Mauricio Andrés Gallo Callejas**
DOI: 10.17533/udea.esde.v75n165a09
*Artículo de investigación. El presente hace parte de mi trabajo de formación doctoral en el Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia, Colombia. El nombre de la tesis, Injusticia y esperanza. Judith Shklar y los derechos sociales humanos. He de agregar que, acorde con los compromisos adquiridos dentro de tal proceso, el artículo se inscribe al Grupo de Investigaciones Jurídicas de la Universidad de Medellín.
**Abogado, especialista en derecho constitucional de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de Antioquia, magíster y candidato a doctor en filosofía por la Universidad de Antioquia, Colombia. Correo electrónico: maurogallo9@gmail.com ORCID: 0000-0002-3859-134X
En aras de defender la idea de los derechos sociales humanos, el artículo presenta el pensamiento político de Judith N. Shklar como alternativa a los actuales enfoques liberales de los derechos humanos, esto es, a las concepciones políticas, a la ética del discurso, a los enfoques naturalistas y a los estrictamente jurídicos. El principal reto consiste en responder a esa mentalidad política conservadora que vincula tal idea con la justificación de la violencia y que en Colombia resulta claramente ejemplificada por Jorge Giraldo.
Palabras clave: injusticia; pobreza; opresión política; violencia.
In order to defend the idea of social human rights, this essay introduces Judith N. Shklar’s political thought as a substitute to the current liberal conceptions of human rights, that is, the political conception, the discourse ethics, the naturalistic as well as the legalistic approaches. The essential challenge is to respond the conservative political mindset that has linked this idea with the justification of violence, and that in Colombia it is clearly illustrated by Jorge Giraldo.
Keywords: injustice; poverty; political oppression; violence.
No interesse de defender a ideia dos direitos sociais humanos, este artigo apresenta o pensamento político de Judith N. Shklar como alternativa aos atuais enfoques liberais dos direitos humanos, isto é, às concepções políticas, à ética do discurso, aos enfoques naturalistas e aos estritamente jurídicos. O principal desafio consiste em responder a essa mentalidade política conservadora que liga tal ideia com a justificação da violência e que na Colômbia resulta claramente exemplificada por Jorge Giraldo.
Palavras-chave: injustiça; pobreza; opressão política; violência.
La idea de los derechos sociales humanos (DSH) expresa el mandato para que las condiciones materiales mínimas de existencia nos sean aseguradas a todas las personas, con independencia de cuál sea nuestra ubicación espacial, así como nuestra filiación jurídico-política con los diferentes sistemas institucionales estatales actualmente vigentes. Tales condiciones están referidas a nuestras necesidades alimentarias, de vivienda, salud, vestido y educación, aunque también incluyen el asunto de los medios con los que pueden ser satisfechas. Lo que significa que, dentro de sociedades regidas por un modelo económico capitalista, en el que se supone que los individuos adultos contamos con la capacidad de hacerlo por nuestro propio esfuerzo, quedan incluidas las posibilidades de trabajar, de obtener una remuneración salarial adecuada y de no vernos obligados a laborar bajo cualquier tipo de condiciones.
Es claro que se trata de una idea liberal. Con esto quiero decir, disponible dentro de los diversos enfoques de los derechos humanos que pertenecen a esta gran iglesia (la expresión es de Pettit, 1999). Y ello, no solo dentro de las bien conocidas versiones del enfoque de las capacidades, ora la de Nussbaum (2007) y su fuerte acento naturalista, ora la de Sen (2002, 2010) y su énfasis más pragmático. También dentro de los enfoques estrictamente jurídicos cuya versión más sofisticada es, sin duda, la del garantismo de Ferrajoli (2011). Hay más. Ocurre que tal idea de los DSH se encuentra igualmente disponible en las concepciones políticas, esto es, en esos enfoques que con todo y que tienen en Rawls (1999) su figura gestacional, han intentado desmarcarse de su minimalismo inicial tal y como lo muestran los trabajos de Beitz (2012) o Pogge (2005; 2008). E incluso, también está presente en la propia ética del discurso, de lo que da perfecta cuenta al que creo poder denominar el último Habermas (2012). Y si todo esto es así, resulta igualmente claro que, al menos con relación al sometimiento a condiciones de pobreza extrema, muchos de nosotros, sus feligreses, tenemos forma de enfrentar preguntas con marcado acento antiliberal como la formulada por Santos (2014), a saber: “¿[p]or qué hay tanto sufrimiento humano injusto que no se considera una violación de los derechos humanos?” (p.23).
Sin embargo, la amplia disponibilidad de versiones, el presente artículo está construido desde la siguiente creencia. Gracias al fenómeno que el propio Habermas (2012) ha calificado como “the disastrous failures of human rights policy” (p.99), se nos están agotando las réplicas creíbles frente a la miríada de autores que señalan, con razón, que el problema está en el vínculo entre el lenguaje de los derechos humanos y los presupuestos de moralidad política del liberalismo. Acusación que aparentemente nos deja frente a una de estas dos alternativas: o bien, declarar la pérdida definitiva de nuestra fe en esta herramienta lingüística (Brown, 2003; Kennedy, 2002), o bien, desvincularla del pensamiento político liberal (Santos, 2002)46.
La clave de tal creencia está en las expresiones con razón y aparentemente. Gracias a la primera, doy por sentado que todas estas formas de liberalismo son responsables de la falta de una respuesta adecuada frente a dicho fenómeno. Sin embargo, gracias a la segunda expresión doy igualmente por sentado que, aunque aún en el destierro, aunque aún no tenga “el impacto académico que recibiera la obra de otros grandes de la teoría política estadounidense” (Vallespín, 2010, p.10); lo cierto es que tal tradición intelectual norteamericana nos ofrece una rica e inexplorada alternativa para seguir defendiendo un enfoque liberal de los derechos humanos. Hablo de ese pensamiento que la misma Shklar denominó the liberalism of fear (Shklar, 1998a), barebones liberalism (1986, p.5), o the liberalism of permanent minorities (p.224)47.
Atendiendo a la que será la estructura de mi exposición, divido en dos partes la formulación de lo que veo como el problema común a todas las versiones disponibles de los DSH. La primera dice que tal problema está en el concepto de los derechos humanos al que le es adscrita. Formulada desde la cada vez más extendida diferenciación entre preguntas propias de este ámbito de nuestra filosofía política, dice que si bien todas ellas aciertan a la hora de responder la cuestión ¿cuáles son los derechos humanos?, ninguna ofrece una solución adecuada a ese otro interrogante, de hecho para todas previo, ¿qué son los derechos humanos? Y a su vez, la segunda parte dice que adeudan dicho concepto en la medida en que siguen pensando la doctrina-práctica de los derechos humanos en los términos de la sociedad ideal, de la sociedad perfecta, de la estructura básica justa; en que siguen, pues, pensando este grupo de exigencias normativas como criterios de corrección moral (principios de legitimación) de nuestras instituciones políticas.
