A favor de la carga de la prueba*

 

Resumen

Dos intentos críticos difundidos en los últimos cuarenta años han arremetido, a su manera, contra la carga de la prueba, sumando cierto atractivo al debate sobre el antiguo problema de la falta de prueba al resolver. El primero es la teoría de la carga dinámica de la prueba, promovida desde la década del 80 en Latinoamérica, con alguna aceptación de la doctrina y jurisprudencia; el otro es bastante reciente y su esbozo proviene de autores europeos, a partir de un resurgimiento del escepticismo acerca del onus probandi. Sin embargo, del análisis de estas propuestas no se obtienen fundamentos mínimamente sólidos, por lo que cabe reafirmar la utilidad de la carga de la prueba como un sistema de reglas preestablecidas.

Palabras clave:

carga de la prueba, carga dinámica de la prueba, utilidad de las reglas de , onus proband;,, activismo judicial.


Abstract

Two critical attempts spread over the past forty years have, in their own way, attacked the burden of proof, adding some appeal to the debate on the age-old problem of lack of proof when it comes to ruling. The first is the theory of the dynamic burden of proof, promoted since the 1980s in Latin America, with some acceptance by doctrine and jurisprudence; the other is quite recent and its outline comes from European authors, from a resurgence of skepticism about onus probandi. However, the analysis of these proposals does not provide a minimally sound basis, so the usefulness of the burden of proof as a system of pre-established rules should be reaffirmed.

Key words:

burden of proof, dynamic burden of proof, usefulness of onus probandi rules, judicial activism.

Resumo

Duas tentativas críticas divulgadas nos últimos quarenta anos atacaram, à sua maneira, o ônus da prova, gerando mais interesse ao debate sobre o antigo problema da falta de prova nos momentos decisivos. A primeira é a teoria da carga probatória dinâmica, promovida desde a década de oitenta na América Latina, com alguma aceitação da doutrina e jurisprudência; a outra tentativa é bastante recente e seu esboço provém de autores europeus, a partir do ressurgimento do ceticismo sobre o onus probandi. Porém, da análise destas propostas não se obtém fundamentos minimamente sólidos, o que facilita a reafirmação da utilidade do ônus da prova como um sistema de regras pré-estabelecidas.

Palavras-chave:

ônus da prova, carga probatória dinâmica, utilidade das provas de onus probandi, ativismo judicial.


Introducción

El estudio de la carga de la prueba tiene una extensa historia, y ya se lo ha transitado bastante. Sin embargo, cada tanto, la doctrina procesal se las ingenia para presentar, en torno a ella, debates que pueden resultar interesantes. La irrupción desde los años 80 de numerosos feligreses de la denominada teoría de la carga dinámica de la prueba y aisladas arremetidas actuales que proponen erradicarla o abolirla, han movido el avispero lo suficiente como para concitar la atención de propios y extraños. Se abre así un panorama bastante atractivo y que descubre, por lo menos, que las vicisitudes en torno al onus probandi están lejos de agotarse definitivamente. Sobre todo, porque en ese campo de batalla ―como trasfondo y de manera menos perceptible- también se libran luchas políticas, filosóficas e ideológicas.

Desde tiempos inmemoriales el hombre se ha preocupado por resolver el grave problema de cómo decide un juzgador cuando no puede formar su propia convicción a favor de una de las dos partes (Micheli, 1989, p. 4). Vestigios de esta aseveración la encontramos en una célebre obra escrita en fecha no exactamente determinada, pero que puede situarse en la segunda mitad del siglo II de nuestra era ―se estima que su autor vivió entre los años 125 y 175―: en el libro decimocuarto, capítulo II, titulado Disertación de Favorino, por consulta mía, sobre los deberes del juez de las Noctium Atticorum, se describe la preocupación que hace casi dos mil años ya despertaba el problema de tener que decidir ante la falta de pruebas y las reglas aplicables entonces (Gelio, 1959, pp. 169-173)1.

Al ocupar durante centurias el discurso jurídico de Occidente, la carga de la prueba puede postularse como un candidato adecuado para conseguir el estatus de institución probatoria universal (Damaška, 2015, p. 90). Su trascendencia práctica originó un formidable desarrollo teorético para erigirla en la carga procesal por antonomasia, destacándose entre sus virtudes que posibilita evitar el non liquet en la cuestión de derecho siendo dudosa la cuestión de hecho, al turno que prescribe el contenido de la resolución jurisdiccional en forma clara y categórica, al imputar a una parte la incertidumbre de una circunstancia de hecho y al hacer que esta incertidumbre redunde en provecho de la otra (Rosenberg, 1956, p. 58).

Por tanto, la elaboración de reglas de carga probatoria aparece como una solución racional y de carácter eminentemente jurídico para atender situaciones procesales donde la confirmación fáctica ha fallado o no ha brindado los resultados esperados. Uno de sus aspectos o funciones ―como regla de juicio- se aplica al momento de tomar la decisión sobre si se tiene por probada o verdadera una afirmación necesitada de prueba, supeditada a: i) que la práctica probatoria no haya arrojado resultado alguno o ii) que, de haberlo, no alcance el estándar de prueba requerido. Aunque vale destacar otra particularidad cuantitativamente aún más importante: constituye una guía e incentivo para la recaudación de fuentes y la práctica de medios probatorios. Ofrece así otra misión que no solo actúa en la esfera procesal: representa una regla de conducta para todas las personas. De esta dualidad funcional o doble aspecto de las reglas de la carga de la prueba2 nos hemos ocupado antes (Calvinho, 2016, pp. 36-41) en el afán de recuperar claridad expositiva ante ciertas categorías que poco ayudan -carga objetiva o formal y carga subjetiva o material, abstracta y concreta, burden of proof y burden of persuation-3 y la inclinación actual a atender, casi en exclusividad, la regla de juicio.

En lo sucesivo, analizaremos dos propuestas que se han conocido en los últimos cuarenta años, y que exhiben un fin en común: poner en tela de juicio la clásica concepción de la carga de la prueba. La primera, conocida como la teoría de la carga dinámica probatoria, a esta altura solo cosecha -por fin- merecidas críticas adversas. La segunda, no solo rechaza a la teoría antes mencionada, sino que hasta postula derechamente la abolición de la carga de la prueba. Ambas, sin dudas, tienen el gran mérito de propiciar un siempre enriquecedor debate, motivo por el cual dejaremos a salvo nuestra posición que defiende la necesidad de un sistema apropiado de reglas especiales y general -residual- de onus probandi.

1. De la teoría de la carga dinámica de la prueba, y su inevitable ocaso

Aportes autorales desplegados a lo largo del tiempo ―provenientes desde Paulo, en el siglo III, Domat y Pothier en los siglos XVII y XVIII respectivamente, hasta Chiovenda, Rosenberg y Micheli en la primera mitad del siglo XX, entre otros― fueron útiles para consolidar una tendencia más reciente hacia la elaboración de un sistema apriorístico de reglas que distribuyen las cargas probatorias. No obstante, esta forma de entender el fenómeno tuvo y tiene algunos detractores, quienes en general proponen una solución al problema de la falta de prueba al resolver de raíz casuística, donde el juzgador conforma la regla de juicio.

