Con L’opposé de la blancheur, Léonora Miano (1973, Duala, Camerún), se consagra en el grupo de las pensadoras y escritoras más imaginativas, críticas y controversiales de la francofonía contemporánea. Novelista, dramaturga y ensayista, ha explorado con virtuosidad la invención literaria, la aventura filosófica y el análisis sociológico. Su sello personal lo encuentra en el compromiso político, el conocimiento de las culturas africanas, el estudio de las letras en lengua inglesa y la defensa de los derechos de las poblaciones marginalizadas en África, Europa y América. Visitó la Universidad de Antioquia en septiembre de 2023 y su palabra, acompañada de una sonrisa, fue siempre inquietante. Pocas veces se escucha una voz tan demoledora. Sus palabras nos desacomodan ante los estereotipos que hemos naturalizado. Nos hemos acostumbrado a cuestionar el patriarcado, sin cuestionar la participación femenina. O al racismo, sin tener en cuenta su crecimiento y su defensa en los seres racializados. La « blanchité » (Miano, 2023, p. 17) es otro de esos lugares comunes del pensar que ha contado con nuestras terribles complacencias y complicidades históricas. Hoy sabemos « que la couleur de la peau » [que el color de la piel] ha sido « intrumentalisée pour inventer les races » [instrumentalizado para inventar las razas] (Miano, 2023, p. 16). Las razas no existen, pero la imposición durante siglos de discursos racializados y, por inferencia, su uso y normalización por parte de comunidades infravaloradas las hacen creíbles, biológica e históricamente. Hablar de raza negra o blanca es solo una prueba de nuestra obediencia al legado colonial que supo jerarquizar las existencias. Desracializar y despigmentar los cuerpos, por consiguiente, representa el reto más grande en la gestación de una nueva humanidad.
El discurso colonial, sabio, astuto y oportunista, anidó en nuestros corazones, sea para representar los valores del opresor o para legitimarlos en las desgracias del oprimido. Este oprimido, bautizado como negro, indio o amarillo, terminó por llamarse a sí mismo como el amo esclavista lo obligó a imaginarse, a inferiorizarse. Al tiempo, el amo opresor, en su gesta de supremacía autoproclamada, declaró que los de su estirpe eran los « meilleures représentantes, les garantes » [mejores representantes, los garantes] (p. 17) de la libertad universal de todos los pueblos. A esta supremacía autoproclamada y asimétrica se le « rapporte a la blanchité » [relaciona con la blanquitud], término que al mismo tiempo puede ser traducido como « occidentalité » [occidentalidad] (p.17). Occidentalizar, en este contexto, significa imponer a culturas desconocidas desventajas enfermizas, mientras se atribuye a su propia cultura europea valores mesiánicos, salvadores. Occidente enferma la diferencia para someterla: « Je connais la société française et sa propension à enfermer ses minorités, en particulier dans les aspects dégradants » [Yo conozco la sociedad francesa y su propensión a encerrar las poblaciones minoritarias, especialmente en aspectos degradantes] (Miano, 2022, p. 11).
La escritora recuerda que « le blanc » [lo blanco] es uno de los núcleos argumentativos de Occidente y con el que más se favoreció su expansión planetaria a partir del siglo XV. Esta irreverencia puede leerse como una afrenta al pensar abstracto y sistemático enseñado con ahínco en las academias o una boutade de alto vuelo hilarante para el teatro. Nadie, en buen uso de sus funciones mentales, podría afirmar que lo blanco constituye una forma de la superioridad genética, intelectual. Nadie, pero la razón de la academia lo dice a diestra y siniestra. Nadie reiría a placer viendo la aparición en escena de lo blanco siempre en asocio a lo mejor, lo virtuoso, lo sabio, lo puro, lo correcto, lo bello. Nadie, pero las artes se han encargado de crear al héroe y a la heroína a partir de rasgos fenotípicos que los identifican con lo blanco, con la vida urbana, burguesa y moderna. La provocación de Léonora Miano, por ingenua y simple que pueda parecer, desacomoda de inmediato. Lo blanco ha sido pintado, inventado para degradar lo negro en todos sus matices. Y para que dejemos de dolernos y de hacer daño por su culpa hay que despintarlo. No hablamos del color blanco y de su percepción sensorial neutra. El color depende de la luz. Los objetos reflejan longitudes de onda que son captados por los ojos. En la retina de los ojos de cualquier especie no hay nada que pueda indicar superioridad o inferioridad de un color sobre otro. Por el contrario, lo blanco y la blancura son manipulaciones discursivas que afecta nuestra percepción del color. Hacen coincidir las opresiones y la barbarie con las longitudes de onda de la luz. Lo blanco es un discurso de long durée que fue codificado, enseñado e impuesto a sangre y fuego a favor de una rentabilidad económica y de unos privilegios sociales.
