Nihilism and salvation. Between transcendence and immanence

Authors

DOI:

https://doi.org/10.17533/udea.ef.351037

Keywords:

nihilism, salvation, immanence, transcendence

Abstract

This article starts from two books by Santiago Alba Rico and Peter Sloterdijk to address the problem of nihilism, leading to Nietzsche and Heidegger to theoretically center the discussion and to conclude that the very idea of Salvation is nihilistic and belongs to its own logic. The fundamental problem can be approached as the conflict between the escape to some metaphysical or transcendent instance — the State or the Revolution, material forms of the Kingdom —or the immersion— which implies the whole assumption of suffering and enjoyment —in immanence.

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Author Biography

Sergio Espinosa-Proa, Universidad Autónoma de Zacatecas

antropólogo social (ENAH) y filósofo (UCM). Profesor de la UAZ desde 1981. Autor de La fuga de lo inmediato (Madrid, 1999), Em busca da infância do pensamento (Río de Janeiro, 2004), De una difícil amistad (Madrid, 2005), De los confines del presente (México, 2006), Del saber de las musas (México, 2016), Bataille: de un sol sombrío (México, 2017), Blanchot: del enigma diurno (Madrid, 2019), Del instinto del pensamiento (Madrid, 2020), El silencio de lo Real. Teología y psicoanálisis (México, 2022) entre otros títulos.

References

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Published

2024-01-01

How to Cite

Espinosa-Proa, S. (2024). Nihilism and salvation. Between transcendence and immanence. Estudios De Filosofía, (69), 159–176. https://doi.org/10.17533/udea.ef.351037

1

Desde cierta perspectiva metodológica, resulta posible no definir rigurosamente los términos, pero sí sorprenderlos in fraganti. Intentaré hacerlo. Es posible sorprender al nihilismo moderno como un desajuste potencialmente desastroso entre el respeto -el respectare, el mirar de soslayo o de plano el bajar la mirada- y la bulimia, es decir, la conversión de todas las cosas, las imágenes y las personas en cosas de comer: porque, en el límite, todo es consumible, todo llega a ser objeto de una voracidad sin freno. La lógica del Capital -que nada quede sustraído de la relación universal de compra-venta, es decir, que todo quede reducido a ello- es una manifestación catastrófica de aquel desajuste. En otras palabras, el capitalismo es un modo del nihilismo, y no al revés (el nihilismo tiende a pensarse como una “ideología” dependiente de la privatización de los medios de producción). Saberlo es importante porque de lo contrario se combatirán los síntomas sin llegar al origen del mal; si el capitalismo tiene su raíz en el nihilismo, lo primero por hacer es comprender cómo actúa éste para imaginar -y proponer, y construir- otra cosa. La “dialéctica del hambre y la mirada” -subtítulo del libro Capitalismo y nihilismo de Santiago Alba Rico (2007)- es una manera de decir que el nihilismo, en el capitalismo, es una articulación de eso que en otra terminología -aunque igualmente crítica- sería la sociedad de consumo con la sociedad del espectáculo (aunque, de modo más radical, en el capitalismo la sociedad es directamente el consumo y el espectáculo: una plaga de langostas). La palabra arcaica -griega- para identificar esta condición es hybris: la desmesura, la pérdida de la medida, del ajuste, del equilibrio. Es el tiempo descoyuntado de Shakespeare (Hamlet). Al nihilismo no parecen afectarle medidas económicas, ni políticas, ni culturales, ni sociales: ni siquiera -menos que ninguna- medidas morales. Es justo al revés, como muy lúcidamente especificó Nietzsche: el nihilismo resulta de considerar al mundo desde una perspectiva moral. ¿Con qué se le combate entonces? Peor todavía: ¿se le combate? ¿No será mejor hacerlo nuestro aliado? Porque la idea misma de combatir, de exterminar, de hacer la guerra, ¿no es de rancia estirpe nihilista? El nihilismo es esa infinita red de procesos cuyo efecto general es reducir a nada las cosas que existen: física, pero también, antes, metafísicamente. Un sutil y a la vez brutal conjunto de procesos humanos que, consciente o inconscientemente, adrede o sin querer, espontánea o sistemáticamente, van reduciendo el ser a la nada. ¿Qué resiste, y cómo lo hace? Esta es la cuestión, la pregunta de cuya respuesta dependerá todo lo demás. Hay que tomar nota de esto: respecto de esta profundidad, de esta herida abierta que es lo real debajo de la realidad convenida -toda realidad se desentiende de lo real precisamente por ser convenida-, todos parecemos querer no saber nada; o saber lo menos posible. Pero este “no querer saber”, ¿es propio de la “naturaleza humana”? En otros tiempos, que en gran medida han vuelto, la alternativa era muy clara: socialismo o barbarie (así se llamaba, en honor a Rosa Luxemburgo, autora del slogan, un grupo de trabajo político de los años sesenta); presente o no, los términos mismos, tanto como su oposición, aparecen movidos y borrosos como en una mala fotografía. El socialismo ha salido muy maltrecho del choque, en la historia tanto como en la teoría; pero la idea de barbarie también, porque exhibe una tara humanista según la cual todo cuanto obstaculice la marcha de la civilización -concebida como ideal moral- ha de ser removido, convertido, integrado o simplemente destruido. Una miopía a la que ya se había enfrentado Walter Benjamin: “No existe un solo documento sobre la civilización que no sea al mismo tiempo un documento sobre la barbarie” (2016, p. 309). La civilización es la barbarie -pero una que por alguna razón dispone de los medios de legitimidad necesarios para imponerse. Era, pues, y esto es triste, una falsa alternativa. ¿Hay salida del capitalismo, que se ha manifestado como la hidra de mil cabezas que no sólo devora a los seres humanos sino, por medio de ellos, a la totalidad de la naturaleza, a la tierra y al cielo en su arcaica (dis)armonía? ¿Hay otra cosa además de ese monstruo de innumerables rostros que es el nihilismo? En otros términos, ¿qué se puede y qué se debe “salvar” de sus fauces? ¿En qué consiste y cómo resiste nuestra “humanidad”?