La primera parte de mi explicación está construida desde lo que llamaré los dos ejes funcionales en los que se ha movido el lenguaje de los derechos en general. De un lado, el eje de la injusticia, esto es, su papel de herramienta para la identificación de las diversas formas de poder opresivo, de dominio político injustificado. O, para decirlo desde Shklar (2010), como herramienta que nos permita lograr la principal tarea de la teoría política, a saber: trazar una línea de separación entre la injusticia y la mala suerte, entre el mal político y la desventura. En la medida en que este encargo de separación puede resultar extraño, ofrezco un par de pasajes. Uno:
¿Cuándo una desgracia es un desastre y cuándo constituye una injusticia? Intuitivamente, la respuesta parece bastante obvia. Si el acontecimiento luctuoso ha sido causado por las fuerzas de la naturaleza, es una desgracia y, consecuentemente, hemos de resignarnos al sufrimiento. Ahora bien, si algún agente malintencionado, humano o sobrenatural, lo ha ocasionado, entonces se trata de una injusticia y debemos expresar nuestro escándalo y nuestra indignación (p.27).
El siguiente:
¿Debemos rendirnos tan fácilmente? Los puntos muertos, los propósitos entrecruzados, la diversidad de objetivos y los posibles desvíos son todos ellos resultado de la libertad y todos ellos pueden inducir a la indiferencia, al fatalismo y a la injusticia pasiva. <<La vida es in- justa>>, decimos, y tratamos de pensar en algo menos doloroso. Pero, ¿deberíamos hacer esto? ¿Cuánto de lo que nos sucede es inevitable y cuánta injusticia se debe a mano humana, a las elecciones de hombres y mujeres? ¿Cuándo debemos dar rienda suelta a la expresión de nuestro sentido de la injusticia y cuándo debemos guardárnosla? ¿Cuándo se trata de mala suerte y cuándo se trata de injusticia? (pp. 199-200).
Del otro lado, el eje de la esperanza, es decir, su uso en tanto que lenguaje encaminado a enfrentar dichas injusticias, en tanto que parámetro para la acción política, como grupo de razones que han justificado las diversas formas de ejercer la fuerza. El resultado dentro de este segundo eje es la unción de otro tipo de poder, ese que queda cubierto con el manto del progreso moral. Para decirlo desde la siguiente secuencia histórica: (a) derechos naturales, y con ellos, el poder de los fanáticos revolucionarios; (b) derechos jurídicos del estado liberal decimonónico, y acá, el poder de los privados, el poder económico e ideológico naturalizado en el ámbito de la sociedad civil; (c) derechos constitucionales fundamentales, con ellos, el poder de los funcionarios estatales bendecido ora por la voluntad popular (por el encanto irresistible de las libertades políticas y del derecho a la autodeterminación colectiva) ora por la crucial tarea de servir de garantía contra-mayoritaria; por último, (d) derechos humanos, y al menos hoy, el poder de las potencias mundiales, encarnado en la intervención humanitaria, o en términos más generales, en todas aquellas acciones comprendidas en el denominado discourse of enforcement o the responsibility to protect -R2P- (Cohen J. L., 2012).
Soy plenamente consciente de lo conocida que resulta esta caracterización, este rostro jánico del lenguaje de los derechos (Cohen J. L., 2012): toda apuesta por una salida política frente a la injusticia (la otra alternativa, tal y como acaba de decirlo Shklar es la resignación) nos recuerda que se trata de un lenguaje que sirve al mismo tiempo de herramienta de deslegitimación y de legitimación del poder. Sin embargo, con todo y lo conocida, ella me permite dar cuenta de los puntos débiles de esas otras formas de liberalismo mucho más trabajadas que la de Shklar.
Respecto a las teorías políticas de los derechos humanos, tales puntos aparecen una vez se plantea la pregunta por la intersección entre ambos ejes. Pregunta que deriva en cierto tipo de dilema, a saber: o bien, la fijamos en un lugar que resulte satisfactorio desde las exigencias propias del eje de identificación de la injusticia, pero a costa de aumentar los peligros implicados en alguno de los poderes que surgen dentro del eje de la esperanza (a-d); o bien, nos tomamos en serio y limitamos tales riesgos, aunque ello implique reducir el ámbito de sufrimiento humano que debe quedar protegido por dicha herramienta lingüística. Y es por ello que la pregunta de Santos (2014) adquiere un claro tono antiliberal, en la medida en que este liberalismo la confunde con la más valiosa de nuestras respuestas frente a los peligros implicados en el eje de la esperanza, esa que Williams (2008) ubicó en la famosa frase de Goethe <<in the begining was the deed>>. Ello, para recordarnos que “no polítical theory, liberal or other, can determine by itself its own application” (pág. 28). Esta es, pues, su equívoca conclusión: solo debemos denominar derechos humanos a un grupo privilegiado y reducido de exigencias normativas, en las palabras de Cohen (2004), “only a proper subset of the rights required by justice.” (p. 232).
Paso ahora a los otros enfoques liberales de los derechos humanos. Se trata de esas apuestas que dentro del ámbito específico de la esperanza y desde lo que creo es la única alternativa liberal, siguen cerrando sus filas en defensa de la democracia constitucional; y ello, incluidas las actuales versiones del constitucionalismo cosmopolita. El problema no está en estas apuestas; insisto, esta parece ser la única salida liberal frente a la serie de amenazas que se ciernen sobre nuestro mundo. El problema está en la forma en que son construidas, en la manera en que terminan olvidando que tales poderes institucionalizados (c) también hacen parte del rostro jánico de los derechos. Esto, de dos maneras diferentes.
En el caso de Habermas y sus lectores el problema está en que se han dejado seducir por los encantos de un supuesto poder bueno. Y es que ni siquiera la idea de un poder comunicativo que aspira a romper la permanente influencia del poder social dentro del poder administrativo (Habermas, 2005), ni siquiera esta idea, digo, tiene la fuerza para hacernos perder de vista que los actos de este último tipo de poder siempre tendrán un destinatario, que implicarán siempre una relación de dominio y que en suma, implicarán siempre una amenaza a la libertad de algún ser humano48.
Y en el caso de la propuesta de Ferrajoli (2011), aunque no pierde de vista los peligros de esta terrible idea de un poder bueno, el problema está en su manifiesto exceso de confianza en las posibilidades de nuestra razón; exceso del que da cuenta su empeño por mantener los presupuestos teóricos del positivismo lógico49. El resultado es una apuesta por la democracia constitucional que se torna realmente ingenua frente a uno de sus más difíciles problemas, a saber: la idea de que el poder judicial (c) quedará controlado una vez seamos lo suficientemente precisos en la escritura de nuestras constituciones.
Hasta acá la primera parte de mi explicación. Voy con la segunda, de nuevo, con mi apuesta por pensar el concepto de los derechos humanos lejos de toda referencia a la sociedad ideal o perfecta. Esto, de la mano de los siguientes autores: Nussbaum (3.1), Giraldo (3.2) y Gutmann (3.3).
