Para lograr la cristianización de los diversos grupos indígenas americanos, los misioneros católicos recurrieron a toda la tradición previa en relación con los mecanismos de conversión, la que se remonta a la evangelización más temprana (Ostler, 2004) y en la cual la dimensión verbal de la comunicación humana fue una herramienta útil y poderosa que facilitó la relación con los nuevos auditorios. Ahora bien, en América existían algunos factores particulares, pues los fines evangélicos se debían cumplir en un territorio amplio, con climas variados (Lisi, 1990) y, lo más relevante, ante una importante diversidad étnica y lingüística.
Con el objeto de resolver los problemas derivados de una evangelización inter y multilingüe, los misioneros, a lo largo de todo el continente, se dieron a la tarea de describir las lenguas indígenas de los grupos originarios que lo habitaban; los mismos idiomas que eran, por cierto, totalmente desconocidos para los religiosos (Zimmermann, 1997a, p. 9). Dicho trabajo se materializó en tratados metalingüísticos, concretamente en artes y gramáticas, vocabularios y calepinos, los que, junto con otra clase de obras -vinculada con la retórica sagrada-, se conocen actualmente como “lingüística misionera” (Hernández, 2013, pp. 225-226). Esta designación coincide con la disciplina de la historiografía lingüística que se ocupa de ellas en la actualidad y en la cual se enmarca este artículo.
El asunto de la relación dicotómica ‘abstracto’ versus ‘concreto’ fue uno de los aspectos que se investigó y se describió en torno a las lenguas indígenas, de lo cual quedó registro en las artes y en las gramáticas que elaboraron los misioneros sobre dichos idiomas. Lo anterior se debe a que primó una perspectiva contrastiva, puesto que los religiosos tomaron como punto de partida la comparación de los rasgos de los grupos indígenas (religiosos, lingüísticos y, en general, culturales) con aquellos modelos que ya existían en la tradición europea y que ellos valoraban positivamente. Por aquella razón, estos hombres de fe solían buscar en las culturas indígenas equivalentes de aquellos conceptos y usos previamente conocidos, detectaban su ausencia o encontraban posibles parecidos que facilitaran la labor evangélica. En particular, los autores se acercaron a las lenguas y culturas indígenas motivados por un ideal renacentista que rescataba conceptos de la Antigüedad clásica.
En este artículo, pretendemos identificar, describir y explicar el empleo de las nociones vinculadas con la abstracción y la concreción en un corpus de tratados metalingüísticos misioneros del Arzobispado del Perú, impresos en los siglos XVI y XVII. Particularmente, tomamos como corpus las siguientes obras: Grammatica o Arte de la lengua general de los Indios de los Reynos del Peru (1560) de Domingo de Santo Tomás, Arte y vocabvlario en la lengva general del Perv llamada Quichua, y en la lengua Eʃpañola (anónimo, 1586), Arte y grammatica mvy copiosa de la lengua aymara (1603) de Ludovico Bertonio, Arte y gramatica (1606) del mapudungun de Luis de Valdivia, Gramatica y arte nveva de la lengva general de todo el Peru, llamada Qquicua, o lengua del Inca (1607) de Diego González de Holguín y Arte de la lengua quichua (1619) de Diego de Torres. Nos centraremos en esta producción, pues en aquel periodo comienza la impresión de las obras misioneras relativas a las lenguas habladas en la zona peruana, se formaliza la escuela de descripción lingüística del aimara (en Juli) y se hace patente la tradición de estudios sobre el quechua, lo que lleva a la consolidación de un modelo colonial que intenta detectar formas y sentidos europeos en las lenguas vernáculas de América; entre aquellos, se encuentran las nociones de abstracción y concreción. Por otra parte, en esta época la evangelización que se organizaba desde Lima se caracterizó por una cristianización ortodoxa, poco dialogante y que pretendía expurgar “todo lo que progresivamente se irá incluyendo bajo el concepto de “herejía”” (Valenzuela Márquez, 2006, p. 492). Además, el Tercer Concilio de Lima (1582-1583) fue uno de los hechos más relevantes para la evangelización americana, pues perfeccionó los métodos de la evangelización (Castro, 2009), acomodó los lineamientos estéticos y pastorales de Trento (Valenzuela Márquez, 2006) y, en general, profundizó y afianzó la política de evangelización (Cerrón-Palomino, 1997).
Por lo anterior, este trabajo contiene un breve “estado de la cuestión” sobre la lingüística misionera americana, en particular sobre la postura de los religiosos que intentaron acercarse a las culturas y a las lenguas indígenas a partir de los conceptos que conocían (§ 2). En segundo lugar, explicamos las implicancias de la descripción de los conceptos ‘abstracción’ y ‘concreción’ en las lenguas (§ 3). Posteriormente, describimos cómo estas nociones se manifiestan en el corpus, se presenten o no de manera explícita, las analizamos y explicamos su empleo, ya sea porque su aparición se debe a criterios gramaticales o por exigencias de los contenidos tratados en las artes (§ 4). Concluimos este artículo con unas reflexiones finales (§ 5) sobre las nociones que tratamos.
