dichoso parricida san Julián, de Antonio Mira de Amescua, pero erróneamente atribuida en principio al mismo Lope, y un entremés, de autor incierto, que no ha podido filiarse con su original castellano (Wright, Burkhart & Sell, 2003, p. 932).4 Aunque Wright, Burkhart y Sell (2003, p. 932) refieren la pieza como un entremés de figuras, el argumento de la obra, tal como es comentado por Garibay (1971, p. 367), no corresponde con dicha asignación, sino más bien con el de un entremés de enredo y de tema picaresco, en afinidad con el teatro de Lope de Rueda. Se trata de un escándalo que arma una vieja por la desaparición de una carne, en donde un muchacho, el supuesto malhechor, culpa al viejo marido de aquella. La autoridad entra a mediar en el alboroto, pero es convencida en contra del viejo por las dádivas prometidas de parte de la vieja, la que es azotada por la misma autoridad luego de que tratara de evadir el soborno que prometió. También en náhuatl se encuentra el Entremés entre una Vieja y un mozuelo su nieto, de autor anónimo. Esta pieza, según la refiere Arrom (1956), incluye gritos de animales junto con un tono bufonesco e ideas “netamente mexicanas que se desprenden del diálogo” (p. 175).
Al anterior recorrido se suma el hallazgo en el año 2002 de siete entremeses en el convento de Santa Teresa, Potosí (Arellano & Eichmann, 2005). Sus fechas de composición no pudieron aproximarse con mayor precisión que a los siglos XVII y XVIII, la época del Barroco, sin embargo resulta interesante ver que, tal como son reseñados y con base en la caracterización referida por Asensio, su estilo es renacentista. El entremés dedicado a la Verdad es una pieza alegórica y moral, cercana al auto sacramental, en la que un Loco busca la Verdad en el mundo, la que yace abandonada en tierra tras tropezar. El pleito de los pastores se da por la posesión de un cordero, un enredo de ambiente pastoril afín al entremés primitivo anterior a la urbanización del género. También son de enredo El entremés cantado del robo de las gallinas, una cómica disputa entre un padre, su mujer y su hijo por el extravío de los animales; El entremés de los compadres en que dos parejas de indios y negros tienen una querella que se resuelve ofreciendo los alimentos al Niño Dios; y El Entremés gracioso en que un Negro quiere entrar a la iglesia a celebrar con charango en mano la fiesta de la Candelaria, pero un indio Sacristán se lo impide hasta que le ofrece dinero. El entremés de los tunantes presenta el esquema del burlador burlado: dos tunantes quieren robar la despensa de un letrado, pero este logra encerrarlos y amenaza con cortarles las orejas, hasta que escapan. Finalmente, el Entremés del astrólogo tunante no es americano, sino una transcripción con algunas modificaciones de la pieza del español Francisco Bances Candamo (Arellano, 2007, p. 900).
La composición de Laurea crítica se asienta sobre aspectos que se han señalado como los fundamentales de la “revolución técnica” que marcó el “florecimiento del entremés” en el siglo XVII, distinguidos por Asensio (1971, p. 68): el desfile satírico de la fauna social de figuras y la forma versificada.
Resulta perceptible que en el entremés barroco de figuras el género descubre y aprovecha la posibilidad de mecanizar cada vez más el formato dramático, como si fuera un asomo de la economía productiva industrial moderna, que se vale de moldes que se rellenan para la producción en masa, partes intercambiables y líneas de ensamblaje.5 En entremeses de figuras iniciáticos, como El hospital de los podridos, los personajes todavía llevan nombre propio, mientras que en piezas como El examinador Miser Palomo estos desfilan bajo su nombre de estereotipo, verbigracia el Gracioso, el Confiado y el Entremetido. La acción ocurre mecánicamente: ante el examinador desfilan una a una las figuras, exponiendo de manera transparente su listado de defectos, sin juego de pasiones; al entrar en escena, puede preguntársele al estereotipo su nombre propio, únicamente con el fin de satirizarlo y ofrecerle uno más “apropiado” siguiendo la intención burlesca, lo que acepta sin reparos; tras su discurso, la figura es despachada, momento que se aprovecha para incluir un nuevo sarcasmo y aumentar la irrisión; también podía incluirse, en algún punto, una alusión a lo grotesco, como mocos u orina, en afinidad con lo carnavalesco. Se trata, pues, de una fórmula que fue desarrollándose hasta hallar su refinamiento en un sistema económico, en la relación entre un bajo esfuerzo de creación y una eficacia cómica. Sobre este modelo de engranaje, en su punto refinado, fueron compuestas tanto la pieza de Hurtado de Mendoza como la de Fernández de Valenzuela y, antes de 1629, en menor medida la de Salas Barbadillo, El comisario contra los malos gustos.
