ISSN (impreso) 0121–5167 / ISSN (en línea) 2462–8433
Artista invitado Juan Carlos Arenas Gómez El eterno ensayo del Chelista De la serie Pixeles de piedra y bronce Fotografía digital 2024 |
SECCIÓN GENERAL
Francisco Gutiérrez Sanín1 (Colombia)
Paula Alejandra Villamil Castellanos2 (Colombia)
1 Antropólogo. Magíster en Análisis de Problemas Políticos, Económicos e Internacionales Contemporáneos. Doctor en Periodismo y Ciencia Política. Investigador del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales (Iepri), Universidad Nacional de Colombia, y director del Observatorio de Tierras, Minciencias. Correo electrónico: fgutiers2002@yahoo.com – Orcid 0000–0002–9836–734X – Google Scholar https://scholar.google.es/citations?hl=es&user=f1GXvy4AAAAJ
2 Socióloga. Investigadora del Observatorio de Tierras. Joven investigadora Minciencias 2020. Correo electrónico: pavillamilc@unal.edu.co – Orcid 0000–0002–0580–2630 – Google Scholar https://scholar.google.es/citations?hl=es&user=glMBrUMAAAAJ
Fecha de recepción: noviembre de 2023
Fecha de aprobación: marzo de 2024
Cómo citar este artículo: Gutiérrez Sanín, Francisco y Villamil Castellanos, Paula Alejandra. (2024). Élites y reformas agrarias durante el Frente Nacional, una reevaluación. Estudios Políticos (Universidad de Antioquia), 70. https://doi.org/10.17533/udea.espo.n70a12
Resumen
Este artículo plantea que las reformas del Frente Nacional (1958–1974) expresaron, transformaron y a la vez profundizaron diversas fracturas al interior de las élites políticas colombianas. Por una parte, acentuaron las diferencias existentes entre los partidos tradicionales y las divisiones internas de estos. Por otra, generaron fracturas que no pueden extrapolarse fácilmente a las dinámicas del mundo subnacional. El proceso político, la movilización campesina, las intervenciones de otros actores y sus respectivos esfuerzos por apoyar u oponerse a la reforma agraria desataron dinámicas propias en cada territorio, las cuales variaron según se presentara la constelación de fuerzas locales. Si bien la literatura ha analizado el rol de las élites en las reformas agrarias, como se demuestra en este artículo, en el caso colombiano su participación dista de ser homogénea y unidireccional.
Palabras clave: Partidos Políticos; Frente Nacional; Reforma Agraria; Élites; Política Subnacional; Colombia.
Abstract
This article argues that the reforms of the National Front (1958–1974) expressed, transformed and at the same time deepened several fractures within the Colombian political elites. Firstly, they accentuated the existing differences between the traditional parties and their internal divisions. Secondly, they generated fractures that cannot be easily extrapolated to the dynamics of the subnational world. The political process, the peasant mobilization, the interventions of other actors and their respective efforts to support or oppose the agrarian reform, unleashed their own dynamics in each territory, which varied according to the constellation of local forces. Although the literature has analyzed the role of elites in agrarian reforms, as it is shown in this article, in the Colombian case their participation was far from being homogeneous and unidirectional.
Keywords: Political Parties; National Front; Agrarian Reform; Elites; Subnational Politics; Colombia.
Introducción
En este artículo se plantea que las reformas agrarias del Frente Nacional (FN) (1958–1974) expresaron diferentes fracturas dentro de las élites políticas del país y que, a la vez, las profundizaron y transformaron. Tales fracturas no se pueden mapear fácilmente a partir del proceso político hacia la estructura de clases del país en ese momento, ni se pueden extrapolar hacia el ámbito subnacional. El proceso político, la movilización de los campesinos y otros actores, y los respectivos esfuerzos por crear apoyos u oposiciones a la reforma generaron dinámicas propias que variaron según la constelación de fuerzas en cada territorio, con resultados distintos para las élites políticas.
¿Hasta qué punto la proposición establecida en el párrafo anterior avanza nuestra comprensión de las reformas agrarias? En contravía de la literatura relevante para el tema, mucho. Como se verá, se han interpretado dichas reformas, principalmente, de dos maneras: primero, como una adopción mecánica de los planteamientos de la Alianza para el Progreso,1 donde las élites en conjunto forjaron un plan que seguía el famoso proverbio del gatopardo, «que todo cambie para que nada cambie» (Fajardo, 2014); segundo, como una estrategia de la burguesía industrial que perdió impulso cuando las condiciones del campo favorecieron más la «vía junker» —es decir, la agroindustria— que al reformismo (Zamosc, 1986). Sin embargo, ninguna de las dos lecturas termina de explicar las variaciones y cambios en las relaciones de poder de dicho periodo.
En cambio, Michael Albertus (2015) subvierte la sabiduría convencional sobre las reformas y las élites al considerar que sus fracturas son una variable significativa para comprender tanto el contenido como los desenlaces de las reformas. Para el autor, en las democracias liberales es difícil adelantar reformas agrarias redistributivas, pues las democracias ofrecen demasiados «puntos de veto» a las élites agrarias, dándoles mayores probabilidades de bloquear reformas frente a una «autocracia». En el caso colombiano, es claro que los puntos de veto ofrecidos a los adversarios de las reformas provenían particularmente de los diseños institucionales del FN, en los cuales se requirió de un mínimo consenso, tanto de los partidos Liberal y Conservador como de sus facciones (Gutiérrez, 2007). Albertus solo se pregunta por el diseño institucional que puede causar los bloqueos, sin considerar las dinámicas sociales que podrían debilitarlos o superarlos. Este punto es transcendental al evaluar el potencial de las reformas en otros periodos. El análisis en este artículo comienza allí donde el de Albertus termina.
Las dificultades para mapear las posiciones con respecto de la reforma agraria a partir de la estructura de clases del país o el eje izquierda–derecha también plantean una cuestión específicamente metodológica. Buena parte de los análisis sobre el reformismo agrario parten de una constatación simple, a la vez sustantiva y de método: en diferentes contextos, la burguesía industrial puede estar interesada en adelantar transformaciones agrarias, mientras que los terratenientes, por razones obvias, se oponen; cada uno busca los aliados con los que pueda defender su postura. Esta es la esencia del análisis clásico de Barrington Moore (1966), en cuyo corazón se encuentran dos conceptos: clase y coalición. Ahora bien, en un sistema altamente clientelista como el colombiano, marcado por distintas fracturas —como se verá, tanto de clase como de otra naturaleza—, las coaliciones a favor y en contra de las transformaciones agrarias fueron diferentes y mucho más fluidas; además, también exhibieron fuertes variaciones regionales debido, entre otras cosas, a las dinámicas que generó la propia reforma. En algunos casos esta dio márgenes de maniobra a políticos locales, en otros, complicó significativamente su labor. En este panorama de alta complejidad, el concepto de coalición —como herramienta analítica— resulta indispensable y pertinente en nuestro análisis para entender tanto las luchas agrarias como las dinámicas políticas del reformismo del FN. Aunque se restringe el estudio a las élites políticas, es claro que la reforma también quebró a otras élites,2 es decir, transformó las relaciones de poder de los actores decisivos para la política agraria.
