ISSN (impreso) 0121–5167 / ISSN (en línea) 2462–8433
Artista invitada Valentina González Henao Sumergida en fermentos 2 Fotografía estenopeica revelada con infusiones de plantas 2021 |
SECCIÓN GENERAL
Herwin Corzo Laverde1 (Colombia)
1 Filósofo. Abogado. Asistente de investigación de la Universidad Icesi. Correo electrónico: corzolaverdeherwin@yahoo.com.co – Orcid 0000–0002–6019–7365 – Google Scholar https://scholar.google.es/citations?hl=es&user=f8Bz8XYAAAAJ
Fecha de recepción: julio de 2023
Fecha de aprobación: octubre de 2023
Cómo citar este artículo: Corzo Laverde, Herwin. (2023). Legal–alegal–ilegal. El secuestro y asesinato de Gloria Lara de Echeverry. Estudios Políticos (Universidad de Antioquia), 69, pp. . https://doi.org/10.17533/udea.espo.n69a13
Resumen
En la década de 1980 la represión legal e ilegal alcanzó uno de sus máximos niveles en la vida política y social de Colombia. En este contexto, Gloria Lara de Echeverry fue secuestrada y asesinada. Estado de excepción, torturas, falsos testimonios, criminalización mediática, todos estos, métodos en tránsito entre la legalidad, la alegalidad y la ilegalidad que convierten a este caso en un punto de concentración de la historia política de Colombia y del funcionamiento del Estado y su derecho. El objetivo de este texto es ofrecer una perspectiva teórica desde la cual entender esta historia, guiada por el método conocido como process tracing, el cual se nutrió del análisis conjunto del archivo judicial y fuentes secundarias históricas y teóricas. Se concluye que la operación conjunta de la legalidad con sus contrarios y contradictores estuvo determinada por la existencia de un contexto sociopolítico liminal, el estado de excepción, la ocurrencia de un caso foco —affaire— y la referencia a una organización de horizonte subversivo.
Palabras clave: Teoría Política; Estado de Excepción; Legal; Ilegal; Alegal; Colombia.
Abstract
In the 1980s, legal and illegal repression reached one of its highest levels in the political and social life of Colombia. In this context, Gloria Lara de Echeverry was kidnapped and murdered. State of exception, torture, false testimonies, media criminalization; all these, methods in transit between legality, alegality and illegality, which make this case a concentration point in the political history of Colombia and the functioning of the state and its law. The objective of this text is to offer a theoretical perspective from which to understand this history, guided by the method known as process tracing, which was nourished by the joint analysis of the judicial archive and historical and theoretical secondary sources. We conclude that the joint operation of legality with its opponents and contradictors was determined by the existence of a liminal sociopolitical context, the state of exception, the occurrence of a focus case —affaire— and the reference to an organization with a subversive horizon.
Keywords: Political Theory; State of Exception; Legal; Illegal; Alegal; Colombia.
Introducción
1982 fue el año en que terminó la vigencia del Estatuto de Seguridad Nacional (Decreto 1923 de 1978), expedido en el gobierno de Julio César Turbay. En junio de ese año, mientras el decreto continuaba rigiendo, Gloria Lara, funcionaria del Estado y cercana a procesos de filiación liberal, fue secuestrada. Su caso fue de resonancia nacional. Muchos actores condenaron el hecho, entre ellos, guerrillas como el Movimiento 19 de abril (M–19). Las autoridades se enfrentaron a un contexto que les permitía ampliar sus facultades en virtud de las prácticas heredadas del Estatuto de Seguridad Nacional, pero también a una investigación que no parecía tener un horizonte claro. Al cabo de seis meses, Gloria Lara fue asesinada y su cuerpo fue abandonado, cubierto por una bandera de color rojo y negro con una sigla en color blanco: ORP —Organización Revolucionaria del Pueblo—.
Con el caso de Gloria Lara se activó un mecanismo que llevó a las fuerzas de la legalidad a usufructuar las posibilidades de los medios ilegales y alegales que estaban a su disposición. En el transcurso del proceso hubo testimonios falsos de miembros de la inteligencia del Estado, torturas y omisiones de hechos relevantes que demostraban la inocencia de los capturados. En suma, un conjunto de actividades antijurídicas —en tanto estrictamente prohibidas— y ajurídicas —en tanto inciertas o susceptibles de interpretación— que cooperaron en el desarrollo de un proceso signado por la marca de la legalidad.
El propósito de este texto es dar cuenta de por qué se activó y cuál fue el mecanismo causal que permitió que la conjunción legal–alegal–ilegal se expresara en el proceso judicial por el secuestro y asesinato de Gloria Lara. Este trabajo se encuentra a medio camino entre la perspectiva histórica sobre el contexto sociopolítico de la segunda mitad del siglo xx y la perspectiva teórica sobre los modos en que el discurso de la legalidad se nutre de sus contrarios —alegalidad— y contradictores —ilegalidad—. Para la primera se pretende aportar la descripción de un proceso social concreto, el que transcurre entre aquellos legitimados como autoridad y aquellos reputados como delincuentes en un contexto sociopolítico problemático. Para la segunda se pretende relacionar la indagación empírica sobre el momento histórico y el caso específico con el aparataje teórico que sirve de marco interpretativo para leer el proceso social concreto.
Para lo anterior se usaron las herramientas provistas por un método de investigación cualitativo: process trancing. Fue necesario, entonces, definir un mecanismo teórico, el cual surgió de la literatura teórica sobre el tema. Posteriormente, se vinculó el mecanismo previamente definido con las fuentes empíricas disponibles alrededor del caso, las cuales se resumen en: literatura académica sobre el contexto sociopolítico de la segunda mitad del siglo xx en Colombia y revisión de archivo del expediente completo del caso Gloria Lara. Con esto fue posible entender la activación y ejecución del mecanismo teórico en el mecanismo causal, es decir, en el caso concreto. El texto seguirá el orden metodológico descrito y, finalmente, se resumirán los hallazgos.
