ISSN (impreso) 0121–5167 / ISSN (en línea) 2462–8433

 

Artista invitado
Juan Carlos Arenas Gómez
La palabra en bronce
De la serie Pixeles de piedra y bronce
Fotografía digital
2024

 

SECCIÓN GENERAL

 

«Esta violencia no la llamamos conflicto». La redefinición del conflicto armado interno en Colombia (2002–2010), una mirada a partir de Amnistía Internacional*

 

“This Violence is not Called Conflict”. The Redefinition of the Internal Armed Conflict in Colombia (2002–2010), a View from Amnesty International

 

 

Jonny Alzate1 (Colombia)

 

1 Historiador. Correo electrónico: jonny.alzate@udea.edu.co – Orcid 0000–0001–5948–1986 – Google Scholar https://scholar.google.com/citations?hl=es&user=NUesPJwAAAAJ

 

Fecha de recepción: febrero de 2023

Fecha de aprobación: octubre de 2023

 

Cómo citar este artículo: Alzate, Jonny. (2024). «Esta violencia no la llamamos conflicto». La redefinición del conflicto armado interno en Colombia (2002–2010), una mirada a partir de Amnistía Internacional. Estudios Políticos (Universidad de Antioquia), 70. https://doi.org/10.17533/udea.espo.n70a03

 


Resumen

El periodo que comprendió el desarrollo de la política del Ejecutivo en Colombia entre 2002 y 2010 significó un marcado cambio en la postura del Estado en relación con el conflicto armado interno. El propósito de este artículo es revelar y poner en discusión dicho cambio a partir de la indagación crítica de los informes elaborados por Amnistía Internacional. Para ello se consultaron de manera sistemática los informes del organismo y se extrajeron las siguientes variables —bloques de información que persisten en la documentación—: i) señalamientos sobre la promoción y divulgación del paramilitarismo como «ideología», ii) llamados de atención sobre políticas de Estado relacionadas con el paramilitarismo y iii) respuestas de los gobiernos al organismo acerca de su trabajo. Dicho contenido se contrastó con la bibliografía que tradicionalmente ha abordado el tema. Se pudo concluir que la principal preocupación del organismo internacional durante estos años estuvo relacionada con la situación de los derechos humanos y de la violación a estos en el marco de la Política de Seguridad Democrática, y que fueron las denuncias del organismo las que provocaron la marcada tensión con el Gobierno colombiano.

Palabras clave: Conflicto Armado Interno; Terrorismo; Política de Seguridad Democrática; Organizaciones no Gubernamentales; Amnistía Internacional; Derechos Humanos.


Abstract

The period that encompassed the development of the Executive's policy in Colombia between 2002 and 2010 marked a significant shift in the State's stance regarding the internal armed conflict. The purpose of this article is to reveal and discuss this change, based on a critical examination of the reports prepared by Amnesty International. To achieve this, the organization's reports were systematically consulted, and the following variables (persistent information blocks) were extracted: i) references to the promotion and dissemination of paramilitarism as an “ideology.”, ii) alerts regarding State policies related to paramilitarism, and iii) government responses to the organization regarding its work. This content was then contrasted with the bibliography that traditionally addressed the topic. It was concluded that the international organization's primary concern during these years was related to human rights and their violation within the framework of the Democratic Security Policy. Furthermore, it was the organization's denunciations that led to the pronounced tension with the Colombian government.

Keywords: Internal Armed Conflict; Terrorism; Democratic Security Policy; Non–Governmental Organizations; International Amnesty; Human Rights.


 

 

Introducción

«Esta violencia no la llamamos conflicto. A sus actores no les reconocemos el título de combatientes. Son terroristas» [palabras de Álvaro Uribe Vélez] (El Tiempo, 2003, julio 1.°).

Importantes elementos del conflicto armado interno en Colombia se resignificaron y reordenaron a partir de 2002, siendo las principales premisas para el gobierno de ese momento la desmovilización de los grupos paramilitares, la participación de Colombia en la lucha contra el terrorismo internacional —del que en adelante se consideró formaba parte la subversión del país— y la «reinvención» del Estado mismo desde sus objetivos más inmediatos en cuanto a su capacidad operativa en términos de capacidad de fuerza contra la insurgencia. El gobierno de Álvaro Uribe Vélez hizo eco de su política de seguridad democrática a partir de una perspectiva militarista que, sobre todo, desconocía la existencia de un conflicto interno y señalaba una lucha de las fuerzas militares contra el terrorismo y la delincuencia. Distintos autores reconocidos en la materia participaron del debate público y académico respecto a la discusión conceptual entre las distintas —posibles— formas de enunciar y concebir el conflicto y de ahí la lucha contra este.

Este artículo se desarrolla a partir de los primeros llamados de atención que realizó Amnistía Internacional al entonces presidente Álvaro Uribe Vélez en 2002 sobre su postura respecto a la situación del país. Dichos llamados originaron una discusión entre el gobierno y el organismo internacional que finalmente desembocó en una avanzada contra las organizaciones no gubernamentales (ONG) por parte de dicho gobierno.

Para esta investigación se indagaron de manera sistemática los informes de Amnistía Internacional y de Human Rights Watch durante un periodo que abarca desde la década de 1990 hasta la firma del Acuerdo de paz en 2016. Tras la revisión se halló un grupo de variables —bloques de información— que persisten en la documentación. Como fuentes y guías temáticas, tres de esas variables constituyen el material de este texto: i) señalamientos de una amplia promoción y divulgación del paramilitarismo como «ideología» por parte de diversos sectores e instituciones sociales; ii) llamamientos por parte de Amnistía Internacional y Human Rights Watch a los gobiernos de turno sobre políticas de Estado aplicadas en el marco del conflicto interno relacionadas con el paramilitarismo; y iii) respuestas de los gobiernos de turno a Amnistía Internacional y Human Rights Watch acerca de su trabajo.

