ISSN (impreso) 0121–5167 / ISSN (en línea) 2462–8433
Creative Commons Atribución–NoComercial–CompartirIgual 4.0 Internacional (CC BY–NC–SA 4.0)
Artista invitado Mario Andrés López Zuluaga Figura morada Óleo sobre madera 50 x 70 cm 2015 Medellín |
LIBROS
Leyder Humberto Perdomo Ramírez (Colombia)1
1 Abogado. Especialista en Derecho Constitucional. Estudiante de la Maestría en Ciencia Política del Instituto de Estudios Políticos, Universidad de Antioquia. Correo electrónico: leyderhpr@hotmail.com
La violencia, esa realidad compleja e intrínseca a la relación de los seres humanos y sus distintas formas de organización política y social, cuya presencia se ha reprochado, disimulado o alabado según la óptica desde la cual ha sido vista o practicada, y cuyos efectos siempre se caracterizan por la producción de dolor y el agravio de quien la padece, es tal vez uno de las más extensos y difíciles temas de reflexión.
La complejidad temática de la violencia es abordada por Xavier Crettiez, quien asume la dificultad de la tarea y la acepta en su odiosa relatividad, es decir, por el hecho de que su omnipresencia en las realidades sociales es tan variada como lo son esas realidades, los contextos históricos, culturales y de luchas de poder en los que se desenvuelve.
Para el autor, la violencia es, en principio, la forma en que es nombrada, adjetivándola como terror, recurso, fuerza, coerción, entre otros. Cada nominación contiene una intencionalidad particular para rebatirla o avalarla, en cuanto su existencia y praxis no es solo el resultado de interacciones de poderes políticos, sino también de pulsiones humanas presentes en muy diversos ámbitos, lo que amplía su complejidad. Por eso la violencia no es ''ella'' en su singularidad, sino ''ella'' en sus bipolaridades y multiplicidad de personificaciones, lo cual precisa referirse no a ''la'' sino a ''las'' violencias.
Crettiez presenta un estado del arte del tratamiento que teórica y políticamente ha recibido la violencia y sus pluralidades, no para limitar y definir unívocamente su esencia, sino explayando su relatividad en las distintas tipologías y formas de pensarla, lo que pasa por su percepción simbólica y física, por su carácter político y social.
Dada la complejidad que han adquirido los medios y la definición de los blancos de las violencias, del dolor de la carne al control del alma (Foucault, 1984), el autor repasa las nociones que superan la producción directa de dolor cuyo lienzo es el cuerpo, así como la insatisfacción de las necesidades elementales del ser humano y su invisibilización a través de la legitimidad del orden que así los dispone, tratándose una de la violencia física y la otra de la violencia simbólica. Además, la violencia adquiere distintos escenarios para su desarrollo, tiene un carácter social cuando se corresponde con una contingencia necesaria a una disfunción de la sociedad, una expresión gratuita de una pulsión o placer en el acto, con apariencia irracional, discontinua, repentina como extrema, con origen en frustraciones objetivas y con justificaciones culturales, pero asimismo con posibles contenidos identitarios, con pretensiones de reafirmación del actor o su grupo, así como de negación de la víctima.
En cambio, el carácter político de la violencia deviene de su inherencia al sistema político, bien por su adhesión al Estado y las instituciones sociales adeptas al sistema político que este condensa, como por la expresión colectiva que impugna ese sistema, uno y otro caso en el que el hecho violento responde a una racionalidad y cálculo que instrumentaliza su ejecución.
Para la comprensión de la violencia y sus facetas, el autor esboza tres grandes rasgos de cómo se piensa políticamente aquella: alude primero a la noción que la repudia, con un anclaje típicamente liberal y mercantil, en el que se supone la violencia como un mal, al que se antepone la violencia monopolizada por el Estado y en favor del mercado; luego expone la noción liberadora de la violencia, que oscila entre las izquierdas políticas y su intensión reforzadora de las clases sociales, su necesidad para el origen del bien común, la justa respuesta para la decolonización, hasta la manifestación de los instintos populares contra la cobardía de las élites, esgrimido por el fascismo; además, se encuentra la violencia como ineluctable, ya sea por su inherencia al hombre (Freud), su pulsión de muerte y autodestrucción (Freud), la competencia (Laborit), la fisonomía que hace naturalmente violentas a las personas (Lombrosso), el instinto colectivo (Lebóit) o la violencia fundacional (Girard).
