203Estudios dE LitEratura CoLombiana 54, enero-junio 2024, ISNN 0123-4412, https://doi.org/10.17533/udea.elc.356061
Editores: Paula Andrea Marín Colorado,
Christian Benavides Martínez
Recibido: 20.12.2023
Aprobado: 22.01.2024
Publicado: 31.01.2024
Copyright: ©2024 Estudios de Literatura Colombiana.
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* Cómo citar esta entrevista: Vergara-Agui-
rre, A. (2024). Jorge Franco Ramos: “sigo
llevando a Medellín en mi literatura”.
Estudios de Literatura Colombiana 54, pp.
203-220.
DOI:
1
andres.vergaraa@udea.edu.co
Universidad de Antioquia, Colombia
https://doi.org/10.17533/udea.
elc.356061
J orge F ranco ramos: “ sigo
llevando a medellín en mi
literatura
Jorge Franco Ramos: “I still carry
Medellín in my Literature”
Andrés Vergara-Aguirre
Jorge Franco Ramos nació y creció en Medellín, una
ciudad que parece llevar tatuada en su piel y de la
que nunca podría liberarse aunque lo intentara. Esta
ciudad religiosa y conservadora, pero también ma-
fiosa y violenta, ha tenido tanto protagonismo en
sus novelas, las mismas que han sido elogiadas y re-
comendadas por Mario Vargas Llosa, y también por
Gabriel García Márquez, quien alguna vez le dijo al
cineasta Fernando Birri que Jorge Franco era “uno de
los autores colombianos a quienes me gustaría pasarle
la antorcha” (Arias Toribio, 2012). Pero el escritor
paisa ha tratado de no dejarse obnubilar por la fama
y los reconocimientos, aunque vengan de dos pesos
pesados de la literatura, sino que mantiene los pies
en la tierra: “Cuando alguien que domina el oficio te
dice que lo estás haciendo de buena manera, te llena
de seguridad y confianza. Pero, al mismo tiempo,
creo que son frases y comentarios para gozar y luego
olvidar porque no pueden convertirse en un elemento
de estrés y de presión para escribir” (Torres, 2014).
Jorge es hijo de don Humberto, industrial y co-
merciante fallecido hace cinco años, y doña Olga, una
ama de casa que siempre ha sido una buena lectora;
ella influyó en la relación de su hijo con los libros,
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Andrés Vergara-Aguirre
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una relación en la que también ejercerían influencia el abuelo paterno, Antonio, que
tenía “una gran biblioteca”, recuerda él, y que le presentó a Shakespeare, y el abuelo
materno, Benjamín, un pintor con el que en sus fines de semana de la infancia a veces
se iba a pintar en su estudio, a conversar y a escuchar música clásica.
Cuando salió del colegio, todavía sin saber qué camino iba a tomar, entró a estu-
diar ingeniería, tal vez por cumplir el rol de hijo “de buena familia”, pero en el primer
semestre confirmó que esto no era lo suyo, y entonces se animó a estudiar en la Escuela
de Cine de Londres. Pero muy pronto supo que el cine tampoco era lo que buscaba; sin
embargo allá se acentuó su interés en narrar historias, y de regreso a Colombia decidió
estudiar literatura en la Javeriana. Antes de irse había asistido al taller de escritores que
Manuel Mejía Vallejo orientaba en la Biblioteca Pública Piloto, y ya como estudiante de
literatura en Bogotá conoció al profesor y escritor Jaime Echeverri, que se convertiría
en su lector y guía de cabecera.
Una ojeada a la obra de Jorge Franco permite concluir que las mujeres han ganado
protagonismo en ella, y esto no resulta sorprendente porque él fue un niño rodeado de
mujeres, pues era el mayor y el único hijo varón; el papá salía muy temprano y regresaba
siempre tarde, ocupado en sus negocios; la suya era una casa habitada siempre por ellas,
pues además de la mamá y de sus hermanas Helena, Ángela y Mónica, estaban también
todas sus amigas: “A mí se me facilita la escritura de personajes femeninos. He crecido
y vivido siempre rodeado de mujeres en mi familia y he podido acercarme sin prejuicios
a la psicología femenina” (Letralia, 2022). Algo que tiene coherencia con la mirada de
Gina Ponce de León (2011) cuando afirma:
Jorge Franco ha representado a la mujer en una lucha contemporánea que la aleja del ya agotado
feminismo del siglo xx para situarla en un espacio irreconocible, extremadamente trasgresivo, que
tiene el objetivo de especificar a la mujer del presente dentro de la batalla a muerte por el derecho a
la identidad (p. 235).
Cuando publicó Rosario Tijeras en 1999, Jorge Franco ya tenía dos libros en su haber: el
volumen de cuentos Maldito amor (1996) con el que ganó el premio de cuento Pedro
Gómez Valderrama y la novela Mala noche (1997). Sin embargo, fue con Rosario Tijeras
Premio Internacional de Novela Dashiell Hammett 2000 a la mejor novela policíaca,
una historia que explora el ámbito del sicariato y el narcotráfico en Medellín, que el
autor ganó reconocimiento en Colombia y en América Latina, tanto que, como él lo
confiesa en esta entrevista, el éxito tan repentino y sorpresivo le produjo miedo escénico.
