La proclama del triunfo del liberalismo y la democracia al terminar el siglo xx parece haber liquidado los grandes debates en torno al Estado y lo político para dar paso a la era del consenso liberal, en la que discusiones de variopinta naturaleza toman protagonismo; sin embargo, el siglo xxi presenta fenómenos como las migraciones, las guerras extraterritoriales y nuevas formas de vigilancia estatal que demuestran que cuestiones como la soberanía no solo no están superadas, sino que vuelven a ser centrales para comprender y visibilizar la paradoja que se presenta entre el ejercicio del poder en los Estados contemporáneos y su relación con la promesa liberal.
La tensión entre los derechos de los individuos y el ejercicio del poder del Estado implica el desarrollo de formas de hacer operativa la soberanía de manera menos visible. La biopolítica, junto a la posibilidad de la excepción sobre los derechos liberales, se han convertido en herramientas para los Estados en el ejercicio de tal soberanía, llevando a concluir que, «el ethos liberal del gobierno está cada vez más caracterizado por la “excepción”» (Holmer, 2008, p. 183. Traducción propia), cuya soberanía se expresa en la decisión sobre la vida y la muerte, apelando a discursos como la seguridad nacional, la integridad de la unidad política o la propagación de valores liberales para justificar la continua suspensión del orden jurídico.
En este contexto, la propuesta teórica de Giorgio Agamben pretende dar respuesta a la necesidad de actualizar el debate en torno a la soberanía y de establecer y caracterizar la íntima relación existente entre totalitarismo y democracia. Así, soberanía, biopolítica, totalitarismo y democracia son cuestiones centrales de su obra que se entrelazan para esbozar una teoría en la que la vida se posiciona como categoría central.
Su obra Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida (1995) servirá de base a este artículo, el cual pretende plantear los puntos de convergencia y divergencia entre el Giorgio Agamben, Carl Schmitt y Hannah Arendt. Con Schmitt, tendrán puntos de encuentro en lo relativo al rol central del estado de excepción para el concepto de soberanía y a la comprensión de los elementos jurídicos que dan origen a la idea de homo sacer, mientras que el debate entre ambos girará en torno al uso técnico de la excepción que será rechazado por el autor alemán. Con Arendt convergen en torno a la advertencia respecto a los peligros de la disolución del espacio político como consecuencia de un ejercicio de poder que deviene en totalitarismo y en la identificación de la biopolítica como ampliación de la intervención estatal sobre los individuos.
El trabajo de Agamben puede ser caracterizado como un esfuerzo para revisar la lógica de la soberanía desde la biopolítica. Los términos «biopolítica» y «biopoder» fueron acuñados por Michel Foucault. El primero de ellos para hacer referencia a «el conjunto de mecanismos por medio de los cuales aquello que, en la especie humana, constituye sus rasgos biológicos fundamentales podrán ser parte de una política, una estrategia política, una estrategia general de poder» (Foucault, 2006, p. 20). Por biopolítica se refiere a la «irrupción del problema de la naturalidad de la especie humana dentro de un medio artificial. Esa irrupción de la naturalidad de la especie dentro de la artificialidad política de una relación de poder es algo fundamental» (p. 42), o al momento histórico en el cual la vida pasa a ser considerada por el poder (Paredes, 2008, p. 110). Así, «la noción de biopolítica se ha convertido en uno de los principales conceptos de la tradición crítica del pensamiento para hacer inteligible la dominación contemporánea» (Hernández, 2018).
De tal forma, la afirmación de que «la politización de la nuda vida, como tal, constituye el acontecimiento decisivo de la modernidad» (Agamben, 1995, p. 13) es la esencia de su propuesta, que parte del reconocimiento del papel que el control del cuerpo ha desempeñado en la modernidad. Todo ello está encaminado a responder la pregunta que guía su texto acerca del punto de intersección entre el modelo biopolítico -por naturaleza, subjetivizante- y el jurídico-institucional -totalizante-.
Con este fin, Agamben (1995) propone la ruptura fundamental entre zoé y bios, siendo la primera de ellas la vida biológica, mientras que la segunda hace referencia a una forma de vida políticamente calificada, distinción de la que surge el concepto de «nuda vida». Es a través del homo sacer que el concepto de nuda vida toma forma, pues se trata de un sujeto al que «cualquiera podía dar muerte, pero era a la vez insacrificable» (p. 18), y que explica la inclusión de la nuda vida a través de su exclusión, gracias a la cual «los códigos del poder político pueden revelar sus arcanos» (p. 18). Esto porque «considera que la exclusión de la vida biológica del ámbito de lo público y de lo político implica su inclusión como una vida desnuda (nuda vida), como una vida totalmente desprotegida frente al poder soberano» (Múnera, 2008, p. 21).
Es así como el concepto de soberanía toma un lugar protagónico en la propuesta de Agamben (1995) al afirmar que «las implicaciones de la nuda vida en la esfera política constituyen el núcleo originario del poder soberano» (p. 16). Bajo esta interpretación, el poder soberano está vinculado con el poder de permitir vivir o dar muerte a los súbditos, posición que en la teoría de Agamben pasa a ser la posibilidad de crear una vida para la muerte -nuda vida- que se caracteriza por ser jurídica y políticamente irrelevante (Múnera, 2008). Es precisamente poner la decisión sobre la vida como criterio político supremo el punto de convergencia entre totalitarismo y democracia, pues en ambos casos la nuda vida «pasa a ser a la vez el sujeto y el objeto del ordenamiento político y de sus conflictos, el lugar único tanto de la organización del poder estatal como de la emancipación de él» (Agamben, 1995, p. 19).
