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SECCIÓN TEMÁTICA

 

Investigación educativa y justicia social. Análisis de la matriz de razón científica en México y sus efectos en la procuración de justicia*

 

Educational Research and Social Justice. Analysis of the Matrix of Scientific Reason in Mexico and its Effects on the Administration of Justice

 

 

Octavio C. Juárez Némer1 (México)

 

1 Licenciado en Sociología. Magíster y doctor en Ciencias. Profesor–Investigador de la Universidad Pedagógica Nacional y miembro de Sistema Nacional de Investigadores, Nivel i, del Consejo Nacional de Humanidades, Ciencias y Tecnología (CNHCYT), México. Correo electrónico: jnemer.2506@gmail.com – Orcid 0000–0001–5349–9915 – Google Scholar https://scholar.google.com/citations?user=Chtt_vkAAAAJ&hl=en

 

Fecha de recepción: enero de 2025

Fecha de aprobación: septiembre de 2025

 

Cómo citar este artículo: Juárez Némer, Octavio C. (2025). Investigación educativa y justicia social. Análisis de la matriz de razón científica en México y sus efectos en la procuración de justicia. Estudios Políticos (Universidad de Antioquia), 74. https://doi.org/10.17533/udea.espo.n74a13

 


Resumen

El artículo enfoca desplazamientos y sustituciones de la investigación educativa sobre las propiedades de la justicia social durante la transición política de México. Se pregunta: ¿sobre qué referentes conceptuales, normativos, éticos, ontoepistémicos y afectivos, la investigación educativa circula a la justicia social? Se establece que la investigación educativa asocia a la justicia social con conocimiento y reconocimiento epistémico, más que con la operación política. Se estudia la matriz de razón de la investigación educativa desde una lógica ontoepistémica político–discursiva, con un corpus de discursos jurídicos y científicos–educativos, sobre procuración de justicia social entre 1993 y 2024. Se concluye que la investigación educativa apunta a la suficiencia y eficacia para trasladar el pacto sobre justicia social en contenidos de aprendizaje, pero no analiza indicadores de efectos, ni atributos y parámetros para reconocerla. Su noción de justicia social expresa propiedades políticas, pero no problematiza las prácticas hegemónicas que legitiman interacciones trasformadas en derechos. El estudio alerta el riesgo de que valores y prácticas de la justicia de mercado circulen sin cambio en los procesos de transición latinoamericanos.

Palabras clave: Justicia Social; Interacción Social; Investigación Pedagógica; Discurso; Derechos Sociales; México.


Abstract

The article focuses on displacements and substitutions of educational research on the properties of social justice during Mexico's political transition. It asks: on what conceptual, normative, ethical, onto–epistemic and affective references does educational research circulates to social justice? It is established that educational research associates social justice with knowledge and epistemic recognition, rather than with political operation. The matrix of reason for the educational research is studied from a political–discursive onto–epistemic logic, with a corpus of legal and scientific–educational discourses on the provision of social justice, between 1993 and 2024. It is concluded that the educational research points to the sufficiency and effectiveness to translate the pact on social justice into learning content, but does not analyze indicators of effects, nor attributes and parameters to recognize it. His notion of social justice expresses political properties, but does not problematize the hegemonic practices that legitimize interactions transformed into Rights. The study warns of the risk that values and practices of market justice circulate without change in Latin American transition processes.

Keywords: Social Justice; Social Interaction; Educational Research; Discourse; Social Rights; Mexico.


 

 

Introducción

La Organización Internacional del Trabajo (OIT, 2011) estableció que la justicia social podría conseguirse a través de programas de seguridad social que tendrían que aparecer como derechos humanos de acceso universal. Estos programas, agregó, deberían reducir la pobreza, impedir la exclusión, empoderar a hombres y mujeres, y mejorar el capital humano —su educación y salud—. Con ello se esperaría que aumentara la escolaridad, la productividad, el crecimiento económico y el desarrollo industrial. Esta proposición de justicia social articulaba dos premisas: primero, que mayor gasto social generaría menor desigualdad; y segundo, que la justicia social no es efecto del desarrollo económico, sino que el desarrollo económico es resultado de la justicia social.

La proposición podría probarse al contrastar gasto social y equidad, tanto en economías desarrolladas como en vías de desarrollo, por ejemplo, la nórdica y la mexicana. Mientras la primera destina entre 25% y 30% del PIB al gasto social y su Índice de Gini es de .225, México sólo designaba 7,4% del PIB, con un Índice de Gini de .440, es decir, duplicaba el índice de desigualdad (OIT, 2011; OECD, 2024a).

La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OECD, 2024a) ha colocado a México entre los primeros cinco países miembros con menor justicia social. En 2019 encontró que destinaba el monto más bajo a gasto social, esto es, menos dinero a prestaciones en efectivo, provisiones de bienes y servicios, exenciones fiscales, entre otros. Para 2020, la organización registró que México era el tercer país con mayor desigualdad en ingreso familiar y que 16,5% de su población se encontraba dentro de la línea de pobreza, es decir, con un ingreso por debajo de la mitad del promedio que gana su población. Este dato bajó a alrededor de 5,1%, de acuerdo con Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi, 2025, agosto 13).

Aunado a la inequidad en la distribución del ingreso, la OCDE agregó, en sus estudios sobre la pensión bruta promedio (OECD, 2024b) y las instituciones sociales y el género (OECD, 2024c), la inequidad por edad y género. Los adultos mayores con acceso a pensión sólo tenían el derecho bruto de 55,5% de su ingreso previo y se mantenía una discriminación de género de 21,9%, el quinto más alto dentro del organismo, objetivado en la restricción de recursos, libertad civil, integridad física y discriminación familiar.

En el sector educativo, la inequidad social correlaciona la insuficiencia de ingresos con derechos sociales. La Comisión Nacional para la Mejora Continua de la Educación (Mejoredu, 2023) reportó que «las limitaciones económicas y el inexistente derecho a la educación superior impactaron negativamente en la matrícula de estudiantes entre 18–24 años, que se redujo de 89% en los niveles básico y medio superior, a 34,4 % en el nivel superior» (p. 16).