Lo blanco no existe; tampoco, lo negro. Ambos fueron inventados, aceptados, consumidos y defendidos hasta el punto en que nos parece que son entidades ontológicas inmodificables. Nos parecen esencias del origen de la vida y de sus leyes causales primigenias. Lo negro y lo blanco, enseñados y aprendidos, modificaron nuestra percepción del color. Con el paso de siglos de barbarie ya no vemos el color, solo su discurso. La blancura y la negrura no dudarían en reconocerse como raza, etnia, colectivo, identidad. En el monólogo Ce qu’il fau dire, Miano desvirtúa esa verdad verdadera de las razas: « C’est toi qui as dit / Noire / Moi Je n’étais que / Congo Bororo Igbo Herero » (Miano, 2019a, p. 9).
La raza es una invención social que afectó la percepción sensorial y el procesamiento cerebral de los colores. Bastaría hablar de transfusión de sangre para entender que el donante solo puede ser otro humano. La sangre de otra especie no nos sirve. Decir etnia, decir raza es emplear una voz con autoridad de conquistador. Alguien que no es de esta cultura, alguien de afuera, denomina etnia, raza inferior o raza negra a quienes no conoce ni entiende ni quiere conocer. Al nombrarlos, les borra su origen, su memoria genética con la especie humana, los degrada. En realidad, no éramos negros, sino Congo. Antes de la colonización europea en África no existían negros. Ese continente ni siquiera se llamaba África, la tierra en la que siempre hace calor, según los invasores. Los igbo no se llamaban a sí mismos negros o negras. Se llamaban igbo. De igual modo, los bororo, los ashanti, los fulani, los yorubá. Los ẽbẽra eran ẽbẽra no indios; los murui-muina eran murui-muina no indígenas ni etnias. La denominación exógena los ennegreció, mientras blanqueaba al que imponía su argumentación. Blanquear, en estas circunstancias de opresión, es sinónimo de privilegiar, consagrar, elevar, volver superior a quien tiene mando, autoridad. Volverse superior, encarnar la salvación, el orden y la razón. Una de las enfermedades más graves de la blanquitud occidental.
Instrumentalizar el color de la piel para encarnar el papel mesiánico de la raza blanca superior y de la civilización correcta solo se explica por el éxito económico alcanzado después del exterminio de cientos de culturas ancestrales de Abya Yala y después del secuestro y la trata transatlántica de más de treinta millones de seres humanos arrancados de África. El blanqueamiento coincide con el poder económico y el despliegue militar del cristianismo. Si otra cultura hubiera ganado la guerra, hubiera dispuesto otra forma del blanqueamiento, bajo otra denominación de origen. No fue la divina providencia la que ganó la guerra, fue el mecanismo del blanqueamiento el que se impuso en los cinco continentes. De allí se explica que personas de un color de piel distinto al blanco, en su definición discursiva, quieran, ejerzan y propaguen los valores de la blanquitud en todos los campos de la vida intelectual y social, principalmente en el saber y las artes. Para esos colonizados, es fácil afirmar que hay otros más negros, menos civilizados y menos europeos que ellos, que ya fueron educados y civilizados. Para esos colonizados, ellos han abandonado su condición de servidumbre y han alcanzado la mayoría de edad que les permite el mundo eurocéntrico.
El problema de Europa es la historicidad de la blanquitud. Europa se niega a aceptar que en su propio suelo hay una diversidad social y cultural que no se alimenta exclusivamente de las poblaciones llamadas blancas. Se niega a aceptar que su grado de desarrollo cultural se debe al aporte de numerosas culturas, incluso de aquellas alejadas en el tiempo y en el espacio. Sería un absurdo pensar que las migraciones humanas de África a Europa, acontecidas durante el Pleistoceno, hace unos 1.8 millones de años, no le aportaron nada a la agricultura, la arquitectura, la vida espiritual de los que en el siglo XVI llegaron a denominarse «europeos». Sería un absurdo decir que Europa es cristiana y que otras religiones, como el islam, nunca se conocieron en esos territorios en la Edad Media. Duele que la Europa de hoy descalifique, excluya y persiga a los migrantes, aunque lo que llamamos Europa no es otra cosa que el resultado de migraciones durante milenios. La hija de un migrante no será europea; tampoco sus descendientes, aunque sus familias vivan en ese continente por generaciones. La racialización tiene una doble coartada argumentativa: Por un lado, provoca, en la víctima, el encierro en la inequidad en todos los espacios de la vida social. Por otro, garantiza el poder y los privilegios para los que racializan a los inferiorizados. La blanquitud quiere uniformizar al planeta, quiere hablar una única lengua. Odia la « multiplicité de cultures singulières » [multiplicidad de culturas singulares] (Miano, 2021, p. 166) dentro de un mismo territorio. Ante este panorama, Europa es indefendible porque despliega su incapacidad para aceptar que existen varias Europas no occidentales anteriores a la Europa occidentalizada. O varias culturas europeas no fenotípicamente blancas. La existencia de una Afropea, es decir, de generaciones de europeos y europeas de matriz no occidental, prueba que es posible, por ejemplo, vivir en París bajo « les practiques spirituelles subsahariennes » [las prácticas espirituales subsaharianas] (2021, p. 174). Esas prácticas no conocen la estructura jerárquica del cristianismo ni su noción de pecado y podrían poner en tela de juicio la validez de la religión de Jesús. La negación a las diversidades espirituales es otro rasgo de la blanquitud.
