ISSN (impreso) 0121–5167 / ISSN (en línea) 2462–8433

 

Artista invitada
Valentina González Henao
De la serie V Frankenstein
Fotografía estenopeica
2019

 

SECCIÓN GENERAL

 

Particularidades de la democracia, el multiculturalismo y el ecologismo en los dos ciclos progresistas de Latinoamérica y el Caribe, 1998–2022*

 

Particularities of Democracy, Multiculturalism and Environmentalism in the Two Progressive Cycles of Latin America and the Caribbean, 1998–2022

 

 

Juan Felipe Quintero Leguizamón1 (Colombia)

Jhosman Gerliud Barbosa Domínguez2 (Colombia)

 

1 Sociólogo. Magíster y doctor en Estudios Latinoamericanos. Docente de planta de la Universidad Colegio Mayor de Cundinamarca. Correo electrónico: jfquintero@unicolmayor.edu.co – Orcid 0000–0002–5896–8319

2 Historiador. Magíster en Estudios Latinoamericanos. Doctor en Economía Política del Desarrollo. Docente investigador de la Corporación Unificada Nacional de Educación Superior. Correo electrónico: jhosman_barbosa@cun.edu.co – Orcid 0000–0003–1684–5692 – Google Scholar https://scholar.google.com/citations?hl=es&user=DmtLvQcAAAAJ

 

Fecha de recepción: julio de 2023

Fecha de aprobación: octubre de 2023

 

Cómo citar este artículo: Quintero Leguizamón, Juan Felipe y Barbosa Domínguez, Jhosman Gerliud. (2024). Particularidades de la democracia, el multiculturalismo y el ecologismo en los dos ciclos progresistas de Latinoamérica y el Caribe, 1998–2022. Estudios Políticos (Universidad de Antioquia), 69. https://doi.org/10.17533/udea.espo.n69a05

 


Resumen

En este artículo se problematizan las perspectivas teóricas institucionales y críticas surgidas en América Latina y el Caribe en la era de los gobiernos progresistas alrededor del tema de la democracia y su articulación con el culturalismo y el ecologismo. En los últimos años estos temas han recobrado importancia, puesto que los movimientos ecoterritoriales con sus luchas por la autodeterminación de los pueblos y alrededor de la defensa del medio ambiente han situado nuevas demandas a los Estados nacionales. A partir de un ejercicio cualitativo, vinculado a la teoría crítica, particularmente la latinoamericana, el texto se ajusta a una división cronológica en dos ciclos que obedecen a patrones singulares: el primer ciclo progresista entre 1998 y 2014, y el segundo ciclo desde 2015 hasta 2022, acotado a un balance de la relación gobiernos progresistas–movimientos sociales, desde la continuidad de las prácticas estatales extractivistas y de la resistencia misma que encarnan el multiculturalismo y el ecologismo. Se concluye que la disputa por la democracia se refleja en las construcciones teóricas articuladas al ecologismo y el multiculturalismo, en las propuestas de los movimientos sociales y en los obstáculos que deben afrontar los procesos democráticos y los gobiernos progresistas.

Palabras clave: Teoría Política; Democracia; Institucionalismo; Progresismo; Multiculturalismo; Ecologismo.


Abstract

This article problematizes the institutional and critical theoretical perspectives that emerged in Latin America and the Caribbean in the era of progressive governments around the issue of democracy and its articulation with culturalism and environmentalism. In recent years these issues have regained importance, since eco–territorial movements with their struggles for the self–determination of peoples and around the defense of the environment have placed new demands on national States. Based on a qualitative exercise, linked to critical theory, particularly Latin American theory, the text adjusts to a chronological division into two cycles that obey singular patterns: the first progressive cycle between 1998 and 2014, and the second cycle from 2015 to 2022, limited to a balance of the relationship between progressive governments and social movements, from the continuity of extractivist state practices and the resistance itself that embody multiculturalism and environmentalism. It is concluded that the dispute for democracy is reflected in the theoretical constructions articulated to environmentalism and multiculturalism, in the proposals of social movements and in the obstacles that democratic processes and progressive governments must face.

Keywords: Political Theory; Democracy; Institutionalism; Progressivism; Multiculturalism; Environmentalism.


 

 

Introducción

América Latina y el Caribe ha tendido históricamente a financiarse mediante prácticas extractivistas de índole extensiva e intensiva, en los sectores de ganadería, agricultura no endémica ni alimenticia, o minero energética; prácticas de las que no estuvieron exentos los gobiernos denominados «progresistas» y que pese a tender mostrar responsabilidad por las externalidades de los procesos extractivistas y el fomento de la economía circular, no significó el fin de los choques con sectores populares y comunidades vinculadas a la tierra mediante el territorio. De ello emana el ecologismo como crítica a prácticas institucionales, indiferentemente del tipo ideológico político de los gobiernos.

Por otra parte, en el seno de los estudios críticos no existe un consenso sobre el significado de la democracia en donde esta exhibe matices no necesariamente excluyentes; es decir, la noción de democracia depende de las subjetividades colectivas y las experiencias concretas que han dado pie a lo que Boaventura de Sousa Santos y José Manuel Mendes (2017) han denominado las «demodiversidades».

Evelina Dagnino, Alberto Olvera y Aldo Panfichi (2007) mencionan una tensión entre dos proyectos distintos en confrontación: de un lado, el proyecto neoliberal y, por el otro, el proyecto democratizador impulsado por los movimientos sociales y las sociedades en movimiento. El proyecto neoliberal ha venido reconfigurando conceptos que surgieron en el seno de lo subalterno, pero vaciando su contenido emancipador. Es así como las agencias multilaterales, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y distintas organizaciones no gubernamentales (ONG) adoptan nuevos discursos:

Se trata de la revaloración del papel de la sociedad civil en la construcción de la democracia y de la gobernabilidad. Incluso en este ámbito hay distintos proyectos políticos subyacentes en un discurso aparentemente homogéneo, algunos más orientados a la democracia participativa, como forma de asegurar la gobernabilidad, y otros que apelan al predominio de lo técnico gerencial y a la despolitización expresa (p. 33).

En este ámbito, el proyecto neoliberal se ha apropiado de las demandas de vastos sectores sociales en torno a lo pluricultural y de la naturaleza, pero su mirada, lejos de incitar la transformación social, contribuye al mantenimiento del statu quo, es decir, al sostenimiento del capital, del racismo, el clasismo y, por supuesto, del androcentrismo y el antropocentrismo.

Las otras perspectivas son dos tendencias académicos–políticas que teorizan y reflexionan sobre la democracia participativa: la democracia participativa institucional y la democracia participativa radical. En la primera estarían ubicadas las apuestas teóricas que tienen como eje central la transformación de la sociedad por medio del Estado (Borón y García Linera citados en Arana, 2015, octubre 1.°), lo que implica una revalorización del papel de las organizaciones políticas y los caudillismos en el proceso. La segunda perspectiva corresponde a los procesos autonómicos que se han desplegado por la región y que pretenden reactivar el poder popular como ejercicio de la democracia. Autores como Massimo Modonesi (2019) y Raúl Zibechi y Decio Machado (2022) han realizado apuestas por la crítica al progresismo y una defensa de los proyectos autonomistas, o para quienes como Enrique Dussel (2012) y Boaventura de Sousa Santos (2003; 2016) la democracia debe recuperar sus dos perspectivas, esto es, una articulación entre la democracia participativa y representativa en torno al fortalecimiento del Estado desde el horizonte de la disolución del Estado.

