ISSN (impreso) 0121–5167 / ISSN (en línea) 2462–8433

 

Artista invitado
Mauricio Cardona Rivera
Sin título (pintura negra)
Acrílico, tierra, plástico sobre lienzo
240 cm x 480 cm (240 cm x 160 cm c/u)
2002

 

SECCIÓN TEMÁTICA

 

Espacio, hegemonía y crítica radical*

 

Space, Hegemony and Radical Critique

 

 

Chantal Mouffe (Bélgica)

 

Cómo citar esta traducción: Mouffe, Chantal. (2025). Espacio, hegemonía y crítica radical. Estudios Políticos (Universidad de Antioquia), 74. https://doi.org/10.17533/udea.espo.n74a08

 


 

 

Introducción

¿Qué tipo de crítica radical sigue siendo posible en nuestro mundo pospolítico en el que se nos dice constantemente que no hay alternativa al modo actual de globalización neoliberal? Para abordar esta cuestión tenemos que preguntarnos primero cómo se debe plantear la crítica. De hecho, existen muchas concepciones diferentes de la naturaleza de la crítica y las formas que les corresponden son muy diversas. ¿Deberíamos considerar la actividad de la crítica en términos de juicio o en términos de práctica? ¿Se trata, como se suele afirmar, de una actividad autoconsciente vinculada a la Ilustración y característica de la Modernidad? Además, como señaló acertadamente Foucault, la crítica no puede definirse por separado de sus objetivos y, por lo tanto, está condenada a la dispersión. Centrar mi investigación en la crítica social limitará el campo de posibles significados. Sin embargo, permanecerán desacuerdos cruciales entre, por ejemplo, Habermas, que argumenta que la crítica social depende de una forma de teoría crítica de la sociedad —del tipo de su teoría de la acción comunicativa— que proporciona la base para emitir juicios normativos y firmes, y otros que, como Foucault, consideran la crítica una práctica de resistencia.

No obstante, abordaré esta problemática de una manera distinta. Dado que mi objetivo es analizar la relación entre la crítica social y la política radical, decidí examinar una de las visiones de la crítica social más de moda en la actualidad, la cual ve la política radical en términos de deserción y éxodo, contrastándola con el enfoque hegemónico que he venido abogando en mi trabajo. Me propongo poner de relieve las diferencias principales entre esos enfoques que podrían diferenciarse, de forma aproximada, como «crítica como retirada de» y «crítica como participación en», y a mostrar cómo provienen de marcos teóricos e interpretaciones de lo político contradictorios. Sostengo que la forma de política radical defendida por pensadores posoperaístas como Negri y Virno está basada en una concepción errónea de la naturaleza del espacio (Massey, 2005, pp. 174–175).1 Afirmo que esta es una concepción que no solamente les impide reconocer la dimensión inerradicable del antagonismo, sino que tampoco les permite comprender la dimensión de «lo político».

El trabajo de Doreen Massey ha sido muy importante para mí a la hora de pensar la política porque me hizo darme cuenta de la importancia de la dimensión espacial en ella, de la cual no era consciente antes. Dos implicaciones de esta posición me parecen particularmente significativas para reflexionar sobre la política democrática. En primer lugar, Massey insistió en que el espacio es una dimensión de multiplicidad. Siempre ha subrayado que el espacio y la multiplicidad son coconstitutivos. El espacio plantea la cuestión de cómo vamos a convivir, la cual es, por supuesto, una pregunta crucial para la política democrática. En segundo lugar, plantea la idea de que el espacio es el producto de relaciones y prácticas, y que tenemos que reconocer nuestra interrelación coconstitutiva, lo cual implica cierta espacialidad. Esto, según mi punto de vista, es sumamente importante. Por lo tanto, integrar la dimensión de la espacialidad es necesario para pensar en cómo convivir, de lo cual muchos teóricos políticos no son plenamente conscientes. En este texto uso estas ideas para tratar el estado actual de la política radical.

