ISSN (impreso) 0121–5167 / ISSN (en línea) 2462–8433
Artista invitada Valentina González Henao Cámara a la deriva Fotografía estenopeica 5 cm x 12 cm 2018 |
SECCIÓN GENERAL
Víctor Barrera1 (Colombia)
Fernán González2 (Colombia)
1 Politólogo. Magíster en Ciencia Política. Investigador del Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep/PPP). Correo electrónico: vbarrera@cinep.org.co – Orcid 0000–0003–2899–6455
2 Filósofo. Magíster en Ciencia Política. Magíster y doctor en Historia. Investigador del Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep/PPP). Correo electrónico: fernangonzalez39@gmail.com – Orcid 0000–0002–5538–6989 – Google Scholar https://scholar.google.es/citations?hl=es&user=H4J_YMkAAAAJ
Fecha de recepción: junio de 2023
Fecha de aprobación: noviembre de 2023
Cómo citar este artículo: Barrera, Víctor y González, Fernán. (2024). Hacia una aproximación constructivista para el estudio de la formación del Estado en Colombia. Estudios Políticos (Universidad de Antioquia), 69. https://doi.org/10.17533/udea.espo.n69a11
Resumen
En este artículo se presenta una aproximación constructivista que permite entender el rol que tienen las ideas de lo que el Estado debe y puede ser en el proceso mismo de formación estatal. Se sostiene que las ideas constituyen referentes de sentido y señales públicas que facilitan la coordinación de la acción política en el marco de un proceso de construcción estatal dinámico en el que los atributos «modélicos» del Estado están en constante redefinición según las condiciones materiales del Estado realmente existente. Se ilustra la potencialidad de esta aproximación a través de un análisis de las ideas sobre el Estado y su evolución en el pensamiento de reconocidas figuras políticas e intelectuales del siglo XIX colombiano. A modo de conclusión, se recapitula la importancia de estudiar estas ideas a la luz de las tres regularidades sociológicas que dan forma al proceso de formación estatal —centralización política, integración territorial y unificación simbólica de la nación— y se invita a un debate más amplio para explorar investigaciones futuras que integren más sistemáticamente las ontologías ideacionales y materialistas del Estado moderno.
Palabras clave: Instituciones Políticas; Formación del Estado; Élites Políticas; Constructivismo; Siglo XIX; Colombia.
Abstract
In this article, we present a constructivist approach to understand how and why the ideas about what the State should and can be impact the same process of state formation. We argue that ideas constitute parameters of meaning and public signals that facilitate the coordination of political action within a dynamic state–building process in which the main attributes of the State are constantly redefined according to specific material conditions. We illustrate the potential of this approach through an analysis of the ideas about the State and its evolution in the thinking of renowned political and intellectual figures of 19th century Colombia. To conclude, we highlight the importance of studying these ideas in relation with the three sociological regularities shaping the state formation process (political centralization, territorial integration, and symbolic unification). We also advocate for future research that more systematically integrates the ideational and materialist ontologies of the modern State.
Keywords: Political Institutions; State Formation; Political Elites; Constructivism; 19th Century; Colombia.
Introducción
Cuando se abordan las ideas y discursos sobre el Estado en Iberoamérica se acostumbra a pensar bajo dos perspectivas: la primera, de imitación, sugiere que tales ideas y discursos no son otra cosa que la importación de modelos por parte de élites políticas privilegiadas que poco dialogan con sus realidades nacionales, de suerte que, se concluye, el modelo y la realidad del Estado han estado condenadas a un desencuentro porque se ha aspirado a un ideal que no corresponde a su experiencia histórica particular. Dentro de esta corriente se pueden ubicar aquellos trabajos que han caracterizado a los Estados iberoamericanos como «anómicos» (Waldmann, 2006) o «fallidos» (Rotberg, 2003), en el sentido de que no han logrado construir Estados similares a los modelos europeos.
La segunda perspectiva, de diferencia radical, surge como reacción a la anterior, orientada a destacar el pensamiento y el papel de las clases populares, y que enfatiza que en estos países se ha seguido una dinámica por entero particular que buscó sacudirse de su legado colonial y refundar sus instituciones inventando nuevos modelos de Estado en contraposición a las experiencias externas. Algunos trabajos de teóricos y analistas decoloniales han contribuido a este modelo al insistir en varias de estas particularidades en la formación de los Estado iberoamericano, como son el plurinacionalismo (Merino, 2018) o la resignificación de conceptos externos como «territorio» y «soberanía» (Halvorsen, 2018).
Aunque ambas perspectivas admiten matices y pueden tener más de un grano de verdad, resultan limitadas porque ignoran la dialéctica entre los modelos estatales de las élites intelectuales y políticas iberoamericanas que ocuparon buena parte de su tiempo en imaginar la construcción de los Estados–nación y el Estado realmente existente que tuvieron al frente, mucho más limitado, en cuanto a su sistema de agencias, prácticas y funcionarios, y que terminó obligándolos a reformular constantemente tales modelos, ajustar sus ideas previas y redirigir sus esfuerzos. La incomprensión o negación de esta dualidad del Estado conduce a planteamientos un tanto apocalípticos de Estado «anómico» (Waldmann, 2006) o «fallido» (Rotberg, 2003) que prescinde de los procesos no necesariamente lineales de extensión y centralización del control territorial y simbólico del Estado, y parte de una imagen modélica que hace abstracción de los procesos históricos que le dieron forma como único parámetro para valorar las realidades de los países iberoamericanos.
