231Estudios dE LitEratura CoLombiana 54, enero-junio 2024, ISNN 0123-4412, https://doi.org/10.17533/udea.elc.353783
Editores: Paula Andrea Marín Colorado,
Christian Benavides Martínez
Recibido: 09.05.2023
Aprobado: 20.12.2023
Publicado: 31.01.2024
Copyright: ©2024 Estudios de Literatura Colombiana.
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* Cómo citar esta reseña: Robledo, A. I.
(2024). Reseña de la Biblioteca de escritoras
colombianas de de Pilar Quintana (Coord.)
Estudios de Literatura Colombiana 54, pp.
231-236.
DOI:
1
airobledop@unal.edu.co
Universidad Nacional de Colombia,
Colombia
*
BiBlioteca de escritoras colomBianas
de Pilar Quintana (Coord.)
Ministerio de Cultura, Bogotá, 2022, 18 vol.
Ángela Inés Robledo
En la presentación de esta colección de dieciocho
volúmenes, Angélica María Mayolo Obregón, Minis-
tra de Cultura en 2022, señala que el objetivo de este
esfuerzo editorial es rescatar y promover el trabajo
de escritoras de distintas procedencias étnicas, geo-
gráficas y sociales cuyos trabajos revelan distintas
perspectivas estéticas. Varias de las obras escogidas
no se conocen, han sido descatalogadas (quizás solo
se publicaron una vez y hace mucho tiempo) o no han
tenido el reconocimiento que merecen. Otras son
nuevas antologías, versiones de textos ya aparecidos
o manuscritos inéditos, lo cual constituye uno de
los aportes más valiosos de esta selección de textos.
Mayolo señala que además de mostrar la variedad de
la producción femenina colombiana desde la Colo-
nia hasta la primera década del siglo xxi, Biblioteca
de escritoras colombianas tiene un enfoque de género.
Así, estas obras permiten el desciframiento de un
orden social, el colombiano, que ha asignado a cada
sexo unas funciones específicas y sitúa a las mujeres
en desventaja. La colección, que está organizada de
forma cronológica, muestra cómo las autoras paso a
paso, con dificultad porque el oficio de ser escritora
no ha sido siempre bien visto en Colombia, han ela-
borado voces propias, nacidas de ellas mismas, para
dejar constancia de su trasegar, sus afectos, sus ideas
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políticas y su quehacer en lo público. Desde el pergamino conventual donde apenas
asoma la palabra de la monja guiada por su confesor, pasando por relatos costumbristas
del siglo xix publicados con seudónimos, nacidos del deseo de dar forma a la nueva
nación, hasta poemas y narraciones irreverentes, obras experimentales, textos pensados
para plasmar huellas de identidades y atrevidas investigaciones periodísticas, escritas
en los últimos cincuenta años, las autoras dejan en claro qué es ser mujer en Colombia.
Al leerlas también tenemos la certeza de que los suyos no son textos aislados y por
fuera de una o varias tradiciones literarias, lo cual nos permite situarlas en el lugar que
les corresponde en la historia literaria nacional. Porque siempre han dialogado con las
corrientes estéticas de cada momento, aunque a veces lo hayan hecho con miradas disi-
dentes o formas de escritura propias de las mujeres que, por eso, pueden sonar extrañas.
