ISSN (impreso) 0121–5167 / ISSN (en línea) 2462–8433

SECCIÓN GENERAL

 

Gobernanzas criminales desde abajo. La población rural ante los grupos armados ilegales en Cajibío, Colombia*

 

Criminal Governance from Below. The Rural Population Facing Illegal Armed Groups in Cajibío, Colombia

 

 

Edicson Andrés Oviedo Hernández1 (Colombia)

 

1 Politólogo. Magíster en Estudios en Relaciones Internacionales. Correo electrónico: aoviedo@politicas.unam.mx – Orcid 0000–0002–2081–4226 – Google Scholar https://scholar.google.es/citations?hl=es&user=DqhFr2sAAAAJ

 

Fecha de recepción: agosto de 2024

Fecha de aprobación: mayo de 2025

 

Cómo citar este artículo: Oviedo Hernández, Edicson Andrés. (2025). Gobernanzas criminales desde abajo. La población rural ante los grupos armados ilegales en Cajibío, Colombia. Estudios Políticos (Universidad de Antioquia), 73. https://doi.org/10.17533/udea.espo.n73a10

 


Resumen

Este artículo tiene por objetivo analizar la forma en que el grupo armado ilegal Frente Jaime Martínez de las disidencias de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia–Ejército del Pueblo (FARC–EP) regula la vida social de la población rural de Cajibío, Colombia. Esto conlleva la imposición de una normatividad paraestatal que permite estabilizar la posición de poder del grupo armado ilegal, cuestión fundamental para hacerse del control del territorio. Se emplea un método cualitativo a fin de captar el sentido de los hechos observados en virtud del contenido de significado implicado en las interacciones sociales, a partir de las historias de vida de tres residentes de las veredas Los Ángeles y La Meseta. Se concluye que la relación entre actor criminal–población rural evidencia que la normatividad establecida opera tanto por su reproducción cotidiana en el medio social como por la propensión del actor criminal a garantizar por mecanismos no coercitivos la aprobación de esta. A diferencia de otras investigaciones, esto muestra que la legitimidad es una propiedad concomitante al establecimiento de gobernanzas criminales por parte de grupos armados ilegales.

Palabras clave: Conflicto Armado; Gobernanza Criminal; Territorio; Poder Local; Regulación Social; Legitimidad.


Abstract

This article seeks to analyze the manner in which the illegal armed group known as the Frente Jaime Martinez, a faction of the dissident Revolutionary Armed Forces of Colombia–People's Army (FARC–EP), regulates the social life of rural communities in Cajibío, Colombia. This interaction leads to the establishment of parastatal norms that facilitate the stabilization of the power dynamics of the illegal armed group, which is essential for assuming control over the territory. A qualitative method is employed to capture the significance of observed events by analyzing the underlying meanings in social interactions, as revealed through the life stories of three residents from the neighborhoods of Los Ángeles and La Meseta. It is concluded that the relationship between criminal actors and the rural population demonstrates that established norms function through their daily reproduction within the social environment and through the propensity of criminal actors to ensure their approval via non–coercive mechanisms. In contrast to other research, this study illustrates that legitimacy constitutes a concomitant byproduct of the establishment of criminal governance by illegal armed groups.

Keywords: Armed Conflict; Criminal Governance; Territory; Local Government; Social Regulation; Legitimacy.


 

 

Introducción

El Acuerdo de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia–Ejército del Pueblo (FARC–EP) cifró las esperanzas de una parte de la sociedad colombiana que vivió el conflicto armado en carne propia, quienes lo percibieron como un avance histórico por parte del Estado en la atención y superación de condiciones de marginalización y victimización. Años después de su firma se asiste a una estrepitosa frustración de aquella oportunidad histórica, pues el panorama de la violencia armada, lejos de haber cambiado, en algunas regiones se intensifica, así como las lógicas territoriales asociadas a su desarrollo muestran su capacidad de readaptación (Ríos, 2020; 2021; Llorente, Preciado y Cajiao, 2024). La permanencia de la «periferialización» del conflicto es quizá la prueba sumaria de la impotencia política del Estado y, al mismo tiempo, de la continuidad de los insumos sociales necesarios para su persistencia territorial.

El departamento del Cauca no ha sido ajeno a esta situación, múltiples grupos armados ilegales disputan el control del territorio al Estado, entre ellos, las disidencias de las FARC–EP asociadas al Estado Mayor Central (EMC) y a la Segunda Marquetalia (SM), así como algunos frentes del Ejército de Liberación Nacional (ELN). En este contexto, han sido constantes las amenazas, masacres, secuestros, extorsiones, atentados terroristas, desplazamientos forzados, entre otros, generando un panorama de victimización similar al vivido en otros periodos anteriores al Acuerdo de paz (Sánchez, 2020). El municipio de Cajibío, departamento del Cauca, ha sido un territorio estratégico en este contexto de disputa, donde la presencia del Frente Jaime Martínez, alineado al EMC, ha ocasionado una afectación sistemática contra la población rural, desencadenando en un ambiente de zozobra e incertidumbre permanentes y enterrando las esperanzas que otrora produjo el Acuerdo de paz.

Este actor criminal se consolida precisamente hacia 2017, en el marco de la abjuración del Acuerdo de paz, producto de los remanentes de los Frentes 6 (Hernando González Acosta) y 30 (José Antonio Páez), así como de las columnas móviles Miller Perdomo y Jacobo Arenas (Preciado, Cajiao, Tobo y López, 2023, p. 9). Actualmente expande su control territorial hacia otros municipios del norte del Cauca y del sur del Valle del Cauca, lo que ha mostrado su capacidad de reconfiguración bélica, expresada en la disputa que se produce con el Estado y otros grupos armados ilegales en el territorio (Johnson, Gómez, Aguirre y Albarracín, 2024, pp. 44–48). Dirigidos por alias Marlon Vásquez, popularizado recientemente por un comunicado en el que anuncia la creación del Bloque Central Isaías Pardo, adscrito al EMC, el cual vino a concentrar nuevamente los frentes de los departamentos del Cauca, Valle del Cauca, Huila y Tolima, este grupo armado ilegal ha llevado a cabo una serie de acciones bélicas contra la Fuerza Pública y la población civil, claves en la disputa territorial (Rodríguez, 2024, abril 1).

