ISSN (impreso) 0121–5167 / ISSN (en línea) 2462–8433
Artista invitada Valentina González Henao De la serie Acknowledgement Fotografía estenopeica en gelatina de plata revelada parcialmente 61 cm x 51 cm 2019 |
SECCIÓN GENERAL
Rebeca Vilchis Díaz1 (México)
1 Licenciada en Ciencias de la Comunicación. Magíster en Comunicación. Doctora en Ciencias Políticas y Sociales. Docente de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, Universidad Nacional Autónoma de México. Profesora asociada del Departamento de Educación y Comunicación, Universidad Autónoma Metropolitana–Xochimilco. Correo electrónico: rvilchis@politicas.unam.mx – Orcid 0000–0002–6190–2185 – Google Scholar https://scholar.google.com/citations?hl=es&user=HsX4r68AAAAJ
Fecha de recepción: junio de 2023
Fecha de aprobación: noviembre de 2023
Cómo citar este artículo: Vilchis Díaz, Rebeca. (2024). Dispositivo racial. Gestión de vidas desechables en Estados Unidos. Estudios Políticos (Universidad de Antioquia), 69. https://doi.org/10.17533/udea.espo.n69a10
Resumen
La raza es una construcción social, política, jurídica y cultural que ha funcionado como un criterio de selección, clasificación y segregación de conjuntos poblacionales. El objetivo de este artículo es identificar a la raza como uno de los elementos más importantes —a partir de su conceptualización como dispositivo desde la perspectiva biopolítica— en la administración de la vida en Estados Unidos. Esta forma de concebir la raza y su función como dispositivo puede ayudar a entender la gestión poblacional en cualquier otro país o Estado marcado por la dinámica imperialista característica del capital. Interesa particularmente mostrar la dinámica de esta clasificación y jerarquización de la población a partir de las relaciones coloniales. La raza como dispositivo ayuda a explicar cómo las leyes, las disciplinas científicas, los usos, las costumbres y las prácticas sociales contribuyen a producir discursos de verdad que estructuran la realidad social y la reproducen creando espacios de acción limitados para los sujetos racializados. Las estrategias empleadas para racializar no son las mismas siempre, dependen del conjunto poblacional, la época y los intereses de poderes hegemónicos.
Palabras clave: Subjetividades; Racismo; Dispositivo Racial; Biopolítica; Tecnologías de Poder; Estados Unidos.
Abstract
Race is a social, political, legal and cultural construction that has functioned as a criterion for the selection, classification and segregation of population groups. The aim of this article is to identify race as one of the most important elements (based on its conceptualization as an apparatus from a biopolitical perspective) in the administration of life in the United States. This way of conceiving race and its function as an apparatus can help understand population management in any other country or State marked by the characteristic imperialist dynamics of capital. It is particularly interesting to show the dynamics of this classification and hierarchization of the population based on colonial relations. Race as an apparatus helps explain how laws, scientific disciplines, customs, and social practices contribute to producing discourses of truth that structure social reality and reproduce it, creating limited spaces of action for racialized subjects. The strategies used to racialize are not always the same, they depend on the population group, the time and the interests of hegemonic powers.
Keywords: Subjectivities; Racism; Racial Apparatus; Biopolitics; Power Technologies; United States of America.
Introducción
La raza como constructo social, político, jurídico y cultural ha sido estratégicamente utilizada para segmentar y jerarquizar vidas deseables e indeseables en la modernidad. Esta idea sirve para describir la gestión y administración de la vida en Estados Unidos a la luz de lo denominado aquí dispositivo racial norteamericano; sin embargo, este dispositivo puede servir para entender la gestión poblacional en cualquier otro país o Estado marcado por la dinámica imperialista característica del capital (Patnaik y Patnaik, 2017). Esta dinámica de la afirmación de cierta vida, la exposición a la muerte e incluso la ganancia a partir de la muerte de vida humana, ampliamente explicada a partir de la biopolítica y la necropolítica, no puede ser entendida sin la cuestión racial.
Cabe resaltar que tanto la biopolítica como la necropolítica son marcos teórico–metodológicos útiles para explicar la gestión actual de las poblaciones en el mundo. Michel Foucault, Giogio Agamben y Roberto Esposito definen, teorizan y reflexionan sobre cómo las leyes, prácticas sociales, políticas públicas, entre otros, «son utilizadas para la gestión de la vida humana en tanto especie, para garantizar que la población, la sociedad en su dimensión existencial y biológica, mantenga su statu quo racial» (Estévez, 2018, p. 10). Cada autor enfatiza diferentes aspectos de la biopolítica.
Foucault (2000) propone entenderla como una tecnología de poder —del biopoder— que busca afirmar, orientar y dirigir un conjunto de procesos inherentes a la vida como la natalidad, la mortalidad, la morbilidad y la longevidad. Para Agamben (1998; 2005), la biopolítica se ubica en el punto de intersección de la vida, el poder y el derecho, es el ámbito problemático por excelencia sobre el que se vuelca la administración de las cosas, el gobierno sobre los cuerpos y las almas, por lo que no considera, como lo hace Foucault, el surgimiento del concepto población como una variable necesaria, de ahí que pueda hablar de la biopolítica como algo existente desde el mundo antiguo. Se trata de un poder que afirma la vida y no requiere del surgimiento del Estado–nación moderno, sino que está presente desde la polis. Aborda el tema de la vida desechable y sacrificable a partir de la figura en el derecho romano del homo sacer, figura que encarna la exclusión y la posibilidad de dar muerte sin castigo.
Por otro lado, Esposito (2005; 2011) observa el ejercicio biopolítico a partir del paradigma de la inmunidad, a través de diferentes mecanismos se acepta una limitada cantidad de agentes patógenos —esta perspectiva ayuda a explicar los sistemas de gestión migratoria, por ejemplo— con la intención de inmunizar el cuerpo social y mantener proporciones aceptables de esta población extraña y patógena; asimismo, Esposito (2011) establece una serie de umbrales, definidos por el derecho, que van desde la persona a la cosa: entre la persona y la cosa se ubica el cuerpo, entidad que marca el punto en que persona y cosa se yuxtaponen y confunden (Esposito, 2017, pp. 83–88).
Esta perspectiva teórica permite explicar muchos fenómenos de precariedad social; sin embargo, tiene límites epistemológicos significativos, pues los autores se encuentran de una u otra manera determinados por su geografía, formación intelectual, entre otros. Estos límites se vuelven evidentes cuando nos enfrentamos a sociedades y ejercicios de ultraviolencia del denominado tercer mundo. Por ello resulta tan importante la aportación de Achille Mbembe (2011) con la perspectiva complementaria necropolítica. Él observa cómo la administración de las poblaciones en sitios con pasado colonial implica no sólo la administración y potenciación de estilos de vida, de poblaciones deseables, sino la producción de muerte y extracción de capital de poblaciones racializadas. La frase «exposición a peligros de muerte» puede resultar insuficiente cuando nos enfrentamos a la producción de capital a partir del asesinato de poblaciones o despoblamiento forzado que conduce a migrar, incluso cuando se sabe que el camino implica ser secuestrado o asesinado por carteles de las drogas. Ariadna Estévez (2018) lo sintetiza de la siguiente manera: «poder de dar muerte con tecnologías de explotación y destrucción de cuerpos tales como la masacre, el feminicidio, la ejecución, la esclavitud, el comercio sexual y la desaparición forzada, así como los dispositivos legales–administrativos que ordenan y sistematizan los efectos o las causas de las políticas de muerte» (p.10).