Tal y como entiendo las cosas, no hay otro teórico que además de lograr una identificación tan acertada de la mencionada insuficiencia del actual liberalismo, haya dado un paso tan importante en aras de intentar superarla. Eso sí, no me refiero a la Nussbaum (2007) que lee tal insuficiencia en el hecho de que el liberalismo esté lejos de ofrecer soluciones creíbles a (eso que entiende como) nuestros tres problemas urgentes: la justicia para los discapacitados, para los pobres globales y para los animales no humanos. Con algo más de detalle, no me refiero a la Nussbaum que apuesta por una idea de los DSH imbuida en dos tipos de críticas a los enfoques dominantes de la justicia política, a saber: una, al corazón de los enfoques contractualistas y su limitación en las razones para la imparcialidad a la ventaja individual y el beneficio mutuo; en sus palabras, a su necesaria confusión entre las preguntas “<<¿quién diseña los principios básicos de la sociedad?>> y <<¿Para quién están pensados los principios básicos de la sociedad>>?” (p.36). La otra, dirigida a la única manera en que tales enfoques pueden ofrecer una respuesta plausible al problema ontológico de los derechos (Arango, 2008), esto es, desde un inquebrantable vínculo entre su existencia y el ejercicio de nuestra autonomía política; su apuesta: un rememorar de horizontes filosóficos igualmente condenados al destierro como el de Hugo Grocio y la noción de los derechos presociales y prepolíticos.
Esta explicación acude a otra Nussbaum (2014). Esa que ha intentado llevar más allá de donde lo dejó Rawls (1995; 1996) y en tanto que asunto propio y constitutivo de nuestra disciplina, al problema de la estabilidad. Esa que nos invita, entonces, a que además de las discusiones acerca de la corrección de nuestros principios normativos, nos tomemos en serio y como un verdadero problema teórico, el asunto de su materialización, de su eficacia, de su preservación en el tiempo; o lo que es igual, a que nos tomemos en serio a las emociones políticas en tanto que “fuente […] de estabilidad para los principios políticos positivos como de motivación para hacerlos efectivos” (p.166). Su alegato: todo “ideal político está sustentado por sus propias emociones características” (p.143); de allí que nuestro trabajo también debe apuntar al diseño de políticas y estrategias públicas que formen las emociones correlativas a los principios democráticos, es decir, los “sentimientos […] de simpatía y amor” (p.15). Y ello para evitar aquellas otras como la dependencia infantil (monarquía), el culto a los héroes (fascismo), la emoción solidaria (conservadurismo), o la codicia, el miedo y la simpatía limitada (liberalismo libertario) y que ponen en duda tanto las posibilidades de éxito como la estabilidad de aquellos. Falta lo principal. Esta invitación viene acompañada de un alegato por la necesidad de pensar en este tipo de desafíos desde un enfoque claramente alejado de Rawls. Me refiero a la distinción entre dos tipos de sociedades, a saber: la sociedad ideal, plenamente justa (la rawlsiana) y su sociedad imperfecta pero aspiracional.
Aunque breve, esta primera referencia resulta suficiente para señalar hacia donde apunta mi explicación. Y es que con todo y lo que la celebro, esta invitación para dejar de lado las “sociedades que ya han alcanzado la plenitud de su perfección” (Nussbaum, p.140) se queda bastante corta de acuerdo con dos razones. Primera, no tiene en cuenta dentro de su sociedad imperfecta pero aspiracional a los derechos humanos; en otras palabras, estos siguen siendo claramente criterios para la definición de la corrección de nuestros principios normativos. Segunda razón, así los tuviera en cuenta, así optara por sacar al concepto de los derechos humanos de tal idea de la sociedad perfecta, estoy convencido de que resulta necesario ir más allá de su sociedad imperfecta, o lo que es igual, del amor y de la simpatía extendida. Lo que propongo es, pues, pensar en otro tipo de contexto político al que llamaré la sociedad con condiciones de opresión; con ello, en el reinado del miedo. Mi argumento dice, entonces, que son este tipo de sociedades y este tipo de emociones políticas el lugar desde donde debemos, primero, construir un concepto de los derechos humanos, segundo, adscribirle la idea de los DSH.
Que de este otro tipo de sociedad pueda dar cuenta el liberalismo de las eter- nas minorías es algo que, espero, dejará claro el siguiente esquema comparativo:
e. Mientras que el liberalismo de Rawls ofrece una teoría ideal acerca de las características que debe tener un orden constitucional para que sea justo, a realistic utopia (Rawls, 1999) construida desde la idea normativa de una sociedad bien ordenada (Rawls, 1996); el de Shklar es un liberalismo no-utópico, que duda que mediante el poder, sea cual sea su forma de ejercicio, las creencias normativas con las que sea justificado, o los fines para los que sea formulado, se genere algo diferente a sufrimiento y opresión.
f. Mientras el primero está construido desde un summum bonum, y que tal y como entiendo las cosas hace referencia a su idea del bien común, definido de la siguiente forma: “[e]l bien común creo que consiste en unas condiciones generales que produzcan el mismo beneficio para todos” (Rawls, 1995, p.232); el liberalismo de las eternas minorías está construido desde un summum malum, “[t]hat evil is cruelty and the fear it inspires, and the very fear of fear itself.” (Shklar, 1998a, p.11).
g. Mientras uno es un liberalismo optimista, con ilusiones, es decir, orientado a señalar el camino institucional para la salida del conflicto social a través de una noción compartida de la justicia política, su idea de overlapping consensus (Rawls, 1996) y que creo puede ser conectado con lo que previamente denominó la amistad cívica (1995), así como también con su idea de razón pública en tanto que mecanismo de reconciliación; el otro es un liberalismo sin ilusiones, un liberalismo que combina la justicia con la injusticia, o lo que es igual, que parte de la idea según la cual es “en la propia justicia donde comienza el sentido de la injusticia” (Shklar, 2010, p.145). Por último,
h. Mientras la unidad política básica en Rawls está constituida por personas discursivas y reflexivas, lo que en su propio lenguaje significa ciudadanos en ejercicio de sus dos facultades morales, la racionalidad y la razonabilidad; en Shklar lo está desde la simple relación entre los débiles y los poderosos.
En contra de tal esquema pueden ofrecerse dos tipos de argumentos. Uno, decir que está construido tomando exclusivamente en cuenta los aspectos ideales del pensamiento rawlsiano; que olvida sus elementos no ideales dirigidos al problema de la obediencia parcial a las instituciones (Rawls, 1995). El otro, un argumento más sofisticado, señalar que una vez nos ubiquemos en eso que el mismo Rawls (1998) denominó el punto de vista de los ciudadanos en la cultura de la sociedad civil, resultará claro que dicha descripción de la sociedad ideal y perfecta es irrealizable y, por lo tanto, estos ciudadanos reales dentro del curso de sus vidas reales, “tú y yo y todos los ciudadanos en el tiempo, uno por uno y en asociaciones aquí y allí” (p.87); todos, digo, deberán lidiar con las mismas dificultades en las que pensó Shklar.