De acuerdo con Francisco Leal Buitrago (2006), la renovación hacia un Estado más fuerte estuvo enfocada a lo militar, la cual se basó en tres líneas de acción y que se presentó ante la opinión pública oficialmente como Política para la defensa y seguridad democrática: la primera fue «la continuación de la ofensiva contra las FARC, activada al final del gobierno anterior» (p. 3); la segunda fue la puesta en marcha de «una política de paz con los paramilitares»; y la tercera comprendió «un grupo de políticas específicas —como los soldados campesinos, los estímulos a la deserción y las redes de informantes— destinadas a alimentar a las otras dos» (Leal, 2006, p. 3).

Alfredo Rangel (2004) también señala que las estrategias que adelantaba el gobierno de Uribe contra la insurgencia se resumían en cuatro: «aumento del presupuesto para seguridad, incremento del pie de fuerza, ajuste de la legislación vigente, y promoción de una más decidida colaboración ciudadana con la autoridad para perseguir el delito» (p. 138).

En este mismo sentido, Eduardo Pizarro Leongómez (2003) plantea que se hacen notables los esfuerzos del gobierno en la lucha contra la insurgencia, así como en aumentar la imagen favorable de las fuerzas armadas, permitiendo imaginar un posible fin del conflicto armado. Dicho final dependería de la sostenibilidad del proyecto de «seguridad democrática» y del apoyo de la comunidad internacional, también si el «Gobierno no cae en excesos autoritarios y mantiene un respeto irrestricto a los derechos humanos y, ante todo, si el horizonte estratégico del fortalecimiento institucional es abrir un camino viable para una solución final negociada al conflicto armado interno» (p. 17). Sin embargo, también afirma que dicho proyecto parecía ser realmente insostenible y que, dada la debilidad del Estado y de la insurgencia, el país se estaba acercando a una maduración del conflicto, lo cual permitiría su solución negociada, es decir, a lo que los especialistas denominan un «empate mutuamente doloroso» (Pizarro, 2006, p. 176).

Los tres autores citados reconocen en el gobierno de Uribe durante 2002 un cambio notable en sus disposiciones respecto a la respuesta del Estado contra la insurgencia. En el momento es evidente un profundo cambio en el manejo del tema del conflicto interno.

 

1. Primeros llamados de atención

En el transcurso del gobierno de Álvaro Uribe (2002– 2010) organismos como Amnistía Internacional y Human Rights Watch continuaron su labor en Colombia y advirtieron desde el primer año de ese mandato sobre algunas propuestas que se promulgaban, mostrando así preocupación ante los indicios de que el Ejecutivo reformara la Constitución de 1991, concretamente, en lo relativo a importantes salvaguardias de los derechos humanos, además de otros aspectos como la facultad presidencial de declarar el estado de sitio, excluida en la Constitución de 1991, el cual conferiría atribuciones extraordinarias a las Fuerzas Armadas y a la Presidencia durante un periodo ilimitado. El organismo recordaba que el derecho internacional tiene establecido un conjunto de derechos fundamentales «que prohíben la derogación de ciertos derechos incluso durante un estado de emergencia», y en la práctica «esta nueva autoridad concedería al Presidente [sic] poderes extraordinarios para limitar las libertades civiles durante un período ilimitado», transgrediendo de forma tajante las garantías del derecho internacional, lo cual no ruborizaba ni preocupaba en ese momento al gobierno, pues el ministro del Interior Fernando Londoño admitió que se podían «restringir todos los derechos y libertades públicos en nombre de la seguridad» (Amnistía Internacional, 2002, octubre, p. 5).

Otra propuesta presentada por el gobierno fue la de una milicia compuesta por civiles, la cual se denominó entonces «red de informantes», que podría llegar a conformar un millón integrantes con la voluntad de los ciudadanos (Semana, 2002, agosto 4). Y paralela a esta última está la iniciativa de «un ejército a tiempo parcial de “soldados campesinos”1 compuesto por 150 000 miembros —pensados ambos [cuerpos armados] para que colaboren activamente con las Fuerzas Armadas y la Policía—» (Amnistía Internacional, 2002, diciembre, p. 1).

El funcionamiento de esta red fue puesto en cuestión y fuertemente criticado en los ámbitos nacional e internacional. Las falencias que de antemano se habían previsto resultaron ser, con el transcurso de tan solo unos meses, más que verdaderas. En un documento de Amnistía Internacional se recogen las críticas lanzadas al respecto por organismos como la Oficina en Colombia del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos y por la Defensoría del Pueblo. En dichos pronunciamientos se sacaba a flote la ya conocida discusión en el país sobre el hecho de armar a la población civil. Se acusaba al gobierno de «asignar a los civiles un papel directo en el conflicto», pues la consecuencia inmediata era que «la distinción entre civiles y combatientes se difumina peligrosamente»; además señalaba que «los miembros de la red están expuestos a los ataques de la guerrilla. [Y que] de hecho, ya están siendo blanco de esos ataques» (Amnistía Internacional, 2004, abril 20, p. 16), lo cual a su vez tendría como consecuencia «avivar los argumentos en favor de equipar a estas redes con armas, lo que facilitaría la aparición de un nuevo tipo de grupos paramilitares» (p. 17).

