ISSN (impreso) 0121–5167 / ISSN (en línea) 2462–8433
Artista invitada Valentina González Henao De la serie V Frankenstein Fotografía estenopeica 2019 |
SECCIÓN GENERAL
Marco Alexis Salcedo Serna1 (Colombia)
Martha Lucía Peñaloza Tello2 (Colombia)
1 Psicólogo. Licenciado en Filosofía. Magíster en Filosofía. Doctor en Psicología. Profesor e investigador de la Universidad Nacional de Colombia Sede Palmira. Correo electrónico: masalcedos@unal.edu.co – Orcid 0000–0003–0444–703X – Google Scholar https://scholar.google.es/citations?hl=es&user=r5mm6DAAAAAJ
2 Licenciada en Fonoaudiología. Magíster en Desarrollo Educativo y Social. Doctora en Educación. Profesora de la Facultad de Ciencias Humanas y Sociales, Universidad San Buenaventura, Cali. Correo electrónico: mlpenaloza@usbcali.edu.co – Orcid 0000–0001–5797–8622 – Google Scholar https://scholar.google.com/citations?hl=es&user=7gFwHR4AAAAJ
Fecha de recepción: junio de 2023
Fecha de aprobación: septiembre de 2023
Cómo citar este artículo: Salcedo Serna, Marco Alexis y Peñaloza Tello, Martha Lucía. (2024). Ciudad educadora, discapacidad e inclusión social. Propuesta de un marco ideológico para la implementación de políticas públicas a favor de la población con discapacidad. Estudios Políticos (Universidad de Antioquia), 69. https://doi.org/10.17533/udea.espo.n69a04
Resumen
En este artículo se analiza uno de los marcos de comprensión empleados para un proyecto de investigación en el que se propone crear un observatorio urbano para la población con discapacidad en el suroccidente de Colombia. El texto parte del supuesto de que cualquier proyecto político de transformación urbana requiere de un marco ideológico que le dé sustento. La propuesta de una ciudad educadora corresponde a ese marco político requerido para ponderar las posibilidades de inclusión social de personas con diversas formas de discapacidad —motora, sensorial y cognitiva—. Este texto indica el sentido histórico y político al que responde esta propuesta ideológica de ciudad, expone los dos principales modelos de comprensión que hay sobre la discapacidad y a partir de ahí destaca la transcendencia que tiene ciudad educadora para justificar socialmente políticas públicas a favor de personas con alguna forma de discapacidad, dado que fundamenta ideológicamente tales políticas no en llamados de solidaridad social para una población considerada vulnerable, sino en el enaltecimiento de la diferencia identitaria como nodo central de la estructura política contemporánea.
Palabras clave: Políticas Públicas; Implementación; Discapacidad; Inclusión social; Ciudades del Aprendizaje.
Abstract
This article analyzes one of the understanding frameworks used for the research project in which it is proposed to create an urban observatory for the disabled population in southwestern Colombia. The text assumes that any political project of urban transformation requires an ideological framework that support it. The proposal of an educating city corresponds to that political framework required to ponder the possibilities of social inclusion of people with various forms of disability (motor, sensory and cognitive). This text indicates the historical and political meaning to which this ideological proposal for a city responds, exposes the two main models of understanding that exist about disability and from there highlights the importance that educating city has to socially justify public policies in favor of people with some form of disability, given that such policies are ideologically based not on calls for social solidarity for a population considered vulnerable, but on the exaltation of identity difference as a central node of the contemporary political structure.
Keywords: Public Politics; Implementation; Disability; Social Inclusion; Learning Cities.
Introducción
Este artículo de reflexión es producto de un proyecto de investigación interuniversitario liderado por varios centros de educación superior de Colombia —Universidad de San Buenaventura Cali, Universidad del Valle, Universidad de Antioquia, Corporación Universidad Autónoma del Cauca, Comisión Vallecaucana por la Educación y el Instituto Tobías Emanuel— convocados para crear en alianza un observatorio urbano para la población con discapacidad en el suroccidente del país. Los observatorios se proponen crear espacios de investigación que posibiliten la construcción de líneas y objetos de investigación sobre el campo de la inclusión, la diversidad y la discapacidad; igualmente, buscan generar espacios de formación de investigadores, maestros y educadores que difundan una nueva cultura del campo de la inclusión, la diversidad y la discapacidad a través de la creación de una red interinstitucional que dé acceso a un sistema de información y de publicaciones sobre el tema.
Este texto responde a un requerimiento que el investigador principal del proyecto Observatorio de inclusión, diversidad y discapacidad para el Pacífico colombiano consideró necesario afrontar para consolidar el propósito de constituir los observatorios municipales sobre la discapacidad, como es el de enmarcar todos los esfuerzos gubernamentales, institucionales y académicos de acciones políticas a favor de esta población en un entramado ideológico que los oriente y les dé consistencia y legitimidad ante los ciudadanos. En ese sentido, la tesis que se expone en este texto es que ciudad educadora corresponde a ese marco político requerido para ponderar las posibilidades de inclusión social de personas con diversas formas de discapacidad —motora, sensorial y cognitiva—. Se adoptó está tesis porque se concluyó que ciudad educadora es un marco ideológico que está configurado por elementos conceptuales críticos de visiones tradicionales que aún siguen determinando la manera de entender diferentes cuestiones políticas, urbanas y educativas como las que habitualmente se ha empleado para abordar la discapacidad, y que no han originado transformaciones sociales efectivas a favor de esta población (Salcedo, 2008).
Tales visiones tradicionales son los que se mencionan a continuación: lo que es una ciudad, usualmente aprehendido como mero espacio físico para el hábitat humano (Viviescas, 1997; Rodríguez, 2001); lo que es la educación, normalmente concebida como práctica de transmisión de contenidos en espacios institucionales o escolares (Figueras, 2008); lo que es la cultura, comúnmente pensada como un dispositivo discursivo que sólo se transmite narrativamente a otros (Cole, 1999); lo que es lo político, regularmente confundido con lo estatal (Arendt, 2009); lo que es el espacio público, tomada por la mayoría de los habitantes de una ciudad como mero espacio de circulación que va en contravía de la moral y virtud ciudadana, especialmente si las personas permanecen mucho tiempo en él (Viviescas, 2000; Moncada y Villa, 1998); y lo que es ser ciudadano en la actualidad, a quien diversas instancias de la sociedad le exigen que sea obediente, pasivo, causante de la menor cantidad posible de conflictos y cuyo rol como agente educador es mínimo o inexistente (Faure, 1972; Arendt, 2009).