 

1. Los ciclos progresistas

En América Latina y el Caribe se produjo —y continúa— el arribo de representantes de las demandas de movimientos sociales de larga data acumuladas y que no lograron —algunas de ellas— decantarse en asunciones gubernamentales de izquierda de tipo socialista durante el siglo XX, excepto en los casos de Cuba, Nicaragua y brevemente en Chile. Varios de los líderes que llegan al poder vienen de las luchas y resistencias obreras, campesinas, indígenas e insurgentes del siglo pasado. A continuación, se pueden observar los dos ciclos progresistas que pueden identificarse.

1.1 Ciclo 1998–2014

Aunque formalmente, como gobierno de una república dentro del marco institucional internacional, este ciclo se funda con el arribo de Hugo Chávez al poder en Venezuela en 1998. Es clave señalar que tras del fin del mundo bipolar en 1991 los grupos insurgentes, los movimientos políticos de izquierda, las guerrillas y los intelectuales —y por ende la literatura respecto a la promesa del socialismo como base de la transición a una sociedad comunista— perdieron a su mayor referente: la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). China en la década de 1980 ya había cambiado su modelo apalancado por el acuerdo Nixon–Mao de 1972, por lo cual la orfandad ideológica y programática para el arribo a un mundo no capitalista fue total en el sur global.

Esto obligó a cambiar esta referenciación externa en teorías y prácticas de tipo europeo, instando a los movimientos sociales y a los propios intelectuales a ahondar en alternativas de cambio en experiencias endémicas, ante el fracaso de los referentes europeos que llevó a una crisis existencial en la intelectualidad global y por ende, latinoamericana (Petras, 1990). Hacia 1994 en México, la consolidación del movimiento zapatista —que no era nuevo, pero que estuvo eclipsado por los referentes foráneos— comienza a ser un foco de atención y luego de su marcha hasta Zócalo de la Ciudad de México se posicionó como un referente de cambio. Esto mismo pasó luego con las tendencias milenarias de América el Sur, con el Sumak Kawsay, «buen vivir». El Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EMZLN) no tenía pretensiones de gobierno nacional, sino la reivindicación del territorio chiapaneco y su visión anticolonial, antieuropea y antiextractivista incluso se ha manifestado antagónica a los intentos de gobierno de Manuel López Obrador, realizando en 2006 la denominada «otra campaña». Ahora de presidente, el antagonismo continúa.

El fenómeno indigenista mexicano —en contraposición al esencialismo mexicano (Ferrero, 2016)— irrumpió como alternativa para un cambio con demandas propias de los movimientos sociales. El declive de teorías socialistas, marxistas y maoístas es atizado por el propio nuevo orden mundial de carácter unipolar, que en términos teóricos potenció el texto de Francis Fukuyama (1998), El fin de la historia y el último hombre. De esta manera, entre 1991 y 1998 sucedió un nuevo acumulado de fuerzas y recomposición de los sentidos, del telos de la causa anticapitalista.

En 1999 en Venezuela, el militar Hugo Chávez asumió como presidente constitucional por votación en el marco de las elecciones propias de la democracia liberal imperante. En la década de 1980 había intentado la toma de poder por vía golpe de Estado. En este sentido, el siglo xxi en Latinoamérica y el Caribe es fundado por el germen del cambio dado en Venezuela, que basado en su potencial petrolero —ergo, de divisas— apoyó otras iniciativas y desmarcó a la región, junto con Argentina y Bolivia, del Tratado de Libre Comercio (TLC) propuesto por Estados Unidos en 2004. Este periodo progresista encontró su auge entre 2008 y 2011 (Barbosa, 2017):

En 2008, los presidentes del ala denominada progresista eran: Cristina F. Kirchner de Argentina; Lula da Silva de Brasil; Evo Morales de Bolivia; Rafael Correa en Ecuador, Tabaré Vásquez en Uruguay; Fernando Lugo, Paraguay; Hugo Chávez, Venezuela; Michelle Bachelet, en Chile; Martín Torrijos, Panamá; Álvaro Colom, en Guatemala; Oscar Arias en Costa Rica; Daniel Ortega, Nicaragua; Manuel Celaya, en Honduras; Leonel Fernández en República Dominicana y Raúl Castro en Cuba Socialista. En Guyana, Bharrat Jagdeo también tuvo un carácter progresista. La Guyana Francesa contaba con Donal Ramotar, también de tendencia progresista. En Surinam, Ronald Venetian asumía su tercer mandato de corte progresista, anti militar y conciliador. Por otra parte, en el ala neoliberal se situaban, Colombia con Álvaro Uribe, Perú con Alán García, El Salvador con Elías Saca, Puerto Rico como se sabe, no cuenta con un presidente sino con un Gobernador en calidad de Estado libre asociado a EE. UU. que para 2008 era Luis Fortuño; en Haití, René Preval y en México Felipe Calderón (p. 30).

Este mapa político fue variando hacia 2014. Ya no sólo Estados Unidos volvió a ver hacia Latinoamérica y el Caribe como una zona donde perdía presencia al haberse concentrado en Medio Oriente y China, y al trasladar mecanismos desestabilizadores comprobados en la Europa del Este y África, como «revoluciones de colores», lawfare, sanciones de índole económico y diplomático; además, los procesos de Latinoamérica y el Caribe entraron en un punto de inflexión interna, atizado por el decrecimiento del auge de los commodities y una tensa relación entre los gobiernos progresistas y los movimientos sociales que en principio representaban y los habían llevado al poder (Brito y Gómez, 2022).

De esta forma, los gobiernos progresistas cayeron en la encrucijada: detener el desarrollo entendido en términos de crecimiento económico, coberturas de salud, educación e investigación —al estilo cepalino, con base en los rendimientos dados a lo largo de varios ciclos primario exportadores—, o promover modos de desarrollo endógeno regional con prioridad en la conservación de esos mismos recursos naturales y entrar en un ciclo de decrecimiento. Así, Javier Gómez (2013) señala:

1. ¿Hasta qué punto estos procesos están construyendo alternativas y transiciones más allá del capitalismo y más allá del desarrollo? [...]

2. ¿En qué medida las políticas sociales son redistributivas y rompen con el esquema neoliberal? [...] ¿Dónde se pueden identificar políticas que fomenten efectivamente el Buen Vivir/Vivir Bien? [...]

3. ¿En qué medida se ha profundizado la democracia más allá de la democracia representativa liberal? (p. XIX).

