199RESEÑAMAPUCHES: EN LA
PERIFERIA DE SANTIAGO
Mireya Alejandra Ramos Jiménez
Universidad de Concepción (Chile)
mireramos@udec.cl
Recibida: 02/02/2023
Aprobada: 26/10/2023
Publicada: 07/02/2024
DOI: 10.17533/udea.lyl.
n85a15
Editores:
Ji Son Jang
Selnich Vivas Hurtado
Juan Esteban Ibarra
Atehortúa
LINGÜÍSTICA
Y LITERATURA
ISSN 0120-5587
E-ISSN 2422 3174
200LINGÜÍSTICA Y LITERATURA, ISSN 0120-5587 E-ISSN 2422 3174N°85, Enero - Julio 2024Cuando hablamos de estética de la violencia en la narrativa chilena postdictadura,
la novela Piñén (2019) de Daniela Catrileo emerge como una de las propuestas más
adecuada para mostrar el fenómeno del racismo y la segregación del pueblo mapuche
en la sociedad chilena, especialmente de la mujer, ícono de la violencia multidimensional,
donde se conjuga el género, la raza y la clase para dictar una sentencia de exclusión
total.
A través de tres narradoras, que son distintas y a la vez una, Daniela Catrileo nos
invita a recorrer la periferia de Santiago. Hacia el poniente de la ciudad, donde no solo
se esconde el sol sino también la pobreza; tras el polvo y el cemento de una modernidad
decadente, en la que habitan toda clase de seres marginales, entre ellos, mapuche
warriache1, olvidados de su árbol genealógico, pero brotando como la mala hierba en
tierra seca.
De ahí el título del primer relato, «¿Han visto cómo brota la maleza de la tierra
seca?», para referirse a lo indeseable, a aquello que crece de manera descuidada y en
disputa por el espacio y el agua.
En el contexto de la novela, el concepto piñén2 tiene más de un sentido, por un
lado, se refiere a la mezcla de sudor y polvo que se pega a la piel, como el estigma de la
pobreza; pero también alude a la capa de mugre que, con el tiempo, se va acumulando
en el cuerpo, ocultando la identidad del mapuche en una tierra que no es la propia.
Piñén es la metáfora que unifica estos tres relatos situados en una población marginal
de Santiago, con pobladores hacinados en monoblocks, viviendo una vida colectiva a la
fuerza, entre el polvo y la maleza. Sin más área verde que un solo árbol desgreñado por
el tiempo y un par de columpios oxidados que se tornan en la burla de una plaza de
juegos para los niños callejeros.
El reducido espacio de las viviendas facilita el abuso sexual infantil y la violencia
intrafamiliar que, a menudo, es silenciada con el volumen de la música tecno, que logra
traspasar las paredes de los departamentos.
La muerte a balacera de un narcotraficante llamado Jesús, el encargado de una
importante carga de cocaína que llegaba a la población aquel sábado, es el primero
de muchos episodios violentos que dan contexto a esta novela. Donde la fatalidad y
las pasiones se mezclan con las carencias y la etnificación de la pobreza, narrada por
Carolina Calfuqueo, una niña mapuche warriache, testigo de ese acontecer a través
de la ventana de su casa. Desde donde oye los gritos y aullidos de los implicados,
que, al intentar robarse salvajemente la mercancía de droga, también salen heridos de
esta operación. Tal como señala Catrileo, «Era común morir de esa manera absurda
por alguna carga de acero y plomo que accidentalmente te daba en la cabeza un día
cualquiera. A una hora cualquiera. Así de sencillo» (p. 14).
Pancho, el responsable de resguardar la mercancía, había encargado a su banda
hacer la vigilancia aquella noche, pero también salió trasquilado porque Jesús, el pez
1 Si bien warriache se traduce como “gente de la ciudad”, su uso se ha aplicado principalmente en
referencia al mapuche que reside en Santiago, ver: Bieker, 2010.
2 Mugre adherida al cuerpo por desaseo prolongado.
201LINGÜÍSTICA Y LITERATURA, ISSN 0120-5587 E-ISSN 2422 3174Mapuches: en la periferia de Santiagogordo del narcotráfico en la población, esta vez «iba a todo o nada: coca o muerte. A
cambio el Pancho apuntó, mató y escapó» (p. 14).