De acuerdo con el modelo explicativo propuesto por Santiago Alba Rico, no es ni la “bondad”, ni la “razón” -ni la compasión ni la inteligencia-, sino un delicado equilibrio -a mi modo de ver, roto de modo irreparable- entre tres “órdenes” vitales: lo comestible, lo utilizable y lo admirable. Salvo la nuestra, que ya resulta bastante grotesco calificar de “nuestra”, ninguna cultura humana se ha privado de trazar fronteras o diferencias muy nítidas entre esos “órdenes”:

Pues bien, el capitalismo es el primer orden económico-social de la historia que ha borrado la frontera entre estos tres órdenes, que no distingue entre objetos de consumo, fungibles y maravillas, y que trata todas las cosas por igual, sin hacer ninguna diferencia, las manzanas y los corderos, las mesas, las casas, los ordenadores, los libros, los cuadros, el oro y el cuerpo, las patatas, las catedrales, las imágenes -las cosas naturales, las instrumentales y hasta las solamente pensadas- como ‘“cosas de comer”’, como puros comestibles; es decir, como mondos medios para la reproducción de la vida. El capitalismo […] sumerge ininterrumpidamente la cultura en la biología, la antropología en la naturaleza, y la sociedad construida en su seno -en los países llamados paradójicamente avanzados- es cada vez más una sociedad de puros comensales, de hambre libre desatada sobre el mundo: una plaga de langostas que no se detendrá mientras pueda comerse todavía una torre o un paraguas. El capitalismo dedica todo su tiempo a fabricar su propia comida y a comérsela y, si es sobrehumano porque se cree in mortal, es prehumano porque es animal: una sociedad, en fin, de pura subsistencia (Alba Rico, 2007, p. 113).

La “alternativa” es, miremos por dónde, y aunque el autor se cuide muy bien de decirlo, el “reencantamiento del mundo” -algo en extremo paradójico en un mundo hechizado en y por el fetichismo de la mercancía y atravesado de cabo a rabo por la lógica del Capital. La alternativa no es ya socialismo o barbarie, sino reencantamiento o fetichismo: dos categorías ni siquiera filosóficas, sino antropológicas; no económicas o sociales (o económicas y sociales porque primero son categorías antropológicas). Parece que sí: sólo la maravilla -y no un dios- podría salvarnos. La maravilla: lo digno de verse sin con ello “comérselo”; la maravilla -lo numinoso- es lo inapropiable. ¿Cómo contribuir al desarrollo de esa sensibilidad, cómo volver a despertar nuestra potencia imaginativa? ¡Volviendo a Dadá! Al menos es lo que en ciertos casos parece funcionar. El reencantamiento es el retorno de la singularidad -un Kierkegaard sin angustia-, el retorno de la diferencia, de la infancia, de la locura, del misterio del mundo. Y lo mejor: ese reencantamiento es obra de uno solo; nadie nos enseña cómo, porque el encanto está en descubrirlo todo de nuevo, por sí mismos. Como decía La Bruyére, “no hay en el mundo más bello exceso que el de la gratitud” (2006, p. 159). Quizás. Pero esta conclusión puede ser precipitada. Aunque en general no se puede estar en desacuerdo con el análisis, se antoja reiterativo (y la verdad aburre un poco). Su denuncia del capitalismo como el Mal radical lo habríamos leído en infinidad de lugares. Aunque con seguridad habría que remontarse hasta el principio. En una conferencia pronunciada en Friburgo en 2001, Peter Sloterdijk presenta una tesis tal vez exagerada pero muy interesante. Según él, Martin Heidegger ha elegido el camino de la filosofía para apartarse de la escenografía trágica -del teatro-, pero para permanecer en las inmediaciones de la religión. Repite, en este sentido, el gesto fundador de Platón: los dioses presentes en la tragedia han resultado, por su semejanza con las partes monstruosas de los hombres, literalmente impresentables. La filosofía se sale del teatro y funda la academia, la escuela, un sitio que, sin salir de la ciudad, le rendirá los debidos honores a un Dios que se revela -y se vacía- en la transparencia de la razón, es decir, del diálogo. “En vez de secta”, dice Sloterdijk haciendo un guiño a los pitagóricos, “debe haber escuela” (2011, p. 18). La educación del pueblo ha de pasar de los poetas a los maestros. Esta es la razón del rechazo platónico: una razón teológico-política (el dios ha sido purificado, interiorizado y logificado “para epifanías más sutiles”). Se trata, pues, de un masivo desplazamiento del espacio teofánico: se ha pasado del éxtasis místico -provocado o no por sustancias enteogénicas- al teatro dionisíaco, y de éste a la academia (platónica), una institución de la que más tarde se apropiaría la Iglesia cristiana provocando un “melancólico híbrido” que llegará casi intacto hasta el Idealismo alemán.

2

Esto de que Heidegger no es un “pensador de escenario” remite a lo dicho antes por Sloterdijk en referencia a Nietzsche, con su conocida predilección por lo trágico. Heidegger no; él es, según se infiere de su exposición, un pensador “rural”: provinciano y decididamente antimoderno. Con todo, habría que reconocerle una originalidad, o una discrepancia esencial con Platón: su pensamiento se mueve, rasgo que Sloterdijk radicaliza hasta el extremo de caracterizar su filosofía como una ontocinética:

Ya no partimos de la apariencia estática, de la idea, de las cosas, del sujeto, del sistema, de la conciencia, del estado de cosas, de lo objetivo, de los valores supratemporales. Sólo podemos partir de la movilidad esencial en nosotros mismos, con nuestra temporalidad, nuestro estar emplazados, nuestra situacionalidad y nuestra adscripción. […] La filosofía es comentario de nuestra situación (Sloterdijk, 2011, p. 22).