El discurso de las agencias nacionales y supranacionales estabilizó al objeto justicia social a través de conceptos, nociones, prácticas y valores provenientes de la economía. Atribuyen a la justicia propiedades fundamentales como la seguridad y la protección, promovidos por la ampliación y mejora de la distribución de recursos financieros y materiales. El incremento de recursos impulsaría el consumo de bienes como la educación y la salud que empoderaría a su vez a hombres y mujeres, pero fundamentalmente mejoraría el desarrollo de capital humano: «La OCDE ha reconocido que la protección social [...] contribuye a la creación de capital humano y a la gestión de los riesgos, fomenta la inversión y la iniciativa empresarial, y mejora la participación en los mercados de trabajo» (OIT, 2011, p. 16). En suma, en la lógica de la justicia distributiva no interesa la justicia social en sí, sino los efectos que la inequidad distributiva genera sobre la productividad y el desarrollo económico.

Históricamente, la justicia ha tenido como principio la circulación de bienes entre individuos; sin embargo, lo que distingue a la justicia clásica de la moderna es su articulación con la verdad y la investigación (Foucault, 1973). En el derecho germánico, la relación justicia–verdad estaba mediada por elementos probatorios y el peso de la prueba era simétrico al peso, la fuerza y la importancia de quién decía. La justicia era de los poderosos. El derecho romano dio un giro al procedimiento judicial al dejar de ser un reclamo entre individuos para resarcir un daño y dar paso a un poder judicial que sujeta la justicia a un poder externo que media el conflicto y «procura» la verdad. Este procurador de la verdad —poder político— sustituye a la víctima y reemplaza la noción de daño individual por la de infracción al soberano —Estado, pueblo, gente—. Este procurador aparece como acusador, pero su poder político lo pone por encima del acusado porque «no se encuentra en pie de igualdad, como ocurría la lucha entre dos individuos. Se necesita un mecanismo diferente de la prueba o la lucha entre dos adversarios para saber quién es culpable o no» y emerge dentro de un modelo extrajudicial la indagación (Foucault, 1973, pp. 33–34) como reductor de la inequidad.

En la lógica jurídica, la indagación de tipo administrativa pone al poder político en el centro de la procuración de la justicia porque asume que no tiene la verdad, pero procura saberla. Para ello se dirige a notables por su capacidad de saber, quienes «refieren haber visto, leído o saben lo que efectivamente se dijo» (Foucault, 1973, p. 38). Así, la procuración de la justicia impulsa el desarrollo de la investigación porque esta a su vez procura la impartición de la justicia.

A partir del siglo XIX la noción de justicia se ha deslizado de la defensa del soberano al control de los comportamientos individuales, las virtudes y las faltas, ha transitado de las instituciones jurídicas a las instituciones pedagógicas, las cuales no tienen la función de castigar infracciones, sino de corregir las virtudes (Foucault, 1973). En la moderna forma de justicia, el conocimiento sumerge al individuo en un campo de visibilidad total y se convierte en su resorte más importante porque lo instala en una consciencia común que incide en el reconocimiento de sí mismo y en su manera de obrar.

Es aquí que la investigación no sólo genera información para determinar o no una responsabilidad, sino para delinear un campo de visibilidad para el reconocimiento del otro y en la interacción fijar la identidad de y los límites que impidan actuar «mal». Así, la investigación no sólo se ordena sobre códigos de verdad, sino de la moral, al incidir en la acción individual, la interacción colectiva y la justicia social. Para comprender los efectos que la investigación educativa habría generado en la procuración de la justicia social en México durante el periodo de transición entre el capitalismo democrático y el autodenominado capitalismo humanista (1990–2024), es necesario analizar qué referentes conceptuales, normativos, éticos, ontoepistémicos y afectivos articuló la investigación educativa para hacer circular a la justicia social.

El objetivo de este estudio es identificar, en la matriz de razón científico–educativa, la lógica de los conceptos que define a la justicia social, las propiedades que le atribuye, los valores y afectos que le inviste y los efectos que genera en la objetivación de una justicia social más profunda.

México y América Latina actualmente experimentan un giro del capitalismo impulsor de una justicia de mercado a un capitalismo que pone a la justicia social como regla para el cambio en la circulación de bienes. Esta circulación depende de los atributos asignados a mujeres, pueblos originarios, infancia, jóvenes, adultos mayores, entre otros. La asignación de atributos no sólo atraviesa por la deliberación legislativa o la guerra de posiciones entre poderes fácticos, pasa también por el lugar que reivindica la investigación científica como compromiso moral para especificar propiedades, deseos, prácticas e instituciones que legitimen interacciones, derechos y medios que promuevan el desarrollo de vidas respetables, amadas y dignas. Por lo tanto, es fundamental estudiar a la investigación, particularmente la educativa, la cual ocupa un lugar central en la configuración de una conciencia colectiva que fija los límites de la identidad, el derecho y las obligaciones de protección del Estado.

 

1. Marco teórico: justicia social

La Organización de las Naciones Unidas (Resolución 2542 (XXIV), 11 de diciembre de 1969) usó por primera vez el término justicia social en la Declaración sobre el progreso y desarrollo social y a partir de ahí comenzó a integrarse como un concepto destinado a significar la totalidad de un contexto de experiencia sociopolítico. La expresión justicia social se ha cargado de connotaciones como igualdad, democracia, reconocimiento, derechos y paz, usados con diferente énfasis en épocas distintas. El concepto de justicia social emerge como una articulación de redes semánticas, plurívoco y sincrónico, pero con fundamentos diacrónicos (Palti, 2021).

Durante el periodo neoliberal las agencias de Gobierno nacional y supranacional volvieron sincrónico lo diacrónico al asociar la justicia social no sólo con la equidad, la distribución, los derechos humanos y sociales, sino con el desarrollo de capital humano, la competitividad y el desarrollo industrial y económico. Así, la justicia social trasciende sus elementos originarios y se proyecta en el tiempo como sistema de conducta y estructuras de pensamiento heredado que articula el deseo de un proyecto histórico–político y de las políticas diseñadas para ese propósito.

La justicia social como concepto, prácticas, valores y afectos es un agente de la social–network (Latour, 2015) que modifica los razonamientos, valores y afecciones con que se argumentan las cosas del gobierno (Foucault, 2006). Durante el «capitalismo democrático» el modelo de justicia distributiva se sostuvo como enfoque dominante para el tratamiento de la justicia social. La justicia distributiva de John Rawls (1971) reivindica el principio de jerarquización de necesidades de Maslow, el cual supone que una vez garantizada la esencia material, «las demandas no materiales como la autorrealización, emancipación, reconocimiento o auténtica comunidad serían liberadas y se exigiría su satisfacción» (Streeck, 2016, p. 28).

