ISSN (impreso) 0121–5167 / ISSN (en línea) 2462–8433
SECCIÓN GENERAL
Jorge Battaglino1 (Argentina)
1 Licenciado en Ciencia Política. Magíster y doctor en Política Latinoamericana. Profesor de la Universidad Torcuato Di Tella e investigador principal del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina. Correo electrónico: jbattaglino@utdt.edu – Orcid 0000–0002–9399–7748 – Google Scholar https://scholar.google.com.ar/citations?hl=es&user=eCPHrJlkI9oC
Fecha de recepción: julio de 2024
Fecha de aprobación: mayo de 2025
Cómo citar este artículo: Battaglino, Jorge. (2025). Límites a la militarización de la política. El caso de las reacciones civilistas en América Latina. Estudios Políticos (Universidad de Antioquia), 73. https://doi.org/10.17533/udea.espo.n73a08
Resumen
¿Cuáles son los límites a los procesos de militarización de la política?, ¿de qué modo se han revertido?, ¿cuáles son las características de la siguiente fase? El objetivo de este artículo es analizar el concepto de reacciones civilistas como un límite que se ha presentado a la militarización de la política en América Latina. El principal argumento es que las reacciones civilistas han sido una respuesta a etapas previas de militarización extrema definidas en términos de autonomización militar de la política tradicional. El concepto de «reacción civilista» no ha sido analizado por la literatura sobre relaciones civiles–militares. Desde el punto de vista metodológico, el artículo examina en perspectiva comparada cuatro casos de reacciones civilistas en distintos países y periodos: Brasil (1891), Chile (1932), Colombia (1958) y Argentina (1983). A tal fin, se identificó un proceso común que atravesó tres etapas: condiciones antecedentes a la militarización extrema, militarización extrema y reacción civilista.
Palabras clave: Régimen Político; Militarización; Reacción Civilista; Fuerzas Aarmadas; Pretorianismo; América Latina.
Abstract
What are the limits to the processes of militarization of politics? How have they been reversed? What are the characteristics of the next phase? The aim of the article is to analyze the concept of civilian reactions as a limit that has been presented to the militarization of politics in Latin America. The main argument is that civilian reactions have been a response to previous stages of extreme militarization defined in terms of military autonomization of traditional politics. The concept of “civilian reaction” has not been analyzed in the literature on civil–military relations. From a methodological point of view, the article examines in comparative perspective four cases of civilian reactions in different countries and periods: Brazil (1891), Chile (1932), Colombia (1958) and Argentina (1983). To this end, a common process was identified that had three stages: the conditions preceding the extreme militarization, the extreme militarization and the civilian reaction.
Keywords: Political Regime; Militarization; Civilian Reaction; Armed Forces; Praetorianism; Latin America.
Introducción
La militarización de la política ha regresado a América Latina y al resto del continente. Países como Estados Unidos, que parecían inmunes a ese fenómeno, han experimentado en los últimos años un proceso de politización de sus militares que ha sido definido como «único y alarmante» (Golby, 2021, p. 149). Cabe señalar que la idea del «regreso del militarismo» debería ser matizada, dado que se trata de una dinámica que nunca se retiró por completo de la política latinoamericana y que asumió distintas formas en las últimas décadas (Diamint, 2015; Pion–Berlin y Acacio, 2020). Aunque es innegable que la frecuencia de los golpes de Estado se redujo en los últimos años, se han mantenido distintas formas de interferencia de las Fuerzas Armadas en la política (Croissant, Eschenauer y Kamerling, 2017), por ejemplo, la «intervención furtiva» (Akkoyunlu y Lima, 2022).
Asistimos a una nueva oleada de politización militar que se ha conceptualizado como «pretorianismo civil» (Pion–Berlin y Trinkunas, 2010) o «derechas neopatrioticas» (Sanahuja, Vitelli y López, 2023), con algunos rasgos particulares como la lógica de «activación civil» (Golby, 2021; Robledo, 2023; Jenne y Martínez, 2022). Aunque este proceso es distinto en cada país, tiene un alcance regional muy amplio (Robledo y Verdes–Montenegro, 2023).
La militarización es un concepto multidimensional. En una definición amplia, se trata de un proceso que naturaliza en una sociedad la participación militar y de medios militaristas para resolver distintos problemas de la política de una nación (Tickner, 2022). En su dimensión política, la militarización se desarrolla cuando la sociedad y los políticos legitiman a los militares como un actor político más, al que se le atribuye la capacidad, la misión y la responsabilidad de arbitrar y resolver disputas políticas utilizando en grado variable los medios que mejor conoce y administra: el monopolio de la fuerza estatal. Supone la conformación de alianzas civiles–militares que no sólo contribuyen a naturalizar el carácter partidista de las Fuerzas Armadas, sino que las termina convirtiendo en la última ratio del sistema por encima de cualquier institución o regla democrática. En este sentido, sólo es posible cuando se produce una convergencia negativa entre actores civiles que atribuyen legitimidad a los militares como actor de la política y militares dispuestos a asumir ese rol.
Sin embargo, la militarización es un proceso y, como tal, se encuentra sometido al impacto de variables estructurales y de agencia. Los países que experimentaron largas etapas de militarización —por ejemplo, Argentina— no estuvieron condenados a permanecer en esa condición de manera indefinida. Del mismo modo, las democracias consolidadas pueden experimentar retrocesos militaristas. Como cualquier proceso político, ambas fases, militarización y desmilitarización, pueden ser alteradas por el impacto tanto de factores exógenos e inesperados como por una guerra o una gran crisis económica que pueden modificar la definición de los intereses y la cultura de los actores sociales y políticos dominantes respecto al rol que se le atribuye a las Fuerzas Armadas.
¿Cuáles son los límites a los procesos de militarización de la política?, ¿de qué modo se han revertido?, ¿cuáles son las características de la siguiente fase? El objetivo principal del artículo es analizar el concepto de reacciones civilistas como una respuesta civil a un periodo previo de militarización extrema de la política, usualmente, una dictadura prolongada, una sucesión de regímenes militares o una etapa de predominio de las Fuerzas Armadas en el sistema político. El principal argumento del trabajo es que las reacciones civilistas son una respuesta a etapas previas de militarización extrema donde los militares se autonomizan de sus aliados políticos y buscan permanecer en el poder más allá de la expectativa que tenían los grupos civiles que en un principio pudieron haber promovido y apoyado su acceso al poder. De este modo, la militarización extrema termina por provocar una reacción civilista que se caracterizan por la emergencia de actores políticos que deciden abandonar la opción pretoriana, que dejan de lado la búsqueda de alianzas con las Fuerzas Armadas. La militarización extrema puede provocar consecuencias tan negativas para las sociedades que terminan por promover un cambio en su cultura, concepción de sus intereses y su apoyo a la democracia. En otras palabras, una reacción civilista expresa un momento de predominio de la política civil, en el que sus principales actores deciden que la democracia «es el único juego disponible en la ciudad» (Linz y Stepan, 1996).
