ISSN (impreso) 0121–5167 / ISSN (en línea) 2462–8433
Artista invitado Juan Carlos Arenas Gómez Del concreto al pixel: La metamorfosis digital del Hacedor de Mundos De la serie Pixeles de piedra y bronce Fotografía digital 2024 |
SECCIÓN GENERAL
Gloria Cristina Martínez Martínez1 (Colombia)
1 Abogada. Magíster en Ciencias Penales y Criminológicas. Docente e investigadora de la Facultad de Derecho, Universidad Militar Nueva Granada. Correo electrónico: gloria.martinezm@unimilitar.edu.co – Orcid 0000–0001–5759–9147 – Google Scholar https://scholar.google.com/citations?hl=es&user=T5HTBLIAAAAJ
Fecha de recepción: octubre de 2023
Fecha de aprobación: marzo de 2024
Cómo citar este artículo: Martínez Martínez, Gloria Cristina. (2024). Injusticias epistémicas en los asesinatos de mujeres trans. Del feminicidio al transfeminicidio. Estudios Políticos (Universidad de Antioquia), 70. https://doi.org/10.17533/udea.espo.n70a10
Resumen
La regulación jurídica de los asesinatos de mujeres trans en Colombia no supera los obstáculos hermenéuticos frente a las especificidades de las violencias trans, lo que recrudece la precariedad de sus posiciones sociales y políticas. Este artículo reflexiona sobre tales asesinatos a la luz de las injusticias epistémicas en la teorización del feminicidio y del transfeminicidio. La investigación es de enfoque cualitativo y de diseño no experimental, basada en la revisión, interpretación y análisis de documentos. Se evidencia la necesidad de nombrar e interpretar los asesinatos de las mujeres trans desde sus especificidades mediante ejercicios de democracia radical desde los desarrollos teóricos transfeministas que posibiliten una asimilación transformadora de las vidas trans desde sus propias voces.
Palabras clave: Feminicidio; Transfeminicidio; Injusticia Epistémica; Injusticia Testimonial; Injusticia Hermenéutica.
Abstract
The legal regulation of the murders of trans women in Colombia does not overcome the hermeneutical obstacles in relation to the specificities of trans violence, which worsens the precariousness of their social and political positions. This article reflects on such murders considering the epistemic injustices in the theorization of feminicide and transfeminicide. The research has a qualitative approach and non–experimental design, based on the review, interpretation and analysis of documents. The need to name and interpret the murders of trans women from their specificities is evident, through exercises of radical democracy from transfeminist theoretical developments, which enable a transformative assimilation of trans lives from their own voices.
Keywords: Feminicide; Transfeminicide; Epistemic Injustice; Testimonial Injustice; Hermeneutical Injustice.
Introducción
Colombia Diversa (2020) encontró que en Colombia en 2019 fueron asesinadas 106 personas LGBTIQ+, de las cuales 35 eran mujeres trans. Para 2020 la cifra global ascendió a 226 y los casos de mujeres trans ascendieron a 45. De acuerdo con Transgender Europe–Journal Liminalis (2023), entre octubre de 2022 y septiembre de 2023 ocurrieron en el mundo 321 asesinatos de personas trans y de género diverso. De esta cifra, 94% fueron mujeres trans, 48% de ellas cuya ocupación era el trabajo sexual y 13% las labores de peluquería. El grupo de edad con mayores víctimas fue 19–25 años. De la cifra global, 236 asesinatos sucedieron en América Latina y el Caribe. Colombia se ubica en el tercer puesto con mayor tasa de asesinatos (21), ocupando el primero Brasil (100) y el segundo México (52).
Frente a esta realidad, diversos mecanismos de protección de derechos humanos han venido aproximándose a las vulnerabilidades especiales de la población LGBTIQ+ por el rechazo y odio en su contra, debido a las identidades, orientaciones y expresiones diversas del género y de la sexualidad (Naciones Unidas, Asamblea General, Directiva General A/HRC/19/41 de 2011; CIDH, 2015).
Colombia Diversa (2014; 2020), Santamaría Fundación (2018; 2022), Caribe Afirmativo y Colombia Diversa (2018) y Caribe Afirmativo, Colombia Diversa y Santamaría Fundación (2017) han documentado las crudas realidades y precariedades de las vidas de las mujeres trans que las excluye del sistema social y les genera un ambiente que apunta a la extinción de sus vidas. Además, pese a que existe un cuerpo normativo significativo con instrumentos nacionales e internacionales que protegen los derechos de las mujeres, las mujeres trans sienten que en realidad no las protege.
La regulación de los asesinatos de mujeres trans contenida en la Ley 1761 de 2015 y las Sentencias C–297 de 2016 y C–539 de 2016 emitidas por la Corte Constitucional no superan los obstáculos hermenéuticos frente a las especificidades de estas violencias trans. Tales marginaciones hermenéuticas fueron estudiadas por Miranda Fricker (2007), bajo la denominación de injusticia hermenéutica, la cual emerge en condiciones estructurales discriminatorias, poniendo en desventaja a personas con identidades sociales desfavorecidas para comprender sus experiencias y hacerlas inteligibles a los demás. Así, se obstaculiza el ingreso de las experiencias y significados de estos grupos tal y como ellos los vivencian, de manera que permanecen oscurecidos a la comprensión colectiva. A esto se suman las injusticias testimoniales que padecen, en las que sus testimonios no reciben la credibilidad merecida por un prejuicio asociado a su identidad social. En la propuesta de Fricker (2007) la injusticia epistémica agrupa estas dos formas de exclusión de individuos y grupos en la construcción del acervo común de conocimiento y en el espacio social de ideas compartidas.
Teniendo esto en cuenta, este artículo reflexiona sobre los asesinatos de mujeres trans a la luz de las injusticias epistémicas —hermenéutica y testimonial— en la teorización del feminicidio y del transfeminicidio. La investigación es de enfoque cualitativo y de diseño no experimental, basada en la revisión, interpretación y análisis de documentos. Se acudió a este enfoque por ser el más apropiado para explicar aspectos epistémicos, socioculturales, políticos y jurídicos que posibilitan la contextualización holística del fenómeno estudiado.