1. El caso Gloria Lara
En febrero de 1982 fue secuestrada en Bogotá Gloria Lara, por entonces funcionaria del Ministerio del Interior y militante del Partido Liberal. En la opinión pública era conocida con relativa amplitud por sus cargos anteriores en el Estado colombiano. Su secuestro se dio en un momento de conflictividad política y social: las fuerzas legales e ilegales del orden intentaban recuperar el control de amplias zonas del país, mientras los movimientos revolucionarios y alzados en armas incrementaban su capacidad operacional y su legitimidad política (Comisión de la Verdad, 2022a). Alrededor de los secuestros y las exigencias posteriores de rescate se tejieron las relaciones contemporáneas entre los poderes paramilitares, las fuerzas del orden vigente y las fuerzas económicas y militares narcotraficantes. El grupo Muerte A Secuestradores (MAS) se creó en colaboración con la División de Investigación, Policía Judicial y Estadística Criminal (F2), el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) y los capos de la droga para perseguir a todos aquellos señalados de participar en organizaciones revolucionarias que llevaran a cabo secuestros de los allegados a los narcotraficantes (López, 2020). Por eso, el hecho mismo del secuestro ya sumergía al caso en una maraña de actividades legales, alegales e ilegales que confluían en la aplicación de distintas modalidades de fuerza.
En noviembre de 1982 el cadáver de Gloria Lara fue encontrado en un barrio de Bogotá, bajo una bandera con las siglas ORP. El proceso judicial que se siguió como consecuencia del asesinato fue dirigido hacia la Organización Revolucionaria del Pueblo. Esta, en su breve existencia, hizo parte, a su vez, de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC), la cual fue creada a finales de la década de 1960 por el entonces presidente Carlos Lleras Restrepo como una forma de organización campesina para la unificación de este sector en el partido Liberal y, especialmente, a favor de la fallida reforma agraria que el expresidente se propuso infructuosamente llevar a cabo (Celis, 2018). Ya para la década de 1970 la ANUC se había dividido. Una de las partes resultantes de esta división, la ANUC línea Sincelejo, se desvinculó de su filiación liberal y se dirigió, en términos ideológicos, hacia la izquierda. El repertorio de exigencias, autonomía, reclamos y recuperaciones de tierra hicieron que la organización cobrara reconocimiento nacional y se convirtiera en un foco de persecución estatal y paraestatal.
Uno de los primeros momentos del proceso judicial posteriores al hallazgo del cadáver fue la declaración de un agente del DAS, el cual afirmó haber recibido información de una fuente anónima y confiable, según la cual, la ORP había secuestrado y asesinado a Gloria Lara como resultado de una lucha contra la clase burguesa.1 Según esto, la organización estaba planeando una serie de objetivos de alto valor personal que representaran esa enemistad con la burguesía. La cómoda fuente «anónima y confiable», a su vez, fue profusa en nombres, jerarquías y funciones, con lo cual estuvo servida la mesa para realizar detenciones.
En la época, los llamados a efectuar labores de policía y policía judicial no eran los organismos de inteligencia del Ejército. Esta facultad fue derogada con el Estatuto de Seguridad Nacional, pues la inteligencia militar solo tenía competencia en delitos conocidos por la jurisdicción militar.2 Sin embargo, en el caso fue precisamente esta institución la que realizó las labores de investigación más importantes, sin que ello afectara en ninguna de las instancias la legalidad de los procedimientos. También, los competentes para juzgar delitos como el secuestro ya no eran militares, como sucedió en múltiples momentos históricos en Colombia y, en especial, en vigencia del Estatuto de Seguridad Nacional (Iturralde, 2009). En la investigación, sin embargo, el juez de instrucción se trasladó a las caballerizas del Cantón Norte de Bogotá, entonces Brigada de Institutos Militares (BIM).3 Por eso, las primeras declaraciones de los múltiples capturados fueron tomadas en este sitio. Todos los implicados confesaron el mencionado plan contra la clase burguesa. Lo hicieron bajo el efecto de una técnica investigativa que data de los procesos inquisitoriales: la tortura (Ginzburg, 1989). Cada uno de ellos fue torturado hasta la aceptación del delito y su autoría. La alegación de estas torturas fue negada como inverosímil hasta que Kenneth Bishop, ciudadano estadounidense, fue secuestrado, de nuevo, por una organización que se reivindicaba como ORP. Entonces, apareció el indicio que abrió paso a la credibilidad pública del relato de los torturados.
En primera instancia, un juez de orden público absolvió a los implicados porque existían, en general, dos pruebas de peso: la declaración del oficial del DAS derivada de un informante «anónimo y confiable», y las confesiones.4 La primera prueba para el juez era endeble, la segunda, ilícita. En consecuencia, absolvió. En segunda instancia, el Tribunal Nacional de Orden Público revocó la sentencia del juez de Bogotá y condenó a todos los implicados porque consideró que las torturas no se probaron en el proceso y, además, porque a su juicio las retractaciones eran inverosímiles. Para esa época, sin embargo, la mayoría de los implicados se encontraban refugiados fuera del país (Alzate, 2022, agosto 21). Contra la última sentencia se interpuso el recurso de casación y, finalmente, la Corte Suprema de Justicia declaró prescrito el proceso. Más adelante, ya en siglo XXI, la Procuraduría General de la Nación intentó revivir el proceso con una acción de revisión en la que argumentó que el delito era de lesa humanidad.5 Últimamente, la Comisión de la Verdad (2022b) concluyó que el caso se trató de un auténtico falso positivo judicial y confirmó, a grandes rasgos, las reclamaciones de los implicados en el proceso.
Este es, en síntesis, el caso del secuestro y asesinato de Gloria Lara. La pregunta es, más allá de la tendencia general hacia ciertas prácticas estatales arbitrarias que intuitivamente se perciben, ¿qué implicación tiene en la investigación sobre la forma en que cooperan las prácticas legales, alegales e ilegales? La respuesta está, no en la excepcionalidad, sino en la regularidad del caso.
Nótese que el suceso tiene varios factores que pueden considerarse flexibilización o simple negación de la legalidad. También incluye la incorporación de ellos en un continuo con la legalidad que, incluso, se extendió hasta nuestro siglo con la acción de revisión de la Procuraduría. Así pues, a continuación, una ordenación esquemática de estos factores:
a) El estado de sitio, que es, en rigor, la negación de la legalidad en virtud de una decisión soberana dirigida a conservar el orden político, social y económico (Schmitt, 1982).
b) La jurisdicción de orden público, que es, por su lado, una de las jurídicas de excepción que flexibilizó los estándares de juzgamiento contra las personas identificadas como peligrosas para el orden.
c) La existencia de delitos de excepción, creados en virtud del estado de sitio y asignados por competencia, también, gracias a él (Iturralde, 2009).
d) El uso de técnicas de investigación como la invención de fuentes anónimas y la tortura.