Este último aspecto es el que diferencia a una reacción civilista de un proceso de desmilitarización que, aunque supone la retirada de los militares del gobierno, no implica, necesariamente, el abandono por parte de los partidos principales de estrategias de activación política de los militares o que sigan siendo percibidos como actores legítimos de la política (Lamb, 2000). En cambio, en las reacciones civilistas, el pretorianismo o la activación militar por parte de políticos civiles desaparece del menú de opciones de los partidos dominantes. De este modo, las reacciones civilistas representan un tipo más profundo de desmilitarización, en el que las Fuerzas Armadas son neutralizadas como actor político.
Se trata de una indagación que se enmarca en los estudios sobre relaciones civiles–militares, aunque otorga un énfasis distinto a los términos de la ecuación civil militar que está presente en la literatura dominante sobre el tema. Tradicionalmente, se ha examinado la dimensión militar de ecuación en relación con los determinantes del poder de las Fuerzas Armadas, sus distintas formas de proyección e intervención en la política y en otras esferas sociales, y las dinámicas relacionadas con su regreso a los cuarteles. En este caso, se ha privilegiado una reflexión orientada a identificar condiciones que favorecen el fortalecimiento del término civil de la ecuación.
Desde el punto de vista metodológico, el artículo analiza, en perspectiva comparada, cuatro casos de reacciones civilistas en distintos países y periodos: Brasil (1891), Chile (1932), Colombia (1958) y Argentina (1983). Para los fines de la comparación se utiliza el método de la semejanza que consiste en identificar un factor común presente siempre en los casos seleccionados —las reacciones civilistas— para luego identificar factores explicativos similares en cada uno de ellos. A tal fin, se identifica un proceso común a todos en tres etapas: las condiciones antecedentes a la militarización extrema, la militarización extrema y la reacción civilista.
1. Marco teórico
El concepto de «reacción civilista» no ha sido analizado por la literatura sobre relaciones civiles–militares,1 la cual se ha concentrado principalmente en el estudio de los golpes de Estado, el papel de los militares en las transiciones a la democracia y en el concepto de control civil.
Las condiciones antecedentes son aquellas que preceden a las etapas de militarización extrema que, en los casos analizados, están caracterizadas por dos contextos diferenciados. En Brasil, Chile y Colombia existía un patrón de creciente pretorianización de la política; aunque los militares se encontraban, en general, subordinados a las autoridades civiles y, en algunos casos, como el de Colombia, prevalecía una fuerte cultura civilista, en los tres casos mencionados hubo un proceso de politización militar incremental con una clara dinámica de activación civil de las Fuerzas Armadas. En contraste, en Argentina, previo al golpe de Estado de 1976, hubo una prolongada etapa de intervencionismo militar que se manifestó en la organización de seis golpes de Estado exitosos, muchos más que no prosperaron y un elevado grado de influencia militar en la política que contaba con el apoyo de los principales partidos políticos.
La etapa de militarización extrema que se desarrolla en Brasil (1891–1894), en Chile (1925–1932), en Colombia (1953–1958) y en Argentina (1976–1983) se caracterizó por la toma directa del poder por parte de las Fuerzas Armadas como institución o de algunas de sus principales facciones, las cuales tomaron el control del Estado mediante un cambio no programado de gobierno. El golpe dio inicio a una etapa de predominio político militar cuya característica distintiva fue su intento de transformar el sistema político al intentar socavar las bases de poder de los partidos tradicionales. Se trató, en suma, de una etapa de autonomización de las Fuerzas Armadas que terminó por provocar en todos los casos la reacción de los partidos tradicionales que comenzaron a definir a los militares como una amenaza.
Los periodos de militarismo extremo potencian las tensiones y conflictos intramilitares respecto a los roles y misiones que las Fuerzas Armadas están destinadas a ejercer. El conflicto que surge es entre un sector más orientado a lo profesional que busca reducir la intervención militar a su mínima expresión, de manera tal de evitar la constante politización de la institución, y otro que considera que la politización es fundamental para evitar que el contexto termine por afectar la cohesión militar y la defensa nacional.
Las etapas de militarización extrema se agotan como resultado de tres factores: i) la creciente oposición civil a la preminencia política alcanzada por los militares, ii) las divisiones intramilitares que se potencian como resultado de la politización y iii) la propia dinámica política a la que queda sujeto un régimen militar cuando debe gestionar el Estado. Distintas combinaciones de estos factores conducen a que las élites partidarias acuerden dejar atrás el pretorianismo mediante un pacto formal o informal, cuyo principal objetivo es la desactivación de los militares como actores políticos. Así, las Fuerzas Armadas sufren un proceso de deslegitimación generalizado que empieza por el rechazo social a su rol político y que se difunde a otras dimensiones de las relaciones civiles–militares. Esta deslegitimación es aún mayor cuando el régimen militar no logra construir una base propia de poder como resultado de su fracaso económico, los grados de violencia interna desplegados o, como en el caso de Argentina, su derrota en un conflicto bélico. En paralelo, las crecientes disputas intramilitares son explotadas por los políticos civiles para acelerar la caída del gobierno militar. La fragmentación militar contribuye a su debacle como gobierno y la unidad civil abre una etapa de estabilidad de un régimen político no pretoriano.
La deslegitimación como actor político permite diferenciar a estos fenómenos de otras situaciones de desmilitarización más comunes, por ejemplo, las denominadas transiciones pactadas desde gobiernos autoritarios, cuando los militares abandonan el poder sin perder el apoyo de distintos actores sociales, económicos y políticos (O'Donnell, Schmitter y Whitehead, 1988).
Las reacciones civilistas se caracterizan por la implementación de estrategias de control civil, cuyo principal objetivo es el de debilitar al actor militar para dificultar su retorno al poder. Entre ellas, cabe mencionar la creación de rivales funcionales, la reducción del tamaño de las Fuerzas Armadas, la disminución del presupuesto y de la compra de equipamiento, el juzgamiento de militares de la etapa previa, cambios en el marco normativo, la creación de instituciones de gobierno político de los militares, la resolución de conflictos limítrofes, entre otras (Trinkunas, 2005).
Las políticas implementadas durante las reacciones civilistas intentan evitar el retorno político de los militares y elevar el costo de una nueva intervención, es decir, se orientan a neutralizar a las Fuerzas Armadas como actor político. Su objetivo primario es lograr la subordinación de las Fuerzas Armadas a la política civil, entendiendo a aquella como una conducta militar de obediencia a las autoridades civiles constitucionalmente elegidas. Dado que la subordinación militar no es equivalente al control civil, el cual supone la supervisión de las actividades militares por parte de una estructura civil de gobernanza de la defensa, es posible encontrar casos, como los de Colombia y Brasil, donde la reacción civilista coexistió con grados considerables de autonomía militar en distintas áreas.