Con el fin de facilitar el aprendizaje de las lenguas vernáculas entre los religiosos, se recurrió a una “técnica” que ya se había usado en Europa: “la consulta de descripciones (gramáticas y vocabularios) de las lenguas a enseñar” (Zimmermann, 2006, pp. 335-336). Ahora bien, las lenguas indígenas carecían de una tradición de descripción gramatical previa sobre la cual apoyarse y, por su misma naturaleza, su estudio presentaba una serie de dificultades metodológicas (Zimmermann, 1997a y 2006). Los misioneros resolvieron estos asuntos con las habilidades y herramientas técnicas que habían adquirido en su proceso de formación como religiosos (Ridruejo, 2007), puesto que aquella incluía estudios de filología y el aprendizaje de lenguas distintas a la materna, preferentemente el latín; no obstante, también conocían otros idiomas, como el griego y el hebreo. Además de estos modelos, las primeras gramáticas contaron con la base de la oralidad (Hernández Triviño, 2013), a partir de la cual los evangelizadores accedieron a la práctica y al conocimiento idiomático indígena. Los religiosos llevaron a cabo su labor en un momento en que lo verbal y, en especial, la gramatización (es decir, la descripción de las lenguas) eran asuntos de importancia en la Europa renacentista (Cabarcas Antequera, 2002) y cuando el saber lingüístico no estaba plenamente formalizado (Hernández Triviño y León-Portilla, 2009) o, al menos, la descripción gramatical era incipiente (Zimmermann, 1997a).
La descripción misionera se realizó a través de pasos sucesivos y sumatorios. A juicio de Hernández Triviño (2016, pp. 18-19), para el caso del náhuatl, los religiosos franciscanos, en un primer momento, identificaron los sonidos y las palabras de dicha lengua, mediante un trabajo comunitario entre misioneros, colegiales e intérpretes; a lo anterior le siguió, en una segunda etapa, la puesta en escritura de aquel idioma, con la consiguiente conformación de una “infraestructura textual”; tras estas fases, vino una tercera, marcada por la actividad de gramatización de la lengua, cuyo producto son las obras misioneras de carácter lingüístico. Para complementar esta idea, queremos proponer que la impresión de aquellas obras, en los casos en que esta se llevó a cabo, constituyó una etapa más en el proceso de apropiación e interpretación que se hizo con los idiomas de los naturales de América. Lo anterior se debe a que el paso del manuscrito a la edición representaba la voluntad institucional de la Iglesia en América por promover la enseñanza de una lengua, mientras que el control editorial civil hizo que los tratados fueran producto de políticas lingüísticas en torno a los grupos étnicos del continente. En los elementos paratextuales de los impresos misioneros ha quedado registro de este asunto, pues sus componentes dan cuenta del control eclesiástico y civil, tanto en lo ideológico y político, como en lo comercial (Cfr. Cancino Cabello, 2017).
El estudio de las lenguas se realizó con diversas técnicas, entre las cuales podemos contar un método taxonómico, que consistía en clasificar las unidades lingüísticas, ya fueran léxicas, morfológicas o sintácticas, en las categorías que ya se encontraban delimitadas en la tradición grecolatina como “partes de la oración”. Gracias a esto, los misioneros se evitaron mayores explicaciones metalingüísticas y, con ello, se logró, en mayor o menor medida, dar cuenta de las categorías de las lenguas indígenas. En segundo lugar, se aplicó un método distribucional, según el cual las unidades lingüísticas identificadas y clasificadas se distribuían en los paradigmas gramaticales de la tradición grecolatina; sin embargo, no todas las formas calzaban en el paradigma, de modo que se producían vacíos funcionales, los que se completaban forzadamente, como sucedió, por ejemplo, con las formas no personales (infinitivo, supino) que eran escasas (o inexistentes) en las lenguas indígenas, o bien se señalaba la inexistencia de una forma en la lengua indígena, resaltando la “carencia” de la misma. En tercer lugar, se aplicó un método traductológico, cuyo objetivo era el encuentro de equivalencias entre las lenguas indígenas y la lengua de llegada, que, mayoritariamente, era el español; aunque, según Calvo Pérez (2000), este método tuvo ventajas descriptivas en las gramáticas (afirmación que el autor aplica para el caso del quechua), despertó problemas entre los actores coloniales, ya que evidentemente la equivalencia total no era posible.
Tras estos métodos lingüísticos subyace un paradigma contrastivo entre el sistema verbal descrito (de las lenguas indígenas) y los modelos ya conocidos por los misioneros, lo cual implicó, a su vez, la comparación de las lenguas y las culturas de ambos continentes. Sin embargo, este hecho no era novedoso en la historia de la humanidad, pues el empleo de un prototipo foráneo ha sido una constante en la descripción lingüística, tal como sucedió con el latín, que fue analizado con patrones griegos (Zwartjes, 2010). En particular, los misioneros católicos en América emplearon modelos provenientes de varias tradiciones (como lo demuestra Zwartjes, 1998), como la hebrea o la propia española, pero el sistema gramatical que prevaleció fue el latino, especialmente a través de la obra de Nebrija (Cabarcas Antequera, 2002). Ahora bien, aunque el paradigma latino fue un punto de partida, los autores de las gramáticas misioneras también tomaron distancia de dicho modelo, ya que en sus obras señalaron las diferencias entre aquel y las lenguas que describían, ya fuera “como meras ausencias de una categoría gramatical determinada o, a la inversa, como una adición a las características que se daban en latín” (Koerner, 1994, p. 19). En este sentido, hallamos novedades en algunas obras, tal como ocurre en las primeras descripciones lingüísticas en el Virreinato de Nueva España, como, por ejemplo, en la gramática de Olmos (1547/2002) sobre el náhuatl (llamada “lengua mexicana” por el autor) y en el texto de Gilberti (1558/2003) sobre el purépecha o tarasco (“lengua de Michoacán”, para el estudioso) (Hernández Triviño y León Portilla, 2009, pp. 61 y 121, respectivamente). Ahora bien, en otros casos se forzó el modelo in extremis, como en la descripción de supuestas “preposiciones” para el otomí (Zimmermann, 1997b).