¿Qué es, a este respecto, el inquietante Dasein? Un ente que cae, pero también un ente que encuentra en sí mismo la posibilidad de experimentar su vida en su profundidad o, mejor, en su desfondamiento. Somos seres arrojados a lo abierto del mundo sin saber nadar -sin saber ni poder valernos por nosotros mismos-, por lo cual “flotamos” entre las cosas y nos aferramos a algunas que nos ayudan a simplemente no ahogarnos demasiado pronto. Uno, de mil amores, podría pasarse así toda la vida -así se la pasa la inmensa mayoría de cualquier país; pero la filosofía es una especie de despertador, una experiencia que nos salva de caer y permanecer en la zona de confort, en la mediocridad abúlica, en la miseria existencial. La contribución más importante de Sloterdijk en esta conferencia -y en las otras nueve que componen el libro, escritas con un talante muy similar- es el paralelismo trazado entre la teología- con Agustín en posición preeminente- y la Ilustración o, en general, entre el mundo antiguo y el moderno:

Y así como san Agustín había respondido a la pregunta cristiana por la posibilidad de crear, en medio del desarraigo del hombre en el mundo, un lugar de arraigo al fundar en los límites del Imperio romano una comunidad monacal que existe hasta hoy, el último Heidegger funda como caminante y meditador un hábito reflexivo que establece las reglas del denominado cuarteto, reglas de una orden orientada a la naturaleza conservada que reclama la ‘“región”’ para su permanencia salvada-salvadora en aquélla. Si por el fundador fuese, también las cosas y los dioses tendrían que cumplir la ley de este riguroso idilio. Aquí puede satisfacerse la tendencia a un ministerio puro. En la reserva reflexiva, los hombres se hacen voluntariamente tan débiles como fueron antes de la introducción de la gran técnica. La segunda impotencia se amolda, como creen sus representantes, al nuevo derrotero del Ser. Ahora se comprende por qué al cabo son nuevamente los teólogos católicos los que encuentran una formalización de su modalidad de fe en los escritos posteriores de Heidegger (2011, p. 48).

El criptocatolicismo de Heidegger es el resorte fundamental de su crítica del mundo moderno, y uno se pregunta si no lo sigue siendo en la gran mayoría de sus autoproclamados críticos; el círculo (vicioso) siempre termina cerrándose del lado de Dios. Hay en este rechazo de la maldad del mundo decisivos componentes gnósticos: el viejo y tan nuevo tema de la perversión y la conversión. Nada nuevo bajo el sol platónico-agustiniano. Su esquema (cinético) es:

Caída ---- Construcción del mundo ---- Vuelta (Estado de-yecto) (Experiencia) (Kehre)

Perversión ----------------------------Conversión

El elemento propiamente religioso o, mejor dicho, teológico, está en la desaparición del sujeto: no es ni el yo ni es la comunidad humana la que “torna” a Dios, sino Él que retorna y endereza a la estirpe de Adán. La periagogé platónica -el giro que el filósofo protagoniza en el interior de la caverna- pierde, en la lectura agustiniana de Heidegger, su carga irónica para hundirse en la melancolía y la desesperación: el hombre no debe ser iluminado -rescatado de su ignorancia- sino redimido: salvado del pecado, arrancado de su perversión originaria:

Si, con todo, el mito, fomentado por el propio Heidegger y repetido tanto por exegetas como por historiadores atenidos a los textos, de un ‘“camino del pensamiento”’ posee todavía cierta significación en el proceso de la obra, es en el abandono progresivo de la voluntad como agente del viraje -empezando por la inicialmente exigida autocaptura heroica, continuando con el ‹“salto”› a la ‘“participación en el acontecer”’, acentuado por la voluntad de no querer, y terminando con la adaptación al juego del ‘“cuarteto”’, que vira hacia aquí y hacia allá obedeciendo a sus propias leyes, y en la fuerza recogedora de la ‘“región”’. Si al principio parecía exigible el viraje producto de una autoimplicación decisiva en la autenticidad revolucionaria, más tarde se expondrá de manera cada vez más explícita que el hombre nunca entra en consideración como autor del viraje (Sloterdijk, 2011, p. 47).

La posición de Heidegger se encuentra claramente en los confines de la modernidad: se ha despedido del sujeto, del objeto, de la sustancia y del hombre mismo. En efecto, sólo (un) Dios podría (aún) salvarnos. A menos que, cosa que sólo insinúa débilmente Sloterdijk, no se trate de eso, de “salvarnos”. ¿De qué se trata entonces? Dado que la experiencia de los dos últimos siglos -cuando menos- ha sido terrorífica -nada humano ha logrado impedir la destrucción de la tierra y la depauperación existencial de la gente-, y cancelada -por reaccionaria- la parousía del Ser, ¿a dónde mirar?, ¿qué nos es lícito esperar? Definitivamente, no es cuestión de “salvarse”, porque, por desgracia, extra ecclesiam nulla salus: “¿No hay que ponerse en guardia, más que ante cualquier cosa, ante la expertocracia de la salvación?” (2011, p. 50). Contra el provincianismo ontológico de Heidegger y contra las capellanías de los intelectuales críticos -aunque aprendiendo todo de ellos-, Sloterdijk se inclina por una relectura naturalista del verso hölderliniano: “En el corazón del peligro /crece también lo que salva” (Patmos). Evocando el arrojo de los navegantes portugueses del siglo XV, parece aún posible confiar en una volta do mar que -sin Dios y sin clerecía- nos traiga de vuelta a la tierra firme:

Puede que sólo se trate de un viraje en el que influya la herencia bien conocida de las revoluciones hasta ahora intentadas y fracasadas, una vuelta de la técnica contra la técnica […], una vuelta del capital contra el capital, una vuelta de la guerra contra la guerra, una revisión de las ciencias por las ciencias, una vuelta de los medios contra sí mismos. Los movimientos de viraje adquieren una complejidad que va más allá de la mera ‘“revolución”’. Las inversiones relevan a las revoluciones percibidas como imposibles e infecundas. Las retorsiones reemplazan a los virajes; con ellas, una nueva dimensión de la inteligencia cinética aparece en nuestro campo de visión (2011, p. 53).