 

La crítica como retirada de

El modelo de crítica social y de política radical propuesto por Michael Hardt y Antonio Negri en sus obras Imperio (2001), Multitud (2004) y Commonwealth (2009) requiere una ruptura total con la Modernidad, así como la elaboración de un enfoque posmoderno. Según ellos, tal ruptura es necesaria por las transformaciones cruciales por las que han pasado nuestras sociedades desde las últimas décadas del siglo xx. Para ellos, estos cambios, que son consecuencia del proceso de globalización y de las transformaciones en el proceso del trabajo causadas por las luchas de los trabajadores, pueden resumirse, a grandes rasgos, de la siguiente manera:

1. La soberanía ha adoptado una nueva forma compuesta de una serie de organismos nacionales y supranacionales unidos bajo una misma lógica de gobierno. Esta nueva forma global de soberanía, denominada «Imperio» por Hardt y Negri, ha sustituido la etapa del imperialismo, el cual todavía se basaba en el intento de los Estados–naciones de extender su soberanía más allá de sus fronteras. En contraste con lo que ocurrió en la etapa del imperialismo, el Imperio actual no tiene un centro territorial de poder ni fronteras fijas: se trata de un aparato de dominación descentralizado y desterritorializado que va incorporando poco a poco todo el ámbito global con fronteras abiertas y en expansión.

2. Esta transformación corresponde a la transformación del modo de producción capitalista en el que el papel del trabajo fabril industrial se ha reducido para dar prioridad al trabajo comunicativo, cooperativo y afectivo. En la posmodernización de la economía global, la creación de riqueza tiende hacia la producción biopolítica. El objeto de dominación del Imperio es la vida social en su totalidad; presenta la forma paradigmática del biopoder.

3. Estamos presenciando el paso de una «sociedad disciplinaria» (Foucault) a una «sociedad de control» (Deleuze) caracterizada por un nuevo paradigma de poder. En la sociedad disciplinaria, la cual corresponde a la primera fase de la acumulación capitalista, la dominación se construye a través de una red difusa de dispositivos o aparatos que producen y regulan costumbres, hábitos y prácticas productivas con la ayuda de instituciones como prisiones, fábricas, manicomios, hospitales, escuelas, entre otros. En cambio, la sociedad de control es una sociedad en la que los mecanismos de dominación se vuelven inmanentes al campo social, distribuidos a los cerebros y cuerpos de los ciudadanos. Los modos de integración y exclusión social se interiorizan cada vez más a través de mecanismos que organizan de forma directa el cerebro y el cuerpo. Este nuevo paradigma de poder es de naturaleza biopolítica. Lo que está directamente en juego en el poder es la producción o reproducción de la vida en sí.

4. Hardt y Negri afirman que las nociones de «intelectualidad de masas», «trabajo inmaterial» e «intelecto general» nos ayudan a comprender la relación entre la producción social y el biopoder. El papel central que antes ocupaba la fuerza de trabajo de los trabajadores fabriles en la producción de plusvalor lo ocupa hoy cada vez más la fuerza de trabajo intelectual, inmaterial y comunicativa. La figura del trabajo inmaterial que participa en la comunicación, la cooperación y la reproducción de afectos ocupa una posición cada vez más central en el esquema de la producción capitalista.

5. En el paso a la posmodernidad y a la producción biopolítica, la fuerza de trabajo se ha vuelto cada vez más colectiva y social, y se necesita un nuevo término para referirse a este trabajador colectivo: la «Multitud». La Multitud, afirman Hardt y Negri, dio origen al Imperio y presentan la construcción del Imperio como una respuesta a las diversas máquinas de poder y a las luchas de la Multitud. Afirman que el paso al Imperio abre nuevas posibilidades para la liberación de la Multitud. Según ellos, la globalización, en la medida en que opera una desterritorialización real de las estructuras anteriores de explotación y control, es una condición de la liberación de la Multitud. Las fuerzas creativas de la Multitud que mantienen el Imperio son capaces de construir un contraimperio, una organización política alternativa de los flujos mundiales de intercambio y globalización para reorganizarlos y orientarlos hacia nuevos fines.

En este punto es pertinente introducir el trabajo de Paolo Virno para completar el cuadro. Los análisis de Virno (2004) en su libro Gramática de la multitud coinciden en varios aspectos con los de Hardt y Negri, pero tienen algunas diferencias significativas. Por ejemplo, es mucho menos optimista con respecto al futuro. Mientras que Hardt y Negri tienen una visión mesiánica acerca del papel de la Multitud, que inevitablemente derrocará al Imperio y establecerá una «Democracia Absoluta», Virno considera que los acontecimientos actuales son fenómenos ambivalentes. Asimismo, reconoce nuevas formas de sometimiento y precarización típicas de la etapa posfordista. Es cierto que el pueblo no es tan pasivo como antes, pero esto se debe a que ahora se ha convertido en un actor activo de su propia precarización. Por lo tanto, en lugar de ver la generalización del trabajo inmaterial como un tipo de «comunismo espontáneo», como Hardt y Negri, Virno considera el posfordismo una manifestación del «comunismo del capital». Apunta que hoy en día las iniciativas capitalistas orquestan, en beneficio propio, precisamente las condiciones culturales y materiales que podrían, en otras condiciones, haber abierto el camino a un potencial futuro comunista.