1.2 Ciclo 2015–2022

Lo anterior se decantó en un mapa político en donde el neoliberalismo copó el campo perdido mientras que el progresismo germinó en otras repúblicas o recuperó los espacios perdidos. En todo caso, el segundo ciclo no gozó de las facilidades del primero. Se pueden señalar algunas características y retos en este periodo: a) fin del auge de precios de commodities; b) inconformidad de los sectores sociales frente a las políticas de crecimiento económico, reflejadas en la persistencia en la explotación primaria exportadora; c) fortalecimiento y proliferación de los matices centristas de tipo ecologista, como los denominados «verdes», así como reivindicaciones de tipo diferencial, tales como de género, étnicas y de juventudes vinculadas a nuevas formas de percibir el trabajo y su lugar en la sociedad; d) recomposición del mundo del trabajo, particularmente, en la pandemia y pospandemia, lo que implicó una reconfiguración de los tiempos y espacios laborales, así como de los derechos laborales; e) nacimiento de tendencias ahistóricas, revisionistas y refundadoras de la historia, y las herencias de las doctrinas de izquierda del siglo XX mediante la simplificaron de todo el acervo teórico y práctico de estas, por ejemplo, la «generación woke».

Detengámonos un momento en esta parte. Nos referimos al revisionismo histórico en el sentido negativo de una rescritura histórica con un uso acomodaticio de fuentes y evidencias fácticas comprobadas, tales como negar que en el triunfo de los Aliados contra el fascismo y en nazismo la Unión Soviética era antinazi y que el frente oriental fue de una importancia relevante para tal hazaña. Esto se ve en la demolición de monumentos en gratitud al Ejército Rojo o la reescritura de libros escolares de historia en la actual Ucrania. Se trata del movimiento woke como correlato del revisionismo, en tanto se le adjudica una reclamación de derechos particulares en torno a la identidad y la autopercepción. La simplificación de toda reclamación como socialista, comunista o marxista lleva como apellido «woke» para decir que es una forma moderna de estas. Lejos de esto, Rafael Alvira (2022) señala:

Por tanto, género, feminismo, «woke» y transhumanismo —que nos promete superar incluso la muerte—, responden de forma lógica a las coordenadas de la modernidad democrática. Es la capacidad tecnológica humana la que por fin va a permitir a cada uno configurar su vida como le dé la gana. Aquí la clave no es ya el servicio mutuo, el mutuo enriquecimiento en lo común, sino la fuerza desencadenada de mi «libre voluntad» (p. 79).

Como se puede ver, lejos de ser una práctica comunitaria, colectiva, como lo desarrollan los planteamientos de izquierda, léase marxistas, comunistas y socialistas, las tendencias woke exacerban el individualismo, creando microderechos.

Durante este corte, ante la muerte de Chávez asumió la Presidencia de Venezuela Nicolás Maduro Moros. Rafel Correa en Ecuador salió tras dos periodos presidenciales y ascendió Lenin Moreno, que giró hacia el neoliberalismo y se iniciaron nuevas demandas campesinas e indígenas —que también adoleció Correa durante sus mandatos—. En México triunfó luego de dos intentos fallidos Andrés Manuel López Obrador, hecho estratégico para el progresismo por el tamaño de la economía mexicana. Dilma Ruself en Brasil fue derrocada mediante lawfare y Lula Da Silva pasó de estar preso por acusaciones de corrupción a ser presidente de Brasil por tercera vez, dejando atrás al gobierno neoliberal de Jair Bolsonaro. Evo Morales en Bolivia ganó las elecciones para un tercer mandato y fue expulsado mediante un golpe de Estado militar y revolución de colores, lo que se cobró varias víctimas, hasta que un año después en elecciones anticipadas ganó Luis Arce Catacora por el partido Movimiento al Socialismo (MAS), el cual aglutinó diversos sectores populares que también apoyaron a Evo. En Paraguay y Uruguay se perdió la línea progresista, al igual que en El Salvador. En Argentina, luego de Mauricio Macri, neoliberal, ascendió Alberto Fernández de la mano política de Cristina Fernández de Kissner. Gabriel Boric asumió el poder en Chile, como expresión de un movimiento que logró una asamblea constituyente para modificar los rezagos de la constitución pinochetista de la década de 1980. No sin generar reservas respecto a su identidad progresista, Perú dio un cambio inusitado al llevar al poder a Pedro Castillo, declarado marxista, puesto preso luego de un gobierno atropellado por la oposición neoliberal y el pálido respaldo desde sus propias toldas programáticas. En Honduras, país que sufrió un golpe de Estado a Manuel Zelaya, arribó Xiomara Castro. Poco después Colombia se sumó al bloque progresista con el arribo de Gustavo Petro.

En resumen, los dos ciclos progresistas que enmarcan un largo periodo 1998–2022 expresan la esperanza del cambio desde los sectores sociales que al fin se sienten representados en la democracia liberal de tipo occidental y a la vez encarnan el desencantamiento de esta ante la continuidad propuesta por sus representantes que, una vez en el poder, enfrentan el peso de la estructura heredada en el marco de una economía mundializada y en el contexto de una transición hegemónica de la unipolaridad occidental a una multipolaridad en donde China y la Federación de Rusia se posicionan en el sur global. Este hecho juega a favor de las tendencias progresistas, nacionalistas y soberanistas que retan a Estados Unidos como consuetudinario regente del orden regional en Latinoamérica y el Caribe (Brito y Gómez, 2022).

 

2. Democracia y multiculturalismo

Es importante situar la discusión sobre el multiculturalismo, puesto que este concepto es uno de los ejes de análisis en su articulación con la democracia. Para el liberalismo, el multiculturalismo parte de la política del reconocimiento ante siglos de asimilacionismo cultural y racismo por parte de las élites hegemónicas sobre los grupos aborígenes y afrodescendientes. La respuesta del liberalismo es la del enfoque diferencial, el cual garantiza que las «minorías» tengan derechos diferenciados de la cultura hegemónica. De acuerdo con Charles Taylor (2009): «así como todos deben tener derechos civiles iguales e igual derecho al voto, cualesquiera que sean su raza y su cultura, así también todos deben disfrutar de la suposición de que su cultura tradicional tiene un valor» (p. 110).

No obstante, para el enfoque decolonial, el multiculturalismo termina sirviendo a los intereses de la tecnocracia neoliberal, porque encapsula las demandas de los grupos subalternos. El interculturalismo decolonial apunta a la estructura de las relaciones de poder, saber y ser que mantiene y oculta la democracia liberal. Es así como María Lugones (2005) denomina «radical» al multiculturalismo que «contrasta con las versiones del multiculturalismo que han servido de máscaras para el monoculturalismo eurocéntrico» (p. 71).

Con la transición hacia la democracia de las décadas de 1980 y 1990 en varios países de América Latina, y la creación de constituciones multiculturales (Gargarella, 2015) desde 1991, el continente inauguró un nuevo periodo en su historia. Las nuevas constituciones reconocieron la «diversidad» de pueblos —indígenas y afro— y la ampliación del derecho a la ciudadanía a extensas capas de la población, con ello el mito de la nación fue reelaborado.