Al respecto, es digna de mención la queja de Bonnier (1869) ante algunas disparatadas ideas para resolver las cuestiones dudosas, que se basaban en el criterio que estimara pertinente el juzgador:

Unos quieren que se corte la diferencia por la mitad; otros proponen que se eche suertes, lo cual se ha realizado efectivamente en 1644, en la famosa sentencia de las támaras ó pajillas: esta sentencia se dió por un Juez de Melle que hizo sacar a los litigantes pajillas ó támaras que tenía entre los dedos. Afortunadamente para honor de la justicia, fué reformada por el parlamento de París. Lo arbitrario y ridículo que resulta del uso de tales medios, prueba cuán prudente es sentenciar pura y simplemente en favor del demandado. (p. 45)

Basta aquí destacar ―en resumidas cuentas y dejando por ahora de lado a unos pocos escépticos― que las posiciones sobre cómo solucionar el dilema de la falta de pruebas al resolver se agrupan en torno a dos ideas. La primera, apunta hacia un modelo conformado por reglas preexistentes de onus probandi de procedencia externa al juzgador; la segunda, por el contrario, se basa en la distribución discrecional de las consecuencias del déficit probatorio a cargo de la autoridad jurisdiccional.

En esta última variante ―siempre minoritaria― se inspira la denominada teoría de las cargas probatorias dinámicas, que pasamos a examinar.

1.1. La etapa temprana

En 1984 se publicó en la República Argentina un artículo de apenas tres páginas (Peyrano y Chiappini, 1984) el cual, a la postre, generó un sinnúmero de discusiones en Latinoamérica. Retomando en alguna medida una tendencia entonces ya superada en debates doctrinarios alemanes4, sus autores defienden la tesis de otorgar, en ciertos casos, un poder a los jueces para distribuir, al sentenciar, las consecuencias de la falta de prueba del dato necesitado de ella. Y se le concede una denominación que, a primer golpe de vista, resulta muy atractiva: nace así la alusión a las cargas probatorias dinámicas5.

La usina doctrinaria y jurisprudencial que ha impulsado desde sus albores a la llamada teoría de las cargas probatorias dinámicas ―también conocida como carga dinámica de la prueba o carga de la prueba compartida6― se sitúa principalmente en la ciudad de Rosario, a través de entusiastas seguidores que la instalan y propagan sin detenerse en los contundentes reparos que le vienen planteando acreditados doctrinarios de Europa y América a esta clase de soluciones7.

En el artículo que se reputa fundacional8, Peyrano y Chiappini (1984) comienzan su exposición refiriéndose a la teoría del proceso como situación jurídica de James Goldschmidt9, de donde extraen y rescatan su consideración dinámica del derecho (p. 1005). Más adelante, enfatizan que durante un largo lapso se diseñaron las reglas de la carga de la prueba como algo estático, conculcando así el espíritu de su primer mentor -en referencia a Goldschmidt- quien siempre concibió a su teoría del proceso como una consideración dinámica de los fenómenos procedimentales. Estiman, por ende, que los doctrinarios fijaron las reglas de una manera demasiado rígida y sin miramientos, además, para las circunstancias del caso, las cuales podrían llegar a aconsejar alguna otra solución (Peyrano y Chiappini, 1984, p. 1006). Entonces, desde el flanco pretoriano ―subrayan- advienen nuevas reglas en materia de carga probatoria, tendientes a aquilatar adecuadamente circunstancias y situaciones singulares, que no se avenían a ser enmascaradas en los moldes clásicos conocidos (Peyrano y Chiappini, 1984). A continuación, proponen dos ejemplos: en el primero, se refieren que a falta de prueba debe suponerse que los hechos han acaecido conforme lo normal y regular en la ocurrencia de las cosas ―v. gr., que la visibilidad nocturna no es perfecta―, por lo que quien sostenga lo contrario debe acreditarlo ―v. gr., que aquella visibilidad era perfecta en ese caso, a raíz de existir en el lugar varios y potentes faros―; en el otro, se considera como regla de distribución de la carga de la prueba el colocarla en cabeza de la parte que se encuentre en mejores condiciones para producirla (Peyrano y Chiappini, 1984, pp. 1006-1007).

Y los autores en cita detectan en estas dos hipótesis el carácter dinámico de las reglas de carga probatoria, pues -enfatizan- no se atan a preceptos rígidos sino que, más bien, dependen de las circunstancias del caso concreto. Finalmente, ven conveniente que la doctrina se ocupe de conceptualizar detalladamente el tenor de estar nuevas cargas probatorias dinámicas, las cuales se desplazan hacia una u otra parte en miras de servir mejor a la justicia (Peyrano y Chiappini, 1984, p. 1007).

Se imponen un par de reflexiones sobre la propuesta, en época temprana, de esta teoría.

En primer término, parece discutible el alcance que le dan al dinamismo que cree hallar Goldschmidt en su polémica perspectiva del proceso como situación jurídica -dinamismo que, en realidad, es una característica propia de la norma jurídica procedimental (Briseño Sierra, 1969, p. 168; Alvarado Velloso, 2009, p. 54)- al no colegirse por simple transitividad de un concepto de carácter insular, tal como lo es la llamada carga procesal, su desplazamiento de una parte hacia la otra. Lo que conduciría a que la carga se torne también asumible por la contraria: así como es difícil aceptar que el actor puede llegar a tener la carga de contestarle la demanda al demandado o este la de recurrir y fundar la apelación de la sentencia que rechaza las pretensiones del actor, constituye una desnaturalización de la idea del dinamismo aludida trasladar el onus probandi de un contendiente al otro, entendiendo que, concebido de esa forma, también es una carga10. Para ensayar una explicación de este dinamismo, quizá debamos remontarnos a una inapropiada influencia de la regla de comunidad o adquisición de la prueba11 en dominios que no le corresponden y a cierta desatención en el deslinde entre carga y valoración de la prueba, aspectos que trataremos más adelante.

En segundo lugar, los autores en cita se muestran disconformes con el diseño supuestamente estático de las reglas sobre carga de la prueba, pese a que analizan el artículo 377 del CPCCN argentino basado ―pese a cierta falencia terminológica12― en las enseñanzas de Rosenberg. Aunque en verdad, parece más atinada la descripción de su molestia cuando se refieren a la voz rigidez, dado que están combatiendo su carácter general, al turno que subrepticiamente reivindican la posibilidad de que el juzgador dicte reglas especiales.

El núcleo de la presentación se apoya en los dos ejemplos ya mencionados, de donde surgirían el carácter dinámico de las reglas sobre carga probatoria y las pautas de sustentación de la ofrenda, que serían los principios de normalidad en el acaecimiento de los hechos y el de facilidad probatoria ―al colocarse la carga de la prueba en cabeza de la parte que esté en mejores condiciones de producirla―. No obstante, ninguna de estas dos hipótesis se vincula propiamente con la carga de la prueba13.

Tras el artículo reseñado, el llamado de sus autores a que la doctrina se ocupe de la teoría de las cargas probatorias dinámicas se cumplió con creces, sobre todo en la Argentina y entre las filas de sus seguidores.