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La novela fue llevada al cine y a una serie de televisión. Después vendrían las novelas
Paraíso Travel (2001), en la que aborda el drama de los emigrantes en la búsqueda del
sueño americano, y donde “se plantea el proceso doloroso que sufren los personajes
en su viaje de migración, pero también se enfoca lo relacionado con lo que para algu-
nos representa la casi imposible inserción en estos ‘nuevos mundos’” (Alvarado Vega,
2020, p. 1); Melodrama (2006), en la que una serie de melodramáticas peripecias al final
confluyen en la escritura y la narración como un acto liberador; Santa suerte (2010),
donde con gran sentido del humor se muestra que al fin de cuentas el destino más que
asunto de suerte es resultado de las decisiones de los personajes; El mundo de afuera
(2014) Premio Alfaguara de Novela en 2014, en la cual se recaba en una historia real
sobre un secuestro y asesinato que conmovió a la Medellín de comienzos de la década
de 1970 y donde el autor explota muy bien su estrategia de fusionar historia y ficción
al servicio de la literatura; El cielo a tiros (2018), en la que retoma el contexto del narco-
tráfico en Medellín desde la perspectiva de los herederos de la mafia, y El vacío en el que
flotas (2023), en la que sigue la trayectoria del reguero de sangres y muertes producto
de la violencia, pero esta vez desde la perspectiva de las víctimas.
Algunas de estas obras de Jorge Franco encajan en la tendencia que Héctor Abad
Faciolince (1995) llamó “la sicaresca antioqueña”, a la cual se refería así en 1995:
Creo que ciertas figuras sociales creadas por el narcotráfico y cierto gusto mafioso por el lenguaje
ha [sic] influenciado la literatura […]. De lo primero es testimonio la fascinación por el sicario, que
también empezó a padecer la literatura. Hay una nueva escuela literaria surgida en Medellín: yo la
he denominado la Sicaresca antioqueña. Hemos pasado del sicariato a la sicaresca. Al sicario mismo,
inventado por ellos, después lo emplearon, lo siguen empleando otros grupos. Para cobrar, para ajustar
cuentas, para secuestrar y también para liberar secuestrados, para asuntos políticos. Y lo ha empleado la
literatura como nuevo tipo en relatos a veces buenos, a veces horribles, casi siempre truculentos (p. VI).
Cuatro años después de esta advertencia de Abad Faciolince, Jorge Franco publicaría
Rosario Tijeras (1999), una novela en la que esa fascinación por el sicario la encarna una
muchacha que incursiona con toda su fuerza en ese mundo de matones que tradicio-
nalmente había sido un campo casi exclusivo para los varones; “una novela que volvía a
escarbar en la herida cuando ya muchos querían olvidar lo sucedido, pero yo necesitaba
plasmar las inquietudes que todavía guardaba sobre los años más furiosos del narco-
tráfico en Medellín” (Franco, 2017). Obra que se convertiría en “una señal profética de
la diversidad que lograría la violencia en Colombia, pues las mujeres empezaron a ser
incorporadas como asesinas a las bandas criminales” (García, 2011, p. 129).
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Y si alguien le recrimina el hecho de que en sus obras ganen tanto protagonismo
el narcotráfico y la violencia sufridos por Medellín desde los años setenta, él responde:
Los escritores estamos en nuestro derecho de contar nuestra realidad. Mucha gente ha dicho que hay
un afán comercial detrás de estos temas para yo lucrarme con ellos. Pero no, es mi ciudad, es el lugar
donde crecí, el lugar que vi venirse abajo, que vi renacer luego, el lugar que a veces tiende a repetir la
historia, a caer en los mismos errores. Entonces son cosas que me confrontan constantemente, y por
eso las cuento (Loaiza Grisales, 2018).
Y algo similar podría responder si se le formulara esa misma pregunta en el contexto
nacional, pues a Colombia la ve como “un semillero de historias que te confrontan, te
sacuden cada día y te despiertan todo tipo de sentimientos” (Mendoza, 2014); un país
donde la realidad “es tan absurda que parece inventada” (Arias Toribio, 2012). Este es,
en síntesis, Jorge Franco, un escritor cuyo principal compromiso, según dice, no es con
los críticos ni con los reseñistas, sino con los lectores.
¿Cómo se te atravesó Rosario Tijeras?
Rosario Tijeras casualmente tiene un origen relacionado con la Universidad de Antioquia,
porque una prima mía estudiaba psicología aquí, y su trabajo de grado fue un estudio
muy interesante sobre los vínculos entre lo religioso y la criminalidad en las pandillas
del narcotráfico. Después me encontré unos testimonios de muchachas de una correc-
cional que contaban cómo eran sus vínculos con esas pandillas. Ese fue un clic para mí,
entonces comencé a investigar y a retomar mi memoria de la Medellín de esa época, ya
enfocado en el rol de la mujer. Juntando memoria, investigación e imaginación, comencé
a construir el personaje.
Después de este anticipo devolvámonos al principio: ¿cómo te iniciaste como lector?,
¿recuerdas tus primeras lecturas?
Yo iba avanzando con la literatura que llegaba a mis manos según mi edad: colecciones
de literatura infantil, como los hermanos Grimm, Andersen… colecciones de literatura
juvenil, como Stevenson, Julio Verne… todo muy convencional. Mi abuelo tenía una
buena biblioteca; en la adolescencia me prestaba libros, y me regalaba también libros
clásicos de la literatura universal; por él conocí a Shakespeare.
¿Y tuviste de pronto algún autor que te marcara en esos comienzos?
Cuando comencé a descubrir a Shakespeare, como a los catorce o quince años, se con-
virtió en un autor fundamental para mí, hasta el día de hoy; lo he estado leyendo desde
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hace décadas. Desde muy joven buscaba todo lo que podía encontrar de Shakespeare
en las librerías de Medellín; incluso ya cuando estudié literatura en la Javeriana, en un
curso me metí a estudiar a Shakespeare con Augusto Pinilla, que era un profesor muy
bueno, también escritor. Shakespeare se convirtió en autor fundamental.
¿Y cómo te iniciaste en la escritura? Estuviste en el taller de Mejía Vallejo. ¿Qué te
llevó a ese taller?