Todos estos elementos tienen tres características: primero, se presentaron con regularidad y sistematicidad; segundo, se entremezclaron sin mediar diferencia apreciable entre su legalidad, alegalidad o ilegalidad; y tercero, funcionaron en conjunto gracias a la fuerza motriz de la conservación del orden político, social y económico que cuestionaban los implicados. Así pues, el caso de Gloria Lara no es excepcional, al contrario, es viva expresión del uso del derecho como herramienta para la conservación del orden. Lo que se puso en evidencia con la revisión del expediente sólo tiene sentido si se le considera, en alguna medida, expresión de estas prácticas generalizadas.
2. Mecanismo teórico: conjunción legal–alegal–ilegal
Lo ilegal no es esencialmente extraño a lo legal. Desde perspectivas diversas y con acentos distintos respecto a la carga moral que la obediencia a las leyes puede implicar, la investigación social ha mostrado que la legitimidad no proviene únicamente del Estado de derecho (Shultze–Kraft, 2019), la convivencia entre prácticas ilícitas y funcionarios y objetivos de gobierno es frecuente (Dewey, 2018), y la legalidad en sí misma palidece como máxima ética (Moriconi, 2018).
La legalidad es, sin embargo, un componente más de los órdenes sociales que, por ende, se relaciona con ellos a través de necesidades e intereses. De allí surge que la conservación del orden social y político puede requerir de la negación o suspensión del orden jurídico que le es complementario (Schmitt, 1982). En momentos en que las élites políticas o económicas perciben un clima social desfavorable para sus intereses la ética de la obediencia a las reglas jurídicas puede flexibilizarse (Derrida, 1997). De ese modo, la legalidad normal hace conjunto con la ilegalidad y la alegalidad.
Lo válido jurídicamente, identificado por sentidos disciplinares sedimentados dentro de la esfera profesional de los juristas, se expone como un orden racional que, por tanto, debe ser obedecido (Kelsen, 2018); esto es, por tanto, lo legal, el derecho. Aquello que niega la ordenación del derecho, al menos en sus interpretaciones sedimentadas, resulta, entonces, ilegal, el antiderecho. La ilegalidad es el contradictorio de lo legal, mientras que lo alegal es el contrario de lo legal.
Gráfica 1. Vinculación legal–alegal–ilegal.
Fuente: elaboración propia.
La alegalidad completa es un punto de no–derecho,6 en el cual ninguna regulación es aceptada y, en consecuencia, prima la voluntad de una persona o varias personas. En las ordenaciones jurídicas modernas los puntos de no–derecho son gestionados de manera que el proceso para llegar a ellos sea reglado, mientras que sus consecuencias no (Schmitt, 1985). El estado de excepción es uno de estos ejemplos, pero con él no se acaban. La teoría del derecho realista ha sido prolija en demostrar que las interpretaciones de la regla jurídica son inciertas (Pound, 1931; Llewellyn, 1930; Frank, 1947).
La norma, entonces, puede cambiar su sentido al vaivén del momento político. Esta dinámica es, de hecho, un punto de no–derecho, gestionado por el positivismo jurídico a través de la mitología de las interpretaciones únicas y las reglas ciertas (Salas, 2004).
Ahora bien, ningún orden jurídico puede sostenerse sin un correlato ético que justifique la obediencia a las reglas establecidas, ya sea porque devengan de un pasado prejurídico legitimado —momento originario, constitución histórica o mito fundacional— o porque se pretenda que la obediencia está bien en sí misma. Sin embargo, la obediencia al derecho no es un fin universal, ni siquiera para los mismos operadores jurídicos. Ella puede desatenderse cuando las fuerzas políticas que inciden en su aplicación dejan de obtener provecho o no obtienen el suficiente provecho de su vigencia. En esos casos, la legalidad puede aplicarse paralelamente junto con la ilegalidad y la alegalidad (Giraldo, 2012).
Pero un contexto cualquiera no habilita la conjunción legal–alegal–ilegal a gran escala. Esta relación es reproducida a escalas locales, regionales y nacionales con baja intensidad durante la regencia normal del orden jurídico. En momentos en que peligra la estabilidad del orden social, político y jurídico en conjunto, la conjunción se torna de alta intensidad (Uprimny y Vargas, 1989), magnifica sus efectos hasta el punto de hacerlos abiertamente visibles y puede llegar a cancelar el orden jurídico en su conjunto, con lo que todo ejercicio de poder se convierte en no–derecho (Agamben, 2019). Es el caso de la dictadura.
El mecanismo de retroalimentación legal–alegal–ilegal no tiene, únicamente, expresión en grandes sucesos de la vida pública. Cuando la conjunción ha adoptado su forma de alta intensidad puede percibirse en casos específicos vinculados con la conflictividad contra los órdenes jurídico, social y político. Los procesos judiciales en contra de miembros de movimientos políticos organizados y beligerantes pueden ofrecer un ejemplo paradigmático de este mecanismo. Ellos integran la aplicación de un orden jurídico y el interés político de conservación de los valores establecidos. Si la situación general es de una conjunción de alta intensidad, es de esperar que sus resultados se irriguen sobre este tipo de procesos y, en consecuencia, es posible indagar en ellos la dinámica propia de lo legal–alegal–ilegal. El siguiente sería el mecanismo teórico general de este tipo de procesos:
Gráfica 2. Mecanismo causal vinculación legal–alegal–ilegal.
Fuente: elaboración propia.
Un contexto sociopolítico liminal es, justamente, aquel en el que el orden establecido se ve amenazado por creencias, movimientos e individuos que desconfían de él, en algunos casos, o promueven su desaparición, en otros casos. El concepto de liminalidad proviene del contexto antropológico, parte de la existencia de sociedades estructuradas en las cuales los sujetos adoptan una clasificación social. El camino que lleva de una clasificación a otra es llevado a cabo, según esto, a través de un rito de transición, en el cual existe una etapa intermedia en la que la persona no es «ni lo uno ni lo otro» (Turner, 1980, p. 103). Este es el periodo liminar. Victor Turner (1980) sugiere que el concepto puede aplicarse a las sociedades tanto como a los individuos. En el mismo sentido, Carlo Ginzburg (2014) hipotetiza ciertos tipos de revuelta medieval como ritos de pasaje en los cuales tiene lugar un punto de no–derecho. Aplicado a la existencia de un orden social y su exposición al peligro, implica la puesta en marcha de ciertos tipos de reacciones que tienen lugar ante la percepción de riesgo.