Una presentación más simple y acabada de la teoría parte luego de la pluma de Peyrano (2000), al señalar que se trata de:

Un conjunto de reglas excepcionales de distribución de la carga de la prueba que hace desplazar el onus probandi del actor al demandado o viceversa (de ahí su designación), según fueran las circunstancias del caso. Procura quitarle algo de rigidez a las normas corrientes en materia de reparto del esfuerzo probatorio, en homenaje a la justicia del caso concreto. (p. 1525)

En lo transcripto subyace el protagonismo del juez, quien a discreción estimará si las circunstancias y la necesidad de hacer justicia en el caso concreto conducen a dejar de lado las “normas corrientes” (Peyrano, 2000) de onus probandi fijadas por el legislador. Y deja expuestos los importantes servicios que esta teoría presta a un activismo jurisdiccional ávido de decisionismo14.

1.2. El posterior desarrollo, con nuevas explicaciones

El tributo a la causa activista condujo a que algunos autores argentinos se rindieran rápidamente a los pies de esta “nueva doctrina” (Lépori White, 2004, p. 60), o “flamante” (Tepsich, 2004, p. 154), resaltando que se trata de una “nueva doctrina que tiene como inspirador al doctor Jorge W. Peyrano” (Pastor, 2004, p. 421) la cual constituyó una “importantísima innovación” que “significó un salto cualitativo en materia procesal” (Peyrano, 2004, p. 183). Pero otras voces, más cautas, fueron con razón disipando el entusiasmo inicial refutando la pretendida novedad de la teoría de las cargas probatorias dinámicas al explicar que la tesis ya había sido formulada por Bentham (García Grande, 2005, p. 45; Kielmanovich, 2010, p. 128) o que la génesis del planteamiento se encuentra en el primitivo derecho germánico (Trujillo Cabrera, 2006, p. 45). Más allá de la polémica, sí cabe reconocerle cierta novedad en su contorno, donde luce una tan atractiva como desacertada denominación ―pues, en rigor de verdad, no se refiere a carga alguna15―.

Desde sus comienzos, la teoría de las cargas probatorias dinámicas se auxilia en una regla de facilidad probatoria o favor probationes interpretada en sentido muy amplio, de la cual deriva un reparto del esfuerzo probatorio con el cual se esboza la siguiente máxima: la carga de la prueba recae sobre la parte que se encuentra en mejores condiciones profesionales, técnicas o fácticas para producirla, sin que interese su emplazamiento como actora o como demandada (Balestro Faure, 2004, p. 335; Lépori White, 2004, p. 60; Airasca, 2004, p. 136; Peyrano, 2004, p. 185). En idéntica línea de pensamiento, se afirma que esta doctrina no deroga las normas tradicionales que regulan la carga de la prueba, sino que las vuelve más elásticas y aligeradas; con este nuevo enfoque se traslada un mayor peso probatorio sobre una de las partes, produciendo a la par la descarga o aligeramiento en el onus de la otra (Baracat, 2004, p. 271). Y, finalmente, que las bases o fundamentos de la teoría en examen se obtienen conjugando armónicamente las tradicionales reglas de la carga de la prueba con la justicia en el caso concreto, los deberes del juez y los deberes de conducta procesal de las partes (Lépori White, 2004, p. 68).

1.3. Las críticas

La teoría de las cargas probatorias dinámicas fue cosechando elogios y críticas, relanzando los debates sobre el onus probandi hasta que sus opositores, a fuerza de razones contundentes, la hicieron tambalear. Los argumentos con que fue atacada son numerosos. Dado el espacio del que disponemos, aquí nos limitaremos al tratamiento de cinco de sus aspectos cuestionables, que son más que suficientes para demostrar la inconsistencia de la propuesta.

1.3.1. Primera crítica: desvirtúa la objetividad de la carga de la prueba como fenómeno jurídico.

Un primer inconveniente se detecta en los cimientos mismos de la teoría. No debe olvidarse que las reglas de la carga de la prueba, además de ordenar la conducta probatoria de las personas, constituyen instrucciones objetivas dirigidas al juzgador de cómo resolver ―que operan de forma subsidiaria: al faltar pruebas en el momento de tomar la decisión―. Entonces, es una solución de corte eminentemente racional y jurídico a la que se recurre cuando lo fáctico fracasó.

Al situarla en la esfera del derecho, se coincide con Devis Echandía (2012), quien destaca que una característica esencial de la regla sobre la carga de la prueba es que debe ser objetiva y consagrada en la ley de dos maneras: como un principio general único, difícil de enunciar, o estableciéndola para casos especiales o para ciertas materias (p. 421).

Y seguidamente remata:

Si la ley le otorgara al juez la facultad de determinar los hechos que debe probar cada parte, es decir, la facultad de distribuir libremente la carga de la prueba, se convertiría esta en una regla subjetiva y singular. Esta libre distribución no ha sido acogida por los legisladores, ni por la doctrina, porque equivale a dejar al arbitrio del juez la decisión sobre los hechos del litigio, lo cual debe hacerse mediante normas jurídicas, cuya aplicación pueda ser revisable por el superior, e incluso en casación, y que permitan a las partes adoptar las precauciones necesarias para evitar sorpresas en el proceso que pueda presentarse y para adquirir seguridad en el comercio jurídico. (Devis Echandía, 2012, p. 421)

Prosigue Devis Echandía sosteniendo que se trata de una cuestión de derecho y no de hecho, añadiendo que:

Si la misma ley regula su aplicación, el error del juez en esta materia constituye violación de dicha norma y, por tanto, cuestión de derecho, susceptible de ser alegada en casación. Ese error puede tener dos aspectos: haber recurrido el juez a la noción de carga de la prueba, no obstante existir prueba suficiente del hecho, por considerarla insuficiente o por no tenerla en cuenta, en cuyo caso existiría una equivocada apreciación de esta; o haber hecho recaer la carga sobre la parte no gravada con ella, cuando efectivamente falte la certeza sobre el hecho. Si la ley pone en manos del juez la distribución de la carga, pasa a ser una cuestión de hecho. (Devis Echandía, 2012, p. 422)

Si se acepta que el juez tenga la potestad de alterar las reglas de onus probandi, además de violarse el principio de legalidad, se devuelve al campo de origen un inconveniente que encuentra respuesta en una herramienta netamente jurídica instituida como última ratio por el fracaso en la prueba de los hechos necesitados de ella. Pero amén de lo apuntado, la pretendida distribución jurisdiccional de la carga probatoria nos enfrenta a una incógnita: ¿Cuál es el criterio o parámetro que aplica el juez para realizar esa distribución?

1.3.2. Segunda crítica: la debilidad de los parámetros de distribución

Desde los laboratorios afines a la teoría se alentaron un elenco abierto de parámetros tendientes a guiar la imposición de las consecuencias de la falta de prueba, una vez encontradas empíricamente las supuestas soluciones injustas como fruto de la aplicación de las reglas generales de onus probandi. Analizaremos en modo sucinto las pautas más recurrentes: i) la normalidad o anormalidad de los hechos alegados; ii) la estimación de la parte que está en mejores condiciones de practicar la prueba (Peyrano y Chiappini, 1984, pp. 1006-1007); iii) los criterios de facilidad y disponibilidad probatoria (Peyrano, 2009, p. 209).

El presupuesto para aplicar las directrices de reparto es a sola discreción de un juzgador disgustado con el resultado que tendría su resolución, de aplicarse la correspondiente regla de onus probandi ante una afirmación fáctica carente de prueba. Paradójicamente, se pretende que adquiera ―a través del poder de una doctrina marginal― el don de invocar razones de justicia para quebrar reglas ―mayoritariamente legales― inspiradas en razones de justicia16. Se compone así un cuadro de sometimiento a la discrecionalidad de la autoridad jurisdiccional, quien tiene a su merced una regla de juicio de notable incidencia en el resultado final de una decisión que, fácilmente, puede ser seducida por la arbitrariedad. Por eso se trata, en todos los casos, de criterios débiles (Taruffo, 2010).