Yo era un lector compulsivo, me la pasaba leyendo, pero nunca estuve muy seguro de
querer dar el paso hacia la escritura literaria. Me parecía algo muy complejo y me sigue
pareciendo difícil. Una amiga de aquí de Medellín, muy buena lectora, iba a ese taller, y
un día me invitó. Entonces fui una vez con ella y me quedé. Iba todas las semanas, y una
vez ensayé una especie de cuento, pero nunca se lo entregué a Manuel porque él podía
ser muy generoso en sus comentarios, pero también muy duro; yo no quería arriesgarme.
Salí del colegio sin saber qué estudiar. Intenté con ingeniería. Después logré con-
seguir algo en Inglaterra para estudiar cine. Cuando llegué a Londres me di cuenta de
que había que escribir muchísimo; yo quería contar historias a través del cine, pero
tenía que comenzar a hacer guiones, y ahí comencé a soltar la mano, a contar historias.
Un día me escribió la amiga con la que había ido al taller de Mejía Vallejo: ella tenía
una copia de mi cuento, y lo leyó en el taller: que a Manuel le había gustado mucho, y
que dijo que era una historia muy lúcida, bien contada, y como yo sabía que Manuel
era duro, me sentí muy motivado.
¿Tuvo alguna trascendencia esa participación en el taller con Manuel?
Sí, mucha, porque el taller significó escuchar a una persona que dominaba muy bien
el oficio. Todos los comentarios sobre los textos que se llevaban o sobre lo que él nos
ponía a leer, de todo eso yo tomaba notas que después me sirvieron mucho.
Después llegaste a trabajar con Jaime Echeverri.
Sí, cuando regresé de Londres ya tenía muy claro que no haría cine. Comencé a trabajar
en televisión y me aburría ese trabajo, entonces me metí a estudiar literatura. En una
clase conocí a Jaime Echeverri, que era profesor del único curso de escritura creativa
que tenía la carrera. Yo era de los pocos que llevaba la tarea cada semana, un cuento, y
lo leíamos. Jaime un día al salir de clase me dijo que le gustaban mucho mis historias,
que solo era cuestión de darles una peluqueada: si quieres pasas un día por mi casa y
los revisamos, me dijo. Esto fue hace más de veinte años, y desde entonces yo procuro
que Jaime sea el primer lector de lo que escribo.
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También tuviste la oportunidad de compartir con García Márquez cuando él te invitó
al taller de cuento, ¿qué tal fue esa experiencia?
Es una historia muy larga de cómo llego a García Márquez, pero al final de la con-
versación, él me dice: “Hombre, ¿qué te parece si me acompañas a dictar el taller de
Cómo se cuenta un cuento?”. Yo sabía del taller porque Norma había publicado tres
tomos con las clases de ese taller en San Antonio de los Baños, Cuba. Yo los había
leído y ya sabía más o menos cómo era, y me llamaba mucho la atención el plantea-
miento de García Márquez de que no importaba mucho hacia dónde iba la historia,
si iba a ir hacia el cine, la televisión, el teatro o la literatura, pero sí tenía que tener
algunos elementos claves para que fuera una buena historia. Estuvimos como dos o
tres semanas en el taller; el grupo era de unos doce o quince estudiantes y él siempre
les preguntaba al comienzo: ¿Quién tiene una historia para contar? El primero que
se atreviera, empezaba a contarla oralmente. Él a veces interrumpía al tallerista y le
hacía preguntas sobre la historia. Y me invitaba también a opinar. A veces me sentía
más como uno más del grupo de los estudiantes, pero él a cada momento me tiraba
la pelota para que diera mi opinión.
¿Y qué tal la sensación de estar con un personaje como García Márquez?
Era una cosa que a veces como que ni yo mismo me la creía, y me tocó verlo en expe-
riencias muy cotidianas. Él a veces, después de clase, me convidaba a almorzar. Eran
almuerzos en unas mesas muy grandes con amigos y con gente de Cuba, profesores y
gente de la Escuela. Una vez incluso me invitó a su casa, y de pronto en una pausa de
nuestra conversación se quedó dormido. Fue un poco incómodo, pero fue también
entrar a un espacio de su intimidad, a su ámbito familiar.
Bueno, a propósito del ámbito familiar, por ahí he leído que Valeria es la mujer que te
cambió la vida.
Valeria es mi única hija; yo le tenía mucho miedo a la paternidad por el grado de res-
ponsabilidad que eso implicaba. Sentía miedo de que si algo le pasaba a ella, yo no iba
a saber cómo iba a reaccionar, pensaba que iba a ser el fin de mi vida. Finalmente, con
mi esposa tomamos la decisión de la adopción, y me convertí en un papá dedicado: yo
quería estar en todo momento en ese proceso del crecimiento de mi hija, aunque he
tenido que ausentarme mucho, por los viajes. Cuando al fin la tuve en mis brazos, sentí
que la vida me estaba dando un giro tremendo, sentí una gran emoción, es algo que no
tiene precedentes. Y desde entonces he tratado de estar siempre al lado de ella.
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Mi esposa durante muchos años bailó ballet, aunque nunca llegó a hacerlo pro-
fesionalmente, pero mi hija desde que empezó a ver zapatillas en la casa, zapatos de
punta, a ver ballet con la mamá, desde muy chiquitica empezó a ponerse tutús, y ella
misma pidió que le entráramos a la academia, y empezó a hacer su carrera de bailarina
con muy buenos logros. Hace como unos cuatro años los maestros de la escuela nos
dijeron aquí ya tocó techo, tienen que buscar otros horizontes, y comenzamos en
esa búsqueda, y nos fuimos con ella para Washington. En fin, ya mi vida comenzó a
girar en torno a Valeria. Afortunadamente el oficio de escritor me permite trabajar en
cualquier parte del mundo. Lo único que me dolía mucho eran esas ausencias largas.