Para Rawls (1971), la justicia social es básicamente un contrato que determina la distribución de recursos, derechos y obligaciones. Puede ser ventajoso o desventajoso, pero debe ser respetado voluntariamente, ya que resulta de una deliberación colectiva bajo condiciones de racionalidad, libertad e igualdad. Rawls tiende un velo de ignorancia sobre las particularidades históricas que condicionan el reconocimiento del sujeto de justicia, desactiva las implicaciones políticas y sugiere que las propiedades de la justicia social son resultado de una mano justa e invisible —mercado—.

1.1 Justicia como reconocimiento

El paradigma de justicia como reconocimiento establece que la justicia no se asocia estrictamente con la distribución de recursos o derechos jurídicos, sino con la distribución de tipos de persona humana (Honneth, 1997, p. 92). El yo se relaciona con el mundo social en el plano material y simbólico, pero proclama la primacía de la percepción de los otros, la conciencia colectiva, para el desarrollo de la consciencia de sí. Si el otro no reconoce las propiedades y rasgos con que me experimento como grupo cultural, me niega. Yo me interpreto a través de lo que mis acciones significan para el otro. Si mi acción es despreciada puedo generar afecciones negativas sobre determinada forma de ser. Así, «el campo de la acción social reside en una lucha incesante por la conservación de la identidad» (Honneth, 1997, p. 14).

Además de la justicia social como distribución y reconocimiento, circulan enfoques que la asumen como participación o como proceso; sin embargo, dichos enfoques convergen con los vectores ontoepistémicos del reconocimiento, por ello se asumen las referencias teóricas, éticas y afectivas del reconocimiento para articular los elementos de prueba con los que se identifican las propiedades de la investigación educativa orientada hacia la justicia social en México.

Definido el reconocimiento como el respeto a las pretensiones legítimas que posibilitan una interacción no conflictiva, primero se especifican las propiedades ontoepistémicas pospositivistas de este enfoque. Posteriormente, se aborda la lógica del reconocimiento en la apropiación equitativa de bienes materiales y simbólicos, y sus efectos sobre el respeto, el desarrollo de capacidades, la dignidad, el amor y la comunidad ética. Finalmente, se analiza el giro metodológico del enfoque de justicia como reconocimiento versus distribución, destacando sus unidades análisis y las referencias empírico–normativas por las que hace circular las propiedades de la justicia social.

1.1.1 Del positivismo centrado en la distribución de bienes al pospositivismo orientado hacia la deconstrucción de identidades, capacidades y sensaciones

El Estado como construcción social no es propiamente la respuesta al estado de naturaleza, que Thomas Hobbes (2005) concibió como el conflicto entre entidades egocéntricas. Por el contrario, el conflicto proviene de la inclusión del otro —simbólico— en la orientación y legitimación de la acción, es decir, de la acción o reacción esperada del otro en la interacción. Por ejemplo, si en la apropiación de un bien el otro no me reconoce y se antepone a mí como entidad humana, me niega o subvalora, aparece una relación de inequidad no esperada. Esta inequidad genera un conflicto que apuntará a la destrucción o reforma del bien apropiado.

El acto de reformar la apropiación de un bien no tiene por objeto el bien en sí, sino el reconocimiento de la entidad negada, esto es, que retome un lugar, una presencia, una identidad: «el individuo socialmente ignorado no intenta dañar la posesión ajena porque quiere en ella satisfacer necesidades sensibles, sino para darse de nuevo a conocer al otro» (Honneth, 1997, p. 60).

Así, el conflicto se produce cuando la entidad excluida asume que debería estar presente en la acción el otro, tener un lugar. Esta lógica describe un plano de concurrencia reciproca entre los individuos que vuelve necesario identificar. ¿Cómo se definen los derechos y deberes intersubjetivos? ¿Cómo se transita del estado subjetivo a un estado social, que objetiva el derecho? ¿Qué lugar ocupa el reconocimiento para generar ese tránsito? ¿Qué papel desempeñan los procesos culturales y educativos en el reconocimiento de derechos?

Richard Sennet (2003) cuestiona el enfoque positivo del reconocimiento que a partir de Johann Fitchte, Jean–Jacques Rousseau, Jürgun Habermas y John Rawls se asoció a lenguajes jurídicos y normativos que han promovido la inclusión de necesidades de extraños y desiguales, o las opiniones divergentes. Estos enfoques, señala Sennet, no pueden comprender la consciencia de necesidad mutua entre los individuos porque el reconocimiento y el respeto tienen un significado social y psicológicamente complejo. Por ello no debe enfocarse en la inmediatez de la distribución de derechos jurídicos o bienes materiales, sino en la oscuridad de las interacciones.

En abstracto, el reconocimiento es el respeto recíproco de las pretensiones legítimas. Estas pretensiones se legitiman en un proceso de constitución social que deriva de prácticas hegemónicas que orientan el sentido y encauzan las acciones de los individuos. La presión que se ejerce a través de procesos culturales y educativos forman el espíritu subjetivo y se extiende al mundo de las prácticas, las cuales legitiman o no las pretensiones individuales. Así, la formación del espíritu, objetivado en las prácticas e interacciones sociales, emerge como unidad de análisis del reconocimiento y la justicia social.

Si la formación del espíritu conduce al sujeto a percibirse como entidad dotada de derechos intersubjetivamente reconocidos, entonces, el estado de naturaleza es la condición en que el individuo se reconoce como sujeto de derechos sin mediaciones formalizadas, mientras que el Estado social es la objetivación de los derechos a través de instituciones que los concretizan —eticidad—. Por ejemplo, la reforma protestante presionó en el siglo XVI para que la creencia individual se orientara hacia la libertad de consciencia. Esta creencia atravesó la formación espiritual de este grupo y produjo entre sus miembros el reconocimiento intersubjetivo de ser entidades dotadas de ese atributo —derecho—, sin que mediara ninguna ley ni institución del Estado. Fue hasta los Bill of Rigths (1689) que la libertad de consciencia se objetivó en un marco jurídico.

1.1.2 Distribución equitativa de atributos: lógica y efectos del reconocimiento

Si bien la justicia se objetiva a través de leyes e instituciones que la procuran, inicia con la asignación de atributos que identifican a un sujeto, la legitimidad de dichos atributos y el reconocimiento intersubjetivo de estos.