1. Injusticias epistémicas y vivencias de mujeres trans
En este texto se adopta la definición de mujer trans a partir del sistema sexo–género, esto es, mujeres cuya identidad de género no corresponde con la episteme impuesta tradicionalmente por la sociedad al sexo asignado al nacer. En dicha episteme el sexo asignado al nacer es masculino y la identidad de género es femenina, o la autodeterminación corresponde con algún punto del ámbito de la feminidad (Ibarra, Martínez y Sánchez, 2021). Lo anterior se visualiza como necesario para que las mujeres trans tengan un lugar de enunciación individual y colectiva (Santamaría Fundación, 2022). Aunque este texto no problematiza la expresión trans, sí comparte la posición de Alba Pons y Eleonora Garosi (2016) que la entienden como una construcción polisémica y de multiplicidad localizada que no se reduce a categorías identitarias estables como transexual, transgénero y travesti, pues estas últimas pueden llegar a borrar la multiplicidad y fluidez de las experiencias.
Injusticia epistémica, de acuerdo con Fricker (2007), se refiere al daño causado a las personas en su estatus de sujeto epistémico. Dicho daño puede tener lugar cuando se brindan los testimonios o en eventos de marginación hermenéutica debido a la participación desigual de individuos y grupos en la producción de sentidos sociales. Son formas de este tipo de injusticia la testimonial y la hermenéutica. La primera ocurre cuando un oyente asigna grados reducidos de credibilidad a un hablante por un prejuicio ligado a su identidad social, a pesar de las evidencias. La segunda emerge en condiciones estructurales discriminatorias que ponen en desventaja a las personas para comprender sus experiencias y hacerlas inteligibles a los demás, haciendo que no cuenten con los recursos interpretativos para tales propósitos (Fricker, 2006; 2007).
En uno y otro caso se lesiona la capacidad agencial de confianza que deben tener los individuos y los grupos para contribuir a la construcción del acervo común de conocimiento y de significados colectivos (Fricker, 2006; 2007; Medina, 2013; Broncano, 2020). En la injusticia testimonial se produce porque el déficit de credibilidad impide que el conocimiento que porta el hablante haga parte de dicho acervo, mientras que en la injusticia hermenéutica el déficit de inteligibilidad obstaculiza el ingreso de las experiencias y significados de los grupos desfavorecidos tal y como ellos las vivencian, de manera que permanecen oscurecidas a la comprensión colectiva. Así, se pierde conocimiento valioso para comprender el mundo. Esto se produce porque existen condiciones sociales de fondo (Fricker, 2006), extendidas y sostenidas a lo largo del tiempo (Medina, 2011), que hacen que los juicios erróneos de credibilidad y los déficits de inteligibilidad no sean situaciones fortuitas o aisladas, y obedezcan a prejuicios profundamente arraigados en el entorno social (Fricker, 2006; Medina, 2011). Debido a la injusticia testimonial situada socialmente (Fricker y Jenkins, 2017), los individuos y el grupo que pretenden ser escuchados van a ser silenciados sistemáticamente, volviéndose imposible para ellos comprender áreas de su experiencia social y, en consecuencia, se les dificultará hacerlas transmisibles a los demás.
Lo expuesto, de acuerdo con José Medina (2011), contrasta con el exceso de credibilidad hacia quien ostenta la autoridad epistémica, sin tener méritos epistémicos merecidos. Aunque para Fricker (2007) tal exceso de credibilidad por sí mismo no es fuente de injusticia, sí sostiene que los poderosos no van a tener interés en lograr una interpretación adecuada de las experiencias sociales de los desfavorecidos e incluso van a buscar sostener la interpretación existente (Fricker, 2006). De esta manera, los epistémicamente privilegiados no solo carecen de conocimientos conceptuales para comprender a los otros —que se esfuerzan por hacer transmisibles sus experiencias en sus propios términos (Fricker y Jenkins, 2017)—,sino que además van a resistirse a querer ver y oír (Medina, 2011; 2013; Pohlhaus, 2012; Broncano, 2020).
En este contexto se produce una ceguera que se alimenta de hábitos que buscan mantener las expectativas culturales y que afloran de imaginaciones colectivas construidas como creíbles, plausibles e inteligibles (Medina, 2011). Dicha ceguera es activa cuando se manifiesta una resistencia a conocer las perspectivas y significados alternativos, o pasiva cuando no se hace el esfuerzo de salir de formas predeterminadas de ver el mundo (Fricker y Jenkins, 2017). De aquí surgen las imaginaciones sociales acerca de cuál es el conocimiento válido y quién lo posee. Los poderosos estructuran la manera en que debe comprenderse el mundo (Fricker, 1999) y descartan las aportaciones epistémicas y hermenéuticas de los desfavorecidos, los cuales terminan sufriendo opresiones en los dos sentidos (Fricker, 2006). Este entramado de tejidos injustos que afectan la credibilidad e inteligibilidad de los marginados contrasta con el carácter dominante de una sola forma de ver el mundo y se perpetúa con la ignorancia, con la fuerza de contribuir a «reproducir la sociedad existente y sus formas de dominio» (Broncano, 2020, p. 290).
A partir de esta teorización de la injusticia epistémica se puede comprender cómo opera el conocimiento válido sobre la sexualidad. Las personas con identidades sociales favorecidas ligadas a posiciones de poder —hombre blanco, educado y heterosexual— han fungido como autoridades epistémicas para delimitarlo (Fricker, 2006). Las diferencias biológicas, anatómicas, hormonales, morfológicas y fisiológicas entre los seres humanos fueron tomadas por dicha autoridad para generar, a partir de ellas, el binarismo de género femenino–masculino. Así, a quien naciera con vagina —atributo biológico— se le asignó la identidad femenina —atributo cultural— y a quien naciera con pene le correspondería la identidad masculina.
Los significados socioculturales coligados a la clasificación de los seres humanos por su sexo debían imponerse como una fuerza hegemónica y opresiva para reproducir la sociedad existente. Bajo ese propósito se requería de una dinámica de exclusiones del sexo inferior que, si bien emergió de la cultura, apeló a consideraciones biologicistas —sexismo—. Simone de Beauvoir (2020), frente a la pregunta «¿quién es la mujer?», responde: un ser humano, pero un ser humano que no era el hombre y, siendo así, la mujer y la feminidad asociada a ella vendrían a ser definidas por el hombre, en sentido alterno, opuesto y divergente en una dimensión de «lo otro». Y comoquiera que quien ostentaba la posición epistémica privilegiada desde un lugar de poder no se iba a atribuir lo desventajoso —lo que le impediría ser trascendente—, tales roles sociales desfavorables serían asignados a la mujer en condiciones de inmanencia. El hombre surgió como el patriarca con capacidad para controlar a la mujer, la naturaleza y las cosas, aquella sería la vencida y controlada.