¿A qué se refiere la subordinación y el control civil? La subordinación es una conducta militar que supone el cumplimiento de las órdenes que emanan de la autoridad política democrática, por lo tanto, implica la ausencia de golpes de Estado exitosos. La subordinación puede descansar en una relación de fuerza, ya sea en el sistema político o al interior de la institución militar, desfavorable a posturas intervencionistas, en el temor a las sanciones o, en el mejor de los casos, en la internalización de valores democráticos entre los uniformados. Por su parte, el control civil democrático consiste en la existencia de capacidades estatales para el diseño, la implementación y la supervisión de las políticas militar y de defensa. En las democracias contemporáneas, el Ministerio de Defensa conducido por civiles es la institución responsable de tales funciones. Para ello, es preciso que se cuente con una estructura organizativa ministerial compuesta por agencias intraministeriales dirigidas por civiles, normas que los empoderen y recursos humanos especializados. La experiencia reciente de los países sudamericanos revela que, aunque la subordinación se ha difundido en toda la región, la implementación del control civil democrático ha sido más despareja. Esto se debe a que en algunos casos lo militares han resistido su implementación, mientras que en otros son los mismos civiles lo que han decidido delegar en las Fuerzas Armadas el manejo de sus asuntos internos (Pion–Berlin, 2009).
Este aspecto llama la atención sobre el hecho de que las reacciones civilistas pueden estar limitadas por prácticas previas de autonomía militar y por desafíos de gobernabilidad y de gestión estatal que favorecen la práctica de la subordinación antes que el establecimiento de políticas de control civil. En el caso de Colombia, por ejemplo, la reacción civilista luego del fin del régimen militar de Gustavo Rojas Pinilla en 1958 estuvo condicionada por la intensidad de su conflicto interno, algo que impidió la reducción del tamaño de las Fuerzas Armadas y que impulsó a los políticos a aceptar la autonomía militar en cuestiones de seguridad interna.
2. Resultados
2.1 Brasil, la República de la espada, 1891–1894
2.1.1 Condiciones antecedentes
La participación de los militares en la política del Brasil independiente fue signiticativa hasta la abdicación de Pedro I en 1834. A partir de entonces la monarquía comenzó a debilitar al Ejército, reduciendo su tamaño y creando a la Guardia Nacional como un rival funcional (Fausto, 2003, p. 115). La politización de los militares volvió a cobrar fuerza con la guerra de Paraguay que provocó la movilización de miles de soldados y un creciente descontento militar por el manejo del conflicto por parte del emperador. Sin embargo, la desconfianza de la Monarquía hacia el Ejército persistió y una vez concluida la guerra se redujo la cantidad de efectivos militares de 100 000 en 1870 a 13 000 en 1889 (de Moraes, 2010, p.39).
La Monarquía comenzó a ser percibida por los militares como la principal causa del bajo presupuesto y del destrato generalizado. Asimismo, la postura proabolición de la esclavitud por parte de los militares fue otro aspecto que favoreció su politización que se manifestó en numerosas declaraciones públicas en contra de la esclavitud, en las que se realzaba la valentía de los esclavos durante la guerra de Paraguay (Fausto, 2003, p. 116; de Moraes, 2010, p. 47). Esta situación se exacerbó en la medida en que las oligarquías exigían a los militares que persiguieran a los esclavos fugados. En este contexto de politización militar se fundó el Club Militar en junio de 1887, el cual lanzó la candidatura a senador del mariscal Deodoro da Fonseca, cuya primera declaración fue en contra de la esclavitud (de Moraes, 2010, p. 46).
A ello se sumó el apoyo del Partido Republicano a los reclamos militares. De manera tardía, el emperador Pedro II intentó en 1889 debilitar el poder de los militares fortaleciendo la Guardia Nacional y la Policía. Paradójicamente, estas medidas terminaron por acelerar su caída, ya que los militares comenzaron a creer que el Ejército sería disuelto y reemplazado por la Guardia Nacional (Smallman, 2002, p. 18). El día previo a la revolución de 1889 se corrió el rumor de que el emperador arrestaría a Deodoro da Fonseca; el 15 de noviembre Fonseca marchó al Ministerio de Guerra con sus tropas para derrocar a la Monarquía e inaugurar el primer periodo republicano de la historia de Brasil.
2.1.2 Militarismo extremo, la República de la espada
La revolución de 1889 inauguró una etapa de predominio militar que culminó en 1884 y que incluyó a los gobiernos de los mariscales Fonseca y Peixoto. Luego de la revolución, el mariscal Deodoro da Fonseca se convirtió en el jefe de un gobierno provisorio y varias decenas de oficiales en actividad fueron elegidos para el Congreso Constituyente. Aunque existían dos sectores diferenciados en el Ejército, el de Fonseca y el de Peixoto, ambos compartían dos puntos fundamentales: creían que la nueva república debía tener un Poder Ejecutivo fuerte y desconfiaban de las autonomías provinciales a las que consideraban un riesgo para la unidad nacional. Así, emergieron de inmediato las tensiones entre el proyecto político centralizador de los militares y el de las oligarquías regionales, cuyos intereses exigían un sistema federal y republicano (Fausto, 2003, p. 126).
Los debates en la Asamblea Constituyente giraron en torno al rechazo de la oligarquía a la centralización del poder planteada por los militares, los representantes estaduales proponían mantener las guardias nacionales y se oponían al servicio militar obligatorio (de Moraes, 2010, pp. 54–56). Aunque la Constitución sancionada en febrero de 1891 le daba autonomía a los ahora estados para crear fuerzas militares propias bajo el mando de los gobernadores, esto se compensó con la garantía que tenía el Gobierno central de intervenir en los estados en caso de alteración del orden (Fausto, 2003, p. 126).
El Congreso eligió a Deodoro da Fonseca como presidente el 24 de febrero de 1891. Su gobierno entró de inmediato en conflicto con el Congreso cuando propuso fortalecer el Poder Ejecutivo, tomando como modelo el poder moderador (Fausto, 2003, p. 129). En noviembre de 1891 disolvió el Congreso luego de un enfrentamiento con los representantes de las oligarquías regionales por la atribución constitucional de intervención en los estados. La crisis resultante terminó por afectar a las Fuerzas Armadas, cuya cohesión comenzó a resquebrajarse, no sólo porque las élites regionales explotaron los conflictos intramilitares, sino porque la Armada y la facción del Ejército que conducía el mariscal Peixoto desconfiaba del creciente poder que acumulaba Fonseca (de Moraes, 2010, pp. 57–59). En medio de un clima de crisis, Fonseca presentó su renuncia el 23 de noviembre de 1891, siendo reemplazado por Peixoto; sin embargo, el modelo de país que Peixoto proponía era similar al de su predecesor y colisionaba, por lo tanto, con la denominada «republica de los fazendeiros», liberal y descentralizada, que terminó por tomar conciencia de la autonomía que había alcanzado el Ejército. Las élites estaduales en alianza con la Marina organizaron dos revueltas, en junio de 1892 y septiembre de 1893, las cuales derrotadas; sin embargo, el gobierno de Peixoto quedó muy debilitado en un contexto donde los políticos civiles, sobre todo los paulistas, presionaban crecientemente para que concluyera la etapa de predominio militar (Carvalho, 2005, p. 22). En este contexto, el Partido Republicano nominó a un civil, Prudente de Morais, que se impuso en las elecciones presidenciales de 1984.