El artículo procede de la siguiente manera: se hace una breve revisión de la literatura relevante y de las ideas centrales contenidas en ella; se esboza la trayectoria del reformismo agrario durante el FN; se concentra en las discrepancias entre las élites alrededor de la reforma, mostrando no solo que las divisiones fueron profundas y arduas, sino que estuvieron interconectadas y que fueron cambiando y acentuándose; después se aborda el caso del departamento de Sucre, en el cual se presenta cómo políticos relacionados con terratenientes y hacendados ganaderos se involucraron en diferentes modalidades de negociación con los campesinos, generando nuevas formas en el espectro de fuerzas políticas del departamento.
Tras abordar el debate nacional se contrasta con el caso de Sucre, ya que en este departamento se expresaron de manera muy concentrada todas las contradicciones propias de un proceso de reforma agraria. Por una parte, en Sucre predominaba la gran propiedad a manos de hacendados ganaderos, quienes en principio se opusieron acerbamente a la reforma (Escobar, 1983). Por otra parte, el entonces presidente Carlos Lleras Restrepo (1966–1970) lo escogió como una suerte de tinglado en donde se demostraría la efectividad de la convergencia entre el reformismo por arriba y la movilización campesina.3
Para la elaboración del artículo se reconstruyeron las discusiones de las dinámicas nacionales y regionales a través de distintas fuentes de archivos gubernamentales enviados al entonces Ministerio de Gobierno, además de la consulta y sistematización de literatura secundaria sobre el tema.
1. Las proposiciones relevantes
El FN fue un acuerdo pactado entre 1958 y1974 en el cual el partido Liberal y el Conservador limitaron la competencia política electoral a una alternancia entre ambos partidos,4 cerrando la participación de otros sectores. La Colombia de este periodo era también tremendamente desigual, algo particularmente visible en el mundo agrario.
¿Cómo se podrían caracterizar las élites frentenacionalistas? Peter Waldman (2007) hace un cuidadoso recuento de la noción de élite. Concluye que la existencia y prominencia de intereses y redes de sociabilidad compartidos justifican el uso del término «élites».5 A la vez, plantea que no se pueden meter todas en un mismo saco: hay diferencias entre las económicas, políticas y sociales. Sin embargo, la literatura colombiana sobre el FN tiende a considerarlas como un bloque más o menos homogéneo. Aunque no todos los trabajos que plantean esto se sostienen, hay por lo menos algunas conclusiones en esta dirección. Por ejemplo, Álvaro Echeverri Uruburu (1997) califica al sistema político colombiano como una «democracia principesca», mostrando en detalle toda la serie de vínculos e intereses compartidos entre políticos, capitalistas y terratenientes.
A pesar de ello, el FN fue un epicentro de movilización social y de propuestas reformistas a gran escala, en medio de una relativa holgura fiscal y de un contexto internacional relativamente favorable —véase el próximo apartado—. También constituyó un pacto de paz, no solamente entre los dos partidos tradicionales, sino entre el Estado y los campesinos radicalizados durante el periodo de La Violencia, algunos de los cuales terminarían sumándose a las nuevas guerrillas de inspiración marxista que se estaban creando en la década de 1960.
Varios autores (Gutiérrez, 2007; Dávila, 2002; González, 2003) han explorado a partir de distintas perspectivas las iniciativas pacifistas y socialmente incluyentes del FN —también, mucho después Robert Karl (2017)—, en particular, alrededor de la reforma agraria (Gutiérrez, 2023). Por su parte, Daniel Pécaut (2001) ha destacado que, en una perspectiva comparada, el cierre colombiano era mucho menos dramático que el de la gran mayoría de sus vecinos y pares latinoamericanos, algo inobjetable. Con muy pocas excepciones —entre las que se encontraba Colombia—, la América Latina de la década de 1960 era el continente de las dictaduras militares.
Ahora bien, ¿cómo poner ambas constataciones juntas —relaciones íntimas entre élites, concentración económica, entre otros, pero a la vez iniciativas de inclusión social masiva—? Una posibilidad es a través de la afirmación de que la reforma fue un simple espejismo, orientado a legitimar el régimen. Como se verá más adelante, la cantidad de recursos políticos, económicos y sociales, y de transformaciones estatales (Acero, 2023), así como de riesgos, invertida en toda la operación fue tan significativa que la plausibilidad de tal afirmación es muy, muy pequeña. ¿Por qué irían élites bien acomodadas y unidas sin resquicios a movilizar masivamente a los campesinos, a apoyar las tomas de tierras, a reestructurar el Estado, sin que además los réditos electorales aparecieran al menos de manera inmediata? (Escobar, 1999).
Hay otras tres maneras, no competitivas sino complementarias, de enfrentar la pregunta que resultan mucho más razonables y compatibles con la evidencia y la teoría disponible. La primera es simplemente el reconocimiento de cierta autonomía, así sea limitada, a los políticos y a la política.6 Si esa autonomía existe, entonces no debe extrañar que diversos liderazgos exploraran la posibilidad de generar procesos de inclusión que les permitieran enfrentar el pesadísimo legado de La Violencia. Este es el segundo factor: los políticos tenían que enfrentar tales legados y, al hacerlo, descubrieron nuevos auditorios —también nuevos adversarios—, nuevos métodos, entre otros. El tercer factor no es menos importante: un prejuicio liberal ampliamente extendido asume que hay una relación directa entre exclusión política y exclusión social, ese prejuicio ciertamente está fuertemente introyectado en toda la literatura colombiana. La experiencia histórica va más bien en la dirección contraria: «no todas las cosas buenas vienen juntas» y muchos reformismos han tenido lugar en contexto ajenos y hostiles a la democracia liberal. En la dirección contraria, esta no siempre constituye un ámbito favorable para las inclusiones sociales a gran escala, precisamente, el planteamiento de Albertus (2015), al que se volverá críticamente en las conclusiones.
2. El contexto
Como se dijo previamente, el FN se trató de un pacto de repartición del poder entre los dos partidos políticos de la época —Liberal y Conservador—, ambos trenzados en una guerra civil cuyo final se logró mediante el acuerdo para defenestrar al general Gustavo Rojas Pinilla —en el poder desde 1953 y con claras intenciones de mantenerse allí—. Además del espíritu de un acuerdo de paz entre rojos y azules, el FN también pretendía restaurar la democracia y promover programas para el desarrollo (Gutiérrez, 2007).
En efecto, la experiencia de gobierno compartido cargó con la pesada herencia del periodo de La Violencia, asociada tanto a la desestabilización de viejas estructuras de desigualdad en el campo (Torres, 2015) como a la articulación entre conflictos agrarios y dinámicas armadas. ¿Cómo responder a ella? Una opción que se activó rápidamente fue la promoción de una reforma agraria.