Es por esta percepción de peligro, desde la que se avizora un futuro revolucionario —no necesariamente realista—, que se favorece la operación de la excepción legal. Se trata de un juego de transiciones: de la excepción a la revolución o de la excepción al orden. Ella implica que ciertos contenidos del orden jurídico se suspendan, de manera que opere en ellos una zona de no–derecho. Este es el marco de entendimiento del «decisionismo» schmittiano (Schmitt, 2009). Sin embargo, el desenvolvimiento empírico de los estados de excepción demuestra que, antes que la voluntad del soberano, se hacen presentes en la excepción del derecho decisiones de miles de funcionarios de rangos medios y bajos (Llewellyn, 1949). Así, aunque no puede negarse que el estado de excepción focaliza voluntades individuales, como la presidencial en los contextos latinoamericanos, con su mera puesta en marcha se habilita la interpretación de los funcionarios jerárquicamente inferiores bajo la égida hermenéutica de la que pudiera ser la voluntad soberana. Esto convierte a los estados de excepción en instituciones de transición entre el orden jurídico y su negación, es decir, entre el derecho y el no–derecho (Agamben, 2019). Para garantizar la existencia del orden político, económico y cultural, el orden jurídico se ofrece en sacrificio y pone a disposición a sus funcionarios, quienes aprenden a operar en la zona de no–derecho.
Contexto y excepción se mezclan cuando emerge un «caso foco» —affaire, en la jerga francesa (Vergel, 2021)— del que se pueden derivar consecuencias políticas o sociales que reafirmen la percepción de peligro del orden. Para esto es importante no solo la relevancia del hecho y su subsunción en su calificación como delito, sino la promoción institucional y mediática de este. Para que el caso sea importante se le tiene que mostrar como tal. No basta, aun así, con el affaire. Para que el contexto y la excepción legal cooperen en la conjugación de lo legal, alegal e ilegal se necesita un catalizador político. La organización de horizonte subversivo toma este papel como símbolo de la necesidad de traspasar la mera juridicidad. Se realiza, así, una «transferencia», en un sentido que remite metafóricamente a la operación homónima en el sicoanálisis (Freud, 1917). El contexto, la excepción y el affaire se identifican en conjunto como antítesis de la organización de horizonte subversivo.
Valga aclarar: lo subversivo de la organización no viene, necesariamente, de la perspectiva movilizadora de una rotación del poder o ruptura constitucional. Lo que relaciona a un horizonte subversivo con la organización es su compromiso con cambios no marginales, más allá de si los mecanismos para hacerlos realidad involucran o no un alzamiento violento (Fals Borda, 2009). Siendo así, el impulso de conservación del orden propio encuentra un lugar hacia el cual dirigir su atención. Esto nos lleva al siguiente punto: la ceguera programada. Ella es la limitación epistemológica con la que se aborda el hecho, mediada por el impulso de conservación que hace que todo aquello que sea poco grato para el relato legal, en el cual no existe vinculación con lo alegal e ilegal, desaparezca del campo de visión.
Se dan entonces las condiciones de posibilidad para la conjugación legal–alegal–ilegal. Como es de esperarse, esta no se realiza públicamente. A diferencia de la violencia revolucionaria, que tiene sentido gracias a su ubicación decidida en la esfera de la ilegalidad (Benjamin, 2001), la violencia conservadora aún requiere de la fuerza justificativa de su correspondencia con el orden vigente, incluso cuando por todos los medios este se ve traspasado o estirado. Por eso, las relaciones con lo alegal e ilegal deben ser tramitadas de modo que se disuelvan pacíficamente en la legalidad.
Por la particularidad de tratarse de un proceso judicial, la referencia al caso será, también, una referencia a las pruebas. Con ello se consagra el conjunto de relaciones legal–ilegal–alegal. Así, lo que fue la creación de una zona de no–derecho en la declaración y consecuencias de la excepción legal y lo que fue la interpretación extensiva de ciertos preceptos legales se convierte en el ámbito probatorio en una llana demiúrgica, es decir, la práctica de crear medios de conocimiento aptos para presentación en el proceso judicial.
El solo hecho de «crear» la prueba, por sí mismo, resuena en la conciencia jurídica común como ilegal; no obstante, existen mecanismos que permiten dar vida a las pruebas de hechos que no ocurrieron. No todos ellos, sin embargo, son prohibidos en todos los contextos (Foucault, 1996). Ahora bien, para que la prueba creada tenga efecto debe ser introducida al flujo de la legalidad por quienes, a la vez, aceptan conservar el orden, ejercen la ceguera y asumen a la demiurgia como hecho llano. Su aparente incompatibilidad con lo legal no es absoluta, al contrario, tal característica es la condición de posibilidad del mecanismo que hace de las pruebas creadas un hecho judicial. Este es, pues, el ámbito de la legalización de la demiurgia.
Es de esperar, entonces, que en casos como el descrito la demiúrgica probatoria fluya entre lo legal, ilegal y alegal. Ahora bien, ¿cómo podría presentarse este mecanismo en el mundo? Esa es la clarificación que corresponde al mecanismo causal.
Gráfica 3. Niveles de observación del mecanismo causal.
Fuente: elaboración propia.
En el nivel empírico, el resultado de esta combinación causal es la conjunción de alta intensidad entre legal, alegal e ilegal. Para ello son necesarios los funcionarios del aparato burocrático, que para el caso de los procesos judiciales pueden ser jueces, secretarios de despacho, pero también policías judiciales, militares con facultades de indagación, investigadores y funcionarios de entes de control encargados de vigilar a todos los anteriores. También, es precisa la articulación del proceso con medios de comunicación masivos que hagan posible que el caso se convierta en affaire y que movilicen la transferencia del peligro del contexto sociopolítico a la organización de horizonte subversivo. Por último, se requiere de un funcionario o grupo de funcionarios facultados para suspender el orden jurídico, habilitar las competencias excepcionales que dan jurisdicción a burócratas interesados en mantener el orden y a funcionarios que tienen intereses ideológicos en el proceso, como es el caso de los militares en contextos atravesados por la doctrina de seguridad nacional (Vega, 2015).