Cabe mencionar que durante la República de la espada se duplicaron el gasto y los salarios del Ejército. Entre 1889 y 1895 los salarios aumentaron 122,5% en el Ejército y 11,4% en la Administración pública. El presupuesto militar pasó de 10,39% del gasto público en 1889 al 23,32% en 1895; además, hubo una militarización de la gestión pública con 174 oficiales ejerciendo cargos en la administración del Gobierno en 1893 (Carvalho, 2005, pp. 19–56).
En suma, la etapa de militarismo extremo culminó luego de cinco años de pujas constantes y enfrentamientos armados entre militares y civiles republicanos, y entre los propios militares. Los militares fracasaron en imponer una estrategia centralista, los detuvo la reacción de las oligarquías civiles de los principales estados, en particular, San Pablo y Minais Gerais.2.1.3 Reacción civilista
A partir de 1894 se implementaron una serie de políticas destinadas a reducir el poder y la influencia que los militares, en particular, el Ejército, habían alcanzado entre 1889 y 1894. Entre ellas cabe mencionar el fortalecimiento de la Marina y de las policías estatales que en los estados más grandes se convirtieron en milicias estaduales muy poderosas bajo el mando directo de los gobernadores. Por otra parte, comenzó una etapa de rechazo a los militares, las élites de las principales ciudades dejaron de ver al Ejército como una institución prestigiosa y como vía de ascenso social (Smallman, 2002; Carvalho, 2005).
Estas políticas fueron posibles gracias a la alianza entre los principales estados que se cristalizó a partir de la presidencia de Campos Sales en 1898. El acuerdo informal alcanzado, conocido como la «Política de los Gobernadores», consistía en un mecanismo de gobernabilidad sustentado en alianzas y compromisos que permitían al presidente fortalecer el poder central y controlar el Poder Legislativo, al tiempo de que prescindía las intervenciones estaduales. En 1913 se selló el pacto en Ouro Preto entre los grupos oligárquicos de San Pablo y Minas Gerais, conocido como política «del café con leche», cuyo principal objetivo fue consolidar un sistema político dominado por los principales estados sin participación militar (Fausto, 2003).
La autonomía de los estados se aseguraba mediante la creación de milicias que en muchos casos estaban mejor equipadas y entrenadas que el propio Ejército central. La milicia del Estado de San Pablo, por ejemplo, contrató una misión militar francesa en 1906, trece años antes que los militares. En 1920 las milicias estaduales sumaban 30 562 efectivos, mientras que el Ejército central alcanzaba 42 922. En San Pablo las milicias sumaban 7538 integrantes, mientras que el Ejército tenía desplegados allí 3675 hombres. Asimismo, los efectivos del Ejército se redujeron de 28 000 hombres en 1895 a 20 096 en 1910. El gasto militar que había aumentado de 10% a 23% de los gastos federales entre 1889 y 1894 se redujo a 17% en 1910. Además, hubo reducción de las compras de equipamiento y armamento (Carvalho, 2005, pp. 30–57; Smallman, 2002).
La reacción civilista a la República de la espada se extendió por más de treinta años y comenzó a ser desafiada por una nueva fase de politización de los militares, esta vez conducida por los denominados sectores «salvacionistas» y sus herederos, los tenentes, que retomaron la agenda de los mariscales Fonseca y Peixoto, en la búsqueda de un orden político centralizado que permitiera «reconstruir el Estado para construir la nación» y terminar así con la dominación oligárquica (Fausto, 2003, p. 157).
2.2 Chile, el Ruido de sables, 1925–1932
2.2.1 Condiciones antecedentes
Luego de la independencia y hasta la guerra civil de 1891, Chile experimentó una etapa de estabilidad política que contrastó con los conflictos internos generalizados que padecían los países limítrofes. Con el fin de la guerra civil, los militares volverían a los cuarteles para recobrar protagonismo político con la creación de la Liga Militar en 1907 que en pocos años se convirtió en el centro de las críticas a la república parlamentaria (Nunn, 1976, pp. 115–116). El descontento militar no sólo se vinculaba con demandas materiales insatisfechas, sino, principalmente, con la creciente contradicción entre la misión de represión interna asignada a los militares por las élites de la república parlamentaria y el rechazo del Ejército a llevar a cabo ese tipo de rol. La difusión de la doctrina de la «nación en armas» y la posibilidad latente de un conflicto bélico con Argentina puso en primer plano la exigencia militar de resguardar el profesionalismo, favorecer la industrialización y evitar cualquier rol interno que distrajera a los militares de su propósito central. Así, la distancia creciente entre las preferencias militares y la de los civiles favoreció el desarrollo de un discurso antipolítico y antiparlamentario (Agüero, 2002).
La emergencia de la denominada «cuestión social» impactó de lleno en la campaña electoral de las presidenciales de 1920. Desde la perspectiva militar, la mejora en las condiciones de vida de los sectores populares era una dimensión clave para fortalecer la defensa nacional. Por ello habían manifestado en reiteradas oportunidades la importancia de llevar a cabo amplias reformas sociales, algo que alentó la convergencia de los militares con el candidato Arturo Alessandri (Collier y Collier, 1991). Aunque Alessandri se impuso en la elección, el alto grado de fragmentación del Congreso y las diferencias en la propia alianza de gobierno hicieron que las leyes sociales quedaran empantanadas en el Congreso por casi cuatro años.
2.2.2 Politización extrema, el Ruido de sables
La parálisis legislativa politizó aún más a distintos sectores de las Fuerzas Armadas que exigían la aprobación de las reformas y que eran cada vez más hostiles al gobierno parlamentario, al que responsabilizaban por la parálisis legislativa (Nunn, 1976, pp. 136–139). En este contexto, un grupo de jóvenes oficiales acudieron a la sesión del Senado del 4 de septiembre de 1924 donde se tratarían una vez más las leyes de reforma y, como protesta frente a su nuevo rechazo, comenzaron a hacer sonar sus sables contra sus cuerpos en lo que se conoce como el Ruido de sables. La presión militar llevó a que las leyes fueran aprobadas cuatro días más tarde. Se trataba de la primera acción de presión directa llevada a cabo por militares desde 1891, sin ningún tipo de participación o activación de los partidos políticos, algo que evidenciaba el grado de autonomía que habían alcanzado.