3

De ser aún ahora y haber sido un vocablo arrojadizo a la menor provocación, “nihilismo”, después de Nietzsche y Heidegger, quizás haya alcanzado su mayor altura conceptual -o su mayor profundidad filosófica-, al grado que, sin él, el tiempo que nos ha tocado vivir se antoja decididamente impensable; no es, por cierto, un “ismo” entre otros - capitalismo, socialismo, comunismo, fascismo, imperialismo, totalitarismo, liberalismo, anarquismo, surrealismo, futurismo, modernismo (con todos los post- o neo- que se requieran)- que recubren y dan nombre a determinadas opciones -políticas, económicas, estéticas-, sino, justo al contrario, una condición básica que se impone con -o más bien- sin nuestro consentimiento: lo contrario, pues, de una “opción”. Del nihilismo no hay sujeto, sólo una sustancia que vuelve todo su objeto: que se lo “come”. Así, el capital, o lo social, o lo común: formas encarnadas de su Espíritu. Así como hay cada año una “temporada de huracanes” -recién recomienza- que nadie, ni la NASA ni la NOAA, puede preciarse de elegir libremente, o de prever y controlar con márgenes mínimos de error, el nihilismo es una especie de catástrofe natural que se cierne sobre la tierra, pero -y aunque también se cierne sobre ellas- surgida de las entrañas de la cultura o de la civilización humana. El nihilismo es una cosa del ser, pero, fundamental y absurdamente, del ser humano. Allí comienza a ser un tema interesante. Friedrich Nietzsche se ha referido al nihilismo como al “huésped más inquietante”: “El nihilismo está a la puerta: ¿de dónde nos llega éste, el más inquietante de todos los huéspedes?” (2008, p. 220), a ese que no podemos echar de la casa, pero tampoco acostumbrarnos a tener bajo el mismo techo. Es y no es nuestro conocido. Es y no es nuestro enemigo. No es fácil hacérnoslo nuestro amigo; no es fácil decir que lo conocemos. Ha llegado sin permiso y sin esperar cortesías. Sabe no ser insoportable. Es incluso adaptable, pero nunca deja de ser “profundo” (con todo lo asfixiante que eso pueda implicar). Lo inquietante es que, sin ser propiamente un invasor, o un alien, y ni siquiera una presencia viral, está aquí, entre nosotros. El nihilismo es lo que hay entre “nosotros”. Lo mejor que podemos hacer, ya que no se trata de una ideología que adoptar o despreciar, como una camiseta de esas que regalan en las campañas llamadas políticas, es utilizarlo como -perdón por la expresión- “clave hermenéutica” para intentar penetrar e iluminar los entresijos del tiempo presente y descifrar hasta donde ello sea posible su sentido, su lógica y sus límites. No sabemos aún si funcione como tal. El nihilismo es una categoría ontológica: apunta al corazón (o al cerebro) y no a la piel (o a las extremidades) de las cosas: allí donde ellas pueden cesar, seguir siendo o dar de sí. Argumenta o exhibe -quiere hacerlo- el centro y no la periferia, el fondo y no la superficie, lo esencial y no lo accidental, de las cosas (y de las palabras): es una categoría que pregunta (si es que pregunta y no mejor pasa de largo) por el ser necesario y no por la experiencia contingente. Es, pues, con la consabida ilusión/ decepción que suele acompañarlas, una categoría filosófica (de donde podría sin violencia extraerse una ética, una estética y una política, acaso algo más: una psicología, una antropología). Que sea filosófica -y no, por ejemplo, científica- tiene consecuencias no siempre benéficas o edificantes. El nihilismo es un huésped inquietante incluso dentro del discurso filosófico, que a menudo se ocupa un tanto desesperadamente de lanzarlo con todo y chivas a la calle. A semejanza del tema del inconsciente -la categoría sin la cual el psicoanálisis se derrumba no sin gracia y dignidad-, las ciencias bien constituidas lo observan con franco y creciente recelo. Y no podría ser de otra forma: ni el nihilismo ni el inconsciente son objetos dóciles a la manipulación (o a la formalización), y ni siquiera a la mirada, razón por la cual levantan comprensibles - aunque no siempre justificables- suspicacias, refunfuños y arcados de cejas. Porque el nihilismo es exactamente aquello en lo que no podemos confiar. Un espacio, un vacío, un hueco que ni la amistad ni la enemistad, ni el amor ni el odio, ni el entusiasmo ni la apatía tienen el poder de cerrar. Da miedo, pero también atrae; da asco y se antoja. Uno quiere y no quiere ser nihilista. El nihilismo es la ambigüedad: antiguo y siempre nuevo, deseable y execrable al mismo tiempo. Es como lo sagrado; como lo real. Es como el demonio.

