A favor de la carga de la prueba: sobre el carácter jurídico-imperativo de las reglas de onus probandi*

 

Resumen

En este artículo se afirma que las reglas sobre carga de la prueba tienen un carácter jurídico-imperativo. Este se manifiesta, por una parte, en su formalización y, por otra, en el tipo de razones subyacentes para su establecimiento. Se sostiene, además, que la justificación de las tales reglas no se vincula directamente con la averiguación de la verdad en un determinado régimen de ponderación de la prueba judicial (tasado, mixto o libre), sino con un problema común a todos ellos: la insuficiencia de la prueba y la solución normativa frente a la misma. Finalmente, se muestra cómo la existencia de reglas imperativas sobre onus probandi tiene la virtud, entre otras, de proscribir la llamada equidad cerebrina.

Palabras clave:

carga de la prueba, reglas jurídicas imperativas, razones subyacentes, teoría estándar, equidad cerebrina.


Abstract

This article states that the rules on the burden of proof are of a legally binding nature. This is manifested, on the one hand, in their formalization and, on the other, in the type of underlying reasons for their establishment. It is also argued that the justification for such rules is not directly linked to the ascertainment of the truth in a given legal proof weighting system (expressly allowed, mixed or free), but rather is linked to a problem common to all of them: the insufficiency of evidence and the normative solution to this. Finally, it is shown how the existence of imperative rules on onus probandi has the virtue, among others, of outlawing so-called cerebral equity.

Key words:

burden of proof, legally binding rules, underlying reasons, standard theory, cerebral equity.

Resumo

Neste artigo se afirma que as normas sobre o ônus da prova têm um caráter jurídico-imperativo. Isto se manifesta, por uma parte, em sua formalização e por outra, no tipo de razões subjacentes para seu estabelecimento. Sustenta-se também, que a justificativa de tais normas não se vincula diretamente com a averiguação da verdade num determinado regime de ponderação da prova judicial (avaliado, misto ou livre), mas sim com um problema relacionado a todos eles: a insuficiência da prova e a solução normativa diante da mesma. Finalmente, se mostra como a existência de normas imperativas sobre onus probandi, tem entre outras, a virtude de proscrever a denominada equidade cerebrina.

Palavras-chave:

Ônus da prova, normas jurídicas imperativas, razões subjacentes, teoria padrão, equidade cerebrina.


I. Introducción

Todas las reglas jurídicas, en tanto disposiciones generales, tienen un carácter subóptimo. A veces regulan un caso que no debiese estar comprendido dentro de la regla y otras dejan fuera uno que, por su naturaleza, debiese haber sido regulado por la misma. Este carácter sobre o infra incluyente se verifica, a su vez, tanto dentro de las disposiciones de derecho sustantivo como dentro de las disposiciones de derecho adjetivo1. En uno y otro caso la naturaleza subóptima de las reglas representa un desafío para los operadores jurídicos y, entre ellos, especialmente para el juez; pues este es el llamado a aplicarlas.

Tratándose de las reglas que disciplinan el proceso, el carácter sobre- o infraincluyente, tiene además el siguiente inconveniente: puede ocurrir que esta propiedad de la regla procesal afecte la correcta aplicación del derecho sustantivo mismo. Esto es lo que, algunos estiman, puede ocurrir con mayor prevalencia con las llamadas “reglas regulatorias de la prueba” (Bentham, 1825; Taruffo, 2010).

En efecto, puesto que ninguna regla probatoria está en condiciones de prever todos los elementos que eventualmente pueden, en un caso particular, servir de criterios para la prueba de las afirmaciones sobre hechos relevantes en el proceso, dichas reglas son potencialmente contrarias tanto a la determinación de la verdad de las proposiciones empíricas como a la correcta aplicación de las normas sustantivas.

Por las razones antes expuestas, algunos autores (antes y hoy) han señalado la necesidad de abolir (de manera total o parcial) las reglas legales sobre la prueba judicial (Stein, 2008, p. 108, not. 9). Por lo demás, es esto lo que ha venido ocurriendo progresivamente desde hace 200 años con el abandono de los sistemas de prueba legal y su reemplazo por los regímenes de libre valuación de la prueba.

En los regímenes de libre valoración de la prueba judicial, con todo, aún es posible encontrar reglas que impiden la búsqueda (y obtención) de la verdad de las proposiciones empíricas (reglas de forma, plazo, reglas de exclusión, etc.) y reglas que en este registro intelectual se han tornado inútiles. Este sería el caso, afirma Nieva (2019), de las reglas sobre onus probandi.

Sin embargo, para dar por bueno el razonamiento abolicionista es menester aceptar los supuestos teóricos sobre los que este descansa. Estos supuestos, me parece, pueden ser resumidos en los siguientes puntos: i. Las reglas que regulan la prueba judicial tienen un carácter técnico-instrumental; ii. Las razones que justifican la existencia de tales reglas son de naturaleza epistemológica; iii. Las reglas que regulan la prueba son transparentes a sus razones subyacentes y, por lo mismo, intercambiables con aquellas; iv. Para la correcta aplicación del derecho vigente, el juez debe libremente averiguar la verdad sin mayor restricción que su buen criterio y prudencia.

Ahora bien, si resulta ser que las reglas que disciplinan la prueba constituyen verdaderas razones (autónomas e independientes) para la acción. Si las razones que justifican su existencia no son de naturaleza epistemológica, sino político-jurídicas. Si hay buenas razones para pensar que la libertad concedida a los jueces no se traducirá necesariamente en una mayor realización de la justicia sino en arbitrariedad y falta de seguridad jurídica y control, entonces habrá que descartar, por lo menos en términos generales, el programa abolicionista.

En este trabajo exploraré el rendimiento teórico de las hipótesis del párrafo precedente, concentrándome en el contenido tradicional y esencial de las llamadas reglas sobre carga de la prueba2, toda vez que ellas han sido recientemente objeto de cuestionamiento. Para la exposición de los argumentos, este artículo se divide en seis partes. La primera y la última corresponden a la introducción y conclusión. Entre uno y otro extremo hay otras cuatro. En la segunda expongo los argumentos que, me parece, conducen a la (propuesta de) abolición de las reglas sobre onus probandi. En la tercera, intentaré responder la pregunta: ¿Qué significa afirmar que las reglas sobre carga de la prueba son reglas jurídicas? Luego, me concentraré, en una cuarta parte, en precisar las razones subyacentes a las reglas sobre la carga de la prueba. Para ello me valdré, principalmente de los argumentos ofrecidos por Leo Rosenberg. En la quinta parte, la cuestión a discutir será la aptitud de las reglas imperativas de carga de la prueba para servir de antídoto contra la justicia cerebrina. Cierra este trabajo una pequeña conclusión que busca destacar, a la luz de lo expuesto, ciertas virtudes propias del razonamiento práctico guiado por reglas.

Si algún valor tiene esta exposición de ideas, ella ha de buscarse en el desarrollo de los argumentos y no en su conclusión. De ahí que pueda afirmar desde el inicio de esta investigación que, de acuerdo a lo que expondré, existen muy buenas razones para descartar la propuesta abolicionista, por lo menos en lo que a las reglas sobre onus probandi toca. Ello, porque las referidas reglas entregan de forma autónoma e independiente razones para la acción que, en tanto tales, son opacas a sus razones subyacentes próximas o remotas. Razones subyacentes que, por lo demás, solo indirectamente se vinculan con aspectos epistemológicos. Finalmente, la existencia de estas reglas (como muchas otras reglas reguladoras de la prueba judicial) se justifica sistémicamente por su capacidad para limitar (en un grado no menor) la llamada equidad cerebrina. Que, como mostraré, con la excusa de realizar la justicia, deviene siempre en arbitrariedad y falta de seguridad para las partes en un proceso.