Muchas razones abrieron una ventana de oportunidad para que esta se pudiera poner en marcha. Los sectores más radicales del Partido Conservador tuvieron que moderar sus actitudes más extremas, en vista de la catástrofe que ellos mismos habían contribuido a crear. Además, la dura tarea de apagar los rescoldos de La Violencia imponía a distintos sectores dosis mínimas de realismo; de hecho, el esfuerzo que hizo el FN para llegar a acuerdos de paz con campesinos liberales radicalizados contenía un elemento explícito de transformaciones agrarias (Karl, 2017). En ambos partidos, aunque de manera diferencial, había tradiciones a favor de la reforma.
No menos importante, se estaban produciendo cambios internacionales que daban al programa reformista buenas condiciones para desarrollarse. Por una parte, Estados Unidos lanzaron para América Latina la Alianza para el Progreso, que en su reunión fundacional de Punta del Este de 1961 llamó a los gobiernos latinoamericanos a emprender la reforma. La Alianza dio al reformismo del continente una sombrilla contrainsurgente para ponerse a cubierto del aguacero de críticas que por necesidad le iría caer: había que «reformar las estructuras» para impedir el triunfo del comunismo. Por la otra, el Concilio Vaticano II de 1958 hizo un fuerte llamado a la Iglesia a abrazar principios sociales progresistas, un llamado que tuvo una honda influencia en América Latina en general y en Colombia en particular. No hablemos ya de la Revolución cubana de 1959, la cual planteó una de las preguntas características del periodo: ¿reforma o revolución? Gobiernos y guerrillas estuvieron en esos años involucrados en una virulenta confrontación que, en parte, era por el alma y el corazón del campesinado (Wickham–Crowley, 1992).
En 1961 el entonces presidente Alberto Lleras Camargo (1958–1962) encargó a su primo, Carlos Lleras Restrepo, la creación de una comisión parlamentaria para impulsar la reforma. A pesar de la dura oposición que encontró, Carlos Lleras Restrepo logró sacar adelante la propuesta que se convirtió en la Ley 135 de 1961. Surgiría así la primera reforma del FN, bajo la que se creó una institucionalidad agraria básica7 y las condiciones para el acceso de los campesinos a la tierra. Su programa —con frecuencia calificado de inerte, caracterización posiblemente exagerada—8 retomó el impulso reformista que el presidente antecesor Guillermo León Valencia (1962–1966) había dejado en el congelador.
Dado que por las reglas del gobierno compartido los dos partidos apoyaban a un solo candidato del Frente, se sabía que el próximo presidente sería Carlos Lleras Restrepo (1966–1970). El diagnóstico de este sobre la suerte de la Ley 135 era claro: los terratenientes y los enemigos de la reforma habían logrado bloquearla. Por ello se necesitaba una estrategia de pinzas para neutralizar esa resistencia: por un lado, un gobierno mucho más activista que promoviera los cambios por arriba y, por otro, una organización social que los impulsara por abajo (Machuca, 2023). Esa estrategia se expresó durante el gobierno de Lleras Restrepo en tres conjuntos de decisiones: primero, una actividad legislativa basada en la Ley 135 de 1961 y que culminaría en la Ley 1a de 1968; segundo, una serie de nombramientos claves que recayó en personal con gran capacidad de ejecución y compromiso con la reforma, y que ocupó altos cargos en el Estado;9 tercero y fundamental, la creación de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC) (Machuca, 2023), la cual se convertiría en el movimiento agrario más grande de América Latina (Escobar, 1983; Zamosc, 1986).
Aunque la evidencia disponible es fragmentaria y parcial, parece claro que Lleras Restrepo sí logró reactivar la reforma. La promoción de la organización y la movilización campesinas fue exitosa (Múnera, 1988; Zamosc, 1986). Tampoco es discutible que lograra un realineamiento parcial del Estado a favor de los campesinos, evidente en el apoyo más o menos explícito de funcionarios altos cargos a las tomas de tierras (Gutiérrez, Villamil y Pedraza, 2023). Menos fácil es medir el impacto que tuvo la estrategia sobre la redistribución de activos porque el periodo en el que finalmente se implementó fue muy corto —dos años—. Sin embargo, parece que, en efecto, al menos en contraste con el inmovilismo que siguió a la Ley 135, aquí también hubo avances.
En muchos sentidos, el reformismo de Lleras Restrepo fue víctima de sus propios éxitos. El campesinado movilizado en tomas de tierras afrontaba con altos costos la violencia de la fuerza pública, eso necesariamente lo radicalizó (Gutiérrez, Villamil y Pedraza, 2023). Los interrogantes sobre el carácter contrainsurgente de la reforma no se hicieron esperar: ¿estaba en realidad deteniendo o más bien apresurando la llegada del comunismo? Incluso, la Alianza para el Progreso, que había sido —como muestra muy bien Greg Grandin (2006)— una propuesta extraordinariamente tímida, ya había agotado cualquier impulso transformador que pudiera tener y los actores claves de las élites también habían cambiado significativamente.10
El nuevo gobierno de Misael Pastrana Borrero (1970–1974), de hecho, mantuvo durante un corto periodo a cuadros claves favorables a la reforma en posiciones directivas, pero para entonces el foco de atención estaba puesto en detener las tomas de tierras y neutralizar a los campesinos movilizados. Pronto se llegó a un acuerdo entre diferentes sectores de las élites económicas y políticas para hundir la reforma, el cual se formalizó en el pacto de Chicoral de enero de 1972 (Acero, 2023). Al Pacto asistieron altos funcionarios del Estado encabezados por Hernán Jaramillo Ocampo, entonces ministro de Agricultura, representantes de los dos partidos —aunque la facción de Lleras Restrepo no estuvo allí— y los gremios de la producción. Cuando los dirigentes de la ANUC protestaron por no haber sido siquiera invitados, tanto el ministro de Agricultura como otros dirigentes les contestaron que en realidad sí habían estado, a través de los dos partidos que representaban a todos los colombianos.
El Pacto de Chicoral fue un acuerdo político y de políticas en el que se construyó una amplia coalición antirreformista. Planteó diseños institucionales específicos y una dirección de desarrollo que se implementaron de manera muy metódica en los años subsiguientes en lo que quedó del gobierno Pastrana (1970–1974) y en el de Alfonso López Michelsen (1974–1978). Para todos los efectos prácticos, el Pacto significó el entierro del reformismo agrario en Colombia, no resucitaría sino mucho, mucho después.
3. Las élites políticas y sus fracturas
Los partidos llegaron al acuerdo de 1958 separados por ríos de sangre. Las desconfianzas se superaron relativamente en las élites, pero siguieron vivas en las bases, y más palpables, largas y complejas entre facciones. La fractura principal del conservatismo era entre laureanistas y ospinistas. Los primeros habían sido los heraldos de la política más extremista contra los liberales, en línea con la retórica de la guerra fría en la década de 1950. Por su parte, los ospinistas acompañaron a Laureano Gómez durante largo tiempo, aunque como parte de las consecuencias de la radicalización del dirigente —violencia extrema, crecimiento de las guerrillas, ataques cada vez mayores contra los «tibios»— terminaron viendo favorablemente el golpe de Estado de Rojas Pinilla. Gómez nunca perdonó esto y trató de bloquear a como diera lugar al ospinismo —por esta razón el primer presidente del FN fue un liberal—.