El asunto de que las diferencias biológicas no son determinantes para definir el género, sino los significados culturales creados en torno a ellas, suscitaron reflexiones críticas feministas y de género para denunciar los modos desiguales en que se impone lo masculino sobre lo femenino y otras formas de vivenciar las sexualidades (Álvarez, Rettberg y Serrano, 2023). En este escenario se advirtió la existencia de normas arbitrarias, impuestas y reproducidas socialmente para legitimar y naturalizar la clasificación de las personas por su género acorde al sexo, como la heterosexualidad obligatoria para la comprensión de los deseos y los afectos (Butler, 1986; 2007; Burin, 1996; Haraway, 1995; Millet, 1995; Rubin, 1986; Scott, 1986).
Por su parte, en el cisexismo confluyen las posiciones epistémicas y sociales de las personas poderosas versus aquellas que tienen los desfavorecidos sobre la división binaria de los sexos. El conocimiento impuesto como válido afirma que lo sano, deseable, aceptable, normal, natural, dado, legítimo e inamovible son las identidades de género femeninas y masculinas asociadas al sexo biológico, por lo que las mujeres trans son anormales y antinaturales —visión transexcluyente— al transgredir lo mejor que les pudo haber sucedido: nacer hombres (Vera, 2020). Así, la identidad de género no transgresora que se adecúa al orden epistémico de las mujeres cis explica la precariedad estructural de las mujeres trans. Estas son expulsadas del orden social como si fuera necesario mantenerlas separadas del mundo por ser cuerpos imposibles, irreales, superfluos, abyectos, aberrantes, despreciables, indeseables, amenazantes y peligrosos (Álvarez, 2022; Araújo, 2022; Bárcenas, 2019; Guerrero y Muñoz, 2018; Herrera, 2021; Maffía y Rueda, 2019; Radi y Sardá–Chandiramani, 2016; Valencia y Zhuravleva, 2019; Vera, 2020).
En este ámbito, el daño epistémico evidencia sus dimensiones socioculturales y políticas. Dado que el prejuicio base de la injusticia epistémica está vinculado a una identidad social contextualizada, los déficits de credibilidad e inteligibilidad lesionan de forma discriminatoria a quienes ocupan una determinada posición social carente de poder y generan desventajas en dicha posición, recrudeciendo las desigualdades existentes (Fricker, 1999; 2006; 2010; 2021). A su vez, la precariedad de las posiciones sociales suscita desventajas epistémicas (Fricker, 2006; Broncano, 2020) y acompaña a los individuos en todas las dimensiones de sus vidas: sexual, religiosa, familiar, económica, educativa, laboral, profesional, política, legal, entre otras (Fricker, 2006; 2007; Medina, 2011).
Estos daños impactan la comprensión del yo y en relación con los otros de forma bidireccional: las vidas desfavorecidas sufren una asfixia testimonial que las silencia (Dotson, 2011), a tal punto que sus identidades sociales se terminan acomodando al prejuicio (Fricker, 2007). En vista de la internalización de las comprensiones colectivas poderosas, un adolescente, por ejemplo, puede temer experimentar su propia experiencia como homosexual al considerar que es algo aterrador (Fricker, 2006). Una mujer trans puede negarse a aceptar tal identidad porque las mujeres se asocian a la debilidad e inferioridad (Fricker y Jenkins, 2017), o por miedo a ser violentadas (Guerrero y Muñoz, 2018). También pueden reconocerse como maricas porque así fueron tratadas (Fondo de Población de las Naciones Unidas, 2019).
Los significados autorizados colectivamente tienen el poder de constituir el ser social sin articular las vivencias como una manifestación más de lo que implica ser humano (Fricker, 1999) y las voces epistémicamente desfavorecidas resultan siendo invisibles, increíbles, carentes de verdad o ininteligibles (Medina, 2011). A su turno, producen sesgos cognitivos, emotivos y afectivos frente a la perspectiva de quien porta e impone el conocimiento válido (Fricker, 2006), de modo tal que también articula una forma particular de identidad social para interpretar el mundo, una propia que busca reproducir el statu quo (Broncano, 2020).
Las mujeres trans sufren desde temprana edad discriminaciones epistémicas con fuertes exclusiones sociales y políticas que las acorralan hacia la precariedad. Las familias consanguíneas tradicionales que exhiben el conocimiento considerado como válido, cuando notan que sus hijos, por su forma de hablar, sus juguetes y vestuario, se comportan como niñas encuentran que se han revelado en contra de la naturaleza y se produce el rechazo (Bento, 2014). En el sistema sanitario se patologizan sus cuerpos, se les impone el estigma de enfermas mentales —lo que reproduce el imaginario de que son poco creíbles— y se les exige tener expresiones de una mujer tradicionalmente femenina, manifestar atracción sexual por los hombres y declarar abiertamente una fuerte aversión de su cuerpo (Álvarez, 2022; Fondo de Población de las Naciones Unidas, 2019).
Esto puede obedecer, como explican Pons y Garosi (2016), a la conceptualización histórica de lo trans por la medicina como condición identitaria patológica que ha reproducido sujetos que se ajustan a los cánones hegemónicos de la sexualidad, objetivando la experiencia. Las autoras relatan que el transexualismo, por ejemplo, fue codificado como trastorno mental en 1980 por la Asociación Americana de Psiquiatría. En 1990, la Organización Mundial de la Salud lo sustituyó por trastorno de identidad de género y en 2013 por disforia de género. Estos trastornos se caracterizan por un continuado malestar con el sexo asignado y una permanente preocupación por modificar el cuerpo, por lo que se vuelven objetos de procesos de normalización que buscan reestablecer el «orden natural».
En esta línea, Gerard Coll–Planas y Miquel Missé (2015) señalan que la categoría transexual permite el reconocimiento social solo a partir de un diagnóstico que hace posible el cambio de identidad y el acceso al sistema legal y sanitario —modificación documental de identidad, hormonización y cirugías—. Pese a que el discurso médico confiere un sentido a la experiencia y «ofrece la promesa de dejar de sufrir», lo cierto es que despoja de agencia a las personas «en relación con su transexualidad y convierte el deseo de cambiar de sexo en algo legítimo e ineludible» (p. 49).