II. El razonamiento que conduce a la (propuesta de) abolición de las reglas sobre onus probandi

Desde los tiempos de Bentham en adelante, el derecho probatorio3 ha asumido progresivamente un compromiso científico con la averiguación de la verdad de las proposiciones empíricas afirmadas en un proceso judicial, a fin de garantizar la realización de la justicia mediante la correcta aplicación del derecho positivo al caso particular; pues, de acuerdo a esta orientación, “la exclusión de toda evidencia podría llegar a ser la negación de toda justicia” (Bentham, 1825, p. 227). Los herederos intelectuales de Bentham, reunidos hoy bajo el rótulo común de “tradición racional del derecho probatorio” (Twining, 2017, pp. 35-98), han identificado, al igual que su maestro, un enemigo común a tan noble empresa: el formalismo jurídico, es decir, la aplicación acrítica del precepto jurídico, aun cuando aquella pueda estar reñida con el sentido común4.

Por ello, el advenimiento (o renacer), en el siglo XIX, de los sistemas de libre ponderación de la prueba judicial, unido a su progresiva y creciente generalización (desde el ámbito penal a todas las otras ramas del derecho), supuso para los benthamianos un nuevo impulso para re-pensar el derecho probatorio y, sobre todo, para purgarlo de sus viejos hábitos (Taruffo, 2008, pp. 20-35; Taruffo, 2010, pp. 114-153; Nieva, 2019, pp. 23-25).

Destasada ahora la prueba, la discusión teórica sobre la misma se desplazó desde el problema de la determinación de los medios de prueba y su valor relativo, a la cuestión más amplia de la validez de las llamadas leyes regulatorias de la prueba en general. Entusiasmados como estaban, algunos teóricos (no todos, por cierto), rápidamente sostuvieron la necesidad de “abolir” (dentro de los dominios del derecho probatorio) toda restricción normativa a la libre averiguación de la verdad (Stein, 2008, pp. 108-116). Sir Rupert Cross, uno de los más prominentes académicos del derecho probatorio del siglo XX, comprometido como estaba con el proyecto abolicionista, incluso llegó a afirmar: “Estoy trabajando para el día en que mi objeto de estudio sea abolido” (Twining, 2017, p. 1).

Los menos radicales (la mayoría), con todo, optaron por realizar un análisis particularista de las disposiciones con incidencia probatoria a fin de resolver, caso a caso, la pertinencia y utilidad de las tales reglas dentro del programa racional. El criterio de validación de las normas con incidencia probatoria quedó, en este registro, circunscrito por tanto a su aportación, dentro de un procedimiento, a la búsqueda y obtención de la verdad material5 (Anderson, Schum & Twining 2017, p. 302).

Así las cosas, en un sistema de prueba libre, en el cual el criterio rector es la averiguación de la verdad de los hechos, todas aquellas disposiciones que obstaculizan dicha empresa debiesen ser, en principio, suprimidas (Laudan, 2013, p. 292), debido a que constituyen verdaderas “patologías” del procedimiento (Gascón, 2010, p. 111). Dentro de esta categoría patológica e inútil, al parecer, hay que incluir, ahora, a las normas reguladoras de la carga de la prueba.

Ese es justamente el resultado de mis investigaciones sobre la carga de la prueba. A lo largo del tiempo, tras haber estudiado sus orígenes y desarrollo, así como sus muchas veces funestas consecuencias prácticas, no me ha quedado otro remedio que defender su desaparición de nuestros procesos, igual que ha desaparecido en tantos lugares el juramento, el sistema de prueba legal o la propia ordalía, que tanta seguridad provocaba entre los ignorantes que la observaban. (Nieva, 2019, p. 24)

Si la afirmación precedente es correcta, entonces (sostienen los críticos de tales reglas) la supresión de las normas6 sobre onus probandi no debiese tener ninguna incidencia en el diseño de un procedimiento ni en el resultado particular de un proceso (por lo menos, dentro de los sistemas que consagran un régimen de libre valuación de la prueba). Sin embargo, antes de dar por cierta la afirmación, ha de demostrarse que las reglas sobre carga de la prueba no son actualmente “reglas” en un sentido propio, dado que las razones subyacentes (próximas o remotas) para su instanciación se derivan solo de su aptitud para producir un determinado resultado: la averiguación de la verdad de los hechos (es decir, son más bien directrices técnico-instrumentales y no reglas). Por el contrario, si resulta que, a nivel de aplicación, las tales reglas son reglas jurídicas propiamente tales, y que, además, ni siquiera su instanciación (aplicación particular de la regla general) obedece o tributa a un compromiso epistémico con la averiguación de la verdad de las proposiciones empíricas que han de servir de supuesto a la aplicación de la norma; entonces resulta que el argumento empleado por los abolicionistas para desactivar dichas reglas no es adecuado y, por lo mismo, debe ser descartado.

Pero, he adelantado muchas ideas sin el debido desarrollo. En lo que sigue expondré, siguiendo el programa propuesto en la introducción de este artículo, qué significa afirmar que las reglas sobre carga de la prueba son verdaderas reglas formalizadas de derecho. Luego, exploraré las razones subyacentes para su establecimiento y el nivel (de generalidad) en que estas son instanciadas, por lo menos dentro de la llamada teoría estándar. Finalmente, intentaré mostrar en qué sentido (antes y hoy) las reglas sobre onus probandi constituyen, a fin de cuentas, normas jurídicas imperativas que expresan una opción política de reparto de jurisdicción que busca evitar, al igual que la mayoría de las reglas que regulan la prueba judicial, la llamada equidad cerebrina.

III. ¿Qué significa afirmar que las reglas sobre carga de la prueba son reglas jurídicas?

Dentro de los múltiples conceptos asociados a la idea de derecho, el de “regla jurídica” ocupa una posición de privilegio (Hart, 1968, pp. 23-61; Kelsen, 1979, pp.15-70; Ross, 2005, pp. 34-42). Pues, sea este o no coextensivo con la idea, existe un amplio consenso en orden a que el derecho disciplina, mediante directivas de acción u omisión, las conductas de los miembros del cuerpo social.

Decir que la regla de derecho disciplina la conducta de los diferentes actores de una comunidad jurídica significa, entre otras cosas, que ella (por sí misma y de forma autónoma) ofrece razones o motivos para la acción (Raz, 2013, pp. 213-228).

Estas razones explican y justifican una acción u omisión dentro de un determinado contexto de actuación. ¿Por qué, como señala el artículo 1698 del Código Civil de la República de Chile, “incumbe probar las obligaciones o su extinción al que alega aquéllas o ésta7 ?, es una pregunta que puede ser contestada mediante el señalamiento de la regla correspondiente dentro del sistema jurídico chileno, sin necesidad de hacer explícitas las razones por las cuales dicho ordenamiento ha sancionado la tal norma o determinados individuos la siguen (aun cuando tales cuestiones sean relevantes. Rawls, 1999, pp. 20-46).

Las reglas jurídicas, por tanto, se caracterizan por ser instanciadas de forma independiente de las razones subyacentes para su establecimiento. Esto quiere decir que ellas instancian una generalización (se aplican en su caso particular) que es, en principio, inmune a las razones últimas de la propia generalización contenida en la norma (Schauer, 2004, pp. 103-112). De modo tal que, por ejemplo, frente a la pregunta ¿Por qué incumbe probar las obligaciones o su extinción al que alega aquellas o esta?, la respuesta es simplemente porque el derecho así lo manda, más allá de si esta asignación de tareas es adecuada, justa o conveniente en un caso particular, o si esta “garantiza la realización del derecho sustantivo” o “hace posible la seguridad jurídica”.