El objetivo y aporte primordial de este artículo es identificar la función de la raza como dispositivo en la administración de la población en Estados Unidos. La idea es explicar cómo la raza es empleada para producir sujetos racializados cuyas vidas tienden a ser negadas, expuestas a la muerte o a sus peligros a partir de una perspectiva esencialmente biopolítica.1
1. Estrategia metodológica
El punto de partida para el análisis es la discusión en torno al concepto de dispositivo desarrollado por Foucault (1998) y Agamben (2011), respectivamente. En segundo lugar, se busca dotar de un contenido conceptual específico al dispositivo que aquí se ocupa: la raza. A lo largo de este artículo este concepto es presentado como una estructura vacía, cuyo contenido es seleccionado estratégicamente en función del grupo poblacional que es excluido y segregado. En tercer lugar, se vuelve a ciertos aspectos de la definición propuesta por Agamben con el objetivo de explicar el funcionamiento del dispositivo en general y del dispositivo racial en particular.
Posteriormente, se presenta un esquema general de los conjuntos estratégicos (Foucault, 1998) del dispositivo que han producido figuras del saber racializadas en la historia de Estados Unidos. Esta elaboración conceptual del dispositivo se inspira en el camino tomado por Foucault para explicar el dispositivo de la sexualidad. Cada uno de estos conjuntos se instrumentaliza gracias a distintas tecnologías, algunas emergen como específicas de los conjuntos, por ejemplo, la esclavitud o la no asimilación para la ciudadanía; pero otras, como la blancura y la blanquitud (Echeverría, 2007) han acompañado a las anteriores y se pueden ubicar en cualquier conjunto estratégico desde esta interpretación, conjuntos que no remiten exclusivamente al colorismo (Baldwin, 1992), sino a productos de un complejo proceso de subjetivación.
Blancura y blanquitud son tecnologías fundamentales para el funcionamiento del dispositivo racial. La figura del saber o sujeto de raza trabajado en este artículo es el sujeto negro animalizado (Mbembe, 2016), pero evidentemente hay otras figuras como el sujeto migrante ilegal, el sujeto asiático inasimilable, el sujeto indígena, entre otros. Este dispositivo tiene larga data, es complejo y participa de la racionalidad de la modernidad capitalista, cuya tendencia imperialista operó no sólo sobre la geografía, sino sobre una cartografía de los cuerpos no occidentales.
En otras palabras, en este artículo se propone una reinterpretación del papel de la raza en la producción de las subjetividades desechables como resultado del emplazamiento geopolítico y administrativo de Estados Unidos a partir de la intersección entre biopolítica y necropolítica, evidente en la complementariedad entre gestión de la vida y de la muerte. Metodológicamente hablando, se recurre al dispositivo, se define, se llena de contenido y se procura ubicar y explicar en un conjunto estratégico —una relación de saber–poder de sujetos racializados y los agentes que los producen y fabrican—. La apuesta es que este dispositivo contribuya a explicar la administración de los sujetos racializados sin importar el país, aunque evidentemente todo conocimiento debe ser situado, por tanto, las tecnologías, las estrategias discursivas y no discursivas empleadas, los momentos en que se activan esas narrativas, entre otros, son diferentes dependiendo del país, el momento histórico y el sujeto producido.
2. La lógica del dispositivo bajo el contenido racial
Cuando Foucault habla de diversos dispositivos —sexualidad y alianza— permite observar que la finalidad de estos es subjetivar a los individuos en una sociedad disciplinaria y normalizadora. Los individuos devienen sujetos a partir de su sometimiento voluntario e involuntario en un proceso que se produce y reproduce sin cesar, proceso que inscribe en los cuerpos y en las conciencias de los individuos modos y formas de ser a partir de prácticas, saberes e instituciones. La producción de estas subjetividades siempre guarda una relación con la racionalidad que motiva el surgimiento y la permanencia del dispositivo. Los sujetos producidos se entienden siempre en relación con múltiples poderes que permitieron su emergencia. Así, esa racionalidad o forma de gubernamentalidad produce sujetos adecuados a la gestión necesaria para el mantenimiento del statu quo. Por lo tanto, el objetivo de esta inscripción corporal y psíquica es justamente la administración, gobierno de los comportamientos, gestos y pensamientos de esos sujetos (García, 2011).
Los ejercicios de poder que se entrecruzan en un dispositivo dan como resultado subjetividades que llevan inscritas, de maneras más o menos efectivas, formas útiles de ser gobernados por quienes instrumentalizan y accionan ese dispositivo. Entendido así, el dispositivo funciona como una máquina que produce sujetos, quienes se ven afectados, atravesados e insertados en el dispositivo encarnan formas útiles de ser gobernados. La premisa «los dispositivos producen subjetividades» se hace posible por la existencia de una compleja red2 compuesta por lo lingüístico y lo no–lingüístico, esto es, «discursos, instituciones, edificios, leyes, medidas de policía, proposiciones filosóficas, etc. El dispositivo en sí mismo es la red que se establece entre estos elementos» (Agamben, 2011, p. 250).
Se puede afirmar que la raza cumple la función principal de un dispositivo porque ha funcionado como principio de intelección y producción de sujetos desde inicios de la Modernidad. Piénsese que desde la introducción del ser negro en la dinámica propiamente capitalista, la cual no puede ser desligada de las pretensiones imperialistas de Europa y Estados Unidos, los rasgos físicos y biológicos —apoyados por teorías sobre las capacidades y habilidades atribuibles por naturaleza— conformaron el horizonte occidental para justificar quién debía obedecer y quién mandar: «En la modernidad, el principio de raza y el sujeto del mismo nombre fueron obligados a trabajar bajo el signo del capital» (Mbembe, 2016, p. 42). Evidentemente, la relación Modernidad–capital–sujetos dóciles inaugura esta forma de entender a los sujetos y no ha cesado, más bien se ha ido recrudeciendo y extendiendo a cada vez más poblaciones. Mbembe afirma lo anterior cuando menciona que el devenir–negro–del–mundo se ha vuelto una condición universalizable. Uno de los primeros sujetos producidos a la par del hombre blanco es el sujeto negro, esta producción sobre el negro se basó en el resto, en lo diferente, pero no fue la única. La producción de las otredades —negro, musulmán y judío— se inaugura en esta época, siempre marcadas por la lógica del capital y de la raza.
Ahora bien, habría que pensar qué nombra la raza. Tanto Llewellyn M. Smith (2003), Matthew Jacobson (1998) y Achille Mbembe (2016), cada uno desde un sitio distinto, plantean que la raza es una fabricación e invención cuyo contenido no permanece igual, ese contenido varía en función de los intereses de los grupos hegemónicos. En teoría, este concepto parte de las características fisiológicas que cada cuerpo manifiesta: color de piel, de ojos, tipo de cabello, entre otros. Bajo este entendido, la raza es a menudo interpretada como un criterio de distribución y de orden de los cuerpos que manifiestan similitudes y diferencias de origen biológico. Sin embargo, esta consideración esconde la dimensión sociocultural, política y legal que sustenta dicho enunciado como parte de un saber verdadero, primero en Occidente y luego en el resto del mundo. Las valoraciones de las características físicas rebasan dicho ámbito, la interpretación del color y los rasgos obedecen más bien a una construcción, es resultado de los valores, aseveraciones y significados históricos atribuidos a esas características físicas. Dicho de otra manera, la raza es una invención performativa con tintes biológicos (Smith, 2003), por ello, con base en ella se otorgan o niegan privilegios a los sujetos producidos.