Para establecer las posibles contribuciones que puede realizar el proyecto ideológico–político de ciudad educadora a los propósitos de inclusión social de la población con discapacidad, este artículo comienza por indicar el sentido histórico y político al que responde esta propuesta ideológica de ciudad. En línea con lo anterior, se señala que la propuesta de Ciudad educadora corresponde a un nuevo paradigma político que busca la realización de los ideales del contractualismo liberal de una sociedad democrática y libre, no estableciendo el acuerdo social desde una razón universal que permita corregir desigualdades moralmente injustificables entre los miembros anónimos de una sociedad, sino invitando a superar el trato inmoral a las diferencias, garantizando que estas puedan existir en el espacio público a partir del reconocimiento y aceptación colectiva de las identidades sociales y singularidades concomitantes que representan cada uno de los habitantes de una ciudad.
En el texto se expone el enfoque tradicional que socialmente se ha empleado para implementar políticas públicas a favor de las personas con discapacidad y que corresponde al enfoque jurídico, fundamentado en una comprensión médica de lo que es la discapacidad. A partir de resaltar las limitaciones que ha tenido este enfoqué médico–jurídico de la discapacidad, que en última instancia promueve acciones colectivas para esta población desde llamados a la solidaridad, se pasa a exponer el modelo social como enfoque contemporáneo para el abordaje de la discapacidad que convierte a las personas con alguna forma de discapacidad no en ciudadanos «raros», separados por sus limitaciones del resto de los sujetos normales de la sociedad, sino en actores sociales con diferencias normalizadas. En este orden de ideas, se señala que la mayor contribución que aporta el proyecto político de ciudad educadora a los esfuerzos que realizan diversos entes gubernamentales y sociales a favor de la población con discapacidad es que permite pensar la inclusión social más allá de la formulación de una copiosa legislación a favor de esta comunidad y más allá de las transformaciones urbanísticas y arquitectónicas que puedan resultar necesarias para estos ciudadanos, cuestión última que puede resultar en extremo significativa en un contexto como el nuestro, dadas las limitaciones presupuestales que suelen tener en Latinoamérica las entidades gubernamentales públicas —Ayuntamientos o Alcaldías— para adelantar cambios de gran alcance en las infraestructuras físicas de las ciudades.
1. Ciudad educadora, una propuesta de profundización del ethos político moderno
En 1990 se realizó en Barcelona, España, el primer Congreso Internacional de Ciudades Educadoras, el cual dejó como resultado un texto titulado Carta de Ciudades Educadoras, en el que por consenso se plasmó la idea de que no existe un espacio global democrático consolidado en el mundo contemporáneo. Ni siquiera las democracias con mayor tradición podían «sentirse satisfechas con la calidad de sus sistemas» (AICE, 2004, p. 15), coincidieron los participantes del evento, al hacer notar que la gran mayoría de los países no han «alcanzado una democracia efectiva y a la vez respetuosa con sus genuinos patrones sociales y culturales» (p. 15).
La propuesta de ciudad educadora es producto de este diagnóstico realizado en 1990, el cual cuestiona la vida comunitaria que se tramita en todos los países del mundo que han asumido un sistema político democrático y que se sintetiza en la idea de que la realidad política de los últimos tres siglos está lejos de materializar los ideales de la revolución francesa de libertad, igualdad y fraternidad, a los que se creyó se podían llegar con las luces que brindaba la razón humana (Castoriadis, 1999). Desde que nació el modelo contractualista del liberalismo político, el que ideológicamente sustenta el ideal de una vida republicana en las naciones contemporáneas, se supuso que la razón ilustrada bastaría para originar una sociedad racionalmente organizada donde los hombres serían libres e iguales, y se comportarían como hermanos. Sin embargo, todos los días y en todas partes se observan violaciones, muchas veces sistemáticas, contra los principios fundamentales del Estado de derecho democrático, como son: sufragios universales libres y justos, respeto a los derechos civiles y políticos de las minorías, autonomía de los tres poderes que conforman el Estado moderno y reconocimiento del pluralismo étnico, político y cultural en las naciones (AICE, 2004).
Desde luego, la violación de los principios fundamentales de la democracia se manifiesta en modos e intensidades disimiles en las naciones democráticas actualmente existentes, pero coinciden todos los casos en que de una u otra manera se da con la anuencia de los ciudadanos que conforman los países o, por lo menos, con una parte significativa de ellos, lo cual ha resultado un contrasentido con el espíritu político que motivó la fundación del Estado democrático moderno (AICE, 2004). Las razones de lo anterior son múltiples según la perspectiva o autor que sirva de referencia. Una interpretación plausible para esta preocupante situación es la que se deriva del pensamiento de Hannah Arendt que señala que los hombres contemporáneos están siendo desalojados del mundo de lo político, se les está arrebatando su condición política (Zapata, 2006) mediante un sistema educativo que elimina la crítica social y procura que todos los ciudadanos piensen igual y se comporten de la misma manera, por lo que los ideales democráticos del respeto a la diferencia, la promoción de la inclusión de minorías y la apertura a otros modelos de vida humana naufragan ante la presión social por lo homogéneo y uniforme, en un contexto político donde priman las crisis económicas, el aumento de la criminalidad, el consumo de drogas, entre otros males.
En estos tiempos de oscuridad, el indeseable y peligroso estado de naturaleza que los clásicos del contractualismo describían como punto de partida de la vida en sociedad y que vendría a justificar la posterior elaboración de un pacto colectivo en un Estado democrático y libre (Foucault, 1997), ha sido también punto de referencia de partidos políticos radicales y ultranacionalistas que han logrado seducir a muchos votantes en las urnas, diagnosticando su presente social como absolutamente miserable, un nuevo estado de naturaleza hobbesiano causado por las instituciones y libertades democráticas que se han promovido en sus países, y que se traduce, según lo plantean los promotores de dicha visión antidemocrática, en «una quiebra de los significados tradicionales del control social, una deslegitimación de la política y otras formas de autoridad, y una sobrecarga de demandas sobre el gobierno que excede su capacidad para responder» (Comisión Trilateral citado en Camou, 2001, p. 42).