3. Interior del caso: mecanismo causal
En el caso Gloria Lara se presentan las condiciones en las cuales la conjunción de alta intensidad entre legal–alegal–ilegal se hace presente. Ahora bien, es necesario precisar cómo estas condiciones se manifestaron empíricamente, más allá de sus hechos centrales. Este recorrido corresponde a los presupuestos fácticos y metodológicos del process tracing. Desde un punto de vista fáctico, por un lado, esta metodología implica concebir a los sucesos sociales como consecuencias de procesos en los que múltiples mecanismos causales de diversos niveles de abstracción confluyen (Tilly, 2001); desde un punto de vista metodológico, por el otro, requiere que todo mecanismo causal hipotetizado a través de teorías previas u observación se dé empíricamente en el proceso estudiado (Brill–Mascarenhas, Maillet y Mayaux, 2017). A continuación, la explicación de process tracing.
Se definieron previamente tres variables que interactúan para condicionar la conjunción: contexto sociopolítico liminal, caso foco y organización de horizonte subversivo. Cada una de estas se cumple en el caso del secuestro y homicidio de Gloria Lara.
En primer lugar, el contexto sociopolítico colombiano estaba sumido en una sensación de peligro para el orden establecido que provenía, al menos, de dos hechos históricos: primero, la permanencia de la Guerra Fría que impulsó la diseminación de la Doctrina de Seguridad Nacional en los Estados latinoamericanos y en sus fuerzas militares (NCOS, 1995; Feierstein, 2010; Leal, 2003; Pion–Berlin, 1989); segundo, la presencia de grupos políticos abiertamente inconformes con el sistema político bipartidista, en buena medida, heredado de la vigencia formal del Frente Nacional, y con el sistema económico protocapitalista (Uprimny y Vargas, 1989). Algunos de estos grupos hicieron uso de las armas y crearon ejércitos con capacidad de disputa de la soberanía en territorios específicos del país (Uribe, 1998), otros hicieron proselitismo político a favor de la transición o subversión del orden político constitucional. La combinación entre Doctrina de Seguridad Nacional y organizaciones subversivas, alzadas o no alzadas en armas, hizo que los funcionarios y élites beneficiarios de los órdenes político, económico y social acudieran a mecanismos de flexibilización de la legalidad con el objetivo de conservar el estado de cosas. Este análisis es, por lo general, compartido en la literatura sobre el conflicto en Colombia (Comisión de la Verdad, 2022a; Giraldo, 2012).
Sin embargo, el equilibrio del momento histórico necesario para que la conjunción de alta intensidad se diera no necesariamente se deriva de la mera existencia de organizaciones subversivas. De hecho, aquellas alzadas en armas fueron fundadas en la década de 1960, en la que —si seguimos la periodización de Rodrigo Uprimny y Alfredo Vargas (1989)— las formas represivas del Estado adoptaron repertorios predominantemente legalistas, mientas que después de 1978 adoptaron, cada vez más, repertorios de guerra sucia.
Uprimny y Vargas (1989) intentan interpretar la realidad política colombiana desde la década de 1970 hasta inicios de la de 1990. Desde su perspectiva, Colombia es un caso particular de articulación entre formas «relativamente indiferenciadas de violencia» (p. 110) de gran extensión en términos temporales, geográficos y de sufrimiento real de la población, y una estabilidad institucional que parece disonante frente a los problemas sociales y conflictos políticos del país. Para los autores, esta es una realidad que requiere interpretación pues, en principio, se resiste a una explicación intuitiva. Ahora bien, aquello a lo que se refieren como formas indiferenciadas de violencia puede interpretarse en los términos de este texto como diferentes intensidades de la conjunción legal–alegal–ilegal.
Esto nos lleva al mecanismo causal que produce el contexto sociopolítico liminal. La operación de excepción legal se hace presente cuando se percibe en peligro el estado de cosas —la constitución en el sentido schmittiano (Schmitt, 1982)—. El uso de este mecanismo ha sido documentado por autores de la época como Guillermo Hoyos (1980) y autores posteriores como Uprimny y Vargas (1989). Estos últimos, de hecho, se refieren a los estados de excepción como uno de los determinantes de la forma jurídica de represión del régimen colombiano del siglo XX.
Para Jorge González Jácome (2015), la conceptualización del estado de excepción respondió a la dinámica de las doctrinas antiliberales y colectivistas en América Latina. En el fondo, pese a discutir los términos en la precisión ideológica con la que identifica el núcleo de significantes dominante, sostiene la tesis de que la institución de la excepción adquirió diferentes valencias, según el conflicto subterráneo en el espacio de las ideas políticas. Así, aquella norma, en principio identificable, transitó su sentido al compás de las ideas políticas que conformaban el sentido común de los operadores,7 El Estatuto de Seguridad Nacional sería el culmen de esta etapa, con lo que se combinó efectivamente la presión internacional de la doctrina de seguridad nacional, los intereses de las élites económicas y políticas en sostener el orden, y la tendencia a enfrentar a los adversarios del orden por métodos legales, como los juicios verbales de guerra o la creación de grupos paramilitares.
El Decreto 1923 de 1978 hizo uso de la declaración de estado de sitio de 1976, hecha mediante el Decreto 2131 de 1976 en la Presidencia de Alfonso López Michelsen. Su contenido es fiel reflejo del nombre con el cual fue conocido por la opinión pública. El Estatuto de Seguridad Nacional concentró la lógica de excepción de las décadas de 1960 y 1970 con la represión sistemática y conjugada de los movimientos políticos opuestos al orden. Con el Estatuto se reforzaron las competencias específicas de los militares para juzgar delitos creados por el mismo decreto. Esto es lo que Manuel Iturralde (2009) denomina derecho penal de excepción.
En la época en la que Uprimny y Vargas (1989) identifican formas de represión jurídica, el derecho penal de excepción fue entregado a las fuerzas militares, quienes se encargaron de juzgar los delitos y contravenciones que ponían en peligro el orden o generaban percepción de peligro. Ahora bien, para 1982 esta facultad de juzgar civiles pasó de nuevo a la jurisdicción ordinaria con la derogación del Estatuto de Seguridad Nacional. Es en este contexto en el que se desarrolla el caso foco
Gloria Lara fue secuestrada en vigencia del Estatuto de Seguridad Nacional. Aunque su asesinato se consumó una vez derogado el decreto, sus consecuencias prácticas permanecían: práctica probatoria por militares y en instalaciones militares; instrucción judicial en este mismo lugar; e incluso, la presencia inicial de un defensor colectivo para todos los capturados, que después se probaría que no era abogado, pero sí militar.8 La visibilidad de la víctima y la identidad de los secuestradores hizo que el caso se convirtiera, finalmente, en un affaire.