Así las cosas, en nombre de ese conocimiento válido, a las mujeres trans, por un lado, se les expropia de su subjetividad y experiencias según como ellas las vivencian y en sus propios términos, y por el otro, son expulsadas de lo educativo, sanitario, legal y laboral, de modo que se inician prontamente en el trabajo sexual como método de supervivencia económica y afectiva (Álvarez, 2022; Bárcenas, 2019; Bento, 2014; Guerrero y Muñoz, 2018; Maffía y Rueda, 2019; Radi y Sardá–Chandiramani, 2016; Vera, 2020).
Al conjugar el sexismo y el cisexismo con estas exclusiones sociales se evidencia lo expuestas que se encuentran las mujeres trans a ser violentadas y asesinadas de manera particularmente prematura y cruel.
2. Asesinatos de mujeres trans como feminicidio, ¿injusticia epistémica?
Fricker (2006; 2007; 2021) centra la injusticia hermenéutica en la existencia de lagunas conceptuales, esto es, en la falta de un nombre capaz de dar cuenta de experiencias sociales distintivas. Por su parte, José Medina (2021), siguiendo a Gaile Pohlhaus (2012), la extiende a los eventos en los cuales el concepto es deliberadamente bloqueado, tergiversado, ridiculizado, subvertido, degradado o simplemente no recibe aceptación.
Para ejemplificar su argumento, Medina (2021) señala que el término «feminicidio»,1 si bien puede ser reconocido, su significado se distorsiona si solo se utiliza para cubrir los asesinatos de mujeres cis y se desconoce respecto a los asesinatos de mujeres trans. De su planteamiento se colige que si se abordan los asesinatos de mujeres trans como «feminicidios» se estaría superando la injusticia hermenéutica porque con ello se lograría una interpretación correcta. Esta aseveración resulta problemática frente a la marginación hermenéutica de las mujeres trans, quienes, si bien son mujeres,2 sufren daños epistémicos a lo largo de sus vidas, que causan detrimentos en sus posiciones sociales de modo específico e intenso, en comparación con aquellos que viven las mujeres cis, incluso, difieren de los que padecen otros miembros del colectivo LGBTIQ+ (Santamaría Fundación, 2018; Arévalo y Sánchez, 2020; Radi y Sardá–Chandiramani, 2016; Vera, 2020).
A modo ilustrativo, piénsese en los grados de credibilidad que reciben las mujeres cis respecto a los asignados a las mujeres trans en los ámbitos judiciales en los que deben rendir testimonio. Dada la tendencia prejuiciosa de asociar la mujer a la extrema emocionalidad y exageración, las mujeres cis pueden padecer déficits de credibilidad en unos contextos, pero no en otros. Debra Jackson (2018) y Romina Rekers (2022), por ejemplo, han documentado las injusticias testimoniales contra las mujeres cis víctimas de violencia sexual, en contraste con el grado inflacionario de credibilidad que obtienen sus victimarios.3 Sin embargo, si una mujer cis es requerida judicialmente para testimoniar sobre un asesinato, no hay motivos para considerar que sus manifestaciones no recibirán la credibilidad merecida, porque en estos escenarios han logrado cierta receptividad.
No es igual cuando se trata del testimonio de las mujeres trans en tales contornos (Maffía y Rueda, 2019; Radi y Sardá–Chandiramani, 2016), pues la patologización les genera el estigma de enfermas mentales e incluso las infantiliza (Pons y Garosi, 2016), y esto hace que ni siquiera sean llamadas a rendir testimonio.
Santamaría Fundación (2022) relata que en las investigaciones penales por asesinatos de mujeres trans que tienen lugar en el Valle del Cauca, Colombia, las autoridades judiciales dan prioridad a los testimonios de sus familiares consanguíneos y no llaman a declarar a las familias sociales que constituyen las mujeres trans debido a la expulsión temprana de sus familias, lo cual resulta problemático porque la conclusión es «si no hay doliente, no vamos a investigar» (p. 48). Este fenómeno fue caracterizado por Fricker (2007) como injusticia testimonial anticipada, que denomina el silenciamiento de las voces antes de ser escuchadas. Para Elizabeth Anderson (2012), este aspecto permite establecer que los déficits de credibilidad, no solo surgen en ámbitos interaccionales —oyente–hablante—, sino que operan de modo estructural o transaccional —sistema policial, sistema de justicia, sistema sanitario, entre otros–hablante(s)—.
Así, por ejemplo, Eliana Gilet (2016) relata que el 30 de septiembre de 2016 en Ciudad de México Paola Buenrostro, mujer trans de apenas 27 años, ingresó al vehículo de Arturo Delgadillo por los servicios sexuales que este había solicitado. A los pocos metros el auto se detuvo. Mientras Paola pedía auxilio a su amiga Kenya, con quien había estado departiendo momentos antes, Arturo le disparó dos veces cerca del corazón y expulsó su cuerpo agonizante hacia la calle. Kenya, otras mujeres trans y miembros de la Policía fueron testigos. Tras realizarse la captura e incautación del arma Arturo fue puesto a disposición del juez. Kenya rindió su testimonio en el estrado, reconoció al autor y el arma que portaba. Igualmente, se supo que el individuo estaba autorizado para portar el arma únicamente en horas laborales. Pese a todo, el juez en menos de veinticuatro horas decidió dejarlo en libertad y no abrir el proceso penal al encontrar que no había pruebas suficientes para acusarlo. Según Arturo, se produjo un forcejeo al notar que no era una mujer a quien había subido al vehículo y el gatillo se disparó en ese jalón. En la actuación judicial se refirieron a Paola en masculino y en el registro de defunción se alude a ella como NN.
Como puede advertirse, Kenya sufrió injusticia testimonial debido al déficit de credibilidad que le asignó la autoridad judicial por un prejuicio asociado a su identidad de género. Este contrasta con el exceso de credibilidad dado al capturado, pese a que, según las evidencias, había razones suficientes para ejercer la acusación. Al tratarse de un forcejeo, se hubiera propinado un solo disparo y Paola no hubiera pedido auxilio a su amiga Kenya antes de ser asesinada. ¿Cómo se explica que Arturo portara un arma de fuego en horario no autorizado?, ¿por qué la llevaba a disposición cuando hizo ingresar a Paola al vehículo? En la audiencia de apertura no se requería certeza sobre la responsabilidad, bastaba con inferencias razonables que fueron ignoradas por el juez con la sola declaración de Arturo.