La opacidad de la norma jurídica a sus razones subyacentes (por lo menos en su fase de aplicación) es lo que la diferencia, en cuanto regla, de otras meras generalizaciones instanciadas de forma dependiente de sus razones subyacentes (orientaciones técnico-instrumentales para la acción).

Esta característica de la regla jurídica (aunque no necesariamente exclusiva de ella), se manifiesta en su pretensión de apego estricto (más no absoluto) a las formas, de ahí que se suela hablar de “formalismo jurídico” para referirse al fenómeno de aplicación regular de la norma, incluso en aquellos casos en que dicha aplicación resulta contraintuitiva8, cuestión inherente a la idea misma de regla que no supone, como creen los abolicionistas, necesariamente un rasgo negativo (Schauer, 1998).

En toda generalización normativa, en consecuencia, es posible hallar razones subyacentes. Estas especifican un conjunto de elementos como relevantes para la generalización y, por cierto, descartan otros [(razones de primer y segundo orden (Raz, 2013, p. 225)]. En este juego de generalizar desde una cierta perspectiva puede ocurrir que la generalización contemplada en la regla no sea del todo aplicable al caso particular, ya porque la generalización que se pretendía universal no lo es; ya porque la regla contenía una mera generalización probabilística incorrecta; ya porque el punto de partida de la generalización descuida un elemento significativo en el caso particular. Este es el llamado carácter recalcitrante de las normas jurídicas (Schauer, 2004, p. 98).

Sin embargo, pese a este carácter recalcitrante, las reglas de derecho realizan generalizaciones que atrincheran razones para la acción en cierto nivel, tornando inaccesible para los operadores jurídicos los niveles de justificación subyacente remotos (en nuestro ejemplo, la correcta aplicación de la norma de derecho sustantivo, por ejemplo). Esto quiere decir que en algún momento la regla generaliza una, entre muchas razones subyacentes en competencia, como criterio para la acción. Pero, una vez instanciada la regla misma (aplicada al caso particular), ella se vuelve inmune a la generalización y esta (la generalización) se torna invencible frente a otras razones subyacentes (de segundo orden, por ejemplo).

Esto redunda en otras peculiaridades de las reglas de derecho: su carácter autónomo y subóptimo. Es decir, en su afán de generalización, por una parte, si las reglas son válidas (existen como tales) “constituyen razones que uno no tendría si no fuera por ellas. Mientras que las consideraciones que justifican una regla existen independientemente de la regla, no constituyen la misma razón para la acción que la constituida por la regla” (Raz, 2013, p. 224). Por otra parte, cuando actuamos guiados por una regla, siempre existe la posibilidad de que casos que deberían formar parte de su núcleo semántico queden fuera y casos que deberían excluirse queden comprendidos dentro de la regla (Schauer, 2004, pp. 160-162). En resumen, las reglas jurídicas son criterios autónomos para la toma de decisión de carácter general, atrincherados, pero sub o sobre incluyentes, potencialmente hablando.

Si esta aproximación a la idea de regla de derecho es correcta, y nos parece que lo es, la consecuencia inmediata es que las normas jurídicas no pueden nunca depender de sus razones subyacentes próximas o remotas, debiendo ser en algún punto opacas a ellas en su aplicación. Si ello no fuera así, en realidad no serían reglas del todo.

Además, probablemente lo que en las reglas jurídicas justifica una instanciación particular y un atrincheramiento en determinado nivel sea, precisamente, que las propias razones subyacentes remotas son también razones de carácter normativo y no meras descripciones de hechos objetivos (Schauer, 2013, pp. 223-237)9.

Pues bien, volviendo ahora a nuestro asunto principal, ¿qué significa, entonces, afirmar que las reglas sobre carga de la prueba son reglas jurídicas? Conforme a lo que venimos diciendo esto significa que las normas sobre onus probandi son reglas generales de derecho positivo (formalizadas e instanciadas por la autoridad), que funcionan de forma autónoma e independiente, como criterio para la toma de decisión mediante una instanciación que generaliza de forma necesariamente subóptima ciertas razones subyacentes en desmedro de otras.

Así, lo importante de esta afirmación es que, en cuanto reglas jurídicas, las reglas sobre onus probandi por sí mismas justifican un curso de acción para sus destinatarios, es decir, son opacas a sus razones subyacentes. Esta opacidad se debe, con todo, no solo a su carácter de “reglas”, sino a que no existe una dependencia necesaria (de causalidad natural, por así decir) de la regla respecto a sus razones subyacentes (como sí ocurre con las impropiamente denominadas “reglas técnicas”). En ellas, en efecto, lo que se generaliza como curso de acción es una decisión jurídico-política que en estricto rigor no mira tanto a la prueba judicial propiamente tal, sino a la seguridad jurídica a la que todo procedimiento y proceso tributa, la cual se ve realizada por la sola aplicación regular y uniforme de la regla y no por la obtención de un resultado determinado.

IV. Razones subyacentes de acuerdo a la teoría estándar sobre la carga de la prueba

Para Leo Rosenberg, precursor de la que hoy se considera la “teoría estándar” sobre la carga de la prueba10 (Prütting, 2010, p. 459), las reglas sobre onus probandi, en especial a partir de la proscripción del non liquet, vienen a resolver normativamente el problema de la falta o insuficiencia de la prueba, siendo su principal destinatario el propio juez.

De ahí que, tomando distancia con la cuestión de la prueba de los hechos, Rosenberg (1956) haya afirmado que:

La esencia y el valor de las normas sobre la carga de la prueba consisten en esta instrucción dada al juez acerca del contenido de la sentencia que debe pronunciar, en un caso en que no puede comprobarse la verdad de una afirmación de hecho importante. (p. 2)

Pues,

No es la presión ejercida sobre la actividad procesal de las partes la que constituye el punto esencial de la carga de la prueba sino la instrucción dada al juez sobre el contenido de la sentencia en caso de no probarse una afirmación de hecho importante. (p. 71)

Desde esta perspectiva, poco importa si el procedimiento en el cual se verifican las reglas de onus probandi consagra un régimen de ponderación tasada, mixta o libre de la prueba judicial, pues en todos ellos es perfectamente posible que haya incertidumbre respecto de la suficiencia de la prueba. Y, aunque es cierto que en los procedimientos que estatuyen un sistema de libre valoración de la prueba, la apelación a reglas sobre carga será menor que en aquellos procedimientos de prueba tasada o mixta, también es efectivo que:

La apreciación libre de la prueba y la carga de la prueba dominan dos terrenos que, si bien están situados muy cerca uno del otro, están separados claramente por límites fijos. La apreciación libre de la prueba enseña al juez a obtener libremente la convicción de la verdad o falsedad de las afirmaciones sostenidas y discutidas en el proceso, del conjunto de los debates, a base de sus conocimientos de vida y de los hombres; la carga de la prueba enseña a hallar la solución cuando la libre apreciación de la prueba no ha dado ningún resultado. (Rosenberg, 1956, pp. 56-57)

Esta idea de distinguir, a mi juicio con acierto, entre dos “ámbitos” o “terrenos” dentro de la fase probatoria judicial, supone también una diversa asignación de funciones entre el “régimen de ponderación”, cuyas razones subyacentes están conectadas, epistemológicamente, con la averiguación de la verdad de las afirmaciones empíricas vertidas en un proceso y las “reglas de onus probandi” que se insertan por razones de seguridad jurídica dentro del régimen probatorio tanto a su inicio (carga subjetiva), como al final del mismo (carga objetiva), pero sin que cuenten dentro de sus razones subyacentes criterios epistemológicos vinculados con la averiguación de la verdad, sino todo lo contrario.

