ISSN (impreso) 0121–5167 / ISSN (en línea) 2462–8433
ENSAYO
Sara María Restrepo Arboleda1 (Colombia)
1 Abogada. Especialista en Derecho Administrativo. Magíster en Filosofía. Docente de la Universidad EAFIT y del Politécnico Colombiano Jaime Isaza Cadavid. Miembro del Grupo de Investigación de Filosofía Política, Instituto de Filosofía, Universidad de Antioquia. Correo electrónico: saram.restrepo@udea.edu.co; smrestrepa@eafit.edu.co – Orcid 0000–0002–6658–6951
Fecha de recepción: agosto de 2024
Fecha de aprobación: mayo de 2025
Cómo citar este ensayo: Restrepo Arboleda, Sara María. (2025). Acerca de los límites de las guerras nuevas. Una revisión desde el nuevo nomos de la tierra y la teoría de los grandes espacios. Estudios Políticos (Universidad de Antioquia), 73. https://doi.org/10.17533/udea.espo.n73a02
Resumen
El aumento de guerras nuevas e irregulares, junto con la persistencia del terrorismo y la expansión de conflictos bélicos en distintos continentes, pone en tensión el orden mundial que emergió tras la Guerra Fría, el cual sugería un escenario de estabilidad global, en el que el derecho internacional humanitario (DIH) pierde eficacia debido a la transgresión de principios fundamentales como la proporcionalidad y la distinción entre combatientes y civiles. En este ensayo se reflexiona sobre las formas de contener los conflictos bélicos del siglo XXI a partir de la teoría de los grandes espacios y del equilibrio de poder. Desde estas perspectivas, se argumenta que es posible consolidar un principio esencial para limitar las modalidades contemporáneas de la guerra. En estas líneas se adopta un enfoque analítico en el que se parte de conceptos que en la práctica se entrelazan. Se propone repensar el nomos de la tierra como forma de organización y distribución del espacio global, a la luz de los grandes espacios, en diálogo con el pensamiento del filósofo Carl Schmitt.
Palabras clave: Teoría Política; Relaciones Internacionales; Guerras Nuevas; Nomos de la Tierra; Grandes Espacios; Orden Mundial.
Abstract
The rise of new and irregular wars, along with the persistence of terrorism and the expansion of armed conflicts across various continents, has placed increasing strain on the global order that emerged after the Cold War —an order that had suggested a scenario of relative global stability. Within this shifting context, international humanitarian law (IHL) appears to be losing effectiveness, particularly due to the erosion of fundamental principles such as proportionality and the distinction between combatants and civilians. This essay reflects on ways to contain 21st–century warfare through the lens of the theory of large spaces and the balance of power. From these theoretical perspectives, it is argued that an essential principle can be consolidated to limit contemporary modes of warfare. The analysis adopts an interpretative approach in which concepts that are often intertwined in practice serve as starting points for critical reflection. In this context, the essay proposes a reconsideration of the nomos of the Earth, as a framework for organizing and distributing global space, through the concept of large spaces, engaging with the political thought of philosopher Carl Schmitt.
Keywords: Political Theory; International Relations; New Wars; Nomos of the Earth; Large Spaces; World Order.
Introducción
Tras más de cuatro años del inicio de la guerra entre Rusia y Ucrania, a casi tres años del atentado terrorista cometido por el grupo radical islamista Hamás contra Israel en octubre de 2023 y a más de tres años del escalamiento de la violencia en la región de Darfur, es difícil considerar posibles estrategias encaminadas a la construcción de paz, es más, la pregunta que resulta de estos hechos catastróficos para la humanidad está referida a la manera en la que se están peleando estas guerras. El ejercicio extralimitado de la fuerza por parte de Israel, la definición de Hamás como un grupo terrorista que debe eliminarse, la declaración altamente incumplida de la Corte Internacional de Justicia a Israel de terminar con las operaciones militares en Rafah, nueve oleadas de ataques de Rusia a las centrales energéticas ucranianas entre el 22 de marzo y el 31 de agosto de 2024 (Naciones Unidas, 2024, septiembre 19) y la aguda violencia entre las Fuerzas Armadas sudanesas y las Fuerzas de Apoyo Rápido en Sudán dan como resultado cientos de civiles muertos, refugiados, desplazados y una crisis mundial en donde se pretende implementar negociaciones de paz entre los actores de la guerra con dudoso éxito.
Con un sistema internacional legalista, basado en el derecho internacional de los derechos humanos (DIDH), el derecho internacional humanitario (DIH) y el derecho penal internacional (DPI), pareciera que los límites impuestos por este ordenamiento jurídico supranacional sobre las contiendas bélicas actuales no operan con suficiencia. La posible adhesión de Ucrania y Moldavia a la Unión Europea, la definición de China como principal socio comercial de Rusia y la suscripción entre este y Corea de Norte de un acuerdo de defensa, la declaración del ministro de Asuntos Exteriores de Israel contra la milicia libanesa de Hezbolá, aliado de Hamás y de Irán, de una guerra total contra aquella, el apoyo de Egipto a las Fuerzas Armadas sudanesas y de Emiratos Árabes, y Rusia a las Fuerzas de Apoyo Rápido comandada por Hemeti, son hechos que desbordan el sistema jurídico que pretende direccionar el accionar de los actores internacionales en cuanto al ius in bello.
En este ensayo se realiza una reflexión de la literatura especializada, elaborando un estado del arte acerca de cómo en las ideas de los grandes espacios en armonía con el equilibrio de poder podría haber cierta contención durante las guerras entre los participantes de estas, partiendo del reconocimiento de la existencia del otro como actor político. Este escrito es de carácter teórico y adopta un enfoque analítico en el que se parte de conceptos que, aunque se presentan aquí de manera ideal, en la práctica se entrelazan, se superponen y adquieren matices complejos.
En este texto se presenta una caracterización de las guerras desarrolladas tanto en las postrimerías de la Guerra Fría como en los años en los que transcurre el siglo XXI, haciendo una caracterización de las guerras nuevas sin perder de vista las clásicas, esto es, las que se dan entre Estados. En segundo lugar, partiendo de la idea de que las guerras nuevas tienen un alto componente de desestatalización, se analiza cómo en ese otro hay un sujeto político con un actuar bélico legitimado —de la mano del filósofo Carl Schmitt— para proponer que estas guerras nuevas son igualmente políticas como lo son las clásicas. En tercer lugar, y dado el carácter político no estatal de estas guerras, se revisa cómo desde la teoría de los grandes espacios y del equilibrio de poder se puede articular un principio esencial en la contención de las técnicas y medios durante la guerra.