Frente a las críticas del proyecto en mención y la forma como se estaba desarrollando, el gobierno argumentó con fervor su utilidad y lo expuso como un plan de seguridad innovador, comparándolo incluso con algunos planes de vigilancia «vecinales» en algunas regiones de Europa (Amnistía Internacional, 2004, abril 20, p. 16), en donde funcionan redes de cooperación y solidaridad entre la población y las autoridades. Sin embargo, para Amnistía Internacional esta comparación, además de pretenciosa, resultaba completamente errónea, ya que:

Londres y París, por ejemplo, no son ciudades asoladas por la violencia armada y [con] las graves violaciones de derechos humanos e infracciones del derecho internacional humanitario. No existe ningún conflicto armado en Estocolmo, Lisboa o Viena. Los habitantes de estas ciudades pueden participar en esos planes para combatir la delincuencia común sin temor a recibir un balazo en la cabeza o a que se ponga una bomba en la escuela de sus hijos. No van a ser atacados por guerrillas o por paramilitares respaldados por el ejército que por participar en ese plan los acusen de aliarse con sus enemigos (Amnistía Internacional, 2004, abril 20, p. 16).

Estos primeros llamados de atención al gobierno de Álvaro Uribe demostraban una preocupación en los organismos internacionales que desde hacía décadas venían haciendo seguimiento al conflicto interno, al advertir en los proyectos y políticas de Estado un discurso radical y marcadamente distinto al de sus predecesores, pues «desde que tomó posesión del cargo, ha empezado a introducir una serie de medidas de seguridad de línea dura englobadas en la llamada doctrina de Seguridad Democrática» (Amnistía Internacional, 2002, diciembre, p.1). El exmagistrado José Alfredo Escobar expresó que en la sucesión de los gobiernos de línea dura «el Estatuto de Seguridad de 1978 puede calificarse como un antecedente importante para el modelo de Seguridad Democrática del actual gobierno [de Uribe]», comparación que no resulta casual si se advierte el hecho de que ambos se desarrollaron en épocas de «polarización social, crisis de derechos humanos, confrontación armada y denuncias ante la comunidad internacional» (El Espectador, 2008, septiembre 5).

Los llamados de atención iniciales al gobierno Uribe también le recordaban las obligaciones del Estado colombiano al estar regido por distintos tratados internacionales y su responsabilidad política de cumplirlos a cabalidad, el cual debía también reconocer que «las decisiones de la Corte Interamericana no son simples sugerencias ni opiniones, [sino] son mandatos perentorios cuya obligatoriedad no sólo está soportada en el derecho internacional sino en la propia legislación interna cuando Colombia decidió ratificar la Convención» (Human Rights Watch, 2004, abril 1.°). Como ejemplo puede verse el Estatuto de Roma del que Colombia entró a formar parte en 2002 (Boeglin, 2013) y del cual utilizó hasta el último recurso jurídico que el mismo Estatuto le permitía para aislar al derecho internacional del escenario nacional. En ese sentido, el gobierno colombiano, faltando dos días para la posesión del nuevo gobierno de Álvaro Uribe y con aprobación de este, solicitó un recurso del artículo 124 (Vergara, 2002, junio 29) del Estatuto que le permitía al país «no entregar a la CPI [Corte Penal Internacional] en un plazo de siete años a los acusados de crímenes de guerra. Una vez transcurrido ese periodo de siete años sólo podrán remitirse a la Corte los crímenes de guerra cometidos después de ese plazo» (Amnistía Internacional, 2002, diciembre, p. 14).

 

2. Cambio radical en la postura del Estado

«Nadie puede ser neutral en la lucha del Estado contra cualquier modalidad criminal» (Amnistía Internacional, 2002, diciembre, p. 19). Esta frase aparece en una carta enviada a Amnistía Internacional el 16 de octubre de 2002 por el entonces presidente Álvaro Uribe, que asumió una posición de línea dura en defensa del Estado. El organismo le respondió que «aunque un Estado puede instar a sus ciudadanos a que colaboren con sus instituciones judiciales y denuncien delitos y violaciones de derechos humanos, en una situación de conflicto el Estado no debe promover prácticas que expongan a las comunidades civiles a convertirse en blanco directo en el conflicto» (Amnistía Internacional, 2003, noviembre 24, p. 21).

La situación por la cual atravesaba el país durante 2002 contenía un elemento que no era nuevo ni ajeno al escenario nacional: una agudización de la violencia tanto en las ciudades como en el campo. Dicha problemática involucraba, además de los actores armados —guerrillas, paramilitares y Ejército—, a la población civil. En medio del desarrollo de dicha conflictividad los actores armados, los medios de comunicación, la academia y la sociedad civil en general apelaban a distintos términos para hacer referencia a ella. Para el sociólogo Alfredo Rangel (1999, p. 30) se trataba de una «guerra irregular» en la cual las guerrillas utilizaban el terror como medio para someter a la población civil, lo cual, a pesar de hacerlas un grupo terrorista, no les vedaba su carácter político, pues «en la base de su dinámica hay una disputa de poder que está condicionada a las leyes propias de los enfrentamientos políticos» (p. 31). Incluso cuando comenzaron a disponer de grandes cantidades de recursos por motivos del narcotráfico, lo cual distorsionó «su imagen y naturaleza», ello no significaba un enriquecimiento personal, sino un medio para la lucha insurgente: el narcotráfico no es un fin en sino un medio, «uno de sus principales recursos políticos y, obviamente, el sostén e impulsor de su capacidad bélica» (p. 30), siempre han mantenido sus propósitos políticos (Rangel, 2002, p. 68).

Además del conflicto interno y de la guerra irregular, otro de los conceptos que se discutía en los medios, asociado al conflicto que atravesaba en ese momento el país, era el de guerra civil. Para el investigador Eduardo Posada Carbó (2003, pp. 157–158) este es un término del cual los medios echan mano al no disponer de otros y ante la incomprensión del fenómeno que presencian. La única situación que en Colombia podría asociarse a una guerra civil, para el autor, fue la de la violencia de la década de 1950. En el mismo sentido, Eric Lair (2003, pp. 161–162) plantea que el concepto de guerra civil no explica la naturaleza real de la guerra en Colombia, pues no hay un acuerdo entre los protagonistas a reconocerla como tal, ni una participación voluntaria de la población, por lo cual sugiere el término «guerra civil forzada» o «guerra contra los civiles», pues esta última se convierte en el principal objetivo en medio de la guerra.