Para Hegel, el reconocimiento implica asignar al otro atributos que lo identifiquen como determinado tipo de persona y volver la mirada sobre sí mismo para observar mi reacción sobre esos atributos (Honneth, 1997). En mi reacción se activan las cualidades que me constituyen como determinado tipo de persona. Ni el otro, ni el sí mismo se actualizan fuera de la interacción, por lo tanto, el reconocimiento ni es puramente subjetivo ni puramente formal, como leyes o programas de estudio, sino que ocurre en la interacción y la práctica cotidiana: «Un individuo que no reconoce al otro en la interacción como un tipo determinado de persona, tampoco puede experimentarse a sí mismo como tal tipo de persona, en sus reacciones» (Honneth, 1997, p. 53).

Bajo la lógica del reconocimiento, la justicia social, más que orientarse a la distribución de bienes materiales y derechos jurídicos, se propondría constituir o preservar la identidad individual y colectiva a partir de actos de reconocimiento. Esta acción evitaría el disfrute de un bien material o la apropiación simbólica de una condición, sin tomar en cuenta las propiedades atribuibles a los otros, aunque no se estuviera de acuerdo con ellas.

Cuando se disfruta un bien material como la alimentación, la educación, la salud, el empleo, el ingreso justo y la recreación, generalmente se activa simultáneamente la apropiación simbólica de valores hegemónicos que legitiman el disfrute de ese bien. Por ejemplo, en un régimen neoliberal, quién disfruta de los bienes referidos se atribuye a su vez propiedades simbólicas «legitimadas» para conseguirlos, como nacionalidad, género, preparación, trabajo, experiencia, certificación, entre otros.

La asociación entre bienes y atributos niega a quienes no tienen las propiedades «legitimadas» y los convierte en entidades sin derecho a la educación, el ingreso, la alimentación y la salud. Así, se legitima la inequidad y se reivindica un acto injusto que podría derivar en la reformulación de la distribución de bienes.

Las reformas no sólo modifican las leyes que distribuyen propiedades individuales como nacionalidad, género, formación a lo largo de la vida, evaluación continua, horas de trabajo, entre otros, sino la relación entre propiedades y bienes, es decir, desplazarían el ordenamiento simbólico hegemónico que legitima la asociación entre propiedades y apropiación de bienes.

La disputa sobre la inequidad, más que ampliar la asignación de nacionalidades, espacios de formación, mecanismos de certificación o registros de género, tendría que restituir a las entidades excluidas su lugar en la interacción social, su reconocimiento y su dignidad. De nada serviría la nacionalidad, la formación o el reconocimiento de género, si no se restituye en la práctica un lugar legítimo para intervenir en la asignación de bienes. Además, se tendría que desplazar el ordenamiento simbólico para otorgar legitimidad a quienes no son reconocidos —inmigrantes, grupos sin formación escolarizada, entre otros— para intervenir en la distribución de bienes.

Si una justa distribución de bienes implica un reconocimiento, entonces la distribución es una propiedad del reconocimiento y no es posible, como lo plantea Nancy Fraser (2000), hacer entre ambos una distinción analítica porque su vínculo no se produce de manera contingente. Forzar esta distinción conduce al error de pensar que la lucha por el reconocimiento se produce en el plano de la identidad —reconocimiento de la diferencia—, en el terreno cultural, y ello no necesariamente implica cambios en los regímenes económico–políticos, como si ambas condiciones estuvieran en planos diferentes de la justicia.

En la lógica de Axel Honneth, el reconocimiento implica una redistribución de atributos y el respeto a la diferencia, así se otorga legitimidad a las orientaciones y acciones colectivas y se recuperan los espacios para la deliberación y la distribución de bienes —materiales o simbólicos—. Este fin exige una batalla cultural, desplazar ordenamientos simbólicos hegemónicos y objetivar la reocupación simbólica en la interacción sistémica y cotidiana: el cambio en los regímenes económicos y políticos, y en la interacción subjetiva.

En la interacción se asignan o no atributos que pasan a ser derechos de los otros, por lo tanto, para que esta asignación y apropiación de bienes sea equitativa, es necesario regular la interacción. Por ejemplo, si en la interacción individual una entidad se refiere al objeto profesional del otro como si fuera propiedad del género masculino —maestro(a), ingeniero(a), presidente(a)— antepone a un género para el disfrute de ese bien y se obstruye el acceso de ese bien al otro género. Las reglas de la interacción —por ejemplo, el lenguaje— propician que un género aparezca con más atributos que otro e incremente su poder. De acuerdo con Michael Della Rocca (2008), para Spinoza está interacción sería inmoral e injusta porque negar a una entidad el acceso a un bien disminuye su poder, obstruye la capacidad de cuidado de sí misma y limita su producción de bienes para los otros. Sin el cuidado de y la utilidad a los demás, la entidad no reconocida cae en tres condiciones que condena enérgicamente la modernidad: la dependencia, el abandono y la improductividad; lo cual afecta al honor, la dignidad y el respeto (Sennet, 2003).

Sin reglas de interacción que posibiliten la distribución equitativa de atributos y capacidades, se fijan relaciones de inequidad y se institucionaliza la negación y violencia sobre el otro. En esta perspectiva, la justicia social como reconocimiento no se reduce a la definición abstracta de marcos jurídicos, sino a la constitución de universos simbólicos que configuren el deseo individual, que medie la interacción y que defina lo moralmente bueno.

La lucha por el reconocimiento involucra dispositivos de formación individual que incluyen procesos culturales y educativos, que no sólo reproducen el espíritu de la sociedad civil, sino que innovan el desarrollo del derecho en su conformación interna. Para el sujeto de reconocimiento, la legitimidad de sus pretensiones vale más que la existencia física porque la justicia se objetiva en la consolidación de una comunidad ética que le hace sentirse amado. Acorde con Spinoza, la ética es la producción del bien y ese bien se estandariza en la generación de poder que eleva la dignidad y el respeto de las personas (Della Rocca, 2008).

En este sentido, el análisis de la justicia social no sólo se encargaría de revisar la distribución de bienes materiales y derechos jurídicos, sino de los universos simbólicos que constituyen reglas de interacción, valores, deseos y sensaciones que imprimen una huella psíquica que conduce a la comunidad ética. La eticidad de esta comunidad, es decir, sus normas, instituciones y costumbres encarnarían los valores como la inclusión, el amor y la solidaridad que generarían no sólo derechos jurídicos, sino sensaciones de reconocimiento, protección y libertad. Estas sensaciones, epistemológicamente, no son ni inmediatas ni claras, por lo que es necesario deconstruirlas para comprenderlas.