Respecto de la descripción gramatical, Hernández Triviño (2013) indica que hechos como el anterior se debieron a que los misioneros actuaron desde una doble conceptualización facilitada por el humanismo clásico: la analogía y la anomalía. De acuerdo con la autora,
La analogía fue el primer paso para conocer la esencia de la palabra: escuchar los sonidos, segmentar la palabra-frase y buscar una correspondencia con las categorías morfológicas conocidas. Logrado esto, el conocimiento fue moldeado en la manera, orden y metalenguaje de Nebrija. Por este camino, los nuevos tratados gramaticales se integran en una tradición de milenios y en un sistema de pensamiento ajeno, el occidental. Más difícil era descubrir lo diferente de la lengua, la anomalía, y una vez descubierta, integrarla en un sistema de armonía con la analogía. La anomalía les permitió identificar nuevas estructuras gramaticales y darles una nueva traza sustentada en nuevos ejes: la posesión, la composición, la incorporación y en una nueva categoría morfológica, el mundo de las partículas, desde una perspectiva en la que se integraban la morfología y la sintaxis. La anomalía es la modernidad, la innovación, la respuesta a la tradición grecolatina, y a la postre, el enriquecimiento del saber gramatical. Es la gran aportación de estos protolingüistas al pensamiento gramatical universal y desde luego al conocimiento de las posibilidades de creación del lenguaje humano (Hernández Triviño, 2013, pp. 53-54).
Desde nuestra perspectiva, creemos que la propia naturaleza de las lenguas indígenas condujo a sus descriptores a reformular el molde latino para poder dar cuenta, más o menos cabalmente, de ellas. Por otra parte, la “anomalía” sigue siendo parte de un modelo comparativo desde el paradigma de lo conocido, en el cual el sujeto que describe una lengua desconocida actúa constantemente desde la posición de lo ya visto para acercarse a este nuevo objeto verbal. Para Zimmermann (2006) un hecho de estas características se puede explicar como un universal de la cognición humana, un tema cuya discusión está abierta entre los estudiosos de la historiografía de la lingüística misionera.
El tema de la abstracción y la concreción está presente en la tradición gramatical de Occidente, particularmente a partir de la distinción entre ‘nombre abstracto’ y ‘nombre concreto’. Martínez Gavilán (1989, p. 262) sitúa sus antecedentes en la obra de Carisio, que diferenció entre “cosas corporales” y “cosas incorporales”, en consonancia con la relación dicotómica ‘corpóreo’ e ‘incorpóreo’.
En América, la capacidad de las lenguas indígenas para expresar pensamiento abstracto formó parte del debate sobre la evangelización de los naturales e implicó una toma de posición por parte de la Iglesia. Este debate, a nuestro juicio, se originó en una concepción que, por una parte, puso en duda la capacidad de los sujetos indígenas para comprender/producir pensamiento abstracto, mientras que, por otra, identificó una relación de causa bidireccional entre los mismos sujetos y sus prácticas culturales, entendiendo la lengua como una forma de expresión de la cultura. En esta línea, la labor lingüística se ejecutó desde la comprensión de un paradigma epistemológico según el cual las lenguas no se concibieron como meros instrumentos de comunicación, sino como mecanismos de promoción y reproducción de las diversas cosmovisiones de los grupos hablantes. Del mismo modo, los misioneros entendieron que las lenguas eran una expresión de la cognición de quienes las utilizaban, tal como lo expresa con claridad Domingo de Santo Tomás, cuando recuerda que: “ſegun el Philoſopho en muchos lugares, no ay coſa en q mas ſe conozca el ingenio del hōbre, q en la palabra y lenguaje q vſa, que es el parto de los cōceptos del entendimiento” (Santo Tomás, 1560, p. 6r). En ese sentido, los religiosos expusieron una relación tríadica que vinculaba lengua, pensamiento y cultura, en lo cual vemos similitudes con los planteamientos que elaboraron los lingüistas estructuralistas norteamericanos de inicios del siglo XX. Así se cuestiona Zimmermann (2005, p. 157), también respecto de la comprensión de la diferencia entre las “visiones de mundo” que planteó Wilhelm von Humboldt y que se expresa en la teoría de la relatividad lingüística de Edward Sapir y Benjamin Lee Whorf.
En las obras de la lingüística misionera, esta manera de construir al sujeto cuya lengua se describe representa las ideas preconcebidas sobre las etnias y las culturas del continente, debido a que prevalece la opinión de que los idiomas no son solo estructuras para la comunicación ejecutadas sobre signos lingüísticos, sino también herramientas de la expresión de las cosmovisiones y su transmisión. De ese modo, se manifiesta una serie de prejuicios sobre las lenguas y las culturas, los mismos que llevaron a ver a los indígenas, según Murillo Gallegos (2009, p. 101), como niños o como sujetos engañados por el demonio.