Siento que a partir de ella comienzo a tener una temática distinta en mi propia lite-
ratura. Por ejemplo, el libro siguiente al nacimiento de Valeria fue El mundo de afuera,
que yo creo que no lo habría escrito de la manera que lo escribí si no hubiera sido
por la paternidad, porque esa novela tiene una línea fantástica de animales fabulosos
y habla de un padre sobreprotector, que le construye un castillo y un pequeño reino
a su única hija.
Valeria te cambió la perspectiva de Isolda Echavarría.
Totalmente. Recuerdo que cuando era pequeñito yo era vecino del castillo de los Echa-
varría, y había guardado eso en la memoria, pero cuando empiezo a leerle a mi hija los
cuentos infantiles cada noche, a los que incluso a veces les cambiaba los finales porque
sentía que eran muy crueles o violentos, sobre todo los más tradicionales, ahí comencé
como a recuperar esa historia de Isolda y a caer en la cuenta de que en mi vecindario
había un castillo, había una especie de princesa...
Hablando de familia, yo encuentro muy poco de la historia familiar y de tus papás en
tus notas, en tus entrevistas.
Es porque en mi familia no hay muchos antecedentes literarios; a mi papá nunca le
interesó la literatura. Mi mamá sí era muy buena lectora, y lo sigue siendo. Recuerdo
que cuando yo todavía era muy pequeño, ella estaba suscrita al Círculo de Lectores,
que enviaba unos catálogos muy bonitos, y llegaban muchos libros a la casa. Y por
otro lado estaba mi abuelo que, como ya mencioné, tenía una gran biblioteca. Por
el lado materno, creo que hay una influencia muy grande, de mi abuelo pintor, que
también era buen lector; yo siento que hay mucha influencia de él: los fines de semana
me iba con él a pintar, y él ponía música clásica, entonces también me acercó mucho
a la música. Él tenía esa agudeza de los pintores para observar cosas que de pronto
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uno no ve, y me hacía mirar cosas que normalmente yo no hubiera visto: yo creo que
eso es una influencia muy importante para mí. Mi papá estaba en el comercio, en la
industria, pero como era hijo de un lector, de un intelectual, aunque él no lo era,
de todas maneras respetaba mucho y quería mucho a su papá; a veces pienso que
de pronto veía en mí como una prolongación de la figura de su padre; siempre tuve
muchísimo apoyo de mi padre.
Volvamos a Rosario Tijeras: ¿qué implicó para tu carrera esa obra?
Pues muchísimo, Andrés, muchísimo; primero, fue una sorpresa, porque nunca me
imaginé que la historia fuera a calar tanto. Yo la escribí ya viviendo en Bogotá, me
había ido para allá como unos seis años antes de publicarla, buscando una oportu-
nidad de trabajo en la televisión o en cine. Ahí fue cuando entré a estudiar en la
Pontificia Javeriana, pero escribí esa historia como saldando una deuda con esa época
tan complicada que viví aquí en Medellín: yo estaba muy joven y quería salir, quería
vivir, quería rumbear, y era difícil, por lo que estaba pasando en Medellín en los años
ochenta. Entonces comencé a escribir esta historia; yo ya había escrito un primer
libro de cuentos, Maldito amor, y esa misma temática la quise aplicar en la novela de
Rosario, contar la anécdota violenta de esos años locos a través de una historia de
amor. En esa época nadie me conocía y entonces podía dedicarme mucho tiempo a
escribir, me encerré dos años largos a escribirla, y mi sorpresa fue el gran impacto
que tuvo de inmediato, pues empezó a ser publicada en toda América Latina; luego
empezaron a pedirla para traducciones, y eso implicaba un cambio como escritor que
necesariamente me iba a cambiar como persona. En ese momento tuve sentimientos
encontrados, como entre la alegría y el miedo. Yo pensaba: ¿ahora qué sigue?, ¿qué
hago? Una vez me había encontrado una frase de Karen Dinesen, escritora danesa
conocida como Karen Blixen: “Escribo un poco todos los días sin esperanza y sin
desesperar”. Yo había asumido esa premisa, y después de lo de Rosario dije: tengo que
volver a esa premisa y tomármelo con calma; la gente quería más cosas como Rosario
Tijeras, pero yo no quería encasillarme en el tema narco, entonces opté por escribir
Paraíso Travel, sobre la migración. Pero tanto me cambió la vida, que no pude seguir
en la universidad, porque tenía que participar en la divulgación y promoción de Rosario
donde la estuvieran publicando, pues me invitaban, y los editores me decían que era
muy importante que estuviera. Y con ese compromiso a uno como autor le aumenta
el miedo también.
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Bueno, a propósito de esa violencia de los años ochenta y noventa en Medellín, Vidal
en Melodrama usa una expresión: “El monstruo sigue vivo”.
Yo creo que el monstruo sigue vivo. Es una cosa que lamentablemente es verdad. Di-
gamos que hemos podido superar algunas etapas muy particulares en Medellín, creo
que algunas de esas tareas que siempre estuvieron pendientes se han hecho, pero otras
están por hacer.
En El mundo de afuera, la historia de Diego de Echavarría e Isolda, ¿qué lo llevó a
escribir esa historia? ¿Tuvo algo que ver la experiencia familiar?
Yo fui vecino de ese castillo desde muy niño, cuando el barrio El Poblado era muy
distinto; recuerdo que estando muy niño, un domingo oímos unos tiros cuando en
Medellín nunca sonaba tiros en esa época, y rapidito nos llegó el rumor de que habían
secuestrado a Diego Echavarría. A los niños del barrio nos llamaba mucho la atención
ese castillo, y ese personaje. Siempre estábamos pendientes, calculábamos a qué hora
subía por esa loma don Diego en su limusina; ver una limusina y un castillo eran cosas
únicas para nosotros; nunca pasábamos de los linderos, pero a veces lo veíamos caminar
por ahí. Era algo muy anacrónico, porque Medellín era una ciudad industrial que iba
hacia una vida moderna, y este señor vivía anacrónicamente.