Las editoras de la Biblioteca eligieron a autoras de autobiografías, novelas, cuentos,
crónicas, poesía y teatro, e incluyeron a algunas periodistas que dejan el sello de ese oficio
en sus textos. Comencemos por las autobiografías para señalar algunos rasgos que nos
lleven a la comprensión de la literatura femenina nacional. Su vida (escrita hacia 1700), de
la Madre Castillo, fue hecha por órdenes del confesor de la monja, la única posibilidad
de escribir para las mujeres de entonces, y revela, desde lo íntimo y con el lenguaje de
la mística, su amor desmesurado a Dios. En otro lado del espectro, porque es un texto
narrado por un sujeto subalterno, está Tengo los pies en la cabeza, de Berichá (Esperanza
Aguablanca) que se publicó en 1992. Berichá, que hace parte de la primera generación
de escritores indígenas en Colombia, enlaza el yo personal con el colectivo, como suele
suceder con los relatos de comunidades nativas y las marginales, para contarnos las
vicisitudes de la infancia de una niña que nació sin piernas, su educación al interior de
los u’was y con los misioneros católicos y sus tareas como docente. Berichá denuncia
los múltiples atropellos cometidos desde los tiempos coloniales contra la comunidad
u’wa y a la vez muestra cómo ese grupo indígena se rebeló contra varias instituciones
gubernamentales y la Iglesia católica que les impedían sus dos grandes objetivos: recu-
perar sus tierras y sus valores culturales. La autobiografía, que tiene una organización
particular, reúne relatos ancestrales de su comunidad, algunas de las prácticas rituales
u’was y dibujos sobre elementos significativos de esa cultura.
Son varias las novelas de la colección. La primera, Una holandesa en América (publi-
cada en formato libro en 1888), de Soledad Acosta de Samper, narrada a partir de cartas
entre Lucía y su tía Mercedes, es una reescritura de la idea civilización vs. barbarie,
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porque su protagonista, Lucía, modelo de la mujer buena y europea, es la que inculca
a sus hermanos las normas de vida “correcta”. Como en otras de sus obras, Acosta de
Samper da importancia al corazón, que viene a ser sinónimo de mujer, y se queja de los
hombres porque buscan en el ser amado absoluta sumisión, y del matrimonio.
Publicada por primera vez en 1968, Mi capitán Fabián Sicachá, de Flor Romero de
Nohra y clasificada como una novela de La Violencia, se interesa más en el juego ex-
perimental para desafiar al lector y en darle cabida a historias femeninas y domésticas,
que en narrar la lucha bipartidista y los pormenores políticos que guían las acciones
del jefe guerrillero Fabián Sicachá, como sucede en la mayoría de las obras del corpus
aludido. A partir de numerosas voces entre las que se destacan la de Cleotilde, esposa
de Fabián, que cuenta los pormenores de su riesgoso amor y el difícil día a día con sus
hijos, y la de Saulo Porras, situado en el otro bando de la contienda, Romero explica
las condiciones de exclusión que llevan a alguien a hacerse combatiente y las huellas
imborrables que deja una guerra. Fabián, siempre perseguido en lucha por sobrevivir,
es un desplazado eterno.
Dos veces Alicia de Albalucía Ángel, publicada por primera vez en 1971, opta por el
non sense, utilizado en la obra de Lewis Carrol, para mezclar multiplicidad de sentidos
con el sinsentido, jugar con las reglas del lenguaje y la representación, y para crear un
mundo raro en el que no hay nada establecido. La escritora que habita una pensión en
Londres en los años sesenta y vive la época de la liberación sexual, la guerra de Vietnam,
mayo 68, el hippismo escribe en primera persona sobre los sucesos absurdos que des-
embocan en un crimen en la fiesta de año nuevo de 1969. Para complejizar el relato y
hacerlo más lúdico y absurdo, Ángel crea otra escritora, la que dialoga con Alicia a través
del espejo, que genera refracciones que acentúan el tono disparatado de la obra. Doble
código, dobles voces que producen hilaridad en el lector y le sirven a Ángel para criticar
los valores de todo el mundo y en particular el de sus orígenes, que suele describir con
lenguaje oral paisa, fluido y coloquial.
Teresa Martínez de Varela, mujer polifacética que abrió caminos para las mujeres
mulatas y negras, escribió Mi Cristo negro (1983), una novela que nace de una investigación
extensa sobre las causas del fusilamiento de Manuel Saturio Valencia Mena, el último
que se realizó en Colombia en 1907. Con rasgos dramáticos, tintes de delito pasional y
un fondo cristiano porque compara a Saturio con Cristo, Martínez recrea la vida de este
héroe chocoano cuyo asesinato fue causado por el racismo, la envidia que despertaba
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por ser ilustrado, talentoso músico, persona decente y, además, líder de la comunidad
afro (aspecto que no se menciona con fuerza en la obra).