Para entender esta doble existencia del Estado en el contexto iberoamericano y colombiano, aquí se sugiere una aproximación constructivista del proceso de formación estatal.De manera similar al enfoque constructivista en la ciencia política (Parsons, 2010), por este tipo de aproximación se entiende el estudio sistemático y no reduccionista de i) el papel que tienen las ideas modélicas del Estado que las élites políticas expresan para orientar sus acciones en el proceso de formación estatal en el que participan y b) la forma como tales ideas se adaptan y evolucionan en función de las negociaciones políticas y las regularidades del proceso de configuración estatal asociadas a la centralización política, la integración territorial y la unificación simbólica de la nación.
El supuesto fundamental de esta aproximación es que las «ideas importan» en el proceso de formación estatal, pero no como usualmente se ha asumido. Más que un disfraz de la dominación de los sectores hegemónicos o simples epifenómenos, las ideas constituyen referentes colectivos que facilitan la coordinación de la acción política y la movilización de apoyos y alianzas críticas que le dan forma y sentido al proceso de formación estatal.
En este artículo se ilustra la pertinencia de este tipo de aproximación a través de un análisis de la forma como operó esta dialéctica entre ideas y realidades del Estado en el pensamiento de reconocidas figuras políticas e intelectuales del siglo XIX colombiano: las repúblicas aéreas de Simón Bolívar en los albores de la Independencia, el triunvirato parroquial de José María Samper de mediados de siglo y el ideario de La Regeneración de Rafael Núñez y Miguel Antonio Caro a finales del siglo XIX.
Desde esta perspectiva se observa que más allá de «importar» ideas ajenas o «inventar» nuevas fórmulas de estatalidad, estas élites políticas e intelectuales adaptaron, con altas dosis de imaginación, los modelos estatales provenientes de Europa y Norteamérica, percibieron la distancia entre tales modelos y sus realidades concretas, y buscaron reducir esta brecha elaborando nuevas ideas y modelos propios como una estrategia política para su materialización.1
1. La doble existencia del Estado
No hace falta que se recuerde que el Estado del que se habla en la literatura académica, en la prensa y en los discursos políticos es un modelo, una elaboración abstracta que tiene muy pocas posibilidades de materializarse. Los Estados concretos, los realmente existentes, se aproximan más o menos al modelo, pero nunca lo reproducen con exactitud (Escalante, 2008, p. 297).
Como indica el sociólogo mexicano Fernando Escalante (2008), el Estado tiene una doble existencia: como idea y como realidad material.
Como idea, el Estado se refiere a un modelo que ha hecho abstracción de los procesos históricos, conflictivos y profundamente violentos que le dieron origen, principalmente, en Europa occidental. Charles Tilly (1992), que estudió en detalle los procesos históricos que moldearon los Estados modernos de Europa occidental, advierte que el modelo estándar de Estado que se presume universal corresponde a «una racionalización conveniente ex post facto para los que finalmente acceden al poder», pues las estructuras de los Estados nacionales son «productos secundarios e impremeditados de la guerra y otras actividades a gran escala relacionadas con ella» (p. 15). Es un modelo con unos atributos particulares que, en el marco del canon weberiano,2 definen al Estado como aquella forma de organización política que reclama, con éxito, el monopolio del uso de la fuerza y funciona con base en un aparato administrativo bajo una lógica racional, impersonal, unitaria y con criterios de igualdad «por encima» de la sociedad.
Como conjunto de prácticas, agencias y relaciones, el Estado difícilmente se ajusta a esta imagen modélica: su materialidad y la forma como aparece en la vida cotidiana, si bien trata de acercarse a ese ideal, es mucho más caótica, limitada e incluso arbitraria, pues lo que el Estado realmente llega a ser es un resultado siempre contingente y en constante negociación según un cambiante balance de fuerzas entre diversas redes socioespaciales de poder en los ámbitos local, regional y nacional (Mann, 1997, pp. 123).
Vista de esta manera, la formación del Estado no obedece a un proceso teleológico previamente definido por las experiencias de los países europeos en el que el modelo se «traduce» a la realidad de forma secuencial,3 sino a una pauta de desarrollo en el que los atributos centrales que definen al Estado están siendo constantemente negociados según la distribución del poder político al interior de sus fronteras entre diferentes grupos sociales. En este sentido, se asemeja más a la dinámica de cambio social «gradualista» e «incremental» defendido por Albert Hirschman (1971) en sus estudios sobre el desarrollo económico y político en América Latina, y el impacto mayor que pueden tener las visiones reformistas sobre las revolucionarias. De modo que, como señala Ingrid Bolívar (1999), «no hay un solo tipo de Estado moderno, ni una forma definida y directa de ejercer el monopolio de la violencia» (pp. 12).
Un punto especialmente relevante para la experiencia histórica de Iberoamérica y Colombia, en la que los emergentes Estados–nación heredaron un modelo a emular, pero tuvieron que ajustarlo permanentemente a realidades muy distintas asociadas a fuertes legados coloniales que definieron una estructura administrativa y de gobierno que les era ajena, a la recurrencia de guerras civiles que amenazaron la unidad nacional en vez de las guerras totales que definieron la cohesión de los Estados europeos y una marcada fragmentación política que impidió la construcción de coaliciones que sostuvieran un centro político que irradiara su control en todo el territorio (Centeno, 2002).
Por estas particularidades, en Iberoamérica y Colombia los procesos de formación estatal estuvieron mucho más expuestos que sus análogos europeos a las tensiones entre los ideales de Estado y sus posibilidades concretas, un fenómeno que justifica una aproximación constructivista que permita comprender mejor y más sistemáticamente las tensiones entre esta doble existencia del Estado y la manera particular como estas tensiones se expresaron en el pensamiento de figuras políticas que dedicaron su tiempo a imaginar y sus esfuerzos para materializar Estados más ajustados a sus propias realidades.