¿Dónde surge dicho concepto? La biología parece la respuesta obvia, pero para Smith (2003) la fuente del concepto raza es la ley que institucionaliza estas diferencias físicas como fundamento del estatus del sujeto dentro del territorio y frente al Estado. Sumado a ello, Jacobson (1998) afirma que la raza se nutre de la ciencia, del Estado y de las narrativas e imágenes de la cultura popular. La definición de raza puede partir de percepciones físicas, pero estas siempre están influenciadas y enmarcadas en determinadas cosmovisiones, formas de mirar desde Occidente cargadas de valorizaciones y prejuicios, marcos heurísticos socioculturales o regímenes de verdad que dan forma a nuestras percepciones y de los cuales los sujetos frecuentemente no son conscientes, pese a que fueron producidos directamente por todos esos elementos del dispositivo.
Las razas son categorías inventadas, afirma Jacobson (1998), hablando sobre el término en general, pero refiriéndose a los caucásicos en particular: caucasians are made, not born. Al respecto, Mbembe (2016) afirma que el sujeto negro fue fabricado como vida vegetal y restringida, fuera de la narrativa occidental sobre el ser humano poseedor de derechos civiles y políticos como ciudadano perteneciente al género humano. El negro permaneció fuera de los rituales y prácticas, de las buenas costumbres, de las técnicas de comercio, de la religión y el gobierno, una animalidad que requería de la buena voluntad de los pueblos civilizados. Por tanto, cada invención racial encuentra su significado en relación con la distancia o cercanía con la raza que ostenta la blancura adecuada, pues estos sujetos son justamente quienes se ubican en el extremo privilegiado de la jerarquía racial.
El soporte institucional que mantiene al dispositivo ha sido más o menos identificado: las leyes, las ciencias y la episteme moderna —tercera definición recuperada por Agamben (2011)—, el Estado y la cultura popular. La red discursiva que combina lo lingüístico y lo no–lingüístico emerge para sostener y potenciar el dispositivo racial. Narrativas distribuidas y redistribuidas bajo las distintas formas del capital imperialista, por los gobiernos liberales y posteriormente neoliberales, por los discursos científicos nativistas, evolucionistas y supremacistas que, como se verá, contribuyeron a justificar los sometimientos de los que fueron objeto los grupos poblacionales racializados en la historia de Estados Unidos que nutrieron las leyes de exclusión del país y de la ciudadanía, las cuales permitieron añadir a esa racialización el adjetivo ilegal para fabricar la situación paradójica de criminalizar a los y las inmigrantes mientras los explotaban y se servían de su mano de obra barata. Soporte que, además, incluye prácticas sociales, laborales y educativas cargadas de prejuicios raciales que benefician a unos y perjudican a otros, prácticas emanadas de la política migratoria y la racionalidad gubernamental, como son la existencia de la patrulla fronteriza, la caza y asesinato de migrantes, la clasificación de los migrantes —económico, ilegal, asilado, entre otros—, la existencia de centros de internamiento para extranjeros, la explotación de la mano de obra barata y precarizada, la identificación y requerimiento de cierto fenotipo para la realización de ciertas actividades, entre otros.
2.1 Función del dispositivo racial: composición deseable de la población
La raza funciona como un dispositivo, funda saberes, enunciados verdaderos, produce sujetos y tiene un soporte institucional, pero conviene reflexionar sobre la función estratégica concreta del dispositivo racial, considerando que está inscrito en relaciones de poder —segunda definición esbozada por Agamben (2011)—. La producción de tipos de sujetos a partir del criterio racial tiene la finalidad de gestionar la permanencia, el flujo, el ingreso y la salida de la población que conforma el país con la intención de mantener proporciones aceptables,3 proporciones que sean funcionales a los intereses de los grupos hegemónicos estadounidenses. Por tanto, las prácticas que emanan de este complejo entramado denominado dispositivo racial responden a las siguientes preguntas: ¿a quiénes se deja ingresar?, ¿en qué periodo?, ¿bajo qué argumentos pueden permanecer?, ¿bajo qué condiciones se les permitirá vivir?
Hasta el momento se ha dicho, de forma más o menos genérica, que quien crea el dispositivo racial debe encontrarse en una posición de poder y lo activa con la intención de mantener proporciones aceptables de sujetos, los denominados grupos hegemónicos. Los responsables del dispositivo no sólo son grandes familias, figuras políticas y complejos empresariales. La red, el entramado de la gestión racial encuentra en cada aspecto de este figuras y sistemas responsables del funcionamiento y la reproducción del dispositivo. Por ello puede resultar una tarea gravosa identificar el quién con nombre y apellido, hay que preguntar por el cómo, a través de qué medios, con base en qué teorías y argumentos científicos; responder eso amplía el espectro de la responsabilidad.
En cada aspecto del entramado del dispositivo hay cómplices de un artificio que funciona ya como un potente sistema anónimo. Complicidad que alcanza a todos los sujetos e incluso comparten los sujetos segregados por el dispositivo. Judith Butler (2001) explica que en todo proceso de subjetivación el poder que ejerce presión sobre los sujetos no sólo tiene un efecto negativo en tanto que reprime, también tiene un papel productivo, pues es este poder el que forma al sujeto, le proporciona la misma condición de su existencia e incluso delinea cuál será la trayectoria de su deseo. En otras palabras, todo sujeto deviene tal, no sólo por la opresión y subordinación de un poder, sino porque ese poder es la condición de su posibilidad, de él depende la existencia concreta del sujeto, ese poder es abrigado y preservado en los seres que irremediablemente somos. Dicho lo anterior, no resulta asombroso que los sujetos racializados, segregados y mayormente afectados lleguen a ser partícipes —en mayor o menor grado, sabiéndolo o no— del potente sistema anónimo del dispositivo racial.
Al reflexionar sobre el origen de esos grupos hegemónicos y la red institucional que crea y activa el dispositivo emergen múltiples rostros del capital con sus pretensiones imperialistas y sus agentes —industrial, financiero y bursátil—, pero también emerge la idea misma del Estado a partir de la Modernidad. España, primer Estado–nación moderno, recurrió a la expulsión de judíos y musulmanes apelando a una homogenidad racial y religiosa, si a ello se le suman las prácticas de gestión de población llevadas a cabo a partir de la colonización de territorios en América, se observa que el dispositivo racial sentó las bases para el sistema de castas implementado en este continente. Tal como lo indica Mbembe (2016) —para el caso negro, pero que aplica perfectamente para el Otro y la Otra, el o la no europea en general—, la narrativa europea fue impuesta a los pueblos sometidos y siempre mantuvo un argumento circular para su justificación: esto es ser ciudadano, civilizado, un buen gobierno... porque nosotros lo decimos. Este argumento circular está presente al momento de definir qué significa ser hombre blanco en Estados Unidos.
Entre los efectos directos del capitalismo está la división de clases y con ello una serie de roles sociales y potenciales trayectorias de vida marcadas por la condición socioeconómica de los sujetos. Sin embargo, esta división no impacta solamente a la población al interior de los Estados, afecta a otras poblaciones, en tanto que, en términos de Utsa Patnaiky Prabhat Patnaik (2017) y Mbembe (2016), el capitalismo es siempre imperialista. Desde la época de la Europa colonialista se gestó una dinámica centro–periferia: recursos y mano de obra eran extraídos de las colonias para ser llevadas a la metrópoli, con el paso del tiempo esto generó economías subalternas del Imperio, incluso después de que las relaciones coloniales terminaran. Creó rutas migratorias y comerciales que permanecen y en las que el Imperio avanza sobre un capital simbólico relacionado directamente con sus victorias militares y económicas. Muchas de las antiguas metrópolis figuran en el imaginario como los lugares donde se puede prosperar, tener una mejor vida.