Su postura sobre la soberanía retoma los presupuestos desarrollados por Carl Schmitt, en los que esta se identifica con la expresión del poder decisional del soberano y que en la propuesta de Agamben establece, asimismo, el límite entre el derecho, la política y la vida misma. Las posiciones del jurista alemán sobre la excepción sirven para determinar el umbral entre lo interior y lo exterior, y son base de la conceptualización del ejercicio del poder soberano sobre los individuos, basado en la distinción entre lo incluido y excluido del ordenamiento jurídico que se traducen en relaciones de inclusión y exclusión sobre la vida misma.
Es bajo estos presupuestos que se afirma que la excepción concierne a la naturaleza de la norma, como forma originaria del derecho, ya que la norma está inequívocamente dirigida a la transgresión de la referencia. La relación entre vida y derecho es indisociable pues «el derecho no tiene por sí mismo ninguna existencia, pero su ser es la vida misma de los hombres» (Agamben, 1995, p. 42), máxime cuando esta es punto de referencia para el poder soberano.
A la definición casi canónica de Schmitt (1922 [2009]) de la soberanía como «decisión sobre la situación excepcional», Agamben (1995) le asigna la función de decidir sobre lo que está dentro y fuera del derecho, y con ello la decisión sobre lo que es vida y lo que no. Entonces, el soberano se enfrenta a una situación análoga a la del homo sacer: la paradoja de estar a la vez dentro y fuera del ordenamiento jurídico. Sin embargo, el esfuerzo realizado por el autor no está dirigido de forma exclusiva a las disquisiciones teóricas, sino que su proyecto también está dirigido a la acción, en tanto que su objetivo es «denunciar los mecanismos teóricos y políticos que han permitido tanto la rotura de la unitaria forma-de-vida en modo de vivir y vivir, cuanto la premisa de la nuda vida como objeto del poder soberano con el intento de indicar líneas de resistencia y de cambio radical» (D’Alonzo, 2013, p. 115).
Una de las ambiciones de Agamben en su propuesta teórica es realizar una articulación entre la biopolítica de Foucault y la caracterización del totalitarismo que hace Arendt para dar una explicación sobre el lugar de la vida en el ejercicio del poder soberano. El punto más importante de convergencia entre la obra de ambos autores se refiere a atribuir la decadencia del escenario de lo público al hecho de que la vida biológica haya cobrado dentro de la modernidad un lugar central en el ámbito político.
Para Arendt es clara la separación entre trabajo, labor y acción como dimensiones de la actividad humana, a las que les corresponde un lugar específico en el cual ser desarrolladas. Bajo esta denominación, es natural al espacio de lo político la acción, por ser necesaria la presencia de otros para desarrollarse, mientras que las otras dos corresponden a la esfera de lo privado (Guazzelli, 2013, p. 180). La distinción entre los distintos ámbitos de la actividad humana es fundamental, puesto que «es la separación radical de aquellos asuntos que los hombres pueden alcanzar y conseguir solamente viviendo y actuando juntos de aquellos otros que se perciben y son entendidos por el hombre en su singularidad y soledad» (Arendt, 2008, p. 123), lo que define el carácter político de determinados asuntos.
Basándose en esta diferencia es posible establecer que la distinción entre zoé y bios que realiza Agamben es similar a aquella propuesta por Arendt, toda vez que dota a los sujetos de una existencia biológica que se manifiesta en la esfera privada y una existencia calificada que tiene vocación pública y política. Arendt (2009), sin embargo, reconoce una tercera esfera adicional a la privada y a la pública: la social, que no pertenece a ninguna de las anteriores en estricto sentido, y surge como consecuencia de que:
El sentido moderno de lo privado está (…( opuesto a la esfera social (…( como a la política, propiamente hablando. El hecho histórico decisivo es que lo privado moderno en su más apropiada función, la de proteger lo íntimo, se descubrió como lo opuesto no a la esfera política, sino a la social, con la que sin embargo se halla más próxima y auténticamente relacionado (p. 39).
Lo anterior permite comprender la razón por la cual la invasión de la esfera privada por la política, usualmente al margen de estos asuntos, resulta preocupante para los autores, quienes relacionan este fenómeno con los totalitarismos. Esta se manifiesta con particular fuerza en la modernidad, puesto que «la relevancia de la esfera social es un fenómeno reciente que se da en la era moderna y que encontró su forma política en el Estado nacional» (Guazzelli, 2013, p. 182. Traducción propia), reforzando la idea de que la vida de los sujetos como parte de un gran conglomerado social debe ser administrada por la fuerza del Estado.
En consecuencia, se trata de una esfera política instrumentalizada con el fin de administrar las vidas biológicas de los sujetos. El auge de la sociedad coincide con el triunfo de la técnica, la economía y la estadística que son aplicadas también sobre los cuerpos, dando cuenta del carácter biopolítico de este nuevo modelo. Transformación significativa, producto de ello, es el reemplazo de la acción por la conducta como producto del esfuerzo de estas ciencias de normalizar a los individuos (Arendt, 2009, p. 53). La inclusión de la biopolítica en los Estados modernos implica un tránsito progresivo hacia formas totalitarias que se caracterizan por formas de ejercicio del poder cada vez menos visibles, pero más efectivas (Arendt, 2017, p. 548).
Aunque la autora alemana no aborda directamente el término de biopolítica, sus planteamientos sobre el totalitarismo sí tienden un puente con el concepto. La identificación del origen de la política con la «necesidad biológica que hace que los hombres se necesiten los unos a los otros en la ardua tarea de mantenerse con vida» (Arendt, 2008, p. 121) es la primera forma de relación que establece la autora entre vida y política; sin embargo, no es un ámbito fundamental, puesto que la política, desde su óptica, trasciende el hecho biológico y tiene un fin más elevado relacionado con el destino humano.