1.1.3 Reconocimiento como desarrollo de capacidades

Martha Nussbaum (2002) e Iris Marion Young (2000) coinciden con Honneth en un modelo de justicia que va más allá de la distribución de recursos. Ambas enfatizan que la justicia pasa por el desarrollo de capacidades, pero desde enfoques distintos. Nussbaum (2002) tiene como premisa al ser humano, definido como una entidad necesitada y dependiente que requiere del Estado para desarrollar capacidades y alcanzar una vida digna; para Young (2000) lo que «restringe e incapacita es la opresión y la dominación» (p. 71), particularmente, los procesos institucionales que definen la toma de decisiones, la división del trabajo y la cultura.

Con su noción de ser humano, Nussbaum (2002) cuestiona la justicia liberal de Rawls que sitúa a las entidades que constituyen el contrato social como participativas durante toda su vida, porque esa fantasía «borra el problema de la extrema dependencia —niños, ancianos, entre otros—, el cuidado, los derechos y la instancia responsable de resolverlos, como ocurre en el neoliberalismo» (p. 116).

El giro de la capacidad en potencia a la capacidad en la práctica permite reconocer las limitaciones de los sujetos, las desigualdades y la necesidad de protección social. Le asigna al Estado neoliberal, incapaz de erradicar la desigualdad absoluta, la obligación de procurar el desarrollo de capacidades que permitan el cuidado de , el honor, el respeto y la dignidad. El reconocimiento de la desigualdad de capacidades y la necesidad de protección social apartaría al Estado de la justicia de mercado, hegemónica durante el régimen neoliberal, y lo situaría en la justicia social (Streeck, 2016).

La justicia como capacidad no se pregunta sobre el grado de satisfacción o la cantidad de recursos disponibles, sino qué es capaz el sujeto de hacer y de ser (Nussbaum, 2002). En el terreno educativo, la justicia social no sólo valoraría disponibilidad de escuelas, recursos didácticos, las calificaciones, felicidad en el aula, coherencia entre currículum y productividad económica o la metodología en , entre otros. Tendría que preguntarse: ¿qué es capaz de hacer y de ser el individuo con ese dispositivo educativo?, ¿puede cuidarse a mismo, genera bienes y respeto al otro, aunque no acuerde con la orientación de su acción?, ¿es libre, respetable y digno?, ¿es capaz de desplazar el ordenamiento simbólico para legitimar una apropiación de bienes distinta?, ¿hace al otro más fuerte, necesario, amado y propicia una comunidad ética?

Estas preguntas le exigirían a la investigación educativa estudiar las propiedades que los enfoques educativos atribuyen a una comunidad ética. Plantear referencias o capacidades fundamentales que operen como atributos reconocibles de una vida libre, respetable y digna, y tratar de observar si las disposiciones educativas protegen dicha dignidad.

En resumen, si el enfoque de justicia como reconocimiento, analíticamente, gira de referencias inmediatas como la distribución de bienes y derechos, al desarrollo de capacidades y sensaciones, sus referentes empíricos y normativos trascienden el corpus que objetiva al contrato social para situarse en las huellas psíquicas, afectivas y cognitivas que ordenan a una comunidad ética. La investigación educativa se apartaría del positivismo centrada en la inmediatez de los recursos materiales, financieros, jurídicos y pragmáticos que objetivarían la satisfacción de los sujetos. Asumiría una perspectiva pospositivista enfocada en la deconstrucción de capacidades, significados y sensaciones que expresan el respeto a las orientaciones legítimas de los individuos y un lugar equivalente en la distribución de bienes.

 

2. Metodología

El objeto de estudio se estabiliza fundamentalmente en el cruce de referencias ontoepistémicas político–discursivas posfundacionales, disposiciones teóricas sobre justicia social como reconocimiento y el propósito de comprender las propiedades, rasgos y valores con que se argumenta la justicia social en las agencias de gobierno y la investigación educativa en México.

La unidad de análisis es el discurso de la investigación educativa, específicamente, su matriz de razón: nociones, conceptos, valores y afectos que estructuran la observación y argumentación de la relación educación–justicia social. Para que se exprese dicha matriz, se hizo circular la investigación educativa por las referencias ontoepistémicas y teóricas antes referidas, además de articular a este contexto de prueba las disposiciones jurídicas y normativas que han ordenado el campo educativo entre 1995 y 2024.

El corpus se integró, por un lado, por las leyes generales de educación del primer gobierno neoliberal en México (1989–1994) y los gobiernos de la transición: del neoliberal (2012–2018) al del autoidentificado «posneoliberal» o «humanista» (2018–2024). Por otro lado, integra reportes de investigación y ensayos científicos que explícitamente sitúan como objeto de interés a la educación y la justicia social en México, publicados por revistas indexadas entre 2013 y 2023.

Se empleó un método de análisis discursivo que presupone que el sentido de la justicia social es efecto de los atributos históricamente asignados, entre otros, por el discurso de la investigación científica que se constituye a través de los elementos articulados a sus diseños de investigación. Por lo tanto, el análisis discursivo apunta a identificar dichos elementos, su relación, sus puntos nodales y las reglas que constituyen para observar, problematizar y producir evidencias para argumentar a la justicia social.

Para el análisis del corpus se empleó una matriz que especificó y relacionó las referencias del diseño de investigación con las referencias del enfoque de justicia pospositivista —reconocimiento—. Particularmente, se efectuaron tres operaciones:

i) Desagregar los elementos estructurales del diseño de investigación: problemática, interrogantes, ejes analíticos, categorías, objetivos y enfoque metodológico.

ii) Se puso en relación cada elemento del diseño de investigación con las referencias ontoepistémicas articuladas a la perspectiva de justicia pospositivista: capacidades, sensaciones, creencias e interacciones.

iii) Se relacionaron elementos del diseño–referencias ontoepistémica–evidencias «objetivantes» de las dimensiones del objeto que dan acceso a su conocimiento.