El capital industrial y sus agentes han contribuido enormemente a la creación y mantenimiento del dispositivo. Este capital ligado a narrativas como las del sueño americano ha motivado la llegada de inmigrantes que satisfacen la necesidad de mano de obra barata. Las poblaciones china, japonesa, filipina, mexicana, hondureña, guatemalteca, salvadoreña, entre otras, buscaron entrar al territorio continental de Estados Unidos en diferentes momentos, muchos de ellos con la intención de encontrar un trabajo y mejorar sus condiciones de vida; algunos otros, en tiempos más bien recientes, huyendo de las múltiples violencias estructurales existentes en sus países de origen.
2.2 Conjuntos estratégicos que producen figuras del saber sobre la raza
Retomando a Foucault (1998) sobre el dispositivo de la sexualidad, se propone entender que la raza fue sitiada e inmovilizada por técnicas de saber y procedimientos discursivos que sirven a intereses varios. La raza es un punto de pasaje de las relaciones de poder que se sirve no de una estrategia global, sino de conjuntos estratégicos que varían según la época. Cada uno de estos conjuntos requiere tecnologías y la implementación de otros dispositivos para institucionalizar la segregación, toman en su consideración figuras del saber en específico, figuras o sujetos que emergen a causa de relaciones intersubjetivas de sumisión.
Se propone, para efectos de este apartado, i) identificar en particular dos tecnologías del dispositivo que se emplazan transversalmente y afectan a todos los conjuntos estratégicos: la blancura y la blanquitud; y ii) identificar conjuntos estratégicos del dispositivo de la gestión racial, el empleo de determinadas tecnologías, así como una de las figuras del saber sobre la raza que emergieron en el complejo estratégico analizado.
2.3 Blancura y blanquitud: tecnologías transversales del dispositivo racial
Tanto la blancura como la blanquitud merecen tratamiento especial respecto a las tecnologías implementadas en cada conjunto estratégico debido a su movimiento, alcances y efectos. Mientras que la esclavitud —población negra—, la no elegibilidad para la ciudadanía —población asiática— y la ilegalidad —población mexicana y latina— están situadas temporalmente —por mencionar algunas tecnologías—, la blancura y la blanquitud operan a partir de la instauración del dispositivo; de hecho, se podría decir que las otras tecnologías se han ido sumando en función de los conjuntos estratégicos en cuestión.
Las tecnologías, a partir del léxico foucaultiano, deben ser entendidas como prácticas guiadas por una racionalidad específica —en este caso, la racionalidad del capital imperialista que dirige al dispositivo racial—, situadas en un campo que se define por la relación entre los medios necesarios para la consecución de un fin —tácticas— y los fines en sí mismos —estrategias—. Uno de los objetivos más importantes de la tecnología es obtener cuerpos útiles y dóciles (Foucault, 1987, p. 28). Por tanto, blancura y blanquitud funcionan como tecnologías raciales cuando, guiadas por la racionalidad imperialista, posibilitan prácticas que producen y reproducen sujetos segregados, explotables y excluidos. Estos sujetos de raza son varios y pueden ser identificados en cada conjunto estratégico del dispositivo: el negro y sus múltiples rostros —esclavo, libre, siervo, esclavista—; el asiático hipersexualizado y amenaza laboral; el mexicano ilegal, el puertorriqueño ciudadano de segunda clase, entre otros.
Tecnología de la blancura: lo blanco de la piel fue visto e institucionalizado como requisito para alcanzar el objetivo de la población deseable, ofrecer la ciudadanía y, con ello, los derechos civiles y políticos. La blancura posibilitó procedimientos y prácticas que dieron cuenta de un privilegio racial. Es ampliamente conocido que los white anglo–saxon protestants echaron mano de la blancura para llamarse a sí mismos la raza superior, así como justificar invasiones y posesiones de territorios «descubiertos». Jacobson (1988), al hablar de la invención de la raza caucásica, identifica como uno de sus principales correlatos el «privilegio blanco». La blancura devino una constante en la cultura política estadounidense desde el periodo colonial y sirvió como mecanismo de protección racial, funcionó como verificador del nivel de pureza de los que ostentaban pertenecer a esa raza, de los que tenían derecho a formar parte de esa comunidad.
La Ley de Naturalización de Estados Unidos de 1790 sentó las primeras reglas para otorgar la ciudadanía nacional a migrantes: «Cualquier extranjero que, siendo una persona blanca libre, haya residido dentro de los límites y bajo la jurisdicción de los Estados Unidos por un periodo de dos años [...] y que acredite, a satisfacción de dicho tribunal, que es una persona de buena reputación» (Imai, 2013. Traducción propia). Personas libres blancas que pudieran probar buen carácter moral en una Corte, esto excluía a población esclava, negros libres, población asiática —quienes desde esa fecha ya eran señalados como no elegibles para la ciudadanía—, además de que la ciudadanía únicamente podía ser heredada por la línea paterna y no materna (Imai, 2013). La blancura estuvo presente desde el inicio como tecnología de poder para contribuir al mantenimiento de la gestión racial. Entre sus principales efectos está la instauración de jerarquías de los cuerpos en función de esos rasgos biológicos, así como la instauración de límites para poder reclamar la pertenencia a la raza caucásica y con ello los derechos y beneficios políticos, sociales, jurídicos y económicos que venían consigo. En la cima de dicha jerarquización estarían los anglosajones como parámetro no sólo del nivel de blancura, apelando a la genética y cada vez menos —con el tiempo— al color de piel, sino también como una especie de parámetro de comportamiento religioso, civil e incluso social.
Esta tecnología operó como espada de doble filo, no sólo contribuyó a conformar, a pesar de distintas vicisitudes, la raza caucásica —incluyendo en diferentes momentos y de formas no siempre armónicas a celtas, eslavos, judíos, irlandeses, polacos y demás—, también ayudó a identificar y excluir a todos aquellos que por ningún medio lograrían formar parte de —como sucedió en casos de personas blancas con ascendencia negra que vieron retirados sus privilegios por su herencia—, y aquellos que definitivamente pertenecían a otras razas y no podrían ser partícipes del privilegio blanco.
Siguiendo a Jacobson (1988), las vicisitudes refieren a que, a lo largo de la historia de Estados Unidos, el tema de la blancura no ha obedecido siempre a la misma definición, si bien en un inicio estaba asociada directamente con el color de piel, posteriormente se vinculó más con el tema de la genética. Según este autor, se pueden distinguir tres grandes épocas al respecto:
i) La primera Ley de Naturalización de la nación en 1790 que otorgaba la posibilidad de la ciudadanía naturalizada a free white people europea, la cual expresa la convergencia republicana de raza y aptitud para el autogobierno, pero, como se dijo antes, no repara en los límites equívocos de la blancura.
ii) Inmigración masiva europea —1840–1924, legislación restrictiva—, arribo de personas blancas indeseables —población europea del sur y del este—: en esta época se atestiguó una fractura de la blancura en una jerarquía de razas blancas determinadas científicamente, el asunto era determinar cuál de ellas encajaba con el autogobierno en el buen y viejo sentido de lo anglosajón —good, old anglo–saxon—. Para los llegados en esta época, la experiencia del nuevo mundo estuvo marcada por la raza, el término que servía para discutir la ciudadanía y los méritos relativos de un grupo dado de personas.
iii) 1920 y años posteriores, en parte porque la crisis de la blancura que incluía todos los umbrales anteriores, blancura over–inclusive había sido resuelta con la migración restrictiva. Los grupos unitarios blancos caucásicos experimentales del siglo XIX —celtas, eslavos, hebreos, ibéricos, sacarrenos, entre otros— se habían convertido en los caucásicos, tan familiares hacia nuestra economía visual y léxico racial: «El cruce de la denominación científica caucásica con la creciente regularidad a mediados del siglo xx marca un profundo reajuste en el pensamiento popular en cuanto a la relación entre las razas blancas inmigrantes» (Jacobson, 1998, p. 8. Traducción propia).