1. Sobre las guerras disputadas después de la posguerra fría y el siglo XXI
Tras la Guerra Fría, el sistema internacional se reorganizó bajo un marco jurídico fundamentado en el derecho internacional positivo y consuetudinario, reforzado por el Estatuto de Roma (1998) y el DPI. Este orden se sustenta en tratados multilaterales e instituciones permanentes que buscan asegurar la resolución pacífica de conflictos, el respeto a los derechos humanos, la seguridad global y la restricción del uso de la fuerza, conforme a la Carta de las Naciones Unidas. Este sistema jurídico vigente descansa en tres pilares: el DIDH, el DIH y el DPI, siendo este último el encargado de sancionar crímenes graves como genocidio y crímenes de lesa humanidad. El DIH regula los conflictos armados, pero mantiene un enfoque estatal, ya que sólo los Estados o el Consejo de Seguridad pueden declarar la guerra legítimamente, excluyendo otros actores, como en el caso de Kosovo (Ruiz–Giménez, 2005).
Aunque las Convenciones de Ginebra y sus Protocolos buscan proteger a civiles y no combatientes, carecen de mecanismos efectivos de cumplimiento, quedando la responsabilidad principalmente en los Estados y, por extensión, en actores no estatales cuando alteran el orden constitucional (Robertson, 2022). En la década de 1990, la excepcionalidad del uso de la fuerza se confrontó con las crisis humanitarias en Somalia, Ruanda y Serbia, las cuales obligaron al Consejo de Seguridad a autorizar intervenciones armadas para proteger los derechos humanos. Estas situaciones evidenciaron un dilema entre fines humanitarios y las causas locales que originan guerras, cuestionando la capacidad del sistema jurídico internacional para abordar eficazmente estos conflictos y proteger la dignidad humana.
Empezar por definir lo que se entiende por guerra implica adentrarse en el debate sobre la naturaleza de las guerras que ahora se pelean. La comprensión de la guerra en su acepción más clásica se vincula a la existencia de una confrontación armada entre dos o más fuerzas militares legítimas —Estados— en busca de la consecución de un objetivo político que no pudo ser logrado por un medio diferente al de la fuerza. En este ejercicio bélico existen los códigos de conducta durante las hostilidades, se marca la distinción entre combatiente y no combatiente, y se hace un balance costo–beneficio para terminar con esta (Schmitt, 2022, p. 43).
El siglo XX concluyó con la pregunta por la permanencia de la fórmula clausewitziana, según la cual la guerra es la continuación de la política por otros medios y con ella la definición clásica de la guerra, se da paso entonces a una distinción entre guerras viejas y nuevas (Zelik, 2015; Kaldor, 2005; van Creveld, 2005). En relación con las primeras, pareciera que el elemento político se desdibuja en las segundas: la ausencia de una declaración de guerra por un Estado soberano o un grupo de estos hacia otro u otros afecta la comprensión de estas guerras nuevas; además, la aparición de actores bélicos que no son solamente los Estados adscritos al sistema jurídico internacional resalta la insuficiencia de los Protocolos de Ginebra y sus Adicionales en materia de comprensión del oponente bélico como uno político, términos netamente institucionales.
Mary Kaldor (2005, pp. 158–159) sostiene que, como en las guerras viejas, estamos ante un enfrentamiento entre Estados o grupos de Estados. En las nuevas guerras se observa cómo i) la idea de Estado ha sufrido una transformación y ii) las tácticas de guerra buscan disminuir las pérdidas de combatientes propios. Son, entonces, tres tipos de guerras nuevas: en primer lugar, las denominadas «guerras de redes», caracterizadas por la participación de grupos armados estatales y no estatales, control de ciertas áreas territoriales, presencia de terroristas, organizaciones armadas, alta cantidad de refugiados y desplazamientos forzados internos, colaboracionistas que cruzan fronteras, apoyo de periodistas, organizaciones no gubernamentales u otros Estados. En este tipo de guerra nueva la idea de Estado es débil, frágil, la organización gubernamental no busca el bienestar público y el monopolio de la fuerza está desconcentrado.
En segundo lugar, aparecen las «guerras espectáculo», en donde la utilización de la tecnología en el desarrollo bélico intenta garantizar la reducción de víctimas. Este tipo de guerra es implementada por Estados Unidos en zonas donde su propósito es disminuir —incluso, eliminar por completo— la pérdida de combatientes propios, no tanto de población civil local o de combatientes contrarios. Es claro cómo Kaldor (2005, p. 163) incluye en este tipo de nueva guerra la guerra del Golfo (1990–1991), la guerra contra Irak (1998) y la guerra de Afganistán (2002).
En tercer lugar, Kaldor (2005, pp. 166–167) se refiere a la «guerra neomoderna» como aquella contienda desarrollada por países como Rusia, India y China, los cuales, durante la transición hacia una economía globalizada de mercado, mantienen un gran gasto público y alta presencia de fuerzas militares. Este tipo de guerra es usada para hacerle frente a la insurgencia o a las redes que operan al interior de su territorio. A diferencia de la guerra espectáculo, en estas los contingentes militares sí están dispuestos a perder vidas en el campo de batalla.
Dentro del marco de las nuevas guerras, Martin van Creveld (2005) introduce el concepto de «guerras de baja intensidad» que emergen tras la pos Guerra Fría en países considerados menos desarrollados. Estas guerras se caracterizan por la confrontación entre fuerzas legítimas y grupos armados irregulares —frecuentemente integrados por mujeres y niños— y por la ausencia de armamento nuclear en los bandos enfrentados. Aunque el término surgió en la década de 1980, su implementación práctica se evidenció más tarde. Estas guerras, con una cantidad indefinida de víctimas, raramente resuelven los conflictos que les dieron origen, aunque ocasionalmente han impulsado transformaciones políticas como, en algunos casos, en América Latina. Para van Creveld (2005, p. 42), representan «la forma de conflicto armado más importante de nuestro tiempo», en el sentido más básico del concepto hobbesiano de guerra.
De acuerdo con Herfried Münkler (2005), las guerras nuevas suelen desarrollarse en zonas del mundo cuya consolidación del Estado liberal es limitada. Es el caso de aquellos lugares que fueron dominados por imperios y que apenas se organizan políticamente. Para este politólogo alemán la riqueza genera con mayor rapidez que la pobreza un escenario bélico. El financiamiento hacia uno o más grupos armados irregulares también determina la continuación de guerras nuevas, las cuales se sitúan en episodios de desintegración estatal, no de formación o fortalecimiento del Estado. Los escenarios bélicos no están limitados, la confrontación se produce por todo el territorio, es más, se desconoce el lugar preciso del próximo encuentro. Si en las guerras napoleónicas se hablaba de la existencia del principio de concentración de las tropas en el tiempo y en el espacio, y de una batalla decisiva, en las nuevas no (pp. 16–17). La desestatalización de la guerra hace que converjan nuevos sujetos en las nuevas guerras: se trata de actores paraestatales y de privados. Como el monopolio de la fuerza ya no recae exclusivamente en el Estado, el comercio de armas favorece la prolongación de la guerra (p. 22).
