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Mapuches: En la Periferia De Santiago

 

Resumen:

Reseña Catrileo, D. (2019). Piñén. Libros del Pez Espiral, 104 pp.


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Cuando hablamos de estética de la violencia en la narrativa chilena postdictadura, la novela Piñén (2019) de Daniela Catrileo emerge como una de las propuestas más adecuada para mostrar el fenómeno del racismo y la segregación del pueblo mapuche en la sociedad chilena, especialmente de la mujer, ícono de la violencia multidimensional, donde se conjuga el género, la raza y la clase para dictar una sentencia de exclusión total.

A través de tres narradoras, que son distintas y a la vez una, Daniela Catrileo nos invita a recorrer la periferia de Santiago. Hacia el poniente de la ciudad, donde no solo se esconde el sol sino también la pobreza; tras el polvo y el cemento de una modernidad decadente, en la que habitan toda clase de seres marginales, entre ellos, mapuche warriache , olvidados de su árbol genealógico, pero brotando como la mala hierba en tierra seca.

De ahí el título del primer relato, «¿Han visto cómo brota la maleza de la tierra seca?», para referirse a lo indeseable, a aquello que crece de manera descuidada y en disputa por el espacio y el agua.

En el contexto de la novela, el concepto piñén tiene más de un sentido, por un lado, se refiere a la mezcla de sudor y polvo que se pega a la piel, como el estigma de la pobreza; pero también alude a la capa de mugre que, con el tiempo, se va acumulando en el cuerpo, ocultando la identidad del mapuche en una tierra que no es la propia.

Piñén es la metáfora que unifica estos tres relatos situados en una población marginal de Santiago, con pobladores hacinados en monoblocks, viviendo una vida colectiva a la fuerza, entre el polvo y la maleza. Sin más área verde que un solo árbol desgreñado por el tiempo y un par de columpios oxidados que se tornan en la burla de una plaza de juegos para los niños callejeros.

El reducido espacio de las viviendas facilita el abuso sexual infantil y la violencia intrafamiliar que, a menudo, es silenciada con el volumen de la música tecno, que logra traspasar las paredes de los departamentos.

La muerte a balacera de un narcotraficante llamado Jesús, el encargado de una importante carga de cocaína que llegaba a la población aquel sábado, es el primero de muchos episodios violentos que dan contexto a esta novela. Donde la fatalidad y las pasiones se mezclan con las carencias y la etnificación de la pobreza, narrada por Carolina Calfuqueo, una niña mapuche warriache, testigo de ese acontecer a través de la ventana de su casa. Desde donde oye los gritos y aullidos de los implicados, que, al intentar robarse salvajemente la mercancía de droga, también salen heridos de esta operación. Tal como señala Catrileo, «Era común morir de esa manera absurda por alguna carga de acero y plomo que accidentalmente te daba en la cabeza un día cualquiera. A una hora cualquiera. Así de sencillo» (p. 14).

Pancho, el responsable de resguardar la mercancía, había encargado a su banda hacer la vigilancia aquella noche, pero también salió trasquilado porque Jesús, el pez gordo del narcotráfico en la población, esta vez «iba a todo o nada: coca o muerte. A cambio el Pancho apuntó, mató y escapó» (p. 14).

Tras la huida de la Rulo, la compañera de Pancho, con su hijo de tres años, el departamento que ocupaban rápidamente se puso en arriendo a los únicos migrantes haitianos que se atrevieron a vivir en el sector. Ayudados por una minga poblacional dispuesta a trasladar los bártulos de los nuevos inquilinos «que no tuvieron miedo de venir a vivir a este último lugar, una zona de guerra miserable en comparación a sus huidas» (p. 15).

Para muchos, esto era parte de la normalidad. En cierta forma, aquel espacio habitado por allegados se había transformado en tierra de nadie. La waria -en español, ciudad- era donde la mayoría había llegado de forma similar, como migrantes indeseados y botados a un «desperdiciadero» humano, invisibles para cualquier política pública de izquierda o de derecha, un verdadero desecho de mercado: «Refugiados, desplazados, solicitantes de asilo, emigrantes, sin papeles, son todos ellos los residuos de la globalización» (Bauman, 2015, p. 81).