Tras la huida de la Rulo, la compañera de Pancho, con su hijo de tres años, el
departamento que ocupaban rápidamente se puso en arriendo a los únicos migrantes
haitianos que se atrevieron a vivir en el sector. Ayudados por una minga poblacional
dispuesta a trasladar los bártulos de los nuevos inquilinos «que no tuvieron miedo de
venir a vivir a este último lugar, una zona de guerra miserable en comparación a sus
huidas» (p. 15).
Para muchos, esto era parte de la normalidad. En cierta forma, aquel espacio
habitado por allegados se había transformado en tierra de nadie. La waria —en
español, ciudad— era donde la mayoría había llegado de forma similar, como migrantes
indeseados y botados a un «desperdiciadero» humano, invisibles para cualquier política
pública de izquierda o de derecha, un verdadero desecho de mercado: «Refugiados,
desplazados, solicitantes de asilo, emigrantes, sin papeles, son todos ellos los residuos
de la globalización» (Bauman, 2015, p. 81).
Pero también era una tierra que siglos atrás fue territorio inca «bajo la huaca del
Chena» (p. 16) y que ahora en los noventa se había convertido en un peladero para la
proliferación de poblaciones callampa del Zanjón de la Aguada. Adonde también habían
migrado desde el sur algunas familias como la de Juan Huenchucheo, otro socio del
Pancho, conocido por su frialdad en las transacciones y en el cobro puntual de las
deudas. Un indio de mal carácter, decían los más jóvenes, que rara vez reía. Alguna
vez quiso salir de ahí, juntar plata y volver al sur para ser feliz al lado de los suyos.
También fue baleado en una de las transacciones de droga y dejado tirado a las afueras
de un hospital, «el otrora hombre avestruz, Huenchu-cheo, poquísima gracia hizo a sus
ancestros en la nominación plumífera de su linaje» (p. 17).
Los rituales y velatones continuaron por la muerte de Jesús, no así los incómodos
minutos de silencio que para muchos no eran tan bienvenidos, pues nadie aguantaba
conectar con sus propios silencios, «a todos les daba miedo esa quietud. A pesar del
hacinamiento, la falta de ruido amenazaba al territorio desde lo profundo de nuestras
soledades» (p. 18).
Con todo, los vecinos que ya eran propietarios de sus departamentos, porque estaban
inscritos en las listas del serviu3, decidieron oponerse a las balas y a las cumbias a
través de un improvisado trawün4 donde además acordaron defender su territorio de
cualquier tipo de venganza de parte de los amigos del baleado Jesús. La noche del
velatorio reunidos en tumulto y entre llantos y discursos de los deudos de Jesús, a
todos les parecía que era parte del ritual quemar algo, todos quemaban algo, chatarra,
cartones, papeles, cigarros, la población entera se había convertido en un gran fogón.
«Porque si algo habíamos aprendido en ese rincón de pecadores, era inmolarnos» (p.
20). También los basureros de la municipalidad servían para las fogatas y los carros
robados del supermercado para poner a freír sopaipillas, todo aquel fulgor para pensar
3 Servicio de Vivienda y Urbanismo del Ministerio de Vivienda y Urbanismo de Chile.
4 Conversatorio entre mapuches.
202LINGÜÍSTICA Y LITERATURA, ISSN 0120-5587 E-ISSN 2422 3174N°85, Enero - Julio 2024en la ruta del salvador o de aquel compañero de escuela que llevaba el nombre del
redentor, pero que no alcanzó a salvarse ante tanto paganismo poblacional.
Carolina Calfuqueo y Jesús fueron compañeros del mismo colegio de monjas: «fue
mi compañero de cautiverio católico» (p. 22) recuerda la protagonista. Ambos se
beneficiaron de esa cristiana caridad, paradójicamente dedicada al lucro periférico con
el subsidio estatal que les permitía crear colegios católicos para pobres. Allí, aparte de
rezar y pedir perdón diariamente por sus pecados, aprendieron a tener miedo «de la
furia de dios y de su hijo, que se llamaba como mi compañero nuevo, el piñiñento mesías»
(p. 25). Jesús apenas alcanzó a resistir dos años en ese cautiverio, estigmatizado por
las burlas y sentenciado por las malas calificaciones, finalmente fue absuelto de estos
pecados siendo expulsado de aquel santo colegio.
