Ser filólogo fue un feliz accidente para mí. Llegué a la filología por error, pero no en el sentido de una falta que se comete, sino en el sentido de algo a lo que llegó «errando», vagando sin rumbo fijo. El plan original era ser periodista y en ese empeño emplear las habilidades orales que los adultos alrededor del Álvaro adolescente reconocían para informar o buscar alguna verdad perdida. Me presenté a la Universidad de Antioquia y no logré un cupo ni en mi primera ni mi segunda opción. Tras esto vino un tiempo de ansiedad e incertidumbre en el que la literatura fue un refugio. J.R.R. Tolkien fue uno de los autores que me cautivaron, refugiaron e interesaron en un uso consciente -o por lo menos no utilitario- de la lengua. Por azar leí por primera vez la palabra filólogo en la contraportada de uno de sus libros que contaba algunas generalidades biográficas. Pensé que era una errata y una rápida búsqueda en internet reveló que no era así, y una parte de mí, sin saberlo todavía, había quedado prendada. Mi feliz desliz -y quiero abusar una vez más de la asociación etimológica y recordar la relación entre las palabras desliz y deslizar- me acercó a un camino de una relación hasta ahora incesante con el lenguajear y con las lenguas que no ha parado hasta hoy. Todo esto confirmó que, como dice Tolkien en su poema The Riddle of Strider: «not all those who wander are lost», no todos los que vagan/erran están perdidos.
Quisiera centrarme hoy en los aspectos positivos de haberme formado como filólogo de la Facultad de Comunicaciones y Filología de la Universidad de Antioquia, sin abandonar, eso sí, la certeza de que hay mucho por mejorar y que el porvenir traerá necesidades que obviamente se nos escapan a todos y muy a pesar de tener algunas de ellas frente a las narices.
Estudiar filología ha sido enriquecedor por la inmensa cantidad de fenómenos que entran en su campo. Haber participado de una formación que vincula la crítica literaria, la teoría literaria, la historia de la literatura, la lectura como fenómeno íntimo y como institución social, la historia intelectual, la estética y hasta la filosofía de la literatura en los mismos pasillos en comunidad fue enriquecedor para mí. Haber tenido a mi disposición cursos de lingüística y su vastedad metodológica y su rigurosidad científica solo fortaleció este proceso. Si bien no soy un especialista ni pude haberlo sido con mi mera participación en los cursos, sí me sentí partícipe y espectador de muchas tradiciones, debates, críticas y hasta utopías que expandieron mis horizontes y me pusieron a mí como individuo, a mí como parte de una comunidad en crisis. Tener espacios de encuentro y desencuentro en torno a tradiciones, ideas, instituciones, obras, propuestas metodológicas, sistemas filosóficos y debates estéticos me permitió experimentar una sensación de glocalidad.
Uno de los ejemplos más relevantes en mi experiencia vino de la mano de la relación entre la filología colombiana del siglo xix y el conservadurismo. Explorar personalmente y conversar con colegas y docentes ese tema dio un giro de tuerca fundamental a mi experiencia estudiantil: estaba participando, así fuera mínimamente, de un continuum histórico con innumerables causas y desenlaces en nuestra vida común nacional y comunitaria, gracias a las relaciones especiales que en distintos contextos temporales y geográficos hemos tenido con el lenguaje. Muchos otros tantos colegas y yo que estábamos fuera de las élites económicas y culturales de nuestro país que estábamos participando de la vida simbólica, intelectual y política.
Lo anterior me lleva a delinear otro de los grandes aciertos que encuentro en mi experiencia de haber estudiado filología: los estudiantes de filología. Para mí fue común encontrar compañeras y compañeros ávidos de debate argumentado, de inquietud estética, de afán de capital cultural y hasta con impresionantes empresas creativas e investigativas. En mi experiencia, en la comunidad de estudiantes de filología es frecuente encontrar abundantes inquietudes y un afán por participar de las instituciones literarias, intelectuales y académicas que, más allá de si las compartimos o no, nos ubican en coordenadas de colaboración y de competencia que muchas veces vi convertirse en fertilidad colectiva.
Cambiando ligeramente de tema, uno de mis campos de acción profesional como filólogo ha sido el de la docencia. Estas características propias del discurrir formativo de los estudiantes de filología me han brindado sensibilidades y ejemplos que han impactado positivamente mi ejercicio docente. La conciencia lingüística y cierta responsabilidad crítica frente a los discursos me han permitido conectar de una manera significativa con distintos grupos de estudiantes y me han permitido conducir un programa de curso de una manera significativa para mí y muchos de mis estudiantes, al enriquecerlo con lecturas complementarias amplias y a veces novedosas. Creo que la sensibilidad ante los discursos, las formas de la lengua, la manipulación constante de muchos tipos de textos y contextos de enunciación y lectura juegan un rol determinante en esto.
En la traducción, otra de mis ocupaciones profesionales y pasiones personales, lo anterior también ha sido importante. De ninguna manera podría defender que las traducciones que puede lograr un filólogo son mejores -ni peores- que las de un traductor formado como tal. Lo que sí defiendo es que en muchos contextos -el literario, por ejemplo- las y los filólogos contamos con una formación histórica, lingüística, estética y discursiva que nos permite enfrentar la traducción de un texto desde múltiples intereses y enfoques que la lectora del texto traducido puede agradecer.