Pero también era una tierra que siglos atrás fue territorio inca «bajo la huaca del Chena» (p. 16) y que ahora en los noventa se había convertido en un peladero para la proliferación de poblaciones callampa del Zanjón de la Aguada. Adonde también habían migrado desde el sur algunas familias como la de Juan Huenchucheo, otro socio del Pancho, conocido por su frialdad en las transacciones y en el cobro puntual de las deudas. Un indio de mal carácter, decían los más jóvenes, que rara vez reía. Alguna vez quiso salir de ahí, juntar plata y volver al sur para ser feliz al lado de los suyos. También fue baleado en una de las transacciones de droga y dejado tirado a las afueras de un hospital, «el otrora hombre avestruz, Huenchu-cheo, poquísima gracia hizo a sus ancestros en la nominación plumífera de su linaje» (p. 17).

Los rituales y velatones continuaron por la muerte de Jesús, no así los incómodos minutos de silencio que para muchos no eran tan bienvenidos, pues nadie aguantaba conectar con sus propios silencios, «a todos les daba miedo esa quietud. A pesar del hacinamiento, la falta de ruido amenazaba al territorio desde lo profundo de nuestras soledades» (p. 18).

Con todo, los vecinos que ya eran propietarios de sus departamentos, porque estaban inscritos en las listas del serviu , decidieron oponerse a las balas y a las cumbias a través de un improvisado trawün donde además acordaron defender su territorio de cualquier tipo de venganza de parte de los amigos del baleado Jesús. La noche del velatorio reunidos en tumulto y entre llantos y discursos de los deudos de Jesús, a todos les parecía que era parte del ritual quemar algo, todos quemaban algo, chatarra, cartones, papeles, cigarros, la población entera se había convertido en un gran fogón. «Porque si algo habíamos aprendido en ese rincón de pecadores, era inmolarnos» (p. 20). También los basureros de la municipalidad servían para las fogatas y los carros robados del supermercado para poner a freír sopaipillas, todo aquel fulgor para pensar en la ruta del salvador o de aquel compañero de escuela que llevaba el nombre del redentor, pero que no alcanzó a salvarse ante tanto paganismo poblacional.

Carolina Calfuqueo y Jesús fueron compañeros del mismo colegio de monjas: «fue mi compañero de cautiverio católico» (p. 22) recuerda la protagonista. Ambos se beneficiaron de esa cristiana caridad, paradójicamente dedicada al lucro periférico con el subsidio estatal que les permitía crear colegios católicos para pobres. Allí, aparte de rezar y pedir perdón diariamente por sus pecados, aprendieron a tener miedo «de la furia de dios y de su hijo, que se llamaba como mi compañero nuevo, el piñiñento mesías» (p. 25). Jesús apenas alcanzó a resistir dos años en ese cautiverio, estigmatizado por las burlas y sentenciado por las malas calificaciones, finalmente fue absuelto de estos pecados siendo expulsado de aquel santo colegio.

Los padres hacían de todo para tener a sus hijos en un colegio católico, incluso mentir a las monjas sobre su estado civil y así cumplir el mandamiento de estar casados para que sus hijos fueran consagrados al sacramento de la primera comunión y con ello obtener el anhelado cupo de ingreso al colegio.

Históricamente el pueblo mapuche se ha visto obligado a adoptar las costumbres del winka para ser aceptado en una cultura que siempre lo ha rechazado. El credo religioso que los ha evangelizado para ocultar su identidad ha sido y sigue siendo una de tantas capas de piñén a la que alude Catrileo en su novela:

Mientras todos los cabros del barrio nos miraban como si fuéramos un grupo de cobardes intentando ser lo que no éramos; y de alguna forma era verdad. Era como mentirle a la raza. Sabíamos más de la Santísima Trinidad que de Ngünechen (Catrileo, 2019, p. 27

).

Los demás chiquillos iban todos al Liceo Municipal que quedaba en otro sector, sin pensar que las monjas eran peores, y que «era más terrible parecer limpios cuando, en realidad, llevábamos nuestra carne en descomposición, arrastrándonos como los animales que incendiaban en los potreros» (p. 27).

El último tramo de este relato está dedicado a Jeshu, otro vecino del barrio y cuya historia no es tan distinta a la del Jesús baleado por sus pecados.

A pesar de tantos rezos y parábolas que prometían una experiencia única con Jesús, de los únicos llamados Jesús que podía dar testimonio nuestra narradora personaje, eran el Jesús compañero y el Jeshu vecino. Este último no tiene padres y es criado por Gonza, «una versión vecina de Lemebel» (p. 30), un travesti oriundo del Zanjón de la Aguada, tan querible y maternal para muchos niños y niñas del barrio.

Sin entender qué razones tuvo para quitarse la vida su hijo adoptivo, una noche lo sorprendió ahorcado con una cadena. «Afuera la voz del Gonza. Chillando y llorando: ¡Qué chucha me hiciste Jeshu! ¡Qué mierda nos hiciste! ¡Hijito mío, por la chucha!» (p. 33), no paraba de gritar el Gonza ante tanto dolor que le causó está pérdida.