Los padres hacían de todo para tener a sus hijos en un colegio católico, incluso
mentir a las monjas sobre su estado civil y así cumplir el mandamiento de estar casados
para que sus hijos fueran consagrados al sacramento de la primera comunión y con
ello obtener el anhelado cupo de ingreso al colegio.
Históricamente el pueblo mapuche se ha visto obligado a adoptar las costumbres
del winka5 para ser aceptado en una cultura que siempre lo ha rechazado. El credo
religioso que los ha evangelizado para ocultar su identidad ha sido y sigue siendo una
de tantas capas de piñén a la que alude Catrileo en su novela:
Mientras todos los cabros del barrio nos miraban como si fuéramos un grupo de cobardes
intentando ser lo que no éramos; y de alguna forma era verdad. Era como mentirle a la
raza. Sabíamos más de la Santísima Trinidad que de Ngünechen6 (Catrileo, 2019, p. 27).
Los demás chiquillos iban todos al Liceo Municipal que quedaba en otro sector, sin
pensar que las monjas eran peores, y que «era más terrible parecer limpios cuando,
en realidad, llevábamos nuestra carne en descomposición, arrastrándonos como los
animales que incendiaban en los potreros» (p. 27).
El último tramo de este relato está dedicado a Jeshu, otro vecino del barrio y cuya
historia no es tan distinta a la del Jesús baleado por sus pecados.
A pesar de tantos rezos y parábolas que prometían una experiencia única con Jesús,
de los únicos llamados Jesús que podía dar testimonio nuestra narradora personaje,
eran el Jesús compañero y el Jeshu vecino. Este último no tiene padres y es criado por
Gonza, «una versión vecina de Lemebel» (p. 30), un travesti oriundo del Zanjón de la
Aguada, tan querible y maternal para muchos niños y niñas del barrio.
Sin entender qué razones tuvo para quitarse la vida su hijo adoptivo, una noche lo
sorprendió ahorcado con una cadena. «Afuera la voz del Gonza. Chillando y llorando:
¡Qué chucha me hiciste Jeshu! ¡Qué mierda nos hiciste! ¡Hijito mío, por la chucha!» (p.
33), no paraba de gritar el Gonza ante tanto dolor que le causó está pérdida.
5 Palabra que usan los mapuches para referirse a los chilenos que no pertenecen a la etnia. En su lengua
significa «ladrón, asaltante, usurpador».
6 Es uno de los seres espirituales Ngen más importantes dentro de la religión tradicional y las creencias
del pueblo mapuche actual; siendo considerado como el «Ser Supremo» en la religión mapuche.
203LINGÜÍSTICA Y LITERATURA, ISSN 0120-5587 E-ISSN 2422 3174Mapuches: en la periferia de SantiagoTodos los Jesús estaban muertos. Un Jeshu azulado con su marca circular sobre el
cuello. Un Jesús con la bala en la sien y los ojos blancos. Nunca tuvieron otro panorama
más que la orfandad. No todos tienen la suerte de la resurrección (Catrileo, 2019, p. 37).
«Pornomiseria» corresponde al título del segundo capítulo de esta novela, narrado
en la voz de una adolescente de la población, presumiblemente Carolina Clafuqueo.
Quien, al compás de su inquietante desarrollo físico y sexual, descubre una imagen de
sí misma a partir de la incertidumbre sobre su identidad sexual; o la certeza de saberse
un cuerpo sin valor, que puede circular como objeto o mercancía de bajo costo.
El tráfico de pornografía envasada en la población es la forma como aprenden los
niños y adolescentes por la falta de una adecuada educación afectiva y sexual. Y también
gracias al ingenio del «Araña», un joven metalero que podía democratizar la señal de
TV cable para una gran mayoría de vecinos que no tenían el dinero para pagarla. «Al
final, esa fue la única democracia radical de nuestra población. Una recuperación de las
imágenes que nos eran arrebatadas por el bombardeo de la televisión nacional» (p. 42).
Pero, también se era parte o testigo de lo que ocurría en la cotidianeidad del barrio,
en la propia casa o a través de las paredes de la casa contigua, donde madres, tías,
hermanas e hijas eran abusadas sexualmente. Como ocurre con Valeska, la vecina de
nuestra segunda narradora: «Valeska, una chica de mi edad que vivía en el segundo
piso de los blocks, estaba descubriendo su vagina porque su padre la penetraba
incesantemente apenas llegaba del trabajo» (p. 42).