Tales circunstancias han mostrado que el pacto social por una sociedad libre y democrática es realmente frágil. La democracia siempre está amenazada y en riesgo permanente. No ha quedado garantizada de una vez por todas con la instauración de la mejor de las constituciones políticas posibles. El derecho es una estrategia precaria para mantener el sistema democrático porque no ofrece la suficiente capacidad de contención contra quienes constantemente anhelan controlar y dominar a todos los ciudadanos de su país. Las libertades civiles universales amparadas por los sistemas democráticos están inevitablemente condenados a su desaparición si se confía su defensa en la permanencia de la estructura jurídico–política que caracteriza el Estado de derecho de los países democráticos del mundo.
Es en este horizonte que se bosqueja que la propuesta política de Ciudad educadora tiene sentido como un nuevo paradigma que posibilita la realización de los ideales políticos del contractualismo liberal. La expectativa fundadora de la propuesta de Ciudad Educadora es que el contrato social para una sociedad democrática y libre no se haga desde una razón concebida como universal y anónima. En la propuesta política de ciudad educadora no hay tal visión porque el acuerdo social que promueve ya no apunta a corregir desigualdades moralmente injustificables, sino que invita a superar el trato inmoral a las diferencias y garantizar que estas puedan existir en el espacio social. El nuevo punto de partida del acuerdo social para una vida política es la identidad y su singularidad concomitante, no un anonimato imprescindible que hace factible la universalidad de un principio moral de la justicia social que Chaim Perelman (citado en Grueso, 2012) sintetizó en el siguiente enunciado: «los seres de una misma categoría deben ser tratados de la misma manera (p. 19). En la ciudad, en sus espacios abiertos, es distinto el enunciado de justicia a proponer: «los seres de una misma categoría tienen derecho a diferenciarse de otros» (Grueso, 2012, p. 19). La lucha política es ahora por la identidad, por el reconocimiento de la diferencia en las relaciones intersubjetivas, por «significar algo para otros» aunque nuestras identidades sociales sean heterogéneas, «hecho que la política a través del Estado o del derecho, no parece estar en capacidad de garantizar» (p. 20).
El debate político es ahora definir lo que sería justo en una comunidad cívica en el que el pluralismo identitario es ineludible, desde el entendido de que la mejor política es la que permite el aparecer de cada uno en su singularidad, el actuar en libertad entre y con los hombres, no la que se reduce a posibilitar las actividades políticas de control gubernamental que desarrollan los legisladores representantes del pueblo en las instituciones del Estado. Esta perspectiva implica la promoción de una política desde lo local, que corresponde comúnmente al contexto de lo urbano, que es el entorno en el que actualmente se resuelve la identidad social de los sujetos. La ciudad resulta el escenario desde el cual se decide la realidad comunitaria democrática en la que esta ya no tiene definida sus posibilidades en el nexo de la política con una razón universal y anónima, sino en la conjunción inseparable de la identidad con la política, tal como lo concibió Arendt (2009).
Ciertamente, el pluralismo identitario que origina el reconocimiento y aceptación de la diversidad en la cotidianidad de las calles torna en reto la convivencia armónica. Tantas identidades posibles socavan las bases sociales de un mundo común. Sin embargo, en la propuesta de Ciudad educadora el pegamento social está dado en la misma vía de lo indicado por Arendt (2009): «Bajo las condiciones de un mundo común, la realidad no está garantizada principalmente por la “naturaleza común” de todos los hombres que la constituyen, sino más bien por el hecho de que, a pesar de las diferencias de posición y la resultante variedad de perspectivas, todos están interesados por el mismo objeto» (p. 67).
Lo que nos advierte Arendt (2009) con la idea de un «interés por un mismo objeto» es que la base de la coexistencia pacífica en comunidad está en la existencia de un lazo emocional que une a todos los ciudadanos por estar dirigido al mismo objeto. Y tal objeto común es la ciudad en la que habitan un grupo de personas. Esto quiere decir que el pacto social para la convivencia en sociedad no lo establece el supuesto de una razón universal equipada en los dones que trae la naturaleza humana, sino en el lazo emocional común que se da entre personas que habitan un espacio común. Y ese vínculo emocional lo define el mismo elemento que causa la dispersión entre los individuos: la identidad. El vínculo emocional que cada ciudadano establece con la ciudad es el que permite entonces articular un nosotros en el esfuerzo por establecer parámetros comunes que beneficien a todos los que viven en un entorno, más allá de las diferencias que los separa (Valera y Pol, 1994; Vidal, Berroeta, di Masso, Valera y Peró, 2013). Esta identidad colectiva se forjaría en la ciudad (Lalli, 1988), especialmente en los espacios urbanos no institucionalizados como son las calles, las plazas, las zonas verdes, en general, en los espacios públicos o de encuentro con otros que caracterizan a una ciudad (Aguado, 2023).
De esta manera, si el sujeto defiende el pacto de una sociedad democrática es porque su vínculo identitario con la ciudad lo interpela a ello. En un mundo de razón instrumental que exige sujetos sin pasado, en síntesis, consumidores sin identidad, fáciles de ser manipulados por las estrategias de mercadeo, la racionalidad política del ciudadano para la convivencia pacífica con otros no la brinda la naturaleza racional, lo da la educación sentimental que reciben todos en la coexistencia diaria en la sociedad en que viven y que constituye una identidad común capaz de definir los parámetros que orientan la conducta de los individuos.
Las colectividades (como los grupos étnicos, sub–culturas, naciones, movimientos políticos) tienen una identidad constitucional y subjetiva. Una parte importante de la identidad constitucional de una colectividad es el sistema compartido de símbolos y significados que hace posible la comunicación (lenguaje, metáforas, gestos, signos, etc.). Otros elementos de la identidad colectiva constitucional menos visibles, pero igualmente importantes son los patrones compartidos conductuales y de reacciones emocionales, normas, valores y estilos de comunicación. Estos elementos, asimilados por el individuo mientras va desarrollándose, forman patrones que son normales y familiares para los miembros del grupo, pero que son desconocidos, incomprensibles y frustrantes para los demás (Jordán, 1996, p. 36).