Mi respuesta a ambas objeciones es la siguiente. El liberalismo rawlsiano ofrece un plan de trabajo para la filosofía política en el que la prioridad está del lado de los aspectos ideales de la teoría50. Gracias a dicho plan de trabajo de lo que se trata es de fijar sus elementos constitutivos (enunciados e-h), para luego intentar resolver desde ellos los diferentes problemas relacionados con la obediencia parcial a las instituciones. Mientras que por los lados de Shklar, el plan de trabajo resulta abiertamente diferente, es decir, desbordante de ese tipo de escepticismo que en línea con uno de sus grandes héroes, Montesquieu (2007), puede ser enmarcado desde la siguiente idea:
En épocas de ignorancia no se tienen dudas, ni siquiera cuando se ocasionan los males más graves. En tiempos de ilustración, temblamos aun al hacer los mayores bienes. Nos damos cuenta de los abusos antiguos y vemos dónde está su corrección, pero vemos también los abusos que trae consigo la misma corrección. Así pues, dejamos lo malo si tememos lo peor, dejamos lo bueno si dudamos de lo mejor, examinamos las partes solamente para juzgar del todo y examinamos todas las causas para ver todos los resultados (p.4).
Lo que en palabras de Shklar (2010) significa optar por una teoría política:
[…] que habita a medio camino entre la historia y la ética […] Después de todo, la injusticia no es una noción políticamente insignificante y la variedad y la frecuencia aparentemente infinita de actos de injusticia invitan a un estilo de pensamiento menos abstracto que la ética pero más analítico que la historia. Cuando menos, se puede acortar un poco más la distancia entre teoría y práctica cuando uno mira nuestras numerosas injusticias que cuando solo atiende a la consideración de lo debido (p.49).
Paso ahora a Giraldo (2015). Un autor que me permite dar cuenta de los grandes retos con los que deben lidiar las preguntas qué y cuáles dentro de tales sociedades con condiciones de opresión. Ello, gracias a su inédita discusión frente al grado de responsabilidad que, luego de tantos años de una violencia política desmedida, nos corresponde a quienes reflexionamos sobre el poder en este país. Discusión con la que, en general, me siento bastante cómodo; no puede ser de otra manera cuando su reclamo, “encaminado a mostrar que en Colombia no hubo una crítica de la violencia que se convirtiera en impronta de nuestra cultura política” (Giraldo, 2015, p.170); su reclamo, digo, coincide con el esfuerzo por introducir dentro de tal cultura al legado de Shklar, a tal apuesta por poner a la crueldad en el primer lugar (f), o lo que es igual, a un tipo de “philosophy that is sure to appeal to those who have seen enough of civil war and ideological wrangling to last them forever” (Shklar, 1998). Salvo por lo que leo como dos lamentables confusiones. Ofrezco primero una breve explicación de la apuesta shklariana, luego dedico algunos párrafos a develar tales confusiones de Giraldo.
Tal y como entiendo las cosas, la mejor manera de comprender la apuesta por aquel summum malum está en diferenciarla de un simple “to hate cruelty with utmost intensity” (Shklar, 1984, p.9). Está en separar la alternativa shklariana por establecer un orden jerárquico no solo de tales vicios sino también de nuestras virtudes y acorde con el cual nada (léase bien, nada) es puesto por encima del odio a la crueldad; separarla, digo, de un simple: todo tipo de práctica cruel está mal, es un vicio, un mal político. Mientras que esto último es propio de una inmensa gama de concepciones de moralidad política, afirmar lo primero conduce a ese lejano y solitario lugar en el que aún permanecen confinadas figuras excepcionales como Montaigne, Montesquieu y, desde luego, Shklar.
La causa de este ostracismo está en sus enormes costos: “put it first does place one irrevocably outside the sphere of revealed religion” (Shklar, 1984, p.9). Y, agrego, también implica cierta manera de quedar por fuera de la esfera de la política. Aquello, en la medida en que implica una renuncia a la idea de pecado: torturar, matar, secuestrar y un largo etc., están mal en tanto que actos que se cometen en contra de otro ser vivo, no como ofensa a Dios; en tanto que actos que se cometen acá y ahora en contra de “any other order than that of actuality” (p.9). Esto último, puesto que tal y como afirmó Montaigne, tampoco se trata de vulnerar algún tipo de orden normativo humano (ni siquiera el de los derechos humanos). En su lugar, se trata de un asunto estrictamente psicológico, el de la repugnancia que genera este tipo de prácticas, el de su fealdad, el del hecho de que “it is a vice that disfigures human character.” (p.9) De lo que se trata, pues, en ambos casos es de la renuncia a todo orden normativo que vaya más allá de “common and immediate experiences” (Shklar, 1998a, p.13). Mientras que el malestar de los teólogos se deriva, entonces, de la renuncia a Dios, en el caso de los teóricos de la política “it offends those who identify politics with mankind`s most noble aspirations.” (p.13).
Cualquiera que sea la manera de concebir estos propósitos más nobles, lo cierto es que aislarse junto a estas excepcionales figuras significa renunciar a “[t] he usual excuse for our most unspeakable public acts” (Shklar, 1984, p.30) a saber: la noción de necesidad. La necesidad de acudir a dichas prácticas crueles para alcanzar ciertos fines, para evitar otros males, en ambos casos considerados superiores. Para lo que son mis intereses dentro de estas páginas, la más pertinente entre todas las explicaciones acerca de lo que significa esta renuncia es personificada por Shklar desde la protagonista de la novela de Nadine Gordimer, titulada La hija de Burger. La escena: su encuentro con un hombre negro que en estado de ebriedad golpea brutalmente a un agonizante burro. El problema: el conflicto entre poner en el primer lugar a la crueldad o, nada menos que a la opresión y al dominio injustificado. Sus palabras:
She cannot bring herself to stop him, because he is the real victim in her eyes. He is black, poor and brutalized, and as a white South African she is accountable for him, to him, as he is for the beast. Rosa Burger is not the sort of woman who cares more for animals than for black people. Nevertheless she recognizes in that cruel raised arm every torturer throughout the ages. At that moment, she decides she cannot stay any longer in her country. This is not, as it might seem at first, an assumption of collective guilt. Rosa is torn between putting cruelty first or political oppression first. If the victim were a woman or a child, would she still go away? According to her own principles, she would have to abandon them, too. In contrast, if she were put cruelty first, she would recognize the immediately suffering, abused being as the primary victim and would interfere in either case. But as she has put oppression first, it is not illogical for her to say that it inflicts injuries deeper than those of physical cruelty and to refuse to call the white police. (Shklar, 1984, p.22).