En efecto, lo que uno observa en la instanciación de las tales reglas (aplicación a un caso particular), es precisamente la generalización de una solución normativa que, en su dimensión subjetiva (al inicio del procedimiento), indica quién debe probar y, en su dimensión objetiva (al final del proceso), determina de antemano qué sujeto procesal ha de ver frustrada su pretensión debido a la falta de prueba sobre las afirmaciones sobre hechos relevantes.

Nótese que la dimensión objetiva de la carga de la prueba, en consecuencia, encuentra su justificación (o razones subyacentes de primer y segundo orden) no en una cuestión de hecho (prueba), sino en una de derecho sustantivo o material (normas aplicables ante la falta de prueba). En otras palabras, conforme a la teoría estándar, el supuesto normativo a probar (y a quién ha de perjudicar la falta de prueba) es una cuestión que tiene que ver más con el derecho sustantivo y las decisiones normativas que sobre el mismo adopta el legislador, que con una cuestión de naturaleza procesal. En otras palabras, decir, por ejemplo, que “incumbe probar la existencia de una obligación a quien la alega”, significa que por la naturaleza del acto o contrato de que se trate, pesa sobre una de las partes la “carga” de probar. Y será también el propio derecho sustantivo quien revele en qué supuestos y contexto normativo11 la parte que alega la existencia de una obligación se verá liberada de su prueba12.

Las normas relativas a la carga de la prueba pertenecen al mismo sector de derecho que el precepto jurídico cuyos presupuestos deben resultar de los hechos litigiosos; pues cumpliéndose los presupuestos de sus preceptos el sector de derecho que determina el contenido de la sentencia judicial también debe responder a la cuestión de cómo ha de decidir el juez cuando la existencia de un presupuesto de sus efectos jurídicos no se ha probado. (Rosenberg, 1956, pp. 73-74)

Debido a que las cuestiones sobre carga de la prueba son de carácter normativo, no debe resultar extraño que en la justificación que realiza Rosenberg sobre las mismas no haya, en principio, una apelación a criterios epistemológicos. De hecho, de manera explícita desconecta la cuestión de la averiguación de la verdad, de las razones que justifican el establecimiento de las reglas sobre onus probandi, pues “el deber que tiene las partes a la verdad no hace superflua una regulación de la carga de la prueba” (Rosenberg, 1956, p. 59).

Las reglas sobre carga de la prueba se justifican así desde una perspectiva general, precisamente por solucionar el problema de la incertidumbre sobre los hechos de una manera reglada:

No sólo ponen al juez en condiciones de evitar el non liquet, sino que también le prescriben, en forma clara y categórica, el contenido de su decisión al imputar a una parte la incertidumbre de una circunstancia de hecho y al hacer que esta incertidumbre redunde en provecho de la otra. (Rosenberg, 1956, p. 58)

Esta forma “clara y categórica”, es la que se extrae, como razón subyacente, de la propia norma de derecho sustantivo, evitando que el juez, en su ánimo por impartir justicia, decida él mismo a quién corresponde la carga de la prueba. Ello, por la simple razón que:

Una distribución errónea de la carga de la prueba puede inducir al juez a conclusiones erróneas y, por consiguiente, a una sentencia errónea, aun cuando no está en cuestión propiamente la aplicación de una norma sobre carga de la prueba, creyendo el juez haber llegado (si bien a base de error) a una aclaración completa de la situación de hecho. (Rosenberg, 1956, p. 61)

Las consideraciones precedentes llevan a Rosenberg a la siguiente conclusión: “La distribución proporcionada e invariable de la carga de la prueba es un postulado de la seguridad jurídica, sostenidos justamente por los prácticos y defendido también por los partidarios de teorías discordantes” (Rosenberg, 1956, p. 59). Así, las reglas de onus probandi funcionan en este registro como una norma de clausura (con un contenido preciso, general y uniforme) que, más allá de su conexión con la prueba de la verdad de las proposiciones empíricas afirmadas y la pertinencia de las pretensiones de las partes, viene a precisar, bajo ciertos supuestos, el contenido de la sentencia judicial, indicando, de manera previa, qué parte ha de resultar vencida.

La conexión que realiza Rosenberg entre las ideas de “incertidumbre”, “aplicación regular y uniforme de las reglas” y “seguridad jurídica”, con todo, solo parece entregar razones que justifican la existencia de reglas sobre carga de la prueba desde una perspectiva objetiva, esto es, quién ha de soportar las consecuencias adversas por la falta o insuficiencia de la prueba. Una cuestión distinta es ¿Por qué una parte ha de soportar las consecuencias adversas?

Ante esta cuestión, Rosenberg repasa una serie de teorías en competencia para explicar la opción: la justicia conmutativa; el principio dispositivo; el contradictorio; la estructura del proceso, etc., sin que ninguna resulte satisfactoria (Rosenberg, 1956, pp. 83-90). Sin darse por vencido en la búsqueda de un principio general llega finalmente a la idea de que “cada parte debe afirmar y probar los presupuestos de la norma que le es favorable” (Rosenberg, 1956, p. 91). Principio que, sin ser en lo esencial diverso a la sentencia de Paulo13, complejiza y desarrolla luego articulándolo con las ideas de normas constitutivas, destructivas, impeditivas o excluyentes. Así las cosas, la formula canónica cristaliza en la siguiente idea:

La declaración del juez, de que un derecho existe, y la consiguiente condena del demandado puede y debe hacerse sólo a base de la norma constitutiva de derecho, en cuanto no se comprueben también, los supuestos de una norma impeditiva o destructiva o exclusiva de derecho justificando la aplicación de esta norma con el resultado de que se declare la no-existencia del derecho y, por consiguiente, se rechace la demanda. (Rosenberg, 1956, p. 103)

Como se ve, se trata de una explicación normativa de la dimensión objetiva de la carga de la prueba que busca justiciar qué ha de probarse, quién ha de soportar el juicio adverso y porqué dicho juicio será, en efecto, adverso a una de las partes. Es decir, estas reglas instancian una generalización normativa que privilegia la seguridad jurídica frente a otros criterios en competencia y, a partir de esta decisión (legislativa), la regla se atrinchera con un carácter imperativo para el juez en la fase de aplicación del derecho positivo.

Pero, aun suponiendo que la explicación precedente sea correcta en lo que a la dimensión objetiva toca; resta por ver si no habrá, desde una perspectiva subjetiva, razones subyacentes de carácter epistemológico.

En su dimensión subjetiva, las reglas sobre carga de la prueba nos indican quién debe aportar la prueba y no quién debe soportar la decisión adversa. Rosenberg, al subordinar la dimensión subjetiva a la objetiva, reconoce que las reglas sobre carga de la prueba en este ámbito son importantes, pero no se detiene en una consideración especial sobre sus razones subyacentes. Ello no implica, en todo caso, que ellas no existan.