 

3. Resultados: la distribución de recursos y el reconocimiento subjetivo en la transición del capitalismo democrático al capitalismo «humanista»

En la Ley General de Educación, reformada el 9 de julio de 1993, el 22 de marzo de 2017 y el 7 de junio de 2024, se encuentra que la justicia social se define a partir de tres perspectivas: como distribución, como reconocimiento y como participación, pero cada una de estas perspectivas aparece con distinto peso en cada reforma.

3.1 Justicia distributiva

Por su peso en las disposiciones normativas de 1993 y 2017, la justicia distributiva destaca como propiedades fundamentales la asignación de derechos, deberes y recursos. Particularmente, la distribución de recursos económicos y materiales para el aprendizaje, la prescripción de prestar a todos el servicio educativo y fortalecer la gestión administrativa. Este modelo, hegemónico durante el capitalismo neoliberal, reivindicó el principio de equidad objetivado en el acceso al servicio educativo y la compensación de recursos, focalizados en zonas marginadas. Su lógica se actualizó particularmente en el Programa de Escuelas de Calidad de 2001, legitimado por dirigirse a sectores rezagados y distribuir recursos a problemas específicamente etiquetados en los Programas Estratégicos de Trasformación Escolar (SEP, 2015, abril 26), racionalizados a partir de la lógica de la eficacia y eficiencia administrativa del Gobierno.

Es diferente el sentido y los valores reivindicados en la noción de justicia distributiva presente en las leyes generales de educación «neoliberales» (9 de julio de 1993; 22 de marzo de 2017) y la reciente Ley General de Educación (7 de junio de 2024) autoidentificada como posneoliberal o humanista. Las neoliberales fijan como puntos nodales a la igualdad formal y a la distribución de recursos, aunque reivindica la focalización de la desigualdad y los criterios de compensación, como señaló Rawls (1971). Desde esta perspectiva, no otorgan a la distribución la propiedad de ser un derecho, ni de ser universal. Por ejemplo, aun focalizada la desigualdad, en el Programa de Escuelas de Calidad no participan todas las escuelas rezagas, sólo se incluyen aquellas dictaminadas favorablemente —que alcanzan presupuesto— y su aporte financiero no rebasa los cinco años (SEP, 2010). Este capitalismo «democrático» distribuye también bienes generales como el conocimiento, las habilidades y las destrezas productivas para el mercado (Ley General de Educación, 9 de abril de 2012, Art. 45).

Por su parte, la Ley General de Educación (7 de junio de 2024, Art. 16, F. VI) posneoliberal también enfatiza la distribución de derechos y deberes, particularmente, el deber de asignar recursos económicos, libros, servicios educativos, fortalecimiento administrativo y oferta de una educación pertinente.

3.2 Justicia como reconocimiento

Aunque la noción de justicia como reconocimiento atraviesa las diferentes leyes generales de educación, sus propiedades difieren en cada una de ellas (9 de julio de 1993; 22 de marzo de 2017; 7 de junio de 2024). En las leyes de 1993 y 2017, la justicia social aparece básicamente como reconocimiento a la diversidad lingüística de los sectores indígenas y la protección de la integridad física y psicológica. Esta protección se funda en el respeto a los derechos humanos y en evitar la discriminación y la violencia a mujeres y niños (Ley General de Educación, 9 de julio de 1993, arts. 7.º y 7.º bis; Ley General de Educación, 22 de marzo de 2017, arts. 7.º, 8.º, 37.º, 42.º).

Por su parte, la Ley General de Educación (7 de junio de 2024) amplía los ámbitos de reconocimiento: la justicia social apela a reivindicar la dignidad de la persona, la diversidad cultural, la igualdad de género, el respeto al medio ambiente, la inclusión, la educación especial y la interculturalidad. Estas propiedades se especifican en parámetros que objetivan su acceso, con el propósito de reconocer la dignidad, la diversidad, la igualdad de género, la inclusión, entre otros, eliminando las barreras de aprendizaje.

Se reconoce a México como una nación pluricultural, promotora de la equidad en el trato y el desarrollo de oportunidades a los grupos sociales, combate a la ignorancia, los fanatismos y los estereotipos que generan discriminación, violencia y privilegios por raza, sexo y posición (Ley General de Educación, 7 de junio de 2024, arts. 3.º, 30.º, 7.º, 9.º, 15.º, 16.º).

Además de la justicia como distribución y reconocimiento, también aparece la justicia como participación y como procedimiento. Este enfoque tiene menos énfasis y presencia en los significados de la justicia social en las reformas estudiadas. Paradójicamente, dentro del «capitalismo democrático» la justicia participativa emerge sólo como promoción de la opinión e impulso del federalismo educativo (Ley General de Educación, 9 de julio de 1993) y como obligatoriedad de la educación y participación de sus actores (Ley General de Educación, 7 de junio de 2024).

Con más presencia que la justicia participativa, la justicia como procedimiento se define, por un lado, como fomento del conocimiento y la práctica democrática, particularmente, la convivencia social y la prevención de la violencia en el hogar (Ley General de Educación, 22 de marzo de 2017); por otro lado, dicha justicia reivindica la garantía de acceso, tránsito, permanencia y avance académico que afectaría la equidad de oportunidades, más allá de la lógica distributiva referida exclusivamente al acceso a la escuela (Ley General de Educación, 7 de junio de 2024).

3.3 Matriz de la razón científica

Situada sobre el marco normativo, la investigación educativa tendría no sólo la responsabilidad de presentar evidencias sobre los alcances de la justicia social prescrita en los marcos normativos, sino el compromiso moral de redimensionar la consciencia colectiva en torno a los parámetros de reconocimiento, dignidad, protección física, psicológica y cultural con que se problematiza la justicia social.

En este sentido, en la matriz de razón de la investigación educativa hay una convergencia ontoepistémica que concibe a lo social como una entidad constituida por elementos diferenciales, que un pacto social les otorga un estatuto de igualdad. Esta igualdad se especifica en la distribución equitativa de recursos materiales y simbólicos, el reconocimiento de cualidades culturales, lingüísticas y subjetivas, y la participación en los procesos de toma de decisiones.

Bajo estos presupuestos ontoepistémicos, la investigación educativa problematiza a la justicia social a través de categorías políticas como la igualdad formal, la participación y la democracia; categorías culturales como la diversidad lingüística, simbólica y de género; y categorías económicas como carencia de recursos, ausencia de programas compensatorios, oportunidades educativas y dependencia económica.