En contraste con lo anterior, Carlo Nasi (2003, pp. 157–168) sugiere que el concepto de guerra civil sirve para «identificar genéricamente a distintos tipos de guerras internas» diferentes a las internacionales. También William Ramírez Tobón (2003) señala que no existe un solo prototipo de guerra civil, y que negar que sea un «enfrentamiento entre ciudadanos», sugiere pensar que la guerra «aparece diseñada y ejecutada por actores sin sustento social, [por] simples máquinas de guerra que terminan por convertir al conjunto de la sociedad civil en un rehén de su aparato bélico» (pp. 160–161). El reconocimiento de «civil» es indispensables para conservar el «sentido político» del conflicto, no porque la guerra civil:

Deje o haga pensar en fuertes respaldos de la población a los actores armados, sino que ella, independientemente de la masa de apoyo, le da a estos un irrecusable carácter social derivado mucho más del énfasis confesional y la centralidad política de sus proyectos de Estado (para su conservación, reforma o desmantelamiento), que de los índices cuantitativos de su apoyo poblacional (p. 160).

Para el gobierno, la crisis social e institucional del país era excepcional y merecía medidas extremas, no era un conflicto interno lo que como administración pública reconocía precisamente, sino una crisis degradada y llevada al máximo de los límites soportables a causa del accionar de grupos criminales «terroristas», en esencia, las guerrillas. Para el gobierno Uribe de 2002:

No existe un conflicto armado en Colombia, sino una guerra contra el terrorismo. Todo el aparato estatal y la población deben estar al servicio del esfuerzo militar y político del Estado para derrotar a los terroristas. Se debe otorgar los más amplios poderes a las Fuerzas Militares para vencer al «enemigo terrorista». Deben reajustarse los recursos judiciales, las facultades de la Corte Constitucional y de los órganos de control del Estado para que no sean un obstáculo de la acción del Poder Ejecutivo en la guerra contra el terrorismo (Calvo, 2008, p. 210).

Para defender el panorama de disolución social y amenaza nacional que exponía el gobierno, este presentó distintos Decretos presidenciales acudiendo a la figura de estado de conmoción interior, como el Decreto Legislativo 1837 del 11 de agosto de 2002, «Por el cual se declara el Estado de Conmoción Interior», y el Decreto Legislativo 2002 del 9 de septiembre de 2002, «Por el cual se adoptan medidas para el control del orden público y se definen las zonas de rehabilitación y consolidación». Ambos decretos fueron recibidos, revisados y discutidos por la Corte Constitucional para su aprobación.

Al respecto, Amnistía Internacional llamó entonces la atención sobre el hecho de que apenas a tres días de su posesión el gobierno declarara el estado de conmoción interior el 11 de agosto de 2002 y que un mes después emitiera «el decreto 2002, que le permitiría establecer el 21 de septiembre dos zonas de seguridad, las llamadas Zonas de Rehabilitación y Consolidación, una de las cuales abarcaba tres municipios de Arauca: Arauca, Saravena y Arauquita» (Amnistía Internacional, 2004, abril 20, p. 2). En este sentido, el gobierno presentó un texto que expuso como urgente y necesaria la declaración del estado de conmoción interior, aduciendo en el mismo documento que era «impostergable la adopción de medidas extraordinarias, transitorias pero eficaces para devolver a los colombianos su seguridad individual y colectiva» (Corte Constitucional, Sentencia C–802 de 2002, Considerando, párr. 10). En la Sentencia C–802 de 2002 de la Corte Constitucional, a través de la cual finalmente se resolvió declarar exequible el estado de conmoción interior —con algunas excepciones— se encuentra transcrito el texto de dicho Decreto Legislativo sometido a revisión, en el que se argumenta un régimen de terror generalizado que probaban «dolorosamente la debilidad del Estado para contrarrestar eficientemente estas acciones terroristas e impedir la extensión de sus efectos» (Considerando, párr. 8), lo cual hacía supuestamente necesaria la excepcionalidad para actuar, considerando:

Que la situación de inseguridad del país se torna cada día más crítica y son más frecuentes, despiadados y perversos los ataques contra los ciudadanos indefensos y las violaciones a sus derechos humanos (Considerando, párr. 1).

Que la Nación entera está sometida a un régimen de terror en el que naufraga la autoridad democrática y hace cada vez más difícil y azarosa la actividad productiva, multiplicando el desempleo y la miseria de millones de compatriotas (Considerando, párr. 2).

Que los grupos criminales han multiplicado su actividad, tanto en el terreno de los ataques terroristas a la infraestructura de servicios esenciales —la energía, el agua potable, las carreteras y los caminos—, en la comisión de delitos de lesa humanidad como las masacres, desapariciones, secuestros, desplazamientos forzados y destrucción de pueblos indefensos. Hemos alcanzado la más alta cifra de criminalidad que en el planeta se registra, en un proceso acumulativo que hoy nos coloca a las puertas de la disolución social (Considerando, párr. 7).

Estas premisas denotaban el escenario identificado por el gobierno y sobre el que era necesario, a su juicio, poner en marcha sus esfuerzos en el marco de una renovada postura del Estado. Sin embargo, otros sectores insistían en la naturalidad y permanencia del conflicto y la carencia de dicha excepcionalidad. Para el ciudadano Antonio Eduardo Bohórquez Collazos «la declaratoria de un estado de excepción sólo se puede hacer frente a situaciones excepcionales que pongan en peligro la vida de la Nación» (Corte Constitucional, Sentencia C–802 de 2002, Intervenciones ciudadanas, párr. 21), lo cual no se ajustaba a las condiciones que invocaba en ese momento el gobierno. En ese sentido, el mismo ponente manifestó no desconocer la existencia de condiciones que a pesar de ser graves y perturbadoras del orden público no eran precisamente excepcionales, sino más bien:

Patologías sociales bastante arraigadas y por ende no nuevas, ni coyunturales, ni sobrevinientes; en principio no amenazan extinguir de manera inminente la estabilidad institucional, la seguridad estatal o la convivencia ciudadana, y por tanto para erradicarlas se necesita darles un tratamiento no excepcional sino ordinario de conformidad con las herramientas que la misma Carta traza para tales fines (Intervenciones ciudadanas, párr. 22. Cursiva, subrayado y negrilla en el original).