Bravo, en un interesante estudio de 2013, luego de distinguir entre las razones subyacentes de primer y segundo orden, propone como candidatos de justificación de las reglas sobre onus probandi en su dimensión subjetiva, los siguientes: ilicitud; statu quo; normalidad; excepcionalidad y beneficio (Bravo, 2013, pp. 24-35). Y luego de realizar un examen atento sobre los argumentos comúnmente esgrimidos para justificar la adopción de uno de estos criterios por sobre los otros, concluye:

En suma, el criterio del beneficio es el mejor candidato como justificación subyacente de primer orden para las reglas generales de distribución del CC, por sobre el statu quo, la normalidad y la excepción. Y la justificación de segundo orden del criterio del beneficio, es que con él se logra que los hechos queden finalmente probados en juicio porque construye un entramado de incentivos para que la carga de la prueba quede en cada uno de los actores antagónicos que tienen mayor interés en ser diligentes con la prueba de esos hechos. (Bravo, 2013, p. 36)

Así, beneficio e incentivo (por lo menos desde la perspectiva del derecho civil) son los dos criterios que justifican la instanciación de las reglas de distribución. En otras palabras, esto quiere decir que el legislador asume que por “regla general” las partes tiene un interés comprometido en la prueba de los hechos y, por lo mismo, “en general” el sistema civil de distribución de carga probatoria incentiva a cada parte a probar los supuestos de hecho de la norma afirmada: el acreedor afirmará y probará así la regla constitutiva, mientras que el deudor, la correlativa extintiva, impeditiva o exceptiva. Pero claro, llegados a este punto, resulta evidente la conexión entre el interés y los incentivos con la dimensión objetiva de la carga, sin la cual, como insiste Rosenberg, aquellas razones no se explican.

Ahora, me parece, estamos en condiciones de volver a la segunda cuestión que había movilizado nuestro trabajo: ¿Cuáles son las razones subyacentes para el establecimiento de las reglas sobre carga de la prueba?

En su dimensión objetiva, las reglas sobre onus probandi se justifican por su conexión necesaria con el derecho material que comanda la relación jurídica. De tal suerte que ellas tributan, gracias a su predictibilidad, a la idea de seguridad jurídica. En su dimensión subjetiva, las reglas sobre onus probandi también tributan al derecho material que disciplina la relación entre dos sujetos de derecho, y es dicha conexión la que justifica la atribución de un interés y un incentivo para las partes. Como se aprecia, las reglas de carga de la prueba no se vinculan sino indirectamente con cuestiones propiamente probatorias (al modo como las entiende el derecho probatorio). Por lo mismo, su rendimiento teórico y práctico no puede depender de consideraciones meramente epistemológicas, sino de opciones normativas que se vinculan con la razón de ser de un ordenamiento jurídico. Ante todo, las reglas sobre carga de la prueba, como cualquier regla jurídica, promueven una ordenación regular de la vida social que requiere, para su normal desenvolvimiento, no solo de reglas, sino de mecanismos claros de producción, transformación y aplicación de las mismas. Siendo indispensable que, por lo menos a nivel de aplicación de las normas jurídicas, ellas sean opacas a sus razones subyacentes, pues, como he dicho al inicio de este trabajo, si ello no es así, no se las puede considerar verdaderas reglas. Y sin reglas de derecho que disciplinen la conducta, resulta difícil hablar de un verdadero “ordenamiento” jurídico.

Por lo anterior, la razón de ser de las reglas de carga de la prueba (al igual que todas las reglas jurídicas), como una y otra vez afirma Rosenberg, hay que situarla en la idea de seguridad jurídica. Es esta idea la que, por lo menos a nivel de aplicación de la regla, garantiza la corrección de un fallo judicial. Evidentemente habrá casos en los que el carácter subóptimo de las reglas de distribución suponga un perjuicio para una de las partes, pero ese es el precio a pagar por evitar un peligro todavía mayor: la equidad cerebrina.

V. Las reglas imperativas de carga de la prueba como antídoto contra la justicia cerebrina

Las reglas sobre onus probandi, como he pretendido mostrar, se justifican desde una perspectiva normativa (y no por su compromiso por la averiguación de la verdad de los hechos). Y, desde esa misma perspectiva, no solo le indican al decisor que tiene la jurisdicción para resolver; sino que le señalan cómo debe fallar. Es decir, las reglas que regulan la carga de la prueba tienen un carácter imperativo.

Decir que las reglas sobre carga de la prueba tienen un carácter imperativo implica que ellas no solo atribuyen a ciertos sujetos (de derecho) la potestad para tomar decisiones respecto a una determinada categoría de sucesos; sino que dicha toma de decisión está condicionada en su contenido por las propias reglas. Esta cuestión se funda en la distinción entre reglas que “crean” una cierta jurisdicción y reglas que señalan la “sustancia de su ejercicio” (Schauer, 2004, p. 231). Las reglas imperativas, por su propia naturaleza, están llamadas a colmar de manera significativa el campo de ejercicio de una potestad decisoria, entregando razones por las cuales su destinatario ha de seguir un curso de acción en desmedro de otro.

La división entre reglas constitutivas y reglas imperativas descansa, desde una perspectiva metaepistémica, en una opción política de distribución del trabajo mediante la atribución de jurisdicción y competencia entre los diferentes poderes del Estado. Puesto que las reglas constitutivas atribuyen a ciertos sujetos la potestad para tomar decisiones respecto de una determinada categoría de sucesos sin mayores restricciones; ellas por regla general estarán reservadas para los poderes nomotéticos del Estado (Legislativo y Ejecutivo, en menor medida). Esto explica por qué el producto de la actividad propia del poder legislativo (la ley), supone un significativo grado de transparencia entre las razones subyacentes y la regla resultante. Es en la discusión nomotética que se verifica en sede legislativa donde las razones subyacentes en competencia son evaluadas de forma pública antes de atrincherarse en normas propiamente tales. Lo anterior no debe sorprender, pues las reglas constitutivas son propias y características de la función creadora de derecho y no de la función de aplicación del mismo.

En este reparto (político) de poder, a los órganos jurisdiccionales les ha tocado la función de “aplicación” de la regla (aun cuando ésta suponga, por cierto, la interpretación de la misma). En teoría esto se traduce en que el Poder Judicial y los órganos que lo integran, en el ejercicio de la función jurisdiccional (fallar conforme a derecho) pueden ser considerados como un poder políticamente nulo o inexistente (Atria, 2016, p. 213).

En efecto, la función jurisdiccional, en este sentido, carece de una finalidad exorbitante a la regla de derecho misma (a diferencia de lo que ocurre con la función legislativa y ejecutiva), constituyendo su razón de ser la aplicación correcta de la norma jurídica, pues:

La ley correlaciona casos genéricos con soluciones genéricas, y la función del juez es declarar que un estado de cosas sometido a su conocimiento corresponde o no a un caso genérico correlacionado por la ley con una solución genérica (o si las propiedades que definen el caso genérico son o no verdaderas en el caso del que está conociendo) de modo que este deba o no ser correlacionado con la solución específica correspondiente a la solución genérica contenida en la ley. (Atria, 2016, p. 204).

Así, a diferencia de lo que ocurre con los otros poderes del Estado, la función jurisdiccional demanda una estructura preexistente (la ley, en sentido general) que, instanciada de forma legítima, expresa la voluntad soberana (del pueblo). Y, respecto a dicha estructura (la ley), su función se vuelve “opaca”, es decir, no le es dable en el cumplimiento de su función hacer al juez “transparentes” las razones subyacentes que justificaron legislativamente su establecimiento (Atria, 2016, p. 149).

Es desde esta perspectiva que hay que entender el carácter imperativo de las reglas sobre carga de la prueba: ellas representan, en tanto normas ancladas al derecho material, opciones políticas que por su propia naturaleza funcionan (o debiesen funcionar) como verdaderas reglas jurídicas y no como razones subyacentes, de primer o segundo orden, a la función jurisdiccional.

Pero no solo hay argumentos metaepistémicos para afirmar el carácter imperativo de las reglas sobre onus probandi. Desde una perspectiva epistémica, si se piensa ahora en los riesgos de error presentes en la secuela de un proceso judicial y la forma en que estos han de ser (normativamente) distribuidos entre las partes, nuevamente resulta que existen buenas razones para defender el carácter imperativo de las reglas sobre carga de la prueba.