Pensadoras colombianas como Vilma Liliana Franco (2001, p. 44) prefieren calificar estas guerras nuevas como irregulares. La irregularidad que reviste estos conflictos radica en la asimetría del estatus jurídico de la parte facultada para ejercer el ius ad bellum y a la elección de las estrategias militares. Si una fuerza militar legítima se enfrenta con una que no lo es y el objetivo de la primera es debilitar o eliminar la posición de la otra, aquella hará uso de técnicas no convencionales, polémicas y moralmente cuestionables en materia de éxito militar y derechos humanos. Citando a Loren Thompson, Franco (2001, p. 42) considera que las guerras irregulares coinciden con las denominadas «de baja intensidad», en las cuales la fuerza no es el único medio para obtener el triunfo, pues se acude a las emociones y a la percepción de la población civil, pocas veces se ven unidades militares enfrentadas y los líderes políticos guardan más poder decisorio que los militares a la hora de implementar una estrategia determinada.
Tanto Mary Kaldor (2005), Martin van Creveld (2005), Herfried Münkler (2005) como Vilma Liliana Franco (2001) coinciden en dos aspectos característicos de las guerras nuevas: por un lado, la distinción borrosa entre combatiente y no combatiente; y por el otro, y frente a la ausencia marcada del principio de distinción, el uso de la fuerza contra la población civil. Es más, la población civil se convierte en objetivo militar, pues la mimetización dentro de esta termina por afectar la demarcación de los combatientes en las guerras (Franco, 2001, p. 48) y el respeto durante las hostilidades de dicho principio del DIH parece quedarse en la mera literalidad. Así las cosas, las guerras nuevas en Somalia, Ruanda o Serbia llamaron la atención de un sistema jurídico internacional creado para evitar, precisamente, lo que estaba sucediendo.
De esta manera, la comunidad internacional no sólo se abocaba a la necesidad de justificar el uso de la fuerza institucional para contener o eliminar las causas de la violación de derechos humanos, sino también a la forma cómo debía utilizarla, aplicarla, implementarla o ejercerla. Las guerras viejas cuentan con una codificación clara acerca de la manera de proceder durante las hostilidades. Münkler (2005) identifica estas guerras como aquellas «entre soldados que se desarrolla de acuerdo con reglas codificadas en el derecho de la guerra» (p. 16), de ahí que la afectación al derecho de la guerra constituya un crimen de guerra. La irregularidad propia de las guerras nuevas, el aumento de víctimas causado por la imprecisa distinción entre combatiente y población civil, la privatización del monopolio de la fuerza dada por cierta desestatalización de la guerra, la operación de redes transnacionales de armas, mercenarios y recursos hacen que el ius in bello no logre regular con suficiencia las conductas de los sujetos durante una guerra nueva.
Si las nuevas guerras, como se caracterizaron, pusieron sobre la mesa la pregunta por la manera política e incluso moralmente correcta de pelearlas, no es por demás sumar a esta ecuación un fenómeno ya conocido por Occidente: la era del terrorismo y la guerra contra este. El enfoque en estas prácticas radica en que alteran el respeto por el DIH. Se trae a colación, a manera de ejemplo, los métodos usados en las guerras nuevas, pero también en las clásicas acontecidas a finales del siglo XX y lo que va del siglo XXI. No debe concluirse que en la clasificación de las guerras hasta aquí indicada estas desarrollan necesariamente el terrorismo. El propósito en las siguientes líneas es mostrar cómo se le niega al terrorista o al grupo que desarrolla actos terroristas la denominación de otro político.
Tanto las guerras de redes como las irregulares de carácter internacional o local encuentran un elemento transversal. Se hace referencia a la ocurrencia de hechos violentos que buscan intimidar o coaccionar a cierta población. El término «terrorismo» se comenzó a usar en el siglo XVIII para hacer referencia a los actos cometidos por un gobierno contra su pueblo. En efecto, durante el siglo XX operó el terrorismo como represión estatal (Thorup, 2010, p. 111), pero en el siglo XXI estos hechos no se le imputan al Estado, sino a un ciudadano o a un grupo de ellos contra su propio Estado u otro. La transnacionalidad del terrorista ajusta el concepto al de «terrorismo internacional» (Chomsky, 2004b, p. 8).
En el contexto de la era del terrorismo se consolida una narrativa en la que los actos violentos se atribuyen a un «otro» externo, lo que justifica la defensa preventiva frente a amenazas percibidas. Esta lógica es evidente en la política exterior de Estados Unidos, cuya supremacía militar contrasta con la capacidad limitada de sus enemigos, dando lugar a lo que se ha denominado «guerras asimétricas» (Verstrynge, 2005, p. 22). Desde esta perspectiva, tanto actores estatales como no estatales recurren a la noción de defensa propia para legitimar el uso de la fuerza. Mientras los grupos islámicos apelan a la protección de sus territorios frente a la ocupación extranjera, el discurso estadounidense amplía su marco defensivo al ámbito global, tal como advierte Noam Chomsky (2004a, p. 240). En este orden de ideas y bajo el entendido de que en una guerra nueva de redes, espectáculo, neomoderna, de baja intensidad, irregular o asimétrica, el sistema legal que enmarca y regula los conflictos armados afronta desafíos significativos. Cabe preguntarse por ese otro, terrorista o no, que pelea las guerras del siglo xxi.
2. Las guerras nuevas y el otro político
La ausencia de un Estado o la debilidad de este en medio de las hostilidades implica pensar que las guerras nuevas no son políticas, son meramente criminales, la desestatalización que caracteriza estos conflictos, junto con la presencia de actores asimétricos, abre la puerta a las citadas preguntas sobre el contenido del DIH como limitante del accionar bélico. Pues bien, aunque el Estado participe en las contiendas nuevas de forma escasa, ineficaz o inexistente —guerra de redes, neomoderna, de baja intensidad o irregular—, o incluso lo haga desde un exclusivo monopolio de la fuerza —guerra contra el terrorismo, guerra espectáculo—, en la actualidad la politización de la guerra no está dada exclusivamente por presencia de un Estado.
Para considerar que las guerras nuevas, con o sin participantes terroristas, son políticas, se recurre a las ideas propuestas por Carl Schmitt (2002), Julien Freund (1968) y Mikkel Thorup (2010). En efecto, Schmitt sostiene que para delimitar lo político no es suficiente con estudiar el Estado: «Lo político tiene que hallarse en una serie de distinciones propias últimas a las cuales pueda reconducirse todo cuanto sea acción política [...] la distinción política específica, aquella a la que pueden reconducirse todas las acciones y motivos políticos, es la distinción amigo y enemigo» (Schmitt, 2002, p. 59).
Esta dualidad favorece la definición del grado máximo de unión o separación entre aquellos que conforman una colectividad pública con respecto a otra, es lo que la dota de contenido. Es el «otro, el extraño, y para determinar su esencia basta que sea existencialmente distinto y extraño en un sentido particularmente intensivo» (Schmitt, 2022, p. 60). Sostiene el jurista alemán que este enemigo determina lo político toda vez que, si se cuenta con una unión extrema entre los diferentes pueblos, religiones y clases sociales, haciendo imposible una mínima lucha entre ellos, si se eliminara la diferenciación entre amigo–enemigo, no habría política, se hablaría de una despolitización completa y definitiva (p. 84).