Todos los Jesús estaban muertos. Un Jeshu azulado con su marca circular sobre el cuello. Un Jesús con la bala en la sien y los ojos blancos. Nunca tuvieron otro panorama más que la orfandad. No todos tienen la suerte de la resurrección (Catrileo, 2019, p. 37

).

«Pornomiseria» corresponde al título del segundo capítulo de esta novela, narrado en la voz de una adolescente de la población, presumiblemente Carolina Clafuqueo. Quien, al compás de su inquietante desarrollo físico y sexual, descubre una imagen de sí misma a partir de la incertidumbre sobre su identidad sexual; o la certeza de saberse un cuerpo sin valor, que puede circular como objeto o mercancía de bajo costo.

El tráfico de pornografía envasada en la población es la forma como aprenden los niños y adolescentes por la falta de una adecuada educación afectiva y sexual. Y también gracias al ingenio del «Araña», un joven metalero que podía democratizar la señal de TV cable para una gran mayoría de vecinos que no tenían el dinero para pagarla. «Al final, esa fue la única democracia radical de nuestra población. Una recuperación de las imágenes que nos eran arrebatadas por el bombardeo de la televisión nacional» (p. 42).

Pero, también se era parte o testigo de lo que ocurría en la cotidianeidad del barrio, en la propia casa o a través de las paredes de la casa contigua, donde madres, tías, hermanas e hijas eran abusadas sexualmente. Como ocurre con Valeska, la vecina de nuestra segunda narradora: «Valeska, una chica de mi edad que vivía en el segundo piso de los blocks, estaba descubriendo su vagina porque su padre la penetraba incesantemente apenas llegaba del trabajo» (p. 42).

La familia de Valeska era su madre, el padre y dos hermanos. Luis, el padre, trabaja en una empresa de televisión por cable y eso le hacía tener aires de superioridad frente a los demás, algo que a nadie se lo consentían. «Acá no se perdonaba al que se las daba de cuico, si al final hacía lo mismo que todos: sobrevivir» (p. 43).

La mamá de Valeska, pese a ser una mujer joven, era portadora de un sufrimiento intrínseco, que se le notaba en sus ojos agrietados precozmente. De estatura baja y cuerpo grueso para equilibrar el gran peso de sus silencios. Los demás eran un apéndice de ella, colgados de su cuerpo materno convertido en las estrías que deja el tiempo y desgajado por la violencia patriarcal que, para su infortunio, también alcanzaba la vida de Valeska.

Por su parte, sus dos hermanos no contaban con esa misma desgracia, puesto que gozan de mayores privilegios solo por el hecho de ser hombres. Impedida de salir a jugar con otros niños, Valeska solo llega a los peldaños de las escaleras intermedias, entre su departamento y el de su amiga. No habla mucho, pero ambas vecinas se entretienen jugando silenciosamente a las muñecas: «nuestras barbies se encargaban de llevar el juego hacia las palabras y la acción. Jugábamos mientras nuestras madres cocinaban» (p. 46), comenta la narradora.

De esta forma, las madres enseñan a sus hijas a soportar lo rutinario de sus vidas. Mientras aderezan las comidas, a su antojo, en aquel diminuto y único espacio de liberación domestica que es la cocina. Además de lavar, limpiar y atender a los hombres, todo se torna en una rutina aplastante para ellas: «Lloraba porque algo en mi sabía que cuando mi madre me peinaba se desquitaba de la injusticia de ser ella» (p. 47).

Con el paso de los años, muchos vecinos tuvieron desavenencias con la familia del abusador. Al crecer Valeska, nunca más se le vio jugar en las escaleras, el único lugar que la hacía olvidar un poco quien era:

Un día se fueron […] Cuando se cumplió un año de su mudanza, Luis se mató. Lo encontraron colgando de unas vigas del segundo piso. La Valeska había quedado embarazada. El incesto era la única vergüenza que Luis no podía silenciar con el tecno. Ahí recién supe cómo lloraba la Valeska y su mamá (Catrileo, 2019, p. 53

).

Las reflexiones de la protagonista sobre su amiga Valeska se profundizan al darse cuenta de la realidad de muchas mujeres del barrio y también la de ella, su madre y abuela, que también habían sido abusadas por familiares hombres. No es normal que las mujeres oculten todos estos atropellos tras las labores domésticas, en circunstancias que todo lo que pasa fuera de los barrotes de la casa y la cocina, también es una posibilidad para que las mujeres puedan definirse como cada una quiera: «Me gustaban las artes marciales, leer historias de piratas, salir con la patineta calle abajo. En fin, no era muy distinta a mi hermano» (p. 56).