Es cierto que, dado el carácter subóptimo de las reglas en general, las normas sobre carga de la prueba conducirán, a veces, a resultados no deseados. Y, puesto que ello necesariamente ha de ocurrir, tal vez, liberar al órgano jurisdiccional de las mismas, pudiese parecer una buena estrategia. Sin embargo:

Cuando los decisores no se encuentran encadenados a reglas y tienen, por consiguiente, la potestad para inquirir sobre cualquier factor que pueda llevar a la mejor decisión para el caso particular, podría sencillamente ocurrir que no tomen la mejor decisión. Liberados para examinarlo todo, con frecuencia los decisores no emplean esa libertad con sabiduría, sino que hacen uso de factores que podrían producir el mejor resultado para generar, en su lugar, un resultado inferior. A diferencia de los errores que son consecuencia necesaria incluso de la aplicación correcta de reglas simplificadoras, los errores de los que ahora debemos ocuparnos surgen de la aplicación incorrecta de un procedimiento de decisión particularista teóricamente optimizador. (Schauer, 2004, p. 212)

Epistémicamente hablando, las reglas sobre carga de la prueba están diseñadas para identificar las afirmaciones sobre los hechos importantes (constitutivos, extintivos, impeditivos, modificatorios, etc.), señalando tanto quién tiene el interés en dicha prueba, dados los incentivos que ofrece el sistema, como quién ha de soportar los efectos adversos de un fallo judicial, cuando exista incertidumbre sobre la prueba. Desde una perspectiva lógica, estas reglas correctamente aplicadas debiesen conducir, por regla general, a un resultado epistemológicamente adecuado, sin necesidad de inquirir sobre cualquier otro factor que pueda llevar a la mejor decisión para el caso particular.

Pues bien, se trate de razones metaepistémicas o epistémicas14. Las reglas sobre carga de la prueba tienen un carácter imperativo. Dirigidas primeramente al juez le indican a este no solo cuándo ha de aplicarlas sino cuál ha de ser el contenido de su decisión. Con ello se busca que, en la aplicación del derecho, el decisor no se desvíe de la regla en virtud de lo que él cree es la ratio iuris de la misma.

Por desgracia, algunas veces los jueces olvidan la naturaleza propia de la función jurisdiccional y, por lo mismo, el carácter imperativo de las reglas de derecho. Las razones para esto pueden ser múltiples y variadas. Sin embargo, dentro de las más peligrosas (razones) hay que contar aquellas que justifican la desviación de la regla en función de la justicia de la decisión. El peligro de este tipo de desviación es que, potencialmente, tiene la aptitud de vestir la mera arbitrariedad con el ropaje siempre lustroso de la justicia.

Los juristas medievales llamaron “aequitas martiniana”, “aequitas bursalis”, “aequitas cordis sui”, “aequitas de corde suo inventa”, “ficta aequitas”, “aequitas qui excogitat quis ex ingenio suo”, “aequitas capitanea”, a este tipo de desviación en la interpretación y aplicación de la ley por parte del juez. Para que surgiera este problema, sin embargo, fue menester algún grado de formalización del derecho y que además dicha formalización fuera la que lo suscitara. Así lo muestra, por lo demás, la historia dogmática de tales acepciones de la equidad.

El punto de partida del problema se halla en una doble consideración del concepto de equidad. Por una parte, este se puede considerar como la ratio iuris presente en la regla de derecho que demanda la igual aplicación de la norma (uso la expresión norma como sinónimo de regla) en todos los casos similares. Esta acepción recibe el nombre de aequitas constituta, cuya fuente es el propio derecho positivo (uso este término para referirme al derecho sancionado por la autoridad y no en el sentido moderno del mismo). Por otra, la equidad puede ser entendida como un principio exorbitante a la regla de derecho cuyo propósito es, precisamente, salvar el carácter subóptimo inherente a la misma, mediante el uso de la razón natural. A este tipo de equidad se lo denomina, aequitas non constituta o aequitas nuda (Guzmán, 2011, pp.78-79).

La tensión entre ambas acepciones del concepto de equidad se produjo ya en la Edad Media a propósito de la interpretación de las leyes inter aequitate (Cod. Iust. 1,14,1), Placuit (Cod. Iust. 3, 1, 8) e In ómnibus quidem (Dig. 50, 17, 90). La primera de ellas le entregaba al emperador la potestad exclusiva para derrotar la norma de derecho positivo en razón de la equidad. Los dos restantes, conferían igual potestad a jueces y doctores de la ley. Así las cosas, había que resolver la incompatibilidad que existía, a primera vista, entre dichos textos.

Las soluciones fueron variadas, pero dos concentraron la discusión doctrinal: la de Búlgaro y la de Martino. Para el primero, en realidad no existía ninguna antinomia normativa, toda vez que la primera ley (inter aequitate) reservaba al emperador, y solo a él, la posibilidad de actuar conforme a la aequitas non constituta y mediante ella crear, modificar y derogar el derecho. Por el contrario, jueces y doctores de la ley únicamente podían moderar el rigor del derecho apelando a la aequitas constituta, es decir, a la equidad contenida ya en el derecho que permitía, en ciertos casos, que una misma disposición se interpretara de una forma diversa.

Martino, por el contrario, pensó que tanto la aequitas constituta como la nuda podían ser aplicadas por jueces y doctores, además del emperador. Para conciliar las tres leyes Martino simplemente distinguió el tipo de interpretación y la fuerza obligatoria de la misma. Si la interpretación la realizaba el emperador, ella era obligatoria y general; si la realizaba el juez, ella era obligatoria, pero particular, y si quien interpretaba era un doctor de la ley, dicha exégesis no era ni obligatoria ni general.

La disputa, finalmente, se zanjó a favor de Búlgaro y la propuesta de Martino fue descartada, no sin antes servir de rótulo para designar de forma peyorativa a toda doctrina sobre la equidad (judicial) que pretende justificarse más allá de la ley.

El recelo a la equidad martiniana no disminuyó con el tiempo, sino todo lo contrario. Y los juristas ilustrados, aún más involucrados con la racionalización del derecho, muy pronto comenzaron a referirse a la misma como aequitas cerebrina a fin de “aludir al uso, en la interpretación, de una falsa equidad, arbitraria, aparente o fantástica, forjada con la imaginación o el sentimiento, de modo que no resulta nada más que una suerte de pretexto para torcer el sentido de las leyes” (Guzmán, 2011, p. 241).

De alguna manera, es esta aversión a la equidad cerebrina la que en buena medida anima, también, la obra de Rosenberg. De ahí el sentido claro y preciso del siguiente párrafo que, por su importancia, reproduzco íntegramente:

El legislador que regula una relación de la vida no puede ni debe proponerse ningún otro fin mejor -a menos que le obliguen consideraciones históricas o de otra clase- que el de satisfacer las exigencias de la justicia y la equidad; en efecto, en los trabajos preparatorios del Código Civil vemos con frecuencia que deciden reflexiones de esta índole cuando la distribución de la carga de la prueba se presenta como dudosa. Pero si el juez quisiera gobernar el barco del proceso singular siguiendo la estrella de la justicia, se expondría a las tempestades e inseguridades propias de alta mar y zozobraría. Y se destruiría totalmente la esencia del proceso. El individuo que decide libremente según la justicia, decide conforme a sus sentimientos, y no de acuerdo con principios. Desaparecería toda seguridad jurídica. Pues la justicia se manifiesta en cada cabeza de modo distinto. La sentencia así lograda parecería arbitraria a las partes, y tal vez no estuvieran tan equivocadas al respecto. Sólo la justicia acrisolada a través de los siglos y configurada por el legislador, sólo la propia ley puede ser pauta y guía para el juez. (Rosenberg, 1956, p. 85)