En el Decreto 2002 de 2002, en el que también puede percibirse un direccionamiento del discurso contra los grupos subversivos, se ratifican estos postulados y añade otros que, en la misma línea, fueron aplicados en zonas localizadas y demarcadas geográficamente, caracterizadas por una fuerte presencia del accionar guerrillero, ajenas al deseable control institucional, «especialmente convulsionadas por el accionar de las organizaciones criminales» (Corte Constitucional, Sentencia C–1024 de 2002, Considerando, párr. 11). Para ello el gobierno propuso delimitarlas como Zonas de Rehabilitación y Consolidación, definidas, según el artículo 11, como un «área geográfica afectada por acciones de grupos criminales en donde, con el fin de garantizar la estabilidad institucional, restablecer el orden constitucional, la integridad del territorio nacional y la protección de la población civil, resulte necesaria la aplicación de una o más de las medidas excepcionales» (Corte Constitucional, Sentencia C–1024 de 2002, Zonas de Rehabilitación y Consolidación, párr. 1). En este sentido, los primeros artículos en el decreto habilitan con amplias facultades a las Fuerzas de Seguridad del Estado para ejecutar acciones y operativos —con o sin orden judicial— como: allanamientos, registro de personas y de propiedades, detención preventiva hasta por 36 horas, interceptación de líneas telefónicas, entre otros (Corte Constitucional, Sentencia C–1024 de 2002, Control del orden público), todas estas manifestaciones de un carácter fuertemente militarista sobre la población. De hecho, en las Zonas de Rehabilitación y Consolidación, según el artículo 13, se delegó a «un Comandante Militar [al cual] todos los efectivos de la Fuerza Pública que se encuentren en el área respectiva quedarán bajo control» (Corte Constitucional, Sentencia C–1024 de 2002, Zonas de Rehabilitación y Consolidación, párr. 3). Dicho funcionario quedaría a cargo de supervisar casi la totalidad de las dinámicas sociales y económicas de la zona. En el artículo 17 se facultaba al comandante encargado para:

Recoger, verificar, conservar y clasificar la información acerca del lugar de residencia y de la ocupación habitual de los residentes y de las personas que transiten o ingresen a la misma; de las armas, explosivos, accesorios, municiones y de los equipos de telecomunicaciones que se encuentren dentro de dichas áreas; así como de los vehículos y de los medios de transporte terrestre, fluvial, marítimo y aéreo que circulen o presten sus servicios por ellas en forma regular u ocasional (Corte Constitucional, Sentencia C–1024 de 2002, Zonas de Rehabilitación y Consolidación, párr. 10).

La reorientación o redefinición de la naturaleza del Estado supuso la redefinición del conflicto en general, del papel de la población, del sector privado, de las empresas y, particularmente, de sus actores, de los paramilitares y de las guerrillas como grupos insurgentes. La redefinición sobre la insurgencia consistió básicamente en desplazarla de su estatus político, beligerante o insurgente al rol de simple delincuencia, lo cual la dejaba en un limbo jurídico que coincidió con la aparición del terrorismo como nuevo enemigo global (González, 2001, septiembre 21), al que fueron rápidamente añadidas. Coincidiendo con dicho escenario, para el gobierno colombiano las guerrillas en adelante no tendrían posición beligerante ni política para negociar o instar a acuerdos con el Estado, sino que serían consideradas como grupos terroristas a los que era necesario reducir militarmente. Lo anterior no pretende afirmar que antes del gobierno de Uribe se le reconociera a este grupo explícitamente el estatus de beligerancia, pero sí que se les reconocían muchos puntos que se aproximaban a dicha figura.

El tema de la beligerancia es complejo. Según expone Alejandro Ramelli (2000, p. 24), los argumentos para pensar en la vigencia del concepto y su uso son en la actualidad amplios. El tercer Convenio de Ginebra, por ejemplo, ha seguido rigiendo lo referente a esta figura bajo el «Estatuto del combatiente»; además, en general, en los cuatro Convenios de Ginebra puntualizan normas a las que deben ajustarse los grupos rebeldes para contar con el reconocimiento como grupo beligerante (p. 26). El autor señala además otros convenios internacionales que también permiten pensar en la vigencia de la beligerancia como reconocimiento político. Al respecto, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en su tercer informe sobre situación de derechos humanos en Colombia (1999), reconoció la factibilidad de dicha figura (Ramelli, 2000, pp. 19–20). En el caso colombiano, ya desde la década de 1990, conforme señala el autor, algunos funcionarios del Estado, como el defensor del pueblo o la Corte Constitucional, han calificado «la situación de violencia por la que atraviesa el país como un conflicto armado al cual le es aplicable el Protocolo ii de Ginebra [...] con lo que, implícitamente se está afirmando que los rebeldes cumplen a cabalidad con lo preceptuado por el artículo 1 del mencionado instrumento internacional» (p. 33) que los reconoce, en determinadas circunstancias, como fuerza beligerante.