A su vez, mucha de la población de las zonas rurales ha retomado o se ha involucrado en la siembra de cultivos ilícitos —principalmente, coca—, lo que ha contribuido al incremento de la presencia de este grupo armado ilegal y, viceversa, la presencia de un actor como este termina contribuyendo a la expansión de la siembra (UNODC, 2023). Sin embargo, lejos de asumir una posición dócil o «aterrorizada», las comunidades logran convivir con el actor criminal, esto es, desempeñan las actividades sociales propias de la vida diaria adaptándose a la existencia de este y a sus implicaciones para la cotidianidad. En este sentido, no es una cuestión menor interrogarse por la forma en que el grupo armado ilegal, Frente Jaime Martínez, regula la vida social de la población rural de Cajibío, teniendo en cuenta, no obstante, la respuesta que se genera en el marco de sus implicaciones coercitivas y no coercitivas.

Esto involucra no sólo considerar la normatividad impuesta que permite la regulación, sino las consecuencias que se desencadenan de abajo–hacia–arriba, esto es, que surgen desde la población rural y que influyen en las decisiones que toma el Frente Jaime Martínez. Por lo tanto y relacionado con esto, resulta necesario plantear en un plano multidimensional el entretejimiento de la relación entre grupo armado ilegal y población rural en virtud de la amenaza coercitiva que este representa, pero que no llega a ser absoluta ni justificación única. Con base en estas precisiones fundamentales, el objetivo central del artículo consiste en analizar la forma en que el grupo armado ilegal Frente Jaime Martínez regula la vida social de la población rural de Cajibío, manejando como dimensiones de análisis las implicaciones coercitivas y no coercitivas que se producen.

Las investigaciones que han estudiado este tipo de fenómenos de regulación social los abordan a partir de la perspectiva de la gobernanza criminal, concentrándose específicamente en lo concerniente a la relación de esta respecto a la gobernanza estatal, de tal forma que se enfatizan los elementos simbióticos, la exclusión que supone una frente a la otra o, incluso, cómo el poder político llega a ser cooptado por la criminalidad (Cardozo, 2022; Blattman, Duncan, Lessing y Tobón, 2023; Niño, Guerrero y Rivas, 2023). Esto lleva a que se subraye, directa o indirectamente, la existencia de una crisis del Estado en diferentes ámbitos, lo cual se encuentra relacionado con la incapacidad que muestra para hacerse del ejercicio de la autoridad en el territorio —soberanía—. Esto da lugar no sólo a una presupuesta ausencia o debilidad estatal (Alda, 2014), sino que pone de manifiesto cómo los grupos armados ilegales comparten dicha autoridad en el ámbito local (Agnew y Oslender, 2010; Iazzetta y Gaiero, 2024).

Por otro lado, dentro de las investigaciones sobre gobernanza criminal se pueden encontrar trabajos orientados específicamente a interrogarse por la relación entre actores criminales y el establecimiento de normatividades paraestatales. Estos llegan a vincular las formas de operación criminal respecto a fenómenos complejos de regulación social, involucrando dimensiones tanto propiamente locales como transnacionales (Herrera, 2021; García y Mantilla, 2021; Martens et al., 2022). Este tipo de investigaciones se caracterizan por priorizar el matiz social de la gobernanza criminal, es decir, por enfocar los referentes de valor a través de los cuales se incrusta el poder criminal al interior de la vida cotidiana de los gobernados, lo que puede conllevar al afianzamiento de un duopolio de poder —frente al Estado— o, en casos extremos, a respuestas violentas que desencadenan en ciclos de victimización.

Esto refleja que, desde diferentes perspectivas, la cuestión tocante al funcionamiento de las gobernanzas criminales tiene que ver con la interacción que se lleva a cabo con la población civil en sentido amplio: bien sea a fin de diagnosticar el estado de la gobernanza estatal o bien sea para caracterizar las consecuencias directas en la convivencia social de quienes son objeto de la gobernanza criminal. Siguiendo esta línea, este artículo busca acercarse a la relación que se establece entre un grupo armado ilegal y la población civil, poniendo el foco en la vida cotidiana y sus formas de expresión social, pero sin dejar de considerar que esta relación supone la existencia de un fenómeno de poder paraestatal que implica que el Estado comparte la capacidad de ejercer la autoridad en el territorio. Es en esta transición hacia expectativas de obediencia en la que se integran las actividades de regulación social que lleva a cabo el grupo armado ilegal, permitiendo pensar esta interacción a partir de las sinergias que se generan y contribuyendo a la ampliación de los estudios políticos sobre gobernanzas criminales. La pertinencia de esta orientación analítica consiste, precisamente, en mostrar un fenómeno que no sólo se restringe al uso de la coerción, sino que implica mecanismos no coercitivos a fin de legitimar las pretensiones regulativas.