A la hora de imaginar cómo la Multitud se podría liberar a sí misma, Virno declara que la era posfordista requiere la creación de una «República de la Multitud», con lo que se refiere a una esfera de asuntos comunes que ya no sea dirigida por el Estado. Sugiere dos términos clave para comprender el tipo de acción política característica de la Multitud: éxodo y desobediencia civil. El éxodo es, según su punto de vista, un modelo completo de acción política, capaz de afrontar los desafíos de la política moderna. Consiste en una deserción masiva del Estado que busca desarrollar el carácter público del Intelecto fuera del trabajo y en oposición a este mismo. Esto requiere el desarrollo de una esfera pública no estatal y de un tipo de democracia radicalmente nuevo, enmarcado en la construcción de y experimentación con formas de democracia no representativa y extraparlamentaria organizadas en ligas, consejos y sóviets. La democracia de la Multitud se expresa en un conjunto de minorías actuantes que nunca aspiran a convertirse en mayoría y que ejerce un poder que se niega a ser un gobierno. Su modo de ser es «actuar de común acuerdo» y si bien tiende a desmantelar el poder supremo no está dispuesta a convertirse en Estado a su vez. Esta es la razón por la cual la desobediencia civil tiene que emanciparse de la tradición liberal dentro de la cual se suele situar. En el caso de la Multitud, ya no significa ignorar una ley específica porque no se ajusta a los principios de la constitución. Esto sigue siendo una forma de expresar lealtad al Estado. Lo que está en juego es una desobediencia radical que cuestione la propia facultad de dominio del Estado.

Con respecto a la pregunta de cómo concebir la democracia de la multitud, Hardt y Negri, y Virno están en general de acuerdo. En ambos casos se halla un rechazo al modelo de democracia representativa y el trazado de una oposición marcada entre la Multitud y el Pueblo. De acuerdo con sus ideas, el problema con la noción de pueblo es que este se representa con una unidad, con una voluntad, y que está vinculado con la existencia del Estado. La Multitud, por el contrario, rehúye la unidad política. No es representable, pues es una multiplicidad singular. Es un agente activo que se autoorganiza y que nunca puede alcanzar el estatus de persona jurídica ni converger en una voluntad general. Es antiestatal y antipopular. Afirman que la democracia de la Multitud no puede imaginarse en términos de una autoridad soberana que representa el pueblo y exigen nuevas formas de democracia que no sean representativas. Puesto que «afuera» no existe en el Imperio, las luchas deben estar en contra en todos los lugares. Este «estar en contra» es, para ellos, la clave para toda posición política en el mundo y la Multitud debe reconocer la soberanía imperial como el enemigo y encontrar los medios adecuados para subvertir su poder. Mientras que en la era disciplinaria el sabotaje era la forma fundamental de resistencia, los autores reivindican que en la era del control imperial debería ser la deserción. Es en efecto a través de la deserción y evacuación de los lugares de poder que piensan que se podrían ganar las batallas contra el Imperio. La deserción y el éxodo son, para ellos, una forma poderosa de lucha de clases contra la posmodernidad imperial.

Como se puede observar, según este modelo, la actividad de crítica hace referencia a una forma de negación que consiste en retirarse de las instituciones existentes. En el corazón del acuerdo entre los teóricos de la Multitud se encuentra una celebración del proceso de «desterritorialización», presentado como el proceso que brinda las condiciones para la desaparición de los Estados y la emergencia de un mundo democrático cada vez más «suave», más allá de la soberanía y de las limitaciones del poder estatal. Es por esta razón que quieren que se libere la Multitud de cualquier forma de pertenencia y por lo que denuncian los apegos locales y regionales como obstáculos a la democracia absoluta y globalizada que defienden.