La perspectiva institucional de la democracia, a tono con las perspectivas multiculturales de las nuevas constituciones, reconoció las identidades de las «minorías» en un doble ámbito: desde la representación política y el reconocimiento de «ciertos» derechos culturales. Si por un lado los estudios sobre la democracia desde una mirada crítica contienen algunos elementos que problematizan la relación entre democracia y multiculturalismo, la mirada institucional hace énfasis en la legislación como respuesta a las demandas de las «minorías» políticas y sociales. En este sentido, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD, 2004) plantea que:

A su vez, se han producido importantes avances en la protección de los derechos de los indígenas. Varias constituciones —especialmente las de países con numerosas poblaciones indígenas como Bolivia, Ecuador, Guatemala y Perú— reconocieron el carácter multinacional y pluriétnico de sus sociedades. En otros casos, como Brasil y Colombia, también hubo una expansión de los derechos de los indígenas. Sin embargo, en la mayoría de los países, los derechos constitucionalmente reconocidos a los pueblos indígenas distan de haber sido implementados mediante adecuada legislación y jurisprudencia, y las lenguas indígenas siguen sin ser reconocidas como idiomas oficiales por los respectivos Estados (p. 104).

En la perspectiva institucional, la inclusión de los grupos subordinados al Estado nación implica la ampliación de derechos a través de la legislación y, por lo tanto, un fortalecimiento y avance en términos democráticos. Esta mirada institucional analiza y entiende el género de la misma manera que el multiculturalismo. Todo avance en términos legislativos y de participación dentro del sistema político ya construido y diseñado es un avance democrático. Sin embargo, existen miradas como la de la Organización de Estados Americanos (OEA, 2011) que muestran interés por otro tipo de variables y elementos que no siempre son estudiados:

A la vez que representa un significativo desarrollo democrático, la cada vez mayor participación política de la mujer no deja de plantear algunos obstáculos inherentes a su condición; entre ellos destaca el de saber hasta qué punto se hallan en posibilidad de acceder a los mismos recursos económicos que acompañan la actividad política de los hombres (p. 50).

El interés primordial de las instituciones multilaterales es que las mujeres ingresen al sistema democrático y que exista una equidad de género: «ha mejorado la normativa que permite la discriminación positiva de género para acceder a cargos representativos» (ONU, p. 177). Sin embargo, en el caso del PNUD (2004) se agregan nuevos elementos de análisis, ahora en relación con el mercado laboral y las desigualdades globales en esta materia:

Con respecto a las mujeres, en la región ha ocurrido un proceso generalizado de lenta equiparación con los hombres. Se nota una gradual incorporación de las mujeres al mercado de trabajo —de un 28,8 por ciento en 1990 a un 33,9 por ciento en 2000— y una reducción de la disparidad de ingresos con respecto a los hombres. Pero estos mismos datos indican que la participación laboral femenina sigue siendo relativamente baja y que las mujeres tienen, en promedio, ingresos sustancialmente menores que los hombres (p. 106).

No obstante, la mirada institucional sobre la democracia olvida las reivindicaciones sustanciales de las «minorías» a la hora de pensar la democracia. Su mirada desconoce las reivindicaciones que cuestionan el modelo económico, social, político y cultural centrado en el androcentrismo y el capitalismo como formas de dominación cultural y política (Hernández, 2017):

El principio de respeto a la tierra no sólo como un recurso para la sobrevivencia o la mercantilización, sino como una Madre a la que hay que respetar y como un territorio del que los seres humanos no son dueños, sino parte integral, resulta fundamental en este momento de desarrollo capitalista caracterizado por la acumulación por desposesión (p. 36).

Desde las perspectivas críticas, además del territorio, se plantea el concepto de comunidad; retomado por mujeres indígenas organizadas para confrontar el individualismo y mercantilismo de los Estados neoliberales. Su discurso se centra como crítica hacia la violencia epistémica, hacía la idea de progreso y democracia liberal que han sido universalizadas como la única manera de entender la justicia social, es decir, que reclaman un mundo donde la justicia y la emancipación son reivindicaciones que posibilitan el ser y habitar el mundo.

Las mujeres indígenas, asimismo, cuestionan la violencia de género y la violencia de Estado que atenta contra la dignidad de la vida y desestabiliza la integralidad de las relaciones comunitarias, reconociendo las luchas políticas de los pueblos indígenas por sus derechos y en contra de las políticas desarrollistas que en nombre del «progreso» justifican el despojo de las comunidades y la destrucción de sus recursos naturales.

Ahora bien, en el caso de lo étnico, la política de inclusión se tradujo en el derecho de las minorías siempre y cuando lograran integrarse en los Estado–nación. El mito de la nación, para el caso latinoamericano, significó la subordinación, la esencialización o la eliminación de las identidades no blancas para la construcción del Estado–nación. En cada Estado–nación este mito fue reelaborado según las disputas políticas, económicas y sociales del momento.

Parafraseando Maristella Svampa (2016), en el caso argentino la condición para que el mito nación fuera posible consistió en la eliminación de todo rastro indígena y negro, en un proceso de exterminio. Sin embargo, para el caso peruano la exaltación del inca como elemento que aglutinaba a la élite cusqueña en disputa con las otras élites regionales servía de símbolo para un proyecto político basado en la inserción de la modernidad occidental. La democracia de Latinoamérica desde 1990 reconoció la historia de los pueblos indígenas y afrodescendientes, así como la inclusión de esta en el mito y la historia de la nación sin cuestionar o problematizar al mito fundacional republicano, como se aprecia en los casos de Colombia y Perú.

Producto de estas dinámicas, el multiculturalismo ha tenido un extenso debate entre esencialismo e identidad política, entre el reconocimiento político y la folclorización política, entre el mito del Estado–nación y el relato respecto a «lo nacional» de los subordinados. Esta disputa es analizada por Luis Tapia Mealla en una entrevista realizada por Marianela Díaz (2011, octubre 17) con el concepto de multisocietal: «Se trata de un término que derivo de la noción de formación social abigarrada de René Zavaleta que, básicamente, consiste en pensar en la sobreposición desarticulada de varios tipos de sociedad, lo que implica varios tiempos históricos, modos de producción, lenguas y formas de gobierno, entre otros factores» (p. 2).

En este sentido, nuevamente para Luis Tapia Mealla agrega que el multiculturalismo debe problematizarse, puesto que:

Lo multisocietal implica una complejidad y diferenciación mayor; no todo lo multicultural es multisocietal. De hecho, la multiculturalidad que enfrentan los Estados Unidos y gran parte de Europa no es multisocietal. Sin embargo, en algunos márgenes sí lo es, como en el caso de los pueblos nativos de los Estados Unidos, donde se da cierto grado de abigarramiento. De cualquier forma, se trata de otro tipo de multiculturalidad, que tiene que ver con la diversidad lingüística y la identidad cultural, pero no hay estructuras paralelas de gobierno (Díaz, 2011, octubre 17, p. 3).

En América Latina las políticas multiculturalistas han sido cuestionadas dado su enfoque claramente etnicista y esencialista. En un primer momento, el giro multiculturalista significó que las comunidades —movimientos comunitarios— que durante siglos han exigido sus derechos y particularidades fueran reconocidas dentro del Estado, lo que produjo que celebraran las constituciones multiculturales de la región. No obstante, los límites del proyecto multicultural se expresan en el vaciamiento de contenido político y cultural de las comunidades y las coloca en función del mercado. De hecho, se aprecia una atomización de la suma de reivindicaciones de damnificados en sus derechos y, por ende, el desenfoque respecto del problema nodal que amenaza a los diversos movimientos y actores sociales, es decir, el capitalismo en sus más agresivas expresiones: el neoliberalismo y el totalitarismo.