Por otra parte, el uso del español como modelo lingüístico y su incorporación en las lenguas vernáculas americanas a través de términos cristianos, implicó la idea de la falta de idoneidad de las lenguas indígenas para expresar el pensamiento católico, la cual se explica, entre otros factores, por el hecho de que los indígenas no habrían desarrollado el pensamiento abstracto y, por lo tanto, sus lenguas serían incapaces de expresarlo. De ese modo, se entendía que estos poseían una capacidad de razonamiento “inferior”. Una posición de esta clase se sustenta en la idea de que el pensamiento concreto está relacionado con lo perceptible; en cambio, la abstracción es más inasible para los oyentes que lo concreto. Así, el pensamiento abstracto es más complejo que el concreto desde una perspectiva cognitiva (Cfr. Luria, 1984, p. 29) y se relaciona con la elaboración y comprensión de conceptos. Mientras que con el pensamiento concreto reconocemos la realidad y sus propiedades a través de los sentidos, el pensamiento abstracto se crea a partir de una representación mediada y generalizada de la realidad, de modo que nos permite obtener conocimiento sin recurrir a la experiencia (Guetmanova, 2002, p. 15); por ello, facilita el acercamiento a hechos y realidades ajenas al individuo, más alejadas en el tiempo y en el espacio (Piaget, 1983, p. 18).
La distinción entre concreto y abstracto proviene del mundo clásico. Según Ferrater Mora (1980, p. 571), en griego, ‘concreto’ significa ‘con-todo’, ‘todo junto’, ‘entero’, ‘completo’, la “sustancia individual” de Aristóteles, que se compone de substrato (o materia) y de forma, como ocurre, por ejemplo, con un árbol o con un hombre; al contrario, las entidades abstractas son las que resultan de ““poner aparte” (abs-traer) algo del individuo singular o del concreto”. A partir de esta distinción, se entiende que lo concreto está vinculado con lo singular y particular, mientras que lo abstracto se relaciona con lo genérico, con lo universal.
Dicha distinción se sitúa en la base de una tradición gramatical que diferencia entre nombres abstractos y nombres concretos. De este modo, en gramática se relaciona la abstracción con “nociones complejas que no se perciben como objetos físicos (verdad, belleza)” (Bosque, 1999, p. 7), mientras que las entidades materiales corresponden a la categoría de la concreción. No obstante, existen serias dificultades para implementar dicha clasificación cuando se trata de casos que van más allá de los ejemplos prototípicos, las cuales derivan de la confusión entre la noción expresada y la categoría gramatical, puesto que “solo ciertas distinciones del mundo real (sean internas o externas a los seres humanos) tienen un correlato gramatical claro”, según indica Bosque (1999, p. 47), para la lengua española.
Respecto de las gramáticas coloniales, sostenemos que el paradigma comparativo desde el cual se ejecutó la descripción metalingüística implicó una posición etnocéntrica por parte de los misioneros, quienes, aunque comprendieron el valor de las lenguas como eje de las culturas y de las relaciones intraculturales de los pueblos indígenas, las consideraron como objetos, al menos, deficientes e incompletos frente a los sistemas verbales ya conocidos. A pesar de lo anterior, en algunos casos, la presencia de la composición de nombres abstractos, según las mismas artes misioneras, contradice esta posición, lo cual manifiesta que, pese a los modelos gramaticales foráneos y a los juicios preestablecidos sobre las lenguas vernáculas, estas dejaron ver sus estructuras en las obras misioneras.
Para presentar las nociones de abstracción y concreción en las obras que nos interesan, con fines estrictamente metodológicos, hemos distinguido entre la categoría gramatical que se ocupa de la abstracción y de la concreción (el nombre, § 4.1), y los contenidos lingüísticos que implican estas nociones (cuantificación y temporalidad, § 4.2).
El mayor grado de explicitación en relación con la percepción de lo abstracto y lo concreto en las lenguas indígenas se encuentra, en nuestro corpus, en referencia al nombre, en cuanto categoría gramatical, puesto que en el tratamiento de la misma se demuestra, implícitamente, la presencia de nociones concretas en los idiomas de los naturales. Particularmente, en la tradición gramatical grecolatina y renacentista se estudiaba la morfología de nombres abstractos derivados de adjetivos, como blanco > blancura; de nombres verbales, como entender > entendimiento; o de sustantivos latinos en -tas, congruitas. Entonces, si consideramos que dicha tradición gramatical constituía parte del bagaje cultural compartido entre los religiosos, nos explicamos que las categorías ya identificadas y delimitadas (aunque con matices) fueran justamente las que buscaran los lingüistas misioneros en los idiomas originarios de América.
Es así como en el anónimo Arte y vocabulario en la lengua general del Perú llamada Quichua, impreso por Antonio Ricardo en 1586, se informa sobre la formación de los nombres abstractos y se entregan apuntes metagramaticales relativos a su definición. Del mismo modo, en el texto se presenta una clasificación que diferencia entre aquellos nombres que provienen de verbos y otros que se componen por derivación a partir del nombre concreto (entendido como ‘entidad material’):
Los abſtraƐtos ſon los nombres verbales que ſe acaban como infinitiuos, como, cay eſ*entia, yachay ſabiduria. Puede ſe vſar del concreto añadiendo el infinitivo cay, como allicay bondad, çumac cay hermosura. Admiten partículas poſſeſiuas, como, munayni mi voluntad, yurac cayni mi blancura (Arte y vocabulario…, 1586, p. 34v [233]).