Por otro lado, en el terreno de lo práctico, Ramelli (2000) concluye que es difícil pensar en esa condición para las guerrillas colombianas por dos razones: aunque instancias del Estado como la Defensoría del Pueblo o la Corte Constitucional hayan acudido o reconocido esos tratados, no fue en pleno la rama ejecutiva la que haya validado los tratados, pues de esta —en consonancia con los planteamientos de Alejandro Ramelli (2000)— depende la constitución de un acto político como lo es el reconocimiento de beligerancia —también el reconocimiento de gobierno y el reconocimiento de un Estado—. Además, es difícil pensar que los requerimientos establecidos en los cuatro convenios de Ginebra para el reconocimiento y la condición de beligerancia en los grupos rebeldes se cumplan a cabalidad en el contexto colombiano (pp. 33–34).

Desde un enfoque tradicional, que durante la primera mitad del siglo XX —y al que aún se acude— definió los criterios para cumplir la condición de beligerancia de un grupo rebelde en el interior de un Estado, esta era otorgada siempre y cuando dichos grupos hubieran «conquistado un territorio, reúnan los elementos propios de un gobierno, que su lucha [fuera además] conducida por tropas organizadas, sometidas a la disciplina militar y respeten los usos y costumbres de la guerra» (Institut de Droit International, 1990, pp. 227–229, citado por Ramelli, 2000, p. 13). Bajo esta tradicional fórmula puede pensarse que en determinadas circunstancias en Colombia se presentan y se cumplen los elementos por parte de los grupos rebeldes para reclamar tal condición. Hacia 2001–2002 todavía las Fuerzas Armadas Revolucionaria de Colombia–Ejército del Pueblo ejercía un amplio control sobre la población, generaba además pautas de convivencia y de justicia, representaba capacidad de negociación con el gobierno y ejercía incluso, como lo afirma Hernando Calvo (2008), relaciones con otros Estados legalmente constituidos. A principios del 2002 «las fuerzas insurgentes colombianas, cuyos dirigentes estaban siendo recibidos oficialmente por muchos gobiernos del mundo, incluidos emisarios del Departamento de Estado, buscando el apoyo a una salida negociada al conflicto, se convirtieron [de ese modo] en “terroristas” y “narcoterroristas”» (p. 197).

Para Álvaro Villarraga (2015), el gobierno de Álvaro Uribe no «sustentó como tal una política de paz, [...] sino que subsumió estos temas en su política denominada de “defensa y seguridad democrática”», produciendo de esa manera «un viraje de fondo» a través de su «política de seguridad cuyo meollo era el tratamiento militar del conflicto y de su solución» (pp. 186–187). Lo que se logró como consecuencia de la intensiva campaña publicitaria contra el terrorismo fue que se tergiversaran algunos conceptos claves en un contexto de guerra. Así, «en el lenguaje oficial y en el de la fuerza pública, se confundía equivocadamente el terrorismo con otros delitos como la rebelión, la sedición, la asonada» (p. 189), como también las protestas sociales, el derecho a la oposición política y a las denuncias e investigaciones contra agentes del Estado que incurrieran en actos arbitrarios o en violación a los derechos humanos.

Para el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR, 2015) se distinguen dos tipos de conflictos políticos en la actualidad: el conflicto internacional y el conflicto armado no internacional (CANI), siendo este último aplicable al caso colombiano. Un CANI se define como «un conflicto armado en el que las hostilidades se libran entre las fuerzas armadas de un Estado y grupos armados organizados no estatales, [...] Para considerar que constituyen un CANI, las hostilidades deben alcanzar cierto nivel de intensidad y los grupos participantes deben tener cierto grado de organización» (p. 19). Continuamente se establece que:

Los disturbios interiores y las tensiones internas (como manifestaciones y actos de violencia aislados y esporádicos) se definen como actos que alteran el orden público sin llegar a tener la intensidad de un conflicto armado. No se los puede considerar conflictos armados porque el nivel de violencia no es suficientemente alto o porque las personas que recurren a la violencia no están organizadas como un grupo armado (p. 21).

Respecto al terrorismo, se aclara que:

El DIH no establece una definición de «terrorismo», pero prohíbe la mayoría de los actos cometidos en conflictos armados que comúnmente se considerarían «terroristas». Un principio básico del DIH establece que las personas que participan en conflictos armados deben distinguir, en todas las circunstancias, entre civiles y combatientes y entre bienes de carácter civil y objetivos militares. El principio de «distinción» es la piedra angular del DIH (p. 80).

 

3. Contra las organizaciones no gubernamentales

Cada vez que en Colombia aparece una política de seguridad para derrotar el terrorismo, cuando los terroristas empiezan a sentirse débiles, inmediatamente envían a sus voceros a que hablen de derechos humanos [...]. Ahora la estrategia guerrillera es otra: cada vez que se le da una baja a la guerrilla, ahí mismo moviliza a sus corifeos en el país y en el extranjero para decir que fue una ejecución extrajudicial (Amnistía Internacional, 2008, p. 19. Palabras pronunciadas por Álvaro Uribe en discursos de septiembre de 2003 y de julio de 2007, respectivamente).

La presencia cada vez mayor hacia 2002 de organismos internacionales en el país dedicados, entre otras funciones, a denunciar las violaciones a los derechos humanos y, en general, el recrudecimiento de la violencia, con la consolidación del paramilitarismo, parecía generar un gran disgusto en los gobiernos y altos funcionarios y militares, el cual se hacía cada vez más fuerte y manifiesto. Con los dos gobiernos sucesivos de Álvaro Uribe (2002–2010) dicho sentimiento continuaría, pues para 2002 se denunciaba que «militares de alta graduación siguen pronunciando insultos contra funcionarios estadounidenses (que están obligados por ley a investigar las denuncias de violaciones de derechos humanos), periodistas y defensores de los derechos humanos», y ponía como ejemplo cuando el propio organismo internacional publicó La «Sexta División»: Relaciones militares–paramilitares y la política estadounidense en Colombia, trabajo ante el cual Rafael Ruiz, general y comandante de la iii División en Cali «acusó falsamente a José Miguel Vivanco, director ejecutivo de la División de las Américas de esta organización de derechos humanos, de recibir dinero de los narcotraficantes a cambio de lanzar acusaciones falsas» (Amnistía Internacional, 2002, febrero, Condición 1.C, párr. 20).