Ahora bien, no fue sino hasta verificado el asesinato de Gloria Lara que se trazó una línea investigativa decididamente comprometida con la participación de una organización de horizonte subversivo. Inicialmente, el secuestro se atribuyó al M–19 por medios nacionales.9 Este hecho muestra la pulsión por inscribir el conflicto en el ámbito del peligro del orden que el mismo contexto sociopolítico liminal facilitaba. Sin embargo, la negación directa del M–19,10 un panfleto de los secuestradores en el que cuestionaban las razones para repudiar el secuestro e incluso la percepción misma de la juez de instrucción criminal11 fueron factores conjuntos que hicieron que la investigación no se desviara artificialmente hacia el grupo alzado en armas. Había, además, una condición pragmática que impedía la demiúrgica probatoria en este punto: en algún lugar estaba viva Gloria Lara, si llegara a ser rescatada y resultara estar secuestrada por un grupo diferente la investigación sería ridiculizada.
Esta impresión se refuerza si se atiende al expediente mismo. El 27 de julio de 1982, varios meses después del secuestro, la juez de instrucción criminal envió un memorial al jefe del Grupo de Reacción Inmediata del DAS. En él le solicita relacionar la investigación con secuestros similares hechos por delincuentes comunes porque, en su consideración, las características del caso permitían «en principio, concluir que se trata de delincuentes comunes involucrados en el mismo [sic]».12 Esto, a pesar de que las interacciones de los secuestradores con medios de comunicación y con la familia de Gloria Lara intentaban sostener una especie de jerga revolucionaria.
El vacío investigativo en el que se encontraba el proceso fue terminado por el asesinato de Gloria Lara y el abandono de su cuerpo bajo la bandera con las siglas de la ORP. Fue entonces cuando el caso foco se relacionó con una organización de horizonte subversivo y se dio paso al desenvolvimiento pleno del mecanismo causal legal–alegal–ilegal. Dados estos pasos, se integraron el contexto sociopolítico liminal, la operación de excepción, su condición de affaire y la inscripción en el ámbito de peligro del orden. El proceso de conjunción legal–alegal–ilegal encontró, entonces, las condiciones de posibilidad con las cuales podía manifestarse en su intensidad más alta, es decir, con la mayor combinación de prácticas que llevaran de lo alegal e ilegal hacia lo legal.
El asesinato fue inmediatamente inscrito en el ámbito público como signo de peligro para el orden. Esta operación fue llevada a cabo, en especial, por el medio de comunicación que escogieron los secuestradores para dar noticia de sus pruebas de supervivencia y exigencias: El Bogotano. El periódico fue el primero en llegar a la escena del asesinato, directamente instruido por los secuestradores y asesinos. Inmediatamente, el medio sacó provecho de su momentum. El 28 de noviembre de 1982, después de haber presenciado el cadáver de Gloria Lara en la madrugada, el periódico publicó en primera plana: «ESTUPOR... ESTUPOR... ESTUPOR... ESTUPOR... ESTUPOR... Un tiro en la cabeza» (El Bogotano, 1982, noviembre 29).
En el cuerpo del texto señalaban que fueron llamados por un anónimo, quien les informó ser parte de la ORP. Posteriormente, publicaron el siguiente titular: «Los autores de la muerte de Gloria Lara se identificaron como una nueva organización guerrillera: Organización Revolucionaria del Pueblo» (El Bogotano, 1982, noviembre 29). Así, se efectuó definitivamente la inscripción en el ámbito del peligro del orden. La ORP fue, en realidad, una subdivisión política de existencia fugaz de la ANUC. En general, la tendencia política de la ORP, en su breve momento de existencia, era revolucionaria, pero parte de ella tendía hacia el nuevo liberalismo de Luis Carlos Galán, por lo que sus posturas no estaban entre las más radicales.13 Si se atiende a la configuración de la época, en la ANUC tenían cabida marxistas–leninistas, trotskistas, maoístas y camilistas. En la década de 1970 la ANUC se convirtió en un foco de la represión legal–alegal–ilegal del orden por sus repertorios de lucha, los cuales incluían recuperaciones de tierra y representación política en corporaciones públicas (Celis, 2018). Así, aunque no se tratara de una organización revolucionaria alzada en armas, inequívocamente dirigida a la destrucción del orden, sí proponía valores alternativos, imposibles de armonizar con los intereses del orden vigente (Fals Borda, 2009). Eso los convirtió en una organización de horizonte subversivo.
Se abrió el paso, entonces, para la demiúrgica probatoria. La investigación, que no encontró caminos por cerca de diez meses, finalmente se abrió con la plantación de un indicio: la bandera de la ORP. Esta fue, a decir verdad, una plantación poco convincente. Si se sigue el indicio por el sendero que caminaron las fuerzas de seguridad del Estado, se creería que después de diez meses de secuestro sin identificarse los autores del delito sufrieron la necesidad imperiosa de darse a conocer y dirigir, también, la investigación hacia sí mismos.
Por el posterior desarrollo del proceso y, en especial, por el secuestro del ingeniero norteamericano Kenneth Bishop, se puede suponer que la bandera fue plantada por los mismos secuestradores de este último con el objetivo preciso de inscribir la investigación en el ámbito del peligro del orden.14 Parecían conscientes de que tal acto activaría la ceguera programada de los funcionarios públicos. El mensaje era claro: «cacería de los criminales por todos los medios» (El Bogotano, 1982, noviembre 29). La verdad, a partir de allí, dejó de importar.
El 17 de diciembre de 1982 se incorpora al proceso la narrativa del DAS. Con ella se crea un motivo del delito, una organización, división de funciones y se mencionan nombres que después serían confirmados por medio de la tortura. La declaración a la que se hace referencia fue tomada, supuestamente, el 6 de diciembre. La tardanza en ser allegada al despacho, según el DAS, se debió a que la BIM se encontraba «perfeccionándola a fin de dar mayor claridad y lograr la ubicación de los responsables».15 La declaración provenía de José Vicente González, detective del DAS, quien dijo haberse encontrado con un particular quien le confesó pertenecer a la ORP. En el texto hace un recorrido por el origen de la organización y menciona que para ingresar debió estudiar varios temas agrarios sobre la ANUC. Acto seguido, hace una descripción minuciosa de los nombres y funciones involucrados en el secuestro de Gloria Lara. La narrativa fue completada con esta declaración: móvil político–económico del delito, vinculación de una organización de izquierda, división de funciones e identificación de los participantes. Confrontado con los defensores, el detective no pudo aclarar quién fue su informante ni en qué condiciones se dio el encuentro en el que realizó la confesión.