Hasta acá esta invitación, continúo con las confusiones en que incurre Giraldo. En aras de construir su reclamo, este autor establece lo que leo como una plausible separación entre “la hostilidad revolucionaria contra el orden vigente” (Giraldo, 2015, p.142) y la apuesta por la tradición democrática y liberal. Separación cuyo simple esbozo, también comparto este punto, resulta excepcional dentro de una cultura política en la que se puede dar por sentado, “no parece necesario demostrar […la] actitud comprensiva o benevolente o de franca simpatía con los insurgentes y su lucha armada” (pp.141-142); y, agrego, la misma actitud que en otros sigue despertando el accionar paramilitar. Pero que, creo, exige dos tipos de precisiones. Una, tal tradición demoliberal no puede ser confundida con aquellos regímenes en los que resulta posible establecer una presunción absoluta de la validez de todo orden normativo positivo. La otra, tampoco puede ser confundida con el abandono de la lucha en contra de la pobreza extrema. En el primer caso se pierde de vista que sin protección y estímulo para la formación del sentido individual de la injusticia no hay democracia liberal (Shklar, 2010). O lo que es igual, se pierde de vista la diferencia entre el estado constitucional y democrático y los estados absolutos, en el sentido de plena disponibilidad (en el primero) de la idea del derecho ilegítimo. En el segundo caso, se olvida que cuando tal democracia aspira a funcionar de la mano de un sistema económico que establece la propiedad privada, dicho sentido de la injusticia debe incluir la falta de protección frente a los riesgos de la pobreza extrema.
Por ser el objeto de estas páginas, ilustro este último caso directamente desde las palabras de uno de esos personajes que Giraldo (2015) considera ejemplares, esto es, parte del selecto y minoritario grupo de quienes sí han intentado dicha crítica a nuestra cultura de la violencia. Hablo de Estanislao Zuleta (completan la privilegiada lista: Cayetano Betancur, Francisco Mosquera, Carlos Jiménez Gómez, Jorge Orlando Melo, Francisco de Roux y Antanas Mockus). Hablo de las siguientes palabras dirigidas nada menos que a un particular auditorio de guerrilleros del M-19 y que en 1989 se encontraban en pleno proceso de retorno a la vida civil. Lo principal, hablo de unas palabras cuya finalidad política no era otra que festejar y celebrar lo que Zuleta valoró y calificó como un verdadero acto revolucionario, a saber: la decisión de este grupo de hombres de abandonar la “fiesta de la guerra” (Zuleta, 2008b, p.30) para emprender “el proyecto de defender la paz y de luchar por construir una democracia más amplia y participativa” (Zuleta, 2008a, p.13). Cito:
La miseria no es solo carencia de alimentos, de vestido, de vivienda o de servicios, sino también impotencia para luchar con eficacia contra esas carencias. La impotencia es dispersión.
[…] Uno de los aspectos más tristes de la miseria es la vivida como una fatalidad natural. La tragedia sin esperanza que no da lugar a un combate, a una lucha, a una suma de fuerzas en una empresa común sino a la desesperación o a la resignación. Una de las virtudes menos democráticas es la resignación, mientras que la esperanza es precisamente una de las virtudes más democráticas. (pp. 21-22).
Así pues, incurre Giraldo en la primera confusión (estado constitucional y absoluto) una vez liga “poco aprecio por la democracia” y “relativización de la legalidad positiva” (p.152). O para decirlo desde una perspectiva inversa, una vez vincula “defensa de una normatividad alterna y superior a la ley positiva” con “hostilidad revolucionaria” (p.152). Desde luego Giraldo es lo suficientemente versado en cuestiones de filosofía política no solo para no perder de vista que tanto aquella relativización como esta defensa están presentes en las más poderosas construcciones teóricas de la democracia liberal; de nuevo tengo en mente a Rawls (1995) y su formulación del problema de la desobediencia civil; también a Habermas (2005) y su alusión a los posibles efectos anarquistas de su apuesta. Además, lo es para no desconocer que existen posibilidades de defensa de los derechos humanos en tanto que normatividad superior, incompatibles con los enfoques de los derechos naturales (a); o que incluso, desde una perspectiva histórica, dicha doctrina debe ser leída como un expreso abandono de la idea de violencia revolucionaria (Moyn, 2010). De allí que se apresure a dejar claro que el problema está en que “estos discursos tienen un efecto perverso en Estados que pueden caracterizarse como anómicos” (p.152). Lo que significa, casos como el colombiano y en donde “no existe un ordenamiento moral, religioso o legal que regule, con pretensiones de éxito, la mayoría de intercambios sociales” (p.152).
Por su parte, incurre en la segunda confusión debido a la manera en que entiende las ideas de “legitimación indirecta” (p.167), “justificación implícita” (pp.168-169) o “aceptación infeliz” (p.170) del fanatismo revolucionario, a saber: todo aquel que incurra en alguno de los tópicos, de los lugares comunes en los que esté implicada la idea de los DSH, queda afiliado a tales categorías, se convierte en el objeto de su reclamo. Menciono un único caso. Ese lugar común que denomina <<nada ha cambiado>>. Tópico que da cuenta de un tipo de lectura pesimista y fracasomaniaca (es su expresión) de la historia tanto latinoamericana como nacional y que da crédito a lo que para Giraldo parece ser una ponzoñosa e irreal idea acorde con la cual, bajo el actual modelo capitalista la pobreza extrema está en aumento. En sus palabras, ese tópico que explica por qué muchos de nosotros permanecemos “inmutables ante la evolución lenta pero sostenida del país en materias sociales” (Giraldo, 2015, p.126); sus ejemplos, “[l]a reforma laboral de 1965, los avances en vivienda desde 1970 y en salud desde 1993” (p.126). Y que, en suma:
Con un poco de argumentos en contrario, el tópico “nada ha cambiado” puede flexibilizarse y convertirse en “nada ha cambiado lo suficiente”. ¿Lo suficiente para qué? Para poder decir que vivimos en “un orden social plenamente satisfactorio” para usar los términos de Fals [Borda]. Se detecta acá el hálito utópico y perfeccionista de algunos de los proyectos políticos modernos, que de inmediato dan paso a consignas políticas maximalistas y alejadas de todo principio de realidad pero que pueden servir de mecanismos de movilización para grupos radicales y misioneros. (El subrayado es mío, p.156).
Cada una de las afirmaciones resaltadas da cuenta de la manera en que, bajo esta argumentación, toda apuesta por la tesis de la pobreza extrema como opresión queda excluida de la tradición demoliberal, queda vinculada con la hostilidad revolucionaria. No puede ser de otra manera si los DSH son exigencias maximalistas y alejadas de todo principio de realidad; si la exigencia de garantía para todos sus titulares (las personas) significa empeño por alcanzar un orden social plenamente satisfactorio; si, en tanto que programa político, devela el aire utópico y perfeccionista de todos aquellos dispuestos a hacer justicia “cueste lo que cueste” (la expresión es de Sen, 2010), a incurrir en esa “self-immolating fantasy” (Shklar, 1984, p.21) constitutiva del fanatismo revolucionario.
Todo queda, pues, servido para que cualquier predicador del evangelio libertario saque a la luz su consigna: o limitamos nuestros derechos al binomio libertad - propiedad, o seguimos justificando años y años de una violencia sin sentido. Seguimos haciendo parte de quienes han intentado: “colaborar en la destrucción de la <<montaña>> que se interponía entre las guerrillas y la sociedad urbana, según el decir de Marulanda” (Giraldo, p.170). De quienes enviaron “citadinas señales de humo que les dieron, a las guerrillas, la falsa impresión de que su causa contaba con un amplio respaldo” (p.170).