Diego González de Holguín (1607), en tanto, se refiere a la composición de los nombres abstractos cuando pretende dar cuenta de “vocablos y frases galanas”, en la búsqueda de la “elegancia y perfección de la lengua quechua” (p. 101r). Este autor informa sobre la composición de los nombres abstractos en la relación ‘noción (abstracta) / entidad material (concreta)’ que revisamos en § 2 y que predomina en las obras consultadas:
Cay el infinitivo de (Cani) que ſiguifica ſer ſe compone con nombres ſustantiuos y adjeƐtiuos, y participios, y los haze de concretos abſtraƐtos, que ſignifican el ſer o natural de la coſa a que ſe junta como Dioſcay, la diuinidad o naturaleza diuina runacay la humanidad Llampucay la blandura. Yuraccay la blancura. Mana allicay la maldad. Yachac cay la ſabiduria. Y también el (Cay) haze abſtraƐto de cada perſona ſingular como. Pedrocaynij el ſer yo pedro. Iun cayniy, mi ſer Juan. Mana huanaſſac chayca pedro cayniypaſmanam cancachu, o amaña canchuchu, ſi yo no me emendare no ſea yo mas pedro, o no aya mas pedro, o no me llamen mas pedro. Noteſe q ſola eſta particula (Cay) enſeña millares de vocablos que ſon los abſtraƐtos de quantas coſas y nombres ay (González Holguín, 1607, pp. 101v-102r).
En el texto de Ludovico Bertonio (1603) también está contenida dicha distinción metagramatical y en él se explica cómo se construyen los nombres abstractos en el aimara. No obstante, en esta descripción no hallamos solamente una referencia a la descripción lingüística, sino que también apreciamos cómo el autor explica dicha lengua desde los moldes de los idiomas por él conocidos. Ahora bien, en el ejercicio comparativo, el hablante indica que el aimara es una lengua que podrá presentar mayor cantidad de palabras que expresen abstracción que el latín o el castellano. Este rasgo, aunque bien podría parecer un elogio a la lengua, es adjudicado por el misionero a la facilidad de construcción de este tipo de palabras en dicho idioma y no a un extenso manejo de esta clase de nociones por los individuos de aquella cultura. Se trata del tópico renacentista de la “facilidad de la lengua” (Cfr. Ridruejo, 2007), que tiene como fin promover el aprendizaje idiomático:
Todos los nombres ſubſtantivos ſe pueden reducir a dos generos que ſon concretos y abſtraƐtos, los concretos ſon como humanitas, albedo. &c. los nombres concretos no ſe pueden ſauer ſino es preguntando a quien ſaue la lengua de aquellos nombres que vno quiere ſauer, o mirando a los vocabularios; Pero los abſtraƐtos ſe ſabran en eſta lengua Aymara tomando los concretos y añadiendo cancaña o ña ſolamente v. g. no ſe como se dice humanitas, para ſauerlo mirare que tenemos por homo, que es haque, luego haque cancaña, vel haqueña, ſignificara lo miſmo que humanitas; hanco ſignifica blanco, hāco cancaña, vel hancoña es la blancura: Apuca es ſeñor apuña es el ſeñorio; Dios cancaña la diuinidad.
Tambien eſte modo de compoſicion ſe hace con los nombres compueſtos con la particula ni v. g. collqueni cancaña o cancaui ſignifica el tener plata; caurani cancaña tener carneros, vel cancaui, el ſer prudente y con eſto mas facil ſera hallar en eſta lengua los nombres abſtraƐtos, y ſeran mas quen la lengua Latina y Caſtellana2
(Bertonio, Arte…, 1603, pp. 258-259)
Diego de Torres (1619) señala que en el quechua no existen los nombres abstractos y ejemplifica este hecho con términos del español, como ‘hermosura’ y ‘blancura’, que son nombres compuestos por derivación. No obstante, inmediatamente después, presenta el modo de composición de las palabras que contienen estas nociones, las mismas que, recordemos, a su juicio, no existen en la lengua que describe:
No ay nombres abſtraƐtos como ſon hermoſura blancura. &c. pero componenſe del nombre concreto, o material, y el infinitivo de ſum es fui, deſta manera compueſtos ſe varian con las partículas de poſſeſſion, vt yurac cayniy, mi blancura, allicay niyqui, tu bondad, &c. (Torres, Arte…, 1619, p. 9).
Cuando el autor niega la existencia de esta clase de nombres y en seguida indica su morfología, está dando cuenta de las constantes “tensiones” que encontramos en las obras misioneras y que son propias de las relaciones coloniales entre los hispanos y los indígenas del continente. Al mismo tiempo, esta tensión nos permite apreciar que los religiosos, pese a que su formación filológica los dotó de herramientas para la descripción de los idiomas vernáculos, no siempre lograron dar con las soluciones más adecuadas, sino que en ocasiones el sistema gramatical conocido actuó como un mecanismo que no les permitió apreciar las lenguas vernáculas como sistemas autónomos y suficientes de comunicación, ni, lo que quizás es más relevante, identificarlas como sistemas lingüísticos de una naturaleza diferente. Con esta posición, se deja ver con claridad el paradigma etnocéntrico que explicó las lenguas indígenas a modo de ausencias, un hecho que se dejó sentir con mayor claridad en el caso de Torres (1619).