De esta forma, Crettiez arroja los primeros cimientos para la comprensión de la violencia, los que asume como puntos de partida para una apreciación más amplia del tema, que implícitamente observa a partir de sus actores, intensiones, blancos y metamorfosis, desarrollados en cuatro capítulos.
En el primero, Los procesos de adhesión a la violencia, el autor expone apreciaciones respecto a los factores colectivos e individuales que juegan en ese proceso. Crettiez se ocupa de la marginalidad política, ámbito a partir del cual se han explicado las causas objetivas que llevan a que los grupos sociales recurran a la violencia, particularmente los reclamos de sectores ''privilegiados'' que develan la incapacidad del régimen político para su vinculación en el espacio público o que desenmascaran las imperfecciones del sistema político; la frustración económica que refiere como clases sociales explotadas se rebelan contra esa realidad porque la situación de desigualdad lleva al descontento de clases no sometidas a la miseria (Sen y Tocqueville), o porque hay una proyección imparable, real o aparente, de mejorar sus condiciones de vida, frustrándose por alguna razón con el placer o aspiración de esas condiciones y llevan a la acción o reacción violenta; por último, los determinismos socio culturales de adhesión colectiva a la violencia, que pasan por el medio ambiente —geográfico o arquitectónico—, elementos culturales de obediencia o de socialización violenta, así como la espacialidad pública definida a través del uso de la violencia.
Respecto a la racionalidad individual de adhesión a la violencia, se destaca la intencionalidad en los actores para la búsqueda de lucro, placer o prestigio, inspirados en la codicia, sensaciones de adrenalina, transgresión, poder, las ''delicias del miedo'' o la autoestima individual o grupal, factores que en lugar de ajenos a las condiciones socioculturales, dialogan con este, pero resaltan las condiciones particulares del sujeto y su univocidad.
Los factores particulares en las subjetividades del actor potencian la explicación de expresiones ''novedosas'' de las violencias, como motines de inmigrantes en las ciudades europeas o las ''nuevas guerras'', de lo que trata el texto en su último capítulo.
Por su parte, el segundo capítulo, Las violencias sociales y la violencia de Estado: las lógicas de la violencia en democracia, se refiere a algunas consideraciones acerca de la naturaleza fundadora de la violencia para el ente estatal, así como el papel de aquella para el mantenimiento de su orden, que a través de la legalidad y la violencia organizada monopoliza la coerción y la guerra, bien por la explicación marxista de la violencia de clases sociales o a partir de la legitimidad que implica la centralización de la fuerza en Weber.
El papel que Crettiez reconoce en el derecho para el monopolio y aplicación de la violencia es significativo, en tanto es la ley ''consensuada'' la que permite que ciertas personas investidas del título de funcionarios públicos ejerzan el botín monopolizado, lo que da un aire supuesto de legitimidad para el uso de la fuerza que adquiere esa nominación, resaltándose siempre la importancia del poder de nombrar la violencia. Sin embargo, el ejercicio de la violencia estatal ha de, por lo menos, aparentar coherencia con los preceptos legales, tornándose ''democrático'' o, por el contrario, ilegítimo.
Pero la violencia estatal y su esencia política no es un recurso que se pueda contener para el mantenimiento del poder político, sino que este también es impugnado por medios violentos, exponiéndose en el texto cómo los movimientos sociales y sindicales recurren a tales medios a partir de apreciaciones ideológicas —cohesión de clases— o estratégicas para atacar a los adversarios políticos.
También se encuentran entre los impugnadores los actores del ''terrorismo político'', que acuden al terror como expresión antiestatal y atacan al pacto social y a sus cimientos para demostrar inseguridad y desde allí incitar a la desobediencia, la generación de lealtades distintas a las del Estado y, en ocasiones, reivindicar al individuo y sus búsquedas ''liberadoras'' en la acción violenta.
Como impugnadores violentos del poder político, Crettiez se refiere a un fenómeno contemporáneo de violencia urbana, que en el contexto europeo se manifiesta en motines, cuyo objetivo es antinstitucional, escogiendo sus blancos desde esa óptica, aunque también a partir de expresiones de iras y venganzas legítimas que llevan a depredaciones de otro tipo. Este es un caso en el que se asume la integralidad del análisis de la violencia, en tanto se observan criterios colectivos e individuales que sirven de antesala a su ocurrencia.