Pocos días después, el 11 de septiembre, los altos mandos conservadores del Ejército y la Marina, partidarios de la república parlamentaria, alarmados por las reformas sancionadas organizaron un golpe de Estado que desplazó a Alessandri de la Presidencia. Como respuesta, sectores de la oficialidad joven del Ejército organizaron un contragolpe el 23 de enero de 1925, reponiendo en el poder a Alessandri y nombrando al coronel Carlos Ibáñez en el cargo clave de ministro de Guerra (Collier y Sater, 1999). En esta nueva etapa se sancionó la Constitución de 1925, la cual alargaba el mandato presidencial de cuatro a seis años, en línea con la preferencia militar de un Ejecutivo más fuerte. Sin embargo, las tensiones entre el militarismo que representaba Ibáñez y el presidente llevaron a la renuncia de este último en octubre de 1925. El creciente peso político que había alcanzado el Ejército se terminó de plasmar en julio de 1927, cuando Ibáñez se convirtió en presidente luego de una elección donde obtuvo la casi totalidad de los votos.
El gobierno de Ibáñez inició una etapa autoritaria con persecución de opositores y censura a la prensa. Para neutralizar la probable reacción de los sectores conservadores de las Fuerzas Armadas, en especial los de la Marina, implementó una serie de políticas de compensación material y de castigos a los oficiales opositores. La Marina recibió seis modernos destructores y otros buques de Reino Unido y pudo modernizar distintas bases. Asimismo, se creó la Fuerza Aérea en 1929. Por su parte, el Ejército se benefició de compras de armamento y aumentos salariales. Asimismo, los militares que expresaban su disconformidad eran enviados a guarniciones lejanas o a misiones militares en el extranjero (Nunn, 1976, pp. 155–170).
Sin embargo, la crisis económica de 1929 afectó severamente las finanzas del Estado. El grado de desocupación y de protesta social se disparó reduciendo el margen de acción de Ibáñez para continuar compensando a los militares. El deterioro acelerado de la gobernabilidad desencadenó su renuncia el 27 de julio de 1931. Los meses posteriores fueron testigos de una sucesión de gobiernos en el marco de una compleja situación económica y social, y de permanentes conspiraciones militares que incluyeron una rebelión de la Marina. En 1932 se estableció una fugaz república socialista liderada por militares que clausurarían el Congreso y que adoptaría una fuerte orientación distributiva (Collier y Sater, 1999). Esta etapa culminó el 13 de septiembre en medio de una fuerte presión de los partidos políticos tradicionales y sectores profesionalistas de los militares para llamar a elecciones que llevaron al regreso de Alessandri a la Presidencia y al fin de la etapa de militarismo extremo (Nunn, 1976).
2.2.3 Reacción civilista
La elección de Alessandri fue mucho más que el retorno de los gobiernos civiles, representó el inicio de una etapa de «repudio de los militares en la política» (Nunn, 1976, p. 196), fue el resultado de un acuerdo tácito entre los principales partidos políticos para apartar a las Fuerzas Armadas de la política nacional y confinarlas nuevamente a los cuarteles. En otras palabras, representó la reacción de la política parlamentaria de Chile a un periodo de predominio de gobiernos autoritarios conducidos directa o indirectamente por militares. Alessandri asumió la Presidencia en diciembre de 1932 y nombró como ministro de Defensa a un militar profesional, cuyo principal objetivo fue la despolitización de las Fuerzas Armadas, en particular, del Ejército. Una de las primeras medidas que se adoptaron fue llevar a cabo una extensa purga de oficiales ibañistas (Nunn, 1976). Por otra parte, hubo una virtual suspensión de la inversión en defensa y una considerable disminución del gasto operacional de las Fuerzas Armadas (Agüero, 2002).
Un aspecto clave del debilitamiento del Ejército como actor político fue la creación de un rival funcional, las milicias republicanas, que eran unidades paramilitares organizadas secretamente en 1932, formadas por estudiantes, comerciantes, empresarios y terratenientes (Collier y Sater, 1999). Las milicias habían sido creadas durante la república socialista, pero en 1932 ampliaron considerablemente su tamaño y equipamiento, convirtiéndose en una organización con capacidad para disuadir cualquier intervención directa de los militares (Nunn, 1976, p. 228).
En suma, el Ejército abandonó el poder, derrotado y despreciado por una clase política apoyada por milicias republicanas lideradas por civiles. Los militares se habían vuelto impopulares luego de una larga etapa de autoritarismo y, principalmente, por intentar implementar un modelo de desarrollo que tenía poco en común con los intereses de los sectores dominantes de la política de Chile. En las tres décadas que siguieron los gobiernos civiles mantuvieron a los militares débiles, pobremente financiados y prestándoles escasa atención (Agüero, 2002).
2.3 Colombia, el Frente Nacional, 1958
2.3.1 Condiciones antecedentes
El caso colombiano es quizás el que posee la tradición más sólida de civilismo en toda la región. Como en el resto de América Latina, las guerras de independencia dejaron un legado de ejércitos y caudillos militares que reflejaban procesos de militarización sociales más amplios que, una vez concluida la liberación de España, comenzaron a entrar en tensión con el intento de sectores liberales de construcción de un orden republicano y descentralizado. En Nueva Granada, esa confrontación fue particularmente intensa ya que existían actores políticos que creían indispensable la desmilitarización de las nuevas repúblicas como condición para su desarrollo futuro (Chaparro, 2017).
Hacia 1827 había dos bandos claramente diferenciados. Por un lado, el bolivariano, compuesto mayoritariamente por militares venezolanos que profesaban una lealtad incondicional a Simón Bolívar y que aspiraban a construir un Poder Ejecutivo fuerte, centralizado, con un mandato de ocho años y reelección indefinida. Por el otro, se encontraban los partidarios de Francisco de Paula Santander, que se denominaban a sí mismos constitucionalistas o liberales, que aspiraban a construir un orden federal que le pusiera límite a lo que definían como una dictadura de Bolívar. Las luchas entre ambos bandos se saldaron luego de la derrota de los militares por parte de las fuerzas liberales. A diferencia de otros países de la región, Colombia comenzó su vida independiente sin la presencia de un Ejército poderoso (Palacios y Safford, 2002).
El antimilitarismo en Colombia en esta etapa se expresó en la reducción del cuerpo de oficiales. En 1831 se expulsaron a 250 oficiales del Ejecito, lo que redujo la carga del presupuesto militar a la mitad de los gastos totales, la reacción del Ejército se manifestó en dos conspiraciones en 1833 y 1834 que fueron duramente reprimidas (Palacios y Safford, 2002). Así, «la sociedad colombiana integró un componente antimilitar en su cultura, tras un largo proceso que comenzó con la crisis de la Gran Colombia, y la reducción significativa del ejército profesional heredado la campaña de liberación» (Isacson, 2009, p. 174). Un nuevo golpe de Estado, el de el general Melo el 17 de abril de 1854, tuvo un éxito efímero al ser derrotado por ejércitos privados. A continuación, el gobierno de Mallarino condujo al Ejército a su virtual extinción en medio de un debate en el que se proponía su disolución y su reemplazo por una fuerza civil (Ansaldi y Giordano, 2012). Hacia 1854 el Ejército contaba con menos de 1000 efectivos, mientras que se permitía el libre comercio y portación de armas, fundamental para que cada oligarquía regional organizara su propia milicia partidista. Como resultado, el Ejército se atomizó en numerosas milicias al servicio de los intereses privados de los grandes propietarios de las tierras. De allí en adelante toda propuesta de profesionalización fue postergada por temor a que se fortaleciera al Ejército. Recién en 1907 se abrió nuevamente la Escuela Militar, cerrada en 1899, mientras que los liberales se oponían al establecimiento del servicio militar obligatorio. Al terminar la Guerra de los Mil Días el Ejército se redujo de 50 000 a 5000 efectivos (Atehortúa, 2009).