2. Una aproximación constructivista
Ni los españoles ni los latinoamericanos pueden concluir, a partir de su propia experiencia, que existe una sola vía normal hacia la formación del Estado o que el secreto del éxito estriba sencillamente en la imitación de las instituciones políticas británicas, francesas o norteamericanas (Tilly, 1992, pp. 15–16).
En efecto, estas particularidades históricas de los Estados iberoamericanos en construcción fueron las bases materiales sobre las que varias de las principales figuras políticas e intelectuales de la época imaginaron sus propias fórmulas en diálogo con la experiencia europea. Como sugiere Tilly (1992), lo hicieron a partir de su propia experiencia, bajo la consciencia de que no existía una sola vía hacia la formación del Estado y de que el esfuerzo de su construcción pasaba por trascender la simple «imitación» de instituciones foráneas o la «invención» de otras por entero nuevas en la historia de las ideas políticas registradas hasta entonces.
Los procesos de construcción del Estado a este lado del Atlántico no fueron, entonces, desviaciones de un modelo universal, sino variaciones históricas de un proceso más general expuesto a una mayor diversificación de ideas y narrativas en constante evolución acerca de lo que debía y podía ser el Estado. Este dinamismo implica reconocer que las ideas en los procesos de formación estatal son mucho más que actos de dominación simbólica que «disfrazan» el control de los sectores subalternos (Abrams, 1998) o simples ejercicios de imaginación sin ningún tipo de efecto práctico (López–Alves, 2001, pp. 156). Las ideas sobre lo que el Estado debe y puede ser importan por cuanto constituyen referentes colectivos que facilitan la coordinación entre las élites políticas y de estas con sus bases, de modo que les permiten movilizar apoyos y alianzas, vencer o convencer a sus adversarios, y por ese camino incidir en un complejo proceso de construcción estatal.
Una aproximación constructivista como la que aquí se sugiere consiste, precisamente, en analizar el rol que tienen las ideas y su evolución en la formación del Estado desde esta perspectiva: como referentes de sentido de la acción pública, como señales que orientan la coordinación entre distintos actores y como material de enorme plasticidad que, al tiempo que enmarca alianzas y negociaciones políticas, se transforma por las nuevas formas de ver el mundo que ellas —las alianzas y las negociaciones— suscitan entre quienes las suscriben —principalmente, élites políticas—. Pese a esta gran diversidad y plasticidad, las ideas del Estado no son imposibles de delimitar. Suelen gravitar alrededor de la misma constelación de preocupaciones heredadas de la experiencia estatal de Europa occidental: ¿por qué medios conseguir el monopolio legítimo de la violencia?, ¿qué grupos sociales y territorios incluir al conjunto del país y cuáles no?, ¿cómo mantener la cohesión de la nación?
Estas preocupaciones reflejan las regularidades sociológicas propias del proceso de formación estatal —centralización política, integración territorial y unificación simbólica de la nación— que, como sugiere la noción de la presencia diferenciada del Estado (González, Bolívar y Vásquez, 2003; Bolívar, 2010; González, 2014), permiten comprender variaciones históricas y geográficas de un mismo proceso que puede materializarse en muy diversos tipos de Estado. Esta noción hace referencia a la forma desigual y siempre disputada en cómo las instituciones estatales y sus pretensiones de control se expresan en el tiempo, el territorio y en dominios funcionales específicos —educación, justicia, seguridad, entre otros—, de acuerdo con las diferentes configuraciones sociales de las regiones y la articulación política de ellas que resulta de las negociaciones entre diferentes redes socioespaciales de poder que operan por debajo de la escala nacional y de los múltiples conflictos entre distintos grupos sociales en el marco de estos tres procesos generales en permanente interacción (Barrera, 2016, pp. 26). Cada una de las regularidades limita la acción e imaginación de las élites políticas y define las dimensiones sobre las que se elaboran los modelos y las fórmulas estatales que terminan orientando sus estrategias e interacción con aliados y rivales.
La primera de estas regularidades corresponde a la centralización política. En distintos grados, según el balance territorial de poder, en su proceso de formación los Estados consolidan un centro político influyente, siempre y cuando transiten de un dominio indirecto que delega competencias en distintos tipos de intermediarios hacia un gobierno directo que monopoliza aspectos críticos como el uso de la fuerza legítima, la administración de justicia y el cobro de impuestos (Tilly, 1992). Vale señalar que este centro político no es una entidad política o geográfica fija y predeterminada, sino que se trata de una coalición de regiones que busca imponerse sobre las demás y, por lo tanto, un arreglo político contingente y siempre temporal (Bolívar, 1999).
Esta regularidad resulta pertinente para una aproximación constructivista porque permite entender que las preferencias pro o anticentralización de las élites son una función dinámica del lugar de privilegio que ocupan en las coaliciones regionales que sostienen el centro político en un determinado momento del proceso de formación estatal. Así, sus ideas sobre cuál es el mejor arreglo institucional en cuanto a la consolidación de un centro fuerte pueden cambiar en la medida que el balance de costos y beneficios se transforme en el marco del mismo proceso de formación estatal.
La segunda regularidad sobre la que se construyen los Estados es la integración territorial y social. Tiene que ver con los grados de interacción y articulación entre diferentes unidades territoriales y la definición de los mecanismos específicos que las vinculan o no a un centro político y al conjunto de la nación (Elias, 1987). Esto supone una permanente interacción con diferentes grupos sociales y redes de poder preexistentes (Mann, 1997, pp. 36), la fijación de la población en el territorio (Gellner, 1992, pp. 132 y ss.) y una cierta homogenización de las normas que rigen el comportamiento de las comunidades que dan lugar a un cierto tipo de ciudadanía (Herbst, 2000).