Convertir la vida biológica en objeto de la política informa también sobre una transformación en la tradición del pensamiento político, pues se quebranta una distinción que se había mantenido como forma de identificar los asuntos políticos: «La política comienza (…(, a ensanchar su espacio en dirección descendente, hacia las propias necesidades de la vida, de modo que al desprecio de los filósofos por los asuntos perecederos de los mortales se añadió el desdén específicamente griego hacía todo lo que es necesario para la mera vida» (Arendt, 2008, p. 120).
Agamben y Arendt coinciden en que este desplazamiento del núcleo de la política de los asuntos comunes a la nuda vida es borrar la distinción entre la tradición política y la metafísica. Para Agamben (1995) significa reemplazar «amigo-enemigo» (Schmitt, 1987, p. 57) como categoría esencial para la política por la distinción «zoé-bios». Ante esta transformación, Arendt (2009) propone que la natalidad ocupe ese lugar central en la política, «ya que la acción es la actividad política por excelencia, la natalidad y no la mortalidad, puede ser la categoría central del pensamiento político diferenciado del metafísico» (p. 23), materializado en la posibilidad de un nuevo comienzo que identifica en cada nuevo ser.
Esto evidencia que la preocupación política por la vida biológica es un hecho fundamentalmente moderno, al igual que el surgimiento de Estados totalitarios. El carácter plural que otorga Arendt a la política explica por qué los totalitarismos son una amenaza significativa para el destino político de los hombres, pues destruye el «estar juntos de los hombres», es decir, su pluralidad. El desafío que los totalitarismos presentan para la política es que apelan al miedo y a la impotencia de los individuos como principios antipolíticos, obstaculizan las posibilidades de acción humana y, con ello, la capacidad transformadora de la política.
El anterior es un asunto esencial en la relación entre Arendt y Agamben, para quienes el hacer común o plural es una preocupación compartida. En este ámbito, para Agamben (1995) el lenguaje y la comunicación son protagonistas en la constitución de espacios plurales, que se ven amenazados por la intervención del poder estatal, de forma que:
La experiencia que, para el hombre, es sin embargo la más habitual, es decir la de ser hablante, es sustraída al hombre mismo. Para que sea recuperada, es necesario retomar contacto con aquella comunicabilidad que es común a todos los hombres (…( y que también es lo que pasa a través del común convenir práctico de los hombres. La nuda vida, puesta al centro de la esfera pública supone la exclusión de aquella comunicatividad que, al mismo tiempo, es subordinada por la tecnocracia a la comunicación, cada vez más determinada y expuesta en cuanto tal por la sociedad espectacular (D’Alonzo, 2013, pp. 115-116).
La disolución de la frontera entre ambas esferas que denuncian los autores cuestiona acerca de la posibilidad de existencia de la política en contextos dominados por la excepción, como los que describe Agamben. Esta nueva forma de operación del poder soberano se presenta como la mayor amenaza a la política, sin importar la forma en la cual se enmarque: totalitarismo o democracia.
Aunque resulta más evidente en el caso del totalitarismo, en las democracias también es posible observar este fenómeno. Para Agamben (1995) es precisamente el hacer de la nuda vida una forma de vida la expresión del carácter biopolítico de las democracias modernas, pues ello implica que esta se someta a este tipo de técnicas de gobierno. El control sobre la nuda vida es la conexión entre totalitarismo y democracia: «su aporía específica, que consiste en aventurar la libertad y la felicidad de los hombres en el lugar mismo -la nuda vida- que sellaba su servidumbre» (p. 19). En otras palabras, la democracia liberal sella su promesa en una serie de libertades y garantías cuyo cumplimiento depende de un ejercicio activo de soberanía por parte del Estado.
La relación entre totalitarismo y biopolítica se centra en los medios necesarios para mantener el control sobre los individuos. Como rasgo distintivo del totalitarismo, «nunca se contenta con dominar por medios externos, es decir, a través del Estado y de una maquinaria de violencia; gracias a su ideología peculiar y el papel asignado a esta en ese aparato de coacción, el totalitarismo ha descubierto unos medios de dominar y aterrorizar a los hombres desde adentro» (Arendt, 2017, p. 455). Lo que para Arendt es característico del totalitarismo, es para Agamben (1995) un rasgo del Estado moderno que «no hace (…( otra cosa que volver a sacar a la luz el vínculo secreto que une el poder con la nuda vida, reanudando así (…( el más inmemorial de los arcana imperio» (p. 16). De forma que el control sobre el cuerpo y lo específicamente biológico tiene una conexión especial con las formas en que se ejerce el poder en este tipo de gobiernos. Esto no significa, de ninguna manera, equiparar el totalitarismo a la democracia, sino reconocer las transformaciones que vive el poder que a ella subyace.
La cuestión de la legalidad se convierte en central para identificar los rasgos comunes de las formas totalitarias y democráticas en la actualidad. Vale la pena aclarar que, aunque Arendt no admitiría la asimilación del totalitarismo a la democracia, sí realiza un estudio profundo acerca de la justificación de regímenes en la legalidad. Tal como lo señala Montesquieu, citado por Arendt (2008), «la legalidad solo puede poner limitaciones a las acciones, nunca inspirarlas» (p. 100), frente a lo que la paradoja del poder soberano pone en entredicho la verdadera capacidad de la ley de poner límites cuando se enfrenta al poder que le da origen y que la puede suspender, cuestión que se analizará más adelante cuando se aborde el tema de la excepción.