A finales de 2002 la embajadora de Colombia en Canadá, Fanny Kertzman, declaró que «uno de los componentes de la estrategia antiterrorista del gobierno consistiría en contrarrestar la labor de las ONG en el exterior» (Semana, 2003, septiembre 14), lo cual alertó aún más a la opinión pública. De acuerdo con Alfredo Rangel (2004), países con menos problemáticas que Colombia poseían en ese momento estatutos antiterroristas más rígidos, sin embargo, en el país ello era motivo de alarma para «algunas personas y organizaciones no gubernamentales (ONG) que no comprenden la gravedad de la situación y la urgencia de tener este tipo de mecanismos extraordinarios que si bien limitan las libertades de los ciudadanos, se requieren en aras del bien común y de la seguridad colectiva» (p. 139).

Tras un año de gobierno de Álvaro Uribe, en septiembre de 2003, distintas ONG publicaron El Embrujo autoritario, un libro de diecisiete capítulos en el que cuestionaron seriamente la política de seguridad democrática y la situación de derechos humanos durante ese periodo (El Tiempo, 2006, noviembre 6). Esta publicación desató la «ira presidencial» y en ese momento «el discurso de Álvaro Uribe contra las ONG indica que la línea más dura gana espacio en el gobierno» (Semana. 2003, septiembre 14). A mediados de septiembre de 2003, al mismo tiempo en que «aterrizaban» distintos representantes de Human Rights Watch, Amnistía Internacional y otras ONG internacionales en Bogotá para asistir al Encuentro Nacional e Internacional de Derechos Humanos, Paz y Democracia, el presidente Álvaro Uribe «se iba lanza en ristre contra los defensores de derechos humanos en el aeropuerto militar de Catam» (Semana. 2003, septiembre 14), en medio de una ceremonia militar con la que se oficializaba en la nueva comandancia de las Fuerzas Armadas de Colombia al general Edgar Alfonso Lésmez:

Delante de oficiales y suboficiales de la Fuerza Aérea Uribe defendió su política de seguridad como una política de derechos humanos y llamó al país a «entrar en reflexión» sobre sus críticos. Los dividió en tres grupos: «Unos críticos teóricos que respetamos pero no compartimos su tesis de la debilidad. Unas organizaciones serias de derechos humanos, que respetamos y acogemos, con las cuales mantendremos permanente diálogo para mejorar lo que hay que mejorar. Y unos traficantes de derechos humanos que se deberían quitar de una vez por todas su careta, aparecer con sus ideas políticas y dejar esa cobardía de esconder sus ideas políticas detrás de los derechos humanos». A los activistas de este último grupo los tildó de «politiqueros al servicio del terrorismo», de «profetas del desastre», de «traficantes de derechos humanos» (Semana. 2003, septiembre 14).

Un año más tarde, el gobierno se dirigió el 16 de junio a Amnistía Internacional acusando que «la organización “no condena las violaciones al derecho internacional humanitario cometidas por los grupos guerrilleros” y “legitima el terrorismo”», ante lo cual el organismo solicitó al mandatario «leer detenidamente nuestros informes antes de lanzar acusaciones infundadas y falsas», y añadió que en lugar «de responder ante las legítimas preocupaciones internacionales sobre sus políticas, el presidente Uribe parece intentar desviar la atención de la opinión pública atacando a los que trabajan en defensa de los derechos humanos» (Amnistía Internacional, 2004, junio 17).

En ese sentido, Sandra Borda Guzmán (2012) plantea que esta no es una actitud desprevenida o espontanea, sino que formaba parte de las políticas que definió el gobierno de Álvaro Uribe frente al conflicto en general, en este caso, enfocada a atacar las a ONG y contrarrestar su trabajo. Así, desde la perspectiva del gobierno de Álvaro Uribe, se necesitaba una línea dura desde el Estado, pero también se necesitaba mantener a distancia a los organismos de derechos humanos a través de «la deslegitimación y el ataque constante a ONG y organizaciones internacionales que denuncian la preocupante situación en el país» (p. 111). Para la autora, esta actitud era una política clara de relaciones internacionales por parte del Estado colombiano tendiente a debilitar la presencia y el funcionamiento de los organismos de Naciones Unidas relacionados con el tema de los derechos humanos en el país (p. 113). También agrega que en el gobierno de Álvaro Uribe se vio más marcada esta actitud «que las administraciones presidenciales anteriores» (p. 126), puesto que estas últimas se habían caracterizado «por mantener sus diferencias con estas agencias como un asunto privado y de bajo perfil. Al contrario, la relación del gobierno de Uribe con Naciones Unidas ha sido difícil y se ha caracterizado por ataques públicos nacionales e internacionales del gobierno hacia la organización» (p. 126).

Para Amnistía Internacional las declaraciones contra las organizaciones de derechos humanos a partir de este gobierno, en efecto, se habían multiplicado, y cita para la ocasión un libro presentado por el Ministro del Interior y de Justicia de Colombia, publicado semanas antes de asumir ese cargo, el cual había sido escrito por un grupo de generales y almirantes en retiro, titulado Esquilando al lobo. En este se:

Afirmaba que las organizaciones no gubernamentales de derechos humanos estaban librando una guerra judicial organizada por los grupos guerrilleros, cooperando con éstos en el fomento de investigaciones contra miembros de las fuerzas de seguridad. [...] también se alegaba que la labor de derechos humanos en los ámbitos regional e internacional, por ejemplo con la ONU, la OEA, la UE, EE. UU. y Amnistía Internacional, formaba parte de un plan destinado a obstaculizar u hostigar a las instituciones nacionales y favorecer «los fines sediciosos» (Amnistía Internacional, 2003, noviembre, p. 13).