La propensión a la equidad cerebrina, por desgracia, no es fácil de erradicar. Y ello debido no solo al carácter subóptimo de toda regla jurídica, sino a la existencia de teorías que, bajo diversos rótulos y con argumentos bastante persuasivos, nos invitan a considerar (antes y hoy) las bondades de abolir las reglas, sobre todo cuando ellas no tributan de manera consistente a las razones subyacentes que dichas teorías les atribuyen. Sin embargo, me parece que, incluso en aquellos casos en que las reglas jurídicas son más sensibles a razones epistemológicas (sean estas de primer o segundo orden), como ocurre con las disposiciones relativas al derecho probatorio, los riesgos que conlleva la existencia de normas meramente constitutivas a favor de los órganos jurisdiccionales son mayores aun que aquellos derivados de un sistema de ponderación tasada o mixta (Benfeld, 2018; Stein, 2013; Summers, 1999). Con ello no afirmo, en caso alguno, que los sistemas de valuación tasada sean (epistemológicamente hablando) superiores a los de libre ponderación de la prueba judicial, sino simplemente, como dice Rosenberg, que las reglas que regulan la prueba judicial (entre ellas las de carga de la prueba) no han de ser evaluadas única y exclusivamente desde su aptitud o ineptitud para producir prueba, pues nunca hay que olvidar que la prueba judicial tributa al proceso y este al derecho en general. Y, la correcta aplicación del derecho no se reduce nunca a la verificación de las afirmaciones fácticas que activan las consecuencias normativas de un precepto particular, sino a la aplicación, en la especie, de todas las normas que como sistema condicionan los efectos de la norma particular en el caso judicial.

VI. Conclusiones

No me parece necesario añadir a esta investigación nada más sobre el carácter imperativo de las reglas sobre onus probandi y su justificación política y epistemológica como antídoto contra la equidad cerebrina. Sin embargo, quisiera sumar, a modo de cierre, que la sujeción del juez a la ley, más allá de las pretensiones de los abolicionistas, no solo garantiza la seguridad jurídica dentro de un determinado ordenamiento, sino que hace perceptibles dentro del mismo, lo que Schauer ha denominado, las “virtudes silenciosas”.

Cuando los jueces actúan guiados por el derecho (positivo), no solo están en mejor pie para realizar la justicia (por lo menos desde una perspectiva formal conforme con el principio de universalización) y generar en la comunidad mayor confianza en el sistema, a través de una eficiente gestión de los recursos destinados a solucionar las controversias jurídicas de una manera estable en tiempo (seguridad). Sino que además de esto, las reglas jurídicas, y entre ellas las de carga de la prueba, tienen la virtud de simplificar significativamente los procesos decisorios, evitando que los jueces deban siempre (y en cada caso sometido a su conocimiento) considerar todos y cada uno de los factores relevantes en la toma de decisión. Esto permite, a su vez, que ellos se concentren solo en aquellos factores que en la regla aparecen instanciados como generalizaciones atrincheradas. Esta focalización, así mismo, es congenial con la idea de reparto de poderes en un Estado de Derecho democrático y constitucional que, junto con conferir poderes de decisión a los diferentes órganos públicos, estatuye mecanismos de control para garantizar la igualdad ante la ley a todos los miembros del cuerpo social. De forma tal que:

En la medida en que las reglas constituyen también con frecuencia mecanismos deseables para limitar la jurisdicción y, en consecuencia, para limitar el poder, y en la medida en que constituyen también con frecuencia mecanismos deseables para la distribución de la responsabilidad en un mundo complejo, su fuerza se hace sentir no sólo en el caso anómalo, sino en todos los casos. (Schauer, p. 2004, p. 299)

Así las cosas, si los abolicionistas insisten en su programa de desactivación (total o parcial) de las reglas reguladoras de la prueba, en general y de las de onus probandi, en particular, tendrán que ofrecer razones que no solo justifiquen la importancia de la averiguación de la verdad en un proceso judicial, sino que, por sobre todo, justifiquen el sacrificio de los valores político-jurídicos que funcionan como razones subyacentes al establecimiento de dichas reglas, cuyo efecto en el proceso es (desde su establecimiento) una morigeración del poder a favor de la seguridad jurídica, condición necesaria para la realización (formal) de la justicia (Radbruch, 2014, p. 44).

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[1]No me interesa aquí la discusión sobre si la distinción entre normas de derecho sustantivo y normas de derecho adjetivo es o no correcta y cuál es el fundamento de la misma (vid. Calamandrei, 1996, pp. 366-373). Simplemente quiero, con el uso de estas categorías, distinguir las normas directamente concernidas con la regulación del proceso judicial de aquellas que no lo están.

[2]Es decir, en la presente investigación me concentraré en la idea básica de carga de la prueba (incumbe probar la existencia de las obligaciones o su correspondiente extinción, al que alega aquéllas o ésta), tal como ha sido recogida y desarrollada en sede civil. En consecuencia, no exploraré ni me detendré en los conceptos asociados a la misma (presunciones, régimen de ponderación, etc.).

[3]Uso aquí la expresión “derecho probatorio” para referirme a una rama jurídica independiente del derecho procesal, concernida más bien con problemas de carácter analíticos, conceptuales, lógicos y epistemológicos presentes en la prueba de las proposiciones empíricas dentro de un proceso judicial. Aunque esta orientación del derecho tiene una larga tradición en el mundo anglosajón, en el contexto de la tradición jurídica continental es más bien reciente (Coloma, 2016, pp. 50-55).

[4]Conviene aquí recordar la historia que el propio Bentham usó para ejemplificar aquella “loca erudición” que representaba el formalismo: “Estaba yo presente en el Tribunal del banco del rey, en la sala Westminster, cuando el célebre Wilkes, después de haberse sustraído algún tiempo a la sentencia que esperaba, se presentó de improviso para recibirla. No es fácil imaginar hasta qué punto esta comparecencia inesperada sorprendió y confundió a los jueces. La forma procesal requería, no que se presentase él mismo, sino que apareciese remitido por el sheriff; fallando esta forma, el desconcierto de la justicia era verdaderamente cómico. Al fin se le dijo: ´señor, particularmente quiero creer que usted se encuentra ahí, ya que usted lo dice y yo lo veo; pero no existe ningún antecedente de que la corte, en situación parecida, haya creído que debía fiarse de sus propios ojos; por tanto, nada tiene que decirnos´. ¿Quién le dirigía ese discurso? Uno de los más grandes genios de Inglaterra; mas ¿de qué sirve el genio cuando se encuentra oprimido por reglas que obligan a que un hombre tenga ojos y no vea y orejas y no oiga?” (Bentham, 1825, p. 6.) El célebre Wilkes es John Wilkes (1725-1797); y el sabio juez al cual se refiere la cita es lord Mansfield (William Murray, 1st Earl of Mansfield, 1705-1793). Véase también, Bentham, J. (1843). The Works of Jeremy Bentham. London: published under the Superintendence of his Executor, John Bowring, Simpkin, Marshall & co., pp. 45-46. Vid. Para una aproximación sintética sobre el formalismo jurídico y su pretendida superación en el ámbito de Common Law, véase: Tamanaha, B. (2014). The Mounting Evidence Against the ‘Formalist Age. Texas Law Review, 92, 1667-1684.

[5]En el contexto de la teoría racional de la prueba judicial, la “verdad material” supone cierta correspondencia entre los enunciados empíricos y la realidad. En tal sentido se opone a la denominada “verdad formal”, término con el que se alude a un cierto resultado obtenido por la aplicación de las reglas procesales, sea este correspondiente o no con la realidad.