A mí me impactó mucho ese secuestro, que además fue muy mediático, con lo
poco que había, pero el periódico sacaba muchas fotos e información de lo que había
pasado, iba contando la historia. Y luego, como a los dos meses, dieron la noticia de que
el señor había sido encontrado muerto; yo sentía como que se había roto esa burbuja
en la que yo vivía, sentía que ese Medellín aparentemente tranquilo comenzaba a dar
unos cambios; yo creo que no estábamos muy lejos de eso porque realmente unos años
después, a finales de los setenta, ya comienza todo lo del narcotráfico. Con ese recuer-
do combinado con mi paternidad, cuando la lectura de cuentos infantiles me llevó a
recordar a esa princesa, me di cuenta de que ahora tenía los elementos para contar esta
historia, por un lado con una línea fantástica, y por el otro lado con una línea mucho
más realista, con la que venía trabajando en mis novelas anteriores.
En esta novela el punto de vista del narrador te lleva por unos caminos distintos.
¿Cómo fue la experiencia con esa exploración narrativa?
Yo tenía una cosa muy clara: quería contar la historia desde afuera, no desde dentro
de la familia ni dentro del castillo. En primer lugar, sentía que podía darle más verosi-
militud y que podría sentirme mucho más cómodo contándolo desde afuera, en vez de
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tomar la voz de alguno de los personajes desde adentro. Me interesaba mantener esa
misma distancia que yo tuve frente al castillo cuando era niño, imaginar tantas cosas
que podrían pasar adentro, alrededor de esa niña llamada Isolda. En la novela presento
la voz de un niño curioso que siempre está viendo a esa niña, y en esa niña aparecen los
deseos de libertad, porque su padre también la tiene encerrada en su pequeño reino.
Cambiando de tema, ¿cómo ves la función hoy en día de las editoriales independientes?
Es una función muy importante porque siento que es una manera de conseguir el sueño
casi que de todo escritor de ser publicado, y no lo digo porque lo reciban a uno más
fácilmente, sino precisamente por lo contrario, porque estas editoriales independien-
tes tienen una apuesta muy literaria con sus catálogos. En Colombia hay dos grandes
casas multinacionales que si bien publican literatura y tienen buena literatura, tienen
que responder a un mercado, y las editoriales independientes, aunque en el aspecto
económico quieren subsistir y crecer, apuestan por lo literario e incluso por algunos
géneros que las grandes editoriales no publican. Es muy difícil que una editorial grande
te publique un libro de cuentos, y es casi imposible que te publique poesía, a no ser
que se trate de autores muy reconocidos. Por eso es importante que existan las edi-
toriales independientes, y muchas veces también sirven de plataforma para pasar a las
comerciales, y tienen algo que estoy plenamente convencido no tienen las comerciales:
el cuidado por los autores y por sus obras.
¿Y cómo percibes la crítica literaria en Colombia?
Pues primero habría que diferenciar entre lo que es la crítica literaria y la reseña lite-
raria, que es lo que estamos más acostumbrados a ver aquí, sobre todo en los medios
de comunicación. Los periódicos y las revistas importantes en Colombia manejan más
el tema de la reseña que el de la crítica; yo siento que una página es un espacio muy
reducido para hablar de una obra o de un autor; yo creo que la crítica implica medios
especializados, como revistas literarias o culturales, medios que estén más concentra-
dos en esos temas y que le puedan dedicar el espacio, el tiempo que se necesita para
analizar una obra. El espacio para la crítica es casi inexistente, hay mucho más espacio
para las reseñas, y muchas veces las personas que están haciendo esas reseñas no están
capacitadas, no tienen el bagaje para justificar su opinión. Al comienzo tenía muy en
cuenta las reseñas, y me afectaba lo que dijeran de mis obras, pero desde hace mucho
tiempo eso dejó de importarme; hay algo que aprendí con la experiencia y con el paso
de los años, y es que nunca hay unanimidad en la opinión sobre ningún autor. Cuando
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alguien me advierte que la reseña está acabando con mi trabajo, no la leo; es una deci-
sión muy facilista, pero yo creo que en este trabajo tan lento, de tanta dedicación, tan
difícil, uno necesita más el aliento que los obstáculos.
En El vacío en el que flotas encontramos a unos personajes sumidos en la soledad y la
culpa, personajes que de un momento a otro sufren unos cambios muy bruscos en sus
vidas, por factores externos. A propósito de esta obra, ¿cómo logras adentrarte en la
psicología de esos personajes?
La intención de contar esta historia nace de un cuestionamiento que yo creo que es
muy común en los humanos en general, y en particular en los colombianos, y es cómo
le puede cambiar la vida a una persona en un segundo, por la violencia. Yo quería con-
tar lo que comienza a sucederles a esas personas a partir de un hecho que les cambió
la vida dramáticamente. Así el personaje en el futuro nunca recuerde cómo fueron las
circunstancias, esa herida, esa cicatriz está en su inconsciente y va a durar para el resto
de su vida, y me interesaba mucho contar también un poco al culpable de esa separación,
pero ahí ya entran unos juegos dramáticos: a ese culpable le quise dar como una luz,
como un espacio para que el lector lo perdonara, lo entendiera.
En cuanto a tu formación en cine, ¿sientes que esta ha tenido alguna trascendencia o
alguna incidencia para la escritura?
Yo creo que sí, siento la influencia del cine en la forma como comienzo un capítulo, y en
la forma como lo termino, cuando busco que haya algo que enganche al lector a seguir
leyendo, y en el juego en los tiempos, aunque esto también está en la literatura desde
hace mucho tiempo. También está en la importancia que yo le doy a los diálogos: para
mí esto es vital en cualquier construcción de una historia. Cuando estudiaba cine, des-
cubrí que de un guion, que es solamente el comienzo del proyecto, tal vez lo único que
va a quedar en la película de manera directa son los diálogos. Yo creo que reconocer la
importancia de los diálogos en la escritura del guion es lo que me impulsa a concederles
la misma trascendencia en la construcción de una novela. El diálogo también es una
herramienta muy útil para aportarle información al lector; es lo mismo que sucede en
la vida diaria: empiezas a hablar con una persona que no conoces, y por la forma como
habla te das cuenta cómo es esa persona, cómo es su psicología.