La familia de Valeska era su madre, el padre y dos hermanos. Luis, el padre, trabaja
en una empresa de televisión por cable y eso le hacía tener aires de superioridad frente
a los demás, algo que a nadie se lo consentían. «Acá no se perdonaba al que se las daba
de cuico, si al final hacía lo mismo que todos: sobrevivir» (p. 43).
La mamá de Valeska, pese a ser una mujer joven, era portadora de un sufrimiento
intrínseco, que se le notaba en sus ojos agrietados precozmente. De estatura baja y
cuerpo grueso para equilibrar el gran peso de sus silencios. Los demás eran un apéndice
de ella, colgados de su cuerpo materno convertido en las estrías que deja el tiempo y
desgajado por la violencia patriarcal que, para su infortunio, también alcanzaba la vida
de Valeska.
Por su parte, sus dos hermanos no contaban con esa misma desgracia, puesto que
gozan de mayores privilegios solo por el hecho de ser hombres. Impedida de salir a jugar
con otros niños, Valeska solo llega a los peldaños de las escaleras intermedias, entre
su departamento y el de su amiga. No habla mucho, pero ambas vecinas se entretienen
jugando silenciosamente a las muñecas: «nuestras barbies se encargaban de llevar el
juego hacia las palabras y la acción. Jugábamos mientras nuestras madres cocinaban»
(p. 46), comenta la narradora.
De esta forma, las madres enseñan a sus hijas a soportar lo rutinario de sus vidas.
Mientras aderezan las comidas, a su antojo, en aquel diminuto y único espacio de
liberación domestica que es la cocina. Además de lavar, limpiar y atender a los hombres,
todo se torna en una rutina aplastante para ellas: «Lloraba porque algo en mi sabía que
cuando mi madre me peinaba se desquitaba de la injusticia de ser ella» (p. 47).
204LINGÜÍSTICA Y LITERATURA, ISSN 0120-5587 E-ISSN 2422 3174N°85, Enero - Julio 2024Con el paso de los años, muchos vecinos tuvieron desavenencias con la familia del
abusador. Al crecer Valeska, nunca más se le vio jugar en las escaleras, el único lugar
que la hacía olvidar un poco quien era:
Un día se fueron […] Cuando se cumplió un año de su mudanza, Luis se mató. Lo
encontraron colgando de unas vigas del segundo piso. La Valeska había quedado
embarazada. El incesto era la única vergüenza que Luis no podía silenciar con el tecno.
Ahí recién supe cómo lloraba la Valeska y su mamá (Catrileo, 2019, p. 53).
Las reflexiones de la protagonista sobre su amiga Valeska se profundizan al darse
cuenta de la realidad de muchas mujeres del barrio y también la de ella, su madre y
abuela, que también habían sido abusadas por familiares hombres. No es normal que las
mujeres oculten todos estos atropellos tras las labores domésticas, en circunstancias
que todo lo que pasa fuera de los barrotes de la casa y la cocina, también es una
posibilidad para que las mujeres puedan definirse como cada una quiera: «Me gustaban
las artes marciales, leer historias de piratas, salir con la patineta calle abajo. En fin, no
era muy distinta a mi hermano» (p. 56).
A pesar de tanta insistencia y control ejercido por los padres para verla convertida
en una verdadera mujer, estos fracasan en el intento, pues Carolina tiene claro que su
identidad sexual no tiene ninguna afinidad con el rol tradicional asignado a una niña,
tal como lo plantea: «Por lo demás, ya me había besado con la mitad de mis amigas del
verano […] no sólo andábamos en bici […] Debíamos aprender a besar» (p. 57).
No menos importante es el episodio del hombre de la bicicleta que refiere al común
delito de cierto tipo de abusadores que pululan alrededor de las escuelas para acosar
niñas mediante engaños o perseguirlas en la soledad de una calle y violentarlas.
Justamente, en una de las salidas del colegio, el hombre de la bicicleta aborda a Carolina
en el trayecto hacia la casa de su abuela, luego de varios días de seguimientos hasta que
finalmente logra asediarla, ayudado por el miedo infundido a la víctima.
Mientras intentaba escapar, él frotaba el asiento de su bicicleta contra su cuerpo.