Puedo decir, entonces, que ninguna de las versiones disponibles de los DSH, mejor, que ninguno de los conceptos liberales de los derechos humanos a los que esta idea aparece adscrita, permite lidiar con el desafío impuesto por esta reflexión de Giraldo; de nuevo, desvirtuar ambas confusiones. En otras palabras, sostengo que es precisamente a través de otro tipo de liberalismo, el de las eternas minorías, que resulta posible lograr un concepto de los derechos humanos que permita responder al mismo tiempo a su conservadurismo político y a las preguntas formuladas desde el antiliberalismo de autores como Santos. Lo permite, no porque tenga la ilusión de que resulte satisfactorio para ambos bandos, o, como diríamos hoy, de que pueda generar consensos. Mi punto es que gracias al legado intelectual de Shklar resulta posible pensar en una tercera vía.
Y es que no estoy muy seguro de que alguno de los actuales liberales, parado frente a este tipo de auditorio al que le habló Zuleta (2008a), sea capaz de dar cuenta del reto de ofrecer razones creíbles para la defensa de la democracia. Con un poco más de detalle, para sostener que es justamente en este tipo de procedimientos donde está la única vía para llevar a cabo la lucha política “en favor de los explotados contra los explotadores, de los dominados contra los dominadores, de los que son más vulnerables contra los que son más poderosos” (p.25). Los riesgos, o bien asumir la actitud cínica de quien termina justificando una simple democracia de papel, “escrita en un libro” (p.22); con ello, que termina dando una apariencia de legitimidad a una forma de dominio a todas luces injustificado, en la medida en que a través de sus reglas y procedimientos se han logrado perpetuar la primacía de ciertos intereses, especialmente de tipo económico. O bien, asumir la actitud irresponsable de quien termina justificando el fanatismo revolucionario, los actos de barbarie cometidos por los autoproclamados representantes de los explotados, por quienes han decidido abandonar la democracia bajo la peligrosa y engañosa ilusión de alcanzar el punto de quiebre entre el antes de “una humanidad alienada, enredada, dominada” y el después de una humanidad liberada y “no conflictiva” (p.24).
Mi última referencia es Gutmann (1996). Su pertinencia, la manera en que invita a leer el legado intelectual de Shklar desde la siguiente línea evolutiva (repárese en dicha expresión, evolutiva): del liberalismo negativo (Shklar, 1998a), al liberalismo positivo (Shklar, 2010) y, finalmente, al liberalismo democrático (Shklar, 1995).
Cada una de estas Shklar representa la respectiva respuesta que dentro de la historia del pensamiento liberal se ha dado a la inquietud objeto de su ensayo, how limited is the government that liberalism defend? Mientras la primera encarna esa esbozada “in post-Reformation Europe, in reaction to the cruelty inflicted by the religious wars of Christianity” (Gutmann, 1996, p.65). La siguiente, la del liberalismo positivo, es la que parece haber aprendido la dura lección que nos dejó la primera mitad del siglo XX y que con base en ello afirma que esta doctrina “not only limits the liberties that a liberal state must protect, [but] it also holds governments responsible for securing conditions that enable people to make effective use of their liberty” (1996, p.68). Finalmente, la Shklar del liberalismo democrático es aquella que parece haber aprendido otra dura lección, esa que dejó (o nos está dejando) la crisis del Estado de bienestar. O para decirlo desde Habermas, esa que entendió que en aras de superar una situación en la que ni Marx ni Keynes resultan vigentes, ni se trata de defender tercamente el estado de bienestar (tras las huellas de este último autor) ni, mucho menos, de regresar al primer liberalismo (como lo proponen autores como Fernando Atria, 2002, y en quienes resulta difícil diferenciar su rostro marxista del libertario). Nuestra única vía, alega, está en la democracia radical, en la ideal, aunque difícil reconciliación entre las tradiciones del republicanismo y del liberalismo.
Toda la pertinencia de esta invitación queda develada con la siguiente pregunta: ¿cómo podemos leer la obra de Shklar? Las alternativas, o bien, como una pensadora vigente, como fuente de juicios de moralidad política plenamente aplicables a nuestras propias experiencias y prácticas; o bien, como parte de la historia de las ideas, como tarea pendiente en aras de subsanar un vacío en lo que es nuestra comprensión del pensamiento de la generación anterior de the republic of letters de habla inglesa. La respuesta de Gutmann resulta bastante obvia. Si queremos optar por la primera alternativa debemos elegir alguna de las dos últimas Shklar, alguna de esas que al fin de cuentas tuvieron la mesura de renunciar al negativismo político. Dejaré que sea la propia Gutmann (1996) quien explique por qué:
The purely negative conception of liberalism is inadequate to this task [to protect people from cruelty, whatever the source]. Wereasonably fear not only interference with our freedom, but starvation, impoverishment, sickness, homelessness, joblessness, and other conditions that would render us incapable of making effective use of our freedom. The night watchman state of negative liberalism adequately addresses only some of these politically relevant fears, and Shklar implicitly acknowledges as much when, in [2010], she distances herself from libertarianism´s exclusive concern with protecting negative liberty and criticizes Friedrich Hayek`s identification of the unregulated market with individual freedom. Liberalism`s commitment to combating cruelty and fear in all its political forms imposes more positive duties upon government than the securing of negative liberty. (p.68).
Se trata de una explicación que deja bastante claro cómo a la connotación negativa del pensamiento de Shklar se le iguala no solo con la definición de la libertad negativa propuesta por Berlin, sino, incluso, con el guardián nocturno proclamado por Hayek. Planteo las cosas de esta forma puesto que Gutmann es lo suficientemente cuidadosa como para no confundir ambas clases de liberalismo, a saber: uno (Berlin) que apunta a sostener que la mejor manera de lidiar con amenazas como la del totalitarismo está en la reducción conceptual de la libertad política a las ideas de “<<not being forced>> and his later version of <<open doors>>” (Shklar, 1998a, p.10); el otro (Hayek) que sostiene que tales ideas representan el único valor político a proteger dentro de la estructura básica de cualquier sistema institucional. Y es, pues, cuando se lleva el negativismo de mi autora a este último extremo de la plena libertad de los lobos, cuando se revela tal obviedad en su respuesta: la única Shklar vigente será aquella que nos ofrece esta loable ruptura con los aspectos propios de su primer pensamiento; salvo, desde luego, que se abrigara alguna inclinación por el credo libertario.