La amplitud de derechos por parte de la constitución y el reconocimiento de la diversidad cultural supuso que a ciertos grupos se les caracterizara como comunidades portadoras de una «diferencia cultural» con unos «rasgos diferenciables» del resto de grupos dentro del Estado–nación y que están ubicados en «territorios específicos» que garantizaran la «conservación ambiental» (Restrepo, 2013). Por lo tanto, estos grupos —indígenas y afro— son sometidos a una esencialización, dado que se les considera que conviven con la naturaleza, que son portadores de sabiduría, pero que no pueden ser una civilización o un modelo de sociedad porque no son modernos. Esto implica utilizar lo indígena y lo afro como elementos que amplían la narrativa del Estado–nación, pero que a su vez la constriñe.

La «etnización» de comunidades que otrora eran denominadas como salvajes, primitivas o se les clasificaba como campesinado supuso reconocer, por un lado, que sus prácticas eran colectivas, que su racionalidad económica no tenía como fin el mercado y que todo proyecto de desarrollo que tuviese dichas características estaba condenado al fracaso; sin embargo, la cultura de las comunidades era vendida en el mercado extranjero sin que sus horizontes de vida fueran respetados. Por otro lado, suponía esencializar a las comunidades indígenas y afro de la región para contener o reestructurar el mito fundador de la nación. Esto quiere decir, folclorizar las identidades indígenas y afro, y a la vez introducirlas en la historia colonial de cada Estado–nación sin modificar la historia oficial. Lo anterior está indudablemente articulado a una reestructuración política, nacional y global que convierte en actores políticos a grupos subordinados para actualizar el panorama político de la región y de este modo convertirlos en capital político.

En este marco, Silvia Rivera Cusicanqui (2014) plantea el concepto de «etnicismo estratégico» para analizar el gobierno de Evo Morales. En este sentido, plantea la utilización de los proyectos indígenas como un imaginario desposeído:

Al tropezar con la férrea decisión de los estados de fortalecer su poder regulatorio y su primacía en la gestión del desarrollo, la etnicidad como estrategia política ha mostrado sus límites en ambos sentidos. Lo ha hecho desde el estado y desde el movimiento indígena. En el primer caso, la hegemonía de la nación y de la «identidad nacional» va paralela a la vigencia de formas coloniales de despojo y apropiación de recursos. Todo ello ha podido ser encubierto con un discurso esencialista no exento de voluntarismo ultraizquierdista, en el que se combinan de modo perverso el nacionalismo, la indianidad emblemática convertida en uniforme, y un anti–imperialismo de papel que cede soberanía a poderes diversos encubriéndolos con una edulcorada retórica pachamámica. Es un discurso que no admite pluralidad alguna y acaba por negar toda posibilidad de autorrepresentación a Ixs sujetxs [sic] indígenas confederados y los excluye del debate cultural y político que las sociedades indígenas demandan (pp. 53–53).

Hacer uso de conceptos «indígenas» para construir un modelo civilizatorio alternativo solo en términos discursivos implica el esencialismo y la recolonización de lo «indígena», ahora en nombre de la «descolonización». Los hechos muestran que Evo Morales y varios gobiernos de América Latina han utilizado y celebrado mecanismos de extracción de recursos naturales en la región, aunque discursivamente utilicen el Sumak Kawsay para presentarse como gobiernos alternativos a la crisis civilizatoria (Gudynas, 2016, pp. 156–159). Es por ello que la contradicción entre ampliación de derechos, esencialismo, democracia y ciudadanía coloca en cuestión a los gobiernos de la región y su recolonización discursiva y práctica en nombre de un proyecto «alternativo»: «Charles Hale (2002) popularizó el concepto de multiculturalismo neoliberal para referirse a los usos que los estados neoliberales han hecho de las políticas del reconocimiento multicultural, como una estrategia para silenciar o desplazar demandas más radicales del movimiento indígena» (Hernández, 2017, p. 27).

El nuevo constitucionalismo latinoamericano que surge de los movimientos sociales, indígenas, afrodescendientes y de otros sectores de la sociedad reconoce que el Estado–nación es androcéntrico, eurocéntrico y capitalista, y que en las relaciones económico–políticas los proyectos no giraron hacia otro tipo de modelo civilizatorio, sino que, por el contrario, lo hicieron hacia prácticas renovadas de extractivismo intentando mejorar con base en una responsabilidad estatal que asume la externalización de gastos que no eran responsabilidad contractual de las empresas privadas, por ejemplo, la reforestación, el cuidado de los afluentes y el agua potable para animales, plantas y comunidades.

Aunque también se ha intentado impulsar economías circulares que fueran responsables con la naturaleza, pero al no comprender o representar las líneas los puntos basales de los proyectos civilizatorios de indígenas y afrodescendientes de cada país tuvieron como reacción de estos grupos la oposición a los proyectos políticos que una vez los habían llevado al poder. De esta situación se pueden apreciar alianzas con antiguos opositores o visiones conservadoras, o las líneas centristas de centro–izquierda, centro–derecha y los verdes (Zibechi, 2006, p. 7).

Los gobiernos progresistas a comienzos del siglo xxi articularon las demandas de las comunidades indígenas y reafirmaron los Estados al denominarlos plurinacionales; no obstante, dichos proyectos cayeron en la recolonización en nombre de proyectos alternativos, pues la matriz extractivista no desapareció y, por el contrario, acentuó la lógica productivista:

También es necesario abordar las prácticas políticas de nueva manera, ya que los extractivismos se sostienen bajo condiciones muy particulares. En efecto, al ser defendidos tanto por derecha como por izquierda, y más allá de sus diferentes instrumentalizaciones, buena parte de los actores políticos los legitiman y generan las condiciones que los hacen viables (Gudynas, 2015, p. 431).

En el caso brasileño, el mito de la democracia racial como una forma de ocultar el racismo institucional denota claramente que el multiculturalismo en Latinoamérica es un dispositivo tan efectivo y potente como el mestizaje (Segato, 2010; 2013). En este marco, es importante utilizar categorías de análisis que permitan comprender las dinámicas de los gobiernos latinoamericanos y sus diferentes formas de construir el proyecto multicultural nacional y su relación con el extractivismo.

El marco analítico con el que Santos (2014) estudia la crisis civilizatoria y la respuesta de los movimientos sociales a esta crisis plantea que hay que distinguir entre soluciones institucionales y soluciones extrainstitucionales:

Las primeras son las que tienen lugar en el ámbito del sistema político vigente y de las instituciones administrativas del Estado sin alterar su normal funcionamiento. Las segundas desafían el marco institucional existente, operan por fuera de él con el objetivo de transformarlo profundamente o apenas de forzarlo a tomar medidas que de otro modo no tomaría. En este último caso, las soluciones extrainstitucionales son un híbrido entre lo institucional y lo no institucional y tal vez fuera mejor llamarlas para–institucionales (p. 39).