En la psicología social este vínculo emocional con la ciudad se denomina identidad social urbana (Valera y Pol, 1994) o simplemente identidad urbana (Lalli, 1988). Sergi Valera y Enric Pol (1994) ubican la identidad social urbana como «una subestructura de la identidad de self» que les permite a los individuos establecer «vínculos emocionales y de pertenencia a determinados entornos» (p. 8). Esta es una subestructura del self en extremo importante por múltiples razones: favorece un sentido de familiaridad y estabilidad con el ambiente, da indicios sobre cómo actuar en el entorno, determina el grado de capacidad para modificar el entorno, favorece un sentimiento de control y seguridad ambiental, y finalmente, posibilita un lazo común con otros. Esto último quiere decir que la identidad social urbana supone una categoría social —ciudadanos de un municipio cualquiera— con la que unos conjuntos de individuos se pueden percibir a sí mismos como conformando una unidad en la diversidad que los caracteriza, unidad sin duda constituida a través de típicos procesos grupales que activan mecanismos sociales de diferenciación identitaria exogrupal y uniformización endogrupal.
La identidad social fundamentada en la pertenencia de un individuo a determinados grupos o categorías implica la acentuación perceptiva de las semejanzas con el propio grupo y las diferencias de este respecto a los otros grupos, siendo esta perspectiva comparativa la que une la categorización social con la identidad social. El mismo mecanismo había ya sido propuesto por Bruner en relación con la categorización perceptiva (Valera y Pol, 1994, p. 9).
El vínculo con la ciudad define entonces una unidad grupal entre los que residen en un determinado pueblo, distinguiéndolos identitariamente con el resto de la gente que no vive allí: «El sentimiento que nosotros experimentamos hacia ciertos lugares y a las comunidades que esos lugares ayudan a definir —hogar (familia, relaciones de amistad), lugar de trabajo (colegas), iglesia (cofeligreses), vecindario (vecinos), ciudad, país, continente— ciertamente tiene un fuerte efecto positivo en definir nuestra identidad» (Giuliani, 2003, p. 137. Traducción propia).
Por lo demás, ese vínculo emocional con una ciudad no se garantiza con el mero hecho de que una persona cualquiera viva en sus linderos territoriales. Se posibilita un «nosotros» y con ello un lazo de confraternidad con los otros con los que se convive diariamente si cada uno de los habitantes de una ciudad experimentan el fenómeno de place attachment, de añoranza por lugares, el cual adviene con los recuerdos de experiencias positivas y placenteras vividas en lugares concretos de la ciudad. En ese orden de ideas, eso es a lo que apunta el proyecto político de las ciudades educadoras cuando en el literal siete de su carta fundadora indica que la ordenación del espacio físico urbano debe atender a las necesidades de accesibilidad, encuentro, relación, juego y esparcimiento, y un mayor acercamiento a la naturaleza (AICE, 2004, p. 14); o en literal diez cuando señala que el gobierno municipal deberá dotar a la ciudad de los espacios, equipamientos y servicios públicos adecuados para el desarrollo personal, social, moral y cultural de todos sus habitantes (AICE, 2004 , p. 13). La carta de ciudades educadoras propugna por un tipo de ciudad que posibilite vivencias de crecimiento personal, de encuentro con otro, de esparcimiento y aprendizaje, todas ellas promotoras de reminiscencias que se traducen en sentimientos de nostalgia y de deseo de retorno a un lugar.
De este modo, si ciudad educadora es un proyecto que manifiesta un nuevo orden social en el que el poder político se asienta sobre lo que es local y diferente, las mismas ciudades deben constituirse en signo de lo que es gozosamente diferente, soporte valorativo de la singularidad identitaria de sus habitantes que impide que todos ellos naufraguen en el océano de lo mismo, en este momento histórico en que domina lo global. Según esto, es de esperar que una ciudad cuyo vínculo con ella se convierta en factor constitutivo de estigma social no origine procesos de aglutinación social, sino de anomia social, de disgregación social. El vínculo emocional de un sujeto con una ciudad, que se traduce en la interiorización de una forma de identidad social urbana, posibilita el pacto social de convivencia pacífica entre todos si la ciudad en cuestión despierta emociones en sus habitantes que los hace sentir orgullo por transitar sus calles o por vivir allí, que los conmina a quedarse la mayor cantidad de tiempo posible en sus contornos, incluso al outsider, el forastero, de común dominado por la idea de retornar a su lugar de origen.
Así, no se necesitaría de una infraestructura extraordinaria, costosa y absolutamente moderna para que una ciudad pueda originar procesos de valoración positiva en los sujetos que la habitan. Lo que se demanda es que la ciudad tenga «personalidad propia», que favorezca procesos de urban attachment, armonizando, como lo señala el literal 8 de la carta de ciudades educadoras (AICE, 2004, p. 14), nuevas necesidades con la perpetuación de construcciones y símbolos que constituyen referentes de su pasado y de su existencia. Es decir, debe ser querida y amada la ciudad, principalmente por asegurar la participación de los individuos en lo que John Dewey (1971) denomina credo pedagógico, como la conciencia social, la cual «continuamente forma las capacidades del individuo, saturando su conciencia, formando sus hábitos, educando sus ideas y despertando sus sentimientos y emociones» (p. 1).
Acorde con esto, la idea de una ciudad con personalidad propia es fundamental para la consolidación de un proyecto de ciudad educadora, tal como lo señala un aparte de la carta de ciudades educadores: «Ciudad educadora tiene personalidad propia, integrada en el país donde se ubica. Su identidad es, por tanto, interdependiente con la del territorio del que forma parte» (AICE, 2004, p. 15). La función educadora que se le atribuye a las ciudades depende de esa altivez que insufla en las identidades de sus habitantes por representar una diferencia, por disponer de una sublime identidad que los distingue positivamente de los nativos de otros centros urbanos, y en ese transcurso los constituye en punto de referencia de las dinámicas urbanas que se pueden implementar en pro del bienestar de sus habitantes.