Ahora bien, más que el tenor de la declaración importa la operación: creación de un relato estructurado de los hechos, irreal pero funcional, a través del cual se encontraran satisfechas las necesidades, primero, de señalar a un ser humano como autor o culpable y, segundo, de que aquel culpable no fuera un simple delincuente, sino un verdadero peligro para los valores sociales. Solo un revolucionario cumplía a cabalidad con ambos presupuestos. La narración, para quienes operaron la mentira con el fin introducirla como medio de prueba, si bien era inexacta, encajaba perfectamente en la estructura mental previa del operador jurídico, eso la hizo susceptible de aparejarse sin dificultad al curso de lo legal.
La demiurgia, entonces, no se construye sobre la nada. No es un acto divino, en tanto no consiste en fabricar al ser a partir de la nada. Así se demuestra, también, en el caso de la tortura: al torturador no le interesa que el torturado confiese, en la medida en que el castigo está garantizado, le interesa que le sea narrada una historia, con detalles y florituras coherentes, que responda a su convicción previa: la culpabilidad (Ginzburg, 1989).
En el caso de Gloria Lara, la estirpe subversiva del movimiento acusado hizo que la narrativa fuera aceptada de inmediato por el juez de instrucción. Se realizaron allanamientos y se hicieron efectivas órdenes de captura. Muchos de los mencionados por el detective Gonzales fueron capturados y recluidos en la BIM.16 Allí fueron torturados sistemáticamente. Prácticamente todos los capturados confesaron bajo tortura haber participado en el secuestro. En sus declaraciones «libres y voluntarias»17 relataron la filiación política de la ANUC, sin mencionar nunca sus vínculos públicos con el Nuevo Liberalismo y, mejor, profundizando en las tendencias decididas de izquierda. En general, reprodujeron la división de funciones que ya había sido «revelada» al detective González, excepto en lo que respecta a la autoría material del asesinato, pues en momentos distintos dos de los procesados se atribuyeron haber halado el gatillo.
En principio, el testimonio falso y la confesión arrancada por tortura no hacen parte del mismo espacio simbólico–jurídico. En un extremo está quien decide mentir con propósitos instrumentales, en el otro, quien miente como acto de salvación. Sin embargo, en «el proceso» testimonio falso y tortura se juntan, se hacen uno y participan de la misma relación nutritiva que va desde el del no–derecho, la excepción o la libre interpretación, pasando por la certeza de lo ilícito, hasta lo legal.
Los defensores de los procesados, claro está, insistieron en la tortura y obligaron a la práctica de exámenes médico–forenses. En sus cuerpos se observaban a simple vista heridas en los cuerpos desnudos de los detenidos.18 No cabía duda, habían sido torturados. La denuncia fue hecha pública. Algunos medios la tradujeron como una estrategia de los procesados para eximirse de la responsabilidad (El Tiempo, 1983, enero 7). Ahora bien, la práctica de la tortura no era extraña para la época. De acuerdo con la literatura de la época y posterior, la tortura era parte de la caja de herramientas de las fuerzas de seguridad. En 1980 Amnistía Internacional visitó Colombia, invitada por el propio presidente Turbay, y documentó las torturas, afirmando posteriormente que en el país esta era una práctica sistemática del Estado (Amnistía Internacional, 1980). Desde luego, el Gobierno renegó de la acusación e invitó, en su lugar, a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Este organismo, en su habitual lenguaje neutral, anotó las observaciones de las organizaciones políticas y el Estado, y recomendó, en últimas, terminar con las facultades de investigación y juzgamiento a civiles de los militares para prevenir torturas (CIDH, OEA/Ser.L/V/II.53, 30 de junio de 1981).
Sin embargo, la Procuraduría General de la Nación consideró que no había pruebas de ningún procedimiento irregular en el caso de Gloria Lara. Se consumó con esto una de las manifestaciones de la ceguera programada: el órgano llamado a sancionar la falta de los funcionarios públicos simplemente cerró sus ojos. La ceguera, desde luego, no es un simple acto de omisión, por el contrario, requiere un impulso quizá excesivamente narrativo, rayano con lo fantástico. Por eso la manifestación del abogado visitador de la Procuraduría cuando se ve enfrentado a las heridas es apenas natural:
Lo anterior nos lleva a intuir, que las lesiones que presentaban los procesados de la referencia, en los examenes [sic] que adelantó Medicina Legal cuando éstos ya se encontraban en las cárceles respectivas bien pudieron habérselas causado ellos mismos, o por una caída o un golpe dentro de los sitios de reclusión o por otras causas etc., para tener bases suficiente [sic], para afincar sus respectivas defensas, por el atroz crimen que se les imputaba.19
La imagen de los acusados que se golpean a sí mismos con el objetivo de desacreditar a los representantes de la legalidad resulta ahora, al menos, risible. El operador jurídico, a fuerza de cerrar los ojos, abre las puertas de la imaginación. Más adelante, este mismo mecanismo fue aplicado por el Tribunal Nacional de Orden Público en Segunda Instancia para cerrar sus ojos ante las torturas.
El juez Superior de Conocimiento, ante la evidencia de tortura y la aparición de una línea alternativa de investigación con el secuestro del ingeniero norteamericano, sobreseyó temporalmente a la mayoría de los procesados.20 En el lenguaje procesal de la época, esto implicaba que recobraban su libertad, pero seguían vinculados al proceso mientras el juez de Orden Público decidía de fondo sobre el caso. En segunda instancia, esta decisión fue revocada. Aun así, para la época los liberados ya se encontraban asilados en Europa.
El repertorio de prácticas nutritivas de la legalidad —la demiurgia, operación de excepción, activación del ámbito del peligro del orden— sólo podía consagrarse a través de la palabra de la ley. Era la enunciación de un juez de la República la que sancionaba, finalmente, la incorporación de los repertorios, su mezcla, confusión y, en últimas, la aparición como acto de justicia. El proceso no concluyó allí, pero sí obtuvo su adjetivo: legal. Desde entonces, la tortura, las declaraciones falsas, la exacerbación del odio público en medios de comunicación, todo ello, se convirtió en condición de posibilidad de una legalidad, la del castigo a los acusados. A partir de allí la narrativa de la vinculación de la ORP no fue abandonada por los funcionarios del Estado. Esto se demuestra en el uso reciente del recurso de revisión, mediante el cual la Procuraduría General de la Nación pretendía revivir el proceso contra los miembros de la ORP,21 argumentando que se trataba de un delito de lesa humanidad. Ningún esfuerzo serio se realizó para juzgar la vinculación de los secuestradores del ingeniero norteamericano —estos sí una banda de delincuentes comunes—. La operación de excepción, ceguera programada y demiúrgica probatoria sigue desplegándose así hasta hoy.