Los gobiernos de la región han recurrido en los últimos años a soluciones institucionales, utilizando en diferentes momentos y con diferentes intensidades, el multiculturalismo como herramienta para proteger el sistema institucional y no provocar grandes cambios estructurales en el sistema. La creación de partidos indígenas o movimientos que tengan personería jurídica para participar dentro del sistema político y de esta manera validar la democracia representativa o la creación de agendas propias para las «minorías» políticas —movimiento LGBTI, indígenas, afro, mujeres— son mecanismos que utilizan los gobiernos de la región como estrategia que contiene las demandas más radicales de estos movimientos. En este sentido, se han utilizado los mecanismos institucionales y extrainstitucionales para la gestión del conflicto, como se puede evidenciar en el caso venezolano, en donde el gobierno de Hugo Chávez Frías (1999–2013) planteó reformas institucionales profundas y promovió salidas extrainstitucionales, como lo son el poder comunal, como una propuesta de construir comunidades y de devolver el poder, en términos de gestión de la vida de la comunidad.

Es importante mencionar que los gobiernos, progresistas o no, populistas o no, de derecha o no, utilizan el multiculturalismo como una herramienta política que se inscribe en el proyecto civilizador. Por ello, la propuesta de la decolonialidad parte de un reconocimiento de las distintas naciones que cohabitan en el Estado y que pueden convivir en una sociedad multisocietal, en donde los pueblos puedan autogobernarse y relacionarse con otros pueblos sobre la base del respeto y del reconocimiento, tal y como lo afirma Luis Tapia Mealla (Díaz, 2011, octubre 17):

Democracia multicultural, en términos de un proceso de descolonización, implicaría, sobre todo, avanzar en la instauración de formas de mayor igualdad entre diferentes pueblos y culturas, pero no en relación con el patrón preexistente dominante (que es el de la igualdad en términos de libertades y derechos individuales), sino en la descolonización bajo el tipo de condición multisocietal, que es la que existe en Bolivia. Implica tratar de igualar las formas de autogobierno. Mientras esto no ocurra, y sólo se les reconozca jerárquicamente, la gente que forma parte de otras culturas va a seguir siendo discriminada, porque se reconocerían sus formas de autogobierno asumiendo que no sirven para gobernar el país, por lo que se seguirían considerando culturas «inferiores» (p. 5).

Es relevante desde una práctica dialéctica de la exposición de argumentos señalar que los gobiernos progresistas de los dos ciclos aquí denotados se ven no sólo como cuerpos institucionales puestos a gobernar para quienes mayoritariamente los pusieron en el papel de liderazgo de cada Estado–nación; además, nunca tales Estados mutaron la piel ni la esencia capitalista que heredaron, sino que debían representar al sector empresarial, mercantil, bursátil y comunicacional —como expresión desestabilizadora de los poderes fácticos dentro del Estado abyecto al capitalismo— porque los gobiernos una vez en el poder, en la democracia occidental liberal, se deben a todas las esferas y dimensiones del cuerpo político, social, económico y cultural.

El progresismo, si bien llega con el ánimo de gobernar para las mayorías enfrenta de facto las mediaciones reales de poder dentro del Estado, lo que les distancia de las revoluciones socialistas del siglo XX, como la cubana, que en verdad efectuó la reforma mediante la revolución, en primera instancia, armada y que devino en revolución cultural y política. Los progresismos, negociando con las élites e incluso más con las castas militares de abolengo que siguen con lupa el comportamiento político de estos gobiernos, apelan más a una revolución a través de reformas. El progresismo no es el Estado de los que los eligieron como mayorías, es el escenario de disputa entre la reacción y una pálida idea revolucionaria heredada de las reivindicaciones socialistas y comunistas del siglo xx. De otra parte, y no menos importante, las ejemplarizantes sanciones a Cuba, Corea del Norte y Venezuela de tipo socialista y a Irán o la Federación de Rusia de tipo capitalista son como cráneos en estacas que alertan de la suerte a correr en caso de radicalizar las reformas.

 

3. Democracia y ecologismo

Este es uno de los ejes olvidados en los estudios sobre la democracia por parte de organismos como la Organización de Estados Americanos, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, pues al asignar a la democracia la función de procedimiento electoral se le reduce a una definición cuasi instrumental y si bien hay desarrollos posteriores que vinculan nuevas perspectivas democráticas con relación a la justicia social, poco o nada mencionan los problemas ecológicos y cómo la democracia debería abordarlos. Escasamente se refieren de un desarrollo sustentable en el cual no se deben comprometer los recursos de otras generaciones, pero igualmente mencionan que deben sustentarse en la articulación del mercado mundial.

En ciertos documentos mencionan que los recursos naturales son esenciales para la inserción en la economía mundial y el desarrollo,1 aunque también aclaran que debería añadirse valor agregado a dichas materias primas que conduzcan a la diversificación productiva, tal y como lo sostiene la OEA:

La internacionalización de nuestras economías hace de los recursos naturales factores esenciales de nuestro desarrollo, sea que los enfoquemos como elementos de exportación directa o, sobre todo, si aceptamos el desafío de incorporar mayores valores agregados al procesamiento de los mismos [sic]. La creciente valoración de las materias primas en los últimos años ha acentuado el carácter estratégico de las actividades económicas vinculadas a los recursos naturales (Galilea, 2008, p. 48).

La perspectiva institucional mantiene una mirada instrumental sobre la naturaleza al asignarle una función de valor de cambio que refuerza la asimetría entre las naciones desarrolladas y las que se encuentran en «vía de desarrollo». La apuesta institucional pretende por la vía de la mercantilización de la naturaleza alcanzar el desarrollo de los países latinoamericanos. No obstante, este proyecto sustentado en la agroexportación esconde un patrón de acumulación por desposesión sobre los territorios de comunidades indígenas y campesinos, además de que ignora la maldición de la riqueza de los recursos naturales denunciada por Eduardo Galeano (2003):

Desterrados en su propia tierra, condenados al éxodo eterno, los indígenas de América Latina fueron empujados hacia las zonas más pobres, las montañas áridas o el fondo de los desiertos, a medida que se extendía la frontera de la civilización dominante. Los indios han padecido y padecen —síntesis del drama de toda América Latina— la maldición de su propia riqueza (p. 69).

Así, la solución que ofrece la corriente institucionalista al «subdesarrollo» es garantizar la dependencia de la exportación de los mercados internacionales. La respuesta al calentamiento global es explotar a la naturaleza, pero de una forma más eficiente en términos de las nuevas tendencias y demandas de los cánones europeos y estadounidense, como las normas sanitarias, los cumplimientos —aparentes— frente a emisiones de carbono, entre otras. No quedaría otra alternativa en los proyectos institucionalistas que seguir exportando, pero diversificando la producción.

Por su parte, la postura de los gobiernos progresistas en relación con el modelo económico y ecológico han sostenido que existen grandes dificultades para desarrollar una alternativa económica y ecológica que no pasen por el capitalismo en esta etapa histórica. De esta manera, las alternativas al neoliberalismo deberían partir de un principio factico o de la real politik., configurándose así la imposibilidad de romper con el capitalismo, pero sí de superar el neoliberalismo.

De allí que en las condiciones actuales, sostienen los intelectuales cercanos a los gobiernos progresistas, no es posible romper con la división internacional del trabajo, ni socializar los medios de producción en los trabajadores porque «no existe decreto que pueda sustituir el largo aprendizaje de masas y que ningún voluntarismo gubernamental reemplaza la fuerza de la realidad capitalista mundial» (García, 2020 p. 206).