2.3.2 Militarización extrema
A partir de la década de 1940 comenzó un proceso de militarización de la política colombiana con la progresiva incorporación del Ejército a la gestión de gobierno. Hacia finales de 1946 había más de doscientos alcaldes militares (Pinzón, 1994, p. 166). El asesinato de Jorge Eliecer Gaitán el 9 de abril de 1948 y la insurrección popular posterior incrementaron la intervención de los militares en el manejo del orden público. El 18 de abril se sancionaron los Decretos 1270 y 1271 que permitían censurar a la prensa y que autorizaban los «Consejos Verbales de Guerra» a cargo de la justicia militar penal, los cuales podían juzgar a los civiles que hubieran cometido delitos comunes en las revueltas. En los dos años posteriores se celebraron 478 Consejos Verbales de Guerra en todo el país, con más de 2000 procesados. En mayo de 1949 el presidente Mariano Ospina Pérez conformó un gabinete con amplia participación militar, dejando bajo su control los ministerios de Gobierno, de Guerra y de Justicia. En 1951 la Policía pasó a ser controlada por el Ministerio de Guerra, de ese modo militares y policías quedaron bajo una misma cadena de mando. La violencia interna había alcanzado grados inusitados, así como la participación del Ejército para contenerla. Al hacerlo, no sólo se partidizó al reprimir principalmente a las guerrillas liberales, sino que cometió toda clase de excesos, lo que contribuyó al retorno del antimilitarismo en la sociedad que se había suspendido por el creciente grado de desorden interno (Pinzón, 1994). La etapa de La Violencia llevó al «golpe de opinión» de 1953, la única intervención exitosa de los militares en la historia de Colombia del siglo XX.
El general Rojas Pinilla asumió la Presidencia y en junio de 1954 propuso una amnistía a las guerrillas liberales que contribuyó a disminuir la violencia, al menos, la originada en la insurgencia liberal. En agosto de 1954 la Asamblea Nacional Constituyente designó a Rojas Pinilla como presidente por un periodo de cuatro años. Comenzó así un intento de Rojas Pinilla de construcción de una amplia coalición política, cuyo objetivo era crear una fuerza política alternativa al liberalismo y al conservadurismo. En 1954 otorgó el voto a las mujeres y en 1955 creó el Movimiento de Acción Popular. Su proyecto político se orientaba al reordenamiento del país sobre la base de una alianza entre el movimiento obrero, la clase media, las Fuerzas Armadas y la Iglesia.
De este modo, Rojas Pinilla comenzó a alejarse de la dirigencia partidaria tradicional. Sin embargo, las políticas implementadas por el presidente pronto lo pusieron en abierta confrontación con sectores del comercio y la industria y, por supuesto, con los partidos Liberal y Conservador. Por otra parte, las prácticas autoritarias de Pinilla debilitaron sus apoyos en distintos sectores sociales. El país vivió bajo un permanente estado de sitio desde 1949 hasta 1958 (Ansaldi y Giordano, 2012). La reacción de los partidos tradicionales no se hizo esperar y en julio de 1956 firmaron los pactos de Benidorm y Sitges que darían origen al Frente Nacional. El régimen militar tenía sus días contados.
Luego de una huelga general convocada por los partidos Liberal y Conservador, Rojas Pinilla abandonó la Presidencia el 10 de mayo de 1957. La Junta Militar que lo reemplazó ofició de gobierno de transición hasta agosto de 1958 cuando comenzó a funcionar el Pacto del Frente Nacional, aprobado previamente en un plebiscito en diciembre de 1957. El Pacto representó la reconciliación de los dos grandes partidos de Colombia, el fin de la violencia entre ellos y, fundamentalmente, la desarticulación del proyecto político de los militares.
2.3.3 Reacción civilista, el Pacto del Frente Nacional
La reacción civilista que expresó el Frente Nacional estuvo condicionada desde su inicio por el alto grado de conflictividad interna y la debilidad de las fuerzas de seguridad. Esta combinación incentivó la intervención de los militares en el mantenimiento del orden público de manera permanente y favoreció una suerte de pacto civil militar no escrito que mantuvo a las Fuerzas Armadas lejos de la política partidaria, contribuyendo a la estabilidad del Frente Nacional, a cambio de que los militares conservaran y ampliaran su autonomía en numerosos temas. Este acuerdo fue resumido en un discurso pronunciado por el primer presidente del Frente, Alberto Lleras Camargo, a los oficiales del Ejército en la guarnición de Bogotá. El presidente señaló allí la importancia de que los militares fueran apolíticos frente al bipartidismo y enfatizó la idea de que no debían intervenir en la política partidaria, a cambio de que los políticos no lo hicieran en los temas militares (Leal, 2006, p. 58).
De este modo, los civiles renunciaron a ejercer el control civil sentando las bases duraderas de una autonomía militar que se amplió y consolidó en la medida que se intensificaba la conflictividad interna. Los militares asumieron su diseño sin supervisión de los civiles, de acuerdo con su percepción del escenario de la violencia interna y la doctrina de la seguridad nacional. Las Fuerzas Armadas se volcaron por completo a la concepción del enemigo interno, concentrándose en el manejo del orden público y en la conservación y adquisición de prerrogativas institucionales (Leal, 2006).
Aunque la violencia partidista fue desapareciendo en la década de 1960, aparecieron dos nuevos fenómenos: el bandolerismo de las antiguas guerrillas liberales y la insurgencia política vinculada al Partido Comunista. En ese contexto, el Ejército desplegó el Plan Lazo, una estrategia de pacificación que en un comienzo tuvo una intención desarrollista, ya que su objetivo era la implementación de reformas sociales para erradicar las condiciones que permitían la difusión de ideas revolucionarias (Leal, 2006). Sin embargo, la vía desarrollista fue abandonada rápidamente y se optó por atacar a las denominadas repúblicas independientes, zonas con influencia comunista y de organizaciones de autodefensa campesina, ubicadas en el centro del país.
El Plan Lazo fue un ejemplo más de la concepción de la seguridad nacional que vinculaba la seguridad de una nación con su desarrollo. Esta lógica incentivó el interés militar por las cuestiones del desarrollo y, en la mayor parte de los países de América Latina, incentivó su participación en la política. Por el contrario, en el caso colombiano, la doctrina Camargo fue tanto un obstáculo para el ejercicio de un efectivo control civil como una barrera para los golpes de Estado. De este modo, la subordinación de los militares colombianos al poder político coexistió con grados crecientes de autonomía militar.