Los rojos, a su vez, tenían una disidencia que se volvió cada vez más fuerte:11 el Movimiento Revolucionario Liberal (MRL), dirigida por Alfonso López Michelsen, que denunciaba al FN y a las oligarquías bipartidistas, y reivindicaba a la revolución cubana. Esa era la izquierda del partido. El centro y la derecha se agrupaban dentro del oficialismo —también una izquierda que se creó bajo la égida de Lleras Restrepo, a la que se volverá más adelante—, que a su vez tenía múltiples subcorrientes de inspiración regional, de clase, personalista, entre otros.12
Estas etiquetas, dada la naturaleza del sistema político colombiano, fueron cambiando a lo largo del tiempo: algunos laureanistas se volvieron alvaristas, algunos ospinistas se volvieron pastranistas, entre otros. Pero el que acabamos de plantear fue el panorama básico de la vida partidista y faccional tradicional del FN.
3.1 Los partidos en la reforma agraria
Dicho esto, ¿cómo respondió el establecimiento del FN a las propuestas de reforma? Es claro que esta incidió sobre las fracturas entre los partidos. Sus instrumentos principales —la Ley 135 de 1961 y la Ley 1a de 1968— y sus liderazgos —casi sin excepción— salieron de las filas liberales. Los dos mandatos de este partido promovieron, con los límites y problemas del caso, la reforma, mientras que esta se terminó marchitando con los gobiernos de Valencia y de Pastrana. Se puede decir entonces que los periodos a cargo de los liberales ofrecieron un ámbito más favorable al reformismo que los de los conservadores. Por desgracia, no se puede afirmar mucho más.
Ambos partidos tenían a terratenientes poderosos, agresivos y hostiles que a menudo eran sus caciques regionales, abiertamente contradictores de la reforma. Se puede decir que incluso los liberales eran peores en este sentido: oficialistas como Pedro Castro o Hernando Durán Dussán, que para nada eran figuras marginales,13 prometieron reacciones violentas a la redistribución de la tierra y la bombardearon al punto que generaron marcadas discrepancias en su partido. Los liberales, fieles al principio de alcanzar un abanico muy amplio de electores (Gutiérrez, 2017), tuvieron entusiastas promotores, así como enemigos jurados de la reforma.
El proyecto reformista también dividió de manera clara, pero a veces desconcertante, a los conservadores. Los laureanistas se opusieron a ella de manera decidida. Aquí, quien tomó el liderazgo fue Álvaro Gómez, aunque medios conservadores como el periódico El Siglo también fueron muy agresivos contra la reforma y contra el Incora. En tanto, los ospinistas adoptaron una posición más matizada y, de hecho, acompañaron a Lleras Restrepo en su gobierno, lo que implicó al menos un asentimiento tácito a sus propuestas.
Claro que también algunos disidentes de cada facción fueron a contracorriente de su sector. Por ejemplo, Belisario Betancur, un laureanista, no fue refractario a los encantos del reformismo. Si bien esas excepciones no socavaban la posición oficial de la facción respectiva —establecida por sus directorios, periódicos y líderes—, sí dejaban ver que tampoco en el ámbito faccional las cosas fueron tan nítidas. Se observa que los conservadores se iban fragmentando, incluso al interior de sus facciones.
En el Partido Liberal no fueron tan distintas las dinámicas, es más, desde el principio se desarrollaron de manera endiabladamente confusa. Parte de los oficialistas, como ya se dijo, se opuso virulentamente a la reforma, la otra apoyaba un reformismo moderado, el de la Ley 135, y rara vez se movió de ese libreto. Vale la pena mencionar que algunos de estos líderes también eran terratenientes.14
Por su lado, el MRL, la izquierda del partido, atacó la reforma de manera tan salvaje como su derecha. López, su mayor líder, sustentó sus reparos con la reforma de varias maneras. Aunque principalmente cuestionó que era necesario —en un mundo agrario que se volvía cada vez más capitalista— proteger a los trabajadores y no tanto darle un pedazo de tierra a los campesinos que podía no servir de mucho, que las economías de escala harían que el campo colombiano fuera mucho más productivo, que las reformas agrarias frentenacionalistas eran un engaño que, en últimas, favorecía a los terratenientes al comprarles sus tierras a precios superiores a los del mercado (Delgado, 1973).
¿De dónde salieron estas posiciones? De manera más o menos clara, se conocen parte de los vínculos de las élites políticas con los gremios de la producción —un actor central en la política de la época— que sin duda intervenía en las posturas de los diversos sectores. Por ejemplo, un grupo significativo de la plana mayor de la dirección ganadera en el ámbito nacional estaba integrada al laureanismo. Miguel Santamaría Dávila, un líder político muy importante, fue presidente de la Federación Colombiana de Ganaderos (Fedegán), lo mismo que José Vicente Lafaurie, uno de los dirigentes históricos del sector. Otros gremios agrarios también tuvieron fuerte presencia laureanista —hay que recordar que los ricos del campo podían invertir en varios rubros—. El ospinismo contaba también entre sus filas a pesos pesados del mundo gremial agrario, entre ellos, Hernán Jaramillo Ocampo, el mismo personaje que como ministro de Agricultura terminaría hundiendo la reforma en Chicoral.
¿Quizás estos últimos estaban articulados al mundo ganadero? Esa hipótesis no se puede descartar porque del lado liberal los opositores más duros y amenazantes a las reformas también provenían de allí. Ya se vio para el oficialismo liberal. Pero algo análogo puede decirse de López Michelsen, que estaba haciendo un doble juego. López, experto en las políticas de la ambigüedad, abrió con su MRL un canal para la participación del partido comunista y de otras izquierdas en el FN. A la vez, tenía un amplio respaldo en las regiones donde campeaba la hacienda ganadera. De hecho, tal respaldo fue absolutamente esencial para sus éxitos políticos ulteriores. Al atacar a la reforma agraria, López pudo simultáneamente apelar a las bases populares y campesinas del MRL, a sus aliados comunistas y de izquierda, y a sus apoyos ganaderos. Aunque los segundos adquirieron cada vez más peso en su política, hay que recordar que incluso en su gobierno (1974–1978) López tuvo gestos para con las izquierdas15 y simultáneamente optó por un camino de desarrollo agrario basado en la hacienda ganadera y la concentración de la tierra (Alternativa, 1974).
A propósito, el principal partido de oposición del periodo, la Alianza Popular Nacional (Anapo) adoptó una posición análoga, bombardear la reforma, lo que le permitió construir una apelación tanto para sus bases populares —para las que la propuesta era insuficiente— como para sus élites hacendatarias —para quienes era indeseable—.