Hemos detectado dos ejes temáticos a través de los cuales los misioneros expusieron (directa o indirectamente) su posición ante los contenidos de abstracción y concreción en los idiomas que describen. Se trata de la cuantificación (§ 4.2.1) y la temporalidad (§ 4.2.2). Ambos contenidos expresan la relación entre abstracción y concreción, puesto que ‘cantidad’ y ‘tiempo’ son nociones abstractas que se aprehenden a través de conceptualización de unidades (concretas, ‘entidades’); por lo anterior, representan la idea de ‘medición’ Cfr. (RAE y ASALE, 2009, vol. I, pp. 1377 y ss.).
En las obras, la categoría ‘cantidad’ se usa para establecer determinadas características de la realidad; en la tradición hispana, se ha vinculado al concepto de ‘número’ y se manifiesta a través de una diversidad de recursos lingüísticos, afectando no solo palabras, sino también sintagmas y oraciones (Sueiro Justel, 2007, p. 255). Así, la ‘cantidad’ puede manifestarse en las lenguas a través de la cuantificación de personas u objetos en una expresión léxica marcada por la diferencia singular/plural en sustantivos, adjetivos, pronombres, etc., tal como en otros recursos que contienen dicha noción (numerales, palabras de cantidad y medida, nombres colectivos, etc.); otra manifestación se produce en referencia a procesos, por ejemplo, el aspecto verbal, la categorización semántica del verbo o la naturaleza del proceso de la cláusula (Sueiro Justel, 2007, pp. 252-253).
La clase de cuantificación específica a la que nos referimos en este apartado es la que se relaciona con la identificación de unidades de un todo. Este tipo de cuantificación informa sobre la percepción del mundo de las comunidades, pues está íntimamente ligada con la relación lengua-cognición, la cual, como hemos señalado, era objeto de interés para los misioneros. De ese modo, Domingo de Santo Tomás (1560) hace notar que el ejercicio de contar que realizan los indígenas no está relacionado con la abstracción, sino con lo concreto, lo palpable, aquello a lo que se puede acceder mediante los sentidos. Se vincula, por lo tanto, con los rudimentos prácticos de la “necesidad”, pues, en efecto, en el mundo incaico, el sistema matemático y de contabilidad se estableció debido a las exigencias propias de control productivo y demográfico que se ejercía desde la centralidad del imperio y se empleaba fundamentalmente para la medición de los tributos y los censos poblacionales:
Es de notar, que como los indios no vſan del contar para exercicio y arte como lo vſamos noſotros, ſino ſolo por neceſſidad, no proceden en el contar en infinito, ſino haſta cierto límite (Santo Tomás, Grammatica, 1560, p. 71v).
En esta explicación, el religioso incorpora la noción del ‘infinito’, ligada a su percepción del mundo, y la presenta a modo de ausencia en el quechua. De esa manera, el autor evidencia que la descripción se realiza como una interpretación a partir de su cultura, lo que se intensifica al comparar el sistema numérico que describe con el suyo (“[no] como lo vſamos noſotros”). Dicha interpretación surge, además, de una posición que valora el mundo clásico, ya que la noción de ‘infinito’ proviene de la tradición griega. Concretamente, en el ámbito de las matemáticas, Aristóteles distinguió entre infinito potencial y el infinito actual (aceptando solo el primero), con el fin de resolver el problema de la composición del continuo y de su infinita divisibilidad. De acuerdo con esta postura, “dado un número cualquiera, n, por grande que sea, siempre puede agregar otra unidad; n + 1. Una vez formado n + 1, se le puede agregar otra unidad (n + 1) + 1, y así ad infinitum. La serie numérica -y también la de los puntos de una línea- es potencialmente infinita” (Ferrater Mora, 1980, p. 1684). Sin lugar a dudas, Santo Tomás (1560), en el fragmento (5), se refiere al ‘infinito’ potencial de la serie numérica.
Por su parte, Diego González de Holguín (1607) también explica el sistema numérico del quechua a partir de una comparación con el sistema de cuentas europeo, destacando la semejanza entre ambos. En aquella mención (6), la lengua indígena no se explica por sí misma, sino en referencia a otro sistema conceptual (“como nosotros”). Además, en dicha cita, destaca la vinculación entre el método de cuentas y la función cultural cumplida por el quipocamayo, como agente especializado en esta labor, de modo que el autor también nos ofrece información etnográfica (por cierto, otra de las posibilidades de estudio de estos tratados):
Diſcip. Haſta agora no emos viſto que las quentas deſtos Indios lleguen mas que haſta vn quento, es verdad o no? Maeſt. No, porq antes auia grandes Qquipocamayos, q ſon contadores, y tienen nombres para tantos numeros y quentas como noſotros en Caſtellano (Gonzalez Holguin, Gramatica y arte, 1607, p. 99v).