La unidad política tiene la facultad de decidir por sí misma como un todo sobre esta dicotomía y, en desarrollo de su organización ordinaria, puede entrar en lucha con lo definido como enemigo. En este sentido, la guerra es la materialización más extrema de la enemistad, pues en ella se da una negación deóntica del ser distinto (Schmitt, 2022, p. 65). La determinación del enemigo y la resolución del conflicto con este por la fuerza conlleva a que la colectividad política pueda disponer de la vida y muerte de quienes la conforman. Sea que tenga ius belli —un Estado— o el derecho a declarar un enemigo, esta unidad política ostenta una prerrogativa sobre la vida de sus asociados, característica que hace aún más política la colectividad pública que una asociación privada.
Ahora bien, para que una unidad exista políticamente debe coexistir un enemigo que la reúna, la capacidad de decidir por sí mismo quién es su enemigo es «la esencia de su existencia política» (Schmitt, 2022, p. 80). Sobre esta idea, Freund (1968, pp. 133–115) complementa los elementos indispensables para identificar como político un asunto. En primer lugar, confluye la relación mando–obediencia, entendida como un elemento presente en el ejercicio de lo político. Si bien no todos mandan ni todos obedecen, es claro que la ley manda y sus destinatarios la obedecen. Dentro del Poder Ejecutivo también opera esta correlación, de hecho, por fuera de las figuras estatales se manda y se obedece, y mientras se esté en presencia de esta dicotomía se puede estar ante un escenario político.
En segundo lugar, se plantea el binomio público–privado y, en tercero, la distinción amigo–enemigo. De acuerdo con Freund (1968), estas dos últimas relaciones son esencialmente políticas, pues permiten delimitar lo político de lo no político en función del objetivo central de la política: la organización y defensa de colectividades frente a otras. En relación con lo público y lo privado, Freund, a partir de una crítica a la ideología liberal, sostiene que lo público se asocia a la actividad social orientada a proteger a los miembros de una colectividad para su mantenimiento y conservación mutua. Por el contrario, lo privado, aunque también es social, no persigue estos fines colectivos y permite al individuo desvincularse sin comprometer la existencia del grupo. En línea con la tradición liberal, se reconoce que la esfera privada busca limitar y contener a la pública, y que ambas coexistirán siempre que exista una colectividad pública.
En el contexto de las guerras nuevas o irregulares, la vinculación entre lo público y lo estatal pierde validez. Freund (1968, p. 365) sostiene que lo político se manifiesta únicamente a través de una actividad específica dentro de una unidad estructurada y soberana que se relaciona con otras unidades políticas. No obstante, esta visión restringe el análisis de lo político al ámbito estatal, dado que la soberanía es un elemento fundamental de los Estados liberales y del orden internacional. Por ello, siguiendo a Jorge Giraldo (2009), se argumenta que la dicotomía público–privado propuesta por Freund no se ajusta al carácter desestatalizado de las guerras irregulares, donde ambas esferas se entrelazan, dificultando la identificación clara de sus límites y operaciones.
Para el estudio del problema, identificar lo público con lo estatal implicaría seguir argumentado que las guerras nuevas e irregulares no son políticas, esta afirmación no daría un atisbo de solución a las dudas, por ello se requiere reconfigurar la comprensión de Freund sobre lo público, incluyendo en esta idea a aquellas colectividades en las que opera la relación mando–obediencia, amigo–enemigo y que busca su protección, organización estructurada, funcionamiento y defensa frente a otras organizaciones igualmente políticas. De acuerdo con Giraldo (1999; 2009), se conforma un grupo humano con una identificación tal que es posible decidir la instauración de una relación antagónica con aquel a quien se debe rechazar, esta relación está mediada entonces por la amenaza de la guerra (Giraldo, 1999, p. 137).
Esta existencia de un grupo se refleja, dentro del estudio de Giraldo (2009) basado en Norberto Bobbio, en la facultad de lograr objetivos a través del ejercicio de la fuerza. Estos grupos buscan «la independencia y monopolizar la soberanía, lo que suele presentarse a modo de autoproclamación» (p. 40). La lucha por la soberanía, representada en cada unidad política o grupo político, conlleva ineludiblemente a considerar que «las distinciones entre [...] público y privado, adentro y afuera, se hacen borrosas, y así, la capacidad reguladora del derecho o, probablemente, de una moral compartida, pierde eficacia» (p. 63).
Así las cosas, desde la Modernidad se han formado organizaciones o agrupaciones alrededor de la idea del Estado moderno, buscan su atención, su protección, derrocarlo, desean hacer parte de él e incluso «duplican e imitan la forma estatal, se adaptan y cambian con el Estado» (Thorup, 2010, pp. 1–8). Por ello, es frecuente encontrar grupos terroristas que claramente son colectividades que buscan defenderse o atacar a un enemigo, con definiciones claras sobre sus amigos o aliados, y con normas que deciden sobre el mando y la obediencia en su interior. El terrorismo, para ser considerado como un grupo no estatal político, no sólo cumple con estas especificaciones, sino que su participación se debe enmarcar dentro de los cambios sociopolíticos de una sociedad determinada. Si bien sus acciones pueden ser moralmente reprochables, sus motivaciones versan sobre aquel enemigo definido. La violencia ejercida por este actor de la guerra es, de igual forma, política.
Afirmar entonces que en las guerras nuevas e irregulares confluyen actores estatales y no estatales, y que su accionar bélico sigue siendo político, aunque se mezclen unos con otros o se combata exclusivamente entre agentes no estatales en el plano local o internacional, implica pensar que la forma como se pelea este tipo de guerras conlleva a la pregunta por la violencia política (Thorup, 2010; Butler, 2020). Judith Butler (2020, p. 28) sugiere que la violencia, sin la calificación de política, es una palabra sujeta a interpretaciones planteadas dentro de marcos que pueden ser incomparables entre sí. Hay que ubicar, inicialmente, el término dentro de un marco político, entendiendo por este concepto lo mencionado líneas arriba.
Para los efectos de este texto, la violencia política se ubica también dentro de un marco de guerras cuya finalidad podría ser la terminación de una violencia, injusticia estructural o sistemática, o el derrocamiento de un régimen totalitario, esta se erige como un medio para la obtención de este fin, el cual es político (Butler, 2020, p. 27). Indicar, en este sentido, que un fin es político significa «describir la violencia de uno mismo y del oponente en términos radicalmente diferentes» (Thorup, 2010, p. 122). El problema de este tipo de afirmaciones recae sobre la delimitación de la violencia política exclusivamente como medio y no como fin: ¿cómo parar el ejercicio violento en el trasegar de una guerra nueva o irregular?, ¿los actores de estas guerras tienen claro los principios de ius in bello?, ¿qué hacer cuando la violencia se convierta en fin?