En estos dos casos, la docencia y la traducción, hay una prevalencia de la manipulación consciente y crítica con el lenguaje. Esto me lleva a delinear otro ámbito en el que los filólogos tenemos una gran competencia en los sentidos de «tener las habilidades» y que nos «competa», nos incumba: el análisis crítico del discurso. No desdeño del inmenso y valioso aparato teórico con el mismo nombre, pero con este me refiero a que contamos con las habilidades para movilizar críticas y cuestionamientos propios y colectivos sobre la inmensa marea de discursos que hoy nos ahogan y que nuestras comunidades tanto necesitan. En mi caso, ser estudiante de filología llevó a mi hogar nuevas ideas, libros y compañeras y compañeros que enriquecieron el horizonte de ideas de mi familia y sé que este caso puede expandirse a cientos de hogares y comunidades más.
Hoy en día la filología ya no se corresponde con la figura del solitario y noctámbulo hombre decimonónico con barbas y una inmensa biblioteca tras de él. Afortunadamente, la filología hoy está repleta de diversidad tanto en quienes la practican como en los ámbitos en los que se aplica y las herramientas en que se apoyan. La lingüística computacional, la programación de herramientas informáticas que procesan lenguaje natural, la configuración de chatbots, los diseños experimentales de seguimiento de retina en procesos de lectura, la neurolingüística aplicada y teórica, así como las herramientas generadoras de texto en interfaz máquina-lenguaje natural-ser humano son algunos ejemplos de las fronteras conquistadas es las últimas décadas. Seguramente, faltan muchas más novedades por venir. Sin embargo, creo que hay un mérito importante en algunas de esas prácticas algo más conservadoras del acervo enciclopédico de los filólogos. La historia de las lenguas, de las literaturas, de los discursos, hasta del lenguaje mismo y la gramática, nos permiten mantener encendida una llama que encuentro cada vez más valiosa. Me refiero a que encuentro de un inmenso valor que como parte de la comunidad de saberes que es la filología de la Universidad de Antioquia haya una preocupación por continuar compartiendo saberes, movilizando ideas, leyendo obras y problematizando conceptos que no resultan útiles al mercado laboral o de los «servicios profesionales»: que aún no entran en la «cadena de valor» de alguna multinacional. Me llena de esperanza ver a egresadas y egresados perseguir sus sueños creativos -como escritoras y escritores, cantantes-, ser investigadores institucionales e independientes -en historia intelectual, por ejemplo- y de continuar haciendo transformación social por medio de bibliotecas comunitarias y, en un par de casos conocidos, por fuera de las demandas del mercado y al margen de la financiación institucional la mayor parte del año.
La filología de nuestra alma mater es una intersección entre muchos intereses y tradiciones que no creo que pueda sintetizarse desde una sola perspectiva, por lo que encuentro eso inmensamente valioso y esperanzador. Somos filólogos «hispanistas», pero muchos decidimos dialogar con otras tradiciones, otras estéticas, otras lenguas y visiones de mundo y formas de vida diferentes. Tradiciones lingüísticas y de saberes como lo son las lenguas indígenas, el inglés de Irlanda, el alemán, el francés, las lenguas de señas y otras más habitan nuestros pasillos, nuestras memorias escritas y refulgen en los ojos y las lenguas de muchísimos egresados y estudiantes.
Hoy nos es difícil imaginar la cotidianidad, el trabajo, el amor, la amistad, la academia y hasta la lectura por fuera de las lógicas instituidas por esos potentes y pequeños computadores que llamamos celulares. La lengua sigue siendo la interfaz por excelencia a través de la cual interactuamos con estas máquinas y entre nosotros. Más de la mitad de la humanidad globalizada se encuentra interconectada por uno de estos aparatos. Con todo esto solo puedo pensar en el inmenso potencial que esto tiene para recibir y difundir ideas, para rescatar y leer obras literarias y para tomar muestras representativas que nos permitan agrandar nuestros corpus de investigación lingüística y seguir explorando nuestro lenguaje y nuestras lenguas.
No sé cómo vaya a ser la filología de la segunda mitad del siglo xxi, pero sé que la que tenemos hoy en la Facultad de Comunicaciones y Filología está enriquecida por muchas experiencias y miradas. Sin desconocer el inmenso valor de muchos docentes inspiradores y ejemplares, así como de un equipo administrativo comprometido y en una inmensa cantidad de casos preocupados por la educación como derecho y goce, lo que encuentro más valioso de filología lo he recibido de compañeras y compañeroscon una valiosísima experiencia comunitaria de debate, intercambio de saberes, afiliaciones, distancias, diferencias, amistades y hermandades.
No tengo conclusiones definitivas sobre lo que la filología sea o pueda ser para nuestra región, pero trabajos como los adelantados por Luis Fernando Quiroz son muy pertinentes a este respecto.Sé que a mí me ha brindado herramientas suficientes para enfrentar un mundo profesional incierto en un contexto económico desfavorecedor -hiperinflación y pospandemia, por ejemplo-, lo cual que me ha enriquecido con conocimientos humanistas para hacer más llevadera la existencia propia y así enriquecer con algunas conversaciones y algunas lecturas las de mis seres amados, mi comunidad y mis estudiantes.
Siento que la filología es un lugar amplio que lo podemos habitar desde muchas latitudes y con distintos intereses. Si bien en algunos breves momentos de frustración o incertidumbre renegué de haber decidido caminar en los tantos caminos y veredas que componen nuestra filología, hoy me alegro enormemente no solo de haberlo hecho, sino de seguir transitándolos de otras con algunos sentidos, pero sin rumbo fijo, con la esperanza de que falten aún muchos caminos por recorrer y muchas más formas del caminar.