La obra sigue el modelo peninsular del género, pues no presenta agentes disonantes con la lógica del esquema metropolitano, como pudo suceder con una pieza concebida por fuera del núcleo cultural de la tradición; lo contrario, se presenta a tono con la evolución entremesil peninsular e incluso tiene lances de originalidad, pues despliega elementos singulares dentro de las posibilidades que le da el esquema teatral y que le destacan en su repertorio.
En primer lugar, innova el autor santafereño en el desarrollo del esquema argumental típico del entremés de figuras. Como observó Asensio (1971), la progresión recurrente inicia con el arribo al poblado de un juez o censor que justifica el desfile (p.e. comisario, médico o rector de sanatorio mental) y cierra con el examen, sátira y despacho de cada tipejo, por lo cual afirmó que “el entremés de figuras apenas precisa unidad argumental, ya que su encanto reside en la variedad de tipos caricaturizados y no en la progresión de la fábula” (p. 80).
Así, pues, el esquema solo requería de una escena, pero Laurea crítica se desarrolla en dos. La primera se dedica al planteamiento de una situación inicial. Es un diálogo que permite caracterizar a Don Velialís revelando su objeto de deseo, que es graduarse como crítico para ser reconocido,6 y exponiendo el modo en que se expresa -que es el estilo culto que consiste en dificultar la morfosintaxis y usar exotismos- y que constituye el instrumento del personaje para reclamar mérito:
Don Basilio. ¿Que auéis de dar en esse disparate?
Don Velialís. Antes es la médula de mi acierto,
porque ¿qué cosa abrá que más condusga
al blanco, fin y escopo de mis méritos
que ir a illustrar las calles de la curia,
que las calles lustrar de la Philípica,
brotando crestas mis honores críticos
cuando en la critiquez me matriculen?
(Fernández de Valenzuela, 1959, p. 170).
Esta introducción mantendrá al agudo personaje en la atención del lector hasta el final, cuando aparezca de nuevo, por lo cual se erige en protagónico, un cambio respecto al formato peninsular en donde no se destaca alguna de las figuras y el papel central es para el examinador, quien suele dar nombre al entremés. La entrada de Don Velialís dota a la pieza bogotana de un progreso in crescendo en el ridículo y comicidad del desfile. Valórese el carácter del crítico partiendo de la reacción de su examinador:
Sale Don Belialís de Lúbricis
Don Velialís. En éste de las scientias fiel protótipo
la pas anide, la salud sea cúmulo,
qual uno y otros orbes béllicos.
Miser. ¿Qué dice este borracho?
Secretario. Este es un crítico,
el qual, con sus actiones y figuras,
hasse, habla y significa mil locuras.
Miser No traygo comissión para esa gente,
que hombre tan infundido en disparates
pertenese al rector de los orates.
Con todo, emos de olgarnos
y darle el grado, insignia, borla y título;
porque no ay mejor rato
que darle cordelego a un mentecato
(Fernández de Valenzuela, 1959, p. 179).
Siguiendo, una característica del Barroco hispanoamericano es la agudización de algunos tópicos del estilo. Las mayores restricciones de la colonia -las mismas que pudieron incidir en que el entremés santafereño no se publicara-, repercutieron en la exacerbación de los reclamos del letrado criollo -hijo de españoles pero huérfano de la participación en el poder a causa de su cuna indiana-, en el incremento de sus esfuerzos para demostrar su calidad intelectual ante la metrópoli -en nado a contracorriente en una desigual meritocracia-, y en el ingenio puesto sobre los recursos para expresar dichos reclamos.
Por ello, en su repertorio Laurea crítica es una pieza que destaca por su potencia invectiva y composición artificiosa. La transtextualidad, uno de los recursos más notorios del Barroco y que prestó un útil recurrente a la parodia y a la sátira, no fue un recurso explotado por el repertorio entremesil de figuras, cuyo blanco lo constituyó sobre todo la sociedad, mas no la literatura misma. En cambio, adicional al escarnio tradicional del género, el entremés colonial parodia las Soledades de Góngora (Camacho, 1978), obra y autor cuya iconicidad terminó de consolidar la conocida y vertiginosa polémica de diatribas y apologías en torno a su lenguaje culto gongorino. Estilo que, curiosamente, no llegó a ser satirizado alguna vez en la historia de la parodia dramática española (Crespo, 1979), pero sí al otro lado del Atlántico, en la Colonia. Con un desplazamiento metonímico, el gongorismo en boca de la figura más necia de todas las de este universo entremesil apunta una sátira hacia el príncipe de los poetas líricos de España:
Miser. ¿Cómo llamáis el buho?