Las relaciones del Estado colombiano con distintos organismos de derechos humanos en el transcurso del mandato de Álvaro Uribe se habían deteriorado de tal manera que en enero de 2006 se hizo pública una fuerte discordia entre el gobierno y la ONU, cuando Michael Frühling abandonó su cargo como director de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en Colombia, lo cual en ese momento:

Desencadenó un nuevo debate en el seno del gobierno colombiano sobre la posibilidad de clausurar la Oficina después de casi diez años de presencia en el país. En otro intento por contener la participación de la ONU, el gobierno insistió en modificar el mandato de la Oficina, de manera que prestara asistencia al gobierno en cuestiones técnicas y redujera sus tareas de supervisión. Sin embargo, Naciones Unidas no aceptó esta propuesta, lo que provocó un empeoramiento adicional de la relación entre Uribe y Frühling (Borda, 2012, p. 128).

En general, tras los dos gobiernos consecutivos de Álvaro Uribe el conflicto y el escenario político se vio significativamente reorientado. Finalmente logró transitar sobre los pilares que había proyectado a comienzos de su mandato y a través de las vías militares asestó duros golpes a la guerrilla de las FARC–EP que llevó a debilitarlas sustancialmente. Este escenario, de igual forma, posibilitó el nuevo giro implementado por el siguiente gobierno y su política de paz que tendría como rumbo los diálogos y acuerdos de paz con la guerrilla de las FARC–EP. Tras el gobierno de Uribe esta guerrilla quedó debilitada militarmente, aunque no derrotada como había presupuestado dicha administración. Esa fue una de las razones que llevó al grupo rebelde a una negociación con el gobierno de Juan Manuel Santos (2010–2018), pues militarmente ninguna de las partes podía lograr un éxito total sobre la otra. No significa que dicha guerrilla renunciara a su objetivo principal —la toma del poder central—, pero sí que modificara sustancialmente sus medios para ese fin. Igualmente, el Estado ha visto en el proceso una posibilidad más viable que la armada para desmontar al grupo, pues a través de décadas también se ha mostrado impedido para derrotarlo en su totalidad por la vía militar.

 

Conclusiones

La documentación de Amnistía Internacional que fue consultada permite expresar que la principal preocupación del organismo durante el periodo de Álvaro Uribe como presidente de Colombia estuvo relacionada con la situación de los derechos humanos en el país durante su mandato y su violación por parte de los cuerpos de seguridad del Estado. A partir de la denuncia de dichos escenarios, el gobierno entró en una tensa relación con el organismo y con otras ONG. Amnistía Internacional es concluyente al afirmar que la política de seguridad democrática estuvo directamente relacionada con la violación a los derechos humanos. La documentación también da cuenta de la arremetida de la que fue blanco el organismo en su papel de defensor de los derechos humanos en el contexto de un gobierno de corte militarista.

El periodo que comprendió el desarrollo de la política nacional entre 2002 y 2010 significó un marcado cambio en la postura que, a través de distintos gobiernos, había asumido el Estado ante el conflicto interno desde la Guerra Fría. Importantes elementos del conflicto se resignificaron y reordenaron a partir de 2002, como el papel de los grupos subversivos y del Estado —el Estado pasó a asumir una actitud más militarista con la que pretendió derrotar por estas vías a la subversión, anulando así la capacidad de negociación de esta—, y el nuevo postulado sobre la pretendida inexistencia de un conflicto interno en el país argumentada por el gobierno y, en su lugar, una lucha contra el terrorismo, del cual, en adelante, haría parte la subversión en Colombia. El discurso antiterrorista se intensificó en el ámbito global tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 en cabeza de Estados Unidos, el cual también fue contextualizado al conflicto colombiano para definir, en adelante, las acciones de las guerrillas solo dentro de ese marco conceptual. Se rompió, además, la tradición de negociación de distintos gobiernos con las guerrillas sostenida a lo largo de décadas como alternativa a la confrontación armada. El Estado mismo se reinventó desde sus objetivos más inmediatos y desde su capacidad operativa en términos de fuerza, pues en lugar de aquella tradición dispuso y aumentó toda su capacidad militar posible contra ese «nuevo» enemigo, lo cual se vio reforzado por la implementación del Plan Colombia que a partir de 1999 dispuso, además, de recursos para la lucha contra las guerrillas.

La presencia cada vez mayor de organismos internacionales en el país generó y acumuló a lo largo de los años el disgusto de distintos gobiernos, funcionarios políticos y, principalmente, de militares de alto rango que se sintieron supervisados; disgusto que se hizo más fuerte, evidente y sistemático durante los dos gobiernos de Álvaro Uribe (2002–2010). Durante su mandato, el ataque a esos organismos se convirtió en una política oficial. Uno de los componentes de la estrategia antiterrorista oficial consistió, como lo reconoció a finales de 2002 Fanny Kertzman —embajadora de Colombia en Canadá en ese momento—, en contrarrestar la labor de las ONG en el exterior. Se buscaba así debilitar el papel y la presencia de las ONG de derechos humanos en el país como política pragmática de relaciones internacionales. Los organismos internacionales, cuya documentación consultó la presente investigación, coinciden en afirmar que, en general, los gobiernos en Colombia han tendido a ignorar las recomendaciones y dictámenes de las cortes y organismos internacionales de derechos humanos. Dichos organismos también reconocen que esta situación se intensificó durante el mandato de Álvaro Uribe, pero no fue nueva.

 

Notas

* Artículo derivado del proceso de investigación El Estado y el «paraestado» en Colombia: seguimiento desde Human Rights Watch y Amnistía Internacional (1980–2017), para optar al título de historiador en 2018 en la Universidad de Antioquia.

1 Véase al respecto, Marisol Gómez (2003, junio 3).

 

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