Van ahora mis razones en contra de una respuesta que considero tan acertada en su conclusión (Shklar es una pensadora vigente) como desafortunada en su estrategia argumentativa (su idea de ruptura). El problema no está ni en la función que cumple dicha cuestión ideológica dentro de tal estrategia, ni en la manera en que se responde al asunto de la filiación (de nuevo, ideológica) de las dos últimas Shklar. Nada más atinado para justificar la vigencia de un pensamiento político que acudir a las emociones y preferencias del lector. Y desde allí, nada más atinado que acudir a los elementos presentes en Shklar para refutar su aparente conexión con quienes sienten algún tipo de preferencia por the night watchman state; algún tipo de empatía con el cinismo de una mentalidad política que no se cansa de repetir que la pobreza es voluntaria (Nozick, 1990), o por lo menos, inevitable, una fatalidad más con la que debemos lidiar desde la inescapable ignorancia humana (Hayek, 1976). Sin embargo, afirmo, Gutmann incurre en el lamentable equívoco de justificar tal vigencia en la supuesta renuncia a la connotación negativa del liberalismo de las eternas minorías; con ello, de afiliar a la primera Shklar al mismo bando político que debería generar tales sensaciones de rechazo. Y es que renunciar a ese liberalismo escéptico y sin ilusiones dirigido a evitar lo peor en lugar de alcanzar lo mejor (enunciados e-h) significa renunciar a la propia Shklar; significa convertirla en Rawls o en Habermas.
Que ambas igualaciones resulten lamentables es algo que puedo explicar desde una doble perspectiva. De un lado, la de aquellos que siguen confiando en alguna de estas dos formas de liberalismo y quienes, creo, en lugar de verse motivados por esta estrategia serían conducidos a la más segura de las decepciones. ¿Para qué el esfuerzo por leer como vigente a una autora que no solo ofrece los mismos juicios de moralidad política (según Gutmann), sino de una manera más oscura, difusa, e incluso, empobrecida? Del otro, la perspectiva de quienes hemos perdido dicha confianza y, por tanto, en nuestra búsqueda por formas alternativas de liberalismo, no nos queda otra que expresar la incomodidad generada por la sugerencia de que, por fuera de aquellos, de la razón pública o del paradigma del entendimiento, lo único que nos espera es el cinismo del credo libertario.
Pero esto no es todo. Hay algo más en juego, algo propiamente político, dentro de este alegato de Gutmann. En ese separar a la Shklar no libertaria de sus orígenes, en ese arrebatarle su connotación de pensamiento negativo y si se quiere, nacido en las entrañas del totalitarismo (Müller, 2006; Walzer, 1996), en ese quitarle el ya mencionado tono de filosofía que apela a quienes hemos tenido suficiente (y estamos hartos de la) violencia política, (la) crueldad y (la) guerra; en tal apuesta, digo, está inmersa y se ratifica la desdeñosa actitud de tantos y tantos liberales que consideran su doctrina una especie de lujo que solo pueden darse ciertas sociedades, el privilegio de algunos grupos de seres humanos que han alcanzado ciertas formas de vida. Antes de señalar directamente a Gutmann considero pertinente, además de recordar a Giraldo y los peligros implicados dentro de sus estados anómicos (§3.2), mencionar otro clarísimo caso de lo que es tal actitud. Me refiero a Rorty (1991) y su intento de refutar a Foucault señalando que las revoluciones conceptuales que han dado pie a dichas sociedades privilegiadas pueden darse por terminadas; la razón:
La sugerencia de J. S. Mill de que los gobiernos deben dedicarse a llevar a un grado óptimo el equilibrio entre el dejar en paz la vida privada de las personas e impedir el sufrimiento, me parece que es casi la última palabra (p.82).
Hasta acá nada que resulte extraño para cualquier liberal. Pero ocurre que, a renglón seguido, en nota al pie, aclara:
Por supuesto, ello no equivale a decir que el mundo haya tenido la última revolución política que necesita. Es difícil imaginar una disminución de la crueldad en países como Sudáfrica, Paraguay y Albania sin una revolución violenta. Pero en tales países es la valentía sin más (como la de los jefes del COSATU o los firmantes de la carta 77) lo que constituye la virtud relevante, no la penetración reflexiva como la que contribuye a la teoría social (p.82).
Desconozco si en esta actitud Gutmann llega tan lejos. Sin embargo, puedo ofrecer el siguiente pasaje como prueba de que al menos hace parte de sus con- sideraciones frente a Shklar:
Under conditions of severe oppression, where basic personal freedoms are at risk, it is reasonable tovalue freedom from cruelty as the overriding end, and political freedom as a necessary means to securing that end for as many oppressed people as possible. Rawls`s theory –like Habermas´s- asks us to consider the more favorable conditions of a just society, or a nearly just one. (Gutmann, 2003, pp.175-176).
Hay elementos innegables de esta actitud en una autora (Gutmann) que termina reduciendo las condiciones de opresión (severa) a dicha amenaza a la integridad física. ¿Por qué no resulta posible hablar de la misma opresión al hacer referencia al dolor y sufrimiento generados por la pobreza extrema? Peor aún, ¿por qué las promesas incluidas dentro de estas dos formas de liberalismo (positivo o democrático) tienen que ser desconectadas de tales contextos en los que la integridad física está amenazada? ¿Acaso quienes corren el riesgo de ser víctimas de la tortura, la desaparición forzada, el homicidio, no pueden aspirar al mismo tiempo a verse libres de la amenaza de ser sometidos a condiciones de privación? ¿Por qué las víctimas del segundo tipo de dominio político injustificado deben callar hasta que no sean atendidas las primeras? ¿No es esta otra forma de establecer el mismo y detestable orden de prioridad en las clases de sufrimiento humano que tanto beneplácito genera en los libertarios? Mi argumento no apunta, desde luego, a decir que este tipo de prácticas crueles sean necesarias para (o que solo deban cesar una vez se logre) atender a las víctimas de los grandes poderes económicos; de ser así, no tendría por qué estar leyendo a una autora que pone la crueldad en el primer lugar (lo más paradójico es que Rorty, 1991, dice leerla). Mi argumento apunta a resaltar la posibilidad de sumergirnos en una mentalidad política que, en contravía de esos otros enfoques, permite hacer dos cosas que por su importancia paso a exponer en párrafos separados.
Por una parte, plantear el problema de la opresión política dentro de esos contextos que nuestra disciplina ha dibujado como cercanos a la perfección, ad portas de la más plena y pura de todas las ideas de la justicia; tomando prestada la expresión de Santos (2014), los del Norte global. Directamente desde Shklar, apunta al debate con todos los exponentes del American exceptionalism, de todos aquellos que, como Gutmann, parecen convencidos de que el liberalismo de las eternas minorías no tiene ya ninguna vigencia dentro del territorio de los Estados Unidos.
Y por otro lado, permite plantear dentro de contextos sociales que enfrentan condiciones severas de violencia política, el problema de la pobreza extrema como igual de urgente, ubicado en la misma escala de importancia moral. Mi principal interés, el caso colombiano; contexto en el que la fusión entre estos dos tipos de males da pie a la ya mencionada idea del reinado del miedo (§3.1). Me refiero al miedo generado por el cinismo de quienes una vez se armaron en contra de la injusticia social, la exclusión política o por la simple necesidad de salvar sus vidas, pero que luego de décadas de una lucha corrompida, desgastada y sin ninguna posibilidad de éxito, se han convertido en pandillas de criminales dedicadas al narcotráfico, la expropiación de tierras y un largo etcétera. De regreso a Zuleta (2008c):
Su peligrosidad [se refiere a las guerrillas de las FARC y el EPL] no consistía –como no consiste hoy- en que tuvieran perspectivas reales de tomar el poder, sino en que justificaban las tendencias represivas dentro del Estado y la permanencia crónica del estado de sitio. Y también en que dificultaban al máximo, como ocurre todavía, la formación de una izquierda democrática y reformista (p.155).