Esta regularidad tiene implicaciones para la aproximación constructivista que aquí se defiende, por cuanto que una de las dimensiones a la que las élites políticas le dedican más tiempo es a elaborar justificaciones sobre por qué y cómo integrar a ciertas regiones y poblaciones al conjunto del Estado–nación. Un problema asociado a cuestiones materiales como disponibilidad de recursos, incentivos políticos y capacidad estatal, pero también simbólicas en el sentido que requiere de elaboraciones ideacionales que justifican por qué es rentable orientar tales recursos y capacidades limitadas a ciertos proyectos integradores en detrimento de otros.
Finalmente, la tercera regularidad es la unificación simbólica de la nación. En el entendido de que el acatamiento de las normas por la pura coerción es insuficiente, los procesos de formación estatal demandan la acumulación de un poder simbólico (Bourdieu, 2002; 2005; Loveman, 2005) que garantice que los habitantes puedan sentirse parte de un colectivo más amplio, el cual es, usualmente, la identidad nacional (Anderson, 1983), y que las instituciones del Estado puedan funcionar no sólo porque disponen de los medios materiales para hacerlo —personal, oficinas, entre otros—, sino porque cumplen con labores pedagógicas, correctivas e ideológicas que las hacen legítimas frente a la ciudadanía (Gorski, 2003, pp. 165–166).
Lo anterior conecta con la aproximación constructivista porque muestra que quienes participan de los procesos de formación estatal no actúan en vacíos ideacionales; al contrario, necesitan desesperadamente de ideas bien elaboradas sobre el Estado para dotar de sentido la acción de sí mismos, de sus potenciales aliados y de sus audiencias para elevar la probabilidad de éxito de los proyectos de estatalización que lideran.
3. Algunas ideas del Estado en el siglo XIX colombiano
Para ilustrar la pertinencia de esta aproximación constructivista, en esta sección se analizan las ideas del Estado en tres destacadas figuras de la élite política e intelectual del siglo XIX colombiano que fueron claves al momento de imaginar y sentar las bases institucionales de la nación colombiana. Se consideran élites políticas por cuanto estas figuras ocuparon posiciones de poder que amplificaron su influencia, lo cual permitió que sus ideas circularan más ampliamente. Aunque se trata de un concepto con desafíos de «diseño», como lo advirtió tempranamente Alan Zuckerman (1977), aquí se emplea una definición de élite política afín con la tradición clásica de la sociología: un grupo reducido de personas que tienen y ejercen un mayor poder en las decisiones públicas y los principios de dominación que los individuos «promedio» de una sociedad (Pakulski, 2018).
Centrar el análisis en aquellas ideas que expresaron públicamente estas élites políticas resulta relevante por tres razones: primero, porque exponen tanto los modelos estatales predominantes de la época como las circunstancias históricas específicas en las que se desarrollaba el debate político sobre qué tipo de Estado debía ordenar la vida social; segundo, porque por su posición social y poder de influencia es razonable suponer que sus ideas tuvieron una mayor circulación en su época que la de otros actores con menor poder; y tercero, porque la evolución de sus ideas muestra cómo las concepciones de Estado que elaboraron no fueron un simple ejercicio de imaginación, sino que estuvieron constreñidas por el proceso mismo de construcción estatal en el que participaban activa y decididamente.
3.1 Las «repúblicas aéreas» y el modelo híbrido de Simón Bolívar
Considerado «El Libertador» por su liderazgo en las campañas militares que terminaron por vencer a las tropas realistas en 1819, Simón Bolívar se esmeró por dejar consignado en varios de sus escritos políticos e intercambios epistolares la incertidumbre que despertaba en él la posibilidad de mantener la unidad y estabilidad de las nuevas naciones luego de su independencia; especialmente, cuando tenían que construirse en medio de una evidente fragmentación del poder político y sobre la base de una unidad administrativa heredada del Imperio español que se había sostenido sobre una sociedad de castas, jerarquías y privilegios.
En su célebre Carta de Jamaica de 1815, Bolívar anticipó dos de los problemas que estuvieron en el centro de la edificación de los Estados por los que, años después, luchó por liberar: el profundo desconocimiento de la población y el territorio, y el altísimo riesgo de que se fragmentaran como, en efecto, ocurrió con su proyecto de la Gran Colombia (Bolívar, 2015 [1815], p. 16). Consciente de la magnitud de estos desafíos, Bolívar fue muy crítico de algunos contemporáneos suyos que estaban convencidos de que leyes virtuosas harían naciones virtuosas. De manera temprana, en su Manifiesto de Cartagena de 1812, considerado el primer documento en el que plasmó su pensamiento político, acuñó el término «repúblicas aéreas» para señalar aquellas repúblicas construidas sobre la base de lo ideal y no de lo posible.
Los códigos que consultaban nuestros magistrados no eran los que podían enseñarles la ciencia práctica del gobierno, sino los que han formado ciertos buenos visionarios que, imaginándose repúblicas aéreas, han procurado alcanzar la perfección política, presuponiendo la perfectibilidad del linaje humano. Por manera que tuvimos filósofos por jefes; filantropía por legislación, dialéctica por táctica, y sofistas por soldados. Con semejante subversión de principios y de cosas, el orden social se resintió extremadamente conmovido, y desde luego corrió el Estado a pasos agigantados a una disolución universal, que bien pronto se vio realizada (Bolívar, 2012 [1812], p. 27).