Dicen que los diálogos son de las cosas más difíciles de aprender a manejar en la escritura.
Yo al comienzo les tenía mucho respeto y mucho miedo: mis primeros cuentos no tenían
muchos diálogos. Pero un día, cuando apenas estaba empezando, no había publicado
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nada, Jaime Echeverri me puso una tarea: una conversación telefónica entre dos perso-
nas en la que se contara una historia, pero con la naturalidad y con la frescura que se
tiene en una conversación telefónica. Después de ese ejercicio, me puse en la tarea de
incorporar diálogos en los cuentos que estaba escribiendo.
Uno de los autores de los que usted ha reconocido alguna influencia es Rulfo.
Yo no sé si hay alguna presencia de Rulfo en mis obras, pero como lector sí me influyó.
Es curioso porque yo tuve que leerlo por obligación en el colegio, y lo odié, lo odié
porque no entendí su Pedro Páramo, ni El llano en llamas. Pero cuando salí del colegio,
con mi amiga lectora nos dio por retomar a Rulfo, por hacerle una disección de toda
su historia, y luego me puse la tarea de leer Pedro Páramo cada año, durante unos doce
o quince años, porque además es un libro que lo leía en una tarde, y en cada lectura
encontraba cosas diferentes, y encontraba casi que lo que yo quería ser como escri-
tor, que era encontrar el tono, la poesía de la novela en su punto exacto, sin cruzar la
frontera donde se vuelva melosa; encontraba la fuerza de los personajes, porque está
perfectamente contada en muy pocas páginas y son personajes muy contundentes,
entonces para mí sí fue de gran influencia esa lectura, y me dio muchas herramientas
para jugar con el tiempo.
Una de las claves en tus narraciones es el manejo del tiempo.
Sí. Rulfo era un referente importante para mí como lector, cuando todavía no escri-
bía; como lector, yo sentía que los relatos eran muy lúdicos cuando no eran narrados
linealmente, sino que jugaban con el tiempo; por eso me acuerdo de Rulfo, pero hay
muchísimos otros que lo hacen con maestría, como Vargas Llosa. Desde que estaba
haciendo mi aprendizaje como escritor entendí que la escritura creativa te otorga va-
rias herramientas, y una de esas herramientas es poder manipular el tiempo a tu gusto.
También aprendí que en ese juego con el tiempo se puede ser muy hermético, como
Rulfo en Pedro Páramo, o es posible hacerle ciertas concesiones y darle un poco más de
pistas en el juego al lector, como lo hace Faulkner, por ejemplo, o como lo hace Vargas
Llosa. Yo siempre he girado más hacia lo segundo, porque creo que al lector se le pueden
presentar alternativas de juego con el tiempo, pero hay que darle las reglas para que
pueda participar en ese juego tan importante en la relación lector-escritor.
Bueno, volviendo a tu experiencia vital: ¿vivir en Medellín marcó tu carrera de escritor?
Yo creo que mucho, porque casi no he podido desprenderme de Medellín en mi es-
critura. Lo he intentado, pero siento que cuando comienzo a escribir, la narración me
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va pidiendo el tono, me va pidiendo la geografía, la forma de hablar. En Mala noche no
menciono la ciudad, pero en El vacío en el que flotas, aunque tampoco la menciono, hablo
de una ciudad que está agobiada por el terrorismo, por las explosiones, por las bombas,
por una racha violenta, donde hay unas bandas, unas mafias. Aunque no menciono el
narcotráfico, sí hay un poder ilegal que tiene a la ciudad sometida; para mí, esa ciudad
claramente es Medellín. Sí me marcó, porque sigo llevando a Medellín en mi literatura.
También has dicho que con la muerte de Pablo Escobar comienza la historia reciente
de Medellín. ¿Cómo percibe la historia de los últimos veinte años en esta ciudad?
La muerte de Escobar partió en dos la historia reciente de Medellín, porque con él se
dio la entrada del narcotráfico a Medellín, él marca muchas cosas en toda la ciudad, pero
yo creo que no hay que ignorar que antes de la entrada de Escobar había una ciudad
como ardiendo a fuego lento, una ciudad marginada, una ciudad que no era tenida en
cuenta, una ciudad que contrastaba con la otra ciudad contemporánea, muy moderna,
muy avanzada en muchos aspectos, una ciudad rica compartiendo escenario con otra
ciudad muy pobre; y lo que hace el narcotráfico, además de otra gran lista de desas-
tres, es hacer estallar esa ciudad que ya ardía. Siempre he creído que esas dos ciudades
tenían que haberse encontrado desde mucho antes, y de una manera muy diferente:
no encontrarse alrededor del dinero y del poder que estaba generando el narcotráfico,
que fue la ciudad que se conoció a nivel mundial. Y la muerte de Escobar fue como la
oportunidad de decir: bueno, cometimos estos errores, había estos vacíos en la sociedad,
vamos a llenarlos. En estos últimos veinte años ha persistido mucho de esa mentalidad
mafiosa en la sociedad y en la cultura. Hay un agravante que traté de contarlo en mi
novela El cielo a tiros, y es que ya hay una nueva generación que no fue testigo de eso que
sucedió en los ochenta, y que, al no ser testigo, no tiene una percepción real de lo que
sucedió. A veces siento que ese discurso ha tendido a un cambio, sobre todo frente a
los protagonistas, y eso implica un riesgo de apología frente a esos protagonistas y que
olvidemos la gran cantidad de víctimas que hubo en esa década larga durante la cual
Escobar reinó en Antioquia y en Colombia.