En mi opinión, uno de los principales problemas de este enfoque procede de la concepción inadecuada de espacialidad que da forma a su visión de la globalización que, según afirman, conduce a la creación de un espacio «liso». Esta idea debe ser cuestionada porque tiene consecuencias directas sobre su concepción errónea de la política. El trabajo de Doreen Massey es de gran relevancia para criticar este enfoque con tantos problemas. Al destacar el hecho de que el espacio siempre está estriado por ser el producto de relaciones y luchas, su concepto de «geometrías del poder» resalta la manera en la que el poder desempeña un papel central en la construcción de prácticas sociales espacializadas (Massey, 1993). Sostiene que una política local que piense más allá de lo local es necesaria, al tiempo que reconoce que lo local se produce en el ámbito global y lo global en el local (Massey, 1991; 2007). Esto nos ayuda a comprender la importancia de la dimensión espacial de la política e imaginar una política del lugar que busque al mismo tiempo defender y cuestionar la naturaleza de lo local. Al contrario de aquellos que sólo piensan en términos globales y descartan los apegos locales y regionales, el enfoque de Massey nos permite escrutar el papel de lo local en la construcción de geometrías de poder más amplias, con lo que abren así nuevas vías para la participación política y desafía la estrategia de éxodo y deserción defendida por autores tales como Hardt, Negri y Virno.

 

La crítica como participación hegemónica en

Antes de presentar mi propio punto de vista acerca de la forma de crítica social que mejor se ajusta a la política radical actual, quisiera expresar que reconozco la necesidad de tener en cuenta las transformaciones cruciales en los modos de regulación del capitalismo provocadas por la transición del fordismo al posfordismo. Reconozco la importancia de ver esas transformaciones como más que mera consecuencia del progreso tecnológico y de enfatizar su dimensión política. Sin embargo, considero que las dinámicas de esas transiciones se aprehenden mejor dentro del marco teórico de la hegemonía que planteamos en Hegemonía y estrategia socialista: hacia una política democrática radical (2001 [1985]), escrito en conjunto con Ernesto Laclau. Lo que quiero subrayar es que muchos factores han contribuido a esta transición y que es necesario reconocer su naturaleza compleja. Mi problema con la visión operaísta y posoperaísta es que, al poner un acento casi exclusivo en las luchas obreras, tiende a ver esta transición como si estuviera impulsada por una única lógica: la resistencia obrera al proceso de explotación que obliga a los capitalistas a reorganizar el proceso de producción y a pasar al posfordismo con su centralidad del trabajo inmaterial. En su opinión, el capitalismo sólo puede ser reactivo y se niegan a aceptar el papel creativo que desempeñan tanto el capital como el trabajo. Lo que niegan es, de hecho, el papel que desempeña en esta transición la lucha hegemónica.

Según el enfoque que defiendo, los dos conceptos clave para abordar la cuestión de lo político son «antagonismo» y «hegemonía». Por un lado, es necesario reconocer la dimensión de lo político como la posibilidad constante del antagonismo, lo que requiere, por otro lado, aceptar la falta de un acuerdo definitivo y la indecidibilidad que impregna todo orden. Esto significa reconocer el carácter hegemónico de todo tipo de orden social y concebir la sociedad como el producto de una serie de prácticas cuyo objetivo es establecer el orden en un contexto de contingencia. Las prácticas de articulación, a través de las cuales se crea un orden determinado y se fija el significado de las instituciones sociales, las denominamos «prácticas hegemónicas». Cada orden es la articulación temporal y precaria de prácticas contingentes. Las cosas siempre podrían haber sido de otra manera y todo orden se basa en la exclusión de otras posibilidades. Siempre es la expresión de una estructura particular de las relaciones de poder. Lo que en un momento dado se acepta como el «orden natural», junto con el sentido común que lo acompaña, es el resultado de prácticas hegemónicas sedimentadas; nunca es la manifestación de una objetividad más profunda exterior a las prácticas que la hicieron realidad. Cada orden hegemónico es susceptible de ser cuestionado por prácticas contrahegemónicas que intentan desarticularlo para instaurar otra forma de hegemonía.