La jerarquización de las razas y la instauración de un sistema de castas no se eliminó con el fin del periodo colonial, perduró y se reconfiguró a lo largo del tiempo. Esta tecnología fue activada por los que ostentaban el privilegio blanco a través de usos y costumbres, de las leyes y los enunciados científicos que las justificaron. Se trata de una tecnología de poder impuesta sobre el resto de los conjuntos poblacionales en Estados Unidos, sus efectos y consecuencias en muchos casos se han vuelto invisibles pero latentes. Esta tecnología se hace patente siempre que grupos de supremacía racial emergen desde los ámbitos sociales, políticos o económicos.
La blancura se vio complementada por otra tecnología cuyo fin no es contribuir directamente al mantenimiento de la proporción deseable de la población en Estados Unidos —establecida siempre desde grupos de poder—, pero que de alguna manera la completa y lo hace muchas veces bajo el rostro de la lucha. La blancura apelaba al color, pero también apelaba a una forma de gobierno, una forma de conducirse, caracterizada por el protestantismo y la democracia. Pero la tecnología de la blanquitud ofrece posibilidades explicativas que son necesarias para interpretar a toda clase de sujetos cuya inclusión se realiza «a medias», no de forma definitiva e incluso a conveniencia. La blanquitud responde a una serie de mecanismos empleados por los sujetos inmigrantes no aceptables por la blancura, una vía para actuar y reclamar su pertenencia. La blanquitud no apela a rasgos de identidad racial, carece de aquellos necesarios, es más bien una identidad homogenizadora moderna impuesta y autoimpuesta que retoma por supuesto algunos elementos étnico–raciales del hombre blanco,4 pero que no se agota en ellos.
Bolívar Echeverría (2007) afirma que la condición de blancura pasó a convertirse en una condición de blanquitud, es decir, el orden ético se subordinó al orden identitario impuesto por la modernidad capitalista, esto permitió que incluso los individuos de color pudieran «blanquearse» —aspecto no contemplado por la blancura—: «Podemos llamar blanquitud a la visibilidad de la identidad ética capitalista en tanto que está sobredeterminada por la blancura racial» (p. 19) que se relativiza a sí misma. Esta blanquitud actúa bajo presupuestos civilizatorios y un racismo tolerante «dispuesto a aceptar (condicionalmente) un buen número de rasgos raciales y “culturales” “ajenos” o “extranjeros” [...], es constitutivo del tipo de ser humano moderno–capitalista» (p. 19). Aquí la estrategia plantea ya no la producción del sujeto útil por medio del dispositivo, se trata de un sujeto que conociéndose en el afuera encuentra una forma de autoimponerse una ética, una forma de ser, una racionalidad que le haga pertenecer y que convenientemente pretende homegenizar a los sujetos. Los sujetos que se introducen en la norma aceptan la disciplina y corrigen su otredad intentando salvar las distancias impuestas por la blancura.
Blancura y blanquitud se distancian cuando la segunda habla sobre intenciones civilizatorias en una lógica imperio–periferia que se ve perpetuada por la dinámica capitalista (Patnaik y Patnaik, 2017). Se distancia, también, cuando afirma Echeverría (2007) que se refiere a una nueva dignidad humana que pretende homegenizar a los sujetos, incluso si no son blancos. Homogenizar ya no en términos necesariamente de rasgos étnico–raciales —aunque, si los hay, mucho mejor—. Existen ciertos riesgos de malinterpretar el término: cuando la tecnología de la blanquitud pretende homogenizar para incluir no quiere decir, de ninguna manera, que no excluya, lo hace en buena medida a partir de la sobredeterminación de la blancura racial.
Un ejemplo del uso de la tecnología de la blanquitud lo encuentro en el caso de los dreamers, un tipo muy particular de sujeto inmigrante indocumentado que, si bien ha sido producido racialmente, ha buscado exaltar su formación académica estadounidense y usar estratégicamente su asimilación para ganar espacio y aceptación pública. Se trata de jóvenes que llegaron a Estados Unidos siendo niños, niñas o adolescentes, y han crecido en ese país.5 En su discurso público han exaltado los valores estadounidenses y su formación académica como parte de su identidad tanto individual como nacional (Nicholls, 2013), cuando esa cercanía, así como sus prácticas sociales, les han permitido una identificación con la clase media, con sus aspiraciones, preocupaciones y formas de comportamiento. En otras palabras, su pertenencia y contacto con lo anterior les ha permitido blanquearse; sin embargo, el perfil racializado del inmigrante indocumentado sigue figurando como un gran obstáculo para su reconocimiento político–jurídico.
La blanquitud se instrumentaliza de formas varias según el sujeto racializado. Así, cada sujeto decide sobre sus prácticas, los procedimientos para ser aceptado y las luchas que entabla para lograr ese fin —la población negra ha mantenido una lucha distinta a la asiática, e incluso a la latina—. A pesar de las diferencias, se puede afirmar que la blanquitud ha aumentado su fuerza cuando los criterios raciales parecen no ser el fundamento de la clasificación y jerarquización de las poblaciones, se transubstancia con el autogobierno, la ley, la democracia, el neoliberalismo, en otras palabras, la blanquitud —que no yace en el criterio del color— se deja guiar por la racionalidad que motiva al dispositivo: el vínculo entre el capital y la raza.
Esta tecnología es también una prótesis, un aditamento en las prácticas y procedimientos de los sujetos que, de poseerlo, puede ayudar a demandar un estatus más deseable. Ha introducido su racionalidad en los cuerpos y psiques de los sujetos racializados, muchas veces por voluntad propia. Se puede identificar que, a diferencia de la tecnología de la blancura, la blanquitud forma parte de las prácticas y procedimientos tanto de grupos de poder como de los sujetos racializados. Al inicio del siglo XX se creó la Comission of Immigration and Housing (CCIH) con la finalidad de americanizar a los inmigrantes. Comisiones como esta son ejemplo del uso estratégico de la tecnología de la blanquitud desde grupos de poder, es decir, la prótesis demandada por lo externo, mientras que en el caso de los sujetos dreamers muestra un movimiento distinto, el empleo de la blanquitud como instrumento estratégico de sus demandas para la obtención de la ciudadanía, el uso de la prótesis por voluntad propia.
3. Esquema general de los conjuntos estratégicos que producen las figuras del saber racializadas
La raza como dispositivo se ha expresado de múltiples maneras. En lo que concierne propiamente a Estados Unidos, los diversos sujetos racializados dan cuenta de lo anterior. La raza se instrumentaliza según las necesidades que nacen de la racionalidad capitalista: extracción, sumisión, acumulación y explotación. Lógica de la producción subjetiva de la inequidad diversificada, múltiples conjuntos poblaciones pueden ser sometidos y segregados diacrónica y sincrónicamente: los sujetos indeseables son producidos estratégicamente. Por ello se propone entender que a lo largo de la historia del dispositivo racial estadounidense se pueden identificar grandes conjuntos estratégicos que plantean y producen relaciones específicas de poder–saber o focos locales6 que «portan en una especie de vaivén incesante formas de sujeción y esquemas de conocimiento» (Foucault, 1998, p. 58).
En este apartado se habla fundamentalmente de un conjunto estratégico y sus respectivos focos locales con la intención de mostrar la operación del dispositivo, lamentando dejar en el tintero casos como el de la población indígena y originaria de Norteamérica, las diferentes poblaciones asiáticas, la población blanca indeseable de Europa del Este y del Sur, el sujeto puertorriqueño relegado a una ciudadanía de segunda, la cuestión filipina como mano de obra colonial importada y los que puedan ser sumados. Con el ánimo de plantear de forma más clara lo anterior, véase gráfica 1.