A esto se suma que a las mujeres trans se las asocia a la ilegalidad, al hurto y al microtráfico de estupefacientes. Paula Arévalo y César Sánchez (2020) explican que tal estigma las hace vulnerables a agresiones de supuestos clientes cuando se encuentran en áreas donde realizan el servicio sexual. A la luz de tal prejuicio, ni la sociedad ni el Estado les creen, mientras que quienes atacan justifican sus actos de violencia bajo el alegato de que sus víctimas estaban realizando alguna actividad ilegal. Santamaría Fundación (2022) señala que una de las circunstancias recurrentes en las investigaciones de asesinatos de mujeres trans «arroja como principal motivo las retaliaciones por presuntos hurtos cometidos por las mismas [sic], no obstante, encontramos en los hechos violentos la clara intención de aniquilamiento, teniendo como pretexto el ajuste de cuentas» (p. 67).
El testimonio de Kenya, como todos los testimonios de mujeres trans, son especialmente relevantes para establecer las circunstancias en las que asesinan a otras trans porque estas se convierten en su familia social, ya que la familia consanguínea las expulsa tempranamente del hogar (Santamaría Fundación, 2018; 2022). Si sus actos de habla no reciben la credibilidad merecida, si no son valoradas como autoridad epistémica (Maffía y Rueda, 2019), se dificulta auscultar las causas de dichos asesinatos. Por ello, el énfasis que Fricker (2007; 2021) pone en la injusticia testimonial y en la necesidad de tomar en serio los testimonios de los desfavorecidos es un asunto que exige toda la atención. El juez del caso de Paola Buenrostro, nublado por el prejuicio, perdió conocimiento proposicional relevante para determinar la apertura del proceso penal y bloqueó la adquisición de conocimientos conceptuales en la comunidad hermenéutica.
Esta situación se presenta por la estrecha relación entre injusticia testimonial e injusticia hermenéutica, cuando la primera es sostenida de modo estructural se impide el ingreso de las interpretaciones y significados del grupo en el espacio social de ideas compartidas (Fricker y Jenkins, 2017). De esta manera, si existe un patrón generalizado de asignar grados desinflados de credibilidad a los testimonios de mujeres trans, estas no podrán contribuir a la producción de significados colectivos. A su turno, se fortalece la resistencia de la autoridad judicial a aprehender esos conocimientos incorporados en las posibles contribuciones hermenéuticas del grupo de mujeres trans, de modo que el sistema de justicia, en general, no obtiene las competencias conceptuales para la comprensión social que esos conceptos habrían proporcionado. Esto vuelve ininteligibles los significados e interpretaciones que rodean los asesinatos de mujeres trans desde las voces de las mujeres trans, esto es, en sus propios términos.
Lo expuesto invita a reflexionar si el término «feminicidio» que aplaude Medina (2021) como un concepto que debe abarcar los asesinatos de mujeres trans realmente contribuye a nombrar las experiencias, de modo que abone el camino para superar la injusticia hermenéutica. A efectos de sustentar su argumento, Medina (2021) continúa indicando que «las protestas contra la violencia transgénero de la comunidad LGBTQ [...] son responsables de asegurar que la violencia de género letal contra las mujeres trans sea incluida en la aplicación y extensión del concepto de feminicidio» (pp. 246–247). Agrega que, debido a la presión del activismo transgénero, Colombia fue el primer país en investigar, juzgar y condenar el asesinato de Anyela Ramos, mujer trans, como feminicidio. Santamaría Fundación (2022) hace notar que si se siguen pensando los transfeminicidios dentro de lo LGBTIQ+ «va a seguir pasando lo mismo: no se diferencian las violencias entre las personas con orientaciones sexuales e identidades de género diversas. “Sáquenos de ese saco, porque no nos pasa lo mismo, ni en las mismas circunstancias, ni por las mismas razones”» (p. 45).
Sin embargo, el fallo que cita Medina (2021) emitido por el Juzgado Segundo Penal del Circuito de Garzón, Huila (Fallo 063 del 3 de diciembre de 2018), no está libre de vicios testimoniales y hermenéuticos. En este, si bien el juez y las partes señalan que la víctima en vida se reconocía como Anyela, se refieren a ella en masculino, nombrándola Luis Ángel Ramos Claros. Incluso el acta de necropsia valorada como prueba describe a Anyela como «hombre adulto». Tal situación refleja la manera en que opera la posición epistémica privilegiada que considera a la mujer trans como hombre por los genitales, al tiempo que subalterniza el sentido personal de identidad, dificulta el recogimiento estadístico, alimenta los estereotipos negativos sobre el colectivo trans y regresan a la víctima al género impuesto (Bento, 2014; Herrera, 2021; Maffía y Rueda, 2019; Radi y Sardá–Chandiramani, 2016).
Sumado a ello, y aunque en la parte motiva de la sentencia comentada se hacen algunas diferenciaciones entre identidad de género y orientación sexual, el juez concluye que el asesinato se cometió por prejuicios relacionados con la orientación sexual, en vista de que, según los testimonios «LUIS ÁNGEL RAMOS CLAROS tenía una condición de transexual» (p. 11). A esta confusión4 se añade otra no menos importante, que si bien los testigos —todos hombres— se refirieron a la identidad de género de Anyela, no arrojaron muchas luces sobre el porqué fue asesinada a manos de Davinson, salvo el acto previo de intentar violentarla con un machete, lo «sugiere un contexto de selección y amenaza previa que acompaña el prejuicio y por ende el ejercicio de la violencia basada en género» (Arévalo y Sánchez, 2020, p. 101).
Como puede advertirse, la comprensión del prejuicio hacia las mujeres trans requiere ser alcanzado por el sistema de ideas colectivas, desde sus voces, para desentrañar por qué las asesinan. Con esto se lograría establecer que esas mismas circunstancias no están presentes en los asesinatos de mujeres cis. Piénsese, por ejemplo, que en el caso de Anyela no hubiera concurrido el contexto previo de intentar violentarla: ¿cómo determinaba el juez que Anyela fue asesinada por su identidad de género si no se aportaron testimonios de mujeres trans o socialmente sus voces son invisibilizadas y los grados de credibilidad asignados son reducidos?