En los fragmentos (5) y (6) se ilustran, una vez más, las tensiones propias de una posición colonizadora a través de un modelo comparativo que se expresó detectando semejanzas o diferencias entre lo europeo (el endogrupo, para los autores) y las culturas del Nuevo Mundo (el exogrupo). Ahora bien, entendemos que, además de la interpretación que cada misionero hizo de la lengua que describía, también existía una preocupación por la comprensión de los preceptos que se ofrecían, ya que su esfuerzo por “poner en orden” una lengua determinada obedeció a un fin didáctico orientado al aprendizaje de aquella por parte de otros misioneros.
Uno de los núcleos conceptuales más regulares en la expresión de la abstracción/concreción es la temporalidad. Lo anterior se debe a que la medición del tiempo es una representación de las culturas que opera subliminalmente y obedece al deseo del hombre por controlar su devenir. En el mundo occidental, el paso del tiempo se ha interpretado por su homogeneidad y regularidad, y se han utilizado operaciones cuantitativas para medirlo (Grebe, 1987).
Como muestra nuestro corpus, es usual que los misioneros tiendan a resaltar la abstracción con la que se explica la noción temporal en la cultura europea, haciendo alusión a este sistema, y que destaquen su ausencia en la lengua indígena. Así, Luis de Valdivia (1606), en referencia al mapudungun, explica la carencia de una idea general de tiempo en esta lengua e indica cuáles son las formas que lo “suplen”:
No tienen nombre que ſignifique tiēpo en comun, y ſuplenlo eſtos verbos, Chuntenman, Aldūnman, Pichinman (Valdivia, Arte y gramatica, 1606, s/p).
En tanto, Ludovico Bertonio (1603) resalta la idea de lo concreto en las denominaciones que se les dan a algunas unidades temporales en la lengua aimara. Esto se debe a que aquellas serían nominadas a partir de las acciones que frecuentemente ocurrirían en determinadas épocas del año:
Los meses del año caſi a todos los llaman por el nombre de alguna coſa que ſuele en ellos naturalmente ſucceder, o que los hombres ſuelen hacer acomodandoſe al tiempo. Ellos comiençan el año por el iſca bauti, al qual llaman tambien, caſiut que ſignifica hacer fieſta con beuer, y iſca bauti hambre pequeña. Hacha hauti, hambre grande, lapaca ſignifica el canto de vn paxaro que ellos llaman, paſpa, Chucha es nombre de vnas langoſtas que vienen por nouiembre y diciembre al principio con ſequedad, y por eſo dicen, huaña chucha, vel chucha pancataa, que es lo mismo que chucha. Chino pacſi, es el mes en que ay abundancia de hormigas a las quales llaman chino. Marca pacſi es el mes en que eſtan en el pueblo los Indios para berbechar ſuſ tierras y aſi le llamar marca, que ſignifica pueblo o colliui que ſignifica labrança. Los demas nombres de los meſes y otras partes de tiempo o ſon propios o tan claros que no tienen neceſſidad de mayor declaración, y aun la ethimologia deſtos que hemos declarado no la toman todos de vna propia manera; como tanpoco los meſes empieçan con la puntualidad que nosotros por ſu poca policia y poco ſaber (Bertonio, Arte…, 1603, p. 182).
En esta explicación de las unidades temporales, el misionero identifica aquellas propias del mundo aimara con las que él conoce previamente y ha interiorizado a partir de su propia socialización como ‘meses del año’. De la misma manera, se evidencia la subestimación del pensamiento indígena a partir de una comparación con la cultura del autor, recurriendo a los ya clásicos prejuicios sobre los grupos americanos, a través de expresiones que les adjudican “poca policía” y “poco saber”. En lo anterior, tanto Valdivia (1606) (7) como Bertonio (1603) (8) dejan ver que describen las lenguas con un patrón comparativo que termina por minusvalorarlas, lo que podría afectar, incluso, uno de los objetivos que persigue el programa evangélico: la promoción de las lenguas vernáculas para la evangelización.
La propuesta evangélica colonial implicó la consideración de la diversidad de lenguas del territorio por el cual se expandía la fe, de acuerdo con la práctica histórica del cristianismo, que mantenía, desde sus primeros tiempos, un accionar en esa dirección. La descripción de las lenguas indígenas, como ha quedado visto, operó según un patrón europeo, vinculado con las lenguas del Viejo Mundo, preferentemente con el latín, aunque también se consideraron el castellano y otros idiomas. Este modelo operó ya fuera a partir de la exposición de las similitudes con el sistema que se describía (quechua, aimara, mapudungun, en las artes y gramáticas revisadas) o en la búsqueda de las diferencias. Optamos por llamar a estos procesos “analogía por similitud” y “analogía por diferencia”, respectivamente, puesto que creemos que con dichas denominaciones damos cuenta del método contrastivo de la descripción lingüística y del criterio de comparación con aquellos sistemas conocidos por los misioneros que subyacían tras esta forma de conceptualizar la lengua indígena.
Independientemente de que haya sido el latín el modelo, el solo hecho de que existiese un modelo (explícito o no, aunque en la mayoría de los casos sí se expresaba) implica una toma de posición consciente de los religiosos que se manifiesta en la elección. Y esta elección, por cierto, posee un carácter ideológico, expuesto en las obras metalingüísticas, ya que, más allá de los límites que imprime el momento histórico al ser humano que interpreta una realidad nueva y radicalmente diferente de aquella(s) que conoce, el establecimiento de un paradigma comparativo no funciona solo como un instrumento orientado a la descripción de esa nueva realidad, sino que también implica que esta realidad se está describiendo desde un modelo que se ha escogido conscientemente como un miembro de la relación comparativa. La elección de gramáticas de lenguas ajenas a la naturaleza de la lengua indígena que se describe justifica, por sí misma, la idoneidad de aquellas lenguas como modelo. En esta elección radica también la imposición que facilitó los procesos de conquista y colonización, debido a que esta estaba motivada por una ideología que se manifestó en los tratados metalingüísticos.