El problema de Europa es la historicidad de la blanquitud. Europa se niega a aceptar que en su propio suelo hay una diversidad social y cultural que no se alimenta exclusivamente de las poblaciones llamadas blancas. Se niega a aceptar que su grado de desarrollo cultural se debe al aporte de numerosas culturas, incluso de aquellas alejadas en el tiempo y en el espacio. Sería un absurdo pensar que las migraciones humanas de África a Europa, acontecidas durante el Pleistoceno, hace unos 1.8 millones de años, no le aportaron nada a la agricultura, la arquitectura, la vida espiritual de los que en el siglo XVI llegaron a denominarse «europeos». Sería un absurdo decir que Europa es cristiana y que otras religiones, como el islam, nunca se conocieron en esos territorios en la Edad Media. Duele que la Europa de hoy descalifique, excluya y persiga a los migrantes, aunque lo que llamamos Europa no es otra cosa que el resultado de migraciones durante milenios. La hija de un migrante no será europea; tampoco sus descendientes, aunque sus familias vivan en ese continente por generaciones. La racialización tiene una doble coartada argumentativa: Por un lado, provoca, en la víctima, el encierro en la inequidad en todos los espacios de la vida social. Por otro, garantiza el poder y los privilegios para los que racializan a los inferiorizados. La blanquitud quiere uniformizar al planeta, quiere hablar una única lengua. Odia la « multiplicité de cultures singulières » [multiplicidad de culturas singulares] (Miano, 2021, p. 166) dentro de un mismo territorio. Ante este panorama, Europa es indefendible porque despliega su incapacidad para aceptar que existen varias Europas no occidentales anteriores a la Europa occidentalizada. O varias culturas europeas no fenotípicamente blancas. La existencia de una Afropea, es decir, de generaciones de europeos y europeas de matriz no occidental, prueba que es posible, por ejemplo, vivir en París bajo « les practiques spirituelles subsahariennes » [las prácticas espirituales subsaharianas] (2021, p. 174). Esas prácticas no conocen la estructura jerárquica del cristianismo ni su noción de pecado y podrían poner en tela de juicio la validez de la religión de Jesús. La negación a las diversidades espirituales es otro rasgo de la blanquitud.
La obsesión de la superioridad de la raza blanca, de su poder de expansión y conquista, nace con una bula papal, la Romanus Pontifex. El 8 de enero de 1455, Nicolás V autorizó al rey de Portugal Alfonso el Africano a secuestrar, encadenar, transportar, violentar, vender y comprar seres humanos de África (Miano, 2021, p. 169). Le llamaron el Africano porque incentivó la conquista de África. Esa autorización de la autoridad religiosa del cristianismo marca el nacimiento de la blanquitud moderna. A partir de ese día, los pueblos africanos empezaron a escuchar la palabra negro, nigger, noir. A partir de ese día, los comerciantes de humanos fueron asociados al dios cristiano. Para deconstruir el discurso de los privilegios sociales e intelectuales de la blanquitud, Léonora Miano combina datos históricos e imaginarios cinematográficos. Lo bello de este ir y venir por las invenciones racializadas aparece cuando nos damos cuenta de que tanto las bulas papales, como las proclamas por los derechos del hombre y del ciudadano y las películas de Hollywood hacen honor al blanqueamiento y al ennegrecimiento. Es decir, al derecho al saqueo y la expansión. El héroe europeo es rubio, de tez clara. El villano, el enemigo de Dios, siempre es de otra cultura y tiene otros rasgos fenotípicos. En particular, los revolucionarios franceses se cuidaron al máximo de que los esclavos no se contaminaran con las ideas de la libertad. Por eso, Francia ha castigado de forma tan brutal y por siglos la independencia de Haití y las independencias africanas del siglo XX. Por eso mismo, los independentistas americanos nunca le reconocen a los quilombos y a los palenques el lugar iniciático de la lucha por la democracia. Incluso hoy,
dans les pays occidentaux, la blanchité, en tant qu’instance de pouvoir, jouit d’une domination absolue, puisqu’aucun aspect de la vie sociale ne lui échappe et qu’il lui est possible de continuer á se déployer sans que ses agents en aient conscience (Miano, 2023, p. 62).1
Por países occidentales debemos entender todos aquellos que se formaron bajo la matriz colonial, dentro y fuera de Europa. De esa occidentalización hacen parte las naciones del continente americano y las repúblicas africanas. Una de ellas es Colombia, que es occidental por haber sido occidentalizada. Ello se refleja en su estructura psíquica en donde campea la blanquitud. Su dominación es absoluta en todos los campos, en la escuela, en la iglesia, en la política, incluso en la lengua oficial. Ningún aspecto de la vida social se le escapa. Ni siquiera la sexualidad y la cosificación del cuerpo de la mujer. Y muy a pesar de proclamarse independiente de las potencias europeas, sigue siendo una expresión de la vida colonizada. En este país se habla la lengua de los conquistadores, se defiende la religión de los curas y se sostiene bajo el sistema económico del capital. En esta nación no es posible la multiplicidad de culturas ni de vidas espirituales. Y lo peor de esta enfermedad es que sus agentes, sin distingo de clase, de género y de aspecto físico, no son conscientes de su labor evangelizadora.