Desde el punto de vista normativo, la autonomía militar se plasmó en el Decreto Ley 3398 que otorgó a las Fuerzas Armadas importantes atribuciones en la represión de actores domésticos. A ello se sumó el uso indiscriminado del estado de sitio que se generalizó a partir de la década de 1960 y que se utilizó principalmente para la represión de los movimientos sociales (Leal, 2006).
Sin embargo, la doctrina Camargo entró en crisis a medida que los actores de la inseguridad se multiplicaron y fortalecieron, desbalanceando la relación civil militar. Los civiles pasaron a depender mucho más de los militares que lo contrario. Esta nueva relación de fuerzas provocó crecientes conflictos por las crecientes divergencias entre las preferencias civiles y militares respecto a temas como los derechos humanos, las negociaciones de paz con los distintos grupos armados ilegales y los intentos de lograr un mayor control civil (Isacson, 2009).
2.4 Argentina después de 1983
2.4.1 Condiciones antecedentes
La Argentina atravesó una etapa de militarismo que comenzó con el golpe de Estado de 1930 y se extendió hasta 1983 con el retorno de la actual etapa democrática. En ese periodo el país experimentó seis golpes de Estado exitosos y muchos más intentos fallidos. Las Fuerzas Armadas se convirtieron en un árbitro del sistema político legitimado por los principales partidos políticos que «golpeaban las puertas de los cuarteles» en defensa de sus intereses. Por otra parte, se difundió la Doctrina de la Seguridad Nacional (DSN) como pensamiento prevaleciente en los militares. Así, la interpretación que los militares hacían sobre el impacto de la política doméstica en la seguridad de la nación fue el principal incentivo para su intervención desde finales de la década de 1950. Los militares comenzaron a identificar a distintos actores políticos y sociales como una amenaza a la seguridad. Grupos tan dispares como el movimiento obrero, los partidos políticos o miembros de la Iglesia, entre otros, pasaron a ser definidos como «enemigos internos». Esta obsesión con la política interna fue legitimada y reforzada externamente gracias al apoyo brindado por Estados Unidos y Francia: ambos países ofrecieron doctrina, entrenamiento y equipamiento para la represión de todo aquello que fuera definido como oposición interna que afectaba la seguridad nacional (López, 1987).
Décadas de gobiernos militares, cada vez más prolongados y represivos, deformaron el rol de las Fuerzas Armadas. Durante este periodo, Argentina destinó un porcentaje considerable de su presupuesto público al gasto militar que era legitimado no sólo por la presencia de distintos «enemigos internos», sino por las denominadas «hipótesis de conflicto» con Brasil y Chile. La politización militar propició una distorsión en la definición de amenazas que llevó a que la única guerra que Argentina tuvo en el siglo XX no fuera contemplada en el planeamiento militar previo.
2.4.2 Militarismo extremo
El golpe militar de 1976 inauguró la etapa de militarismo extremo que se extendió hasta diciembre de 1983 y que incluyó un intento de modificar radicalmente los cimientos de la sociedad argentina. No se trató de un gobierno militar más, de los numerosos que tuvo la Argentina durante el siglo XX, sino de uno que provocó la mayor tragedia humana de toda la historia del país y que fracasó en los planos político, económico y militar.
La dictadura militar se proclamó como «proceso de reorganización nacional», denominación que resumía el objetivo de refundar estructuralmente a la sociedad argentina. En paralelo a los cambios implementados en los órdenes político y económico, se desplegó un plan sistemático para el secuestro, torturas y desaparición forzada de miles de personas que fue calificado judicialmente como un genocidio. Desde el punto de vista político, los militares ocuparon el Estado con un esquema de distribución de poder de 33% para cada fuerza. Gran parte de los ministerios y de sus principales cargos fueron ocupados por militares en actividad (Novaro y Palermo, 2003).
El país fue dividido en zonas bajo control militar en las que se llevaron a cabo actividades masivas de represión en más de 800 centros clandestinos de detención que dejaron un saldo de 30 000 desaparecidos, miles de torturados y la sustracción de cientos de bebes. La represión fue transversal a la sociedad argentina. Aunque la mayor parte de los desaparecidos eran miembros de organizaciones sindicales, movimientos sociales e integrantes de organizaciones guerrilleras, los cuales tenían una composición multiclasista en muchos casos, también fueron objeto de la represión sectores de las élites dominantes (Mignone y Mc Donnell, 2006). El hecho de que la represión alcanzara de un modo u otro a todos los sectores sociales contribuyó al quiebre del patrón previo de relaciones civiles–militares. La legitimidad social que hasta entonces habían tenido los militares se diluyó, volcando a la sociedad argentina al antimilitarismo más extremo.
A ello se sumó un programa económico que provocó la destrucción masiva de las pequeñas y medianas empresas nacionales. Se reformaron leyes laborales, se prohibieron las huelgas y los sindicatos fueron intervenidos por militares. El salario real cayó en su nivel más bajo desde la década de 1930. La pobreza pasó de 5,8% en 1974 a 37,4% en 1982 (Basualdo, 2010).
En el plano internacional, el país estuvo a punto de desatar una guerra con Chile en 1978 y sufrió una derrota en la guerra de Malvinas en 1982, una causa que tenía un profundo arraigo popular. La derrota en ese conflicto provocó la disolución acelerada del poder militar en medio de masivas movilizaciones opositoras que obligaron a la dictadura a anunciar el llamado a elecciones democráticas para octubre de 1983.
2.4.3 Reacción civilista
La relación de la sociedad civil argentina con los militares ha estado profundamente condicionada por el traumático legado de la última dictadura militar. El panorama desolador que heredó el presidente Raúl Alfonsín en 1983 condujo a un profundo y persistente divorcio entre la sociedad y todo aquello relacionado con el mundo militar. Si la sociedad civil había sido definida como «militarista» hasta la década de 1970, la experiencia con la última dictadura la volcó al polo contrario, al del antimilitarismo más acérrimo. La derrota en Malvinas y la transición por derrumbe que de inmediato provocó favoreció la retirada desordenada de las Fuerzas Armadas del gobierno y las dejó en una situación de debilidad política que propició el juzgamiento de militares acusados por violaciones a los derechos humanos y el establecimiento de políticas de control civil inéditas en la historia argentina. Este es el contexto que llevó a la ruptura civil–militar más importante de la historia argentina. A partir de 1984 se desplegaron un conjunto de medidas inéditas tanto en el plano de la búsqueda de justicia por las masivas violaciones de los derechos humanos cometidas por el régimen militar como en el del establecimiento de la subordinación y el control civil (Fontana, 1990; Pion–Berlin, 1997).