Gráfica 1. Conjuntos estratégicos del dispositivo racial.
Fuente: elaboración propia.
3.1 Conjunto estratégico: animalización de la otredad negra
La figura del negro fue de las primeras subjetividades producidas por el dispositivo, si bien han cambiado las tecnologías que posibilitan la relación de sumisión de dicha figura, la condición de segregación ha permanecido en la historia estadounidense. En sus inicios, dos tecnologías operaron en la invención estratégica de la otredad negra: la blancura y la esclavitud. Por un lado, la blancura funcionó como un régimen de ingreso a la vida política con reconocimiento jurídico. La blancura indicó lo civilizado, el negro fue una construcción que se oponía no sólo en el color e incluso en su constitución física, se oponía en las maneras, en las prácticas. La esclavitud fue la tecnología que posibilitó las prácticas de sumisión, prácticas que atravesaron los cuerpos de la población negra fundamentalmente en lo sexual y laboral, dado que no calificaban como personas en sentido estricto se extraía lo que en ellos había por lucrar. El negro no era persona, sino un objeto sumiso, cuerpos de extracción de riqueza por medio de los cuales el amo obtenía la máxima rentabilidad.
La comprensión y fabricación del ser negro se basaba en el prototipo de una figura prehumana incapaz de liberarse de su animalidad, incapaz de mostrarse a sí mismo el mundo, de generar un orden (Mbembe, 2016). El no europeo encarnaba la diferencia bajo el entendido de que eran seres inferiores, un simple reflejo empobrecido de lo verdaderamente humano.
La producción y fabricación del ser negro justificó y confirmó la continuación de la tecnología de la esclavitud en el Nuevo Mundo. Tanto ingleses, españoles y franceses echaron mano de población negra africana para explorar el nuevo continente, pero no todos arribaron en calidad de esclavos. En el caso de españoles y franceses, Juan Manuel de la Serna (1994) identifica que se dedicaron a explorar el sur de Norteamérica —Nuevo México, Mississippi y Lousiana—, pero no fue ahí donde surgieron los primeros asentamientos con esclavos, sino con los anglosajones situados en la región de los grandes lagos en el siglo XVI. La sujeción y el sometimiento de los sujetos negros se diferenció según la ubicación geográfica. En el sur eran destinados al trabajo esclavo en los campos agrícolas y en el norte desempeñaban labores de servidumbre en las ciudades. El foco local de saber–poder de este conjunto estratégico toma cuerpo en la relación de esclavo–siervo–amo y su ubicación por excelencia es la plantación (Mbembe, 2016).
Las tecnologías de la blancura y la esclavitud hicieron posible la emergencia de la sociedad de la plantación, principalmente en el sur del territorio norteamericano. Mbembe (2016) sitúa este surgimiento entre 1630 y 1680. En la plantación, la servidumbre marcaba una condición de por vida. La plantación se convirtió en una institución económica, disciplinaria y penal. Durante el siglo XVIII surgieron diferentes leyes que sellaron el destino de esta población: «La fabricación de sujetos de raza en el continente americano comienza a través de su destitución cívica y, en consecuencia, excluyéndolos de los privilegios y derechos garantizados a otros habitantes de las colonias» (p. 52). La fase de la consolidación de esta sociedad se completa con la construcción de la incapacidad jurídica del negro, la codificación existente sobre la estructura negra del mundo que existía en las Indias Occidentales se hace palpable en la geografía del Sur.
Mbembe (2016) describe que la estructura disciplinaria presente en las plantaciones formó al hombre negro socializado en el odio hacia los otros y, sobre todo, hacia otros negros. La figura del saber racial negra se produce por y en prácticas violentas, bajo el símbolo de la sumisión perpetua. El filósofo camerunés expresa de forma muy clara el doble juego del poder que produce subjetividades (Butler, 2001): el poder no sólo se ejerce como una fuerza externa que presiona, también proporciona la misma condición de posibilidad del sujeto. Es bajo esta dinámica que produce sujetos, por y en prácticas violentas el sujeto negro racializado se somete, desconfía, intriga, es cómplice del amo y algunas veces ayuda a continuar la condición de sumisión de otros negros:
Lo que caracteriza, sin embargo, a la plantación no son solamente las formas segmentarias de la sumisión, la desconfianza, las intrigas, rivalidades y recelos; el juego movedizo de favores, las tácticas ambivalentes hechas complicidades, arreglos de toda índole, conductas de diferenciación caracterizadas por la reversibilidad de roles. Es también el hecho de que el lazo social de explotación no está dado de una vez y para siempre. Al contrario, es cuestionado todo el tiempo y debe ser producido y reproducido sin cesar a través de una violencia de tipo molecular que sutura y satura la relación servil (Mbembe, 2016, p. 50).
Kenneth Stampp (1966) detalla que en la tradición existían tres discursos arraigados que buscaban justificar la esclavitud de la población negra, estas ideas permiten hacer evidente la red del dispositivo. Se trata de enunciados considerados verdaderos, originados muchas veces por los discursos científicos e institucionalizados a través de leyes. El primero de ellos explicaba que la población negra fue introducida en sociedades blancas para realizar el trabajo pesado y rudo, los hombres blancos no podían cultivar algodón o caña de azúcar pues «En nuestras ciénagas y al calor del sol el negro se afana mientras languidece el hombre blanco. Sin la capacidad productora del africano, al que el “Dios omnisciente” ha dotado adecuadamente para las necesidades laborales del Sur, sus tierras no hubieran dejado de ser “un lastimero erial”» (p. 17).
La segunda idea que Stampp (1966) enuncia como mito se basa en que los rasgos raciales de la población negra los capacitaban para permanecer en servidumbre. Esta idea fue intensamente defendida por médicos y pseudocientíficos, especialmente por frenólogos. Su argumento versaba sobre las diferencias constitucionales e intelectuales entre blancos y negros. Stampp (1966) cita al doctor Samuel A. Cartwright —de Louisiana—: «La evidente diferencia del color de la piel se extendía también a “las membranas, los músculos, los tendones, y [a] todos los humores y secreciones. Hasta el cerebro negro y su sistema nervioso, el quilo y todos sus humores presentan cierto matiz sombrío de color relacionado con la negrura predominante”» (p. 18).
Los argumentos médicos que justificaron el sometimiento y la esclavitud tuvieron también efectos en el tratamiento de las enfermedades. Siguiendo el argumento de que la constitución física de la población negra era la adecuada para los trabajos al sur del territorio norteamericano, se esperaba que tanto la morbilidad como la mortalidad fueran menores. El sur se caracterizaba por la poca e inadecuada atención médica en las zonas rurales, ciénagas y lagunas sin desecar, y el clima «contribuían a que los sureños fueran excepcionalmente vulnerables a enfermedades epidémicas y endémicas» (Stampp, 1966, p. 318).
En el imaginario, las personas negras podían soportar todo esto sin enfermar: «El esclavo tradicional, era un ejemplar físicamente robusto, que sufría pocas de las indisposiciones que aquejaban al blanco» (Stampp, 1966, p. 318). Existían, además, las llamadas enfermedades de la mujer que provocaban alteraciones laborales y que, contrario al imaginario social, afectaban más a las esclavas negras que a las mujeres blancas. Un médico georgiano creía que la delicada mujer blanca requeriría más atenciones que las gruesas y robustas mujeres negras: «Menstruos dolorosos o irregulares, infecciones supuratorias de la región generativa y prolapsus del útero eran extremadamente comunes; la esterilidad, los abortos espontáneos, los partos tardíos y las defunciones por parto tenían lugar dos o tres veces más frecuentemente entre las esclavas que entre las blancas» (p. 328). A pesar de lo anterior existía el prejuicio de que las mujeres negras no se enfrentaban a la misma dificultad.