En particular, con respecto a las nociones de abstracción y concreción, observamos cómo estas se expresan en virtud de una pre conceptualización del indígena, de modo que se vinculan con su cognición y su lengua. De ese modo, en la descripción lingüística subyace una visión que determina al individuo (y su idioma) con un criterio de pertenencia étnica. En dicha relación, la etnia se convierte en una representación simbólica que no se limita a lo bio-racial, sino que se aplica, a través de un movimiento metonímico, a las estrategias del pensamiento, de procesamiento de la información y de expresión verbal. Con ello, esta determinación se convierte en un elemento conformador de la exclusión. Lo anterior supone un prototipo impuesto desde el cual se estableció la relación de comparación, el mismo que dotó a las descripciones gramaticales (y a las gramáticas, en cuanto productos y objetos textuales) de una alta carga ideológica. En ese sentido, las artes y gramáticas coloniales no solo comportan tratados metalingüísticos, sino que también portan un discurso de colonización.
Por otra parte, las artes y gramáticas son textos altamente didácticos, en los cuales los modelos conocidos facilitaron la tarea de descripción lingüística al gramático que interpretaba y describía una lengua y cultura antes desconocidas. Este modelo también acercaba la comprensión de la lengua a los aprendices de la misma. De este modo, las equivalencias con el mundo europeo eran un importante punto de partida en la descripción, puesto que facilitaban el aprendizaje de un idioma para los misioneros neófitos.
Anónimo (1586). Arte y vocabvlario en la lengva general del Perv llamada Quichua, y en la lengua Eʃpañola. El mas copioso y elegante que haʃta agora ʃe ha impreʃʃo. Los Reyes(Lima): Antonio Ricardo.
Anónimo(1586)Arte y vocabvlario en la lengva general del Perv llamada Quichua, y en la lengua Eʃpañola. El mas copioso y elegante que haʃta agora ʃe ha impreʃʃoLos ReyesAntonio Ricardo
Bertonio, L. (1603). Arte y grammatica mvy copiosa de la lengua aymara. Con muchos, y varios modelos de hablar para ʃu mayor declaracion, con la tabla de los capitulosy coʃas que en ella ʃe contienen. Roma: Luis Zannetti.
L. Bertonio (1603)Arte y grammatica mvy copiosa de la lengua aymara. Con muchos, y varios modelos de hablar para ʃu mayor declaracion, con la tabla de los capitulosy coʃas que en ella ʃe contienenRomaLuis Zannetti
Gonzalez de Holguin, D. (1607). Gramatica y arte nveva de la lengva general de todo el Peru, llamada Qquicua, o lengua del Inca. Añadida y cvmplida en todo lo qve le faltaua de tiempos, y de la Grammatica, y recogido en forma de Arte lo mas neceʃʃario en los dos primeros libros. Con mas otros dos libros poʃtreros de addiciones al Arte para mas perficionarla, y el vno para alcançar la copia de vocablo. y el otro para la elegancia y ornato. Ciudad de los Reyes del Peru (Lima): Francisco del Canto.
D. Gonzalez de Holguin (1607)Gramatica y arte nveva de la lengva general de todo el Peru, llamada Qquicua, o lengua del Inca. Añadida y cvmplida en todo lo qve le faltaua de tiempos, y de la Grammatica, y recogido en forma de Arte lo mas neceʃʃario en los dos primeros libros. Con mas otros dos libros poʃtreros de addiciones al Arte para mas perficionarla, y el vno para alcançar la copia de vocablo. y el otro para la elegancia y ornatoCiudad de los Reyes del Peru (Lima)Francisco del Canto
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Valdivia, Luis de. (1606). Arte, y gramatica general de la lengva que corre en todo el Reyno de Chile, con vn Vocabulario, y Confeſſionario. Compueſtos por el Padre Luys de Valdivia, de la Compañía de Jeſus, en la Prouincia del Piru. Ivntamente con la Doctrina Chrisſtiana y Catheciſmo del Concilio de Lima en Eſpañol, y dos traducciones del en la lengua de Chile. Lima: Francisco del Canto.
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[1]Este artículo es producto del Proyecto de Investigación Posdoctoral “La reflexión sobre las lenguas indígenas en gramáticas y vocabularios misioneros de la Conquista y la Colonia de América”, desarrollado en el Instituto de Investigaciones Filológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México, 2015-2017, gracias al financiamiento del programa de Becas Posdoctorales de la UNAM.
[3]Cómo citar: Cancino Cabello, N. (2018). Lo abstracto y lo concreto de las lenguas indígenas según las gramáticas misioneras del Arzobispado Limense, siglos XVI y XVII. Mutatis Mutandis. Revista Latinoamericana De Traducción, 11(1), 6-23. Recuperado a partir de https://revistas.udea.edu.co/index.php/mutatismutandis/article/view/330790