A pesar de tanta insistencia y control ejercido por los padres para verla convertida en una verdadera mujer, estos fracasan en el intento, pues Carolina tiene claro que su identidad sexual no tiene ninguna afinidad con el rol tradicional asignado a una niña, tal como lo plantea: «Por lo demás, ya me había besado con la mitad de mis amigas del verano […] no sólo andábamos en bici […] Debíamos aprender a besar» (p. 57).

No menos importante es el episodio del hombre de la bicicleta que refiere al común delito de cierto tipo de abusadores que pululan alrededor de las escuelas para acosar niñas mediante engaños o perseguirlas en la soledad de una calle y violentarlas. Justamente, en una de las salidas del colegio, el hombre de la bicicleta aborda a Carolina en el trayecto hacia la casa de su abuela, luego de varios días de seguimientos hasta que finalmente logra asediarla, ayudado por el miedo infundido a la víctima.

Mientras intentaba escapar, él frotaba el asiento de su bicicleta contra su cuerpo. Empezó a bajarse el cierre del pantalón […] tomó una de mis manos, acercándola hacia sus genitales […] No entendía muy bien qué pasaba, aunque tenía la sensación de estar sucia (Catrileo, 2019, p. 59

).

Afortunadamente, logra escapar gracias a la oportuna aparición de una amiga de su mamá a quien se aferra para cruzar la calle y llegar hasta su casa. Tiempo después, con mucho temor y vergüenza lo cuenta a su familia. Desde ese día su abuelo no dejó de ir a buscarla a la salida de clases.

La historia de mujeres abusadas a su alrededor es reiterativa y pasa de una a otra generación. Su abuela le confesó que había sido abusada por su padre y por esa razón nunca visitaba su tumba en el cementerio. En ese momento, Carolina comprende la conducta de su madre también debida al abuso reiterado en su niñez por parte de un tío: «El tío la sentaba sobre sus rodillas y comenzaba a meter las manos bajo su vestido» (p. 61).

El capítulo culmina cuando ambas vecinas vuelven a encontrase siendo adultas. Carolina no pudo decir nada, sentía que hasta el ruido de los pensamientos estorbaba, pero al mismo tiempo se imaginaba qué podría haber hecho Valeska y no pudo hacer para salvarse:

Ella, una y otra vez, soñando las infinitas posibilidades de matar a su padre. De sacarle la chucha, de arrancarse bien lejos e intentar otra vida […] Quería decirle algo, pero cualquier palabra era absurda cuando mis ojos apuntaban como una cámara hacia ella y los de ella hacia adentro. (Catrileo, 2019, p. 61

).

«Warriache» es el tercer y último relato de la novela. A diferencia de las narradoras anteriores, Carolina Calfuqueo ya es una mujer adulta, de unos treinta años, también oriunda de la misma periferia santiaguina, donde ser mapuche es igual a ser un paria. Por eso, las tres narradoras son la misma niña, adolescente y mujer; sin importar que tengan nombres distintos, lo cierto es que comparten un mismo origen, una misma raza. Mirada en menos por el winka. Una estirpe obligada a ocultarse tras la indigencia, la segregación y los abusos.

Entre ires y venires de su infancia, teniendo como referente a su amiga Yajaira Manque, Carolina Calfuqueo comienza a sacarse el piñén que ha percudido a los de su raza. Ella tampoco se encuentra exenta de tropiezos y de vivir experiencias de vida dolorosas, como ha sido la tónica de esta novela. En «Warriache», el proceso que vive Carolina es saber que efectivamente sobrevive en un lugar ajeno, que no la reconoce y donde siempre será una extraña, pero a la vez, descubre que puede revelar su identidad mapuche, la cual, a pesar de siglos de acumular piñén, quiere y reclama ser visibilizada.

Tras años de no verse, Carolina llega al cumpleaños número treinta de Yajaira. Una vez allí, le extraña estar en la nueva casa de su amiga, inserta en un condominio que parece un cementerio, con todas las casas iguales, una imagen repetible en cualquier parte de ese Chile aspiracional. Cuando eran chicas recuerda que, aunque pareadas, las casas eran distintas, con ampliaciones hechizas, de distintos colores, unas más grandes que otras, en fin, parece ser que la homogeneidad es sinónimo de clase media, algo que por años se empeñaron en odiar y ahora, para orgullo de María, la madre de su amiga, «ya no vive en los blocks sino que ahora vive en un condominio. Lo hace con un tono despectivo que conozco y aborrezco» (p. 65). Recorre la casa acompañada por Pilar, hermana de Yajaira, «caminamos por un pasillo adornado con diplomas y fotografías. Todo puede parecer de clase media, menos los rostros morenos que cuelgan de estas paredes» (p. 65).