Hazel Robinson Abrahams, autora sanandresana, hace parte de esta colección con
su novela Sail Ahoy!!! (¡Vela a la vista!), que fue publicada por primera vez en 2004.
Robinson revela su gran capacidad narrativa para contar el romance insólito entre la
monja María José y Henley, un marinero, en los años treinta y comienzos del cuarenta
del siglo pasado en Providencia, San Andrés y Panamá. Sail Ahoy!!!, que da título al
relato, evoca la voz del caracol que fue usado como un recurso de resistencia primero,
por los colonizadores ingleses, y después por los colombianos. De esa suerte, la narra-
ción tiene la función de recuperar la memoria ancestral e ignorada de los pueblos de
este archipiélago: deja conocer algunas peculiaridades de las comunidades nativas de
San Andrés y Providencia, sus mezclas lingüísticas (creole, inglés, español), musicales,
teológicas y gastronómicas vinculadas a los coloniajes diversos que se asentaron en la
zona; además de ello, da cuenta de la relación conflictiva con la cultura de los “paña”
o del interior colombiano.
Otra novela es la obra de trasfondo histórico y periodístico de Silvia Galvis La mujer
que sabía demasiado, publicada en 2006 por Planeta, según un manuscrito que es diferente
al que elaboró la autora. Alberto Donadío, marido de Galvis, entregó a las editoras la
versión que la escritora quiso ver impresa. La narración, que sigue el formato de la novela
negra, surge de las indagaciones sobre el asesinato de Elizabeth Montoya de Sarria, la
Monita Retrechera, sucedido en 1996 y ligado al proceso 8000. Escrita con agilidad que
atrapa al lector, el relato deja al descubierto las redes de narcotraficantes y miembros del
gobierno que ocultaron la entrada de dineros ilícitos a la campaña presidencial de 1994.
Las crónicas de la colección descubren el humor y la ligereza, poco comunes en la
literatura colombiana. Déjennos tranquilas, selección de relatos de Sofía Ospina de Nava-
rro compilada a partir del libro Crónicas (1983) y de un escrito que apareció en Cuentos y
crónicas de 1926, muestra el desparpajo de una matrona antioqueña que enfrenta la vida
con sencillez. Ospina cuenta episodios cotidianos con aires costumbristas, se afinca
en los valores del hogar, en la exaltación de la buena esposa con una actitud tímida en
relación con los derechos de las mujeres.
Los textos de Emilia Pardo Umaña, ingeniosos y periodísticos, reunidos en Auto-
biografía de una uña por Lina Flórez y Natalia Mejía, revelan a una mujer libertaria sin
pelos en la lengua que, hacia el medio siglo xx, hizo crónicas ligeras como una forma
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de ataque al acartonado mundo bogotano y nacional. Políticamente incorrecta, nutría
sus crónicas de historias y voces callejeras, que adornaba con burlas. Su Kiki, doctora
en amor, dueña de un consultorio sentimental, dio consejos realistas que nada tuvieron
que ver con el amor romántico ni con la defensa del matrimonio.
Las compilaciones de cuentos son considerablemente disímiles. Ángela y el diablo
(1953), primera colección de relatos que publicó Elisa Mújica, se ocupa de tres grandes
temas: historias a veces crueles, enfocadas en personajes de mujeres que sufren del
desamor causado por el abandono del amante, enmarcadas en los límites de una socie-
dad pacata, y que revelan las vidas precarias de mujeres del medio siglo xx; historias
de colegialas discriminadas, e historias de la violencia colombiana, del desplazamiento
y el horror.