En el tercer capítulo, Las violencias de masas y aterrorización: reflexiones sobre las violencias extremas, Crettiez se encarga de las formas de la violencia cuya desmesura considera siempre reprochable y centra su atención en el concepto de masacre y en el de terror. Para ello se propone hacer una sociología de las masacres, aclarando antes que la comprensión no justifica y que en su lugar aporta a la superación de hechos tan trágicos y aparentemente inexplicables en la racionalidad y comportamiento humano.
Así indaga por la estructura de oportunidades que alientan las masacres, que se incrustan en el apoyo real o sentido de las autoridades políticas, que germina en la impunidad e incluso en su incitación, complementándose con el silencio de la comunidad internacional, en el que destaca el papel de las potencias mundiales y su peso en las decisiones de los actores de la violencia desmesurada, que cuenta con la indiferencia selectiva ante la ausencia de intereses políticos o económicos propios, lo que a su vez lleva a la creación de un espacio clausurado, el ocultamiento de lo que pasa, todo esto que en contextos de guerra civil, rivalidad internacional entre Estados, apoyo de estos a grupos armados, la decadencia de un imperio o de atomización del poder, alimentan la violencia extrema.
La transformación del hombre común en asesino es visto a partir de las lógicas de grupo, la desconexión moral y la supresión de las inhibiciones, situaciones que extirpan al individuo del anclaje social y que encuentran en su grupo la única causa válida para su acción. Igualmente, se encuentra la deshumanización del adversario, a quien se desmoraliza, se le seculariza y aísla de las reglas de dios y los hombres (Agamben, 2003), cuya intención es desvirtuar dignidad alguna en la víctima, que entre más cercana a su atacante más sufre el intento violento por la diferenciación, el asesinato para ''purificar y purificarse'', en un racismo que no solo se vale de la taxonomía del otro, sino de la significación social de su existencia hasta construir un racismo (Foucault, 2001). Luego, la ''purificación'' del asesino se acompaña de la ''liberación'' de los límites que socialmente se suponen impuestos, anteponiéndose la excitación a cualquier moral, lo que requiere de un ambiente propicio, ''como toda fiesta''.
Así el autor desarrolla, en coherencia, el placer posible del verdugo, del grupo o las ideologías de uno y otros, en los que caben la posibilidad o la necesidad, de producir terror, que manifiesta explícita o implícitamente su ''odio por la democracia y sus principios'', que a la luz de la ideología puede tornarse en el totalitarismo, que no concibe desacuerdos y sí el terror para suprimir cualquier asomo de estos.
Pero para Crettiez la ideología que no se explaye desde el régimen político, sino desde sus adversarios, también se viste de terror, desde el absoluto de sus banderas, que las acercan a los totalitarismos, en cuya racionalidad y la de sus actos el fin es la ruptura con lo que es y no se quiere, en nombre del deber ser de dios o la ideología.
Por último, en el cuarto capítulo, Las metamorfosis de la violencia, el autor se inquieta por las elucubraciones sobre las expresiones contemporáneas de la violencia y la guerra, que refieren algunos cambios aparentes en sus acciones, representaciones y justificaciones. Las acciones se suponen variadas en tanto el Estado se excluye de las confrontaciones, en un proceso de privatización de la violencia en el que se observa un aparente flujo del mercenarismo, fortalecido por el incremento de la oferta informal de soldados y armamento, el escape del Estado a su responsabilidad en los conflictos de baja intensidad, el auge de la doctrina ''cero muertos'' y la implantación de multinacionales en algunos países que instalan esquemas de seguridad, que constituyen verdaderos ejércitos. Ofertas de seguridad que se potencian al interior de países como Francia, donde la prestación de servicios de seguridad violenta se convierten en empresas e industrias del control del delito, alimentadas por sensaciones de inseguridad atizadas por los empresarios y aliados gubernamentales, una real o supuesta crisis en la eficacia del sistema penal, así como en una tendencia del foco de acción policial hacia la búsqueda de la acción judicial punitiva.