En estricto sentido, dentro de la propuesta arendtiana la excepción no es abordada exhaustivamente para caracterizar a los totalitarismos, en tanto que la cuestión de la legalidad se ve desplazada por la cuestión de la legitimidad, la cual tiene un impacto más profundo en estas formas de dominación. Se apela a una legitimación que es superior a cualquier norma positiva, por ello no se trata de una cuestión de legalidad e ilegalidad que pueda ser liquidada por el poder soberano a través de la excepción, como sugiere Agamben. Las leyes positivas ya no son fuente de legitimación para la acción de dominación, ni tampoco importa la legalidad, sino que su fuente de autoridad se halla en algo superior a ellas: las leyes de la historia o de la naturaleza (Arendt, 2017, p. 619). Así, la legalidad es una cuestión insignificante frente a un poder arbitrario delante del cual la ley perdió cualquier capacidad de imponer límites. No hay, entonces, paradoja para el soberano, porque el ordenamiento jurídico ya no es funcional y se fundan instituciones completamente nuevas revestidas de una legitimidad distinta. Como lo señala Agamben (1995), allí se vuelve indisociable la distinción entre el hecho y el derecho.
Sin embargo, la facultad del soberano no solo se refiere a la posibilidad de imponer o suspender la ley, sino que es inherente a ella el establecimiento de una serie de condiciones normales en las cuales la norma pueda ser aplicada. Implica una concepción nueva sobre el poder, «en el que se encuentra un concepto de realidad enteramente nuevo y sin precedentes» (Arendt, 2017, p. 664). Es una constante actualización de la realidad, la que impone la excepción como permanente, lo que según Agamben (1995) hace de la excepción la condición de normalidad. La decisión sobre la normalidad y la constante excepción no es para Arendt (2017) otra cosa sino la configuración totalitaria de una realidad que:
Es más adecuada que la misma realidad a las necesidades de la mente humana; un mundo en el que a través de la pura imaginación las masas desarraigadas pueden sentirse como si estuvieran en su casa y hallarse protegidos contra los interminables shocks que la vida real y las experiencias reales imponen a los seres humanos y a sus esperanzas (p. 489).
Esta tarea del soberano de establecer las condiciones de normalidad es análoga a la tarea del jefe en el totalitarismo de «actuar como defensa mágica del movimiento contra el mundo exterior y, al mismo tiempo, ser el puente directo por el que el movimiento se relaciona con el mundo» (Arendt, 2017, p. 513). Sin embargo, identificar esta facultad soberana con el totalitarismo puede ser problemático, pues la naturaleza de la soberanía está vinculada al poder de decisión del soberano sobre la interioridad y la exterioridad. Una visión realista sobre la política no solo admite, sino que considera necesaria esta facultad para quién sea titular de este poder. La defensa de la unidad política frente a cualquier amenaza exterior no es sinónimo de totalitarismo, sino que remite a las dinámicas conflictivas de lo político que están presentes independientemente del modelo que se adopte.
La situación del homo sacer descrita por Agamben (1995) como sujeto que se encuentra incluido en el ordenamiento jurídico a través de su exclusión, es denominada por Arendt (2017) como la perfección del dominio del terror sobre una población completamente sometida sobre la que todo es posible. La decisión sobre la vida del homo sacer, que es en Agamben una manifestación del poder del soberano, en el totalitarismo es la expresión de la aceleración de unas fuerzas históricas para «la destrucción física de aquellos cuya “agonía” ya había sido profetizada» (Arendt, 2017, p. 513). Sin embargo, se trata de un poder que se manifiesta no solo en la destrucción de la persona física, sino que «la muerte en el hombre de la persona jurídica, es un prerrequisito para dominarle enteramente» (p. 605), lo que se extiende progresivamente a todos los miembros de la sociedad. La conjunción entre la eliminación física y jurídica culmina poniendo a determinadas personas fuera de la protección de la ley y ubicando las prácticas que recaen sobre ellos fuera del control de cualquier jurisdicción.
La imbricación entre poder soberano y vida no se trata únicamente de la decisión sobre la vida y la muerte de los individuos, sino que implica la creación de seres para la muerte, es decir que se impone una condición «en la que tanto la muerte como la vida son obstruidas con idéntica eficacia» (Arendt, 2017, p. 596). «La insana fabricación en masa de cadáveres es precedida por la preparación histórica y políticamente inteligible de cadáveres vivientes» (p. 601). Simple y pura bios, afirmando con ello el carácter biopolítico de sus análisis del totalitarismo que Agamben (1995) niega.
Aunque Arendt no le dé un lugar central, la excepción es un instrumento imprescindible en los propósitos totalitarios, sobre todo cuando se trata de gobiernos democráticos que operan de igual forma sobre los migrantes, opositores o indeseables. Desde los elementos que ofrece Arendt es posible afirmar que la excepción como herramienta jurídica puede ser un indicio de totalitarismo, cuando, como lo indica Agamben, cada vez más tiende a ser la norma.
El totalitarismo, describe la forma más exacta en la cual la vida se convierte en objeto de un poder ilimitado en el que la «especie humana se convierte en portadora activa e infalible de una ley, a la que de otra manera solo estarían sometidos pasivamente» (Arendt, 2017, p. 620). La cuestión de estos individuos excluidos del ordenamiento, pero objetos de un poder que los domina en cada uno de los ámbitos de su vida crea «un sistema en que los hombres son superfluos» (p. 613).
El debate entre Schmitt y Agamben gira en torno a temas distintos a los expuestos, aunque estrechamente relacionados. Son cruciales los conceptos de soberanía y excepción, no solo porque Agamben apela a la forma en que estos han sido desarrollados por Schmitt para explicar la forma en que la excepción sirve como herramienta a las nuevas técnicas de gobierno, sino porque da una interpretación al concepto que se aparta o incluso puede ser contraria a los planteamientos del alemán.
El análisis de Agamben hace de la excepción el punto de articulación entre derecho y nuda vida, que a priori no están vinculados. La excepción permite incluir la nuda vida en el ordenamiento jurídico a través de su exclusión, ello implica que en la suspensión de la norma el ejercicio del poder sobre los sujetos se justifica a través de una figura contemplada dentro del ordenamiento jurídico.