Conclusiones
Las formas en que la legalidad existe y se sostiene no son simples. Se ha observado a lo largo del texto que la ley y la transgresión frecuentemente conviven (Shultze–Kraft, 2019; Dewey, 2018; Moriconi, 2018), que las normas pueden suspenderse o desobedecerse cuando el orden social peligra (Schmitt, 1982; Agamben, 2019) y que la interpretación del derecho es incierta, al punto de acercar la incertidumbre propia de la excepción legal con aquella propia de la interpretación. Según esto, el Estado y su derecho coexisten y cooperan con el no–derecho y el antiderecho. A través de la definición de un mecanismo teórico y causal se define la forma en que esta coexistencia tuvo lugar en el caso del secuestro y asesinato de Gloria Lara que se convierte en expresión de sus particularidades y, además, de la relación general entre legalidad, alegalidad e ilegalidad.
Se encuentra, entonces, la existencia de un contexto sociopolítico liminal en el que fuerzas políticas y sociales disputaban la legitimidad y el poder, distinguible en el momento histórico de la segunda mitad del siglo xx y, en especial, a finales de la década de 1970 e inicios de la de 1980. Existía en aquella época una sensación de transición, sea de la excepción a la revolución o de la excepción al orden. Prueba de ello son los sucesivos decretos de estado de sitio —típico periodo de transición en el que el derecho no es «ni esto ni lo otro» (Turner, 1980)—, justificados en la necesidad de salvaguardar el orden constitucional y expresado en prácticas como la judicialización militar de civiles o la creación de delitos de excepción (Iturralde, 2009).
La ocurrencia de un caso de relevancia nacional, cubierto masivamente por los medios de comunicación —en especial, El Bogotano— y vinculado con una organización de horizonte subversivo —la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC) y la Organización Revolucionaria del Pueblo (ORP)— puso definitivamente en operación cuatro mecanismos: la conservación del orden propio y, por tanto, la defensa en contra del horizonte subversivo; la ceguera programada que permitió que la ilegalidad de las torturas fuera incorporada al flujo de la legalidad; la demiúrgica probatoria, expresada en declaraciones falsas y delaciones forzadas con las cuales se adecuaron las pruebas al impulso de conservación del orden; y por último, la legalización de la demiurgia, con la aceptación condescendiente de las pruebas fabricadas por parte de los funcionarios judiciales.
Un bosque de prácticas oficiales cooperó en la manifestación de estos mecanismos: interpretaciones extensivas de las normas jurídicas, como aquella que el juez de Instrucción y el Tribunal Nacional de Orden Público pusieron en marcha al afirmar que la realización de la investigación por parte de los militares no era ilegal, pese a ser extrajurídica; oclusión de la evidencia de ilegalidades, como la negación sucesiva de las torturas pese a los dictámenes de medicina legal; incluso, confraternidad de los representantes de la legalidad y quienes tenían por función torturar, si se tiene en cuenta el traslado del juez de Instrucción a las caballerizas del BIM, a metros del lugar en el que los procesados eran torturados.
De esta manera, el discurso de la legalidad se conjugó con prácticas alegales, ubicadas en un espacio de no–derecho, con prácticas ilegales, contradictoras aparentes del orden y, por ende, antijurídicas. Ahora bien, debe quedar claro, la explicación de este proceso es meramente provisional, vicaria siempre ante la ocurrencia de hechos en sí mismos inabarcables, pero simplificables, susceptibles de abstracción y, por tanto, de teoría.
Notas
* El artículo es un resultado parcial de la investigación La incertidumbre del derecho: el caso de las prácticas estatales de tortura y criminalización, para optar al título de magíster en Derecho en modalidad investigación, Universidad Icesi.
1 Fuente de archivo: José Vicente González, 6 de diciembre de 1982.
2 Fuente de archivo: María Ximena Castilla Jiménez, 24 de abril de 1993.
3 Fuente de archivo: Luis Eduardo Mariño Ochoa y Alejandro Hernández Moreno, 10 de enero de 1984.
4 Fuente de archivo: Juez de Conocimiento de Orden Público Seccional Santa Fé de Bogotá, 12 de febrero de 1992.
5 Fuente de archivo: Procuraduría séptima judicial penal II, 22 de enero de 2010.
6 El marco teórico de la relación entre contrarios y contradictores proviene de la semiótica (González, 2008). Allí se usa como herramienta de identificación de la verdad, pero aquí se usa como clarificadora de la relación entre prácticas. Mientras el contradictor procura anular activamente al referente, el contrario anida allí donde el referente se encuentra ausente. En idéntico sentido, la ilegalidad es antiderecho y la alegalidad es no–derecho.
7 En un sentido similar, véase Carl Schmitt (2012).
8 Fuente de archivo: Luis Eduardo Mariño Ochoa y Alejandro Hernández Moreno, 10 de enero de 1984.
9 Fuente de archivo: Arnaldo José Sandoval Salamanca, 8 de julio de 1982.
10 Fuente de archivo: Nohora Esperanza Sánchez Guarnizo, 8 de julio de 1982.
11 Fuente de archivo: «Aclaración», s. f.
12 Fuente de archivo: Alma Jenny Gómez Gómez, 27 de julio de 1982.
13 Fuente de archivo: FRM, 3 de marzo de 1983.
14 Fuente de archivo: Carlos Valencia García, 2 de octubre de 1986.
15 Fuente de archivo: Hernando Díaz Sanmiguel, 17 de septiembre de 1982.
16 Fuente de archivo: Luis Eduardo Mariño Ochoa y Alejandro Hernández Moreno, 10 de enero de 1984.
17 De esta forma la Brigada de Institutos Militares denominó las declaraciones extraídas bajo presión o tortura a capturados y capturadas para ser luego introducidas al proceso ante el juez de instrucción.
18 Fuente de archivo: Fernán Orejuela Mancerra, 20 de junio de 1984.
19 Fuente de archivo: Alfonso Ospina Bonilla, 15 de febrero de 1983.
20 Fuente de archivo: Enrique Alford Córdoba, 28 de junio de 1985.
21 Fuente de archivo: Procuraduría séptima judicial penal II, 22 de enero de 2010.
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