Los cuatro relatos cortos que conforman La M de las moscas (1970) de Helena Araújo
están alejados del realismo, se centran en la experimentación y lo filosófico y descon-
ciertan al lector por sus manipulaciones del lenguaje. En el cuento que da nombre a la
colección, haciendo uso de lo disparatado y la ironía, la autora nos recuerda la práctica de
resistencia intelectual que creó Sartre en Las moscas, la cual le permitió, sin mayores líos
con la censura, mostrar su postura contra el nazismo. De esa manera critica las corruptelas,
los entramados de poder, el fanatismo de los eclesiásticos, a los economistas que no saben
de economía, al congreso, los partidos tradicionales y, tangencialmente, se refiere al tema
de las guerrillas, a la vez que se detiene en una huelga de prostitutas que sucede en el
Distrito. Todo pasa al final de un gobierno, en verano, en una ciudad parecida a Bogotá.
Amalialú Posso Figueroa seleccionó cuatro cuentos que hacen parte de su obra Vean
ve, mis nanas negras (2001) y nueve escritos eróticos (cuentos, poesía y crónica literaria)
para conformar Mido mi cuarta y me paro en ella, homenajear al Chocó, donde nació, y a
varios personajes que han marcado su vida. Con lenguaje fresco, desparpajado, calcado
con maestría de la oralidad y la música, Posso narra divertidas historias de sexo mientras
evoca la belleza de su tierra para darle una identidad literaria.
Son cuatro los libros de poemas que conforman la Biblioteca. Las obras de las poe-
tas nacidas entre 1919 y 1922 (Ayarza, Meira del Mar, Maruja Viera) fueron escogidas
por Camila Charry para conformar nuevas antologías. Acá empieza el fuego de Emilia
Ayarza reúne poesías tomadas de seis libros aparecidos entre 1950 y 2020 en torno a
dos preocupaciones que son significativas para Charry: el cuerpo femenino, que es casi
siempre el de la autora, y la patria, ambos heridos y marginales. En esos poemas largos,
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con un lenguaje fuerte y sin disimulos, la voz lírica se hace la voz de muchas mujeres
colombianas para denunciar el dolor de la pérdida de los hijos, de la pobreza, de la
desesperanza en una tierra irredenta.
Charry seleccionó poemas intimistas, de añoranza de la casa paterna, la cercanía a
la muerte, la presencia del mar y la doble identidad de libanesa y caribeña para hacer
la antología Ninguna voz repetirá la mía de Meira Delmar. Difícil de clasificar, la poesía
de Meira Delmar, de una apabullante belleza, se acerca al romanticismo hispanoame-
ricano y, a la vez, a la lírica clásica. Similares tópicos son los que destaca Charry en El
nombre de antes, el nuevo poemario de Maruja Vieira, quien ha dicho que su poesía es
periodística, clara, accesible.
Los poemas de María Mercedes Carranza fueron elegidos por su hija Melibea Ga-
ravito, a partir de Poesía completa (2019), para conformar El oficio de vivir. Desencanto,
miedo, dolor de estar viva, soledad y ausencia de amor atraviesan estos versos que
confluyen en la muerte, explicando el suicidio de la autora; a ellos se unen los poemas
del final, sobre la patria sin esperanza.
La única obra de teatro de la Biblioteca es Los hijos de ella, de Amira de la Rosa. Fue
encontrada en un baúl que era propiedad de una restauradora de arte barranquillera,
a comienzos del siglo xx, y ahora se publica como obra independiente. Amira de la
Rosa fue diplomática en Madrid y Sevilla hacia 1946 y a esa época, la del franquismo,
corresponde esta pieza, situada en España, que es una enardecida y patética alabanza
de la maternidad y la feminidad más tradicional. Esta pieza es la única de la colección
que va en contravía de las luchas de las mujeres por la equidad.
Destaco la labor de las editoras de la colección que, con cuidado y una investiga-
ción rigurosa, produjeron nuevas obras, las revisaron, anotaron y pusieron en contexto;
también es digno de elogio el trabajo de las autoras de los prólogos de cada una de las
obras, que le da solidez a la Biblioteca de escritoras colombianas. La seriedad con que fue
pensada y elaborada la antología es un rasgo muy sobresaliente.