1.3.2.1. El primero de ellos está basado en la antigua brújula de la normalidad y anormalidad, que se armara mirando a los hechos en sí: como lo normal se presume, debe probarse lo anormal (Framarino dei Malatesta, 1992, p. 156). La normalidad se nutre de la continuidad de las situaciones y la experiencia de siglos, aunque las conclusiones a que se arriben deben ser valoradas con prudencia y discreción (Silva Melero, 1963, p. 100). Varios doctrinarios17 ―en especial durante el siglo XIX― adoptaron este parámetro, muy criticado por un Rosenberg enfadado al protestar contra quienes habían identificado su propio principio con esta teoría, que confunde la carga de la prueba con la apreciación de la prueba (Rosenberg, 1956, pp. 115-116). Además, el concepto de normalidad resulta ambiguo e impreciso (Arazi, 1986, p. 80) y su proximidad con las presunciones facilitan su confusión.

1.3.2.2. La segunda pauta es una referencia bastante más usual para la aplicación de la teoría de las cargas probatorias dinámicas: imponer las consecuencias de la falta de prueba a quien está en mejores condiciones de probar. Al notarse que el verbo probar apunta a la práctica o producción de la prueba ―tal lo admitido expresamente por sus defensores (Peyrano, 1996, p. 1027)―, es muy sencillo advertir un trasfondo de conmixtión conceptual donde no se deslinda adecuadamente la aportación de la fuente, el ofrecimiento del medio y la ulterior concreción de la práctica probatoria. Y así, quedan desdibujados los casos donde existe una actividad meramente coadyuvante de la parte que no tiene la carga de la prueba18. Por tanto, sin escalas, se llega a aceptar que, ante cualquier inconveniente o dificultad en la producción, se justifica alterar la carga de la prueba19, cuando la solución desde antaño se encauza en otros meridianos.

1.3.2.3. La tercera se sustenta en los criterios de facilidad y disponibilidad probatoria, que en rigor de verdad son conceptos distinguibles: esta se vincula con la fuente de prueba que posee en exclusiva una de las partes, por lo que resulta de imposible acceso a su contraria; aquella tiene un mayor alcance, dado que considera los impedimentos que en algunos casos dificultan la producción de la prueba a una de las partes frente a la mayor sencillez con que puede practicarla su adversario. Si afinamos la idea, la teoría de las cargas probatorias dinámicas se apoyaría en el criterio de facilidad, que conduce a un examen del balance de dificultades que cada parte tiene al practicar un medio de prueba.

Cuando se hace referencia, ya sea al criterio o al principio de disponibilidad y facilidad probatoria, en verdad se está observando una regla de basamento pragmático (Montero Aroca, Gómez Colomer, Montón Redondo y Barona Vilar, 2001, p. 317) que se sustenta en la proximidad real de las partes con las fuentes de prueba, a los efectos de su producción: tiende simplemente a posibilitar la práctica de una prueba ofrecida considerando el acceso a dicha fuente20. Con frecuencia, el legislador la toma en cuenta para dictar reglas especiales de onus probandi. En cambio, el problema se presenta cuando el juez, discrecionalmente, genera una regla de juicio para el caso concreto, aunque se base en esta pauta, porque al alterar el onus probandi está violando el derecho de defensa de uno de los litigantes.

Cabe admitir que se induce a la confusión cuando, siguiendo los lineamientos de cierta normativa que acoge la disponibilidad y facilidad probatoria como una matización de la regla general sobre carga de la prueba ―caso del art. 217.7 de la LEC española―, se esfuma la distinción entre la práctica de la prueba y las consecuencias de su falta al momento de sentenciar. La circunstancia apuntada no alcanza para lograr una suerte de transformación en la naturaleza de la figura y convertirla en una regla especial de onus probandi21.

En definitiva, el criterio aquí comentado se distorsiona cuando es trasplantado con el objetivo de auxiliar a quien omitió la oportuna introducción de una fuente de prueba, o se lo emplea para justificar la fijación judicial de reglas de juicio apoyadas en una supuesta distribución de la carga de la prueba en un proceso en particular.

1.3.3. Tercera crítica: al extender la valoración probatoria a las omisiones o deficiencias de la prueba, hay una confusión de aquella con la carga de la prueba

Un argumento ensayado con asiduidad para sostener la teoría en análisis se edifica a partir del entendimiento de que el onus probandi se encuentra sometido o supeditado a una apreciación de las omisiones o deficiencias probatorias. En este sendero, se considera que la aplicación de la carga dinámica de la prueba es una suerte de corolario de la sana crítica (Peyrano, 2004, p. 88). Entonces, necesariamente, la valoración debe adquirir un alcance mayor:

Es importante que el juez valore las circunstancias particulares de cada caso, apreciando quién se encontraba en mejores condiciones para acreditar el hecho controvertido, así como las razones por las cuales quien tenía la carga de probar no produjo la prueba. (Arazi, 1986, p. 85)

En consecuencia:

La utilización de esta doctrina por los jueces al tiempo de sentenciar constituye, en definitiva, una aplicación de la regla de la sana crítica no sólo en la valoración de los medios probatorios sino también de las omisiones o deficiencias de la prueba. (De los Santos, 2016, p. 6)

Un primer inconveniente es tratar de explicar cómo lo omitido o inexistente puede ser apreciado o valorado, pues ambos términos presuponen la existencia de algo o alguien para su realización. Y si estamos ante la denominada deficiencia de prueba es porque, a criterio del juzgador, no se ha alcanzado un estándar de prueba suficiente para tener por confirmada la proposición fáctica. En uno y otro caso, el derecho le brinda al juez una solución única para ambas situaciones, que es la aplicación de las reglas de carga de la prueba. Pero, evidentemente, si sube al escenario la teoría de la carga probatoria dinámica ―contando apenas con el endeble fundamento recién desmantelado― el resultado será el opuesto. Para ello hay que pagar un alto costo: dejar al descubierto la reincidencia en la confusión ya superada entre valoración y carga de la prueba22.

Cabe traer una diferenciación preliminar: asumimos que, procesalmente, apreciación y valoración de la prueba no deben utilizarse como sinónimos23. La apreciación en sí es un concepto más amplio, comprensivo de dos operaciones que realiza el juez al sentenciar sobre la prueba agregada y practicada en un proceso determinado: la interpretación ―donde establece el resultado que se desprende de cada una de ellas― y la valoración propiamente dicha ―decide acerca de la credibilidad de cada prueba determinando el valor concreto que se le debe atribuir― (Montero Aroca, 2011, pp. 589-590). Esta aclaración ayuda a detectar la endeblez terminológica impregnada en algunos estudios que buscan indagar sobre el vínculo conceptual de la carga probatoria tanto con la valoración, como con la apreciación.