Desde estas consideraciones, la ciudad es educadora por cuanto su espacio es un campo de semiosis en el que se espera se desplieguen ciertas formas de enunciados —funcionales, sociales, políticos, culturales— en tres ámbitos de análisis del espacio (Salcedo, 2010). La expectativa es que las configuraciones del espacio urbano —la ciudad como espacio físico—, los usos que tienen —la ciudad como escenario— y las apropiaciones que los ciudadanos hacen —la ciudad como territorio— establezcan una compleja gramática semiótica de signos congruente con ideales de una sociedad democrática como el respeto, la solidaridad, la autonomía, entre otros, y a los que pueden acceder los ciudadanos en tanto son interpretantes o hermeneutas de los mensajes, posibilidades y condiciones que ofrecen los objetos que integran un espacio físico y los eventos que en ellos acontecen. El presupuesto básico de ciudad educadora es que el comportamiento ciudadano es efecto directo de esa semiosis, de la lectura que el urbanista realiza en tiempo real de la compleja armazón sígnica que constituye el espacio urbano y de los hábitos cristalizados en su carácter a partir de la apropiación hecha de las estructuras simbólicas que operan en la ciudad, que van desde la cultura ciudadana familiar, cristalizada en unos códigos urbanos explícitos o implícitos y unas narraciones tipos elaborados entre todos, hasta normatividades explícitas sobre los accesos y actividades permitidas en el espacio.
La ciudad «es un organismo que tiene el poder de afectar o modificar profundamente la vida de los hombres» (Azara, 2000, p. 158) y a tal proceso se le denomina educación. Se asienta en el poder que tiene el habitus colectivo del mundo urbano contemporáneo para desmitificar el núcleo identitario que define a los sujetos, de tal guisa que le brinda la posibilidad a sus habitantes de asumir los mensajes que los sistemas democráticos transmiten a sus ciudadanos: apertura a la diversidad, control político a los gobernantes, consenso con todos los actores de la sociedad y acuerdo social para decidir el tipo de leyes y normas que regirán a todos. Desmitificar significa que no se le rinde culto de forma absoluta al mito fundador que sustenta la identidad social asumida por el sujeto, cualquiera sea ese mito, por considerarse de ante mano que no contiene nada sagrado per se. El ethos urbano enseñaría que alrededor de cualquier identidad hay margen para la incertidumbre: ninguna identidad revela una esencia humana, ni una naturaleza de lo humano que determinará invariablemente las facultades éticas, la perspectiva de mundo y las oportunidades de realización individual que tendrán las personas; en última instancia, una identidad —social, religiosa, sexual o racial— no fija un destino de lo humano, ya sea en un sentido positivo o negativo.
2. La discapacidad y la ciudad como agente educativo
Aunque en las naciones democráticas se ha establecido en cada una de sus constituciones políticas que todos los ciudadanos del país son iguales en derechos y deberes, lo cierto es que los sujetos que padecen alguna forma de discapacidad están expuestos a continuos e intensos procesos de exclusión social. Como lo señalan Tamara Polo y Marta Aparicio (2018), esta población se caracteriza por ser un grupo marginado socialmente al no disponer de muchos beneficios políticos, sanitarios y académicos que los demás ciudadanos sí tienen. La discriminación social de la que estos han sido víctimas se ha traducido en «la falta de servicios que les puedan facilitar la vida (como acceso a la información o al transporte) y menos recursos para defender sus derechos». En efecto, las personas con discapacidad son «la minoría más amplia del mundo» y «suelen tener menos oportunidades económicas, peor acceso a la educación y tasas de pobreza más altas» (Naciones Unidas, s. f.). Su número elevado lo registra la Oficina Internacional del Trabajo (OIT, 2006, diciembre 14) al tasar en 470 millones la población mundial con alguna discapacidad o que el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE, 2020, noviembre 30) cifró en 1 784 372 los colombianos que reportaron tener dificultades en los niveles de severidad 1 o 2 de la escala Washington Group.
Para combatir esta situación se ha considerado clave la intervención del Estado para cambiar la situación cotidiana de esta población, desde el supuesto de que el Estado debe cuidar, promover y mejorar la calidad vida de todos los sujetos, sin importar su condición, promocionando su libre desarrollo, el fortalecimiento de las relaciones sociales, la inclusión social y ofertando espacios donde los sujetos no sólo puedan participar libremente, sino que se identifiquen como sujetos de y con derechos (Yupanqui et al., 2016; Skliar, 2005). Los Estados democráticos modernos han adoptado el principio decimonónico de garantizar los derechos básicos de la población con discapacidad a partir de la formulación de leyes que estén acordes con el espíritu jurídico de las normativas elaboradas por organismos multilaterales, entre las que cabe destacar las Normas Uniformes sobre la igualdad de oportunidades para las personas con discapacidad (ACNUDH, 20 diciembre 1993) y Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad (Naciones Unidas, 13 de diciembre de 2006), ambas aprobadas por la asamblea general de la ONU; y también la Convención Interamericana para la eliminación de todas las formas de Discriminación contra las Personas con Discapacidad (CDNH, 2018), aprobada por la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos.
Cada país que lo ha considerado oportuno ha legislado sobre el tema creando un marco jurídico que busca combatir la exclusión a la que se ven sometidas las personas en condición de discapacidad. Entre la copiosa jurisprudencia que se han implementado en Colombia para proteger a las personas con discapacidad se encuentran disposiciones legales encaminadas a transformar las condiciones urbanísticas con los que se diseñan y ejecutan los edificios, vías, espacios públicos y mobiliario urbano, y que tienden a generar barreras insoslayables para quienes tienen alguna forma de limitación física o cognitiva al no aplicar el concepto de diseño universal incluyente o diseño para todos. Ese es el caso de «La Ley 361 de 1997 o Ley Clopatofsky, en la cual el senador ponente en su condición de persona con movilidad reducida abogó por los derechos de aquellos colombianos que se encuentran en situación de exclusión a causa de las limitaciones físicas que le impiden el libre desarrollo y la libre movilidad» (Ríos, 2013, p. 37). Además de la ley Clopatofsky, la Corte Constitucional ha emitido varias sentencias para combatir la discriminación que afecta la población con discapacidad, como las C–401 de 1999, C–983 de 2002 y C–458 de 2015.