Agamben (1995) plantea la cuestión de que «las implicaciones de la nuda vida en la esfera política constituyen el núcleo originario -aunque oculto- del poder soberano» (p. 16), es decir, una relación originaria entre vida y soberanía. Esto es una explícita referencia al poder del soberano de dar muerte a sus súbditos como una de las facultades inherentes, pues «este poder sobre la vida física de las personas eleva a la comunidad política por encima de otro tipo de comunidad o sociedad» (Schmitt, 1987, p. 77). El mantenimiento del orden y la estabilidad del Estado como propósito de la soberanía tienen que ser garantizados a través de la astucia o la fuerza, a las que la vida también se les presenta como objeto.
Schmitt y Agamben coinciden en que la disolución de las fronteras de lo político permite que la vida se convierta en sujeto de ejercicio del poder político. Como se había mencionado previamente, para Agamben (1995) la indistinción entre lo político y lo biológico conduce al dominio de la biopolítica en el ámbito estatal. En cambio, Schmitt (1987) señala al Estado total como la forma en la que lo social se vuelve indiferenciable frente a la estatalidad, por lo que «todo es, al menos, potencialmente político [y] ya no conoce de nada que pueda considerarse como absolutamente apolítico» (p. 53), incluso la vida misma. Aunque el alemán incluya la vida biológica como objeto del poder soberano o como un ámbito potencialmente político, no existe en su obra un estudio sobre las formas específicas en las cuales el poder se ejerce en este espacio. Por ello, la dimensión biopolítica que Agamben le quiere atribuir a Schmitt es solo producto de su interpretación, pues es un término que no intenta conceptualizar el jurista y que solo aparece con posterioridad a su trabajo.
A pesar de que las suyas no son reflexiones sobre biopolítica, para Schmitt es fundamental la cuestión del ser humano, puesto que «es una asunción ética fundacional de toda actitud ante lo político, un posicionamiento metafísico a priori acerca de la intrínseca capacidad o incapacidad del hombre para convivir pacíficamente con sus semejantes y consecuentemente la necesidad de que se someta a un mandato» (Dotti, 1996, p. 130). El pesimismo antropológico del cual parte Schmitt (1987) justifica la necesidad de un poder que se imponga como mandato en la forma jurídica y no solo a través de la fuerza. La maldad «natural» del hombre es una falla ontológicamente constitutiva, en la que «las conductas, lo bajo, está condicionado por lo alto, la autoridad soberana» (Dotti, 1996, p. 130), lo que implica que de alguna manera toda la existencia del hombre esté atravesada por el poder soberano.
La relación que Agamben establece entre soberanía y nuda vida se explica en que «la nuda vida y el homo sacer se encuentran en un espacio social en cuyo seno el estado de excepción ha dejado de ser el afuera del orden jurídico y se ha convertido en el nuevo nomos, en una normalidad alterna que no admite la existencia del derecho, pues lo ha revocado» (Múnera, 2008, p. 31). Para ello toma como caso paradigmático los campos de concentración, en los cuales los seres humanos están desprovistos de su condición de hombres, dejándolos por fuera de la protección que otorga el ordenamiento jurídico a los que ha calificado como tales. Es bajo estas condiciones que la excepción pierde su naturaleza puramente jurídica para convertirse en un ejercicio biopolítico. Es en la excepción la situación en la cual se evidencia el lugar que la nuda vida toma frente al poder soberano: «El Estado de excepción, sobre el que el soberano decide en cada ocasión, es precisamente aquel en que la nuda vida, que, en la situación normal aparece engarzada en las múltiples formas de vida social, vuelve a plantearse en calidad de fundamento último del poder político» (Agamben, 2010, p. 15).
Entonces, Agamben parece señalar que el poder soberano «reconoce la vida sólo en la medida en que es posible separar en ella una nuda vida sin derecho y continuamente amenazada de muerte» (Hernández, 2018, p. 4). En consecuencia, es lógico para Agamben (1995) señalar que es la decisión sobre qué es definido y aceptado como vida el asunto sobre el que reposa la decisión soberana y esto es «el fundamento oculto sobre el que reposaba todo el sistema político» (p. 19).
Conceder tal importancia a la vida dentro de la conceptualización de la soberanía conduce a que en su obra «La pareja categorial fundamental de la política occidental no es amigo-enemigo sino la de nuda vida-existencia política, zoé-bios, inclusión-exclusión» (Agamben, 1995, p. 18). Este desplazamiento de las categorías políticas marca un punto no muy claro de divergencia entre Agamben y Schmitt, ya que no son excluyentes. Para el segundo, las categorías esenciales de la política son las de amigo-enemigo, la soberanía está entonces vinculada a la definición del enemigo político y a la consecuente posibilidad de guerra. Además, «no se trata tanto de definir la enemistad del poder soberano con sus enemigos declarados, sino de continuar ejerciendo el poder de decisión soberana, aniquilando a aquellos individuos (enemigos absolutos, diría Schmitt( que representan una amenaza para la “normalidad” de la sociedad» (Berrio, 2008). Aún en el escenario actual, las categorías de Schmitt siguen teniendo mayor poder explicativo del carácter de lo político que las planteadas por Agamben. Aceptar estas últimas significaría negar o reducir los demás ámbitos en los que opera la decisión soberana.
La relación amigo-enemigo es lo suficientemente amplia como para incluir las relaciones de inclusión-exclusión de la vida que Agamben señala, es más, la decisión sobre el enemigo político no es otra cosa que una decisión sobre la exclusión. En la decisión sobre la guerra se manifiesta de manera precisa la operación del poder soberano sobre la vida desde la postura schmittiana. Así, «los conceptos de amigo, enemigo y lucha adquieren su sentido por el hecho de que están y se mantienen en conexión con la posibilidad real de matar físicamente [e incluso] la negación óntica de un ser distinto» (Schmitt, 1987, p. 63), lo que da muestra del carácter más amplio del espectro de la decisión soberana. Schmitt (2009) también justifica la intervención del poder soberano en la vida de los individuos: «Toda norma general requiere que las relaciones vitales sobre las cuales ha de ser aplicada efectivamente y que han de quedar sometidas a su regulación normativa tengan configuración normal» (p. 18), para lo que la excepción sirve como herramienta de restablecimiento del orden.