Empezó a bajarse el cierre del pantalón […] tomó una de mis manos, acercándola hacia
sus genitales […] No entendía muy bien qué pasaba, aunque tenía la sensación de estar
sucia (Catrileo, 2019, p. 59).
Afortunadamente, logra escapar gracias a la oportuna aparición de una amiga de su
mamá a quien se aferra para cruzar la calle y llegar hasta su casa. Tiempo después, con
mucho temor y vergüenza lo cuenta a su familia. Desde ese día su abuelo no dejó de ir
a buscarla a la salida de clases.
La historia de mujeres abusadas a su alrededor es reiterativa y pasa de una a otra
generación. Su abuela le confesó que había sido abusada por su padre y por esa razón
nunca visitaba su tumba en el cementerio. En ese momento, Carolina comprende la
conducta de su madre también debida al abuso reiterado en su niñez por parte de un
tío: «El tío la sentaba sobre sus rodillas y comenzaba a meter las manos bajo su vestido»
(p. 61).
205LINGÜÍSTICA Y LITERATURA, ISSN 0120-5587 E-ISSN 2422 3174Mapuches: en la periferia de SantiagoEl capítulo culmina cuando ambas vecinas vuelven a encontrase siendo adultas.
Carolina no pudo decir nada, sentía que hasta el ruido de los pensamientos estorbaba,
pero al mismo tiempo se imaginaba qué podría haber hecho Valeska y no pudo hacer
para salvarse:
Ella, una y otra vez, soñando las infinitas posibilidades de matar a su padre. De sacarle
la chucha, de arrancarse bien lejos e intentar otra vida […] Quería decirle algo, pero
cualquier palabra era absurda cuando mis ojos apuntaban como una cámara hacia ella
y los de ella hacia adentro. (Catrileo, 2019, p. 61).
«Warriache» es el tercer y último relato de la novela. A diferencia de las narradoras
anteriores, Carolina Calfuqueo ya es una mujer adulta, de unos treinta años, también
oriunda de la misma periferia santiaguina, donde ser mapuche es igual a ser un paria.
Por eso, las tres narradoras son la misma niña, adolescente y mujer; sin importar que
tengan nombres distintos, lo cierto es que comparten un mismo origen, una misma
raza. Mirada en menos por el winka. Una estirpe obligada a ocultarse tras la indigencia,
la segregación y los abusos.
Entre ires y venires de su infancia, teniendo como referente a su amiga Yajaira
Manque, Carolina Calfuqueo comienza a sacarse el piñén que ha percudido a los de
su raza. Ella tampoco se encuentra exenta de tropiezos y de vivir experiencias de vida
dolorosas, como ha sido la tónica de esta novela. En «Warriache», el proceso que vive
Carolina es saber que efectivamente sobrevive en un lugar ajeno, que no la reconoce y
donde siempre será una extraña, pero a la vez, descubre que puede revelar su identidad
mapuche, la cual, a pesar de siglos de acumular piñén, quiere y reclama ser visibilizada.
Tras años de no verse, Carolina llega al cumpleaños número treinta de Yajaira. Una
vez allí, le extraña estar en la nueva casa de su amiga, inserta en un condominio que
parece un cementerio, con todas las casas iguales, una imagen repetible en cualquier
parte de ese Chile aspiracional. Cuando eran chicas recuerda que, aunque pareadas,
las casas eran distintas, con ampliaciones hechizas, de distintos colores, unas más
grandes que otras, en fin, parece ser que la homogeneidad es sinónimo de clase media,
algo que por años se empeñaron en odiar y ahora, para orgullo de María, la madre de
su amiga, «ya no vive en los blocks sino que ahora vive en un condominio. Lo hace con
un tono despectivo que conozco y aborrezco» (p. 65). Recorre la casa acompañada
por Pilar, hermana de Yajaira, «caminamos por un pasillo adornado con diplomas y
fotografías. Todo puede parecer de clase media, menos los rostros morenos que cuelgan
de estas paredes» (p. 65).
Las conversaciones de los amigos e invitados a la fiesta, entre ellos el pololo de
Yajaira, le parecen tontas y sin ninguna afinidad con ella, como las marcas de autos,
comentarios internos que no entiende, y lo único que quiere es desaparecer de ahí.