Las nuevas formas de la violencia igualmente se alimentan de su propia ''tecnologización'', que permite la ubicación de blancos predilectos para el ataque —centrales nucleares, financieras o informáticas—, posibilidades de difusión e información mediática, particularmente mediante Internet, incremento en la potencia de los actores con armamentos más eficaces, como los fusiles AK–47, misiles tierra aire y las armas bacteriológicas. Las nuevas tecnologías, además, generan dinámicas particularidades en el comportamiento de la criminalidad violenta, generan nuevos botines para el ataque —celulares, computadores portátiles, entre otros— o compelen al uso de la fuerza por la eficacia de los medios tecnológicos de protección, por ejemplo, en el ataque a conductores ante el aseguramiento de los vehículos.
La metamorfosis de la violencia también se refleja en las ''nuevas guerras'', que parten de una comparación con las expresiones bélicas ''viejas'', en un análisis comparativo que define las confrontaciones contemporáneas sin causa, sin apoyo popular, con violencia gratuita —no controlada e indiscriminada—, con fines de enriquecimiento y saqueo —codicia—, sin fin temporal —degradación de los actores y sus causas—, con asimetrías en los medios y con pretensiones de incidencia en la opinión pública.
Las metamorfosis de la violencia tienen cambios en su representación, la forma de ser observada y asumida por sus actores y ''espectadores'', lo que cobra sentido por la mediatización de la que se ha hecho objeto, haciéndola un espectáculo, lo que produce sensaciones de miedo e inseguridad en los ''no violentos'', formación de ''comunidades emocionales'' entre los mismos —piedad con la víctima y cólera hacia el victimario—, así como una teatralización de la violencia desde sus operadores.
Las nuevas formas de la violencia del mismo modo contienen supuestos cambios en su justificación, que ya no se basa en el materialismo histórico, la liberación del oprimido o la transgresión como realización coherente de los individuos, sino un identitarismo que cohesiona a los sujetos violentos desde su ser, como sucede con las yihad islámicas.
En el contexto de la metamorfosis de la violencia, Crettiez resalta el papel que ha adquirido la víctima, por la conmiseración con que se presentan los actores y espectadores inscritos en el ''derechohumanismo'', entre ellos el Estado, que recurren a las víctimas para supuestamente centralizar su funcionamiento, hacerse la víctima y ocultar manejos propios de la violencia, en un proceso de victimización de los ''victimarios'', pero iniciándose también una competencia entre víctimas, lo que permite el ''descubrimiento'' de nuevas violencias y victimización, como la violencia conyugal.
De esta manera Las formas de la violencia es un necesario referente para quienes se interesan en el abordaje de semejante tema de investigación y conocimiento, aunque es necesario que sus lectores, particularmente en escenarios como el colombiano o el latinoamericano, asuman de forma crítica la elaboración de Crettiez, en el sentido de que su contexto de estudio se corresponde principalmente con la realidad europea y del Oriente Medio, haciéndose necesario reinterpretar algunas de las apreciaciones que allí se hacen, observar manifestaciones de la violencia que no se abordan o profundizar en algunas menciones que el texto contiene.
En la misma vía, el lector debe asumir el texto con sus propias limitaciones, es decir, como el estado del arte que es, y desde allí apreciar la rica exposición de fuentes bibliográficas y de casos que contiene, pero con el compromiso de indagar con mayor profundidad unos y otros, así como —verdad de perogrullo—, la de abrir nuevas puertas de análisis de las violencias y la indagación de diferentes manifestaciones, como la guerra civil o los combos en las barriadas colombianas, los motines en las prisiones venezolanas, las luchas entre ''barras bravas'' en el Cono Sur, entre tantas otras realidades que para su análisis requieren evitar la traspolación de teorías, pero alimentarse de similitudes y diferencias para las realidades en que se gestaron.
En últimas, reseñar el texto de Crettiez es, como suele ser, una invitación para acercarse a la comprensión de la violencia, sus bipolaridades y esquizofrenias en nuestros contextos, que se condensan en una sola realidad aterradora pero cierta.
Notas
* DOI: 10.17533/udea.espo.n50a18
Referencias bibliográficas
1. Agamben, Giorgio. (2003). Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida. Valencia: Pre–textos.
2. Foucault, Michel. (1984). Vigilar y castigar. El nacimiento de la prisión. México, D. F.: Siglo XXI.
3. Foucault, Michel. (2001). Defender la sociedad. Curso en el Collège de France (1975–1976). Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.