Aun sabiendo esto, el panorama de las relaciones de los políticos con distintos sectores de clase del mundo de la producción sigue estando incompleto. Parte del problema consiste en que sectores productivos muy importantes adoptaron durante largos años una posición agnóstica frente a la reforma. La proposición de Leon Zamosc (1986) establece que Lleras Restrepo apoyó la reforma como representante de la burguesía industrial, pero después optó por el camino de desarrollo basado en la concentración de la propiedad para la agroindustria. Esto suena eminentemente razonable, pero por desgracia no hay una sola evidencia que lo respalde. Los industriales y su gremio, la Asociación Nacional de Industriales (ANDI), fueron muy tímidos frente a la reforma y no hay muchas situaciones en las que se pueda decir que adoptaron una posición clara a favor de ella. Algo análogo se puede decir de los cafeteros, un sector que en la década de 1960 tenía un peso económico y social enorme en el país. Cierto, su posición fue diferente de la de Fedegán, no se encontró ni la oposición agresiva ni las amenazas de violencia frente a la acción del Estado que emitieron muchos líderes ganaderos, pero tampoco fue de apoyo. Figuras como Hernán Echavarría Olózaga, muy de derecha, pero que se oponía explícita y duramente al tipo de concentración de la tierra que había en Colombia, fueron más la excepción que la regla y, en todo caso, advertían que eran más enemigos de la improductividad asociada a esa concentración que amigos de la reforma (Echavarría, 1971). No se encontraron tampoco con muchos líderes políticos hablando de industrialización, salvo, por supuesto, el propio Lleras Restrepo.
La profundización de la reforma por parte de este, con la consiguiente movilización campesina, tendría un doble efecto de diferenciación y de aglutinamiento en el mundo político y gremial. Los laureanistas escalaron su discurso, planteando la autodefensa contra las tomas de tierras y el derecho de matar a quien ingresara al domicilio de otra persona (Escobar Sierra, 1972). Un sector del llerismo se radicalizó. Incluso personajes muy asociados a la reforma agraria siguieron sólidamente en el oficialismo liberal. Pero figuras como Apolinar Díaz Callejas o Carlos Villamil Chaux adoptaron una posición abiertamente prorreforma y procampesina. A propósito del oficialismo, varios personajes de este participaron en las sucesivas evaluaciones de la reforma de origen parlamentario que, en general, constituyeron esfuerzos por ponerle límites y ordenarlas (Díaz Callejas, 2002; Villamil Chaux, 2015). De manera que fracturas preexistentes se ahondaron y las posiciones pro y antirreforma se hicieron más evidentes.
Al mismo tiempo, la profundización de la reforma asustó a sectores amplios de las élites que venían siendo más receptivas o tolerantes. Esto sucedió por al menos tres razones: la primera fue el énfasis redistributivo. La posición de los reformistas durante la expedición de la Ley 135 había sido combinar redistribución con colonización, la de muchos dirigentes bipartidistas, comenzando por Álvaro Gómez, era que la colonización debería ser el instrumento privilegiado, tanto para darle acceso a los campesinos a la tierra como para incrementar la productividad del campo colombiano, incorporando cada vez más territorios a la economía (Gómez, 1972). Con ello recogían las voces de dirigentes gremiales, comenzando por los ganaderos: «Considerábamos indispensable el fortalecimiento del ímpetu colonizador que fue orgullo, del país en años anteriores [...]. Era incomprensible que en un país con 60 millones de hectáreas aptas para pastos y ganados no se estimulara al máximo a colonización, con todas las facilidades que en países vecinos han dado sorprendentes resultandos» (Santamaría, 1972, diciembre 20). Lleras se opuso a esto, privilegiando la redistribución sobre la colonización: «Yo no creo que se pueda solucionar el problema de la tenencia de la tierra mandando las gentes al Amazonas, como quieren algunos» (Ayala, 1972, noviembre 18).
La segunda razón, la organización y movilización campesinas confirmaron los temores de las élites políticas y económicas. Con la ineficiencia de las políticas agrarias, el campesinado se lanzó a masivas tomas de tierras desde la década de 1970, las cuales tuvieron su clímax en 1971 y entraron en declive a finales de 1974. Contemporáneos y analistas (Zamosc, 1986; Escobar, 2002; Múnera, 1998) coinciden en que el Estado rápidamente perdió el control sobre la organización que había creado, la ANUC, pues empezaron a tener presencia significativa diferentes izquierdas marxistas —maoístas, trotskistas y comunistas—.
La tercera y última, esto llevó a un realineamiento del Estado en el territorio con claras consecuencias. Las movilizaciones campesinas reclamaban diligencia al Incora y simultáneamente funcionaban como presión o facilitadoras para las ventas «voluntarias» de predios por parte de los terratenientes. Como documenta muy bien Zamosc (1986), Lleras Restrepo dio una señal de tolerancia apenas velada a las tomas de tierras. Su equipo agrario radicalizado fue aún más claro en esto. Incluso cuando Pastrana sacó a Villamil Chaux por declaraciones que consideró peligrosas y puso a Antonio Barberena Saavedra como director del Incora, este dijo ante los aplausos de los gremios que no se sintieran tranquilos, pues él «tenía sangre de invasor» (El Espectador, 1971, marzo 7).16
Todo esto, en un contexto internacional que había cambiado significativamente —comenzando por la pérdida total del impulso de la Alianza para el Progreso—, llevó a un realineamiento nacional de las élites. Los ospinistas se unieron con laureanistas, oficialistas liberales y los rescoldos del MRL, representados por Indalecio Liévano Aguirre.17 Este realineamiento fue particularmente visible con el hundimiento de la reforma agraria en el Pacto de Chicoral. Los únicos que no estuvieron por parte de las élites fueron los lleristas. La ANUC fue excluida brutalmente.
4. Trayectorias subnacionales: el caso de Sucre
Lleras Restrepo priorizó al recién creado departamento de Sucre (1967) para ser uno de los pilotos en la implementación de la reforma agraria y lo convirtió rápidamente en uno de sus núcleos de ejecución (Machuca, 2016).18 Pero a pesar del vehemente impulso del gobierno nacional, en el departamento hubo posiciones encontradas respecto a la reforma que no fueron precisamente acordes a la orientación de los partidos en el ámbito nacional.
Durante el siglo XX la hacienda ganadera era, en esencia, la que sostenía la economía sucreña. Buena parte de las élites políticas del departamento provenía de ese mundo. En el panorama político de la época predominaba el Partido Liberal, divido en tres facciones: el Movimiento Popular (Mopul) encabezado por Apolínar Díaz Callejas, llerista y partidario entusiasta de la reforma agraria. Además, se encontraba el Movimiento Social de Sucre, dirigido por José Guerra Tulena,19 originario de una familia ganadera y activo participante del gremio, incluso como fundador de Fedegán en el departamento —Fondo Ganadero de Sucre, 1967—. Finalmente, el Movimiento de Renovación (Moral), liderado por Gustavo Dájer Chadid, que inició su vida política bajo el ala de Guerra Tulena y poco a poco creó su propia facción (Escobar, 1999). Por su parte, el Partido Conservador sucreño estuvo bajo la égida del ospinismo y del pastranismo. El primer líder fue Manuel Álvarez Sampayo y lo sucedió su discípulo, Carlos Martínez Simahan, que llegó a la gobernación del departamento en 1970.