Sin embargo, el abordaje jurídico de la cuestión no ha logrado modificar como se esperaba la realidad social de las personas en condición de discapacidad, aún en países con legislaciones más pródigas que la colombiana y con una estructura estatal más efectiva para garantizar su estricto cumplimiento. Así lo menciona Luisa Gómez del Águila (2012) para el caso español, cuando analiza el problema de la accesibilidad e inclusión social de las personas con discapacidad en espacios de arte:
En los últimos años, los museos y centros de arte, inicialmente diseñados para un perfil muy concreto de visitante, empiezan a tener en consideración cuestiones de accesibilidad. Sin embargo, un análisis detenido de su oferta, evidencia la hegemonía del modelo tradicional segregado o, en el mejor de los casos, integrador, aún muy alejado de un modelo inclusivo [...]. Dichas trabas se apoyan en dos prácticas todavía habituales: por un lado, una oferta segregada, que relega a un segundo plano las necesidades de quienes no encajan en el patrón ideal de visitante. Por otro, propuestas que abordan la accesibilidad física y, en algunos casos, sensorial, pero ignoran tanto las barreras cognitivas —con un alto grado de incidencia en la accesibilidad del público en general—, como las sociales, en la base de todas las anteriores (p. 80).
Aunque virtualmente casi todas las instituciones están apostando por el cabal cumplimiento de los requerimientos legales al respecto y, en teoría, se potencia y valora la participación en actos sociales y culturales, «en la práctica asociaciones e instituciones ponen trabas al acceso a sus actividades de personas con capacidades diferentes» (Gómez, 2012, p. 79). Son múltiples los ejemplos con los que Gómez ilustra está situación, a propósito de la oferta cultural en museos que se les realiza a las personas con discapacidad en Europa:
Entradas accesibles que constituyen verdaderas puertas secundarias; aseos para hombres, mujeres y personas con movilidad reducida cerrados con llave; insistencia del personal en ofrecer ayudas que el usuario o usuaria no necesita; uso de un lenguaje discriminatorio —disminuidos, minusválidos, deficientes— o infantilizado; folletos con fotos de visitantes solos sin discapacidad; oferta de actividades accesibles, pero diferenciadas de las del público en general —que, además, son una disyuntiva para sus acompañantes— o limitada a un número inferior de sesiones o a una pequeña parte de la muestra; etc. (p. 82).
Las barreras sociales están en la base de todas las barreras que enfrenta una persona con discapacidad, que van desde las barreras físicas, urbanísticas, arquitectónicas y del transporte, hasta las sensoriales, de comunicación e información, culturales, psicológicas y emocionales. Estas barreras, asegura Gómez (2012), «retroalimentan la vigencia de paradigmas teóricamente superados» (p. 82) y son la razón última por la cual no se ha logrado materializar todo el complejo entramado jurídico que se ha instaurado para posibilitar la inclusión social de las personas con discapacidad.
De acuerdo con Gómez (2012), los procesos de exclusión social son resultado inevitable de diversos factores, principalmente de los que están asociados a modos de pensamiento colectivos que condenan intencionadamente a cierto grupo de personas a condiciones de marginalidad social y que infortunadamente un espectro amplio de la sociedad acepta, valida y reproduce. Para las Naciones Unidas (ONU, 2017), la ignorancia, el abandono, la superstición y el miedo han sido esos factores sociales que a lo largo de toda la historia han aislado a las personas con discapacidad y que han retrasado su desarrollo. Estos elementos sociales serían efecto de un estándar de lo humano que coloca a las personas que no lo cumplen en las antípodas de cualquier idealidad humana y que entre más esté alejado de esta expectativa de lo humano «más negativa será la consideración que la sociedad le otorgue y, en consecuencia, más trabas tendrá que superar para participar» (Gómez, 2012, p. 82).
Si tal comprensión de la realidad social de las personas con discapacidad es correcta, la posibilidad real que tienen para lograr su integración a la sociedad se encuentra en la instauración de un entramado político que integre las diferencias y limitaciones humanas desde otra perspectiva y que, en el caso específico de la población con alguna limitación física, supone necesariamente otra comprensión de la discapacidad.
En los últimos años empieza abundar literatura sobre la discapacidad que insiste en señalar que esta no es simplemente una condición biológica. Las investigaciones actuales asociadas a la discapacidad (Arboleda, Rojas y Pinzón, 2018; Gross, 2015; Jiménez y Ortega, 2017) permiten mostrar que los marcos conceptuales a partir de los cuales se construye el concepto de discapacidad han ido evolucionando desde modelos médico–biológicos que conciben la discapacidad como una deficiencia y al sujeto con discapacidad como un anormal hacia modelos sociales que conciben la discapacidad como un asunto de derechos y al sujeto con discapacidad como un actor social. Desde estos modelos sociales, la discapacidad se comprende como «resultado de la interacción entre impedimentos físicos, mentales o sensoriales y la cultura, las instituciones sociales y los medios físicos» (Huerta, 2007, p. 27). Es decir, la persona con discapacidad es otro actor social más, portador de cierta identidad social que nombra con sus particularidades físicas la diferencia que se da en lo humano. En esta línea de pensamiento, «tener una discapacidad no es sólo tener un defecto físico, psíquico o sensorial: es formar parte de una realidad sociopolítica compleja que se vive día tras día» (Coriat, 2011, p. 23).
Esta perspectiva implica desplazar el foco de atención de la discapacidad, tradicionalmente centrada en las limitaciones físicas que esta le ha originado al individuo, a un nuevo centro que interroga por la manera como la sociedad contribuye a que una persona con alguna dificultad biológica funcional se mantenga en situación de dependencia, de improductividad, de encierro, de aislamiento y de marginación social. De acuerdo con Silvia Coriat (2011), tal perspectiva es producto de un modelo de comprensión social de la discapacidad e implica proyectar los ejes del accionar de las personas con discapacidad hacia la vida ciudadana:
No son ya la superación de la enfermedad (paradigma médico), ni la reflexión individual o grupal sobre su condición (versión psicológica social del mismo). Los ejes de su accionar van dirigidos a la equiparación de oportunidades, en todos aquellos ámbitos que hacen el desarrollo productivo de esa vida en sociedad: derecho a la educación, al trabajo, al esparcimiento y al desarrollo de una vida plena: derecho al crecimiento personal, a conformar una familia, a recorrer libremente los lugares y los espacios que se habitan (p. 48).