Para evitar una guerra total, una confrontación en donde el enemigo se elimine por completo y no sobrevivan de esta actores con los que transitar hacia la paz, se debe reconocer antes o durante la guerra la existencia y no aniquilación de los actores violentos estatales o no estatales. Más que un límite al ejercicio de la fuerza, se debe comenzar por identificar en el contrario a un actor político. La guerra a finales del siglo XX y comienzos del XXI se suele relacionar con el otro como un agente violento despojado de todo tinte político, absolutamente deslegitimado en su actuar bélico, como el enemigo de la humanidad al que se tiene que eliminar, un enemigo absoluto e injusto al que no lo protege el DIH en materia básica de prisioneros de guerra o población civil del bando contrario. Sobre este último punto, cabe aclarar que al desconocer o poner en duda la aplicación del DIH se borra su condición humana y política dentro del conflicto.
Pensar en el enemigo absoluto schmittiano supone pensar en que es imposible reducir al oponente, eliminar al distinto y a las contingencias, pese a que se busque mantener cierto orden establecido, el cual para el siglo XXI está basado en la democracia como legitimadora de las normas y procedimiento específico para dirimir conflictos, facilitando la definición del enemigo político como uno justo que goza de derechos. Es un orden con pretensiones de universalidad, prescripción de derechos fundamentales, con lineamientos morales sobre lo bueno y malo, y las causas justas para iniciar una guerra (Serrano, 1997), y con un sistema global basado en el derecho internacional. Aquel que amenace con eliminar o que ponga en riesgo este orden será considerado el otro, un enemigo que al implementar técnicas terroristas debe ser eliminado. En efecto, la pos Guerra Fría favoreció la redelimitación de la frontera entre amigos–enemigos por una en la que «cada grupo social busca declarar a sus rivales como “enemigos objetivos” del bienestar social» (Serrano, 1997, p. 30).
La comprensión de este otro como un agente político legitimado para ejercer la fuerza igualmente política implica reconocer que dentro de un orden pueden coexistir y convivir diferentes normas y concepciones del mundo, es un orden político porque hay conflicto y éste último se presenta en atención al reconocimiento de las identidades propias de cada actor. Para Schmitt (2022, pp. 59–62), el otro marca la definición de lo político, es una figura que representa lo distinto, lo extraño, lo no propio, entendido no necesariamente por una carga moral, estética o económica, sino por su diferencia esencial e intensiva respecto al grupo propio. Otro es aquello que, por su sola presencia, obliga a definir, cohesionar o defender lo propio. Sin embargo, es difícil encontrar órdenes con estas características, pues la tendencia liberal es altamente homogeneizadora y, a lo sumo, de tenerse, siempre está presente, como una advertencia, el inicio de la guerra (Serrano, 1997).
Thorup (2010) sostiene que «el problema político de la modernidad es la existencia y distribución de la violencia» (p. 7) y con ella la definición de enemigos absolutos y enemigos justos sobre los que se aplicaría la fuerza. El control del ejercicio de la violencia política por un grupo estatal o no estatal se ha confiado al DIH, considerando que es preferible restringir el uso de la violencia política que partir del reconocimiento del otro como actor político con el que se entra en guerra en cierta condición de igualdad dada por el contenido político de su organización y su actuar. Bajo este entendido, el debate acerca de la ineficacia del DIH en materia de guerras nuevas e irregulares se amplía hacia una lectura del problema, no en clave del idealismo jurídico–liberal, sino del realismo político, no en la reconcentración del monopolio de la fuerza en un leviatán fuerte y absolutamente soberano —en términos de statebuilding—, sino a partir de las experiencias bélicas internas o internacionales nuevas, de redes, neomodernas, espectáculo, irregulares y de baja intensidad.
A partir del idealismo jurídico–liberal más puro, Hans Kelsen (2003)1 sugiere la reformulación de las relaciones internacionales mejorando el derecho internacional, entendiendo este como una técnica social que da forma al orden internacional. Desde esta perspectiva, se comprende la idea de la guerra como una sanción que deviene de un proceso judicial adelantado por un tribunal internacional centralizado. La sentencia emitida por este juez transnacional declara entonces el ejercicio legítimo y legal de la guerra como una reacción frente a la violación de un derecho, como una sanción organizada. A partir de este idealismo del derecho internacional se establece la necesidad de fundar un tribunal internacional de carácter obligatorio encargado de resolver controversias entre las partes en conflicto, las cuales pueden ser jurídicas, políticas o económicas. Con respecto a las segundas y terceras, afirma Kelsen que es posible traducir en términos jurídico–positivos los asuntos en pugna.
Sin embargo, y pese a que la propuesta kelseniana descansa en la centralidad del Tribunal, no desconoce la presencia de otros órganos que lo acompañen, como la Asamblea, el Consejo y la Secretaría. El Consejo funcionaría como un organismo subsidiario del Tribunal. Kelsen (2003, p. 81) no encuentra problema en continuar diferenciando entre los miembros permanentes y no permanentes, y en que los primeros sean Estados Unidos, Gran Bretaña, la Unión Soviética y China, es más, sugiere que la determinación de este grupo es política y no jurídica. Es en este punto que la reformulación del derecho internacional promovida por Kelsen parece miope y despolitizada. No es que la idea de la guerra como sanción legal sea ingenua, es que los intereses que mueven a cada Estado en la esfera internacional terminan por preferir la centralidad de la organización internacional en el Consejo y no en el Tribunal, en la política y no en el derecho. De ahí la conformación del sistema jurídico internacional vigente, el cual no deja de reconocer su inspiración en el orden kelseniano.
Aunque la centralidad del actual orden mundial recae en el Consejo de Seguridad de la ONU, no se puede desconocer que el contenido de este sistema es altamente jurídico. La tensión entre ambas disciplinas supone una discusión que hasta la actualidad no alcanza a redefinirse, por lo tanto, y como el objeto de este estudio no recae en este debate, es pertinente examinar las ideas realistas con miras a intentar formular un contenido del DIH que se ajuste a los desafíos de las guerras nuevas e irregulares, sin desconocer incluso el contenido jurídico que ya impregna al orden mundial contemporáneo, partiendo del actuar absolutamente político de todos los actores en guerra yde la imposibilidad de su eliminación, pues esto conllevaría a la terminación de la política internacional.
3. El nomos de la tierra a partir de la década de 1990 hasta nuestros días: sobre los grandes espacios y el equilibrio de poder como límites de la guerra
Como la guerra implica la máxima expresión de la distinción entre amigo–enemigo, Schmitt (2005, pp. 133–137) entiende que esta no es ajena a la comprensión del espacio, de la tierra, del suelo, del territorio. La guerra permite la configuración o reconfiguración sobre la medición y división del espacio, esto es de la tierra, implica una pregunta por la distribución del suelo, la cual se resuelve a partir de una ordenación política y social de un pueblo en una superficie determinada. El desarrollo geopolítico de esta idea schmittiana se encuentra en El nomos de la tierra en el derecho de gentes del «Ius Publicum Europeaum». El nomos es la medición y división, es también el acto de tomar la tierra, de suerte tal que la distribución del territorio se da como consecuencia del ejercicio de lo político. En los siglos XVI al XIX este nomos de la tierra estaba claramente demarcado por el Estado de derecho, una idea netamente europea que daba origen a la presunción de estos Estados como personas jurídicas de derecho internacional público. Con relación al orden europeo medieval, la partición moderna del espacio se dividía entre los Estados europeos sujetos del Ius Publicum Europeaum y las demás tierras libres. Entre los primeros se hablaba de una simetría dada por la racionalización de sus relaciones, la posibilidad de declararse entre ellos como enemigos justos, de negociar tratados de paz y de evitar la aniquilación de un Estado por otro u otros.