Pero también, del miedo generado por el cinismo de diversas élites que han sabido lucrarse muy bien del natural hastío ocasionado por esta degeneración, en aras de imponer un modelo de distribución de las cargas y ventajas sociales a todas luces injustificable: todo aquel que opte por la lucha política en contra de tal modelo por los canales institucionales, respetando lo que Rawls (1996) denominó los deberes de civilidad, es inmediatamente señalado de pertenecer a los primeros y, en el mejor de los casos, queda con pocas posibilidades de ganar en las contiendas electorales; en el peor, corre el riesgo de engrosar la lista de las miles de víctimas con las que cuentan esas otras pandillas de criminales de la misma ralea, los paramilitares. Nuevamente, Zuleta (2008d):
Tal vez sea más frecuente en este movimiento la idea peregrina de <<combinar todas las formas de lucha>>, como si la lucha armada no alentara los sectores más reaccionarios del establecimiento e impidiera una ampliación democrática, sin la cual las luchas legales carecen de posibilidad. En realidad los extremistas de derecha y de izquierda tienen entre sí las más siniestras relaciones, se alimentan recíprocamente, se dan recíprocamente razones y justificaciones, constituyen una alianza inconsciente pero poderosa contra el avance de la democracia (p.186).
Apenas me queda espacio para señalar que todos aquellos que decidan darle el sí a esta invitación para sumergirse en las aguas del liberalismo de las eternas minorías, encontraran una serie de juicios de moralidad política a los que en otro lugar (Gallo, 2017) he denominado de la siguiente manera: (i) el argumento de la igualación entre el sufrimiento generado por la crueldad física y por el sometimiento a condiciones severas de privación; (j) el argumento de la esfera de lo público; (k) la tesis liberal sobre la injusticia; y, por último, (l) una concepción de la libertad entendida como ausencia de miedo (freedom from fear).
También puedo decir que entre tales juicios resulta posible establecer tres tipos de relaciones. Cuando se parte de la concepción de la libertad como ausencia de miedo (l) se trata de una relación de precisión en la que sus contenidos son delimitados tanto por el argumento de la esfera de lo público (j) como por el de la igualación (i), de manera escalonada y en dicho orden descendente. O, a la inversa, cuando se parte de este último argumento (i), se trata de una relación de fundamentación en la que tanto el de la esfera de lo público (j) como tal noción de la libertad (l) aparecen, de nuevo de manera gradual y ahora en orden ascendente, como la fuente de las razones que lo justifican, que le dan su fuerza, su plausibilidad.
Por último y acudiendo a las mismas palabras que Williams trae de Goethe sobre la primacía de la praxis, puedo señalar que entre estos tres argumentos (i, j y l) y la tesis liberal sobre la injusticia (k) aparece otro tipo de relación. Una que aunque cercana a las concepciones políticas de los derechos humanos en tanto establece el mismo puente entre los ejes de la injusticia y la esperanza (lo que significa, en donde el cómo enfrentar las injusticias se convierte en una importante razón para definir el cuáles son tales injusticias); aunque cercana, digo, representa una manera hasta ahora inexplorada de justificar nuestra apuesta por el constitucionalismo. La democracia liberal, nos dice Shklar (1984) “becomes more a recipe for survival that a project for the perfectibility of mankind.” (p.4). Y esto, sin esconder que nuestra decisión de darle el sí a esta receta para la supervivencia implica un enorme costo, en la medida en que “elegimos la paz por encima de la justicia” (Shklar, 2010, p.188).
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46 Vale la pena señalar que esta desvinculación tiene lugar en la forma de contraste entre una lectura hegemónica y una contrahegemónica de los derechos humanos. Se trata de la alternativa de quienes después del irreversible fracaso de las revoluciones socialistas, luego del estridente fracaso de las luchas guerrilleras que en países como el nuestro se transformaron en el macabro negocio de las drogas ilícitas y de la expropiación de tierras, acuden hoy a los derechos “para reconstruir el lenguaje de la emancipación” (Santos, 2002, p. 60); de quienes otrora y bajo la influencia de Marx despreciaron este lenguaje en tanto individualista, fragmentario, burgués, pero ahora se dirigen a él “para llenar el vacío dejado por [estas] políticas socialistas” (p. 60), “para especificar las condiciones bajo las cuales los derechos […] pueden ser puestos al servicio de políticas emancipatorias, progresistas” (p. 60).
47 Hasta donde conozco, el único autor que ha propuesto un vínculo semejante entre derechos humanos y liberalismo de las eternas minorías es Ignatieff. Por razones de espacio no voy a mencionar nada acerca de mis diferencias con su propuesta. Basta con señalar que, en tanto pensada desde la inclusión de los DSH, la mía resulta mucho más ambiciosa. Y es que para Ignatieff (2000) el hecho de que sea posible afirmar que “[h]uman rights is one of achievements of what Judith Shklar once called <<the liberalism of fear>>” (p.339) significa que únicamente quedan incluidas aquellas exigencias normativas dirigidas a la protección de nuestra integridad corporal frente a los actos de poder directamente ejercidos mediante la fuerza física; en sus palabras, “to stop torture, beatings, killings, rape and assault” (Ignatieff, 2001, p.173).
48 Debo precisar que esta última es una afirmación que carecerá de sentido si a la idea de libertad individual se le otorga uno de los muchos significados adscritos a la noción filosófica de la libertad positiva. Precisamente, el significado adscrito en tono crítico por Shklar (1998c), a saber: “as the victory of our higher self over our passions and our interests, and also over our inferior self, which happens to be our true self.” (p.111). No puede tener sentido, en suma, para quien está convencido de las bondades de la coacción en aras de hacernos libres en contra de nuestra propia ignorancia.
49 Dudo que pueda expresarse mejor tal empeño del profesor italiano que como lo ha hecho Andrea Grepi (2011) en un pasaje que me permito transcribir: “Esta caracterización de la artificialidad del lenguaje jurídico va unida a una peculiar versión sobre la pragmática del lenguaje legal. «De la exacta determinación de los referentes semánticos de las normas depende, de un lado, la certeza del Derecho y, de otro, su capacidad para fundar, en la realidad social, el sentido de la práctica jurídica»” (p. 142).
50 Dice expresamente Rawls (1995): “La concepción ideal muestra en este caso cómo ha de construirse el esquema no ideal, y esto confirma la conjetura de que lo fundamental es la teoría ideal” (p.227). Y más adelante, “[l]a teoría no ideal, la segunda parte, se elabora a partir de que se ha elegido una concepción ideal de la justicia” (p.231).