Sin duda, es difícil escribir después de Nietzsche (aunque también, desde otro punto de vista, mucho más fácil); Gottfried Benn (2005) comprendió que, habiéndolo dicho todo con una precisión insuperable, todo lo que ha venido tras él ha sido y será una pálida o desvaída exégesis. La tarea no es por tanto convertirse en su epígono -y menos aún su detractor-, sino trabajar sin fatiga y con la máxima imaginación (crítica) en el surco abierto. Que es, le guste o no admitirlo, la tarea de Martin Heidegger: Nietzsche es para él el sitio de acabamiento, la última terminal de una actitud y una perspectiva iniciada con Platón. Es verdad que así se le puede leer; pero, radicalizándolo, Heidegger termina desfigurando su legado, y entregándonos un Nietzsche irreconocible: hace de él un Platón desenfrenado, un Platón enloquecido: ¡un Platón nihilista! Con todo, le acompañará -seduciéndolo, pervirtiéndolo- un importante tramo de su camino, concretamente entre 1930 y 1947. Heidegger ha leído en clave teológica a Nietzsche; todo lo que éste afirma del nihilismo gira en torno del símbolo de la muerte de Dios, que el de Messkirch reinterpretará en lengua filosófica como el hundimiento o la caída del hombre “en medio del ente”, es decir, en la inmanencia del mundo. La muerte de Dios es para Heidegger, como también para Nietzsche, la desvalorización de los valores heredados, pero cobra una dimensión filosófica más radical asumiendo con ella la muerte o, mejor, la disolución de la Trascendencia: la distinción mil veces practicada por Heidegger entre el ser y el ente deja traslucir la diferencia -fundamental en la metafísica- entre Trascendencia e Inmanencia. ¿Es que no se podrían proponer valores, ni sostenerse, sin apelar a alguna Trascendencia (es decir: a un límite absoluto que no está en nuestra mano transgredir)? ¿Por qué, por lo demás, ha sido juzgada la Inmanencia como el territorio del mal, como lo demoníaco, como aquello de lo que -unos pocos- tendríamos que salvarnos? ¿Es imposible dejar de concebir a la inmanencia -al ente, en palabra de Heidegger- como la sombra, la negación, la traición, el olvido o el simulacro de la Trascendencia (o del Ser)? La verdad, no ha habido mucho de nuevo bajo el Sol de Platón. Heidegger ha leído en Nietzsche los signos capitales de un destino histórico y metafísico: en su delirio final está revelado el sentido de nuestra civilización. Nietzsche es, a sus ojos, la realización total de Platón; en él se cumple la promesa más íntima de Occidente. ¿Cuál sería ésta? La promesa es explícita en la “fábula” del “mundo verdadero”: no importa la verdad mientras pueda hacerse algo con ella (no por ella). Que se pueda hacer algo es la promesa que termina con la cumplida instalación humana en la tierra. En eso que Heidegger llama Ge-stell -precisamente, “instalación”- está garantizado el proyecto, una subjetivación/objetivación del ser cuyo sentido más profundo es, por ventura, el nihilismo: a saber, la devastación. El carácter predatorio del ser humano se halla allí (hoy) en su apogeo. La pregunta de Heidegger, sumido en el “abismo de Nietzsche”, es si aún nos resulta posible salir del agujero, que nosotros mismos hemos cavado (y que continuamos cavando). ¿Es posible, y cómo, escapar de ese hoyo? Tal será la interrogación que, según sabemos, trataría de responder, en nuestro siglo, Hans-Georg Gadamer (1977). De esa barranca no nos saca ni Dios. ¿O sí?

El nihilismo es, ciertamente, el enemigo. También de Nietzsche. Sólo que el intento de “salvarse” de él es su mejor aliado, su cómplice, así lo sea en un plano vergonzante. Es posible pensar en un Dios capaz de salvarnos, con el poder de hacerlo, pero ¿quién, si fuera Dios, lo querría? ¿No faltaría con ello a su propia justicia? ¿Cómo justificar que tenga sus favoritos? La idea de una Trascendencia que no dice nada, que no pide nada y que tampoco ofrece nada no da la impresión de convencer a nadie, por más ilustrado que se presuma. Si quiero salvarme, estoy condenado; ¡menuda aporía! Gadamer (y, con él, Heidegger) afirma con una mano lo que niega con la otra: es imperativo salvarse -como especie, como individuo, como comunidad-, pero nada que esté en nuestro poder logrará la proeza. Nos salva saber que no sabemos nada. Nos salva renunciar a toda salvación mundana. Nos salva afrontar nuestra impotencia. ¿Salvarnos? Sí: sólo un dios lo podría. Nosotros, mejor pensemos de otro modo. Esto es lo que hacen los no humanistas: Friedrich Nietzsche, en el siglo XIX, y Baruch Spinoza, en el XVII.

4

Escapar hacia la Trascendencia o sumergirse en la Inmanencia: he ahí el dilema. Fervoroso partidario del retorno a la naturaleza, o de su recuperación en una dimensión propiamente humana, Nietzsche invierte tal vez menos al platonismo que a la moral cristiana que en él ha pretendido apoyarse. La naturaleza no es la de los biólogos, ni la de los físicos: esa naturaleza sigue exhibiendo evidentes impregnaciones metafísicas. El retorno a la naturaleza previsto por Nietzsche presupone una liberación de los conceptos -científico/teológicos- que la aprisionan. “Si la vida desarrolla sus propias normas”, señala Vanessa Lemm,

si es capaz de saber por sí misma qué es bueno y qué malo, si puede distinguir entre la salud y la enfermedad, y si puede, además, reconstituirse en la normalidad a partir de una condición de anormalidad, entonces se abre la posibilidad de que nuestros conceptos sean moldeados en función de la vida y no nuestra vida en función de nuestras normas y conceptos. En la modernidad, esta hipótesis fue propuesta por primera vez por Nietzsche, cuyo pensamiento está marcado de principio a fin por la consideración de que la validez normativa depende de la afirmación del devenir de la vida (2014, p. 13).

Correcto: para Nietzsche, la salvación, como fenómeno religioso, consiste y ha consistido siempre en salvarse de la vida, no en salvar a ésta de la decadencia o la destrucción. No se trata de eso. La vida se afirma a sí misma sin requerir ninguna justificación, sin esperar alguna coartada axiológica: se afirma sin por qué y sin para qué. En esto, como en tantas otras partes, es completamente schopenhaueriano. Con Nietzsche se da siempre un problema de escala. No es un filósofo “normal” y mucho menos un profesor (si lo fue, era de filología): sabemos, por su última postal, qué habría elegido entre ser Dios o un académico en Basilea. Su humor es zahiriente, su inteligencia despiadada, sus estocadas siempre certeras. No es una persona común: ¡es dinamita! Con él ha de andarse con el mayor cuidado; no se sabe muy bien qué hacer con él, no se sabe ni siquiera leerlo. Lo que ocurre con Nietzsche es algo que va más allá de acuerdos y discordancias; resulta extremadamente difícil marcar las distancias adecuadas. En otra ocasión, hablando de Hegel (en un texto inédito), comparé a Nietzsche con el cinturón de asteroides que navegan entre Marte y Júpiter: incluso un ínfimo pedrusco te puede partir en dos. Sensación que se acentúa al leer sus Nachgelassene Fragmente: penetramos en una zona profusamente minada. Por lo mismo, comprendemos que la forma-libro se encuentre perpetuamente suspendida; equivaldría a mojar sin necesidad su pólvora. La fragmentación, la dispersión, la rarificación del pensamiento no es un mero “estilo”, no es expresión de un amaneramiento de intelectuales; no lo es, porque no es el sujeto -el individuo Friedrich Nietzsche- el agente último de la escritura. No hay, al principio o al final de todo, un “quién”, pero sin duda hay un qué. El sujeto -Nietzsche- sólo le propone un nombre a ese “qué” -y le llama “Voluntad de poder”. Nombre deliberadamente equívoco: a menos que la voluntad no sea en absoluto la propiedad de una autoconciencia. Ésta es, propiamente, una ficción, una imagen que a sí misma se da la voluntad de poder. Equívoca, también, porque ni siquiera es “la”:

El hombre como una multiplicidad de ‘“voluntades de poder”’: cada una con una multiplicidad de medios expresivos y formas. Las presuntas ‹pasiones› singulares (p. ej. el hombre es cruel) son sólo unidades ficticias, en la medida en que aquello que proveniente de los diferentes impulsos básicos entra en la conciencia como algo homogéneo es imaginariamente unificado de modo sintético en un ‘“ser”’ o una ‘“facultad”’, en una pasión. De la misma manera pues en que el ‘“alma”’ es una expresión de todos los fenómenos de la conciencia, a la que nosotros sin embargo interpretamos como causa de todos esos fenómenos (¡la ‘“autoconciencia”’ es ficticia!) (Nietzsche, 2008, p. 52).

La “voluntad” es, así, una “falsa cosificación”. Es un nombre que Nietzsche otorga a lo desconocido, un desconocido que conocemos sólo por dos de sus síntomas: la materia y el espíritu (o el pensamiento y la extensión). De ahí que el filósofo sea implacable, y muy en primer lugar contra sí mismo: se ha despedido del Yo y se ríe de sus rabietas. Desde la perspectiva de la voluntad de poder, que es la que en filosofía debe adoptarse, la voluntad de un yo particular -la conciencia y la autoconciencia- es más irrisoria que falsa. Es el Ello -para decirlo en términos psicoanalíticos- aquella fuerza que se da a sí misma un yo-pienso, y que por agotamiento o declinación cristaliza en un super- yo. Con el tiempo y un palito, los efectos serán tomados por causas y el yo-pienso se pondrá a las órdenes de un deber-ser dictado no por la fuerza del Ello, sino por su debilitamiento y extinción (moral) en el super-yo.

Porque existen dos clases de nihilismo, el nihilismo de la moral contra la vida y el nihilismo de la vida contra las formaciones morales; es probable que a ello se reduzca toda la controversia (y la confusión). El nihilismo, según Franco Volpi, no tiene solución, pero, al igual que todos los problemas filosóficos, tiene historia (2005, p. 18): formulado en su máxima concisión, hay una concepción amplia -es el pensamiento obsesionado por la nada que en la metafísica de Occidente acompaña al ser como su sombra- y una concepción restringida: a saber, la definición de Nietzsche como el eclipse de los valores supremos o del “para qué”. Se trata, en un sentido, de una enfermedad, y, así considerada, reclama un diagnóstico, un tratamiento y una curación. Ahora bien, en qué consista esta curación y cuáles sean los medios para alcanzarla dará la medida exacta del pensamiento y de la posición de Nietzsche. Menos pesimista que trágico, Nietzsche se aparta enérgicamente de Schopenhauer por considerarlo inconsecuente; el maestro acertó en el diagnóstico -la representación está al servicio de la voluntad-, pero no pudo desembarazarse de la representación al juzgar este mismo hecho: si la vida no tiene sentido, no vale la pena vivirla. El pesimista parte de la inversión y, hasta cierto punto, de la intensificación de Leibniz: en efecto, en la pregunta ¿por qué el ser y no mejor la nada? El énfasis se pone en el adverbio: sin duda, lo “mejor” sería no haber nacido. La “voluntad” schopenhaueriana es una afirmación injustificable del ser, y, por serlo, exigirá del ser humano, como prenda de su superioridad intelectual y moral, una negación, un rechazo, un adormecimiento, una sublimación. Nada más alejado de la posición de Nietzsche (y nada más próximo a la posición de Freud). El nihilismo es, para el pensador solitario, la negación de la voluntad de poder, una negación que adopta direcciones y figuras casi tan múltiples como su afirmación. Con todo, y dicho un poco entre paréntesis, no es exactamente la inversión de Schopenhauer (como tampoco lo es de Platón); quien lleva sus premisas hasta sus últimas consecuencias, dándoles la vuelta, es Philippe Mainländer (1841-1876): la Voluntad es lo primero y lo último, pero, contra Schopenhauer, es una voluntad de no ser, una voluntad de autoaniquilación. En lenguaje filosófico, la inmanencia existe porque la Trascendencia se ha suicidado, y su muerte da origen al mundo: “Dios ha muerto, y su muerte fue la vida del mundo”, afirma Mainländer en Filosofía de la redención (2020). El primer nihilista, el más grande de todos, es Dios. De ahí que el acto más divino sea el suicidio (Mainländer se quitó la vida a los 34 años). Aquí, lo interesante sigue siendo que la autoaniquilación no se propone, como tal vez sí lo hace Schopenhauer, desde la altura de la moral: la voluntad es voluntad de muerte, de disolución, de entropía y desorden, voluntad de nada. Es el ser mismo lo que tiende irresistiblemente al no ser. En relativa concordancia con esta filosofía, Nietzsche tratará de comprender el fenómeno del nihilismo desde un punto de vista no moral. El nihilismo es la lógica de la civilización. No es un efecto perverso, una excrecencia accidental, la erupción superficial de cierta alergia: “el nihilismo”, escribe Nietzsche, “es la lógica, pensada hasta el fondo, de nuestros grandes valores e ideales” (2008, p. 64). Tal vez no el ser, como pretende Mainländer, pero sí el mundo -el mundo de la civilización occidental- se halla atravesado por una voluntad de nada, por una negación autojustificada -en nombre de los más altos valores e ideales- de la existencia real. La Trascendencia se ha ideado como una plataforma destinada a nulificar -aniquilar, pero también neutralizar, reducir y manipular- todo lo que tenga que ver con la inmanencia; ésta se ha puesto al servicio completo de aquélla. Tal vez, pero debemos preguntarnos por qué este modelo de subordinación, tras mostrar su histórica eficacia, tendría un día que dejar de funcionar. El nihilismo, dirá Nietzsche, no es lo contrario del platonismo, o del cristianismo, o del kantismo, o del positivismo, sino su reverso: si se niega lo real en nombre de lo ideal, lo real retornará como mala conciencia. Nihilista es el gesto que decreta que el mundo tal cual es no debe ser, y nihilista es aquel que afirma que lo que debe ser simplemente no existe. Quedamos a mano. El resultado de esta doble negación, ¿podría ser algo diferente de la afirmación? ¿Afirmación de qué, afirmación de quién? La lógica del nihilismo escapa al control -técnico, político- de los hombres. En su última fase, se niega a sí mismo: la dicotomía entre lo verdadero y lo aparente se disuelve… ¿en qué? ¿Qué queda después de esta disolución? ¿Nada? ¿Todo?