El enfoque actual de la discapacidad es el de derechos y ubica a las personas con alguna limitación física como un sector minoritario al que se le debe reconocer control en sus acciones y validez social y jurídica en sus decisiones. Esto sólo es factible si se piensa la discapacidad desde una perspectiva distinta al de una enfermedad que demanda ser superada a través de mecanismos sociales altruistas de asistencia y rehabilitación. Desde el enfoque social, la discapacidad se reinterpreta como una de las tantas formas de materialización de la realidad humana que cristaliza la diferencia que cada ser humano representa, en tanto cada quien posee habilidades que le permiten hacer aportes a la sociedad y potencialidades para integrarse, así como también déficits, torpezas y francas incapacidades que lo ponen en una situación de dependencia con otros. Esta comprensión de la discapacidad se basa en el principio de normalización que plantea que a cambio de afirmar «todos somos iguales», sugiere que la sociedad contemporánea asuma el enunciado «todos somos diferentes»:
No hay personas diferentes, todas y todos lo somos. Desde este punto de vista, la sociedad es entendida como una realidad múltiple y diversa, formada por infinitas variantes personales que, al interactuar, se enriquecen entre sí. En otras palabras: sobre el papel las distintas realidades individuales, asumidas como diferentes posibilidades de realización personal, se sitúan en idéntico plano de importancia. En este marco, las personas con hándicap no son sino personas normales, que quieren hacer cosas normales, aunque el orden social se lo dificulta (Gómez, 2012, p. 79).
Desde luego el enfoque de derechos para la discapacidad implica una utopía que será fuente de múltiples conflictos sociales y políticos en cada una de las sociedades que se propone adoptarlo. Es indiscutible que el reconocimiento de derechos a personas con ciertas características conduce inevitablemente a que se creen alguna forma de barrera o exigencia adicional que afectan a otros grupos con otras dificultades o al grueso de la población (Gómez, Ibáñez y Pertinaz, 2003). Además, plantear la realización de un ideal de autonomía ciudadana y desarrollo vital individual no desaparece los obstáculos físicos insalvables que tienen muchas personas con discapacidad con serios impedimentos para tener una vida sin asistencia permanente de otros. Esta asistencia implica renuncias de familiares cercanos en metas personales que podrían asumir si no tuviera el encargo de cuidar a una persona con limitaciones funcionales; implica también costos económicos que alguien debe solventar; implica para el conjunto de la sociedad esfuerzos significativos de orden económico y social para materializar infraestructuras compatibles al concepto de diseño universal incluyente o diseño para todos (Newell y Gregor, 2000), esfuerzos que para algunos ciudadanos podrían ser mejor realizados para resolver otros tipos de problemas que puede tener una ciudad. En síntesis, el intento social por concretar esta utopía conlleva exigencias para todos que una parte de la población las puede asumir como cargas que no se justifican, menos si se fundamentan sobre el truismo que se suele emplear para abonar acciones a favor de esta población: el simple llamado a la solidaridad con los colectivos que son vulnerables.
Lo que propone el enfoque de derechos es transcender la aprensión del asunto como una cuestión que se resuelve con el altruismo que puede generar personas en condición de vulnerabilidad. Es claro que el prejuicio y desprecio que de común se cierne sobre las personas con discapacidad no pueden ser eliminados con peticiones de solidaridad, puesto que ubica a este grupo poblacional como un colectivo único extraño, ciudadanos exóticos, portadores de algo que los otros, vistos como normales, no poseen, Los inconvenientes que cualquier estamento de la sociedad padece por la existencia de personas con capacidades diferenciadas en su mismo escenario de actuación son, sin duda, asimilables cuando las personas se topan con requerimientos éticos, jurídicos y políticos, registrados en los distintos ámbitos que definen una ciudad, los cuales los conminan a aceptar un principio fundamental en la vida comunitaria, la de la diferencia identitaria. Las personas en condición de discapacidad son, como casi todos los sujetos que son objeto de exclusión social, chivos expiatorios, arquetipos útiles para asegurar los delicados sistemas de universalidad identitaria o de reconocimiento social uniforme que operan en la sociedad. El desafío es entonces encontrar formas de tramitar las diferencias identitarias que representan cada uno de los sujetos que habitan una ciudad por medios distintos a estos requerimientos que uniformizan la condición humana.
Es allí que adquiere relevancia la dimensión territorial que tiene toda ciudad, «la territorialidad puede jugar [sic] un papel constructivo en un proceso de evolución social, que conduzca a una habilidad cada vez mayor para mantener las relaciones de paz en una sociedad mundial diferenciada culturalmente» (Jordán, 1996, p. 31). Diversos autores redundan en la misma idea (García, 2016; Yilmaz, 2018; Dyson–Huson y Alden, 1978): la territorialidad es una de las cuestiones fundamentales de la vida política que define la estrategia para ejercer el control en un escenario de conducta colectiva donde se dan situaciones de conflicto por los recursos y las personas. Aunque normalmente la unidad básica de análisis de la territorialidad pocas veces sobrepasa el ámbito institucional de lo estatal (Jordán, 1996), otro enfoque de la territorialidad es interpretar a esta como parte de la defensa de las identidades individuales y colectivas que se dan en grandes espacios no institucionalizados, como los espacios públicos, en cuya delimitación simbólica, política y jurídica se experimenta el mundo vital como un espacio seguro en el que tiene cabida el poderoso sentimiento personal, creador de comunidad, de estar en casa, de no ser un forastero en el lugar donde se encuentra el sujeto.
Por este camino es que resulta evidente la importancia que puede tener el proyecto político de ciudad educadora para la cuestión tratada. Esta propuesta oferta, precisamente, un nodo de aprehensión del espacio urbano que territorializa la ciudad en un paradigma de la diferencia identitaria que procura que todos puedan sentirse dueños del lugar donde habitan. Su objetivo es propiciar un ambiente urbano cuyas cualidades permiten al individuo actuar con seguridad, en tanto no está sujeto a demandas sociales de uniformidad identitaria que pueden interferir eventualmente con su actuación o amenazar su integridad psicológica o física. En la ciudad educadora se demanda constituir en los espacios urbanos indicadores de identidad diferenciada en forma de símbolos y signos —por ejemplo, configuraciones del espacio, hábitos o patrones conductuales de los ciudadanos, valores típicos, privilegios o derechos para todos, entre otros—, al que puede apelar el individuo no sólo para construir una imagen positiva de su identidad, en tanto sujeto vinculado emocional y jurídicamente con un espacio, sino también para que adopte hábitos de relación con aquellos que percibe como otros a partir de esa «ética de acogida» que promulgaba Enmanuel Levinas (Conesa, 2006, p. 227).