Bajo esta idea de nomos se regularon las relaciones internacionales entre estos Estados europeos a partir de la idea de raison d'état y del equilibrio de poder, conceptos interdependientes. El primero hace referencia a la justificación de cualquier medio que se utilice para conseguir el bienestar del Estado. El interés nacional eliminó el concepto de una moral universal medieval. Por equilibrio de poder se entiende que cada Estado, atendiendo a sus fines particulares, generaría seguridad y progreso entre los participantes del orden mundial. Ambos conceptos se originaron en Francia, justamente porque este naciente Estado aprovechó para su beneficio las hostilidades entre sus vecinos derivadas de la Reforma, de suerte tal que las confrontaciones externas contribuyeron a la seguridad y a la expansión francesa (Kissinger, 2022).
Para Henry Kissinger (2022) la raison d'état descansa en la valoración que se haga sobre las relaciones de poder, sobre todo, los límites de este, labor que requiere la sumatoria de experiencia, perspicacia y ajuste permanente a las circunstancias. Este análisis sobre cierto equilibrio en las relaciones implica calcular los intereses propios con los ajenos, en palabras del autor, «el consenso sobre la naturaleza del equilibrio queda establecido por conflictos periódicos» (p. 58). El exsecretario de Estado de Estados Unidos argumenta que la raison d'état es el punto de partida de un orden mundial equilibrado, más no es el orden mundial en sí mismo.
Para Kissinger (2022, pp. 64–65) el equilibrio vendría dado por la limitación entre Estados de extenderse y autoproclamarse superiores frente a los demás, auspiciado por un gobernante que haría lo que esté a su alcance por enaltecer los intereses de su Estado. Esta dinámica enfrentaría a dos tipos de Estados: los fuertes y los débiles. Los primeros intentarían dominar a los segundos, mientras que estos deberían buscar alianzas que les permitieran defenderse de posibles agresiones cometidas por aquellos. La búsqueda del equilibrio de poderes de ambos bandos generaría guerras constantes, pues el equilibrio no se presumiría.
La guerra, entendida como un instrumento legítimo y regulado, y el equilibrio de poder entre las grandes potencias garantiza una relativa estabilidad del sistema. En términos schmittianos, este orden fue una manifestación concreta de un nomos de la tierra: una configuración espacial del poder que permitía la coexistencia de enemigos legítimos bajo un marco normativo compartido. Así, la teoría clásica del equilibrio del poder encuentra un correlato territorial y jurídico en el pensamiento de Schmitt, para quien la falta de un nomos claro afecta el equilibrio porque implica que este se disuelva en caos o en hegemonía.
Parece que estas ideas hacen parte de una comprensión clásica de lo político y de la guerra que se supera hacia el siglo XXI por otra en la que las agrupaciones políticas se enfrentan contra el Estado, contra varios Estados, entre sí, conformando bloques o llegando a acuerdos de defensa, financiación y protección. La idea de raison d'état poco aporta en medio de un estudio de guerras nuevas e irregulares, lo que persistiría de esta teoría es su elemento complementario: el equilibrio de poder. Este presupuesto debe entonces vincularse a la pregunta por si hay un nomos de la tierra propiode las postrimerías de la Guerra Fría y lo que va del siglo XXI.
De acuerdo con Schmitt (2005, p. 55), para definir este nuevo nomos es necesario la identificación de un acto primitivo de ordenación del espacio alejado de toda comprensión legalista, es decir, de toda idea de que cierto espacio se distribuye y se apropia en virtud de una ley fundamental. Se plantea así la distinción entre legalidad, por un lado, y legitimidad, por otro. El segundo concepto hace referencia a ese «acontecimiento histórico constitutivo» del nuevo orden mundial que será el que le da origen al primero, a las normas jurídico–positivas internacionales que lo regulan, esto es, los tratados internacionales. Estos actos constitutivos se mantienen en constante reformulación pues, «mientras la historia del mundo no esté concluida, sino se encuentre abierta y en movimiento, [...] no esté fijada para siempre y petrificada, [...] también surgirá, en las formas de aparición, siempre nuevas de acontecimientos históricos universales, un nuevo nomos» (p. 62).
Un nuevo nomos de la tierra estaría dado por una organización del espacio, de la tierra, «de los pueblos, imperios y países, de potentados y potencias de todo tipo» (Schmitt, 2005, p. 62), de las culturas que coexisten en ellos, de las agrupaciones de hombres y mujeres con estructura de mando y obediencia, de la capacidad de decidir sobre la vida de sus asociados y de la definición de sus enemigos para defenderse de ellos o eliminarlos. Estos parecen apoderarse de pedazos de tierra que forman parte o no de un Estado, no es un acto colonial o reconocido, incluso por el derecho internacional público, se trata de transformar un orden espacial ya establecido.
Con el nomos de la tierra estatal se contaba con una distribución del espacio internacional entre Estados europeos soberanos. Esta corresponde a una primera etapa de evolución del nomos y se ubica entre los siglos XVI y XVIII. La segunda fase se refiere a los siglos XIX y XX, en los cuales se producen las colonizaciones en África, Oriente y Oceanía (Fernández, 2007, p. 52). Incluso, dados los procesos de descolonización, se puede hablar de cierta expansión del derecho internacional público europeo y de una ordenación del espacio mundial que seguía obedeciendo al nomos europeo.
En palabras de Schmitt (2005), la medición de la tierra después de las descolonizaciones daba cuenta de un Ius Publicum Europeaum «que desarrollaba sus métodos y formas para todas las modificaciones territoriales importantes en deliberaciones y resoluciones comunes, dando así un buen sentido a la idea de equilibrio» (p. 192). Se trató de una expansión de derecho internacional europeo sobre los antiguos territorios libres que, luego de ser ocupados, integraban el sistema internacional en los términos y bajo las condiciones europeas. A esto corresponden las dos primeras etapas del nomos expuestas anteriormente, en las cuales se incluye la Primera Guerra Mundial y su posguerra, pues en ambas aún quedaban vestigios del derecho de gentes europeo.
Schmitt (2005) sugiere que desde la Conferencia de París de 1918–1919 se derrumbó esa ordenación europea porque se estaba ante la ausencia de un nomos claro, es decir, «el verdadero origen del fracaso de la Liga de Ginebra radica en el hecho de que ésta carecía de toda decisión para ordenar el espacio e incluso de la idea en sí de una organización estatal» (p. 255). Se dejaron por fuera potencias como Estados Unidos y la Unión Soviética, hecho que, para el jurista alemán, es fundamental, pues la vinculación de actores de la organización mundial como las potencias favorece que estas organicen, dividan, se asignen y se constituyan un espacio en la tierra, desconocerlas se traduce en no tener ningún nomos en formación, ni menos en funcionamiento.