Sin renunciar a ser heredero de las teorías del derecho natural y del contrato social con las cuales estaba familiarizado, Bolívar construyó un modelo híbrido que pretendía lograr un equilibrio entre los elementos democráticos y aristocráticos, liberales y conservadores, para compensar las tendencias a la inestabilidad que observaba en la sociedad dadas las desigualdades sociales, regionales y étnicas de las que era muy consciente. En este modelo, Bolívar plasma su concepción de Estado como un instrumento que debía corregir las desigualdades de facto que había producido «la perniciosa idea de una libertad ilimitada» que había creado la ilusión de una «igualdad ficticia» (González, 1997, pp. 34). Al revés de Rousseau, sostenía que el deber del Estado era nivelar las desigualdades creadas por la naturaleza y defendía la idea de que las leyes en sí mismas no producen la felicidad humana si no se cambia el carácter de las personas regidas por ellas.
En su discurso pronunciado en el Congreso de Angostura en 1819 definió los elementos básicos de este modelo híbrido en el que proponía un gobierno centralista con un Ejecutivo fuerte, pero electivo, un Senado hereditario similar a la experiencia de Roma y cercano a la Cámara inglesa de los Lores, y una Cámara basada en el modelo británico de los Comunes (Bolívar, 2019 [1819], p. 416). Todo, alrededor de la que fue su principal innovación constitucional: la creación de un cuarto poder, el poder moral, el cual se encargaría de la educación política de los ciudadanos y del control de las instituciones públicas (p. 401).
Meditando sobre el modo efectivo de regenerar el carácter y las costumbres que la tiranía y la guerra nos han dado, he sentido la audacia de inventar un Poder Moral, sacado del fondo de la obscura antigüedad, y de aquellas olvidadas leyes que mantuvieron, algún tiempo, la virtud entre los griegos y los romanos. Bien puede ser tenido por un cándido delirio más no es imposible, y yo me lisonjeo que no desdeñaréis enteramente un pensamiento que, mejorado por la experiencia y las luces, puede llegar a ser muy eficaz (p. 401).
Sus propuestas, sin embargo, tuvieron poca acogida en el Congreso de Angostura y su modelo de Estado pronto se estrelló con la realidad política del momento. Los congresistas criticaron severamente su propuesta de Senado hereditario como un intento de crear una nueva nobleza, la Presidencia vitalicia como cercano a la monarquía y se descartó su idea de un cuarto poder moral por ser impracticable (González, 1997, pp. 34). Esta posición dominante de las élites dirigentes estaba fuertemente influenciada por el pensamiento político liberal que, en un lenguaje muy cercano al de Jeremy Bentham, defendían la idea de una soberanía popular limitada por la ley y atacaba directamente la idea de Bolívar según la cual los ciudadanos de la nueva república no estaban preparados para gobernarse a sí mismos.
3.2 La Europa no tan civilizada y el «triunvirato parroquial» de José María Samper
Si las reflexiones de Bolívar se concentraron en imaginar, en los albores de la Independencia, cuáles debían ser las bases institucionales necesarias para construir un Estado que mitigara los riesgos a la unidad y la estabilidad que evidenciaba, las reflexiones de José María Samper (1828–1888) corresponden a una observación concreta de cuánto habían funcionado las fórmulas institucionales implementadas durante la primera mitad del siglo XIX y el peso que en ellas seguía teniendo la herencia colonial. Fue un escritor, político e intelectual colombiano cuyas obras e intervenciones fueron imprescindibles en los debates públicos del siglo xix. Suscribió y defendió con fuerza las ideas del liberalismo radical cuyo propósito fundamental era desmantelar por completo el legado colonial. Posteriormente, su pensamiento político dio un giro hacia un conservatismo ecléctico e hizo parte fundamental del movimiento de La Regeneración que se alzó en contra del liberalismo radical en el cual había participado.
En una de sus obras fundamentales, Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición social de las republicanas colombianas (hispanoamericanas) (Samper, 1945 [1861]), se dedica a «combatir las nociones erróneas de Europa respecto a Colombia» (p. 5) y critica el doble criterio que los europeos tienen para evaluar su propia trayectoria y la de los incipientes Estado de Iberoamérica. En su introducción señala:
Además de Italia, ¿qué encontramos al abrir la historia de los demás pueblos hasta tiempos muy recientes? Lo que ella recuerda respecto de las revoluciones de Alemania, Inglaterra, Francia y España, hace estremecer al lector. No ha mucho, en Rusia, gran potencia muy pretenciosa, el veneno, el puñal y las conspiraciones de cuartel decidían todas las cuestiones de dinastía. Apenas hace doce años que en París se encendían velas en los cráneos de los guardias movibles víctimas del combate. En Irlanda, la católica Irlanda, el asesinato y las violencias de todo género han reinado en permanencia. ¿Para qué multiplicar ejemplos, si la verdad es evidente? [...] Todo lo que sucede en Europa es a los ojos de los europeos explicable, natural y lógico. ¿Pero se trata de las repúblicas hispano–colombianas? Entonces el criterio varía. Una sociedad apenas esbozada en los siglos XVI, XVII y XVIII [...] se ve juzgada de un modo particular [...] como crímenes característicos, como señales de una corrupción orgánica, como pruebas irrefragables de incapacidad, que hacen perder toda esperanza respecto de nuestras repúblicas (p. 7).