4.1 Liberales reformistas
Contrario a lo que se esperaría, Guerra Tulena —fundador de Fedegán en Sucre— adoptó una posición negociadora frente a los conflictos por la tierra, a pesar de que su gremio era abiertamente opositor de la reforma en el debate nacional. Incluso promovió activamente la donación de 64 500 hectáreas de tierras ofertadas al Incora y buscó acuerdos con los campesinos para prevenir las invasiones. Intentaba mantenerse cercano a los ganaderos y a una posible base electoral entre los campesinos, aunque sus intereses pudieran ser más clientelistas que reformistas (Escobar, 1999): «Esto lo hacían por autoprotección y a la vez, para conseguir votos del campesinado».20
El principal contendor político del senador Guerra Tulena fue Apolinar Díaz Callejas, nombrado gobernador entre 1967 y 1968. Su gestión fue crucial para el campesinado, como negociador, pero también como promotor de la reforma en representación del gobierno nacional. Díaz Callejas duró solo un año en la gobernación. El entonces presidente Lleras Restrepo prefirió designarlo como ministro de Agricultura después del declarado rechazo de las élites departamentales por su activismo a favor de la reforma y su lucha contra otras facciones más consolidadas.
A pesar del corto mandato, su movimiento político Mopul tuvo presencia electoral significativa, particularmente, en las zonas de mayor conflictividad agraria —Colosó, Caimito, Los Palmitos, Toluviejo, Chalán, San Onofre y San Pedro—. Allí se ganó la simpatía de los campesinos beneficiarios de la reforma (Escobar, 1999) y obtuvo éxitos valiosos. En la elección de 1970 incluso derrotó a Guerra Tulena, aunque a finales de la década de 1970 la facción de este último volvió a adquirir su posición dominante (Escobar, 1999). Aunque ambas facciones competían por el campesinado elector, sus diferencias no marcaron abismos radicales o, al menos, no en torno a la reforma agraria.
4.2 Divisiones ineludibles: la reforma para los conservadores
Mientras en el Partido Liberal la reforma agraria parecía más un puente de diálogo entre sus facciones, otra sería la historia del Partido Conservador. Los gobernadores que sucedieron a Díaz Callejas se mostraron mucho más reacios a respaldar la reforma y las transformaciones agrarias, a expensas de perder el apoyo campesino.
La ANUC —creada en 1968— crecía vertiginosamente y se posicionaba como un actor significativo en la política nacional y regional (Machuca, 2016), y cuya favorabilidad, para nada despreciable, empezó a ser atractiva para los aspirantes a cargos de elección popular, pero al mismo tiempo despertaron alertas entre los terratenientes.21
El conservador Manuel Álvarez Sampayo, gobernador entre 1968–1969, rápidamente atendió sus temores y torpedeó los avances de la reforma adelantados en las gobernaciones anteriores: primero, puso grandes limitantes institucionales a la adjudicación de predios; segundo, se negó a continuar las posibles negociaciones de tierras entre el campesinado, los terratenientes y el Incora; tercero, quebró la relación de cooperación entre campesinos y gobierno local. En contraste, se dedicó a la promoción de arreglos clientelistas (Escobar, 1999; Reyes, 1978), insuficientes para mantenerlo establemente en el espectro político del departamento.
Hasta entonces, la constelación de fuerzas revelaba que los conservadores sucreños no se distanciaban para nada de la orientación de su partido. La llegada de Carlos Martínez Simahan a la gobernación en 1970 cambió la situación. En aquel momento la ANUC ya tenía un poder de convocatoria y movilización enorme. Después de la declaración del Primer Mandato Campesino el 22 de agosto de 1971, las tomas de tierras en Sucre alcanzaban enormes proporciones —de ser 5 en 1970 pasaron a 59 en 1971—. Los epicentros fueron las subregiones de mayor latifundio ganadero —municipios de Corozal, Los Palmitos y Ovejas—. Paralelamente, aumentó la hostilidad de terratenientes y ganaderos, quienes fundaron un grupo declarado en oposición a las acciones de la ANUC, tildándola de subversiva.
Las confrontaciones se iban agravando y las exigencias a Martínez Simahan no se detenían. De parte de los líderes campesinos hubo comunicaciones reclamando soluciones concertadas a los conflictos y respuestas contundentes para atender la desigualdad en la tenencia de la tierra. El diálogo resultó parcialmente quebrantado con el pronunciamiento del gobernador respaldando a los grupos de terratenientes. Con ello, se instaló en el ambiente una percepción de favorabilidad hacia las acciones violentas de los hacendados con lamentables consecuencias: agresiones directas contra cooperativas de campesinos de la ANUC.22
La relación entre los gremios —en especial, el ganadero— y la gobernación se deterioró. Durante 1971 los terratenientes pertenecientes a Fedegán solicitaron en múltiples ocasiones la intervención del Gobierno nacional para frenar las invasiones de tierras, objetando que no se estaban tomando medidas suficientes en contra del abigeato y exigiendo la destitución del gobernador.23 Además, en una asamblea que reunió a ganaderos y agricultores del departamento los gremios exigieron por unanimidad la declaración de estado de sitio en Sucre para que el orden fuera «re–establecido» por un gobierno militar.24
El panorama nacional parecía conveniente para una solicitud de ese estilo. Pastrana discutía con los gremios económicos y las élites políticas la manera ideal de contener las invasiones campesinas (Gutiérrez, 2019), pero en Sucre, de manera más bien sorprendente, Martínez Simahan cambió de rumbo y rechazó contundentemente las agresiones cometidas contra los campesinos, además, respaldó a los campesinos y nuevamente abrió la puerta a las negociaciones para la compra de predios por parte del Incora; incluso, el gobernador intentó recomponer un diálogo intersectorial que permitiera frenar las invasiones y menguara el descontento de los terratenientes.
Su apoyo no fue desatendido por la ANUC: «A pesar [de las] absurdas acusaciones de ciertos senadores de este departamento contra gobernador Martínez Simahán expresámosle cuenta [con el] respaldo [del] campesinado del departamento»25. Sin embargo, los terratenientes no dejaron de enviar extensos argumentos para que el entonces presidente Pastrana destituyera a Martínez Simahan, acto que sucedió finalmente en 1971.