Piénsese, igualmente, en los eventos en los cuales dichos actos también concurren como antecedente en los asesinatos de mujeres cis, como pasó en el primer caso fallado como feminicidio en Colombia antes de la entrada en vigor de la Ley 1761 de 2015. En este, la Corte Suprema de Justicia pudo establecer que Sandra Correa fue asesinada por su compañero sentimental, Alexander Ortiz, en un contexto de predominio estructural del hombre sobre la mujer, verificable en actos de dominación públicos y privados, de cosificación, instrumentalización, subordinación y discriminación. A esa conclusión se llegó gracias al testimonio de Flor Velásquez, hermana de la víctima, a quien se le otorgó la credibilidad merecida sobre los diversos actos que ejecutó Alexander para mantener bajo control y suya a Sandra, aspectos que para la autoridad judicial se presentan «en contextos de parejas heterosexuales —que conviven o se encuentran separadas—»; todo ello para descifrar lo que significa causar la muerte de una mujer por el hecho de ser mujer (num. 3, párr. 5, acápite Consideraciones de la Corte).
El feminicidio fue catalogado en Colombia como delito autónomo en la Ley 1761 de 2015. La Corte Constitucional, en las sentencias C–297 de 2016 y C–539 de 2016, delimitó los elementos objetivos y subjetivos del tipo penal, reconociendo como bien jurídico el derecho de las mujeres a vivir libres de violencia y discriminación. Con ello se adecuaron los estándares internacionales de diligencia debida en la investigación de los asesinatos de mujeres a fin de evitar la impunidad. La Fiscalía General de la Nación ha emitido las Directivas 004 de 2023 y 006 de 20235 que establecen los lineamientos para adelantar la persecución penal de feminicidios.
A partir de esta normativa, el feminicidio se refiere al asesinato de mujeres en contextos estructurales de subordinación, discriminación, sometimiento, inferioridad y opresión histórica que padecen.6 Desde el plano epistémico y político, los logros legislativos y jurisprudenciales evidencian que fue necesario el concepto, pero también la interpretación adecuada del concepto. Esto es así porque el asesinato de mujeres por el hecho de ser mujeres ya estaba contemplado como un evento de agravación punitiva del homicidio en el Código Penal (Ley 599, num. 10 art. 104), en virtud de la modificación realizada por la Ley 1257 de 2008; sin embargo, fue ineficaz por su falta de conceptualización (Agatón, 2017), lo que planteaba dificultades para las autoridades a la hora de perseguirlo penalmente, pues no sabían o no querían saber en qué consistía. Esto se evidencia, por ejemplo, en la postura del Tribunal Superior de Medellín que, al desatar el recurso de apelación, interpretó el asesinato de Sandra Correa —en la Sentencia SP2190 Radicado 41457 de 2015— como un delito pasional originado por celos y no por el hecho de ser mujer; entendimiento que demuestra la posición epistémica privilegiada, hasta entonces, de hacer ver que se mataba por amor para disminuir la gravedad de los hechos.7
Las movilizaciones de mujeres y los debates feministas trabajaron de manera incesante para que los recursos hermenéuticos con los que contaban entraran a hacer parte del espacio de ideas compartidas, esto es, para que se interpretaran las circunstancias en las cuales asesinan a las mujeres y que están ausentes en los asesinatos de los varones. Este aspecto quedó escenificado en el doloroso y execrable asesinato de Rosa Elvira Cely, precedido de violación y empalamiento el 24 de mayo de 2012 en Bogotá. En razón a lo anterior, el Centro de Investigación en Justicia y Estudios Críticos del Derecho (Cijusticia) propuso a mediados de 2012 la regulación del feminicidio como delito autónomo. Dicha propuesta estaba redactada así: «Feminicidio. Incurrirá en el delito de feminicidio quien causare la muerte de una mujer, por su condición de ser mujer, ya sea en el ámbito público o privado» (Agatón, 2017, pp. 156–159).
A pesar de que en la propuesta no se contemplaron los asesinatos de mujeres trans por su identidad de género, estos terminaron haciendo parte de la Ley 1761 de 2015, lo cual genera la sospecha de que, respecto de ellos, si bien se logró el concepto, quedó corto el camino frente a su correcta interpretación. Nótese cómo en la exposición de motivos de la Ley 1761 de 2015 se señaló que la consagración del feminicidio se mostraba como urgente para llenar un vacío legal que impedía sancionar la «muerte dolosa de la mujer por el simple hecho de ser mujer», es decir, «por el hecho de ser tales, en un contexto social y cultural que las ubica en posiciones, roles o funciones subordinadas» (Gaceta del Congreso, Proyecto de Ley 107 de 2013, p. 9). Aunado a ello, la Corte Constitucional en la Sentencia C–297 de 2016 no nombró expresamente a las mujeres trans como sujetos pasivos del tipo penal, limitándose a decir que se trataba de una mujer. Podría pensarse que para la Corte era suficiente con ello, debido a que en torno al dolo calificado se requiere acreditar que el agente lo hizo por el hecho de ser mujer o por su identidad de género. En este último caso describe los diversos teatros de violencia que soportan las mujeres en contextos de discriminación, no obstante, no precisa las especificidades de las violencias en contra de mujeres trans. La sentencia C–539 de 2016 parece confirmar la sospecha, pues al delimitar lo que interpreta como mujer señala que «es la persona humana del género femenino» y guarda silencio frente a las intervenciones del colectivo Colombia Diversa (num. 4.3.2.2 del fallo) que de modo expreso advirtió la cobertura del tipo penal sobre los asesinatos de personas trans. Habría que reflexionar sobre el significado que otorga la Corte a la «persona humana del género femenino». Si lo hace desde la posición epistémica privilegiada que liga el género a las diferencias biológicas del sexo, entonces se ciñe a los asesinatos de mujeres cis.