A partir del enfoque de justicia como participación, César Rodríguez, Angélica Acosta y Celina Torres (2020) definen al director escolar como promotor de la justicia social si genera consciencia colectiva en dos sentidos: i) corresponsabilidad del bienestar comunitario y b) el poder de los actores educativos y sus derechos en la búsqueda de mejores condiciones educativas. Patricia Silva et al. (2017) coinciden sobre el papel de los directivos y su relevancia para que la población tome conciencia de los obstáculos de la justicia y la promoción de igualdad de oportunidades. El directivo, agregan Rodríguez et al., puede liderar la resignificación de elementos estructurales en la solución de problemas locales. Ajustar la estructura existente a las necesidades particulares y formar «actitudes resilientes» para la participación y vida democrática. Ambos enfoques establecen que la justicia es producto de la conciencia que orienta a la participación, desactiva el conflicto y promueve una vida democrática.

Roberto Sanz y Ángela Serrano (2016) ensayan una discusión teórica sobre la justicia social, haciendo dialogar a tres enfoques de justicia: la distributiva en Rawls (1971), el reconocimiento en Honneth (1997) y el desarrollo de capacidades en Nussbaum (2012), teniendo como eje comprensivo la categoría de dignidad. En la lógica distributiva se destaca que la dignidad emerge de atributos como la racionalidad, libertad, voluntad y decisión, integrados a la lógica deliberativa del capitalismo democrático (Streeck, 2016), los cuales operan como principios del contrato social (Rawls, 1971). Esta lógica despolitiza a la justicia al extraerla del registro afectivo que conforma a la base de la población y situarla en la deliberación racional de los «especialistas».

En la perspectiva del reconocimiento, la dignidad derivaría del pacto y el pacto de la justicia, porque la justicia crea la condición y los objetivos para el desarrollo de la vida (Sanz y Serrano, 2016). La justicia determina quiénes son las personas dignas de ser dignas y, por tanto, de participar como objeto y sujetos del pacto. Establece cuál es la dignidad para niños, mujeres, indígenas, religiosos, entre otros, y cómo conseguir dicha dignidad, por qué esta es dinámica, histórica, social y política.

En esta perspectiva, la justicia es dignidad, la dignidad se vuelve derecho y el derecho es reconocimiento. La justicia no es sólo distribución de recursos, sino, principalmente, la atribución de dimensiones a la dignidad humana —subjetivarla— que genera una consciencia que media la interacción de los sujetos y propicia el reconocimiento, el respeto, la protección individual y la libertad. Esta libertad no es, como lo plantea Rawls (1971), el origen del contrato social que generará la protección y el reconocimiento. Es a la inversa, el reconocimiento y el respeto son los que generan la libertad y ello ocurre ex ante la mediación institucional.

Sobre la perspectiva de justicia de Nussbaum (2002; 2012), Sanz y Serrano (2016) agregan que su enfoque va más allá de la distribución, porque la distribución de bienes sin discusión sobre la dignidad humana la homogeniza y la limita. Pero una ampliación de la dignidad sin distribución de bienes —alimentación, educación, salud, entre otros— conduce a que los individuos terminen siendo una cosa diferente de lo que los subjetiva. El niño que trabaja se vuelve un adulto, una mujer sin trabajo se limita a ser ama de casa, un trabajador sin salario digno emerge como esclavo, entre otros. Claudia Alaníz–Hernández (2020) señala que la inequidad de género es responsabilidad de un Estado patriarcal que no se encarga de la primera infancia, delegándola a una instancia privada, la madre. Con ello compromete no sólo el futuro de los niños, sino el desarrollo profesional de la mujer, su autonomía y la equidad con el hombre. En resumen, la insuficiente distribución de recursos económicos —programas sociales— niega las posibilidades de ser en las mujeres. Alaníz–Hernández pone en el centro de dicha negación a un Estado patriarcal, una condición cultural, sin advertir en ello la presencia de un Estado neoliberal —capitalismo democrático— que reduce al mínimo el gasto social y que niega la posibilidad de otras subjetividades reconocidas en «la ley» además de las mujeres, como los niños, las niñas y, en general, de los más pobres.

Elsa Sánchez–Corral (2021) estudia la justicia social a través de un modelo pedagógico interaccional entre estudiantes privilegiados y personas identificadas por categorías socialmente oprimidas. Parte de la premisa de que lo social es una entidad diversa que encuentra la justicia social en la dignificación de las vidas que lo constituyen. La categoría de justicia social implica propiedades económicas, políticas y culturales que fijan la necesidad de distribuir bienes materiales y culturales, así como el reconocimiento a la diversidad y la promoción de relaciones amistosas, y la participación en decisiones de la vida comunitaria para alcanzar la dignidad (Sánchez–Corral, 2021). Sin embargo, supone que la justicia puede conseguirse con un modelo pedagógico donde los estudiantes «privilegiados» tutelen o acompañen a quienes se identifican con categorías socialmente oprimidas como mujer, indígena, pobre e inmigrante. Dicha interacción daría acceso a derechos y oportunidades como la alimentación, el trabajo remunerado, la educación de calidad, entre otros. Sánchez–Corral (2021) no precisa si los grupos privilegiados operan como entidades filantrópicas o conductores de consciencia socialmente oprimida, en cualquier caso, no lograrían la emancipación del oprimido.

En la perspectiva de la autoconsciencia se encuentran Julio Morales, Jamie Schissel y Mario López (2020), que suponen que la justicia social puede lograrse a través de prácticas pedagógicas reductoras de la desigualdad, el autoconocimiento del sujeto y por medio de la constitución de aulas multilingüísticas.

Por su parte, Sebastián Plá (2017) ensaya sobre la pedagogía de la justicia social en las clases de historia de bachillerato, la sitúa como promotora de relaciones de equidad a través del pensamiento crítico y de eliminar los estereotipos culturales que propician la desigualdad y la dominación. Para identificar los retos de la pedagogía de la justicia social caracteriza los modelos de justicia de Fraser: i) el modelo afirmativo, que corrige desigualdades sin derribar estructuras; ii) el transformativo, que corrige cambiando marcos subyacentes; y iii) el esquema autoritario, que no mueve nada, pero se mantiene con cierta redistribución de recursos. Considera que México y América Latina estarían en el esquema autoritario y que los retos para acceder a la justicia social se ubican en el plano cultural. Con los altos índices de pobreza y marginación de América Latina, sin argumentar qué significa «cierta distribución de recursos» del modelo autoritario, asume que la justicia social es un problema cultural y, por lo tanto, el sistema educativo tiene que propiciar la igualdad a través de modificar los esquemas de pensamiento, pero no se precisa si esto ocurrirá transformando estructuras o no, o qué tipo de estructuras es necesario cambiar.