Y es ese precisamente el punto, las personas con alguna discapacidad portan signos insoslayables que los hace sujetos diferenciados con rostro ante el resto de la sociedad: «Los conceptos como accesibilidad e inclusión nacieron para responder a las necesidades de las personas que, por diferentes causas, no podían acceder al disfrute de algunos derechos generalizados para el resto» (Gómez, 2012, p. 82). Y para que ese disfrute de derechos sea real se requiere empoderar a los grupos que tienen necesidades específicas, posibilitarles un poder efectivo para habitar en la ciudad, permitirles que dejen su rastro en la ciudad física o imaginada o vivida por todos sus habitantes. Lo anterior se traduce en escenarios territorializados para ellos, temporal o permanentemente, con controles efectivos de esas poblaciones.
Desde esos espacios territorializados que definen la «pequeña colina» donde las poblaciones tradicionalmente marginadas disponen de un efectivo control social y político se pueden promover espacios de resistencias a modos de vida que los excluye, o a organizaciones sociales y culturales que no les brinda posibilidades. Desde esos espacios las personas con discapacidad no son humanos disminuidos, son educadores de la comunidad que pueden enseñar diversas cosas: una visión distinta del ritmo de la vida, definida en los tiempos actuales en la prisa; unos lenguajes distintos con los que opera la mayoría de la población; el descubrimiento de la importancia de otros sentidos —el gusto, el olfato o el tacto, por ejemplo—, minimizados por la prevalencia que tienen los habituales —el oído y la vista—; el desarrollo de una visión más real de la sociedad en que se habita, que incluyen personas con muchas diversas características y de una visión más real de la vida humana que cubre diversos momentos y diversas posibilidades (Gómez, 2012).
Ciudad Educadora como un modo de realización del proyecto ilustrado en nuestro contexto político, social y cultural suscita una actitud crítica hacia los a priori consolidados alrededor de la discapacidad humana y que han impedido que estas personas puedan convertirse en sujetos autónomos, capaces por ello de contribuir a la realización de una sociedad más libre, democrática y justa. No se trata entonces de favorecer movimientos de atención condescendiente hacia esta población; se trata de propugnar por movimientos políticos de transformación social que cambien modelos de vida que anulan aspectos del ejercicio ciudadano de los derechos de minorías excluidas pero muy presentes en el seno de la sociedad. En el marco de ciudad educadora, la discapacidad es causa política que defiende la diferencia local a través de movilizaciones sociales y exigencias, pero también a través de disposiciones urbanísticas, ofertas culturales diferenciadas, entre otros.
Desde esta perspectiva de la discapacidad, una ciudad es educadora si propicia o favorece procesos de transformación identitaria que obliga a todos los actores sociales a transcender el estatuto social que se les adjudica y que condena a algunos ciudadanos al lugar de lo insignificante. La discapacidad en nuestra época siempre ha supuesto la condición de lo subhumano (Gross, 2015; Jiménez y Ortega 2017), de un ser humano en el que la posibilidad de retorno de la inversión que hace la sociedad a ellos se piensa mucho menor de lo esperado o francamente en saldo negativo. Pues bien, con lo educador en la propuesta se apuesta básicamente por la capacidad que tendría el entorno urbano de transformar las fatalidades vinculadas a las identidades, de volverlas seculares, de enseñar que los recorridos existenciales que tienen todos los habitantes de una ciudad están más relacionados con la vida que se teje en comunidad que con destinos de exclusión social que la naturaleza fija para cada uno.
En la ciudad que es educadora se promueve una mentalidad de potencialidades más que de carencias, una mentalidad del cuidado y hospitalidad por el otro, no solo de la productividad económica. En lo educador de la propuesta se representa una manera de asumir los desafíos de la existencia que convierte las dificultades en oportunidades, que hace que identidades vinculadas con el fracaso pierdan esa condición y retornen idealmente como diferencia asumida por los sujetos.
A modo de conclusión
Es claro que en cada ciudad hay diferentes tipos de colectivos expuestos a situaciones de vulnerabilidad, pero son las personas con discapacidad un referente privilegiado de tales colectivos porque están omnipresentes en todo tipo de sociedad humana existente o por existir. Las personas con discapacidad pueden ser entonces un tipo de evaluador ideal de lo que son los proyectos políticos que se han propuesto para favorecer la integración y participación de todos quienes conforman una colectividad. En el marco de ciudad educadora se insiste en que se deben educar a las personas con discapacidad no sólo en las escuelas, sino también en todos los escenarios de la ciudad, para que sean efectivos ciudadanos responsables de su entorno, para que sean agentes políticos educadores que materialicen, hasta donde les resulta posible, la utopía de poder salir del destino de exclusión social en que estaban naturalmente condenados. La expectativa es quitar las limitaciones mentales e ideológicas que operan con enorme efectividad contra estos colectivos al inundar la ciudad con elementos que cuestionan los a priori de la discapacidad como minusvalía.
Ciudad educadora correspondería, para el caso en discusión, a una plataforma ideológica política que busca objetar las convicciones fatalistas que se aplican comúnmente con la discapacidad, propone un modo de habitar los espacios de la ciudad que dirige un mensaje de autonomía para las personas con capacidades diferenciadas. En última instancia, lo que ciudad educadora nos indica es que una ciudad no sólo enseña, también debe aprender, asimilando nuevas experiencias que propicien nuevos modos de relación social con otros. Eso es lo que implica la deconstrucción identitaria, un proceso social que se recrea ante todo en las ciudades, que impugna a los contextos sociales apresados por una ontología de lo humano estática y decidida para siempre en su historia, y a cambio propone una visión de la vida humana en lo urbano que se decide en el irse siendo. Es decir, que ante al fatalismo, sugiere la utopía de que la vida humana puede llegar a convertirse en otra cosa.
Notas
* Artículo producto de la estancia doctoral internacional en 2019 en el marco del proyecto de investigación Observatorio de inclusión, diversidad y discapacidad para el Pacífico colombiano, Facultad de Ciencias Humanas y Sociales, Universidad San Buenaventura, Cali.
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