5

Lo que ha ocurrido es esto: la Trascendencia -el horizonte de la crítica y negación de lo real, de lo existente; la plataforma que garantiza su sujeción y dominio- se ha hundido hasta las cejas en la Inmanencia. Este es el sentido primario de la “muerte de Dios”. El hundimiento en la inmanencia implica la aniquilación del punto de vista desde el que lo real se halla dividido en dos mitades, una sola de las cuales es verdadera. El mundo -el mundo realmente existente- no ha desaparecido con ello; pero se ha transformado. En un mundo despojado de trascendencia -en un mundo en el que los valores de Unidad, Finalidad y Verdad se hallan desacreditados o eclipsados-, las cosas aparecen de formas raras y desusadas (aparecen como el arte, al parecer, y dicho muy en general, siempre las vio). Sin Trascendencia, el mundo carece de principio y carece de fin: ha dejado de existir para. No se orienta a ninguna meta, porque el tiempo se enrolla sobre sí mismo (es la visión del Eterno Retorno). La consecuencia, efectivamente, es la extinción de los “meta-relatos”: no existe ni la exigencia de salir de la “minoría de edad”, como supuso Kant, ni existe tampoco -menos todavía- la marcha triunfal del Espíritu sobre la Naturaleza, como pretendió Hegel. Sin Trascendencia, el mundo carece de unidad: ha dejado de ser un Cosmos para desdoblarse y ramificarse al infinito. Sin Trascendencia, el mundo carece de un centro desde el cual podría aparecer en su verdad: ha dejado de juzgar lo sensible como algo aparente y lo aparente como algo falso o engañoso. ¿Cómo aparece entonces el mundo, si no como un perpetuo e insensato, como un infinito e injustificable devenir? ¿Podría subsistir un mundo así? ¿Habría que esperar -o contribuir a- su disolución total para poder proponer una nueva tabla de valores, una nueva Trascendencia? ¿Necesitamos, de verdad, otro Dios? ¿Quiénes lo necesitarían? Este punto es, creo, el más delicado. ¿Es la Voluntad de poder el candidato ideal para ocupar semejante trono? ¿No es más bien, vista con detenimiento, su negación más radical y más poderosa? ¿En qué podría consistir la “transvaloración de los valores” propugnada por Nietzsche? Me gusta pensar que la afirmación de la inmanencia es -como enseña la asunción del Eterno Retorno- una afirmación sin por qué y sin para qué: de ahí su incondicionalidad. No hay imperativo categórico que valga. Por ese motivo el fragmento 125 de La gaya ciencia (2014) está formulado como una interrogación, la más profunda y soberana de todas: imagina que la vida no tiene el menor sentido, ¿la quieres o no la quieres? Si la quieres, romperás el círculo del nihilismo; si la rechazas, formarás parte del mismo. Seguramente, pero ¿de qué depende esta decisión? La cercanía con el concepto cristiano de gracia -esencial de San Pablo a Lutero y Calvino y a toda la teología protestante- resulta inquietante. Se trata de una afirmación literalmente gratuita; de hecho, negarla, optar por su rechazo, es efecto de un cálculo (que fue lo que hizo Schopenhauer: ¡en la vida nunca cuadran las cuentas!). Si dejamos que el cálculo -es decir, la razón- intervenga, el nihilismo se llevará la victoria. Y ya hemos visto cuál es el efecto perfecto (no perverso) del nihilismo: el suicidio. Es la esperanza en una vida mejor -una vida nueva- lo que nos hace vivir; pero como eso es realmente imposible, a menos que vivamos como sonámbulos (que es lo que por cierto ocurre), la desesperación nos llevará a la autodestrucción. ¡Pero eso podríamos haberlo previsto! No hay que descuidar un aspecto básico de esta revelación negativa: la perspectiva del Eterno Retorno es sugerida por un demonio. El demonio, a diferencia de Dios, no nos dice, o, mejor, no nos ordena qué hacer: sólo nos plantea un dilema, nos planta ante él. Se comporta como una esfinge; pregunta: “¿Qué harías tú si…?”. ¿De verdad, necesita uno que las cosas tengan sentido, necesita uno que algo o alguien justifique nuestra existencia para continuar con ella, para seguir cargándola? Por algo tituló Nietzsche a este aforismo como El peso más pesado: decidir continuar con la vida pensando en términos de salvación, redención o renovación -la decisión propiamente cristiana, aunque no sólo ella- equivale a cometer un suicidio. Es decir: uno muere al instante presente pensando en un instante futuro, pero este futuro no sólo no existe, sino que jamás existirá. Por lo mismo, el escape a la Trascendencia es un suicidio (simbólico) del ser que en cada instante se es. No hay mejor definición del nihilismo. Pero, para muchos, el eterno retorno, la revelación del eterno retorno, permanece siendo enigmático. Un hecho, como dice Franco Volpi, tan lúcido e informado él, “intrínsecamente esotérico” (2005, p. 68).