[6]Una de las cosas interesantes de toda admonición abolicionista es, precisamente, que parte de la constatación de que efectivamente las normas jurídicas objeto de su ataque existen como tales y, en consecuencia, la crítica y los argumentos en que ella se sustenta representan un trabajo de lege ferenda que, en tanto tal, resulta difícil advertir su poder explicativo del fenómeno jurídico y, mucho menos, la utilidad práctica que tales teorías puedan prestar a los operadores jurídicos (Benfeld, 2018).

[7]Para un estudio pormenorizado del origen de este artículo, que consagra en sede civil la idea nuclear sobre carga de la prueba, y su conexión remota con la sentencia de Paulo dentro del proceso formulario romano, pasando por su recepción en el derecho común y su formalización en el artículo 315 del Code, véase Carvajal, P. (2012). Non liquet! Facilidad probatoria en el proyecto de un nuevo código procesal civil. Revista Chilena de Derecho, 39(3), 565-604. Carvajal, P. (2014). Onus probandi: la formación del artículo 1.698 del Código Civil de Chile. Fundamina 20(1), 125-133. Para un análisis sobre la influencia del Code sobre la codificación continental en general, véase Van Rhee, R. (2011). Tradiciones europeas en el procedimiento civil: una introducción. Revista de Estudios de la Justicia, (15), 15-42. Y sobre la influencia del mismo código en Sudamérica, véase. Guzmán, A. (2017). La fijación y la codificación del derecho en Occidente. Valparaíso: Ediciones Universitarias de Valparaíso.

[8]En teoría, y siguiendo con nuestro artículo 1698 (sobre carga de la prueba), habrá casos en que no será posible saber de forma clara a qué sujeto procesal corresponde en la especie la carga de la prueba.

[9]Cuestión que explica por qué resulta también una impropiedad terminológica hablar de “reglas técnico-instrumentales” de carácter metodológico en el ámbito de las ciencias factuales. En ellas (las ciencias particulares), el compromiso con la averiguación de la verdad mediante la descripción objetiva de la realidad no permite que las estrategias coadyuvantes al proceso (pautas conductuales, por ejemplo) cristalicen en reglas propiamente tales, pues en la medida que los “hechos” indican el camino, las acciones y estrategias particulares deben acomodarse a los hechos y no al revés.

[10]No se puede omitir en este lugar, por cierto, las aportaciones de G. Micheli en la conformación de la concepción moderna de la carga de la prueba. Véase Micheli, G. (2004). La Carga de la Prueba. Bogotá: Editorial Temis.

[11]En realidad, este asunto es, incluso más complejo, pues de alguna manera la “cuestión normativa” afecta también (más allá de la averiguación de la verdad de una proposición empírica) la propia idea de libre valuación de la prueba y su pretendida base epistemológica. Pues si en definitiva la “calificación” del hecho que sirve de supuesto a la norma está indisolublemente ligado con una consideración sustantiva de la misma, resulta que en la valuación del hecho pueden incidir no solo “razones empíricas”, sino también “conceptos” y “valores” que determinan con igual o mayor intensidad la calificación de un “hecho” como “supuesto” (González Lagier, 2018, pp. 16-19).

[12]El desconocimiento de la naturaleza normativa de las reglas sobre carga de la prueba y las razones subyacentes que animan su establecimiento en cualquier sistema probatorio es lo que induce a error a los abolicionistas. Ellos, al parecer, piensan las reglas sobre onus probandi desde una perspectiva instrumental condicionada a un resultado: la prueba de la verdad de las proposiciones empíricas. Sin embargo, una vez que realizan el ejercicio hipotético de supresión de las reglas sobre carga de la prueba se ven obligados a introducir en el sistema otras normas de clausura que, con otro nombre, viene a realizar la misma función. Esto es lo que, creo, ocurre con Nieva cuando luego de descartar la regla general de carga, le asigna la misma función (en su dimensión objetiva) a la “cosa juzgada” (Nieva, 2019, p. 44). Algo parecido pasa con Ferrer, quien pese a reconocer la imposibilidad de prescindir de tales reglas, por lo menos desde una dimensión “objetiva”, sigue pensando que ellas, en su dimensión subjetiva no tienen cabida dentro de un sistema de libre ponderación de la prueba judicial. En este autor, lo que falla es la comprensión de la recíproca dependencia de ambas dimensiones de la carga de la prueba (Ferrer, 2019, p. 57). Igual confusión se observa en la llamada teoría procesal de la carga dinámica (sobre el desarrollo de esta teoría, sus partidarios y una extensa bibliografía, véase Falcón, 2009, pp. 314-321). Esta no solo falla en la identificación de la naturaleza de las reglas sobre carga de la prueba y de las razones que las justifican dentro de un sistema, sino que pretende justificarlas desde una perspectiva epistemológica asimilándola a criterios móviles condicionados por su resultado (obtención de la verdad), pero sin renunciar a la afirmación de que se trata de verdaderas reglas de derecho. Para complejizar aún más las cosas, a la confusión entre las cuestiones de hecho y derecho, suma esta teoría una constelación de conceptos (facilidad, disponibilidad, accesibilidad, etc., probatorias) que, a fin de cuentas, no conducen a ninguna solución diversa de la que se obtendría por la aplicación de las normas de derecho sustantivo (Palomo, 2013; Vidal y Brantt, 2012).

[13]“(E)i incumbit probatio qui dicit, non qui negat” (“incumbe la prueba al que dice, no al que niega”) D. 22.3.2. A diferencia de lo que acontece con el artículo 1698, inciso primero, del Código Civil chileno, tanto el principio establecido por Rosenberg (como la propia sentencia de Paulo) parecen tener mayor extensión que el referido artículo. Esto permite, a su vez, que los problemas de sobre- o infrainclusión de la regla sean menores, toda vez que normativamente el contenido de las disposiciones de derecho sustantivo indicará en cada caso quién tiene interés en probar qué. Cuestión que puede perfectamente variar de un caso a otro. Aunque esta variación dependerá más del juego particular de las normas involucradas en la relación que de sus hechos particulares. De ahí que Rosenberg insista en que las reglas sobre carga de la prueba se derivan, en su dimensión objetiva, de las disposiciones de derecho sustantivo y, a su vez, que las reglas sobre carga en su dimensión subjetiva, dependan de su principio general objetivo.

[14]En realidad, lo que ocurre con las reglas de onus probandi es un entrecruzamiento de razones epistémicas y metaepistémicas que justifican, dentro del sistema procesal, la existencia de tales reglas, toda vez que ellas ofrecen una solución normativa a un problema epistémico: la resolución de un caso en condiciones de incertidumbre sobre los hechos. “En esas condiciones de incertidumbre y responsabilidades divididas, la carga de la prueba y sus conceptos acompañantes de deferencia y presunción juegan un rol importantísimo. Esos conceptos nos dicen justamente cuán seguro ha de estar el sistema jurídico para alcanzar una conclusión particular y, de manera indirecta, le indican al sistema qué debe suceder en el caso en que no esté suficientemente seguro. Al especificar cuánta confianza debe tener el derecho para producir una solución jurídica particular, en especial la carga de la prueba refleja valores sustantivos más profundos, y no sólo procesales, que varían dependiendo de las consecuencias de esa solución” (Schauer, 2013, p. 224).

[15]Artículo de reflexión. La presente investigación ha sido realizada dentro de la ejecución del Proyecto Fondecyt Regular n.º 1200232, denominado: “El derecho en los hechos. Formulación de un concepto normativo-jurídico de sana crítica como sistema institucional de ponderación libre de la prueba judicial”. Grupo de investigación Ciencias Jurídicas y Ciencias Políticas. Investigador responsable: Johann Benfeld; co-investigador: Jorge Larroucau. Proyecto financiado por el Fondo de Desarrollo Científico y Tecnológico de Chile (ANID).