Lo dicho hasta aquí sirve para reflexionar acerca de si la consagración del feminicidio que cobija a los asesinatos de las mujeres por su identidad de género en realidad permite o no apreciar la gravedad de los hechos cuando se arrebata la vida de las mujeres trans y si remueve o no los vacíos hermenéuticos para dar cuenta de las especificidades en las que estos se producen (Araújo, 2022; Maffía y Rueda, 2019). Si, como relata Isabel Agatón (2017), después de la expedición de la Ley 1761 de 2015 se produjo un fortalecimiento institucional que ha posibilitado la emisión de numerosas sentencias sobre feminicidio, diríamos, frente a mujeres cis y en contraste, al decir de Arévalo y Sánchez (2020), se identifican falencias respecto de las investigaciones de los asesinatos de mujeres trans,8 dando como resultado una sola sentencia —la del Juzgado de Garzón Huila—, la respuesta a las dos inquietudes sería negativa.
3. Lo epistémico político del transfeminicidio
Detallar las especificidades de las vivencias trans es un tema urgente, comoquiera que las experiencias sociales de las mujeres no son uniformes y ello hace que la marginación hermenéutica las impacte de manera diferente (Fricker, 1999; 2006). Los déficits de credibilidad e inteligibilidad que recorren la vida de las mujeres trans las hace especialmente vulnerables a la violencia física (Guerrero y Muñoz, 2018; Ippolito y Levitt, 2014) y opera como un dispositivo de producción de muerte cruel y prematura (Spade, 2009) porque la creencia de que solo existe un conocimiento válido, instaurado a la luz del prejuicio, legitima acciones violentas en su nombre. Ese conocimiento válido que, como se vio líneas atrás, surge del sexismo, en el caso de las mujeres trans se recrudece con el cisexismo y el odio como un «poder que se ejerce desde el Estado, la cultura, el derecho y los medios de comunicación» (Álvarez, 2022, p. 133), y que además pone en evidencia su dimensión política, debido al nulo grado de participación en las decisiones colectivas (Fricker, 2007; 2010; 2021).
En vista de que la posición epistémica privilegiada fabrica sujetos y moldea identidades, la comprensión del nosotros y del yo en relación con el otro es un caldo de cultivo hacia la extinción del cuerpo transgresor. La comprensión del mundo a partir del nosotros se da porla creencia social de que los cuerpos trans deben ser controlados, aleccionados, disciplinados, corregidos, purgados, curados, castigados y desechados, siendo el asesinato el vehículo que conduce a tales propósitos para reafirmar las ideas del cisexismo en tres dimensiones: i) que se nace «hombre» o «mujer», y que por fuera de ello no puede haber nada más que sea natural, mostrando «la genitalidad como un valor absoluto para la definición de los sujetos dentro del sistema social» (Bahamón, Ruiz y Tirado, 2022, p. 24); ii) que no se produce daño a un cuerpo que en sí mismo es irreal, «se trata de vidas ya negadas» (Butler, 2006, p. 60); y iii) que en cualquier instancia el hombre es superior y ostenta la trascendencia para dominar todo a su alrededor (Acosta, 2018; Valencia y Zhuravleva, 2019).
Piénsese en un hombre que desea y fantasea con tener encuentros sexuales con una mujer trans. Al contratar sus servicios sexuales sufre una tensión frente a su propia coherencia, esto es, respecto a cómo la posición epistémica ha moldeado su identidad, como un sujeto heterosexual corrector de lo antinatural. El choque que le suscita el asociar una mujer trans a un hombre le produce una autopercepción de traidor al concebir que su deseo se convierte en homosexual y contranatural. Para eliminar la fuente de riesgo que lo posiciona también como transgresor opta por asesinarla para ser congruente con las exigencias del cisexismo (Guerrero y Muñoz, 2018).
Puede afirmarse que el asesinato de Paola Buenrostro está dentro de esta conceptualización. Recuérdese que en su declaración el indiciado afirmó haberse dado cuenta de que Paola «no era una mujer», pese a que previamente contrató sus servicios sexuales en una zona en la cual, se sabía, hacían presencia mujeres trans. Si el juez hubiera contado con estos conocimientos podría haber avanzado hacia la comprensión de que el asesinato tuvo lugar por una forma particular en que la posición epistémica dominante sobre la división binaria de los sexos moldeó la identidad de Arturo que disparó en un afán de corregir la homosexualidad–homoerotismo que creyó haber surgido en su interior, pues solo de esta manera seguiría cumpliendo las imposiciones del cisexismo. El hecho de que Arturo haya lanzado el cuerpo agonizante de Paola hacia la calle es un acto profundamente simbólico: pretende nombrar el carácter desechable de los cuerpos anómalos.
En este contexto, los debates transfeministas han sugerido nombrar estas realidades como transfeminicidio como una táctica política teórica tras haber identificado que: i) para un sector del feminismo radical las mujeres trans no son mujeres; ii) los instrumentos internacionales no contemplan protecciones específicas e interseccionales para las mujeres trans; iii) son necesarios conceptos que permitan interpretar las especificidades de desigualdad estructural en las que son violentadas las mujeres trans que, apelando a la teorización de Fricker (2006), constituiría una mayor desventaja frente a otros; iv) se trata de asesinatos ritualizados con profundas cargas simbólicas caracterizadas por la excesiva crueldad que representa el odio y el cisexismo; v) son las mujeres trans quienes tienen la autoridad epistémica para desarrollar soluciones apropiadas a los problemas que enfrentan; vi) es un paso necesario para desmantelar la indiferencia del Estado y develar la gravedad de los hechos, como se hizo con el feminicidio, que al nombrar y conceptualizar impuso deberes sobre diligencia debida en su investigación y juzgamiento, y requirió de protocolos especializados para la recolección y análisis de las pruebas; vii) plantea la oportunidad para que los sistemas de protección de derechos humanos se pronuncien sobre los anteriores aspectos, como ha sucedido con la sentencia Vicky Hernández vs. Honduras (2021) y Azul Rojas Marín y otra vs. Perú (2020); viii) alienta el ejercicio político de la democracia radical (Álvarez y Fernández, 2022; Bento, 2014; Maffía y Rueda, 2019; Radi y Sardá–Chandiramani, 2016; Vera, 2020; Herrera, 2021; Ibarra, Martínez y Sánchez, 2021; Araújo, 2022).
El transfeminismo se revela como un movimiento neopolítico que busca un cambio epistemológico radical en el paradigma tradicional de lo político (Valencia y Zhuravleva, 2019). A la luz de ese cambio, las estrategias de supervivencia se mueven en la desobediencia, la insubordinación, el disenso, la resistencia, lo diverso, el ruido y el furor; sugieren ruptura, irrupción y fuerza desde la conformación de un testimonio colectivo que ejerzan fricción epistémica con la posición epistémica dominante para desmantelarla y conduzcan a ubicar los conocimientos de los grupos desfavorecidos en los recursos hermenéuticos colectivos (Fricker, 1999; Medina, 2013; 2021; Broncano, 2020).