Que es hacia donde miras en El vacío en el que flotas, hacia las víctimas.
Hacia las víctimas. Eso es lo que yo quería mirar: cómo estas víctimas, aunque un suceso
les cambia la vida radicalmente, tienen que seguir pedaleándole a la vida en lo cotidiano,
es decir, en el trabajo, en su relación con la familia, con la pareja, y las secuelas que esto
trae en esa vida cotidiana: la pareja se destruye, la familia se desmorona, la persona,
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muchas veces erráticamente, también comienza a buscar nuevos caminos para tratar de
sobrellevar esa espera, porque básicamente es una espera eterna.
Algunas de tus obras se inscriben en lo que Héctor Abad Faciolince ha llamado si-
caresca. ¿Alguna vez te has sentido presionado para que dejes escribir novelas sobre
sucesos relacionados con la violencia en esta ciudad?
Esa ha sido una tendencia muy frecuente que no viene del mundo editorial, ni del
mundo de la literatura; viene más de ciertos sectores de la sociedad a los que no les
gusta que nuestra violencia se ventile públicamente, ni en libros, ni en periodismo, ni
en televisión, ni en cine, ni en nada. Creo que esa es una reacción normal de ciertos
sectores, pero yo no les pongo atención, pues creo que esa opinión viene precisamente
de una ausencia de lecturas. Desde que comenzaron a contarse historias, desde la Iliada,
lo que se ha venido contando son nuestros errores como seres humanos, las fisuras de
la condición humana. Toda sociedad tiene el derecho a contarse a sí misma, y eso se ha
venido haciendo desde la literatura universal, y Colombia no tiene que ser la excepción.
Si el narcotráfico ha sido parte de nuestros dolores y de nuestros males, ahí estamos
para contarnos. O si es la violencia de mediados del siglo pasado, ahí tenemos un gran
catálogo de ese tipo de literatura. Quienes contamos la violencia estamos ejerciendo un
derecho y una necesidad para nuestra sociedad. La literatura es memoria.
Uno de los temas que se toca en El vacío en el que flotas es el de los premios, la vanidad
del escritor y la presión del mercado editorial. ¿Han tenido algún efecto los premios
en tu escritura?
Lo ha tenido, pero en un sentido muy privado, muy personal, como cuando te hablé
antes de Rosario Tijeras, el impacto que tuvo la novela cuando salió publicada, que me
llena de emoción pero también de miedo, y eso ha pasado con algunos premios, que
me dan emoción pero me dan miedo porque uno sabe que el compromiso se aumenta,
o por lo menos hay que mantenerlo. Eso de las vanidades del mundo editorial tienen
mucho que ver con los cambios del mundo en los últimos años y en todos los sectores:
primero una banalización del discurso; ahora hablábamos de crítica literaria: la crítica
literaria se convirtió en un tweet, o ahora en una publicación de Threads; un mensaje de
140 caracteres, o no sé de cuántos, y eso es todo. Es algo que ya había leído en un libro
muy bien escrito, La civilización del espectáculo, de Mario Vargas Llosa, que paradójica-
mente después de escribir ese libro cayó en las garras de esa civilización del espectáculo
al casarse con una celebridad. En fin, hoy en día el mercado editorial tuvo que entrar
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en esa dinámica banal, rápida, muy mediática, de influenciadores, para mantenerse
vigente en el mercado. Hoy ya no se le mandan libros de cortesía solo a los periodistas
culturales, sino también a los influenciadores, y los influenciadores publican libros no
sé sobre qué, pero generan filas larguísimas en las ferias. Y en medio de esa frivolidad
uno encuentra autores que también entran en el divismo.
Ser un escritor exitoso genera presiones. ¿Has sentido esas presiones?
Como te digo, son más como a título personal, porque yo me tomo mi tiempo escribiendo,
me demoro un promedio de cuatro años por cada libro, que tal vez es mucho aquí en
Colombia, pero me gusta tomarme mi tiempo, no me gusta afanarme, y nunca he recibido
presión de las editoriales por asuntos de tiempo. Yo creo que a veces la presión viene
de mí mismo, porque yo soy mi primer lector, yo soy duro conmigo mismo, me doy rejo.
Conocemos casos de escritores que firman contratos con las editoriales para hacer un
libro por año.
Es cierto. A mí nunca me lo han propuesto; lo más cerca que estuve de eso fue hace
mucho tiempo, como en el año 2000: con la editorial Planeta firmé un contrato por
hacer tres libros, pero sin ningún límite de tiempo. Para mí la presión, que seguramente
la has experimentado, me la da el reto diario de sentarse frente a esa historia y tratar de
sacarla adelante, y así sea cojeando, salir vivo de ahí.
A veces no sabe uno por dónde seguir.
A veces no sabe uno por dónde seguir: todos los días hay una cantidad de dudas y de
preguntas.
¿Qué tan importante ha sido la exploración del mundo femenino en tu obra, y qué
tanto sientes que has logrado ahondar en ese mundo?
Esa exploración se me ha dado de una manera muy natural, por mi entorno: viví en
una casa que se mantenía llena de mujeres; yo me asomaba a ese mundo femenino
de una manera muy fresca, muy natural; aprendí a entenderlo, a compartirlo; a veces
buscaba mis espacios y era en esos momentos cuando yo encontraba compañía en los
libros. Después me caso y tengo una hija, entonces todavía son mi esposa y mi hija las
que mandan, ellas son como las reinas de ese pequeño universo que yo habito. Desde
que me volví escritor entendí que una historia, mientras tenga más giros, recovecos y
obstáculos, es mucho más rica. Y uno ve que en Colombia, y me atrevería a decir que
en el mundo, la historia de la mujer siempre es más compleja, más llena de obstáculos,
con más quiebres, y ahí es donde se dan los elementos interesantes de una historia.