Respecto al temperamento y carácter, se llegó a considerar que, en función de su raza, esta población era dócil, de ánimo irreflexivo, imitadores, afables y que su cambio de residencia —de África a América— no los había afectado en su temperamento ni en su complexión (Stampp, 1966, p. 19). El médico Samuel Cartwright aseguraba que el negro era más sensual que intelectual, carecía de sangre roja en las arterias y los pulmones, tenía una defectuosa atmosferización pulmonar. Todo ello lo llevaba a asegurar que había enfermedades propias de esta «raza» y que emplear los mismos métodos para curar a los blancos podía ser perjudicial. Adjetivos que describían el valor moral también fueron puestos en juego, por ejemplo, «la mujer negra era inmoral, promiscua y sexualmente insaciable», en oposición a la mujer blanca que era más bien inocente, pura e inaccesible. Los significados asociados a las mujeres negras contribuyeron a formar un camino distinto al del hombre negro en función justamente del sexo:
Además de la explotación por su capacidad productiva como el esclavo —véase que se le exigía trabajar como a un hombre—, se explotó a la esclava no sólo como satisfacción sexual sino también por su capacidad reproductora; este hecho, aparte de proporcionar con su descendencia mano de obra, le podía asegurar una estancia más larga en la plantación. Según indica la crítica, cada año, entre 1750 y la Guerra Civil, más de una quinta parte de la población esclava negra de edades comprendidas entre 15 y 44 años engendraba. Por supuesto, su función reproductora comenzaba dos años antes que en el caso de la mujer blanca (Piqueras, 2008, p.37).
La marginación para las mujeres esclavas era doble y sus posibilidades de escapar menores respecto a los hombres. Al estar confinadas al trabajo en las plantaciones y al hogar, difícilmente conocían los alrededores, y en caso de que decidieran huir debían considerar a sus hijos, muchas de ellas los llevaban consigo o incluso huían embarazadas. Su rol como reproductoras del linaje esclavo se volvió fundamental tras la abolición del comercio exterior de esclavos (1807), la continuación del sistema recaía en ellas.
El tercer mito se relaciona con la necesidad de controlar la naturaleza negra salvaje, esta idea introducía la necesidad de la blanquitud. Así, las dos tecnologías cuyo emplazamiento atraviesa todos los conjuntos estratégicos se complementaron. La disciplina y el control eran necesarios por el bien de la población negra y para mantener la civilización occidental. Stampp (1966) cita el preámbulo del Código 1712 del Estado de Carolina del Sur:
Los negros eran «de naturaleza salvaje bárbara y rebelde, y [...] totalmente incapaces de gobernarse por las leyes, usos y costumbres de ese Estado». Debían regirse por leyes especiales que «reprimieran los disturbios, robos, hurtos y crueldades a los que, por naturaleza, propenden o se inclinan, y que también cuidaran de la defensa y seguridad de las gentes de esta provincia y sus propiedades» (p. 21).
Los blancos anglosajones en Estados Unidos adoptaban, entonces, una labor de educadores e instructores que tomaría varias generaciones dada la naturaleza salvaje, atrasada y perezosa de la población negra estadounidense. No sólo se trataba de enseñarles formas de proceder y comportarse, sino de un proceso continuo de blanqueamiento, enseñarles la dignidad blanca anglosajona con su religión, lengua, dinámicas laborales, leyes.
Respecto a la animalización de la otredad negra, la interrelación de las tres tecnologías —blancura, blanquitud y esclavitud— logró institucionalizarse gracias a las leyes y a los usos y costumbres que regían las relaciones entre los amos, los siervos y los esclavos. Para De la Serna (1994), la ley no es el origen de la esclavitud, pero las leyes esclavistas fueron esenciales para el mantenimiento de dicha institución:
El cambio legal del negro en esclavo puede rastrearse hasta Virginia, donde se sabe que hubo un mayor número de casos presentados en las cortes relativos a los africanos, de los que se derivaron ciertos códigos esclavistas. Estos códigos reflejaban los temores y aprehensión de los colonos blancos, convencidos de que era necesario mantener a sus esclavos alejados de cualquier tentación que los condujera a la sublevación o al cimarronaje. Ello evidencia la relación directa existente entre el número de esclavos y la rigidez de las normas con las que eran tratados; entre más esclavos habían reunido, más estrictos eran sus códigos para someterlos (p. 14).
Otro ejemplo de lo anterior es el Fugitive Slave Act —la Ley de los Esclavos Fugitivos—, resultado del Compromiso adoptado por el Congreso en 1850. Como bien lo indica el nombre, está ley declaraba que todo esclavo fugitivo tenía que ser devuelto a sus amos. Los agentes federales podían exigir a los ciudadanos del Norte —no esclavista— su ayuda para la captura pese a sus convicciones antiesclavistas (Drexler, 2019, abril 5). Es así como el discurso jurídico coadyuvaba a la institucionalización de la jerarquización de grupos en función de las diferencias étnico–raciales y legitimaba la vida humana como propiedad que debía ser retornada a su dueño.
Las leyes normalizaron el castigo y la vigilancia de lo que en términos legales constituía una propiedad; sin embargo, Vernon Palmer (2006) explica que juzgar el mantenimiento de la esclavitud únicamente por efecto de la ley es un error serio porque la costumbre fue igualmente necesaria:
Muchos historiadores afirman que el punto de partida de la esclavitud en el Nuevo Mundo se basó principalmente en la «opinión pública» y la fuerza de las prácticas, de manera que las primeras leyes sobre el tema daban sanción legal al uso establecido. Existe evidencia de costumbres que regulaban la esclavitud en las islas del Caribe mucho antes de la aparición de los códigos esclavistas del siglo XVII. De acuerdo con Alexander Johnston, la esclavitud en las colonias británicas de Norteamérica no fue establecida originalmente por la ley, sino por la costumbre. (p. 178. Traducción propia).
Así, las prácticas jurídicas y sociales sancionaban, restringían y regulaban las relaciones entre esclavos–siervos y amos. Alrededor de 1780 en los estados del Norte se comenzaron a adoptar políticas con el fin de abolir la esclavitud o reducirla gradualmente (Wilson, 1965), pero en el Sur la abolición llegó varios años después con la Proclamación de Emancipación de 1863, promulgada por el entonces presidente Abraham Lincoln y la ratificación de la Decimotercera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos en 1865. Palmer (2006) menciona uno de los poderosos instrumentos que operó en algunos sitios desde el periodo esclavista y que posterior a la citada promulgación y ratificación se volvió más popular: los códigos negros. Estos códigos fueron introducidos en el territorio estadounidense en los espacios coloniales franceses, como las islas en el mar Caribe —Martinica, Guayana y Guadalupe— y en el territorio de Louisiana.
A pesar de la abolición de la esclavitud, los Black Codes siguieron implementándose en los estados sureños. La mayoría de estos fueron introducidos después de la abolición: en Mississippi en 1865, en Alabama en 1865 —se dirigía, ya no a esclavos, sino a los vagabundos, quienes debían pagar 50 dólares, de no pagar, iban a la cárcel—;7 en 1866, ahí mismo en Alabama, se promulgó una ley que contribuyó a la emergencia de una nueva subjetividad: the apprentice, la cual establecía la capacidad de ciertas personas llamadas Masters —mismo concepto utilizado para los amos en la época esclavista— de responsabilizarse de menores de 16 años que fueran huérfanos o simplemente de menores que no tuvieran medios para su subsistencia. Los nuevos Masters tenían la obligación de proveer comida, ropa, refugio, cuidados médicos y cierta instrucción escolar, como enseñar a leer y escribir. Los diversos derechos de estos nuevos amos contemplaban el castigo físico y no estaban obligados a pagar por el trabajo realizado del aprendiz (Samito, 2009).