 

1. Gobernanzas criminales y circulación del poder criminal

Una de las discusiones actuales en el ámbito académico tiene que ver con el estatus político de los grupos armados ilegales después del Acuerdo de paz con las FARC–EP (García y Hernández, 2024). Si bien el Gobierno nacional, a través de la Ley 1908 de 2022, clasifica a las disidencias de las FARC–EP, alineadas al EMC o a la SM, como grupos armados organizados (GAO) y complementariamente, mediante la Ley 2272 de 2022, autoriza a este tipo de GAO para alcanzar acuerdos vía negociación política, establecer este criterio institucional para dirimir si se trata de insurgencias o de organizaciones criminales genera múltiples problemas analíticos. Por una parte, porque esta perspectiva restringe lo político a la búsqueda de los grupos armados ilegales por hacerse del poder estatal a fin de instaurar principios ideológicos u objetivos políticos, y por otra, porque operativamente los grupos armados ilegales —insurgencias o no— continúan operando como organizaciones criminales que están inmersas en mercados ilícitos como el mercado de la cocaína.

De acuerdo con Benjamin Lessing (2021), el accionar de los actores armados no estatales puede entenderse a partir de dos conceptos, gobernanza rebelde y gobernanza criminal, cuya diferencia principal estribaría en que los criminales a menudo gobiernan sin objetivos de construcción del Estado, ideologías abiertamente políticas o un fuerte control territorial. Sin embargo, claro es que tanto el EMC como la SM apelan a discursos donde se enarbolan supuestas causas sociales del conflicto, donde se reafirman vagas ideologías revolucionarias bolivarianas o socialistas, y donde el control territorial es sólido y se disputa constantemente al Estado; tanto como se valen de crímenes para lograr fines económicos extractivos, moviéndose en y administrando mercados ilícitos como el mercado de la cocaína. Esto provoca que la diferenciación de Lessing (2021) resulte esencialmente obsoleta, pues los elementos diferenciales entre ambos tipos de gobernanza son indistinguibles en el caso de las disidencias de las FARC–EP.

Frente a este tipo de dualidades, Reynell Badillo y Luis Fernando Trejos (2023) muestran otra cara de la moneda: en el caso del Clan del Golfo —otro de los denominados GAO— se trata de un grupo armado ilegal que surge con una prominente actividad criminal en detrimento de este tipo de justificaciones políticas que, sin embargo, se «politiza». Esto en el sentido de que llega a declarar, incluso dentro de sus estatutos organizativos, la resistencia armada contra el Estado como una de sus principales funciones, así como la transformación de condiciones estructurales vinculadas a la pobreza rural como su principal fin subversivo.

En el marco de estas dos perspectivas es posible tender puentes teóricos que permitan asumir de mejor forma el estatus de las disidencias de las FARC–EP. Convengamos que la dimensión política de los rebeldes es similar a la politización de los criminales y que, a su vez, ambas coinciden con la perspectiva del Gobierno nacional, es decir, en tanto que se mueven dentro de los principios ideológicos y fines políticos de los grupos armados ilegales. No obstante, esto resulta tremendamente restrictivo al momento de analizar cómo operan este tipo de actores, esto es, cómo en los territorios llegan a instaurar normatividades que permiten regular la vida social de la población civil, donde el ejercicio de poder por parte del grupo armado ilegal se fundamenta en mecanismos coercitivos y no coercitivos que permiten la estabilización de su posición en el territorio.

Si se amplía el espectro analítico, este tipo de grupos armados ilegales son políticos, precisamente por su capacidad de imponer pautas de ordenamiento social con base en la amenaza del uso de la coerción, pero que no se restringe a esta, sino que implica, al mismo tiempo, la promoción de actividades de administración de lo público y orientadas a garantizar su legitimidad. Lo político entonces no se ve de arriba–hacia–abajo sino de abajo–hacia–arriba, de tal forma que es posible que lo rebelde y lo criminal convivan en una misma dimensión práctica. Tanto rebeldes como criminales operan al margen de la legalidad estatal, pero vinculados a esta, su condición ontológica es posible precisamente en virtud del marco de referencia jurídico que establece el Estado y que da sentido al accionar delictivo, así como criminales y rebeldes pueden propender por la imposición de normatividades paraestatales que les permiten gobernar, a fin de facilitar la satisfacción de sus intereses particulares.

El problema se dirime entonces en que ambos tipos de actores pueden ser vistos como actores políticos y que es el investigador quien, en el marco de su objeto de estudio, da relevancia a las denominaciones rebeldes o criminales. En este caso específico, se dejan de lado los «principios ideológicos y fines políticos» y se dirige la atención hacia cómo se imponen normatividades paraestatales con base en mecanismos coercitivos y no coercitivos. Al respecto, la propuesta de Lessing (2021) resulta útil, pues entiende la gobernanza criminal como la imposición de normas al comportamiento por parte de un actor criminal, lo que involucra criminales miembros, criminales no miembros y civiles no criminales.1

Esta concepción permite considerar el fenómeno de la gobernanza criminal como simbiótico o parasitario, de tal forma que los criminales vienen a aprovecharse de las debilidades estatales o de la susceptibilidad a la corrupción, incluso en contextos de fuerte presencia institucional (Lessing, 2021; Herrera, 2021). Esto significa que convive el poder estatal y criminal y que en muchas ocasiones se complementan, de manera que se establecen duopolios de poder que obligan a los sujetos de dicha gobernanza a navegar entre el Estado y las autoridades criminales, las cuales juntas, pero en oposición, ordenan la vida cotidiana (Lessing, 2022, p. 12). Por consiguiente, que la perspectiva según la cual los grupos armados ilegales se hacen del control del territorio únicamente en virtud de la ausencia del Estado, desconoce la complementariedad que se establece incluso en escenarios donde su presencia es fundamental en la regulación de las múltiples actividades sociales.