 

4. Discusión

Este análisis es un primer acercamiento a las nociones, propiedades, valores y afectos que circulan por el discurso normativo de las agencias educativas y la matriz de razón científica con que se argumenta la búsqueda de justicia social. No obstante las limitaciones del corpus y las diferencias entre cada una de las entidades discursivas, es posible reconocer algunas regularidades en su matriz de razón:

i) En las agencias de gobierno la noción de justicia social se estabiliza a través de categorías asociadas al sistema simbólico del capitalismo democrático comprometido con el mercado, la democracia deliberativa, el consenso y no con los requerimientos mínimos para una vida digna.

ii) Las investigaciones no se plantean mostrar evidencias para valorar los alcances de la justicia social durante el periodo comprendido por la hegemonía del capitalismo democrático.

iii) Se problematiza la justicia social a través de categorías políticas como democracia, participación y distribución de recursos, o categorías culturales como diversidad, reconocimiento y comunidad; categorías operacionalizadas a partir de una dignidad objetivada en la asignación de derechos, la distribución de bienes materiales y culturales o la eliminación de la discriminación, la violencia, los privilegios, entre otros.

iv) La investigación educativa neoliberal desplaza conceptos y valores emergentes en la Declaración sobre el progreso y el desarrollo social (ONU, Resolución 2542 (XXIV), 11 de diciembre de 1969), la cual establece que la justicia social debería fundarse en el respeto a la dignidad y el valor como persona, por lo que era necesaria la eliminación de todas las formas de desigualdad y de explotación de los pueblos y «el reconocimiento y la aplicación efectiva de los derechos civiles y políticos y de los derechos económicos, sociales y culturales sin discriminación alguna» (ONU, Resolución 2542 (XXIV), 11 de diciembre de 1969, art. 2).

v) La Ley General de Educación (7 de junio de 2024), asociada con el autoidentificado capitalismo humanista, modificó las referencias para el reconocimiento de la dignidad y la justicia social, y sustituyó de la cadena significante del capitalismo democrático las nociones de capital humano, calidad para la producción y desarrollo económico (Ley General de Educación, 9 de julio de 1993; 22 de marzo de 2017)por dignidad humana, desarrollo comunitario y humanismo. Sin embargo, no se encontró que la investigación educativa construya cadenas de valor que redimensionen a los sujetos sociales, ampliando sus propiedades subjetivas, los derechos y los ámbitos de protección.

En suma, la investigación educativa ni ha generado evidencias para valorar los alcances de la justicia social, ni se ha comprometido con ampliar y especificar los atributos de la dignidad humana y la constitución de una comunidad ética. La justicia social aparece básicamente como un problema epistemológico, de conocimiento y de reconocimiento del sujeto, de sus derechos y de los medios para hacerlos efectivos, pero no como problema político. Se refiere al poder, la opresión, la lucha por preservar la identidad, la búsqueda del cambio, presentes en Young (2000), pero no a la expresión de relaciones antagónicas que fijan las propiedades y los rasgos de la justicia social, y simultáneamente niegan y bloquean formas de identificación ajenas al sistema simbólico hegemónico (Laclau y Mouffe, 1987).

Al desestimarse la dimensión política de las formas jurídicas, institucionales o programáticas que objetivan a la justicia social, las investigaciones no se platean explorar las estrategias, los recursos y las acciones que las fuerzas sociales emplean para fijar «las necesidades sociales», de acuerdo con su sistema simbólico, ético–político y afectivo (Laclau, 2000).

 

Conclusiones

Las investigaciones analizadas parten del presupuesto ontoepistémico de que lo social se constituye a través de diferencias y que la justicia genera un efecto de igualdad, colaboración y unidad a través de las leyes que resguardan los derechos de las personas. Por lo tanto, se asume que la acción educativa o pedagógica tiene la responsabilidad de preservar ese orden a través de programas, enfoques, materiales y actividades orientadas a trasladar la ley en conocimiento, subjetividad, formación individual y consciencia colectiva que la actualice.

Sobre el dispositivo educativo–pedagógico, sus nociones, enfoques, materiales, actividades y metodologías, los estudios se enfocan en la suficiencia y eficacia para trasladar los principios del pacto social en contenidos de aprendizaje, sin analizar los indicadores de sus efectos sobre la justicia social. Tampoco se interesan en especificar los referentes situados de una justicia distributiva o de reconocimiento, ni en determinar los atributos y parámetros para reconocerlos. Sin este trabajo no es posible valorar el desarrollo de las capacidades que dignifican la condición humana, ni se tienen recursos para conocer las propiedades que desarrollan sus sistemas prácticos: las forma de hacer y de ser que señala Nussbaum (2002) y que aparece desde Kant hasta Giorgio Agamben (2013) como una forma de habitar el mundo y constituir a una comunidad ética (Della Rocca, 2008).

Las investigaciones analizadas articulan a su noción de justicia social categorías políticas como participación, deliberación, poder y opresión, pero no problematizan, de acuerdo con Honneth (1997), cómo es que las fuerzas hegemónicas presionan la orientación de la acción individual, normalizan la interacción subjetiva y legitiman conductas dignas de ser reconocidas en el pacto social que se trasforman en derechos.

Las limitaciones detectadas por este estudio alertan del riesgo de que instituciones, nociones, valores y prácticas ligadas con la justicia de mercado circulen sin cambios en los procesos de transición de régimen político en México y en América Latina. Por lo tanto, es necesario impulsar investigaciones educativas con enfoques genealógicos que deconstruyan las propiedades y valores asociados el modelo de justicia hegemónico que atraviesa las prácticas educativas, que exhiban los elementos lógicos, éticos y afectivos con los que las fuerzas políticas argumentan, categorizan y objetivan una justicia social asociada a las necesidades del mercado y que ofrezcan argumentos para desplazarlos.

 

Notas

* Artículo derivado del proyecto de investigación La matriz de razón científico–educativa en México y sus efectos en la pedagogía de la justicia social (1990–2024), de la línea general del conocimiento Proyecto Educativo Nacional y Nueva Escuela Mexicana, la cual promueve y soporta los Servicios Educativos Integrados al Estado de México.

 

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