La confusión entre carga y valoración de la prueba era bastante común hasta finales del siglo XIX24, pese a que aquella no influye, en el proceso civil, sobre la distribución de las consecuencias de la falta de certeza con que el juez queda después de haber agotado los medios de prueba (Micheli, 1989, pp. 171-172). Incluso, vincular la carga de la prueba exclusivamente con la prueba legal es un error, quizá fundado en la mayor dificultad de escindirla cuando se aceptan los sistemas de libre valoración. En todos los casos y en sintonía con la advertencia de Rosenberg (1956, pp. 56-57), la libre valoración y la carga de la prueba dominan dos terrenos que, si bien están situados muy cerca uno del otro, están separados por límites fijos, pues el dominio de la segunda comienza donde termina el de la primera. Lo que efectivamente cabe admitir es que cuando el juez tiene que regirse por el sistema de la libre valoración, seguramente disminuye la cantidad de casos que presenten datos inciertos. Y, en consecuencia, la aplicación de la carga de la prueba como regla de juicio será menos frecuente que con la prueba legal, pero no desaparecerá, pues implicaría sostener que en la libre valoración “hay siempre prueba perfecta, lo cual es contrario a la realidad” (Devis Echandía, 2012, p. 427).

En síntesis, valoración y carga probatoria están nítidamente diferenciadas: las reglas de onus probandi le enseñan al juez la solución del caso cuando falta prueba, o sea cuando todos los parámetros que guían las operaciones comprendidas en la apreciación de la prueba no le han dado ningún resultado o, directamente, siquiera hay prueba para apreciar. Tratándose de dos conceptos inconfundibles, de ninguna manera puede admitirse la supeditación o sometimiento de la carga de la prueba a las reglas de la sana crítica25 como un argumento válido a la hora de justificar la imposición judicial de las consecuencias de la falta de prueba, que se pregona insistentemente desde los atriles de los defensores de la teoría de las cargas probatorias dinámicas.

1.3.4. Cuarta crítica: la teoría de la carga dinámica de la prueba no propone una regla especial de onus probandi, sino un reparto jurisdiccional y discrecional de las consecuencias de la falta de prueba

Al bucear precedentemente en los lineamientos de la teoría de la carga dinámica de la prueba, observamos que se la presenta cual pretendida especie de un género ad-hoc y un tanto peculiar que denominan desplazamiento de la carga probatoria y que, por eso, conforman “un conjunto de reglas excepcionales de distribución de la carga de la prueba” (Peyrano, 2000, p. 1525). Entonces, pareciera estar a la par de cualquiera de las tantas reglas especiales de onus probandi que abundan en el ordenamiento jurídico, apuntando a relaciones jurídicas específicas, las cuales son redactadas tanto de manera directa como indirecta ―para lo que se recurre a las falsas presunciones, también conocidas como presunciones aparentes― (Montero Aroca, 2011, pp. 133-134).

A esta altura cabe repasar que el problema de la falta de prueba al resolver, vinculado a la regla de juicio, pude encararse de dos maneras. En la primera, el juez aplica un sistema de reglas ―especiales y una general residual26― elaboradas por un sujeto externo ―legislador o doctrinario― que se encuentra preestablecido y, por ello, conocido por las partes de antemano. De este modo, pueden amoldar sus comportamientos ―principalmente para recabar fuentes y fijar estrategias procesales en la teoría del caso― a las mencionadas reglas. Estamos, pues, ante instrucciones que el derecho dirige a todas las personas, entre ellos al juez. En la segunda, en cambio, es el juez el que determina en el caso concreto ―una vez tramitada, como mínimo, la etapa constitutiva del proceso― cuál de las partes asume las consecuencias de la falta de prueba de una proposición fáctica, sin importar quién la afirmó. Para esta distribución sigue, discrecionalmente, pautas bastante débiles que él mismo establece.

Ambas concepciones presentan características divergentes: la primera entiende al fenómeno como una carga procesal de las partes, mientras que la segunda lo considera como un poder o facultad del juzgador ―según corresponda―, limitándolo a una regla de juicio discrecional que se autoimpone. Presentan características tan disímiles que, en la práctica, resultan irreconciliables, al punto que su convivencia en un texto legal, amén de instar la perplejidad, resulta tan inconveniente como notable tributo a la inseguridad jurídica27. Por consiguiente, estas dos vertientes no deben englobarse como las reglas generales y especiales, ya que la distribución jurisdiccional nada tiene que ver con el otro sistema, y no pude ser considerado una regla especial de excepcional aplicación. Vale añadir que cuando se acepta que el juez distribuya las consecuencias del dato afirmado y necesitado de prueba que no fue probado ―tal es lo que ocurre―, siempre quedará en sus manos la decisión de cierre o última palabra. Y, en consecuencia, la aplicación de la regla general prevista queda subordinada a su discrecional parecer. Es decir, se desconocen las reglas de carga probatoria que regirán no solo en un potencial proceso a iniciarse, sino también en los que se encuentran tramitando, pues la cuestión será recién dilucidada por cada juez en cada caso que llegue a su conocimiento.

En resumidas cuentas, la teoría de la carga probatoria confiere un poder o facultad jurisdiccional, que autorizaría, en casos determinados, a soslayar las reglas de onus probandi, y más precisamente la regla general, para imponer las consecuencias de la falta de prueba a una u otra parte. En consecuencia, no es una regla especial integrante de un sistema apriorístico de reglas de carga probatoria, ni su excepción, sino una implantación casuística por la sola voluntad del juzgador de una manera totalmente distinta de responder al fenómeno de la carencia probatoria al momento de tomar una decisión.

1.3.5. Quinta crítica: el llamado deber de colaboración procesal no afecta a las reglas de la carga de la prueba

Otro de los basamentos de la teoría de la carga probatoria dinámica descansa en un pretendido deber de colaboración probatoria (Vallejos, 2004, p, 472). Sin embargo, la idea encubre otra confusión conceptual, esta vez entre carga procesal y deber.

Cuando la teoría en examen hace mención a las mejores condiciones para probar, en puridad solo alcanza al suministro de la prueba que se cristaliza durante su práctica; nunca debería entenderse en el sentido de relevar la aportación u ofrecimiento de la fuente probatoria correspondiente a la parte que tiene la carga de la prueba. Porque si ―en el caso concreto― no se diferencia la aportación de la fuente para el levantamiento de la carga con la actividad propia de la producción probatoria, se estará transformando en carga la actividad complementaria que debe efectuar la contraria a requerimiento de quien afirma el dato necesitado de confirmación y apenas ofreció la fuente. Subrepticiamente, entonces, se le despeja la carga a quien la tiene, al turno que se la traslada a quien no la tiene28.

A veces, es la parte que aporta la fuente la que tiene a su cargo la totalidad de la actividad tendiente a incorporarla al proceso: basta pensar en la agregación al escrito de demanda de documentos que obran en su poder. Pero en muchas otras oportunidades ―por las características peculiares de la práctica de ciertos medios probatorios― se necesita, además, de alguna actuación adicional tanto de un tercero ―que puede ser un perito o un testigo― como de la parte contraria a la que ha ofrecido la fuente, que implica el cumplimiento de un deber29.

Empero, si se aplica aquí la teoría de las cargas probatorias dinámicas, se entenderá que en vez de cumplir un deber de actividad complementaria de suministro probatorio, ese litigante se encontraba en mejores condiciones de probar. Entonces, las consecuencias de la falta de prueba del dato afirmado por el adversario son transportadas hacia él30. Así, una proposición fáctica de la que no hay ni rastros, puede ser tenida por verdadera. Magia.