La revisión judicial del pasado representó un proceso único en la historia de la región. Los juicios involucraron a una sustancial cantidad de oficiales con mando directo sobre tropas. Esta última característica fue la razón principal de los conflictos civiles–militares durante el gobierno de Alfonsín. Pese al retroceso que significó la sanción de las Leyes de Punto Final y Obediencia Debida en 1987, el relanzamiento de los juicios en 2005 condujo a la condena y encarcelamiento de más de 1200 miembros de las Fuerzas Armadas y de seguridad (Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, s. f.).
La oposición generalizada de la sociedad al mundo militar se convirtió en un fuerte incentivo político para la desactivación de una de las principales fuentes de poder interno que aún mantenían las Fuerzas Armadas. Argentina mantenía dos hipótesis de conflicto que presionaban para el mantenimiento de un elevado presupuesto militar. A pesar de los avances en la cooperación con Brasil, aún persistía el escenario de conflicto con ese país y, además, se mantenía la hipótesis con Chile. El gobierno de Alfonsín avanzó en la resolución de los diferendos limítrofes pendientes con Chile y profundizó el proceso de cooperación con Brasil. La exitosa distensión que resultó de tales decisiones permitió legitimar una significativa reducción del presupuesto militar que pasó de 3,4% del PBI en 1983 a 1,8% en 1989 y a 0,9% en la actualidad. Asimismo, el personal militar disminuyó de 175 000 efectivos en 1983 a 78 000 en 1989, es decir, e 60% (Huser, 2002).
Por otra parte, se substrajo a la Gendarmería y a la Prefectura del mando directo del Ejército y de la Armada. Ambas pasaron a depender del Ministerio de Defensa. La Gendarmería contaba con 22 000 efectivos y la Prefectura con 13 000 hacia 1984, un contingente que equivalía a 50% del personal que poseía el Ejército en ese entonces. Son organizaciones que podían ser movilizadas por el Poder Ejecutivo en defensa del régimen democrático. También se eliminó la DSN que había legitimado la participación de los militares argentinos en la política interna. A tal fin, se sancionó la Ley de Defensa Nacional en 1987 que representó la derogación formal de la DSN. La Ley establece que la defensa del Estado está dirigida a repeler o disuadir agresiones de origen externo. De esta manera, las Fuerzas Armadas perdieron la prerrogativa legal de participar en misiones de seguridad interna (Pion–Berlin, 1997).
En el plano estricto del control se avanzó en el fortalecimiento del Ministerio de Defensa, una institución que había sido históricamente controlada por las Fuerzas Armadas. Ello se logró gracias a la sanción de la Ley de Ministerios en diciembre de 1983 que contribuyó al debilitamiento de la presencia militar en esa cartera y que sentó las bases para un proceso progresivo de fortalecimiento ministerial (Weeks, 2003). La evolución del organigrama del Ministerio de Defensa desde el retorno de la democracia en 1983 refleja su fortalecimiento organizativo. El total de agencias del Ministerio de Defensa pasó de 19 en 1988 a 33 en 2022, respecto a secretarías, subsecretarías y direcciones. El Ministerio de Defensa se vio reforzado tanto por la promulgación de normas que otorgaban a los civiles autoridad para limitar las preferencias militares como por la creciente cantidad de funcionarios civiles que ocupaban las principales funciones de dirección y asesoramiento (Battaglino y Pion–Berlin, 2022).
Esta etapa de declinación del poder militar no se alteró sustancialmente durante la década de 1990. La implementación de un programa de ajuste neoliberal redujo aún más el presupuesto de la defensa a 1,1% del PBI. Asimismo, la industria militar experimentó un brutal ajuste: el 90% de las empresas de este sector fueron privatizadas o directamente cerradas (Canelo, 2011).
La subordinación de los militares al poder político y el control civil democrático se han convertido en dos de los pilares más sólidos de la democracia argentina contemporánea. El país logró desmilitarizar su sistema político y anular el protagonismo que históricamente habían tenido los militares (Pion–Berlin y Martínez, 2017).
Conclusiones
La reflexión sobre el concepto de reacciones civilistas representa un aporte para el área de las relaciones civiles–militares de los estudios políticos, sobre todo, para aquellas indagaciones que hacen de la relación de poder entre actores civiles y militares el centro de sus análisis. Idenficar las fases de los procesos de militarización de la política y las condiciones para la reacción de los civiles es especialmente relevante en épocas donde el militarismo comienza a recobrar impulso. La ciencia política ha producido excelentes contribuciones al estudio del poder militar en su relación con los civiles, sin embargo, parece ser el tiempo de examinar las formas de construcción de poder civil democrático en contextos en donde el poder militar ha sobrevivido de manera latente o se ha expandido abruptamente.
La militarización de la política en América Latina es un rasgo recurrente del funcionamiento de sus sistemas políticos. Aunque la democracia ha perdurado en la región en las últimas décadas, el avance de lógicas de militarización, en algunos casos por activación de los militares por parte de grupos civiles y en otros por impulso e inercia de las propias Fuerzas Armadas, es un aspecto que limita la posibilidad de consolidación de la democracia.
Los casos analizados revelan que las lógicas de militarización extrema no han estado siempre precedidas por periodos de golpes de Estado recurrentes, excepto por el caso de Argentina, sino por un avance gradual de la politización de los militares que, por las razones analizadas en cada caso, ha favorecido la autonomización militar y el establecimiento posterior de una etapa de militarismo extremo. Un aspecto común a las etapas de militarización extrema en los cuatro casos ha sido la creciente distancia entre las visiones de civiles y militares sobre distintos aspectos como el modelo de desarrollo y su impacto en la concepción militar de la seguridad de la nación.
Las reacciones civilistas han sido, en esencia, una respuesta de los principales actores dominantes de la política a un proyecto político autónomo de las Fuerzas Armadas. Sin embargo, los casos analizados permiten afirmar que en todos ellos las reacciones civilistas fueron seguidas por etapas de regreso de la militarización de distinta intensidad. Este aspecto realza la importancia de que las etapas de reacciones civilistas, donde se abren ventanas de oportunidad para que los civiles puedan avanzar en distintas políticas de control civil, sean aprovechadas para la implementación de las denominadas medidas de control civil por supervisión (Trinkunas, 2005) que permiten no sólo alcanzar la subordinación de las Fuerzas Armadas, sino profundizar el control, dificultando de ese modo el regreso de la militarización extrema.
Cabe destacar que la implementación de ese tipo de control sólo es posible si se logra un acuerdo entre las principales fuerzas políticas respecto de la función que deben cumplir los militares en la sociedad. El control civil es siempre un resultado institucional que sólo es posible y efectivo si los principales actores políticos abandonan la opción de la activación militar, es decir, si la reacción civilista logra institucionalizarse mediante mecanismos de supervisión y gobierno de las actividades de las Fuerzas Armadas.
Notas
1 Cabe mencionar la existencia de un trabajo que menciona el concepto de reacciones civilistas, aunque sin sistematizarlo y acotado al caso de Chile, este es, Carlos Maldonado Prieto (1988).
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