Sostengo que es necesario introducir esta dimensión hegemónica cuando se estudia la transición del fordismo al posfordismo. Esto significa abandonar la visión de que una única lógica —las luchas de los trabajadores— está en juego en la evolución del proceso del trabajo y reconocer el papel proactivo desempeñado por el capital. Con este objetivo, se pueden encontrar ideas interesantes en el trabajo de Luc Boltanski y Eve Chiapello (2005), que en su libro El nuevo espíritu del capitalismo sacan a la luz la forma en que los capitalistas consiguen utilizar las reivindicaciones de autonomía de los nuevos movimientos que surgieron en la década de 1960, aprovechándolas para el desarrollo de la economía de redes posfordista y transformándolas en nuevas formas de control. Lo que denominan «crítica artística» para referirse a las estrategias estéticas de la contracultura —la búsqueda de autenticidad, el ideal de autogestión, la exigencia antijerárquica— se utilizó para promover las condiciones requeridas por el nuevo modo de regulación capitalista, en sustitución del marco disciplinario característico del periodo fordista.

Desde mi punto de vista, lo interesante de este enfoque es que muestra cómo una dimensión significativa de la transición del fordismo al posfordismo es el proceso de rearticulación discursiva de los discursos y prácticas existentes, lo que nos permite visualizar esta transición en términos de una intervención hegemónica. Sin duda, Boltanski y Chiapello nunca utilizan este vocabulario, pero su análisis es un claro ejemplo de lo que Antonio Gramsci (1971) denominó «hegemonía mediante la neutralización» o «revolución pasiva» para referirse a una situación en la que las reivindicaciones que desafían el orden hegemónico son recuperadas por el sistema existente, satisfaciéndolas de un modo que neutraliza su potencial subversivo. Cuando aprehendemos la transición del fordismo al posfordismo dentro de este marco podemos entenderla como un movimiento hegemónico del capital para restablecer su papel dirigente y restaurar su cuestionada legitimidad.

Está claro que, una vez que concebimos la realidad social en términos de prácticas hegemónicas, el proceso de crítica social característico de la política radical ya no puede consistir en una retirada de las instituciones existentes, sino en una participación en ellas con el fin de desarticular los discursos existentes y las prácticas a través de las cuales se establece y reproduce la hegemonía actual, con el objetivo de construir una diferente. Quiero subrayar que tal proceso no puede consistir simplemente en separar los diferentes elementos cuya articulación discursiva está en el origen de esas prácticas e instituciones ni, de hecho, en «desertar» de ellas. El segundo momento, el de la rearticulación, es crucial. De lo contrario, nos enfrentaremos a una situación de pura difusión, dejando la puerta abierta a intentos de rearticulación por fuerzas no progresistas. De hecho, tenemos muchos ejemplos históricos de situaciones en las que la crisis del orden dominante condujo a soluciones de derecha. Por lo tanto, es importante que el momento de «desidentificación» vaya acompañado de un momento de «reidentificación» y que la crítica y desarticulación de la hegemonía existente vayan de la mano de un proceso de rearticulación. Esto es algo que se pasa por alto, en términos de reificación o de falsa conciencia, en todos los enfoques que creen que basta con levantar la carga de la ideología dominante para que surja un nuevo orden, libre de opresión y poder. También lo pasan por alto, aunque de forma diferente, los teóricos de la Multitud que creen que su conciencia opositiva no requiere articulación política. Para el enfoque hegemónico la realidad social se construye de forma discursiva y las identidades son siempre el resultado de procesos de identificación. Es a través de la inserción en una multiplicidad de prácticas y juegos de lenguaje que se construyen formas específicas de individualidades. Lo político tiene un papel estructurador primordial porque las relaciones sociales son en última instancia contingentes y cualquier articulación predominante surge de una confrontación antagónica cuyo resultado no está decidido de antemano. Por lo tanto, lo que se necesita es una estrategia cuyo objetivo sea, a través de un conjunto de intervenciones contrahegemónicas, desarticular la hegemonía existente y establecer otra más progresista gracias a un proceso de rearticulación de nuevos y viejos elementos en una configuración diferente del poder.