Esto implica que, lejos de suponer una relación excluyente, la gobernanza estatal y la gobernanza criminal coexisten en ambientes de disputa o de cooperación indirecta. En municipios como Cajibío confluyen variables que se pueden denominar como de ausencia estatal y, al mismo tiempo, opera la red simbólica e institucional del Estado expresada en el reconocimiento de sus procedimientos, tanto como las disidencias de las FARC–EP regulan de diferentes formas la vida social de las poblaciones locales. Por consiguiente, los grupos armados ilegales como el Frente Jaime Martínez se mueven en contextos ambivalentes y fundamentan sus actividades criminales en la relación que se establece con la población rural, de tal forma que, más allá de delitos aislados o «crímenes puros», se propende por configurar patrones sistemáticos de ordenamiento social que facilitan el control del territorio.

De acuerdo con Lessing (2022, p. 12), en algunas formas de gobierno criminal el poder es en gran medida personalista, fluyendo de «jefes», «donos» y «patrones» carismáticos, en otras fluye a través de las normas, ideales y procedimientos compartidos, y en otras se pueden garantizar acciones eficientes y eficaces que apuntalan la posición de poder. Sin embargo, y aunque estas fuentes de poder son analíticamente relevantes a la hora analizar los fenómenos de gobernanza criminal, necesariamente hay que partir de que la circulación del poder criminal y su cristalización en un orden de dominación sólo es posible por medio de su institucionalización. Es decir, no es suficiente con percibir el poder como una relación esencialista del tipo A actúa sobre B, sino que esta relación se configura como tal fundamentalmente en la medida en que gobernantes y gobernados comparten un marco de referencia que encuadra expectativas de mando–obediencia.

Si bien el poder criminal puede llegar a fluir a partir de jefes carismáticos o de buenas acciones que son aceptadas por la población civil, son las instituciones —normatividades e incluso burocracias rudimentarias— las que permiten que aún en ausencia de estas fuentes los actores criminales mantengan su posición de poder. Aunque generalmente la autoridad es representada por los elementos pertenecientes al actor criminal, cuando la gobernanza criminal se complejiza progresivamente se pueden delegar posiciones de poder a personas civiles u otros criminales no miembros —lo que puede verse con respecto a milicianos, soplones, entre otros, quienes, aunque no necesariamente hacen parte del actor criminal, representan su posición frente a los gobernados—, provocando que estos participen de una relación investida por un halo de objetividad social.

Es aquí donde se encuentra la principal virtud explicativa de la gobernanza criminal, pues supone que el poder criminal se cristaliza en instituciones como la normatividad impuesta por parte del actor criminal. Esto significa que el gobierno constituye un medio y un fin de forma paralela, pues la observación de las normas impuestas garantiza la estabilidad existencial de las pretensiones extractivas, así como facilita el control por encima de los competidores que pueden encontrarse en disputa de un mismo territorio. A su vez, estos buscan su imposición proporcionando espacios para la participación en la toma de decisiones, lo que incluye asambleas públicas y reuniones a fin de alcanzar acuerdos con la población civil, de tal forma que también se utilizan mecanismos no coercitivos.

 

2. Metodología

Se planteó un método cualitativo como herramienta científica que permite captar el sentido de los hechos observados en virtud del contenido significativo asignado en las interacciones sociales. Esto es, que implica adentrarse, con un interés cognoscitivo, en la interacción permanente que se establece entre el desarrollo experiencial del actor y los contextos sociales e históricos bajo los cuales opera. De tal forma que lo específicamente metodológico consiste en la capacidad del investigador de aislar una parte de la realidad social y, con base en la relación lógica de referentes teóricos y datos empíricos, imputar causaciones de la acción que puedan explicar por qué se actuó de una forma y no de otra bajo condiciones objetivas.

Teniendo esto como punto de partida, en un primer momento se buscó la inmersión dentro del contexto de las veredas Los Ángeles y La Meseta, seleccionadas como casos de estudio. Posteriormente, se recolectaron entrevistas tipo historias de vida de tres pobladores, las cuales brindaron los insumos necesarios para la elaboración de este artículo. La elección de los entrevistados se hizo teniendo en cuenta que sus biografías sociales resultaran complementarias en lo referente a conocimiento de la zona y participación en las formas de organización comunitaria que son promovidas, a fin de obtener perspectivas distintas, tanto de sus dinámicas cotidianas como de la relación que se estableció con en el grupo armado ilegal en el territorio.

Cuadro 1. Perfiles de las personas que fueron entrevistadas durante el trabajo de campo.

Entrevistado

Edad

Sexo

Antigüedad en la región

Actividades comunitarias

Vereda

A

53

Mujer

Nació y creció en el territorio

Organización de mujeres

Los Ángeles

B

55

Hombre

Nació y creció en el territorio

Mingas

Los Ángeles

C

58

Hombre

Nació y creció en el territorio

Mingas

La Meseta

Fuente: elaboración propia.

 

3. Breve contexto del departamento del Cauca y del municipio de Cajibío

El departamento del Cauca se caracteriza por su predominancia rural, de alrededor de 1 464 488 habitantes, 62,72% reside en centros poblados —pequeñas aglomeraciones en áreas rurales— y zonas rurales dispersas (DANE, s. f.); asimismo, lo que se expresa en una economía agrícola y primaria, vinculada al cultivo extensivo de la caña de azúcar, la explotación de recursos forestales —cultivo extensivo de pino y eucalipto—, la ganadería y, en menor medida, cultivos permanentes —fique, café, caña panelera, entre otros— y transitorios —tomate, yuca, entre otros—.

En lo que respecta al desarrollo del conflicto armado, históricamente ha habido presencia de grupos armados ilegales. En la década de 1980 fue relevante el papel que desempeñó el Movimiento Armado Quintín Lame (MAQL), guerrilla de origen indígena, así como fue un territorio clave en la expansión estratégica de guerrillas como las FARC–EP y el ELN. La victimización que produjo el conflicto en el Cauca en el periodo de 1985 a 2015 se estipula en alrededor de 400 000 personas afectadas, con un ritmo de reparación extremadamente lento que se estipula en cerca de 10% de las víctimas registradas (Chará y Hernández, 2016, p. 104), lo que refleja no sólo la constante afectación territorial, sino que pone de relieve la incapacidad del Estado para atender una situación persistente de victimización que llega a reavivarse en las distintas etapas de desarrollo del conflicto.