Las doctrina cuestiona los intentos de utilizar indistintamente el principio de colaboración y la teoría de la carga dinámica de la prueba (Giannini, 2010) y señala que sus partidarios, a través de aquel, buscan “impedir que uno de los litigantes adquiera beneficios como consecuencia de una actividad desleal, aprovechando la situación de desventaja para probar en que se encuentra su adversario” (Terrasa, 2013, p. 45). Y así arriban a una supuesta función moderadora de la carga de la prueba, que nos enfrenta a la siguiente disyuntiva:

1) o bien la falta de colaboración de la parte suministra elementos que permiten “fijar” el hecho controvertido (por medio de inferencias ―prueba indirecta― o por efecto de la aplicación de otras disposiciones legales), y en tal caso es irrelevante entrar a considerar el problema de la carga de la prueba; 2) o bien esa conducta de la parte no hace posible alcanzar esa confirmación, y en ese caso ―siempre que el hecho controvertido no resulte probado de otro modo― será obligatorio acudir a la regla de la carga de la prueba. En esta última hipótesis, si el juez no procediese así y alegando el “principio de colaboración procesal” dejara de lado esa regla de juicio, estaría indudablemente ―como ya vimos― violando la norma jurídica positiva que regula la relación en litigio, y esa decisión contra legem no tendría otro “fundamento” que el ser una sanción al litigante que no ha sido solidario, algo que, desde todo punto de vista, parece inaceptable. (Terrasa, 2013, pp. 46-47)

Queda claro que el atribuido deber de colaboración procesal no incide sobre las reglas de la carga de la prueba. Pese a lo cual, la teoría de las cargas dinámicas probatorias lo utiliza como excusa para dejarlas de lado e imponer pretorianamente una consecuencia distinta por la carencia de prueba.

Los inconvenientes generados a partir de la conmixtión entre carga de la prueba e incumplimiento de la actividad complementaria que una parte debe desplegar para que su contraria ―que ya ha aportado la fuente al proceso y tiene que impulsar su producción― pueda concluir con la práctica de un medio probatorio que le incumbe, conducen nada menos que a la violación del derecho de defensa31. Esta actividad complementaria sí constituye un deber que cuenta con ciertas sanciones previstas en la norma, y es independiente de la carga procesal de la prueba, que se rige por otras reglas que permanecerán inalteradas. Por lo tanto, si no se cumple con este deber, la consecuencia será generalmente la aplicación de alguna presunción legal o, incluso, servirá como indicio para formar una presunción hominis, y nunca un cambio en la distribución legal del onus probandi.

Lo expuesto auxilia en la cabal comprensión del alcance que corresponde concedérsele a lo que se denomina deber de colaboración o cooperación probatorias: en realidad no es más que un deber de realizar ciertos actos a requerimiento del adversario ―sobre quien pesa la carga de la prueba― como parte integrante y necesaria de la producción probatoria que impulsa. Este comportamiento que se le exige al litigante que no ha afirmado el hecho necesitado de prueba ni le incumbe demostrarlo, está separado por un abismo de un pretendido deber de ayudar a la contraparte a que busque su verdad para que pueda así convencer al juzgador y ganar el pleito. Porque esta idea, antes de encontrar su raíz en una supuesta buena fe procesal, colisiona con la mismísima inviolabilidad de la defensa en juicio.

1.4. El ocaso de la teoría de la carga dinámica de la prueba

Existieron otras objeciones, de gran fortaleza, que también empujaron a la teoría de la carga dinámica probatoria a una previsible crisis; nunca se sobrepuso del primer embate consistente en subrayar que permite modificar las reglas de juego una vez iniciado o ―incluso― hasta terminado, ocasionando consabida inseguridad jurídica e indefensión. Los esfuerzos por alejar este ataque tampoco resultaron convincentes32, aunque cabe reconocer que a capa y espada sus adláteres hacen denodados sacrificios para mantener a duras penas su llama encendida en sentencias y publicaciones latinoamericanas, gracias a que aisladas normas asistemáticas han caído en la tentación de darle algún cobijo33. Si de algo estamos seguros, es que en el modelo de enjuiciamiento adversarial y dispositivo toda distribución jurisdiccional del onus probandi representa un elemento extraño a su propia naturaleza; pero, así y todo, las severas críticas que recoge la teoría de las cargas probatorias dinámicas también son bienvenidas hasta por numerosos defensores del publicismo jurisdiccionalista.

En los últimos años resonaron más voces disidentes provenientes de Europa34, consolidando un frente doctrinario opositor a la teoría, advirtiendo sus peligros y las flaquezas conceptuales de su edificación.

En Colombia, la teoría de la carga dinámica probatoria que se intentara introducir en el segundo párrafo del art. 167 del CGP mereció un duro traspié en una sentencia de la Corte Suprema35 la cual, en lo que aquí interesa, exhibe razones contundentes contra la distribución jurisdiccional del onus probandi:

“distribuir” judicialmente la carga de la prueba e “imponérsela” al demandado (sin importar cuál sea la causa de esa alteración) aparejaría el resultado de condenarlo tanto cuando logra demostrar el supuesto de hecho que se le exige, como cuando no lo hace; lo que equivaldría a aplicar una norma sustancial creada por el juez, o ―lo que es lo mismo― fallar sin ley preexistente; destruyendo de esa forma el principio de legalidad como pilar esencial del sistema jurídico. (SC 9193-2017)

Y agrega:

La distribución de la carga de prueba, en suma, no depende de las particularidades de cada caso concreto, ni de la actuación de las partes dentro del proceso, ni de su mayor o menor cercanía con las evidencias, sino que se deduce exclusivamente de la estructura de la relación jurídica material que ha de decidirse, y por tanto siempre está prefigurada por la norma sustancial de carácter general, impersonal y abstracto, es decir que está dada de manera a priori y el juez no puede desconocerla o variarla sin que altere el mandato de la ley sustancial. (SC 9193-2017)

Luego de distinguir adecuadamente la carga de la prueba con el deber de suministrar o aportar la prueba, y de concluir “que la única interpretación jurídicamente admisible” del segundo párrafo del art. 167 CGP “consiste en entenderlo como una ‘regla de aportación o suministro de pruebas’ que se aplica hasta antes de dictar sentencia”, expulsa de él la teoría de la carga dinámica de la prueba36 en estos términos:

No existe ninguna razón para sostener que la regla contenida en el segundo inciso del artículo 167 del Código General del Proceso es una excepción al principio de la carga de la prueba, o una incorporación de doctrinas foráneas sobre “distribuciones ad hoc de cargas probatorias dinámicas”, cuyo resultado práctico conduciría a una usurpación por parte de los jueces de las competencias propias del legislador, al distorsionar el significado objetivo de las normas sustanciales. (SC 9193-2017)

Tras haber corrido mucha agua debajo del puente, a la teoría de las cargas probatorias dinámicas se le debe reconocer que, pese a su inocultable fragilidad, ha logrado hacer ruido. Como enjundioso intento en favor del activismo judicial, ha perdido casi todo su poder de seducción. No sería de extrañar que se esté alistando para comenzar a deambular lentamente por un derrotero en declive, siempre impiadoso con las modas.