Los defensores de los gobiernos progresistas cuestionan las perspectivas teóricas que pretenden transformaciones radicales en torno a la estructura del sistema en la política, la economía y la cultura sin atender la historia de profundas desigualdades. En este sentido, postulan transiciones que conduzcan a un proceso de transformación revolucionario con tiempos largos, tal y como sostiene Álvaro García Linera en torno al capitalismo andino–amazónico:

Creo que el concepto de capitalismo andino–amazónico ha resistido su prueba de fuego y lo considero un concepto teóricamente honesto y comprensivo de lo que puede hacerse hoy. No le hace concesiones a los radicalismos idealistas con los que se ha querido leer el proceso actual, estilo James Petras, porque interpreta la posibilidad de las transformaciones en Bolivia no a partir del deseo ni de la sola voluntad. El socialismo no se construye por decreto ni por deseo, se construye por el movimiento real de la sociedad. Y lo que ahora está pasando en Bolivia es un desarrollo particular en el ámbito de un desarrollo general del capitalismo (Svampa, y Stefanoni, 2007, p. 154).

Adscritos a esta corriente o cercanos a ella se encuentran Atilio Borón y Álvaro García Linera (Arana, 2015, octubre 1.°), para quienes los gobiernos progresistas habrían fortalecido la democracia, ya que habrían ampliado la participación a los sectores sociales hasta ahora excluidos —indígenas, obreros o pobladores de barrios suburbanos—, así como habrían reducido las desigualdades ostensiblemente, aunque fuera con base en el extractivismo. Estos autores defienden la necesidad de eliminar la pobreza por medio de la nacionalización de empresas dedicadas a la explotación de los recursos naturales, por eso en el Encuentro Latinoamericano Progresista realizado en Quito, Ecuador:

Ambos conferencistas se refirieron a las críticas al «modelo extractivista». Borón dijo que es una «irresponsabilidad gigantesca» exigirles a los gobiernos progresistas que no toquen los recursos naturales. Se preguntó de qué otra manera se puede alimentar a la población de países con gran crecimiento demográfico, como Ecuador y Bolivia. García Linera se refirió a la «tensión entre la generación de bienestar económico y la protección de la Madre Tierra». Explicó que el extractivismo en Bolivia lleva casi 450 años, desde la explotación minera en Potosí (iniciada en 1570). Agregó que junto a esa herencia hay que resaltar la pobreza de la región, una de las más desiguales del planeta (Arana, 2015, octubre 1.°).

Para quienes analizan y apoyan los gobiernos progresistas habría que reconocer que estos buscaron refundar el Estado, «parten fuera de los límites estrictos de la institucionalidad, llegan a una solución política y, sin embargo, no tratan de transformar la sociedad con el Estado existente: buscan refundar el Estado alrededor de la esfera pública, de su democratización conforme a las características del país, multicultural, multiétnico, etc.» (Sader, 2008, p. 21). La refundación del Estado posibilita la refundación de una democracia social, afianzada en la politización de las comunidades y en la creación de vínculos sociales.

Por ello, el Estado cumpliría una función vital en los ciclos de cambio en América Latina, serían el soporte que permite los procesos de redistribución de la riqueza, nacionalizar las empresas y, en tal sentido, recuperar los bienes comunes en manos de lo público, y en última instancia y no menos importante, la fuerza que permite a los gobiernos progresistas derrotar las intervenciones imperialistas y el ascenso violento de las derechas reaccionarias; por ello, Atilio Borón y Paula Klachko (2016, septiembre 24), cuestionando a Maristella Svampa y a Massimo Modonesi acerca de los procesos autonómicos, afirman que: «Leyendo a nuestros autores y a otros tributarios de una perspectiva política semejante parecería que bastara con que los sujetos sociales invoquen un difuso horizonte emancipatorio para que las murallas del capitalismo y el imperialismo se derrumben ante la potencia revolucionaria de su discurso».

Ahora bien, la corriente ligada a los procesos ecoterritoriales y autonomistas, partiendo de la problemática del calentamiento global, de la crisis sistémica provocada por el consumo, el mercado y la explotación de la naturaleza los condujo a una crítica en torno al modelo de desarrollo basado en el productivismo y el desarrollismo, crítica sustentada en el desarrollo como patrón hegemónico de la modernidad cultural, la cual se puede ver en Arturo Escobar (2014a), Vandana Shiva (1988), Iván Illich (2015). Para la corriente autonomista, «los populismos latinoamericanos no sólo conservan una matriz productivista propia de la modernidad hegemónica, sino que han venido llevando a cabo una política estado–céntrica de consolidación del extractivismo» (Svampa, 2016, p. 456).

La relación de dependencia se mantiene en los gobiernos progresistas, lo que a su vez asienta el estado–centrismo e imposibilita repensar el desarrollo desde otras ópticas. La visión de desarrollo centrada en la explotación de la naturaleza afirma una riqueza parasitaria, estimula el consumo banal, refuerza las relaciones clientelares y concentra la riqueza en pocas manos (Acosta, 2010):

En síntesis, la dependencia de recursos naturales no renovables en muchas ocasiones consolida gobiernos caudillistas, incluso autoritarios, debido a los siguientes factores:

– instituciones del Estado demasiado débiles para hacer respetar las normas y ser capaces de fiscalizar las acciones gubernamentales;

– ausencia de reglas y de transparencia, que alienta la discrecionalidad en el manejo de los recursos públicos y los bienes comunes;

– conflicto distributivo por las rentas entre grupos de poder, lo que —a la larga, al consolidar el rentismo y patrimonialismo— disminuye la inversión y las tasas de crecimiento económico;

– políticas cortoplacistas y poco planificadas de los gobiernos;

– ilusión de riqueza fácil derivada de la explotación y exportación masiva de recursos naturales, incorporada como un ADN en amplios segmentos de la Sociedad y los gobiernos (p. 56).

Las democracias latinoamericanas bajo la impronta progresista, así como de los gobiernos neoliberales, mantienen la misma tendencia, a saber: la inserción en el mercado mundial sobre la base de la venta de los recursos naturales. En este proceso mundializado, la naturaleza es un instrumento más para alimentar el crecimiento económico:

La globalización actual promueve un estilo de desarrollo que va en contra de los objetivos planteados para la sustentabilidad tanto fuerte como superfuerte, e incluso contra una buena parte de la sustentabilidad débil. Eso se debe a que prevalece la apropiación de recursos naturales para alimentar el crecimiento económico, y cualquier medida que condicione esa posibilidad es resistida (Gudynas, 2004, p. 177).

Los conflictos derivados de esa perspectiva de desarrollo entre los procesos ecoterritoriales y el extractivismo fueron una constante a comienzos del siglo XXI. En el fondo de la cuestión no se trató exclusivamente de la distribución de ingreso, sino de cómo des–ordenar, sentir y pensar el territorio. En tal sentido, la disputa por el territorio estuvo entrecruzada en la lucha por la ideología y la cultura. Desde esta perspectiva, su crítica se dirige, entre otros, al Estado como pilar y dinamizador de los procesos de acumulación y desarrollo, porque en vez de estimular la politización y organización de las comunidades en el marco de las autonomías se concentra en reproducir relaciones de subordinación tales como el corporativismo, la burocracia y clientelismo.