«Soberano es quien decide sobre el estado de excepción» (Schmitt, 2009, p. 13), es la definición de la que parte Agamben para discutir la cuestión de la soberanía. Concepto que había sido abordado por la tradición política como una preocupación acerca de quién detenta o debería detentar el poder soberano, pero -señala el autor italiano- la modernidad evidencia que el verdadero problema se refiere a la posibilidad de determinar el umbral entre el ordenamiento jurídico, la decisión política y la vida misma. Así, los autores convergen respecto a que el núcleo de análisis sobre la soberanía debe pasar de ser la normalidad a ser la excepcionalidad.
La definición canónica para la teoría del Estado del concepto de soberanía con la que Schmitt inicia Teología política (1922 [2009]) evidencia la indisociabilidad entre este concepto y la excepción. Más que remitirse a la situación normal para explicar la lógica de la soberanía, la excepción es la forma adecuada de hacerlo por tratarse de un concepto límite, cuya «definición no pueda conectarse al caso normal, sino al caso límite» (p. 13). Además, afirma que «Lo normal nada prueba; la excepción, todo: no solo confirma la regla sino que vive de ella» (p. 20). Tal aproximación a la soberanía revela la intención del autor de «legitimar en términos aparentemente antimodernos, […] la primacía de lo político sobre las abstracciones del normativismo racionalista y el utilitario de la economía liberal» (Dotti, 1996, p. 129).
El carácter político inherente a la decisión y que es atribuido a la soberanía por Schmitt lo separa de las conceptualizaciones previamente realizadas que lo ubican como un concepto jurídico o incluso lo eliminan de la teoría del derecho, como lo hizo Hans Kelsen (2011). La prelación que Schmitt le otorga a la decisión sobre la deliberación esboza su crítica al liberalismo por su «debilidad inherente [… ] para comprender su rol positivo como monopolio de la decisión política» (Fonseca, 2018, p. 55). Por ello, la naturaleza de la soberanía no puede ser sino decisional para garantizar la estabilidad y el orden al interior del Estado, pero también por la «necesidad de una autoridad como requisito previo a esa posibilidad de vigencia del derecho» (De Agapito, 1987, p. 21), que se pueden ver obstaculizados por interminables procesos de deliberación típicos del parlamentarismo.
Esta interpretación de la soberanía otorga «un rol decisivo […] a un sujeto particular para imponer e interpretar el derecho» (Massimo Latorre citado por Fonseca, 2018, p. 59). La decisión del soberano sobre el ordenamiento jurídico se enfrenta a los postulados, como los de Hans Kelsen (2011), que pretenden hallar el origen de la ley en ella misma: «Que la idea del derecho no se pueda transformar a partir de sí misma, se deriva de que ella no dice nada acerca de quién debe aplicarla. En toda transformación hay una auctoritatis interpositio [mediación de la autoridad]» (Schmitt, 2009, p. 32). El poder ilimitado del soberano frente al ordenamiento jurídico, al que puede incluso suspender, implica que «también el orden jurídico, como todo orden jurídico, descansa en una decisión y no en una norma» (p. 16).
El problema de la soberanía se refiere a que «El derecho y el poder tienden a encontrarse para vencer así la insostenible situación de tensión entre ambos términos» (Schmitt, 2009, p. 27). La excepción puede ser el lugar de encuentro entre estas fuerzas antagónicas. Coinciden Agamben y Schmitt en que la excepción pone al soberano frente a una paradoja respecto al ordenamiento jurídico, «cae, pues, fuera del ordenamiento jurídico normalmente vigente sin dejar por ello de pertenecer a él, puesto que tiene como competencia decidir si la Constitución puede ser suspendida in toto» (Schmitt, 2009, p. 14). La excepción no rompe el vínculo con el orden jurídico, sino que «impone la necesidad de crear una situación dentro de la cual puedan tener validez los preceptos jurídicos» (p. 18), por lo que la excepción no es una exterioridad a este, como pareciera intuitivamente, sino que hace parte de este.
Esto parece identificar a la soberanía con el momento constituyente, «lo que está en el principio del Estado, y lo que sirve de fundamento, es simplemente una decisión. En el origen está el soberano, y este se identifica con la decisión política [pero] ha de mantenerse presente y activa en el funcionamiento del Estado ya constituido” (De Agapito, 1987, p. 26-28), lo que permite que el soberano actúe frente al caos que impide la aplicación de la norma jurídica.
Citando a Agamben (1995), «El estado de excepción no es pues el caos que precede al orden sino la situación que resulta de la suspensión de este» (p. 30), que responde únicamente a la decisión de quien está investido de facultades soberanas. La situación que conduce al estado de excepción es contraria al carácter previsible y calculable de la norma ante la que la decisión política se impone para cuestionar la hegemonía de la norma (Dotti, 1996, p. 132). La ruptura que supone el estado de excepción «plantea al derecho el problema de la vigencia del mismo [sic] en situaciones no normativizadas» (p. 135), ante el que «la autoridad demuestra que para crear derecho no se necesita tener derecho» (Schmitt, 2009, p. 18). La excepcionalidad intensifica la presencia del poder pues acude a él como único referente para ser resuelta, se trata de una situación que «se manifiesta en la tensión insuprimible entre la rebeldía ante normas y universales, por un lado; y por otro, la también ineliminable necesidad de ensayar continuamente reconstituciones del orden y la regularidad a partir de la nada de la crisis» (Dotti, 1996, p. 131). Se manifiesta entonces la excepción como el momento puro del poder político en el que se visibiliza la autoridad del Estado.