Pese advertir la necesidad de criterios más adecuados para evaluar las experiencias ajenas y propias, Samper (1945 [1861]) atribuyó buena parte de las dificultades para consolidar un Estado a este lado del Atlántico a dos circunstancias: la primera, la herencia colonial española que «había hecho a los pueblos singularmente supersticiosos y fanáticos, engendrado odios profundos entre las diversas razas y castas y concentrado la propiedad territorial en pocas manos» (p. 107); y la segunda, a una compulsiva expedición de leyes, una «intemperancia legislativa» derivada de la creencia de que el «remedio estaba en las formas, cuando no estaba sino en la sustancia». Una intemperancia que, según él, llevó a que los pueblos perdieran la noción de la ley y a que los mandatarios y administradores se acostumbraran a «un régimen interpretaciones —necesario donde la legislación es caótica, contradictoria y versátil» (p. 226)
En su ensayo El triunvirato parroquial, publicado en 1863 en el diario El Comercio de Lima, abordó precisamente estas dos problemáticas —los vicios coloniales y la intemperancia legislativa— para señalar cuán distante estaban los modelos ideales de gobierno que proclaman las modernas constituciones democráticas. Por medio de un análisis que deleitaría al más moderno de los etnógrafos políticos, Samper (2020 [1863]) se dedica a observar «con microscopio la situación de la República democrática en Suramérica» (p. 188) y propone una concepción particular del Estado para reducir las brechas entre lo que dictaban las nobles constituciones y la forma concreta en que se ejercía el poder político en el ámbito local.
Para Samper (2020 [1863]), «el triunvirato parroquial es uno de los más curiosos fenómenos de la vida particular de las sociedades suramericanas [...] una trinidad particular de nuestros terruños municipales [compuesta por] el cura párroco, el gamonal y el tinterillo, que forman un solo poder verdadero» (p. 190). «Una verdadera dictadura ejercida por partida triple» (p. 191) que, según él, emulaba la estructura formal de las tres ramas del poder público y que funcionaba más por interés estratégico que por afinidad política o adhesión normativa. Mientras el párroco representaba el poder legislativo, al gamonal le correspondía el ejecutivo y al tinterillo el judicial (p. 195).
Samper (2020 [1863]) constataba que «la república sólo existe, y eso a medias, en las ciudades [pues] en las parroquias [no era más que] una licencia poética de la Constitución» que operaba por fuera de las aspiraciones normativas y democráticas. El origen de este fenómeno, sostuvo, estaba en los legados coloniales que las reformas liberales de mediados del siglo XIX no lograron derogar por completo (p. 197) y que sólo podrían superarse si se apostaba por un nuevo modelo estatal, ajustado a nuestras propias realidades, compuesto de tres elementos que resuenan con fuerza, incluso, para la Colombia contemporánea: sacerdotes piadosos, caminos y escuelas. En sus palabras:
Sacerdotes piadosos, caritativos, filántropos e ilustrados que prediquen la verdad evangélica y protejan al pueblo... escuelas, muchísimas escuelas, que emancipen al pueblo de las tiranías parroquiales; y caminos, ¡muchísimos caminos, que le den desahogo y le permitan respirar el aire libre, fuera de la atmósfera del distrito! [...] [así] Los triunviratos de parroquia, cegados por la claridad y vencidos por la libertad, morirán entonces... ¿Por qué? Por sustracción de materia (p. 198).
Aquí se observa una propuesta muy distinta de la que años atrás el mismo Samper (1945 [1861]) había defendido en su período más radical, el de los Ensayo sobre las revoluciones políticas, cuando sostenía la necesidad de una fuerte federalización bajo la idea de que «el verdadero Gobierno está en el distrito [bajo el supuesto de que] la gente [...] se educaría por medio de su compromiso directo en la discusión política local» (p. 41). Una evolución que evidencia cómo modelos y realidad se retroalimentaron, en este caso, en el pensamiento político de uno de los políticos e intelectuales liberales más influyentes del siglo XIX.
3.3 La Regeneración de Rafael Núñez y Miguel Antonio Caro
El fracaso de la fórmula federal del liberalismo radical que llevó a José María Samper a cambiar sus ideas y su modelo estatal provocó una fuerte reacción por parte de algunos sectores de los partidos Liberal y Conservador, representados por Rafael Núñez y Miguel Antonio Caro, que desembocó en el proyecto estatal de La Regeneración, plasmado en una nueva Constitución que estuvo vigente entre 1886 y 1991. Se trató de un movimiento y de un programa político e intelectual suscrito por sectores de los dos partidos tradicionales que defendió las ideas unitarias y centralistas de la organización del Estado sobre la base de un discurso estatal que justificó la imposición de los valores tradicionales de la hispanidad y la religión católica sobre la base de argumentos positivistas, por entonces considerados los más modernos de la época.
Detrás de esta improbable alianza entre Núñez —un antiguo liberal radical, defensor del federalismo, que luego asumió posturas moderadas— y Caro —el doctrinario conservador por excelencia, hispanista y católico convencido— subyacía un nuevo equilibrio político entre diferentes facciones de ambos partidos y regiones del país. En este sentido, el ideario de La Regeneración fue un proyecto modernizador tradicionalista que buscó homogenizar las diferencias regionales y poblacionales que tantos problemas había representado para la unidad nacional durante todo el siglo XIX.
Núñez, un spenceriano convencido de las ideas positivistas del progreso con las cuales se había familiarizado siendo cónsul en Liverpool, también fue un político profundamente pragmático que creía en el valor de las ideas y en la necesidad de ajustarlas de manera permanente de acuerdo al movimiento de la historia. Si en 1855 escribió que «no había un punto medio entre la federación y la anarquía» (Núñez, 2014 [1855], p. 109) y poco después, en 1862, defendió la necesidad de desamortizar los bienes de manos muertas y abogar por un Estado laico (Núñez, 2014 [1862], p. 321), hacia finales de la década de 1870 y comienzos de 1880 fue el líder de un movimiento reaccionario que, bajo el término regeneración fundamental, defendió con vigor las ideas centralistas y la imposición de un orden basado en la ley y la religión como única vía para superar las guerras civiles, el regionalismo y el desorden al que el liberalismo radical había sumido al país.