La propuesta de los proyectos ecoterritoriales y autonomistas desbordan el Estado y la racionalidad que lo sustenta:

Esto también se ha dado en áreas urbanas, donde las formas comunales han sido o pueden ser reconstituidas (El Alto) sobre la base de principios similares de territorialidad. El objetivo no es lograr el control del Estado, sino «organizarse como los poderes de una sociedad otra» [...], o, en palabras de Mamani, «comprometerse con el Estado, pero solo para desmantelar su racionalidad y así imaginar otro tipo de racionalidad social» [...]. Según esta interpretación, lo que está en juego en la oleada de insurrecciones son sociedades en movimiento más que movimientos sociales [...]. Esto implica una valoración positiva del carácter desarticulador de las luchas; es decir, su función de subvertir las formas de poder instituidas y naturalizadas [...] (Escobar, 2014b, pp. 53–54).

El Estado sería una de las estructuras de poder que habría que repensar y deconstruir, pero en la que no se podrían subsumir las comunidades en movimiento, «el Sumak Kawsay no puede integrar el sistema de este Estado» (Zibechi, 2015, p. 62). Estos procesos se articulan en formas de relacionamiento que se ejercen desde la democracia radical en espacios locales, su apuesta es la pluralidad, el reconocimiento de la diferencia, la autonomía para decidir sobre sus territorios y formas de vida, el respeto y la solidaridad por otros pueblos:

Frente a esas ilusiones, el proyecto popular parte del reconocimiento de la diferencia y reivindica el poder del pueblo. Somos diferentes y queremos seguirlo siendo: para coexistir en armonía, exigimos respeto a todos los pueblos y culturas que somos, que han de asumir como premisa en su trato su diversidad y la no superioridad de ninguna de ellas sobre las demás. Al mismo tiempo, queremos gobernarnos a nosotros mismos: que el pueblo pueda ejercer en todo momento su poder para resolver los predicamentos colectivos. En vez de transferir al Estado ese poder, para que gobierne a través de representantes que inevitablemente se corrompen, queremos reconstituirnos desde la base social, en cuerpos políticos en que el pueblo pueda ejercer su poder. Ciertas funciones limitadas, que no puedan ser absorbidas por esos cuerpos políticos, se encomendarían a nuevas instituciones, en que se harían valer los principios de mandar obedeciendo (Esteva, 2006, 7–9 de diciembre p. 21).

Las perspectivas ecoterritoriales y autonomistas parten de una democracia radical en la que la territorialidad, los vínculos vivenciales, la horizontalidad en la toma de decisiones, el horizonte compartido, el mandar obedeciendo, el respeto por la naturaleza y el cuidado de esta y de las personas dan una mirada más amplia de la democracia que poco o nada tiene en consideración las perspectivas institucionales. Las demodiversidades avanzan en la región con pasos pequeños pero firmes, afianzando la solidaridad de los pueblos y el respeto de la alteridad.

 

Conclusiones

Utilizando la expresión del sociólogo boliviano René Zavaleta (2009), las sociedades latinoamericanas son sociedades abigarradas en donde coexisten diferentes mundos societales articulados. Tal expresión puede ayudarnos a pensar cómo se están construyendo los procesos democráticos en esta región.

En primer lugar, la disputa por la democracia se refleja en las construcciones teóricas de esta, donde de un lado tenemos una perspectiva sobre democracia articulada a los proyectos de gobernabilidad que tratan de asimilar las demandas de los sectores subalternos, pero que vacían sus contenidos más radicales. De allí que conceptos como la equidad de género y la discriminación positiva se convierten en las principales demandas de ONG, las agencias multilaterales y la ONU. Dicha reivindicación, si bien es necesaria en sociedades donde el pensamiento conservador ha sido tan arraigado, es insuficiente, pues gran parte de los pueblos en movimientos luchan por una sociedad radicalmente distinta y no por la inclusión a la máquina muerta y descompuesta.

En segundo lugar, dentro del pensamiento crítico han surgido dos propuestas que no deben verse como excluyentes, pero que sí tienen fuertes tensiones. Se trata de la democracia participativa institucional y la democracia participativa radical. En ellas se observan profundas tensiones alrededor del papel del Estado en los procesos de cambio, la idea de lo plurinacional y la concepción sobre la ecoterritorialidad. Estas tensiones involucran la noción del tiempo, pues mientras que para las primeras los procesos de cambio son a largo plazo, dado que dependerían de condiciones globales favorables para una concepción más radical, la segunda postura sostiene una visión del tiempo anclada a los procesos territoriales, por ello la autonomía se convierte en una condición necesaria para la construcción de un proyecto civilizatorio distinto.

En tercer lugar, los cambios en las subjetividades y la subversión o no de las condiciones estructurales determinaran el rumbo de los procesos democráticos en la región, aunque son muchos los obstáculos que deberán afrontar, pero no imposibles de vencer como el imperialismo, el fortalecimiento de las derechas reaccionarias y violentas en América Latina y el Caribe que con su sabotaje financiero, económico, político y cultural que han venido sometiendo a los pueblos.

Finalmente, la aproximación a los fenómenos aquí desarrollados, haciendo acopio de una lectura en rigor del contexto y de las duraciones históricas de larga, mediana y corta data, permite situar al fenómeno «progresista» y al ascenso de las reivindicaciones sociales grupales y subjetivas que le hicieron posible como un hecho histórico, político, cultural, económico, autonómico y soberanista que apenas empieza a formar, desde yerros y aciertos, un rumbo desmarcado del colonialismo y de la hegemonía cultural y económica. La fortaleza de las élites económicas y militares de la región ofrece una tenaz resistencia tras haberse consolidado durante dos siglos mediante la llamadas independencias del espectro hispano–lusitano, lo que implica paciencia y persistencia en la concertación, así como en el realismo sobre lo posible y lo probable desde tales improntas, a las que se suma la paulatina desarticulación global de los patrones hegemónicos, como se observa hoy en toda África y la transición hacia intercambios comerciales pactados en monedas nacionales sin triangulación en el dólar o el euro.

Es decir, el auge del bloque BRICS —Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica— que en agosto de 2023 se amplió a seis miembros más en pleno derecho —Argentina, Irán, Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos, Egipto y Etiopía— es la muestra de un reordenamiento de poder, camino a la multipolaridad y en donde el sur global encuentra formas de asociación y financiación del desarrollo e intercambio a contrapelo de las entidades clásicas supranacionales.

 

Notas

* Artículo derivado de la investigación La democracia en los tiempos actuales, financiada por la Universidad Colegio Mayor de Cundinamarca, 2018.

1 Al respecto, nuestros países han sido históricamente calificados como simples proveedores de materias primas en el marco de la división internacional del trabajo, lo que los economistas críticos denominan «patrón de reproducción primario–exportador» (Ricardo Landinez, Universidad Colegio Mayor de Cundinamarca, comunicación personal, mayo 11, 2019).

 

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