2. El regreso del escepticismo acerca de la carga de la prueba

Cada tanto, resurge una tesis ya conocida hace mucho tiempo ―y recurrentemente contestada― en la que se sostiene que en los procedimientos o sistemas inquisitivos no es necesaria o no se aplican las reglas de la carga de la prueba, debido a la posibilidad de ordenar pruebas de oficio. Se arriba a una conclusión similar cuando se defiende un vínculo de carácter exclusivo entre el proceso dispositivo y la carga de la prueba, tal como señala Chiovenda (1925) deslizando alguna influencia de Wach:

La teoría de la carga de la prueba guarda íntima relación con la conservación del principio dispositivo en el proceso, por lo que se refiere a la declaración de los hechos. En un sistema que admitiese la investigación de oficio de la verdad de los hechos, el reparto de la carga de la prueba no tendría razón de ser37. Pero sucede que con la tendencia contraria al principio dispositivo en la declaración de los hechos, se manifiesta una tendencia contraria al reparto legal de la carga de la prueba: de esto descúbrense ya manifestaciones en la doctrina38 y también en las labores legislativas más recientes. (p. 262)

Se desprende de lo anterior la enseñanza de que la carga de la prueba es propia del proceso dispositivo, y que en los procedimientos inquisitivos el reparto de las consecuencias del déficit probatorio corresponde al juez, pues las reglas de onus probandi son innecesarias39. Sin embargo, esta visión lineal y simplista es equivocada y choca con la realidad, pues por más poderes probatorios oficiosos que ejerza cualquier juez inquisidor, siempre existe la posibilidad de que fracase la práctica de la prueba que él mismo ordena, por distintos factores. Es decir, la falta de prueba al resolver es una consecuencia de las naturales limitaciones del ser humano; no se arregla adjudicando mayores poderes probatorios a los jueces. Parece más atendible, entonces, argumentar que las facultades inquisitivas pueden reducir los casos en que deban recurrirse a las reglas de la carga de la prueba, pero en absoluto las eliminan (Devis Echandía, 2012, p. 420).

Esta discusión, aparentaba tener en la actualidad poco sentido por la fuerza de la vida cotidiana: sobran los ejemplos de procedimientos inquisitivos donde se aplican a menudo reglas generales de carga de la prueba puntillosamente legisladas para ellos en los códigos de procedimientos40. Sin embargo, muy recientemente, se han presentado opiniones escépticas sobre la carga de la prueba, que emanan de la pluma de dos reconocidos doctrinarios41 y que aparentan reavivar un debate.

La primera aproximación nos la trae Taruffo (Nieva Fenoll et al., 2019) dentro de su “concepción del proceso”, al señalar que “con ella la carga de la prueba incluso si se entiende en un sentido objetivo, no tiene ninguna conexión necesaria” (p. 19). A continuación, propone un “pequeño experimento mental” donde invita a imaginar “un ordenamiento en el que no existe regla sobre carga de la prueba”, para concluir tras él que:

[e]n esencia, la decisión que se tomaría correctamente sin tener en cuenta las cargas probatorias, y refiriéndose solo a la prueba o la falta de ella sobre los hechos que son relevantes en virtud del derecho sustantivo aplicable, termina coincidiendo exactamente con la que se deriva de la utilización de una regla que previese tales cargas. (p. 20)

Luego de apoyarse en el principio de adquisición de la prueba para criticar la dimensión subjetiva y argumentar que “la regla sobre la carga de la prueba no encuentra aplicación efectiva en el curso del proceso y no afecta realmente las iniciativas probatorias de las partes” (p. 17) y sostener que parece infundada la “pretendida dimensión subjetiva de la carga de la prueba” (p. 21), la estocada final no se hace esperar:

resulta evidente que la misma regla de la carga de la prueba ―también entendida en un sentido objetivo― no constituye el criterio fundamental para la obtención de una decisión basada en la prueba ―o en la falta de ella― de los hechos que tienen una relevancia jurídica sustancial. (p. 21)

A su turno y con una visión similar del proceso civil, Nieva Fenoll redobla la apuesta de Taruffo y es mucho más tajante. Propone “un proceso sin carga de la prueba” (Nieva Fenoll et al., 2019, p. 43) con un eventual regreso del non liquet (p. 44). Principalmente, aduce que “el sistema de carga de la prueba estaba configurado siguiendo la pauta del sistema de prueba legal, hasta el punto de confundirse” (p. 35), por lo que al irrumpir la libre valoración “ya no importa quién pruebe un hecho” pues lo que interesa “es averiguar la veracidad” de ellos, o sea lo que se denomina carga objetiva de la prueba (p. 38), cuestión que “se deja ya claramente para el final del proceso, cuando tras una actividad probatoria infructuosa se descubre la insuficiencia de prueba” (p. 39).

Por lo tanto,

todo ello ya no forma parte de un reparto de cargas, ni siquiera de una cuestión de cargas. En realidad, estamos en este trance ante la simple averiguación de los hechos en el proceso, que como es obvio es el producto solamente de la valoración de la prueba y no depende de carga alguna. [...] si los hechos están probados, se declarará su existencia, y al revés si no lo están, con las consecuencias legales de estimación o desestimación de la demanda que ello conlleve. Descubierto lo anterior en ese instante de la historia jurídica, en puridad, la carga de la prueba como concepto debió dejar de existir, puesto que carecía de toda utilidad. (pp. 39-40)

Sin pretender aquí entrar en polémicas ni discutir sobre las diferencias ideológicas y filosóficas acerca del modelo de justicia ―y el proceso civil en particular― que nos separan, expresaremos nuestro respetuoso disenso con estas dos propuestas autorales que minimizan o desconocen la utilidad de la carga de la prueba. Por el límite de espacio otorgado, dejaremos para otra oportunidad el examen de algunos puntos que no compartimos ―v. gr., el retorno al non liquet y la vinculación de la carga de la prueba exclusivamente con la valoración legal de la prueba―. Nos contentaremos, como respuesta, con defender con dos argumentos la posición contraria, a favor de la carga de la prueba, para que el lector saque sus conclusiones. Aunque, preliminarmente, creemos oportuno hacer un par de aclaraciones.

En primer término, la regla de adquisición o comunidad de la prueba42 no es incompatible con la carga de la prueba; incluso en la experiencia procesal cotidiana se puede verificar su convivencia. Aquella considera que la prueba rendida “pertenece al proceso” (Azula Camacho, 2008, p. 5), con un par de metas: sumar elementos al acervo confirmatorio del proceso e impedir la especulación una vez visto su resultado. Por tanto, la parte que ha practicado un medio ya no puede desistir de la prueba agregada en su consecuencia. Ergo, “el grado de credibilidad que produzca en relación con los hechos, le pertenece al proceso” (Azula Camacho, 2008, p. 5). Esa prueba recién será valorada por el juez al resolver, por lo que late la posibilidad de que sea declarada insuficiente al no alcanzar el estándar probatorio ni haya otras que sirvan para tener por probado el hecho. En ese mismo instante, corresponde recurrir a la regla de carga de la prueba. Algo más: sin perjuicio de infrecuentes excepciones ―que una parte practique y agregue prueba favorable a la otra, o que lo haga oficiosamente el juez―, lo corriente es que el proceso adquiera pruebas gracias a que un litigante trata de levantar su carga de la prueba para no correr el riesgo de depender de otros y sufrir consecuencias perjudiciales. En ambas hipótesis, el problema no está en el sujeto que trajo la prueba ni cuando es suficiente, sino en su déficit. En síntesis, la vigencia del principio de adquisición no erradica la carga probatoria, siquiera en su función como regla de conducta. Más adelante, al ocuparnos de la utilidad procesal de la carga de la prueba, se ofrecerá otro punto de sustento a lo anterior.