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Escribir sobre sicariato y sobre violencia implica conocer esos temas, investigarlos.
¿Cómo ha sido la aproximación a esos fenómenos?
La aproximación ha sido en gran parte por investigación a través de libros y también
por distintos documentos: ensayos, novelas, películas… yo busco por todos lados.
No hago inmersión en lo que voy escribir: nunca me metí a ver cómo vivía una pan-
dilla de sicarios, por ejemplo. En Paraíso Travel hablé con inmigrantes, pero no quise
cruzar la frontera como ilegal, aunque me lo ofrecieron: no iba a arriesgar mi vida
por un libro. Parto mucho también de la observación, de lo que puedo percibir, y de
la imaginación; es muy importante también la idealización que hago de ciertos per-
sonajes. Por ejemplo, Rosario Tijeras tiene mucho de lo investigado, pero también
mucho de la idealización que hago como autor; ahí es donde entran a jugar mucho
los elementos de la ficción.
A propósito de la violencia, que es un tema común en tus obras, ¿cómo has percibido
el debate en torno a la propuesta de paz en Colombia y en torno a la idea de legaliza-
ción de las drogas en el mundo?
Siempre le tuve mucho miedo al uso de la palabra paz; su significado implica muchas
cosas, genera expectativas gigantescas; desde el comienzo se le ha usado de una manera
muy descuidada, facilista, tanto que yo pensé que la iban a convertir en parte del paisa-
je, y va a generar decepción cuando la gente vea que con todos esos procesos no se va
a lograr lo que la palabra implica. ¿Por qué? Porque en todo proceso hay disidencias,
obstáculos, enemigos, y porque en el mundo nunca se ha logrado alcanzar a plenitud
lo que implica la palabra paz, y por eso esta palabra, como la paloma, se nos ha vuelto
parte del paisaje, y esto nos ha vuelto incrédulos. Pero hay que seguir buscándola.
En cuanto a las drogas, insisto en que la guerra que se ha usado contra las drogas
hasta ahora es fallida, lo único que hace es crear más violencia, más corrupción, y
hasta más consumo. Sería muy interesante que se atrevieran a plantear las opciones
de legalización, pero no podría ser un paso aislado de Colombia; más que de pro-
ductores, este es un paso para los países consumidores, como lo muestran los costos
en los lugares de producción y en los países consumidores; para llegar a esos costos
tan altos, las drogas han avanzado por caminos de corrupción y violencia. Bajar los
costos del consumidor sería un paso muy importante para reducir el mercado. Pero
este es un asunto moral y político, y una propuesta como esta no da votos, y por esos
los políticos no se atreven.
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Puede haber un hilo muy delgado entre tratar el tema de la violencia desde la literatu-
ra y pretender hacer explotación comercial de esa violencia.
Yo procuro que la violencia sea apenas el entorno en el que se desarrolla un argumento
que no necesariamente participa de esa violencia. Por ejemplo, Rosario Tijeras es ante
todo una historia de amor. Tiene un entorno violento, que en este caso coincide con
Medellín y con una época de narcotráfico y violencia. Pero yo podía llevar esa historia
a otro lugar, a otro entorno, a otro tipo de mafia, y funcionaría igual. Nunca he inten-
tado presentar esa violencia como un tratado sobre la violencia misma; mis libros no
son tratados sobre el narcotráfico ni sobre la migración, sino que busco conflictos a
veces muy cotidianos, historias de amor, historias de familia, como en Melodrama, por
ejemplo, que muestra a una familia disfuncional, pero ahí la violencia es de otro tipo,
es una violencia verbal. Para mí muchas veces ese contexto violento sirve apenas como
un telón de fondo. Al tocar estos temas, uno tiene que procurar que lo literario prime
sobre lo social; tengo que concentrarme en el estilo, en si los personajes son sólidos,
potentes, creíbles, si es adecuado el tono de los diálogos. Todos estos elementos li-
terarios me roban mucho más la atención y el esfuerzo que el mismo entorno. Pero
no quiere decir que lo desconozca: yo trato de informarme, de estudiar, de investigar
sobre esos entornos.
¿Y ahora qué podemos esperar en tu próxima obra?
El vacío en el que flotas salió apenas en agosto, está muy fresco, me ha tenido ocupado en
la promoción. He estado leyendo sobre un par de temas que tengo en remojo. Quisiera,
como ejercicio literario, porque solamente lo he hecho en los cuentos pero nunca en
una novela, contar una historia linealmente, en un orden cronológico, sin juegos con
el tiempo. No sé si lo logre, porque me gustan y disfruto esos juegos temporales que le
dan dinamismo a la historia, pero tengo ese reto.
Para despedirnos, ¿será que le podemos mejorar el argumento a esta historia de Co-
lombia?
Yo soy pesimista, aunque reconozco que Colombia ha mejorado en muchos aspectos; no
quiere decir que estemos en el punto óptimo, pero creo que ha habido luchas que han
tenido buenos resultados en cuanto a la discriminación, en cuanto a temas de género, de
las mujeres, el acceso a muchas cosas que antes estaban muy cerradas. Pero lo mismo que
estoy diciendo de Colombia lo aplico para la humanidad: no confío mucho en la humanidad;
hemos progresado en muchas cosas, pero hay un elemento en que seguimos atrancados
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mundialmente, y es en la violencia, y patinamos, y somos violentos, estamos atrapados
en un mundo violento; hoy tenemos dos grandes guerras y cuál de las dos más absurda,
y ahí están muriendo todos los días civiles, soldados, derrochando miles de millones de
dólares en armamentos. En este sentido la humanidad es decepcionante, y eso es tenaz.
Entonces no soy muy optimista, pero ya estamos aquí y hay que seguir pedaleando.
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