El efecto inmediato fueron abundantes comunicaciones a la Presidencia por parte de múltiples organizaciones campesinas y sociales que se manifestaron para blindarlo de la destitución.26 La presión desde abajo obligó al Gobierno nacional a volver a nombrarlo como gobernador. Se trataba pues del surgimiento de alianzas inesperadas entre el gobernador conservador —dispuesto a persistir en la reforma agraria— y los campesinos simpatizantes. La estrategia de tenazas que inició durante la gobernación de Apolinar Díaz Callejas marcaró una disposición de cooperación entre ambos sectores que se mantuvo en los años de mayor impulso de la reforma y que determinó la principal fractura en el departamento, la del Partido Conservador.
La política de acuerdos de negociación con el campesinado fue fatalmente minada, tanto por el Pacto de Chicoral en el ámbito nacional como como por las orientaciones del siguiente gobernador, Isaías Carriazo, un conservador que, aunque no se oponía abiertamente a la reforma ni desconocía las causas que la hacían imperiosa, sí reproducía el discurso que tildaba al campesinado de subversivo y presentaba sus acciones como meros actos de desobediencia de la fuerza pública e de incitación al desorden. Esto tuvo lugar en medio de una intensa competencia partidista y faccional. Carriazo señaló al Mompul de incitar la movilización y apoyar las invasiones de tierras:
Las puertas de mi despacho están permanentemente abiertas para el diálogo con ellos. Infortunadamente pocas semanas antes del debate electoral pasado, se iniciaron en el departamento las Invasiones a predios rurales [...]. El grupo político que orienta el Senador [sic] Díaz Callejas, por lo menos en los órganos de difusión que tiene en el Departamento [sic], hacía eco constante a la actividad subversiva.27
Carriazo también estigmatizó a las organizaciones campesinas acusándolos de colaborar con el Ejército Popular de Liberación (EPL). El hecho rompió cualquier posibilidad de diálogo con la gobernación y distancio a la ANUC.28 La cohesión partidista desapareció y se amplió una brecha enorme entre Martínez y Carriazo:
Finalmente, le hablaré como gente de mi generación que aspira a que los políticos empecemos a solucionar los problemas sociales: el condicionamiento mental no le va a permitir a Carriazo enderezar la nave de Sucre. No tiene idea del manejo fiscal y la situación con los campesinos se agravará cada día. No es bueno sostener por más tiempo a quien ya permitió muertes de campesinos por incapacidad para el diálogo y por impudencia. No es muy procedente hacer comparaciones, pero en un solo día durante mi gobierno invadieron 43 fincas. A los 3 días se les desalojó, sin usar o intentar usar armas de fuego. Conversaciones, sinceridad y comprensión del problema real de los sin tierra sirvieron para regresar a la normalidad. Si a Sucre no se le da un mandatario abierto a esos problemas, puede convertirse en una hoguera difícil de apagar; el 80% de sus gentes son aparceros y arrendatarios, allá no hay industrias ¿Por qué se va a enfrentar el gobierno del frente social [a] esos necesitados?29
4.3 Recuperar lo perdido
Los liberales volvieron a la gobernación en 1974 con Gustavo Dájer Chadid. En medio del auge de la toma de tierras en el departamento y el adverso ambiente en el que quedaron los actores sociales y políticos del departamento, Dájer construyó una propuesta de negociación con los campesinos basada en la combinación de estrategias de represión y maniobras clientelistas; además, propuso de «tregua» para lo que efectivamente se había convertido en una clara confrontación de clases entre campesinos y hacendados ganaderos:
Dajer entra a jugar [sic] un papel cuando es gobernador, en el 74 ese año hubo unas 65 tomas de tierra en Sucre [...]. Dajer pedía como treguas y nosotros accedíamos a esas treguas. Cuando se cumplía la tregua y no había solución, la gente volvía a entrar a las tierras y el número de fincas era mayor. Cuando dimos la primera tregua solamente había unas 20 tomas de tierra, en la segunda había 45 y en la tercera tregua había 65 tomas.30
Por consiguiente, organizó una negociación masiva que detuviera completamente las invasiones, evitando así que las tomas de tierras se salieran del control institucional (Escobar, 1999). Se ofreció igualmente para mediar en la negociación de veinte predios que podían ser reclamados por el Incora y, por otra parte, desplegó acciones militares conjuntas con el Batallón Voltígeros de Barranquilla, el cual estuvo en Sucre hasta las elecciones de 1975: «Dager y Absalón Guerra, un comandante de policía de Sucre, solicitaron que se diera una tregua hasta que pasaran las elecciones. Esa tregua estaba acompañada con la amenaza a los dirigentes de ser responsables de lo que pudiera suceder».31
El Gobierno central, así como la facción de Manuel Álvarez Sampayo, celebraron la gestión del gobernador liberal,32 a pesar de los claros desacuerdos de los hacendados ganaderos.33 Los campesinos siguieron negociando con Dájer Chadid y lograron consolidarse sustanciales entregas de tierras en la región de Montes de María (Escobar, 1999).34 El momento de la mayor sinergia reformista entre las fuerzas políticas del departamento a favor de la redistribución de la tierra, justo cuando los partidos nacionales se acogían al Pacto de Chicoral.
Conclusiones
Las fracturas de élites nacionales o regionales generadas por el reformismo agrario frentenacionalista casan muy bien con las expectativas teóricas más convencionales o con una visión doctrinaria del proceso.
En este artículo se concentró en las élites políticas, mostrando que estaban profundamente divididas, especialmente, alrededor de la reforma agraria. Esto no quiere decir que no estuvieran también unidas por mil vínculos de intereses y de sociabilidad común: las dos realidades pueden coexistir, incluso en un sistema político clientelista y muy faccionalizado en donde hay fuertes incentivos para que los actores apelen a auditorios más heterogéneos. Lo anterior implica también que sea difícil mapear las coaliciones a partir de las diferencias partidistas y faccionales hacia las estructuras de clase o hacia el eje izquierda–derecha. Inesperadamente, sectores tradicionalmente cercanos a los gremios económicos que se oponían a la reforma terminaron conciliando con las facciones reformistas, incluso oponiéndose a las directrices de sus propios partidos.
Se afirmó al principio que este análisis terminaba allí donde el de Albertus (2015) comienza. También diverge de él, tanto en las conclusiones como en el énfasis. En rigor, el análisis de Albertus establece que en las democracias liberales es difícil hacer las reformas agrarias, no que es imposible. Históricamente, es claro que se han podido hacer y bien. La experiencia del FN, aunque terminó hundiéndose, puede ofrecer lecciones significativas sobre el cómo y sobre los peligros que acechan a los reformistas, como en su momento lo entendió Hirschman (1963).
La política y los políticos no son simples ventrílocuos de la estructura, tienen un cierto margen de maniobra con respecto de ella. Construir coaliciones viables y relativamente estables es fundamental para el éxito de cualquier propuesta reformista. Estas coaliciones pueden ser muy heterogéneas —también del lado opuesto a la reforma—. En ese sentido, la movilización campesina es fundamental y puede ser determinante para el mantenimiento de una coalición viable. El caso sucreño es muestra de ello. También los tiempos son cruciales: entre más lenta la reforma, más frustraciones genera entre sus apoyos —comenzando por los propios campesinos— y menos probable es que tenga éxito.