También en Carolina del Sur el Black Code establecía y regulaba las relaciones domésticas de personas de color y proponía una ley relacionada con la vagancia y los pobres (LDHI, s. f.). Este tipo de reglamentos, leyes y normas inauguraron una época que pretendía mantener el statu quo de la sociedad de plantación sin llamar más a los negros y negras esclavos, aunque en la práctica las condiciones fueran muy similares. Estos códigos promulgados e implementados a partir de 1865 forman parte del conjunto estratégico sobre la producción del sujeto negro.
El conjunto estratégico sobre la animalización de la otredad negra se inaugura con el periodo y la implementación de la tecnología esclavista, pero no concluye con el fin de dicha institución. Otras tecnologías fueron utilizadas para continuar la segregación. La relación asimétrica de poder perduró e incluso supuso una contienda en materia laboral, por ejemplo, tanto con latinos como con otras razas inferiores de Europa —así llamadas por el famoso biólogo Charles Duvenport—. La letra indicaba que eran libres desde 1865 y, sin embargo, el estado de Mississippi no ratificó la abolición hasta 1995, pero no fue oficial hasta 2012 (Walenta, 2010, noviembre 11). Este tipo de contradicciones son resultado de inclusiones inacabadas, no definitivas de un grupo racializado.
A principios del siglo XX seguían siendo perseguidos y asesinados por grupos supremacistas blancos. En 1960 peleaban por sus derechos civiles y políticos. En esa década se gestó y construyó un proyecto federal inmobiliario que funcionaría nuevamente como instrumento de segregación de la población negra y latina. Mientras los suburbios eran visualizados como el sueño de la clase media —por definición, blanca—, en las ciudades se construían edificios Public Housing Projects, llamados posteriormente vertical ghettos, donde se agrupaba gente negra y latina. Unos años después se implementó un programa federal de renovación urbana cuya intención era supuestamente hacer más habitables las ciudades. 90% de todos los inmuebles derribados no fueron reemplazados, la mayoría de sus residentes eran negros o latinos (Smith, 2003).
Después de la segunda mitad del siglo xx la criminalización sería otra tecnología empleada por el dispositivo: la asociación constante de ciertas drogas con la población negra. La narrativa de delincuencia rodeó al sujeto racial y continúa hasta nuestros días.
Reflexiones finales
Este artículo pretende explicar cómo el dispositivo racial echa mano de múltiples elementos como las leyes, las disciplinas científicas, los usos y costumbres, y las prácticas sociales para generar una serie de postulados que estructuran la realidad social y la reproducen. Evidentemente, las estrategias empleadas varían dependiendo del conjunto poblacional racializado de la época y de los intereses de poderes hegemónicos. Los discursos y prácticas sociales empleados para racializar a la población negra han sido distintos a los empleados para racializar y segregar a otros sujetos. En el caso de las poblaciones chinas y japonesas, se empleó la no asimilación e inelegibilidad para la ciudadanía, lo que implicaba una inferioridad innata que se explicaba básicamente por el criterio racial —las Cortes apelaban una blancura muy difusa, incluso sin definición, o una muy ad hoc, mientras que los solicitantes constantemente apelaban a ser partícipes de la blanquitud—. Entre los cuestionamientos a ese estatus estaba no sólo la contradicción a las premisas democráticas de la ciudadanía en los Estados Unidos —los hombres negros, quienes en teoría después de la Guerra de Secesión y la abolición de la esclavitud recibían la ciudadanía—, había también un fuerte reclamo de aquellos agrupados bajo el nombre de asiáticos, sobre el contradictorio, difuso e injusto proceso de conversión en estadounidenses (Ngai, 2014).
En el caso del migrante ilegal, esta figura fue producida como resultado de la política migratoria restrictiva de la década de 1920, el sistema de visados produjo a este sujeto y precarizó sus condiciones. Si bien la política era restrictiva, en la práctica, la tecnología del sueño americano y los empleadores no dejaron de incentivar el cruce. A lo largo de los años se redujeron las posibilidades de éxito en el cruce de las y los migrantes, también aumentó el costo, a ello se suma el papel que los grupos delictivos han desempeñado en ese panorama de muerte y precariedad.
Así se observa cómo las diferentes poblaciones han sido el objeto de una administración de la población desigual, discriminatoria y segregacionista cuyo fundamento es la raza. A los europeos les había bastado aprender la lengua, la ética del trabajo, la obediencia a las leyes y la asimilación de los valores democráticos. Pudieron echar mano de forma más directa a su blancura racial, aunque también debieron someterse a un proceso de blanqueamiento.
Notas
* Artículo derivado de la investigación, Producción, inclusión e interlocución de la subjetividad dreamer: análisis biopolítico de jóvenes indocumentados, para optar al título de doctora en Ciencias Políticas y Sociales, Universidad Nacional Autónoma de México, defendida el 26 de febrero de 2021. Esta investigación fue posible gracias a la beca de posgrados nacionales del Consejo Nacional de Humanidades, Ciencias y Tecnologías (Conachyt), México.
1 Para observar la implementación de la necropolítica en el primer mundo, específicamente en Estados Unidos, se recomienda ampliamente Estévez (2002), donde explica que la necropolítica no es privativa de espacios del tercer mundo, sino que es posible observar su implementación no en la clandestinidad —como sucede a menudo en América Latina, África, Asia—, sino a partir de leyes y discursos legales.
2 Esta definición del dispositivo que contiene la noción de red compleja y la unión de lo lingüístico y no lingüístico es una especie de síntesis de las definiciones 1 y 3 propuestas por Agamben. A lo largo de la primera parte de este artículo se recurre a las tres definiciones que Agamben (2011) elabora a partir del trabajo de Foucault.
3 Para Esposito (2011), la inmunidad permite explicar que, en virtud de la conservación de la vida y de la salud —de un Estado—, se acepten pequeñas cantidades de agentes patógenos. En determinados momentos de la historia de Estados Unidos se ha aceptado el ingreso y permanencia de grupos poblacionales basándose principalmente en motivos económicos y políticos. El aumento de las cantidades aceptadas de esos agentes patógenos significa un riesgo para la conformación de la misma población. Demasiados cuerpos indeseables pueden incomodar si son más visibles, por ello, a la cuestión del número se suma el lugar: la gran cantidad de sujetos negros era aceptable por el lugar que ocupaban, si eran muchos y estaban trabajando en las plantaciones no había problema alguno, a menos que se rebelaran.
4 Aquí, el uso de hombre blanco implica de forma consciente la hipostasis injusta ideológica e histórica del término hombre por humanidad, cuyos efectos más terribles implican la invisibilización de las mujeres y de otros géneros, así como de toda concepción sexual distinta a la heterosexual.
5 Este artículo emana de una investigación doctoral que analiza la producción, inclusión e interlocución de los sujetos dreamers. Para poder llegar a esto fue necesario establecer el papel de la raza en la producción de sujetos, luego se realizó una genealogía —estrategia metodológica utilizada por Nietzsche y Foucault— con el fin de colocar al dreamer como heredero de narrativas y estrategias discursivas de sujetos racializados en Estados Unidos.
6 Estas relaciones de poder–saber o focos locales no son más que relaciones intersubjetivas de sujetos privilegiados que ostentan una posición de poder y de los sujetos de raza, sometidos.
7 Aunque este código en ningún momento mencionaba a la población negra, en la práctica, solo esta era señalada como vagabunda e indigente (Samito, 2009).
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