El desorden impartido por la falta de una medición, división y asignación sobre el espacio se tornaba complejo y, por lo mismo, hacía falta cierto acontecimiento fundacional que planteara la idea de un nuevo nomos, de la tercera etapa de su evolución. Schmitt (2005) sostiene que:
La evolución planetaria ya había conducido hacía tiempo a un evidente dilema [...] de si el planeta está maduro para el monopolio global de una sola potencia, o si es un pluralismo de grandes espacios coexistentes y ordenados entre sí, de esferas de intervención y de círculos culturales el que determina el nuevo derecho de gentes de la tierra (p. 256. Cursivas agregadas).
El concepto de grandes espacios en Schmitt (2006) representa una propuesta de reorganización del orden internacional basada en criterios geopolíticos y político–culturales, en oposición tanto al universalismo liberal como al sistema westfaliano de Estados soberanos formalmente iguales. Schmitt entiende por gran espacio una unidad político–jurídica dominada por una potencia que garantiza un orden propio y excluye la intervención de poderes externos, en particular, aquellos que actúan en nombre de ideologías universalistas como el liberalismo o el comunismo. Cada gran espacio se configura como una esfera de influencia en la que hay una potencia central que asume la responsabilidad de mantener la estabilidad y definir las reglas internas, lo que implica una relativización del principio de soberanía estatal tradicional.
Cabe preguntarse: ¿hay un acontecimiento histórico que permita hablar de un nuevo nomos de la tierra para el siglo XXI?, ¿en este nuevo nomos se materializa el pluralismo de los grandes espacios antes mencionado? Estas preguntas llevan ínsita una comprensión del espacio más allá del suelo y de la tierra. Como bien sostiene Schmitt (2005), gracias a la libertad de los mares el mundo había evolucionado hacia grandes procesos a la luz del comercio y la economía, por ello, hablar de un nuevo nomos que parta de estos grandes procesos conlleva a un nomos que mide, se apropia, divide y controla grandes espacios, mares y tierras. Las características esenciales de este nomos de la tierra, en lo que serían los grandes espacios, están dadas por las ideas de dominio y control de unos Estados sobre otros. Para esto, «la soberanía territorial es transformada en un espacio vacío para procesos socio–económicos» (p. 267).
La primera característica de estos grandes espacios radica en la esencialidad de lo económico, si en la primera y la segunda fase del nomos lo económico es relegado al derecho internacional privado, aquí se denota una preponderancia en lo comercial y financiero, tanto así que este factor determina la distinción entre amigos y enemigos. La segunda gira en torno a la definición del espacio, comprendiendo lo que en la doctrina Monroe se denominó «hemisferio occidental», incluida la tierra y el mar, y el surgimiento de un «hemisferio oriental». Y la tercera característica implica un reconocimiento entre sí de los grandes espacios, del hemisferio occidental con Europa, entre esta y el hemisferio oriental, y entre aquel y este, lo cual convierte a los otros–enemigos como justos con base en la igualdad predicada entre estos (Schmitt, 2005).
Carlos Fernández (2007, p. 95) propone y da respuesta a la pregunta antes planteada sosteniendo que, a la luz de Schmitt, podría configurarse un tercer nomos de la tierra a partir de la suscripción de la Carta de las Naciones Unidas el 26 de junio de 1945 y de cada uno de los acuerdos o tratados internacionales sobre DIDH, DIH y DPI. Esta afirmación tendría plena validez si se parte de una visión netamente legalista y altamente kelseniana. Sin embargo, la perspectiva schmittiana reclama un acto de ordenación del espacio previo, incluso a la elaboración de un pacto internacional, a una toma de la tierra. Aquí se propone, más bien, la segunda posguerra y la consecuente redistribución de la superficie mundial entre las dos potencias de la época —Estados Unidos y la Unión Soviética— como ese acto mediante el cual se toma, se distribuye y se reparte el espacio —la tierra y el mar, incluso lo geoespacial—. Se operó entonces la explotación, el asentamiento, la distribución y la posesión sobre la tierra entre dos potencias que, además de acabar con el Ius Pubicum Europeaum, se basan en fundamentos ideológicos opuestos que coexistían en el orden global.
La terminación de la Guerra Fría manifiesta cierto fin de la historia, además, si se considera que el sistema internacional de la segunda posguerra estuvo estancado por el ejercicio al veto ejercido por China y la Unión Soviética durante los años de la Guerra Fría, ¿es acaso la terminación de esta última el acontecimiento fundacional de un nuevo nomos de la tierra? Si se parte del legalismo antes referido, no habría nada de nuevo entre las normas internacionales expedidas después de 1945 y los hechos acontecidos desde la década de 1990 hasta nuestros días; sin embargo, me atrevo a señalar que las guerras nuevas se anteceden por un acto político fundacional fundamental a escala global, el cual radica en la disolución del Pacto de Varsovia y la terminación de la Guerra Fría, en general, y del escalamiento de la violencia política de cada guerra en cada territorio o espacio, la afectación de los derechos humanos de la población civil, el incremento de refugiados o desplazados, de víctimas, de la vinculación de actores no estatales, de prácticas terroristas, y afectaciones al medio ambiente, en particular.
Parece que entonces se produzca la creación de un nuevo poseedor, ocupante y administrador de los grandes espacios, la violencia política que contraría el orden mundial de la segunda posguerra se ve amenazado por el surgimiento y fortalecimiento de agentes bélicos locales o internacionales que ejercen violencia política buscando derrocar, eliminar o deponer a aquel. Permitámonos examinar la respuesta a la pregunta planteada en el párrafo anterior. Con respecto a las primeras características explicadas sobre los grandes espacios, es posible definir que se cumpliría a cabalidad con las dos primeras, en el sentido de que nos encontramos ante la primacía del orden económico que dirige el político y jurídico, y ante el fortalecimiento de los hemisferios ya mencionados.
Sin embargo, y si se continúa afirmando que con las guerras nuevas surge un nuevo actor que pretende participar de la ocupación y distribución del espacio, un agente violento político pero no estatal que puede estar en cualquiera de los hemisferios del globo, pero que no goza de reconocimiento por parte de las grandes potencias establecidas, ¿cómo se defiende entonces la existencia de un nuevo nomos?, si no hablamos de Estados sino de organizaciones políticas no estatales, ¿también se predica de estas igualdad con los Estados que conforman el orden mundial contemporáneo? Continúan los interrogantes: ¿es esta igualdad meramente formal, en términos legalistas, y es posible abrir la puerta a cuestionarla a partir de las técnicas, tácticas, métodos y aliados durante las guerras nuevas?, ¿tiene alguna utilidad, en cuanto a la definición de los límites de la guerra, continuar con la distinción entre actores estatales y no estatales? En palabras de Schmitt, aunque refiriéndose al tema de los beligerantes y al derecho de gentes:
El reconocimiento como beligerantes significa para los rebeldes una elevación de rango fundamental y extraordinariamente importante. Para el gobierno Legal, en cambio, significa una degradación y una aguda intromisión [...] se convierte ahora para el Estado reconocedor en bellum iustum en el sentido del concepto de guerra interestatal no–discriminatorio, y un Gobierno estatal legal ha de aceptar esta modificación sorprendente que se produce en perjuicio suyo (Schmitt, 2005, pp. 325–326).