La estrategia hegemónica de «guerra de posiciones» que defiendo está claramente configurada por una concepción del espacio que, como la defendida por Massey (2005), reconoce su dimensión de multiplicidad. Al afirmar que el espacio y la multiplicidad son coconstitutivos y que nuestra interrelación constitutiva implica espacialidad, la concepción de Massey nos permite escrutar la naturaleza de la espacialidad y verla como un campo de participación política. Su noción de «geometrías del poder» pone de relieve el carácter espacial de las articulaciones hegemónicas que constituyen los puntos nodales alrededor de los cuales se establece una hegemonía determinada. El espacio globalizado siempre aparece estriado, con una diversidad de lugares donde las relaciones de poder se articulan en configuraciones locales, regionales y nacionales específicas. Esto revela la dimensión espacial crucial de la estrategia de «guerra de posiciones», la cual debe tener lugar en muchos espacios sociales diferentes. De hecho, la multiplicidad de puntos nodales que configuran diferentes geometrías de poder exige una variedad de estrategias y la lucha no puede plantearse simplemente en el ámbito global o en términos de deserción.

 

Conclusión

Es importante darse cuenta de que, además de basarse en concepciones diferentes de la espacialidad, los desacuerdos entre los dos enfoques que he presentado también se derivan de las muy diferentes ontologías que proporcionan su marco teórico. La estrategia del éxodo, basada en una ontología de la inmanencia, supone la posibilidad de un salto redentor a una sociedad más allá de la política y la soberanía, donde la Multitud podría autogobernarse inmediatamente y «actuar de común acuerdo», sin necesidad de la ley ni del Estado y donde el antagonismo habría desaparecido. La estrategia hegemónica, por el contrario, reconoce que el antagonismo es irreductible y que, como consecuencia, la objetividad social nunca puede constituirse plenamente. En consecuencia, nunca existe un consenso totalmente inclusivo ni una «democracia absoluta». En todas sus versiones, el problema de esta visión inmanentista es su incapacidad para dar cuenta del papel de la negatividad radical, es decir, del antagonismo. Sin duda, la negación está presente en esos teóricos e incluso utilizan el término «antagonismo», pero esta negación no se contempla como negatividad radical. La conciben como contradicción dialéctica o simplemente como una oposición real. Como hemos mostrado en Hegemonía y estrategia socialista (Laclau y Mouffe, 2001 [1985]), para poder contemplar la negación como antagonismo se requiere un enfoque ontológico diferente, en el que el terreno ontológico primario es el de la división, de la unicidad fallida. El antagonismo no puede comprenderse en una problemática que ve la sociedad como un espacio homogéneo porque esto es incompatible con el reconocimiento de la negatividad radical. Para dar cabida a la negatividad radical debemos abandonar la idea inmanentista de un espacio social saturado y homogéneo, y reconocer el papel de la heterogeneidad. Para ello es necesario renunciar a la idea de una sociedad más allá de la división y del poder, sin necesidad de la ley ni del Estado, y en la que, de hecho, la política hubiera desaparecido.

De hecho, la estrategia del éxodo puede verse como la reformulación, con un vocabulario distinto, de la idea del comunismo tal como se halla en Marx. En efecto, hay muchos puntos en común entre las ideas de los posoperaístas y la concepción marxista tradicional. Por supuesto, para ellos el sujeto político privilegiado ya no es el proletariado sino la Multitud; sin embargo, en ambos casos se considera al Estado un aparato de dominación monolítico que no puede ser transformado. Debe «desvanecerse» para abrirle espacio a una sociedad reconciliada más allá de la ley, del poder y de la soberanía.

Si bien nuestro enfoque ha sido calificado de posmarxista, es precisamente porque hemos cuestionado el tipo de ontología subyacente a tal concepción. Al poner en primer plano la dimensión de negatividad que impide la plena totalización de la sociedad, hemos puesto en tela de juicio la posibilidad misma de una sociedad reconciliada. Reconocer el carácter inerradicable del antagonismo implica reconocer que toda forma de orden es necesariamente una forma hegemónica espacializada, una que constituye una «geometría del poder», para hacer uso del vocabulario de Massey. La heterogeneidad nunca se puede eliminar y la heterogeneidad antagónica apunta a los límites de constitución de la objetividad social. En cuanto a la política, esto apunta a la necesidad de concebirla en términos de una lucha hegemónica entre proyectos hegemónicos conflictivos que intentan encarnar lo universal y definir los parámetros simbólicos de la vida social. La hegemonía, como he argumentado, se obtiene a través de la construcción de puntos nodales que fijan discursivamente el significado de las instituciones y de las prácticas sociales y articulan el «sentido común» a través del cual se establece una concepción dada de la realidad. Tal resultado siempre será contingente, precario y susceptible de ser desafiado por intervenciones contrahegemónicas. La política siempre tiene lugar en un campo cruzado por antagonismos y concebirlo exclusivamente como «actuar de común acuerdo» conduce a borrar la dimensión ontológica del antagonismo —que he propuesto denominar «lo político»— que proporciona su condición de posibilidad cuasitrascendental. Una intervención propiamente política es siempre aquella que participa en un determinado aspecto de la hegemonía existente con el objetivo de desarticular o rearticular sus elementos constitutivos. Nunca puede ser meramente opositiva o concebida como deserción porque tiene como objetivo rearticular la situación en una nueva configuración.