La tercera cuestión tiene que ver con la siembra de cultivos ilícitos. Sin lugar a duda, su arraigo en el departamento está vinculado con la presencia histórica de los grupos armados ilegales, no obstante, los niveles de siembra han dado un salto abismal: de 2929 hectáreas en 2001 a 26 223 en 2022, según última fecha de monitoreo (UNODC, 2023, p. 130). De acuerdo con estas cifras, se mantuvieron niveles bajos hasta años previos a la firma del Acuerdo de paz con las FARC–EP, el cual supuso una verdadera ruptura con respecto a la siembra, pues conlleva una tendencia exponencial que no ha podido ser revertida; asimismo, convirtiéndose en una zona de enclaves, esto es, espacios geográficos donde, por su utilidad estratégica para los grupos armados ilegales y la facilitación de la comercialización del producto final, el rendimiento —producción anual de hoja de coca por hectárea— tiende a incrementarse.

La realidad de Cajibío no ha estado aislada de este tipo de dinámicas departamentales. Al igual que el Cauca, se caracteriza por su predominancia rural, si bien con una diferencia mucho más acentuada: mientras 3,77% es población urbana, 96,2% reside en centros poblados y zonas rurales dispersas. De igual forma, las condiciones de vida reflejan enormes disparidades: la incidencia de la pobreza multidimensional, por ejemplo, en la cabecera es de 19,8%, mientras que en los centros poblados y zonas rurales dispersas es de 59,3% (Calvijo et al., 2023). De la misma forma, su economía es fundamentalmente agrícola: destacan la explotación de recursos forestales —cultivo extensivo de pino y eucalipto por parte de la empresa Smurfit Kappa—, ganadería y cultivos permanentes y transitorios —en este caso, con una mayor relevancia de la caña panelera frente a otros como el café—.

Cajibío se ha caracterizado históricamente por ser un epicentro de protesta social y campesina, inicialmente, contra el gran propietario o terrateniente, y posteriormente contra el campesino medio acomodado, e incluso contra el pequeño propietario, lo que muestra un carácter «factual y momentáneo» (Lugo, 2010, p. 328). Sin lugar a duda, cuestiones que estuvieron relacionadas con la posesión y uso de la tierra, y las cosmovisiones que giran en torno a esta en un contexto de diversidad étnica, por lo que «tales fenómenos reflejan, ante todo, un encuentro (varias veces conflictivo) entre tres tipos de economía: la economía parcelaria, el latifundio familiar y la agroindustria forestal» (Lugo, 2011, p. 133). Estas problemáticas que continúan sin resolverse y se encuentran en el trasfondo de las vías de hecho, las protestas y las violencias sociales que todavía se presentan.

En lo referente al conflicto armado y los cultivos ilícitos, históricamente se ha visto afectado por la presencia de frentes de las antiguas FARC–EP, que en mayor o menor medida lograron hacerse del control territorial. Esto desencadenó en complejos procesos de afectación social, lo que, respecto a la victimización de hechos, como el desplazamiento forzado, permiten caracterizarlo como un municipio fuertemente expulsor de población (Luque, 2016). Asimismo, frente a los cultivos ilícitos, tomando los mismos periodos de referencia para el Cauca, la dinámica de expansión acelerada se corresponde con la tendencia departamental: mientras en 2001 tan sólo existían 30.40 hectáreas sembradas, para 2022 fueron 364.41 hectáreas (MinJusticia, s. f.). Esto muestra que se reproduce una dinámica exponencial que expresa un salto cuantitativo en la siembra que, de la misma forma, coincide con la firma del Acuerdo de paz con las FARC–EP en 2016.

 

4. El Frente Jaime Martínez y la población de las veredas Los Ángeles y La Meseta

Las veredas Los Ángeles y La Meseta se encuentran ubicadas aproximadamente a una hora del casco urbano de Cajibío. Cuentan con vías de acceso relativamente bien embalastradas, aunque en temporada de lluvia es común que se dificulte el tránsito. El transporte público que pasa por la zona opera las rutas que van desde la cabecera municipal de Cajibío o Popayán hasta el corregimiento de Campo Alegre que se encuentra ubicado a unos treinta minutos y funciona con horarios que permiten a los usuarios movilizarse, tanto en la mañana como en la tarde, lo que facilita el acceso. Se caracterizan por un entorno montañoso de clima templado, las propiedades son principalmente de carácter microfundista y minifundista —0 a 3 y 3 a 10 hectáreas (ONU Mujeres y DANE, 2022)—, y los cultivos son preponderantemente de caña panelera y, en menor medida, de café.

Acceder a la cotidianidad de las comunidades que residen allí no hubiera sido posible sin los lazos familiares que me conectan directamente con el territorio. En múltiples ocasiones compartí de primera mano la vivencia diaria de mi familia y de sus allegados, quienes se dedican al cultivo de la caña, la producción y la comercialización de panela. El interés en comprender cómo se instauran gobernanzas criminales y cuál es el papel de la población rural surge precisamente de esa conexión, pues en los últimos tiempos los grupos armados ilegales incrementaron progresivamente su presencia en la zona —principalmente, hacia las veredas aledañas al corregimiento que se conoce como El Carmelo—, lo que constituyó una preocupación personal y posteriormente se transformó en un interés científico.