Místico o no, la cultura del 900 ha abrevado en esas ácidas o amargas fuentes; la literatura se ha hundido en ese fango. Las mentes más potentes del siglo han tomado al nihilismo como un dato primario. También los filósofos, o sociólogos. Y, en nuestros días, ni se diga. En todos, en favor o a la contra, el horizonte es el mismo: no hay Trascendencia merced a la cual ofrecer valores supremos. ¿Lamentable? Sólo en parte. Max Weber, por caso, pedirá a sus coetáneos dejarse de lloriqueos. La Trascendencia es necesaria para los débiles; la Inmanencia, la inmanencia de la razón, puede y aun debe afirmarse sin esperar nada en retribución:

La razón se mantiene lúcida sólo si no se somete a ningún principio heterónomo, sino si se da por sí misma su ley y su forma: el poder de lo racional está en la disolución de todo lo sustancial y en el erigirse en fundamento de sí mismo. El ejercicio de la razón es la virtud de una ascética mundana que reconoce y acepta el carácter de creatura de este mundo, pero que renuncia a todo valor de trascendencia y considera la finitud como la única dimensión temporal en la cual se mide el éxito o el fracaso de la existencia (Volpi, 2005, p. 76).

La pregunta es ahora si la Trascendencia sólo podría ser religiosa y la Inmanencia solamente dominio de la tecnociencia. La respuesta se ve venir: no, en absoluto, la Inmanencia no es hostil al misterio del mundo, sino todo lo contrario. Es la Trascendencia aquello que, dado que es necesaria, producto de un cálculo (moral), expulsa de sí todo lo desconocido. En otras palabras, no hay Trascendencia que tenga el poder de evitar que en ella se aloje algún dios (y un dios es aquello de lo que se esperan órdenes y prohibiciones); en cambio, la Inmanencia es la caverna de mil ventanas en donde se alojan todos los demonios. ¿Por qué tendríamos que temerle? La Voluntad de poder, según he adelantado, es otro nombre para eso: el conatus de Spinoza (y Montaigne), el élan vital de Bergson (y Proust), el paideuma de Frobenius, lo numinoso de Otto (y Lovecraft), el Ello de Freud (y Groddeck), lo Demoníaco de Goethe y Thomas Mann… Decisivo será advertir que, como milagrosamente ha descrito Franz Kafka, lo absolutamente otro se encuentra en el corazón de lo mismo, no en un cielo del que se han expulsado las estrellas y su insensata e injustificable violencia. Tal es el sentido, me parece, de la petición ética de Nietzsche: ¡fidelidad a los espíritus de la tierra! La Trascendencia, en suma, siempre ha sido una invención de la razón, que quiere estabilidad, que quiere saber a qué atenerse, que quiere un Estado (democrático o autocrático) y quiere un Capital (un principio irrestricto de acumulación). La pregunta, en el fondo de la anterior, es qué demonios quiere la vida. Tal vez nunca lo sabremos, pero eso (una Ciencia, un Estado, un Capital), definitivamente, jamás. ¿De qué se trata entonces, de combatir el nihilismo -concebido sin lugar a dudas como una enfermedad humana, como una patología de la civilización-, de aprovecharlo, de defenderlo y agudizarlo, de ponerse francamente de su lado? La posición de Nietzsche es inequívoca: ¡es preciso atravesarlo! Y para ello salen sobrando las ciencias, que son sus hijas, y la religión, que es su madre. El arte es la única actividad metafísica que nos resta, diría, con Nietzsche, Gottfried Benn. El nihilismo es instructivo: otorga las más imborrables lecciones a quienes lo padecen, a quienes lo gozan, a quienes lo cruzan. Nunca a quienes, sonámbulos, simplemente pasan de largo como si no estuviera ahí. Que Dios haya muerto no tendría por qué desalentarnos; que la Trascendencia se haya revelado como un gigantesco embuste tampoco tendría que arrojarnos en los calabozos de la desesperación. Hay un aroma casi festivo en el fin de los metarrelatos. Que el arte sea la única forma de atravesar -en todos los sentidos de la palabra- al nihilismo no es ni ha sido algo que todo el mundo -ni siquiera Heidegger- comprenda con absoluta nitidez. Es, ha sido y sigue siendo demasiado fácil tachar a Nietzsche de esteticista. No, la posición de Nietzsche no es “esteticista”, por más que ha mostrado que no es la ética (considerada en su acepción convencional) aquello capaz de ayudarnos a cruzar (también en todos los sentidos) los torrentes nihilistas. En todo caso, pero es lo que deberíamos mostrar, sería una ética en el sentido de Spinoza: un equilibrio entre los deseos y las razones, una potenciación del conatus, pues éste no es en absoluto un afán de dominio y sujeción o sometimiento. Las Trascendencias siempre son verticales, siempre imponen -y justifican- un orden; la Inmanencia los crea, y si no se ajustan a su deseo de ser más, tranquilamente los desecha: así, literalmente, es la vida. La incomprensión de Nietzsche, que dura hasta el día de hoy, tiene que ver con un miedo cerval, aunque aprendido, inoculado desde la Trascendencia, al hecho inocultable de que los humanos somos naturaleza. ¿Podríamos, en el clímax de las tecnociencias, en la apoteosis de la cibernética, en la irresistible y omnipotente virtualización del ser, dejar un día de serlo?

Referencias

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El presente artículo es un trabajo independiente presentado por primera vez como conferencia magistral en el III Congreso Latinoamericano de Ciencias Sociales en Zacatecas, México en 2016.
Cómo citar este artículo Espinosa Proa, S. (2024). Nihilismo y salvación. Entre la Trascendencia y la Inmanencia. Estudios de Filosofía, 69, 159-176. https://doi.org/10.17533/udea.ef.351037