Ante este panorama, ¿qué hacer con la blanquitud que nos habita? La solución es despintarla, desblanquearla. Al desblanquear, empezamos a «desennegrecer», como dice Arcos Rivas (2023). Según el filósofo, la historia debe ser desplazada, ya que la historia contada por Europa y sus vasallos de los cinco continentes blanqueó y ennegreció a favor de unos actores y de unos modos de vida. Además, afirma que oponerse a la blanquitud fundando una «negritud» ontológica no es un avance por la diversidad epistémica, pues la «negritud es una emulación reactiva y una continuidad mimética» (p. 5). La negritud es, por paradójico que parezca, una racialización a favor de la blanquitud imitable y deseable. Es un deseo de parecerse a ella, a sus privilegios raciales. Despintar la blanquitud no es pintarla de otro color. Eso le da más vida, la legitima. Para despintar la blanquitud, debemos desmontar la « invention des races humanines » [invención de las razas humanas], porque ella es un complejo mecanismo y
ne fut pas une simple manière de décrire les différences physiques. Il s’est agi, à partir de là, de mettre en place des politiques, de créer des conditions politiques. Se définir comme Blanc ne fut pas dire comment on avait été constitué physiquement par la nature, par le hasard. Cela consista à se donner le droit de nier l’humanité d’autres, de leur imposer une manière d’être au monde, de piller leurs ressources, de redéfinir leurs espaces de référence, de les mettre à mort quand ils refusaient de se soumettre (Miano, 2023, p. 148).2
La blanquitud es el mecanismo más cruel y sádico que haya sido inventado por la humanidad. No por una raza, sino por la humanidad. No importa su color preferido. Ha servido para justificar los crímenes más horrendos. Su forma de ser y de aplicar la violencia no alcanza límites. La blanquitud -negra, roja, verde, azul, amarilla, eso da igual- es capaz de matar ochocientas mil personas en unos pocos días en Ruanda. Tampoco se inmuta ante el asesinato de 6402 jóvenes inocentes en Colombia. Muestra su indiferencia ante el suicidio progresivo de jóvenes en los pueblos ancestrales. Calla y se solaza con las bombas que masacran ciudades enteras en Gaza o en Ucrania. A esa humanidad le luce perfectamente el epíteto blanco. A esa misma que promueve la xenofobia y la barbarie contra el planeta para alcanzar la rentabilidad económica. Un gesto contrario lo podríamos visionar gracias a la literatura. Miano lo propone en su novela Rouge impératrice. Allí, los pueblos del mundo, en una especie de retorno hacia la Pangea, se juntan en un continente llamado Katiopa. Ambientada en el siglo XXII, las gestas libertarias vuelven a celebrarse
« en hommage au palenque de Benkos Biohó » [en homenaje al palenque de Benkos Biohó] (Miano, 2019b, p. 143).
[1] «en los países occidentales, la blanquitud, en tanto que instancia de poder, goza de una dominación absoluta, pues ningún aspecto de la vida social se le escapa y, por el contrario, le es factible continuar desplegándose sin que sus agentes sean conscientes de ello» (traducción libre del reseñista).
[2] «no era simplemente una forma de describir las diferencias físicas. A partir de ahí, se trataba de poner en marcha políticas, de crear condiciones políticas. Definirse como blanco no significaba decir cómo uno había sido formado físicamente por la naturaleza, por el azar. Significaba otorgarse el derecho a negar la humanidad a otros, a imponerles una forma de ser en el mundo, a robar sus recursos, a redefinir sus coordenadas mentales, a asesinarlos cuando se negasen a someterse» (traducción libre del reseñista).