Las conversaciones de los amigos e invitados a la fiesta, entre ellos el pololo de Yajaira, le parecen tontas y sin ninguna afinidad con ella, como las marcas de autos, comentarios internos que no entiende, y lo único que quiere es desaparecer de ahí. Pronto aparece la cumpleañera, que con sus ojos sonrientes le recuerdan a su abuelo y cómo la regaloneaba por ser la primera nieta que nacía en este territorio extranjero.

¿

Sus ojos podrán volver? Me hago esta pregunta cada vez que veo juntos a mi padre y a mi abuelo. Ñi chaw, ñi laku. Imagino sus retornos como una posibilidad de sumergirse en ese verde que duele. Regresar al lugar donde el pensamiento se pierde en el tejido de las hojas. ¿Quisieran ellos volver? (Catrileo, 2019, p. 67

).

Para los mapuches que migran a la capital, Santiago es una oportunidad para formar un nuevo hogar donde puedan tener mejor acceso a trabajo y educación. Sin embargo, eso no es posible, pues su peor error es tratar de inventar una nueva forma de vida ocultando la genuina, abandonando su lengua y costumbres: «imaginaron que cerca del Huelen y el Mapocho podrían tener un segundo nacimiento […] Pero eso no sucedió, fueron desalojados. Desparramados a los suburbios de la waria. Tuvieron que aprender a gemir como quien muere lejos de su tierra» (p. 67).

Las reminiscencias sobre la familia, sus padres, abuelos, hermanos, primos, incluso vecinos; y ahora desde su vida adulta, la hacen recuperar la identidad que estaba oculta y retorciéndose bajo la capa de piñén. Ahora se reconoce en la mapuchada que habita la waria y que enaltece su linaje al sorprenderse hablando en mapudungun:

De pronto una curva rápida me sacude, tengo el cuello torcido. Viene el auxiliar del bus, me pide el pasaje. Luego pregunta mi número de carnet, el número de contacto y mi nombre. Le invento un número telefónico. Pienso en mi nombre, mi nombre de pedernal azul. «Calfuqueo», digo sin abrir la boca. Ese eco azul que me compone. […] De mi boca sale: «Inche Yajaira Manque pingen». Lo miro seriamente. Luego de pronunciar ese nombre, no dejo de sentirme otra. No dejo de tener la misma sensación al decir Calfuqueo. El auxiliar es joven, debe ser su primer trabajo después de salir del liceo. Me mira fijamente y sonríe. «Mari mari lamngen, Inche Ramiro Curaqueo, pingen», dice. (Catrileo, 2019, p. 104

).

En la escritura de Piñén, Daniela Catrileo escucha la voz del pueblo mapuche warriache, sometido a la violencia interseccional que opera desde la cultura dominante. A través de las experiencias límite de los personajes, con sus relieves y claroscuros, Catrileo le devuelve a su pueblo la capacidad de autodeterminación, especialmente a la mujer mapuche, como sujeto literario deliberante y protagonista de su propio devenir: niña, adolescente y mujer, dentro de la novela.

En este sentido, esta joven escritora se opone al paradigma que ha hegemonizado la construcción de un discurso etnográfico sobre los pueblos originarios, que los asume como sujetos sin voz y como objetos de estudio de las ciencias sociales. Agrupados en cifras estadísticas para la asignación de beneficios sociales o, en el mejor de los casos, para abordar el tema de la interculturalidad, pero sin ellos.

En efecto, el camino de la narración es el viaje iniciático de Carolina Calfuqueo, desde donde agoniza y ve el dolor de los suyos, pero también donde redescubre la cosmovisión original de su pueblo para despojarse progresivamente de los estereotipos de género, clase y raza.

Referencias bibliográficas

1 

1. Catrileo, D. (2019). Piñén. Libros del Pez Espiral.

2 

2. Bauman, Z. (2015). Vidas desperdiciadas. Ediciones Culturales Paidós.

3 

3. Ministerio de Desarrollo Social y Familia. (2021). Diccionario de la lengua Mapuche. https://hdl.handle.net/20.500.12365/17171

4 

4. Imilan, W., Garcés, A. y Margarit, D. (editores). Poblaciones en movimiento: etnificación de la ciudad, redes e integración. Santiago: Ediciones Universidad Alberto Hurtado, 2014 . pp. 254-278