Don Velialís. El fiscal graue,
de Proserpina la funesta aue,
pavo real, no harpía,
que en dos topasios restituye el día.
Miser. ¡Basta! No digáys más
(Fernández de Valenzuela, 1959, p. 181).
La explicación de la afrenta hacia el cultismo y el gongorismo es clara. En contraste con el imperativo de claridad renacentista, representado en el “escribo como hablo” de Juan de Valdés en su Diálogo sobre la lengua de 1535, el Barroco plantea en la dificultad su ideal estético, como diserta Baltasar Gracián en su Agudeza y arte del ingenio de 1648. Mas la dificultad deseada por el alma castiza española -la que expulsó a moros y judíos de su territorio para consolidar su personalidad nacional- sería la dificultad del concepto, no así la de la forma, como argumenta Pulido (2004):
la afectación “conceptista” sería la exageración de un fenómeno hispano, y por lo tanto aceptable, mientras que la afectación “cultista” respondería a la exageración de una tendencia extranjerizante, rechazable, que apostaba además por el estudio del estilo en sí al margen de la sustancia que encerraba (p. 404).
Esto explica que en el entremés santaferreño se arremeta contra el cultismo gongorino, además mediante una caricatura de apellido sonoramente italiano: Velialís de Lúbricis. La obra actúa dentro del trascendentalismo barroco, herencia del humanismo erasmista, que propende por descorrer las apariencias que mueven a engaño, por lo cual desarrolla el tópico de la apariencia y el desengaño y es afín a la pugna trascendente de Quevedo contra las figuras de la corte. Fue recurrente la afrenta corrosiva en la literatura aurisecular contra los poetas y los cultos; recuérdese que surge el vocablo culterano como una caricatura verbal que filia al culto con la así considerada herejía luterana, y que Francisco Cascales llamó a Góngora el “Mahoma de la poesía española” (Beverley, 1981, p. 35). La dificultad del vocablo se consideraba oscuridad y, refiriendo la cadena metonímica de la época, quien la promulgaba era nadista, hereje, ateo, príncipe de las tinieblas y Lucifer en romance, como puede constatarse en el prólogo de la Invectiva apologética del santafereño Hernando Domínguez Camargo.
Laurea crítica enfila baterías satíricas contra la dificultad de la forma y despliega en cambio una arquitectura basada en la dificultad del concepto. Esta se instala desde el título mediante un oxímoron o contradictio in terminis que resulta enigmático. La paradoja entre el mérito y el oprobio sugiere que los objetos aludidos se encuentran corrompidos frente al ideal que el trascendentalismo barroco les asigna. Así, además del escarnio hacia los afeites de un músico de melodías extranjeras, un caballero de mentira, un necio, un preguntador y un fumador, se arremete contra objetos como la apariencia de sapiencia, la obsesión por el reconocimiento y por la máxima borla doctoral, se representa una burocracia académica que no asegura la exaltación del verdadero mérito y se caricaturiza un laberinto de títulos académicos tan enrevesado como el sistema colonial de castas: “el Micer Don Portasio, buli carabuli, gimnasiarca, esiarca, monarca y protarca meritíssimo de la Academia Española de críticos y anacríticos y percríticos” (Fernández de Valenzuela, 1959, p. 183).
Finalmente, si la clave del éxito del esquema es la sátira, un marcador de la calidad de un texto entremesil de figuras podría ser el humor, en cuanto al ritmo (constancia de aparición de pasajes que mueven a la risa) y a la agudeza (pertinencia y aprovechamiento de los recursos lingüísticos). Sobre el humor de Laurea crítica, está vigente el comentario de Arrom y Rivas Sacconi (1959): “su sátira es divertida y resulta, aún hoy, deleitosa” (p. 92), que puede constatarse al apreciar que la constancia y la mordacidad con que aparece el humor en la pieza neogranadina se encuentran a la altura de los referentes metropolitanos del esquema, y que incluso la novedad de remedar a Góngora aumenta el ridículo y refresca el repertorio. Nótese la situación cómica en que el examinador desespera ante la incorregible zalamería del culto, y los recursos estilísticos del pasaje, como la grotesca alusión envuelta en eufemismo y encomendada a Cristo, en afinidad con lo carnavalesco, más la elaborada apología en el verso más exótico, el esdrújulo, que hace de esta forma su primera aparición en el Nuevo Reino de Granada (Bechara, 1995, p. 426):
Miser. Desid lo que pedís ligeramente,
que en las tripas me bulle una corriente,
que, si me tardo, en estas ocasiones
relleno ¡viue Cristo! Los calsones.