Se vuelve imprescindible que emerjan nuevas sensibilidades que susciten conflictos con las insensibilidades existentes y, para tales efectos, resultan alentadoras las propuestas de Medina (2013; 2021) sobre el empoderamiento epistémico y hermenéutico de los movimientos de protesta social que operan de formas variadas y cargadas de simbologías y significados, donde el cuerpo es el actor principal. Por ejemplo, en protestas Die–In, cuyos performances tienen el propósito de obligar a las personas a reconocer el dolor, la ira, la indignación, la experiencia de pérdida y el abandono social frente a las muertes, dada su preferencia a tolerar y ser cómplices de estas.
Así sucedió con el cadáver de Paola Buenrostro, el cual fue sacado por sus compañeras trans a las calles para protestar por el abandono del Estado. En adelante, su amiga Kenya libró una lucha incesante, desde el activismo, para que se reabriera el caso, logrando que en 2019 la Comisión de Derechos Humanos de Ciudad de México recomendara a la Procuraduría tratar con perspectiva de género el transfeminicidio de Paola (González, 2020, octubre 1.°) y que en 2021 la Fiscalía reconociera la responsabilidad institucional por las deficiencias en la investigación penal. Asimismo, es el primer caso en Latinoamérica que los jueces denominan como transfeminicidio, aspecto que alentó a seguir utilizándolo en el asesinato en 2022 de Naomi Nicole, otra mujer trans (El Financiero, 2023, abril 6).
Igualmente, el proceso de resignificación de creencias religiosas (Bárcenas, 2019), la reconstrucción artística y literaria de los testimonios de amigas de mujeres trans (Coronado, 2020; Santamaría Fundación, 2018; 2022) y la restauración de las memorias mediante recursos fílmicos narrativos (Jiménez y Medina, 2019) son ejemplos de resistencia política colectiva que invitan a verificar que hay algo que está ahí, que es diferente y que necesita ser asimilado a partir de sus propias voces para denotar sus especificidades. Mediante la fricción, interpelación y conmoción del conocimiento considerado como válido, buscan sensibilidades alternas para que se corrijan las marginaciones hermenéuticas.
Conclusiones
El análisis de los asesinatos de mujeres trans a la luz de las injusticias epistémicas permite establecer que los daños no se reducen al plano epistémico, se enlazan con posiciones sociales y políticas precarias y complejas de exclusión y desigualdad, y se arraigan en las formas de comprensión colectiva. Estas acompañan las vivencias de mujeres trans desde etapas muy tempranas y se representan en la expulsión de la familia, la imposibilidad de ingresar al mercado laboral formal, la dificultad para acceder al sistema educativo y la negación del servicio de salud.
De ahí surgen los prejuicios de los individuos e instituciones hacia las mujeres trans: no les creen cuando hablan, no comprenden sus experiencias y ni siquiera investigan cuando las asesinan, sumergiéndolas en marginaciones hermenéuticas reprochables. Tales cegueras funcionan como dispositivos invisibles de poder para reproducir el orden existente, se vuelven necesarios para garantizarlo. En razón a ello, los déficits de credibilidad e inteligibilidad que sufren a lo largo de sus vidas impiden que sus conocimientos y significados hagan parte del acervo común y anulan sus grados de participación política. Así, la sexualidad de las mujeres trans se termina interpretando con el único conocimiento considerado válido: el sexismo y el cisexismo que conducen a la supresión de su existencia. Un daño que a primera vista solo era epistémico actúa y retroactúa para precarizar sus condiciones sociopolíticas.
Por ello, conectar los asuntos epistémicos con lo político y lo social puede resultar muy iluminador para allanar el camino hacia ejercicios de democracia radical desde el conocimiento y las experiencias de las vidas marginadas que irrumpan con fuerza e interpelen el conocimiento considerado como válido para lograr la asimilación transformadora de la diferencia a partir de las voces y significados de las mujeres trans.
Notas
* Artículo derivado del Proyecto de investigación código INV–DER 2565, financiado por la Vicerrectoría de Investigaciones, Universidad Militar Nueva Granada, 2019.
1 El término femicide fue utilizado por primera vez en 1976 por Diana Rusell para nombrar y hacer visibles los asesinatos en contra de las mujeres producto de la violencia sistemática en su contra, esto es, por el hecho de ser mujeres (Caputi y Rusell, 1992).
2 Teniendo en cuenta que este texto reivindica la necesidad de que el acervo común del conocimiento y de ideas compartidas sobre lo que significa ser mujer sea construido desde las propias voces, se acoge la recomendación realizada por Santamaría Fundación (2022): «A las organizaciones de mujeres cisgénero, reconocer nuestras identidades de género femeninas y nuestra autodeterminación como mujeres, que contribuya a los procesos de exigibilidad de justicia frente a los transfeminicidios» (p. 79).
3 En otro texto se revisan los ámbitos en los cuales las mujeres cis padecen déficits de credibilidad (Martínez, 2024).
4 En otro texto se aclara la diferencia entre identidad de género, expresión de género y orientación sexual (Martínez, Ibarra y Sánchez, 2021, p. 184).
5 Esta última, aunque desarrolla importantes lineamientos para la investigación de asesinatos de mujeres trans, acordes con sus situaciones específicas de vulnerabilidad, nombra tales eventos como feminicidios.
6 Para Rita Segato (2013), estas características «resultan del carácter violentogénico de la estructura patriarcal» (p. 65).
7 En Gloria Martínez y Pedro Rodríguez (2020) se explica que el crimen pasional fue desarrollado por la Escuela Positivista del Derecho Penal para establecer la baja peligrosidad del delincuente. Esta teoría fundamentó la Ley 95 de 1936 colombiana que, en su artículo 383, permitió la disminución de la pena o el perdón judicial.
8 Ni el Sistema Nacional de Estadísticas sobre Violencia basada en Género (Sinevig), ni el Instituto Colombiano de Medicina Legal cuentan con información clara y precisa sobre los asesinatos de mujeres trans, aspecto que es reconocido por el Ministerio de Justicia y Derecho y el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE) (Arévalo y Sánchez, 2020).
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