Si bien, de acuerdo con los entrevistados, la presencia de los grupos armados ilegales no se remonta a esta coyuntura específica —que se puede considerar como «pospandemia»—, sino que refleja un arraigo mucho más extendido de este tipo de actores en la región. Al respecto, uno de los entrevistados manifestó: «Por acá siempre ha habitado... la mayoría es las FARC y los del ELN, pero siempre ha sido más territorio de las FARC. Los antiguos, los que hemos vivido por acá, sabemos que esto siempre ha sido guerrillero, por allá desde los dos mil esto ha sido de las FARC (Entrevistado C, comunicación personal, mayo, 2024).

Este panorama implica, por una parte, tener en cuenta que en mayor o menor grado la normalización de la presencia de los grupos armados ilegales se construyó por más de dos décadas y, relacionado con ello, que el incremento reciente de su accionar no sorprenda a los habitantes; lejos de esto, que nunca se diera por sentada la desaparición de la antigua guerrilla y lo que esta representaba. Así, tal y como es identificado por los entrevistados, la particularidad del proceso de expansión que se vive actualmente reside en el grado de presencia más que en la presencia por sí misma —la cual se ha percibido como constante—. Para este entrevistado, estos grupos armados, «por decirlo, de la pandemia para acá, se han dejado ver más y ya es cuando se han visto las células andar por ahí y reuniones y esto y lo otro, ha sido nuevamente más presencial en la región» (Entrevistado C, comunicación personal, mayo, 2024).

El término «presencial» es clave, pues en el contexto de la narración se refiere a una interacción física con los grupos armados que no se desarrollaba desde tiempo atrás. Esto significa que el grado de presencia ya no se remite a un otro lejano —que sé que existe pero que no conozco—, sino que ahora se encarna y se percibe corporalmente. A su vez, este tipo de presencia ha estado acompañada del conjunto de normatividades sociales que se imponen por parte del grupo armado ilegal, quienes regulan diferentes actividades sociales por medio de la imposición de normas específicas que deben seguirse por parte de la comunidad.

Desde hace unos años pa' acá, estos de la Jaime Martínez son los que han impuesto el orden, digamos en cuanto a las fiestas, bazares... y los horarios también los han puesto... que después de las 7–8 de la noche no responden... y se oye que han matado gente, muchachos, gente por decirlo... ehh, que se rumora también que han sido pues ladrones o que han hecho cosas delictivas... pues que yo sepa que han matado algún campesino así, que no tenga antecedentes, no, no he escuchado... siempre es que algún ladrón o ladrón de motos... siempre es lo que escucho (Entrevistado A, comunicación personal, mayo, 2024).

Es así como el actor criminal, a través de este tipo de normas de comportamiento, impone su rol como agente regulador de la vida social. Esto requiere, como se puede observar, de la justificación de que se actúa frente a personas que «lo merecen», lo que en cierta medida es compartido por los civiles —entiéndase, indirectamente aceptado—, pues se percibe que cualquier tipo de castigo o represalia se encuentran justificados y, por consiguiente, que si se actúa conforme a las normas establecidas y dentro de la «legalidad» no habrá lugar a acción arbitraria. De ello se puede inferir que es la proporción de un bien público como la seguridad frente a los «criminales» lo que garantiza esta aceptación, pues no sólo se reconoce el ejercicio de la violencia como fuente de la observación de las normas, sino que además se aquiescente que se llevan a cabo en el marco de ciertos bienes comunes.

Al interrogar qué tipo de castigos se imponen a quienes infringen las normas, por ejemplo, en contextos como las fiestas que se realizan en la vereda, se mencionó que «los multan o los amarran. Si el borracho está cansón, insultando, poniendo el desorden, los amarran... si es de problemas o x, los multan... a las mujeres también» (Entrevistado A, comunicación personal, mayo, 2024). Indudablemente, este tipo de métodos generan un impacto profundo en la población rural, pues por una parte se exponen a exacciones económicas que pueden resultar impagables y, por otra, se exponen a la vergüenza pública. Con esto se logra que quienes, aunque no asistan a este tipo de eventos, propendan por la observación de las normas que se imponen en otros ámbitos, entre los que se encuentran: movilidad —no usar casco al transitar por la vereda para facilitar la identificación de las personas— y relacionamiento comunitario —reportar la presencia de personas desconocidas o que puedan resultar sospechosas—.

Durante el desarrollo del trabajo de campo se encontró una situación de victimización relatada por uno de los entrevistados que resultó de una riqueza empírica invaluable. Se trata de un caso de desplazamiento forzado, el cual fue causado por el actor criminal y representó un conflicto interno para los habitantes de Los Ángeles. Don Jesús era una persona apreciada por la comunidad de esta vereda, principalmente, porque había promovido acciones en beneficio común, como el embalastramiento de la vía que comunica con La Tetilla y que dirige hacia Popayán, la realización de fiestas en su finca con cantantes conocidos en el departamento o facilitando el acceso a sus piscinas, ubicadas al interior de una de sus dos fincas. Por todas estas razones, los hechos que acaecieron en relación a su secuestro y posterior desplazamiento generaron preocupación al interior de la comunidad.

Antes del hostigamiento de la guerrilla lo habían secuestrado, se cree que por la misma guerrilla... se cree que por ellos él duró dos semanas secuestrado, luego lo soltaron y bueno, pues ya el hombre fue más precavido, ya no volvió a ser tan visible... después de unos seis meses de que lo habían secuestrado, ahí fue cuando ya le llegaron a la finca a darle destierro, por decirlo así, supuestamente iban por él, pero no estaba... entonces ya fue cuando hicieron disparos, hostigamiento, en las dos fincas que él tenía en la región, y ya pues el hombre se fue, se fue pues porque era un grupo armado [...]. Supuestamente, en las reuniones ellos dicen que es que él se las debe, que es un delincuente y que a ellos les ha faltado, entonces que han cogido las fincas en parte de pago, ellos lo han nombrado como un «botín de guerra» (Entrevistado B, comunicación personal, mayo, 2024).