Están de acuerdo Agamben y Schmitt en que la excepción no sitúa en una relación de exterioridad al soberano respecto al ordenamiento jurídico, sino que es una situación que la misma norma prevé, así «no es la excepción la que se sustrae a la regla sino que es, la regla la que suspendiéndose, da lugar a la excepción, y solo de este modo, se constituye como regla, manteniéndose en relación con aquella» (Agamben, 1995, p. 31). Es esta característica la que resulta potencialmente peligrosa para Agamben cuando la excepcionalidad deviene en una práctica constante en el ejercicio del poder por parte de los Estados modernos en el pasa a ser una práctica biopolítica, cualquiera sea la forma de gobierno. En este sentido, respaldando la posición del italiano de que ello conduce a la tendencia gobiernos de tipo autoritario o totalitario: «El análisis schmittiano de la conexión entre la soberanía y la dictadura, sugiere la idea que, en el fondo, el Estado moderno sólo alcanza el culmen de su poder en la situación excepcional y la situación concreta, y precisamente el problema de la excepción concreta es el problema de la dictadura» (Fonseca, 2018, p. 61).
La preocupación expresada por Agamben (1995) acerca del carácter cada vez más permanente de la excepción es la verdadera paradoja que presenta la soberanía en su postura, afirma que «el estado de excepción como estructura política fundamental ocupa cada vez más el primer plano en nuestro tiempo y tiende, en último término a convertirse en la regla» (p. 32). Más allá de la relación de exterioridad o interioridad del soberano frente al ordenamiento jurídico, que ya había sido planteada por Schmitt, el carácter permanente que adquiere la excepción en las prácticas modernas de gobierno desnaturaliza su carácter temporal y de necesidad: «Schmitt ve que una nueva tendencia está apareciendo en la arena política, esta es, la idea de una dictadura soberana donde el soberano se convierte en poder constituyente» (Benavides, 2008, p. 71), lo que plantea el reto para el liberalismo de manejar la continua excepción, la que supone una ruptura con la idea tradicional del dictador sin perder su esencia.
La afirmación de Agamben sobre la tendencia de la excepcionalidad a convertirse en regla puede resultar problemática frente a las características que Schmitt confiere a la excepción, aunque se afirma que «Schmitt parece apuntar al hecho que en los tiempos contemporáneos […] la unidad política moderna se ha visto impelida, por la exigencia de lo concreto, a vivir en una constante excepcionalidad. Se trata de un estado de excepción cada vez más frecuente como única herramienta teórico-jurídica para alcanzar decisiones en el sentido fuerte del término» (Fonseca, 2018, p. 57).
La permanencia que según Agamben adquiere la excepción en los tiempos modernos es contraria al propósito que Schmitt le concede de reestablecer un orden que garantice la vigencia de la norma. Su carácter temporal es explicitado por Schmitt (2009) cuando señala que «Es menester que el orden sea restablecido, si el orden jurídico ha de tener sentido» (p. 18), sin negar con ello la posibilidad para el soberano de constituir un nuevo orden jurídico. Inclusive si con la excepción el soberano ejerce un poder constituyente, siempre vuelve a estar ligado a un orden jurídico, cualquiera que sea, que pueda operar en las condiciones en las cuales se enmarca.
Otra de las contradicciones entre Agamben y Schmitt se puede constatar en el carácter técnico con el que el italiano identifica la excepción, que es utilizada como «un dispositivo técnico de control ilimitado de los sometidos a él» (Hernández, 2018, p. 180). Darle tal carácter a la excepción supondría una contradicción con el pensamiento schmittiano que ha realizado una fuerte crítica a la racionalidad técnica que predomina en campos como el derecho, cuyo carácter predecible y calculable se enfrenta a lo político (Dotti, 1996, p. 133). El lugar de la excepción es, entonces, el de una racionalidad a medio camino entre el derecho y el poder que es «manipuladora o de control» (Hernández, 2018, p. 180).
En Agamben la excepción pierde su espontaneidad característica para dar paso a un uso conveniente que puede dar espacio a «todo» dentro del ordenamiento jurídico, postura que no es del todo coherente con el talante político de esta figura en la postura de Schmitt, totalmente opuesto a ese uso. Más bien, la continua excepción puede ser producto de una esencia política que se rebela ante su desplazamiento en favor de la técnica y la economía que no han logrado absorberla por completo y cuyo único espacio frente al normativismo liberal está en la excepción.
En cualquier caso, la solución liberal a la tendencia a la continua excepción no puede estar encaminada sino a limitar a través de leyes el estado de excepción y, con ello, el poder soberano. Este tipo de propuestas desconocen que «el soberano sigue siendo un sujeto en abstracto, una voluntad sin referencia a un contenido jurídico concreto» (De Agapito, 1987, p. 23) y por ello sobre él descansa un poder ilimitado que no tiene origen en una norma ni tampoco puede estar limitado por ella. Incluso cuando la excepción está contemplada dentro de la norma, es difícil, si no imposible, delimitar el caso en que ella se justifica y limitar las facultades que otorga, «ni se puede señalar con claridad cuando un caso es de necesidad, ni cabe prevenir rigurosamente lo que en tal sazón conviene si el caso de necesidad es realmente extremo y se aspira a dominar la situación. El supuesto y contenido de la competencia son entonces necesariamente ilimitados» (Schmitt, 2009, p. 14). El mismo Schmitt señala que incluso cuando fuese posible reglamentar la excepción «lo único que se logra es relegar a segundo término, más no eliminar el problema de la soberanía» (p. 17).