Don Velialís. Señor mío, yo pido en prosa humílima
que Usería se sirua, si mis méritos
no me amandan a un delirio crítico
y si mis sienes de sus nobles ínfulas
no son indignas y del grado espléndido
a su docto me agrade exanbre crítico.
Miser. Que es como si dixéssemos...
(Fernández de Valenzuela, 1959, p. 181).
La inserción de la escena adicional, el planteamiento de una situación inicial que brinda desarrollo al argumento, la disposición dialéctica en contrapunto del par de personajes y su caracterización, sumando, por un lado, el laberinto crítico y el emprender la única parodia dramática de un blanco tan notorio y exigente en dominio de la lengua como Góngora, y, por el otro, la parodia de instancias de poder imperial que actuaban en la colonia desde la academia, todo -dentro de las estrechas márgenes del entremés de figuras- permite apreciar a Laurea crítica como una obra con mérito creativo cuya composición con rasgos de originalidad no se explica por un procedimiento de copia de modelos. Más bien se trata de una pieza entremesil de figuras que responde al esquema tradicional del género, como sus homólogas, pero que saca mayor provecho del formato y se atreve a distinguirse por la complejidad de sentido e inserción de recursos.
Laurea crítica surge a tono con la vanguardia de los sucesos literarios (tomando en cuenta las restricciones culturales de Ultramar): escrito a doce años de la aparición del esquema entremesil, a dieciséis de las Soledades y a dos de la muerte de Luis de Góngora; y que se despliega plenamente en el estilo barroco: juego conceptista, arremetida al gongorismo, transtextualidad, parodia, dificultad, laberinto, crítica social y literaria, ocultamiento y cultura de la risa.
El género de la pieza corresponde plenamente con el tipo de entremés de figuras tal como fue caracterizado por Asensio (1971). Que esta teorización no estuviese disponible para los primeros estudiosos de Laurea crítica pudo constituir un escollo para comprender las características propias del repertorio que permitieran interpretar el entremés bogotano en el contexto de su género y de su estilo.
Hasta donde avanza la recuperación, estudio y divulgación de textos coloniales a la fecha, Laurea crítica (1629) se ubica como el único entremés de figuras escrito en Hispanoamérica, y los aromas de su desfile satírico carnavalesco no volverán a percibirse en la historia del teatro menor hispanoamericano hasta casi noventa años más tarde, pero en los bailes y el fin de fiesta de Peralta Barnuevo, para quien, dicho sea de paso, no pudo ser influencia Fernández de Valenzuela porque su Thesaurus quedó inédito.
El nuevo dato, que bien puede resultar provisional como suele suceder en este ámbito, aporta información sobre la génesis y desarrollo del teatro colonial en Hispanoamérica y debería ser tenido en cuenta, por ello, para ajustar la historiografía que se escriba en adelante sobre este tema. Las historiografías son trabajos de radical importancia para efectuar rastreos como el presente, y su desactualización vulnera la calidad de estas investigaciones.
En el capítulo dedicado al teatro hispanoamericano colonial que escribieron Shelly y Rojo (1982) para la historiografía de Íñigo-Madrigal, se refiere que “la primera pieza propiamente ‘barroca’ es la Comedia de San Francisco de Borja, del padre mexicano Matías de Bocanegra, que aparece en 1641” (p. 329). La presente investigación permitió ubicar en el año de 1629 una muestra más temprana de la manifestación del Barroco en el teatro de Hispanoamérica, por el entremés santafereño. La faz de lo burlesco no es un territorio menor dentro del Barroco; la tradición fundada sobre la obra de dos exponentes como Quevedo y Cervantes así lo demuestra.
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[7]Este modo de producción, digamos industrial, también se manifestó en la organización del espectáculo teatral barroco, en cuanto se llegó a recopilar y catalogar multitud de pasos con el fin de facilitar la inserción de las piezas adecuadas en los entreactos de la comedia (Asensio, 1971, pp. 43-44). También, en lugares de América, la producción pictórica se llegó a realizar en líneas de producción que simplificaban el trabajo.
[8]En el Diccionario de autoridades de 1729 se consigna el sentido de crítico afín al actual: “el que profesa la crítica, haciendo juicio de los autores y escritos [...] pero en el rigor del griego, crítico es el que hace juicios de las cosas”; pero también se da noticia de un sentido de la época: “se llama también la persona que habla o escribe con afectación, usando de frases y palabras oscuras y poco practicadas” (p. 662).