Otro aspecto importante de una política hegemónica radica en establecer una «cadena de equivalencias» entre varias reivindicaciones, con el fin de transformarlas en reclamos que desafiarán la estructura existente de las relaciones de poder. Es claro que el conjunto de reivindicaciones democráticas que existen en nuestras sociedades no necesariamente converge e incluso pueden estar en conflicto entre sí. Es por eso por lo que deben articularse políticamente. Esto es algo que pasan por alto los distintos defensores de la Multitud, quienes parecen creer que posee una unidad natural que no necesita articulación política porque ya tiene algo en común: el intelecto general.

Lo que está en juego es la creación de un «nosotros», un «Pueblo», y esto requiere la determinación de un «ellos». El rechazo de Virno —compartido por Hardt y Negri— de la noción del pueblo como homogéneo y expresado en una voluntad unitaria general que no deja espacio para la multiplicidad está por completo fuera de lugar cuando se dirige a la construcción del Pueblo a través de una cadena de equivalencia. Como hemos enfatizado repetidamente, en este caso se trata de una forma de unidad que respeta la diversidad y no elimina las diferencias, pues de lo contrario no sería una relación de equivalencia sino una simple identidad. Es sólo en la medida en que las diferencias democráticas se oponen a fuerzas o discursos que las niegan todas que estas diferencias pueden sustituirse entre sí. Esta es la razón por la que la construcción de un «Pueblo» requiere definir un adversario. Dicho adversario no puede definirse en términos generales amplios como «Imperio» o subsumirse en una etiqueta homogénea como «capitalismo», sino en términos de puntos nodales de poder a los que hay que dirigirse y transformar para crear las condiciones de una nueva hegemonía. Es una «guerra de posiciones» (Gramsci, 1971) que debe iniciarse en una multiplicidad de sitios. Esto sólo puede hacerse estableciendo vínculos entre los movimientos sociales, los partidos políticos y los sindicatos, tal como lo han intentado hacer las propias intervenciones políticas de Doreen Massey. Crear, mediante la construcción de una cadena de equivalencias, una «voluntad colectiva» destinada a la transformación de una amplia gama de instituciones con el fin de establecer nuevas geometrías de poder es, en mi opinión, el tipo de crítica adecuada para una política radical.

 

Notas

* Este texto se publicó originalmente en Mouffe, Chantal. (2013). Space, Hegemony and Radical Critique. In: Featherstone, David & Painter, Joe (Eds.). Spatial Politics. Essays for Doreen Massey (pp. 21–31). Wiley–Blackwell.

Traducción realizada por la Agencia de Traducción e Interpretación, Escuela de Idiomas, Universidad de Antioquia.

1 Los términos «operaísmo» y «posoperaísmo» se utilizan para referirse a las luchas autónomas de los trabajadores de la década de 1970, en particular las de Italia, a las que Antonio Negri y Paolo Virno estaban vinculados de cerca. Han sido criticados por su énfasis exclusivo en las luchas de los trabajadores.

 

Referencias bibliográficas

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3. Hardt, Michael & Negri, Antonio. (2001). Empire. Harvard University. https://doi.org/10.4159/9780674038325

4. Hardt, Michael & Negri, Antonio. (2004). Multitude: War and Democracy in the Age of Empire. Penguin.

5. Hardt, Michael & Negri, Antonio. (2009). Commonwealth. Harvard University. https://doi.org/10.2307/j.ctvjsf48h

6. Laclau, Ernesto & Mouffe, Chantal. (2001 [1985]). Hegemony and Socialist Strategy: Towards a Radical Democratic Politics. Verso.

7. Massey, Doreen. (1991). A Global Sense of Place. Marxism Today, (June), pp. 24–29.

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11. Virno, Paolo. (2004). A Grammar of the Multitude: For an Analysis of Contemporary Forms of Life. Semiotext(e).