En su Exposición al Consejo de Delegatarios, dirigida el 11 de noviembre de 1885 al grupo que debía redactar el proyecto de una nueva Constitución, Núñez (1945 [1885]) destacó los efectos positivos que en la paz y la estabilidad del país habían tenido las Constituciones procentralización, como fueron las de 1832 y 1843, y deleznó de las Constituciones federales de 1853, 1858 y 1863, por cuanto dieron lugar a «agitaciones de todo género» (p. 434). Apreciación que estaba reforzada por las limitaciones democráticas que observaba en los modelos federales vigentes en Estados Unidos y Europa, las cuales registró en un texto de 1886 titulado Reacciones lógicas (Núñez, 1945a [1886], pp. 244–245).
Definió, entonces, que su propuesta de reorganización del Estado, encaminada a una regeneración fundamental que pusiera fin a las guerras internas, «no sería copia de instituciones extrañas, ni parto de especulaciones aisladas de febriles cerebros [sino] un trabajo de codificación natural y fácil del pensamiento y anhelo de la nación» (Núñez, 1945 [1885], p. 438). Tal «codificación natural» se materializó en una lectura particular del positivismo en la que la religiosidad popular se concebía como un elemento de cohesión social y unidad nacional que debía respaldar un Estado central fuerte que mitigara los problemas del regionalismo, el desorden y las libertades desbocadas (Núñez, 1945 [1887], p. 295).
Por esta vía, recogió las ideas de su aliado político, el conservador Miguel Antonio Caro, al concebir a La Regeneración como una «revolución moral» que, entre otras cosas, debía alinearse con el significativo rol que estaba teniendo la Iglesia como «poderosa entidad moral» a «favor de la paz y la buena armonía» en varios países europeos en las postrimerías del siglo XIX. Así lo señaló en La revolución moral, un texto de 1886 en el que definió que La Regeneración no era otra cosa que la «caridad cristiana», no era «cálculo, sino fe», no era «Esaú, sino Jacob» (Núñez, 1945b [1886], p. 360).
Al cambiar sus ideas políticas y su concepción del Estado, Núñez consolidó su alianza con Caro, con el que años atrás había tenido marcadas diferencias. Inspirado por las doctrinas sociales de la Iglesia, especialmente por la encíclica Syllabus del papa Pío IX, de corte profundamente antiliberal, Caro defendió con fuerza la urgencia de restaurar el catolicismo y la herencia colonial de España para poner fin a las guerras y garantizar un Estado nacional lo suficientemente fuerte para domesticar a los poderes políticos regionales (Caro, 1990 [1871], p. 89; 1952 [1875], p. 102). Argumentó que la religión estaba en el origen mismo del Estado y de la ley en la medida en que «las doctrinas políticas se derivan de principios morales y los principios morales de verdades religiosas» (Caro, 1990 [1871], p. 88), y consideró que antes que el progreso material observable en telégrafos, ferrocarriles y escuelas, la principal necesidad para el país estaba en «acomodar mejor sus costumbres e instituciones al espíritu del cristianismo» (Caro, 1990 [1872], p. 87).
La concepción de Estado de Caro (1990 [1872]) era el resultado de la unión indisoluble de la ley divina y la humana, de modo que, además de las labores policivas y administrativas que le correspondían, consideraba que el Estado debía cumplir una función moral encaminada a la perfección de la humanidad: «No es racional que haya para el hombre dos leyes y dos conciencias; que como particular sea cristiano y como ciudadano o magistrado pueda declararse impío» (p. 94), aseguró en un discurso que dictó en calidad de presidente de la juventud católica de Bogotá en 1872.
Las ideas y discursos estatales de Núñez y Caro dieron forma a la Constitución de 1886, la cual cristalizó el ideario conservador del proyecto regenerador calificado por algunos como un proyecto de corte modernizador tradicionalista. Declaró la naturaleza confesional del Estado colombiano y eliminó el arreglo federal que le antecedió al establecer un Estado unitario e instituciones centrales como un Ejército nacional, la autonomía del gasto público del Estado central y la potestad del presidente para nombrar a los gobernadores que, a su vez, elegirían alcaldes.
Pese a su espíritu centralizador, las élites regionales y locales no perdieron su poder, sino que lo ejercieron en nuevo contexto institucional al que se adaptaron perpetuando una cierta fragmentación territorial que, años después, reiniciaría una nueva guerra civil que inauguraría el ingreso del país al nuevo siglo la Guerra de los Mil Días.
4. Una lectura cruzada entre ideas y regularidades
Las ideas y modelos de Estado en el pensamiento político de Bolívar, Samper y Núñez–Caro que se acaban de analizar muestran cómo estas concepciones evolucionaron y se transformaron al calor del proceso mismo de construcción estatal en el que participaron. Pese a la diversidad de sus posiciones y la distancia entre las coyunturas históricas en las que se hicieron públicas, en los tres casos las preocupaciones fueron similares y estuvieron conectadas con las regularidades que dinamizan el proceso de formación estatal: centralización política, integración territorial y unificación simbólica de la nación.