El debate aquí expuesto advierte sobre la naturaleza política del Estado, atributo que Agamben, Arendt y Schmitt le confieren. El Estado moderno libra una batalla que se materializa por medio de la excepción como el único campo de defensa de una esencia política, la soberanía, la cual se resiste a ser asimilada por la técnica y la economía. Ya sea bajo la forma democrática o totalitaria, el Estado no tiende a su minimización, ni está en su ocaso, sino que, por el contrario, se ha fortalecido y ha hecho de la mayoría de las esferas de la existencia ámbitos de su intervención.
El diálogo entre Hannah Arendt y Giorgio Agamben en torno a la inclusión de la vida biológica como objeto de la política y la disolución del espacio de lo político advierte sobre los riesgos del Estado total. Lo que parecía una experiencia superada en las formas políticas totalitarias del siglo xx, encuentra, paradójicamente, en el contexto hegemónicamente liberal del siglo xxi formas de actualizarse y vigorizarse. Gracias a las transformaciones políticas, sociales y tecnológicas el ensanchamiento del poder soberano es menos evidente y, en consecuencia, la resistencia menos probable y posible.
Por su parte, el debate entre Schmitt y Agamben sobre el estado de excepción comprueba que lo político y la soberanía no encuentran límites ni referentes en la legalidad. Por el contrario, lo jurídico está siempre subordinado a lo político y es la excepción la forma más pura de expresión de dicha jerarquía. De ello que la idea liberal de la limitación del poder soberano sea solo una ficción. Pues la excepción es un problema ineludible debido a la imposibilidad para el ordenamiento jurídico de regular todo, poniendo de presente siempre la necesidad de la decisión. De ahí que la excepción se haya convertido en una herramienta jurídica tan útil para los gobiernos y que la discordancia entre la norma y la actualización de la realidad se haya resuelto por este medio, deviniendo lo excepcional en permanente.
Así se explica la relevancia de la propuesta agambeniana que demuestra que la cuestión de la soberanía sigue siendo un tema vigente no solo para la teoría política contemporánea, sino también para la praxis en los Estados. Ante el aparente debilitamiento del poder de los Estados y la política, Agamben prueba que tan solo se trata de una transformación de los mecanismos a través de los cuales se impone la autoridad. Esta parece ser, entonces, la época en la que la estatalidad adquiere mayor presencia de forma menos visible y con efectos más profundos sobre los sujetos.
6. Benavides, Farid Samir. (2008). Continuidad y discontinuidad en Carl Schmitt: excepción, decisión y orden concreto. En: Múnera Ruiz, Leopoldo (ed.). Normalidad y excepcionalidad en la política (Schmitt, Agamben, Žižek y Virno) (p. 51-77). Bogotá, D. C.: Universidad Nacional de Colombia.
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7. Berrio Puerta, Ayder. (2008). La fusión entre democracia y Estado de excepción en el modelo biopolítico de Giorgio Agamben: una reflexión en torno a los efectos de la exclusión-inclusiva de la nuda vida en el ejercicio de la política occidental. (Tesis inédita de maestría). Instituto de Estudios Políticos, Universidad de Antioquia, Medellín.
Ayder Berrio Puerta 2008La fusión entre democracia y Estado de excepción en el modelo biopolítico de Giorgio Agamben: una reflexión en torno a los efectos de la exclusión-inclusiva de la nuda vida en el ejercicio de la política occidentalTesis inédita de maestríaInstituto de Estudios Políticos, Universidad de AntioquiaMedellín
11. Fonseca, Juan David. (2018). Soberanía y excepción: el debate acerca del concepto de soberanía entre Carl Schmitt y Hermann Heller. Carl Schmitt Studien, 2 (2) pp. 55-65.
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13. Guazzelli, Raphael. (2013). Sobre a biopolítica de Giorgio Agamben: Entre Foucault e Arendt. Griot, 8 (2), pp. 175-189. https://doi.org/10.31977/grirfi.v8i2.561
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14. Hernández, Cuauhtémoc. (2018). Separación, soberanía y nuda vida. A propósito de la crítica de la separación en Giorgio Agamben. Athenea Digital, 8 (3). https://doi.org/10.5565/rev/athenea.2057
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15. Holmer Nadesan, Majia. (2008). Biopower, Sovereignty and America’s Global Security. In: Governmentalitu, Biopower and Everyday Life (pp. 183-211). New York: Routledge.
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17. Múnera Ruiz, Leopoldo (ed.). (2008). Normalidad y excepcionalidad en la política. En: Normalidad y excepcionalidad en la política (Schmitt, Agamben, Žižek y Virno) (pp. 13-47). Bogotá, D. C.: Universidad Nacional de Colombia .
Leopoldo Múnera Ruiz 2008Normalidad y excepcionalidad en la políticaNormalidad y excepcionalidad en la política (Schmitt, Agamben, Žižek y Virno)1347Bogotá, D. C.Universidad Nacional de Colombia
18. Paredes, Diego Felipe. (2008). El paradigma en la biopolítica de Giorgio Agamben. En: Múnera Ruiz, Leopoldo (ed.). Normalidad y excepcionalidad en la política (Schmitt, Agamben, Žižek y Virno) (pp. 109-124). Bogotá, D. C.: Universidad Nacional de Colombia .
Diego Felipe Paredes 2008El paradigma en la biopolítica de Giorgio Agamben Leopoldo Múnera Ruiz Normalidad y excepcionalidad en la política (Schmitt, Agamben, Žižek y Virno)109124Bogotá, D. C.Universidad Nacional de Colombia
[*] Artículo derivado del proceso del semillero de investigación Teoría del Estado: problemas contemporáneos, Universidad del Rosario, 2019.
Cómo citar este artículo. Fonseca Sandoval, Sara. (2021). La vida como categoría central para la soberanía. Biopolítica y excepción en la obra de Giorgio Agamben, divergencias y convergencias con el pensamiento de Hannah Arendt y Carl Schmitt. Estudios Políticos (Universidad de Antioquia), 60, pp. 95-116. https://doi.org/10.17533/udea.espo.n60a05