El caso de don Jesús contradijo la creencia de la población en torno a que el grupo armado actuaba únicamente en defensa de la seguridad y el bien común, lo que llevó a poner en vilo las acusaciones y movilizó a la acción en este sentido. La primera medida que se tomó fue quitar los pendones y anuncios que se dejaron en sus fincas en honor a la Jaime Martínez, lo que incluía frases apologistas e intimidantes; asimismo, por medio de las reuniones a las que convocó el grupo armado después de los hechos acontecidos, donde se expusieron las razones que los llevaron a tomar las represalias contra don Jesús, en cierta parte de la comunidad se generó un malestar que llegó a ser expresado, si bien no directamente, esto es, la comunidad estuvo dividida: algunos de los pobladores no quisieron asistir a las reuniones, otros vieron con indiferencia los hechos, mientras que una parte dialogó con el grupo armado.

Al interrogar al entrevistado por cuál fue la postura de la comunidad en estas reuniones se afirmó que:

La gente no estuvo de acuerdo en eso, entonces... ellos tampoco violentaron a nadie... entonces se ven visibles, hicieron como unas dos, tres reuniones, los ve uno frecuentar sí, porque allí arriba, a la finca, ahora último han vuelto, a vivir ahí, a quedarse una noche, un par de noches, pero ya a ponerle leyes a la comunidad no, pues la gente respeta, porque en las reuniones dijeron que eso era de ellos, entonces nadie se va a ir a meter, porque pues el que tiene las armas es el que manda (Entrevistado B, comunicación personal, mayo, 2024).

Esto evidencia que, a pesar de no poder hacer nada con respecto al caso de don Jesús y del descontento, externamente la población se vio obligada a aceptar su destierro y además de ello a participar de las actividades que propuso la Jaime Martínez en cuanto al mantenimiento de los predios. Esto requirió de varias mingas —espacios de organización a través de los cuales se busca atender los asuntos comunes que afectan a la comunidad: mantenimiento de vías, atención de emergencias cuando le suceden a alguno de los vecinos o cumplimiento de los mandatos que fueron proporcionados por el actor criminal, como en el caso de don Jesús—, realizadas para limpiar ambas casas, los potreros y cultivos de café, a fin de que las fincas no se abandonaran y se mantuvieran con cierto cuidado.

No obstante, las inconformidades calaron hondo y llegaron a degradar el reconocimiento de la posición de poder del grupo armado. Esto se vio reflejado en que, al mismo tiempo, la Jaime Martínez lanzó propuestas de implementación de normas sociales que no habían sido previstas, lo cual encontró una resistencia mucho más explícita por parte de la población. Fue así como, durante reuniones posteriores, y valiéndose de las supuestas amenazas que representan personas como don Jesús, el grupo armado trató de buscar la aquiescencia de la comunidad frente a sus pretensiones regulatorias:

Ellos sí lanzaron la propuesta de carnetizar la gente, porque supuestamente entran otros grupos a robar y a matar, y dicen que son ellos, entonces por eso quisieron poner esa ley de carnetización y de dar cartas, y de que la junta, que todos en la vereda tienen que ser registrados, pa' no dejar meter gente desconocida que venga a nombre de ellos de pronto a robar [...], han querido poner ese orden, sea bien pa' ellos, pues supuestamente, y pa' la comunidad también, eso es lo que ellos quieren decir [...], pero la gente no les copió... pa' más adentro esa ley sí la tienen [...], pero aquí no han insistido ni han obligado a nadie (Entrevistado B, comunicación personal, mayo, 2024).

De acuerdo con la narración del entrevistado, la comunidad manifestó al grupo armado que ellos no estaban acostumbrados a este tipo de «leyes» y que en la vereda todos los residentes eran conocidos, lo que condensó la posición de «no copiar»2 a las propuestas del actor criminal. Esto muestra que hubo una renuencia a adoptar ciertas medidas de este tipo, las cuales implican un control mucho mayor de la población y que, si bien la última palabra la tiene el grupo armado y la sustenta con las armas, la población hizo manifiesta su posición directa o indirectamente, y con las reservas del caso. Esto logró, al menos por el momento, que el grupo armado renunciara a sus pretensiones o que, por lo menos, no encontrara el apoyo necesario para implementarlas, poniendo de relieve que en acciones coercitivas de mayor envergadura se llega a propender por la aquiescencia de la población.

Sin lugar a duda, otra de las razones por las cuales el grupo armado desistió tiene que ver con que en Los Ángeles o La Meseta no se han sembrado cultivos ilícitos, por lo que no hay un interés económico preponderante.3 Para el entrevistado, entre las razones de que la población no haya entrado al mercado ilícito está que:

Aquí no se ve un dueño de un pedazo de tierra que sea joven, entonces a la gente ya no le interesa aventurar, tienen sus trabajitos, sus cultivitos de caña, y no les interesa mucho... los que sí se han ido de pronto son hijos, jóvenes, por el cuento de raspar, que ganan mejor jornal y la ambición de ganar alguito más, lo que no puede pagar un cañero o un cafetero, porque pues no les da (Entrevistado B, comunicación personal, mayo, 2024).

Este factor repercute en que no exista aún para el grupo armado incentivos que los lleven a imponer regulaciones por la fuerza. Lo que muestra que existe una relación directa entre la siembra de cultivos ilícitos y el grado de interés de los grupos armados en normativizar la vida social, pues finalmente los beneficios económicos relacionados con la transformación y comercialización de la cocaína resultan fundamentales; y asimismo, que si bien el grupo armado no ha promovido u obligado a la siembra del ilícito, que en las comunidades se viva una dinámica en la cual son los jóvenes quienes buscan una oportunidad en este tipo de mercados, debido principalmente a la imposibilidad de igualar los salarios que son pagados en las zonas cocaleras y a la búsqueda de mejores oportunidades.