En materia de centralización política, se observa que las preferencias pro o anticentralización que expresan las élites políticas son una función del lugar que ocupan en las coaliciones regionales que sostienen el centro político. En este caso particular, Rafael Núñez pasó de ser un férreo defensor del arreglo federal y de combatir los privilegios de la Iglesia a convertirse en el principal arquitecto del proyecto estatal que procuró mantener tales privilegios y avanzar hacia un modelo centralista bajo el signo de La Regeneración. Más que un grosero oportunismo, este cambio muestra la forma en que las élites políticas, para conseguir mejores posiciones de poder, deben desarrollar nuevas ideas y modelos mentales de Estado que les faciliten la coordinación de acciones con otros aliados potenciales.
En lo que corresponde a la integración territorial, se evidencian diferentes posturas frente a qué grupos sociales incluir y cómo desarrollar estos proyectos integradores. Mientras para José María Samper su modelo estatal implicaba centrarse en la fundación de escuelas, la construcción de carreteras y la moderación de los sacerdotes para que el triunvirato parroquial despareciera por «sustracción de materia», personajes como Miguel Antonio Caro antepusieron a este progreso material uno inmaterial vinculado a la promoción de los valores del cristianismo y la hispanidad como el sustrato homogeneizador de las leyes del Estado en todo el territorio nacional. Dos soluciones diferentes frente al mismo problema de cómo mantener la integridad territorial en un contexto de fuertes regionalismos.
Finalmente, en relación con la unificación simbólica de la nación, las «repúblicas aéreas» de Simón Bolívar indicaban lo equivocada que resultaba la idea, tan en boga en su época, de que leyes virtuosas del Estado harían hombres y mujeres virtuosos. Por esa razón, consideró necesario la instalación de un cuarto poder, el poder moral, que le asignaba al Estado el rol de pedagogo de las buenas costumbres y de las virtudes necesarias para que las demás ramas del poder pudieran funcionar adecuadamente.
Conclusiones
Al contrario de los países de Europa occidental que «llegaron» al Estado sin saberlo como un resultado contingente de guerras totales, las nuevas repúblicas de Iberoamérica lidiaron con un fuerte legado colonial a cuestas y heredaron ciertos modelos de gobierno y una idea clara de Estado que se esmeraron en adaptar de múltiples formas a sus inciertas y complicadas realidades locales. Un proceso que hizo que la construcción del Estado haya tenido lugar en medio de un mercado de ideas mucho más rico, diverso, portable y adaptable que sus análogos europeos.
En este artículo se señaló la necesidad de una aproximación constructivista para entender mejor y más sistemáticamente el papel de estas ideas en el proceso de formación estatal y se esbozaron algunas dimensiones de análisis preliminares para avanzar en este sentido. Se señaló que las ideas importan por cuanto constituyen referentes colectivos que facilitan la coordinación de la acción política y se sugirió que este rol de las ideas debe entenderse en el marco de un proceso de construcción estatal dinámico, gradualista e incremental, en el que los atributos «modélicos» del Estado están en constante redefinición según las condiciones materiales del Estado realmente existente.
Para ilustrar los potenciales de esta aproximación constructivista, se analizaron las ideas del Estado y su evolución en el pensamiento político de tres reconocidas figuras de la élite política e intelectual del siglo XIX para evidenciar cómo tales ideas cambiaron y se ajustaron en función de los constreñimientos y las negociaciones propias de las regularidades que dinamizan el proceso mismo de construcción estatal como la centralización política, la integración territorial y la unificación simbólica de la nación.
Aunque ilustrativas y preliminares, estas reflexiones viajan bien a otros periodos temporales más allá del siglo XIX y tienen plena vigencia para la Colombia contemporánea u otros procesos de formación estatal. Por más que se perciba que hoy la política carece de ideas, el debate público contemporáneo muestra constantemente cómo las élites políticas y otros agentes con influencia orientan sus acciones, buscan aliados y les hablan a sus audiencias invocando ideas movilizadoras acerca de cuál debería ser el modelo de Estado más adecuado para resolver los principales problemas públicos que, posteriormente, buscan materializar transformando el Estado realmente existente de múltiples formas.
Concebidas como dos dominios separados, la aproximación constructivista que aquí se sugiere e ilustra se espera que anime a mayores reflexiones sobre la necesidad de integrar más sistemáticamente las ontologías ideacionales y materialistas del Estado moderno en los estudios sobre su formación.
Notas
* Este artículo se deriva del proyecto de fortalecimiento de la investigación Institucionalización, Nuevas Ciudadanías, Identidad e Inclusión Social, apoyado por el Ministerio de Ciencia y Tecnología de Colombia. Agradecemos a Ingrid Bolívar por las estimulantes conversaciones que tuvimos durante la preparación de este artículo y a los pares evaluadores anónimos por sus comentarios que nos ayudaron a fortalecer nuestro argumento y el orden de la exposición.
1 Para una postura similar, aunque desarrollada con fines distintos a los que se exponen en este artículo, se puede consultar el concepto de «nacionalismo cosmopolita» de Fredric Martínez (2001).
2 Aunque aún es objeto de distintas interpretaciones, la asociación del canon weberiano a un modelo universal de la organización estatal obedece a una lectura ortodoxa de la obra de Max Weber, muy distinta a la que este sociólogo alemán propuso. En este sentido, llama la atención que ante tan diversos modelos de Estado que se han configurado a lo largo de la historia, sea ese el modelo particular al que se le haya dado una connotación de universalidad. Para un desarrollo de esta idea, véase Chantal Thomas (2008).
3 De hecho, una importante corriente de estudios recientes sobre los procesos de formación del Estado en Europa ha comenzado a cuestionar las teorías dominantes que se construyeron a propósito de su propia experiencia por considerarlas parciales o imprecisas. Para un balance de estos estudios recientes, véase Mark Dincecco (2023).
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