Si se parte de la idea de que estamos ante la materialización de un nuevo nomos de la tierra en el siglo XXI se debería asumir la existencia y materialización de ese pluralismo cultural dominado por una potencia rectora que blinda de estabilidad ese gran espacio, alejado de toda homogenización liberal universal; sin embargo, nos encontramos con lo contrario. En las guerras nuevas se combate al otro como si no fuera político, pese a que ya se analizó que sí lo es. Se está aniquilando al enemigo, pues lo que se denota a partir de cada guerra nueva del siglo xxi es la imperiosa necesidad de eliminación del adversario, del otro. Para pensar en un nuevo nomos de la tierra en el que la tierra se distribuya y se ocupe por grandes espacios se debe empezar por reconocer la pluralidad de los poderes regionales, la existencia global de un otro político.
Este reconocimiento del otro como un sujeto político y un actor bélico legitimado implica su inclusión dentro de uno de los grandes espacios que conformarían el nuevo nomos. Se propone aquí que este nuevo nomos este basado en el principio del equilibrio de poder, el cual debe direccionar el actuar de los grandes espacios con miras a no destruirse mutuamente. El equilibrio de poderes estaría fundado en un orden multipolar, no homogéneo; no se busca eliminar el conflicto, se pretende contener espacial y políticamente con miras a evitar la homogenización del nomos y la destrucción absoluta. Con esto se garantiza la existencia del otro político. Aquí cobra relevancia la distinción propuesta por Giraldo (2009, p. 155) acerca de si en la guerra se lucha contra un enemigo con quien se busca llegar a la paz o con uno que se pretende derrocar por completo.
De hecho, se toma la definición plasmada por Henry Kissinger y se complementa con la brindada por Hans J. Morgenthau (1986), en búsqueda de una actualización de la teoría del equilibrio de poder. En síntesis, resulta indispensable que las partes que integran un sistema o una ordenación sean reconocidas como necesarias para que dicho orden exista y funcione; en este sentido, si alguna de las partes asciende o aumenta su poder en detrimento de otras, puede llegar a destruirlas. Es por ello por lo que se defiende la idea de que «el propósito de tales equilibrios consiste en mantener la estabilidad del sistema sin destruir la multiplicidad de elementos que lo componen» (p. 211).
Lo anterior se podría dar a través de alianzas entre los Estados o entre los actores políticos no estatales. Estas se basan en la conveniencia que representan para cada elemento del orden mundial. Las alianzas generan limitaciones entre sus miembros e incluso logran definir enemigos en común. Esta forma de equilibrar el poder entre los grandes espacios del escenario global actual implicaría la existencia de cierta reciprocidad entre las partes de la alianza, la cual distribuye también el poder dentro de esta; es más, al interior de un gran espacio pueden existir Estados o actores no estatales dependientes unos de otros, hecho que marca la unión o no de una alianza (Morgenthau, 1986).
Pese a que estas ideas realistas aportan buen material sobre el debate en cuestión, queda la pregunta por aquel que sostiene la balanza dentro del gran espacio, puede tratarse de un Estado, de una gran potencia, de varios o de una misma alianza no declarada neutral. En este punto se considera que «el sostenedor» —como lo denomina Morgenthau (1986)— de la balanza de poder en un orden mundial conformado por grandes espacios no existe. No habría un único sostenedor, la dinámica misma entre los grandes espacios, el respeto mutuo, el mencionado reconocimiento del otro como político y la misma guerra podrían hacer las veces de equilibrante dentro de este nomos. Me decanto por pensar que, si un gran espacio se extralimita y se convoca a una guerra, el principal límite para pelear sería la indiscutible imposibilidad de destruir al otro en cualquier aspecto, desde el más humano, territorial y político, pasando por su existencia y participación en el mercado, hasta su presencia cibernética.
Conclusiones
La idea de una toma, apropiación y distribución del espacio después de la Guerra Fría da cuenta del surgimiento de actores bélicos no estatales, pero igual de actores políticos de la denominada unidad política schmittiana. Se insiste en estas líneas que las guerras siempre son políticas, pese a que con la clasificación de guerras nuevas se quieran despolitizar estos conflictos. Los agentes de estas guerras se erigen como un otro político frente al homogeneizador derecho internacional vigente; sin embargo, ese otro no está siendo reconocido como tal. Las guerras nuevas, en las que este otro resulta protagonista casi esencial, desafían el sistema internacional contemporáneo porque al no reconocer en el otro un sujeto político se está siempre al borde de la eliminación absoluta entre los contendientes.
En este ensayo se acude a las ideas propuestas por el jurista alemán Carl Schmitt para intentar dar luces sobre la pregunta por los límites de las guerras, sobre todo las denominadas nuevas, pero también la reflexión puede aplicarse sobre las clásicas, las cuales se han venido peleando en lo corrido del siglo xxi. La respuesta, después del desarrollo teórico sobre las ideas del estatista, se concreta en un ejercicio consciente del equilibrio de poder durante la guerra, la cual debe tener como base el reconocimiento político del otro a partir de la creación de alianzas entre las unidades políticas. Bajo el marco de unas guerras nuevas, irregulares o de baja intensidad se debe propender por un ejercicio limitado de la fuerza, toda vez que la violencia política al tiempo en que se escriben estas líneas trastoca las relaciones sociales y cotidianas de la vida humana.
Resulta entonces coherente responder a la pregunta acerca de por qué la relación entre la teoría del equilibrio de poderes y el nomos de la tierra de Schmitt limitarían las guerras, nuevas o incluso clásicas, pero que se pelean en lo que va del siglo XXI. La respuesta radica en no destruir por completo al enemigo, en pelear la guerra con el latente riesgo del colapso de la humanidad, en dejar atrás las pretensiones universalistas y homogeneizadoras ajenas a la teoría de los grandes espacios. Si el nuevo nomos de la tierra se basara en los grandes espacios, y con estos en el respeto y reconocimiento irrestricto del otro como actor político, la guerra se podría contener en su extensión temporal y espacial, en sus técnicas y en los daños ocasionados.
Notas
1 El debate entre Kelsen y Schmitt en torno a la pregunta por el poder se inscribe en el contexto de la inestabilidad institucional de la República de Weimar, una época marcada por la fragilidad del orden liberal y la emergencia de fuerzas autoritarias. Kelsen, desde su teoría normativista, sostiene que el poder del Estado se encuentra plenamente subordinado al orden jurídico, siendo la Constitución la fuente suprema de validez. Schmitt, por el contrario, subraya la dimensión política del poder, afirmando que el soberano es quien decide sobre el estado de excepción. Para este, toda constitución descansa sobre una decisión política originaria, previa al orden normativo. En estas líneas se presenta brevemente cómo ese debate entre el liberalismo y el realismo político se desarrolla en las arenas del ius in bello.
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