Particularmente interesantes son las diferencias significativas entre las posiciones sobre la reforma en los ámbitos nacional y departamental. De ellas no se puede deducir que «el locus del mal» estuvo en uno o en otro (Gutiérrez, 2019), más bien que los sistemas de incentivos en los dos ámbitos fueron sustancialmente diferentes. Y como la reforma generó sus propias dinámicas, en las regiones en las que en efecto se llevó a cabo «envalentonó tanto a terratenientes como a campesinos» (Hobsbawm, 2018). También dio origen a fracturas faccionales idiosincráticamente regionales. Algunos líderes optaron por el apoyo a la reforma, otros por la negociación con los campesinos, en ocasiones midiendo la alternativa más rentable a partir de una perspectiva clientelista, y algunos más optaron por la vía represiva. Esta última línea tuvo cabida, no por la movilización campesina, sino por su derrota, algo que seguramente estuvo relacionado con la total incapacidad por parte de la ANUC de traducir sus enorme poder de convocatoria y movilización en realidades electorales.35 Explicar esto está más allá de los límites de este artículo, pero el punto sugiere que los reformistas pueden tener un margen de maniobra más amplio del que se imaginan si entienden que el mundo de lo regional obedece a dinámicas diferenciadas con respecto del nacional una vez la reforma se pone en movimiento.
Notas
* Este artículo contiene la documentación trabajada por el equipo del Observatorio de Tierras y fue producto del proyecto de investigación Conflictos agrarios, conflicto armado e instituciones: relaciones, interacciones y causalidades, financiado por el Ministerio de Ciencia Tecnología e Innovación (Minciencias) durante 2023.
1 Estrategia estadounidense para América Latina en el periodo, la cual terminó —o comenzó— siendo más una cortina de humo que cualquier otra cosa.
2 También a las izquierdas y a las organizaciones sociales. Esto merecería una consideración separada, aún pendiente por conocer en la literatura nacional.
3 Apolinar Díaz Callejas —gobernador de Sucre (1967–1968) y ministro de Agricultura (1968–1969)— estuvo a la cabeza de este proceso como ícono reformista en el departamento.
4 Al menos en los documentos fue así, pues la realidad fue mucho más diversa.
5 Waldman (2007) propone el uso del término en plural, criticando a autores como Robert Michels (1979) y Vilfredo Pareto (1966) que hablan de una élite unificada.
6 Para el caso del reformismo agrario colombiano, el fantástico texto de Albert Hirschman (1963) es una excelente puerta de entrada.
7 Comenzando por el Instituto Colombiano de Reforma Agraria (Incora).
8 Varios de los diseños institucionales creados por la ley, como el propio Incora y la Unidad Agrícola Familiar (UAF), estuvieron vigentes durante décadas y durante largos periodos ejercieron una influencia, en esencia, positiva sobre el campo colombiano, incluso, aunque se haya avanzado poco en las transferencias de activos agrarios hacia los labriegos y los cambios fueran apenas muy marginales en la tenencia de la tierra.
9 Ejemplo de ello fueron Apolinar Díaz Callejas como gobernador de Sucre y ministro de Agricultura, y Carlos Villamil Chaux como director del Incora, para nombrar a solo dos de los más prominentes.
10 El país de la Ley 135 era una Colombia de bipartidismo y bandoleros rojos o azules; el de la Ley 1a era una Colombia en la que el bipartidismo estaba seriamente amenazado y en la que las guerrillas de inspiración marxista o nacionalista revolucionaria habían reemplazado casi en su totalidad a los bandoleros.
11 Hasta ser absorbida por el partido durante el gobierno de Lleras Restrepo.
12 Muchas de las corrientes se habían consolidad en los ámbitos nacional y regional. Muestra de ello era que contaban con un periódico y un par de emisoras, o al menos con medios afines.
13 Castro había sido ministro de Agricultura en 1948 y era personaje muy respetado en ese ámbito. Durán era uno de los grandes caciques de los Llanos, con poder electoral específico desde muy temprano —terminaría siendo considerado presidenciable—, además de figura asociada al bandolero Dumar Aljure.
14 Un caso emblemático es el del caucano Víctor Mosquera Chaux, que en lugar de atacar virulentamente las transformaciones se acomodó tranquilamente a ellas, tratando de limitarlas y dirigirlas.
15 Designó un rector marxista de la Universidad Nacional, otorgó la personería jurídica a la central comunista — Confederación Sindical de Trabajadores de Colombia (CSTC)— y tuvo una ministra de Trabajo relativamente progresista.
16 Después se retractó a medias: el ambiente de la opinión pública había cambiado sustancialmente y se acercaba Chicoral.
17 Intelectual bolivariano de centro–izquierda que después fue canciller bajo el gobierno López.
18 El Incora adjudicó 102 530 hectáreas entre 1968 y 1995, logrando algunos efectos redistributivos (Escobar, 2002; Escobar, 1999; Zamosc, 1986).
19 Terminaría convirtiéndose en uno de los caciques emblemáticos del liberalismo de la Costa Caribe.
20 Fuente de archivo: CINEP, 1979, Entrevista 01–144.
21 Fuente de archivo: CINEP, 1979, Entrevista 01–193.
22 Fuente de archivo: AGN, 14 de enero de 1970.
23 Alberto Olivares Prados, presidente de Fedegán Seccional Sucre, transmitió varias comunicaciones al Ministerio del Interior y a la Presidencia para dicho objetivo (Fuente de archivo: AGN, 5 de julio de 1971).
24 Fuentes de archivo: AGN, 5 de julio de 1971; AGN, 14 de enero de 1970.
25 Firman la ANUC departamental y su presidente (Froilán Rivera) y su secretario Santiago Imbeth (Fuente de archivo: ANG, 30 de junio de 1971).
26 El secretario de la ANUC Sucre expresó que Martínez había querido resolver los conflictos de manera concertada y nunca desde la violencia (Fuente de archivo: AGN, 10 de mayo 1971).
27 Fuente de archivo: AGN, 29 de septiembre de 1972.
28 Fuente de archivo: AGN, 29 de septiembre de 1972.
29 Fuente de archivo: AGN, 5 de enero de 1973.
30 Fuente de archivo: CINEP, 1981, Entrevista 01–145.
31 Fuente de archivo: CINEP, 1981, Entrevista 01–145.
32 Fuente de archivo: AGN, 29 de septiembre de 1972.
33 Fuente de archivo: AGN, 5 de enero de 1973.
34 Sin embargo, los canales se diálogo institucional se irían resquebrajando, entre otras cosas por la implementación de violencia pública y privada, tanto desde los gobiernos nacionales como desde los departamentales después de 1975 (Escobar, 1999). Pero esto ya va más allá del periodo de análisis de este artículo.
35 Que a su vez es producto de posiciones tanto del llerismo como de la izquierda representada en la ANUC respecto a la relación entre luchas sociales y elecciones.
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