 

5. Discusión

Uno de los temas que se estudian en la literatura sobre gobernanza criminal, en sentido amplio, tiene que ver con cómo los actores criminales tienen la capacidad de hacerse del apoyo de la población civil y, a partir de ello, cuál es la respuesta que se genera en el marco de sinergias sociales (Castañeda, 2018; Guerra, 2023). Esta respuesta no sólo se refiere a expresiones directas o indirectas de aquiescencia o cooperación, sino que está relacionada con el grado en que se internalizan las normas impuestas y su sanción por parte del actor criminal. Es decir, implica una orientación en la cual la vivencia social cobra un valor renovado, pues permite justipreciar la participación de la población civil a partir de la forma en que cotidianamente se reproduce la vigencia social de la normatividad. Es en este sentido que casos como el de don Jesús muestran que la pérdida de legitimidad que la Jaime Martínez había logrado con ciertas normas va en detrimento de sus posibilidades de actuar como agente regulador.

Sin lugar a duda, esto no significa que las armas —o, si se quiere, la capacidad de coercionar— no continúen siendo el recurso principal del actor criminal, más bien quiere decir que no es el único. Por lo tanto, en contextos de relativo dominio y estabilidad de las normas establecidas, el actor criminal puede prescindir de la justificación armada y optar por mecanismos no coercitivos para garantizar la aquiescencia o cooperación, en este caso, a partir de asambleas o reuniones con la población civil, donde esta adquiere un papel activo en el gobierno criminal y forma parte de este, más allá de la victimización y el miedo. Así, los criminales pueden estar más interesados en medidas populares que en medidas que generen rechazo y que puedan degradar las normas operativas, conformándose con controlar ciertas áreas sociales y desistiendo de otras. De esta forma, la gobernanza criminal se percibe como una relación dinámica y con un carácter menos coercitivo, en la cual la respuesta de la población civil puede influir en los cursos de acción de los criminales y sus consecuencias.

La cuestión de la legitimidad se ha estudiado a partir de múltiples perspectivas, en relación a cómo la legitimidad estatal se ve afectada por las actividades de las organizaciones criminales (Barney, 2018) y a cómo estas pueden propender o prescindir de la legitimidad a fin de lograr sus objetivos extractivos (Rodrigues, Pimenta, Miranda y Quirino, 2021). Sin embargo, no se ha puesto el foco de análisis en la circulación social de las expectativas de gobierno que se generan, cuyo comportamiento puede expresar un grado de internalización que frecuentemente se da por supuesto o inexistente. Al respecto, lo fundamental es identificar qué es lo que detona que el actor criminal emplee mecanismos coercitivos o no coercitivos que permiten esta adhesión cotidiana en la vida social de la población civil, los cuales se emplean en función de sus intereses criminales en el territorio.

 

Conclusiones

La regulación de la vida social de la población rural del municipio de Cajibío por parte del grupo armado ilegal Frente Jaime Martínez evidencia, por un lado, que la población ha internalizado la normatividad impuesta y, en cierta medida, que llega a la legitimación de la posición de poder que ostenta el grupo armado ilegal; asimismo, las arbitrariedades de medidas tomadas como en el caso de don Jesús generan un descontento social que lleva a la manifestación de una inconformidad respecto a la posición de gobierno, lo cual implica que esta legitimación no es absoluta ni se encuentra lo suficientemente institucionalizada. Este escenario muestra que la relación actor criminal–población rural no se trata de una relación absolutamente coercitiva, en la cual las armas son la última palabra, sino que, por el contrario, refleja que las normas establecidas son observadas tanto por su reproducción en la cotidianidad de la población como por la propensión del actor criminal a garantizar la aprobación social de estas por medio de mecanismos no coercitivos.

En esta línea, la investigación permitió evidenciar que lo que detona la acción coercitiva o no coercitiva del grupo armado ilegal es el interés extractivo. En este caso, en el territorio no existe aún un mercado ilícito que ancle el interés del Frente Jaime Martínez en emplear mecanismos más efectivos que puedan garantizar los réditos económicos a obtener. Sin embargo, sí se pudo observar cómo la coca provoca el desplazamiento de la población joven hacia las zonas cocaleras donde los salarios que se ofrecen son mayores y donde el grupo armado ilegal tiene una presencia más fuerte, lo que permite relacionar la forma en que actúa el Frente Jaime Martínez con respecto al grado de interés extractivo que se tiene en el territorio. Esto constituye un aporte fundamental para los estudios políticos sobre gobernanza criminal en el marco del conflicto armado que persiste en múltiples territorios, permitiendo integrar dimensiones conceptuales y empíricas que hasta el momento se han pensado de forma aislada o como mutuamente excluyentes.

 

Notas

* Artículo derivado del proyecto Mirada hacia las violencias, PAPIIT IN 306123, adscrito al Centro de Relaciones Internacionales, Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, Universidad Nacional Autónoma de México, en el marco de la beca nacional de posgrado otorgada por la Secretaría de Ciencia, Humanidades, Tecnología e Innovación, México.

1 A lo cual habría que agregar, incluso, a los actores estatales, quienes llegan a participar de actos de corrupción que los vinculan con formas de gobierno criminal.

2 Coloquialmente, se refiere a no obedecer, no acatar, no creer, no atender o no prestar atención.

3 En otros lugares, más «hacia adentro» —en corregimientos como Campo Alegre y El Carmelo—, donde sí hay cultivos ilícitos, es de conocimiento común que se tienen regulaciones más intensas y se impone un control social más coercitivo.

 

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