Pronto aparece la cumpleañera, que con sus ojos sonrientes le recuerdan a su abuelo
y cómo la regaloneaba por ser la primera nieta que nacía en este territorio extranjero.
206LINGÜÍSTICA Y LITERATURA, ISSN 0120-5587 E-ISSN 2422 3174N°85, Enero - Julio 2024¿Sus ojos podrán volver? Me hago esta pregunta cada vez que veo juntos a mi padre y a
mi abuelo. Ñi chaw, ñi laku. Imagino sus retornos como una posibilidad de sumergirse
en ese verde que duele. Regresar al lugar donde el pensamiento se pierde en el tejido de
las hojas. ¿Quisieran ellos volver? (Catrileo, 2019, p. 67).
Para los mapuches que migran a la capital, Santiago es una oportunidad para formar
un nuevo hogar donde puedan tener mejor acceso a trabajo y educación. Sin embargo,
eso no es posible, pues su peor error es tratar de inventar una nueva forma de vida
ocultando la genuina, abandonando su lengua y costumbres: «imaginaron que cerca del
Huelen y el Mapocho podrían tener un segundo nacimiento […] Pero eso no sucedió,
fueron desalojados. Desparramados a los suburbios de la waria. Tuvieron que aprender
a gemir como quien muere lejos de su tierra» (p. 67).
Las reminiscencias sobre la familia, sus padres, abuelos, hermanos, primos, incluso
vecinos; y ahora desde su vida adulta, la hacen recuperar la identidad que estaba oculta
y retorciéndose bajo la capa de piñén. Ahora se reconoce en la mapuchada que habita
la waria y que enaltece su linaje al sorprenderse hablando en mapudungun:
De pronto una curva rápida me sacude, tengo el cuello torcido. Viene el auxiliar del
bus, me pide el pasaje. Luego pregunta mi número de carnet, el número de contacto
y mi nombre. Le invento un número telefónico. Pienso en mi nombre, mi nombre de
pedernal azul. «Calfuqueo», digo sin abrir la boca. Ese eco azul que me compone. […] De
mi boca sale: «Inche Yajaira Manque pingen». Lo miro seriamente. Luego de pronunciar
ese nombre, no dejo de sentirme otra. No dejo de tener la misma sensación al decir
Calfuqueo. El auxiliar es joven, debe ser su primer trabajo después de salir del liceo. Me
mira fijamente y sonríe. «Mari mari lamngen, Inche Ramiro Curaqueo, pingen», dice.
(Catrileo, 2019, p. 104).
En la escritura de Piñén, Daniela Catrileo escucha la voz del pueblo mapuche
warriache, sometido a la violencia interseccional que opera desde la cultura dominante.
A través de las experiencias límite de los personajes, con sus relieves y claroscuros,
Catrileo le devuelve a su pueblo la capacidad de autodeterminación, especialmente a la
mujer mapuche, como sujeto literario deliberante y protagonista de su propio devenir:
niña, adolescente y mujer, dentro de la novela.
En este sentido, esta joven escritora se opone al paradigma que ha hegemonizado la
construcción de un discurso etnográfico sobre los pueblos originarios, que los asume
como sujetos sin voz y como objetos de estudio de las ciencias sociales. Agrupados en
cifras estadísticas para la asignación de beneficios sociales o, en el mejor de los casos,
para abordar el tema de la interculturalidad, pero sin ellos.
En efecto, el camino de la narración es el viaje iniciático de Carolina Calfuqueo,
desde donde agoniza y ve el dolor de los suyos, pero también donde redescubre la
cosmovisión original de su pueblo para despojarse progresivamente de los estereotipos
de género, clase y raza
207LINGÜÍSTICA Y LITERATURA, ISSN 0120-5587 E-ISSN 2422 3174Mapuches: en la periferia de SantiagoREFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Catrileo, D. (2019). Piñén. Libros del Pez Espiral.
Bauman, Z. (2015). Vidas desperdiciadas. Ediciones Culturales Paidós.
Ministerio de Desarrollo Social y Familia. (2021). Diccionario de la lengua Mapuche.
https://hdl.handle.net/20.500.12365/17171
Imilan, W., Garcés, A. y Margarit, D. (editores). Poblaciones en movimiento: etnificación de
la ciudad, redes e integración. Santiago: Ediciones Universidad Alberto Hurtado, 2014.
pp. 254-278.