En segundo lugar, no siempre el juez, para declarar existente un hecho y aplicar la consecuencia jurídica, debe tenerlo probado. Es decir, en algunos casos aquella se alcanza sin demostrar el presupuesto fáctico de la norma43, como cuando se requiere una afirmación o negación indefinida, que está excluida del tema de prueba por ser de imposible demostración para quien la alega (Devis Echandía, 2012, p. 202). Es lo que ocurre si se pretende la caducidad por falta de uso de un registro marcario, donde el actor afirma que el titular registral no la ha utilizado de manera efectiva y real durante un plazo que prescribe la ley. Por consiguiente, es el demandado quien debe demostrar el uso de la marca44; si no lo hace, el juez aplicará la consecuencia jurídica solicitada por el actor sin ninguna prueba, y ordenará la caducidad del registro. Puede percibirse, a manera de adelanto, la relación entre tema o necesidad de prueba y onus probandi.

Ahora sí, revisemos dos argumentos ―no exentos de componentes pragmáticos― que, para nosotros, corroboran la utilidad de la carga de la prueba:

2.1. El primero tiene que ver con la necesaria reivindicación de la función como pauta de conducta que la carga de la prueba contiene; aspecto que en la práctica excede lo procesal y hasta lo jurídico. Las reglas de onus probandi tienen un impacto innegable desde la recaudación de fuentes e información útil para el ulterior suministro de pruebas. Esto ocurre porque se sabe de antemano sobre quién recae el interés por probar determinado hecho que puede llegar a ser introducido en un proceso.

De esta forma se impulsa a que las personas, en general, tiendan a recoger pruebas ni bien sucede un hecho del que, estiman, podría surgir un conflicto intersubjetivo de intereses y hasta un litigio45. Y su influencia se prolonga, en relación ya con las partes procesales, con la aportación y práctica de la prueba. Lo apuntado seguirá ocurriendo en la vida misma, con prescindencia de lo que se pueda explicar desde una biblioteca o un foro académico. La división entre carga subjetiva y objetiva realiza un aporte no modesto a la distorsión del concepto mismo de carga de la prueba: si en puridad hablamos de carga procesal, siempre será subjetiva (Devis Echandía, 2012, p. 415). Cuando se hace referencia a la denominada carga subjetiva de la prueba ―ya sea separada conceptualmente de la carga objetiva, o no―, se está observando un fenómeno limitado a la esfera procesal o procedimental, que no coincide exactamente con el parámetro de comportamiento apuntado, que lo excede.

Negar esta misión de la carga de la prueba como regla de conducta, es desconocer el incentivo a que las personas recaben y conserven fuentes de prueba que después pueden ser imprescindibles ―por más poderes probatorios oficiosos se les den a los jueces― para confirmar una proposición fáctica en juicio, redundando en la conformación de un mejor acervo probatorio. Pueden dejarse de obtener registros o, en general, perderse pruebas que más tarde no se podrán recuperar o mandar a constituir. Aparece cierto contrasentido y hasta algún desconocimiento de la acuciante realidad de la litigación cuando, por un lado, se declama la búsqueda de la verdad como fin del proceso y la necesidad de que el juez cuente con la mayor cantidad de pruebas al sentenciar como sustento de una decisión justa ―y de este modo, se llega a justificar la prueba de oficio― y, por el otro, se reniega de un típico y eficiente estímulo para que las partes recaben previamente pruebas y aporten más fuentes al proceso. Esperar que los elementos probatorios germinen a partir de los poderes probatorios oficiosos es, cuanto menos, ingenuo.

2.2. El segundo, apunta a enfatizar una utilidad que, por razones prácticas, hace imprescindible la carga de la prueba. Coincidimos en que “no constituye el criterio fundamental para la obtención de una decisión basada en la prueba” (Nieva Fenoll et al., 2019, p. 21) y mucho más: no es ningún criterio al respecto, justamente porque responde a una hipótesis diversa, como lo es la ausencia de prueba. Pero no acompañamos las prédicas que le restan mérito o toda influencia en el proceso, y aún menos las que propagan su abolición.

Para sostener la posición escéptica, se parte de la base de que el juez, si tiene probado el hecho o no lo tiene, en la sentencia arriba al mismo resultado que el fijado por las reglas de onus probandi, lo que las haría completamente prescindibles. Sin embargo, no se contempla que alguna regla especial de onus probandi aplicable al caso puede conducir a una solución diferente, o aquellas situaciones ―a las que ya nos referimos― donde no es necesario probar el presupuesto de hecho para aplicar la consecuencia jurídica de la norma.

Pasemos a ocuparnos de un trascendente aporte de la carga probatoria al proceso, para disipar su pretendida inutilidad.

Por varias razones ―economía, eficacia, celeridad y buen orden, entre otras―, el derecho procesal busca acotar el campo probatorio por la gran actividad que requiere. Para ello, ofrece y recurre a distintos conceptos con los que se cristalizan herramientas orientadas a tal fin. Sería un despropósito práctico que cada enunciado introducido por las partes tenga que probarse, sea cual fuere y tenga, o no, relación con el objeto del proceso.

Como el objeto de prueba es un concepto general, abstracto y bastante amplio, la delimitación en un caso particular requiere de otro: el tema de prueba.

Las proposiciones fácticas que una parte incorpora ―cumpliendo unas condiciones― son sometidas a debate con la contraria46, quien puede asumir distintas y consabidas actitudes ―desde no expedirse o no contradecirlas, hasta negarlas, responder evasivamente o admitirlas, por ejemplo―. A consecuencia de ello, el tema de prueba es recibido legalmente para que se ocupe de limpiar el horizonte, desechando ―con algunas excepciones― la necesidad de probar ciertas proposiciones fácticas: las confesadas o admitidas por ambas partes ―que no sean de demostración necesaria o comprometan el orden público―, las notorias, las indefinidas, las presumidas legalmente, las imposibles, las que no conforman el objeto procesal, etcétera. Dentro de los dominios del thema probandum se encuentran los que se conocen como hechos controvertidos ―salvo los que están eximidos de prueba―. Su típico exponente es el hecho afirmado por una parte que, a su vez, es negado por su adversario (Alvarado Velloso, 2009, p. 26) o discutido.

Pues bien: un hecho afirmado en un proceso es controvertido porque contamos con un enunciado fáctico y su negación o discusión por la parte contraria. No obstante, la inmensa mayoría de las negaciones implican en sí mismas una afirmación fáctica que es pasible de demostración ―la excepción son las de carácter indefinido, que no son susceptibles de prueba (Framarino dei Malatesta, 1992, p. 162; Devis Echandía, 2012, pp. 196-197)―. De esta manera, el thema probandum alcanza casi siempre a unas y a otras. Lo que nos enfrentaría a una proliferación de la actividad probatoria insoportable, pues falta una regla que la distribuya cuando se trata de confirmar los hechos controvertidos, dado que estos involucran enunciados fácticos de ambas partes47.

Realicemos ahora, bajo el contexto señalado, un pequeño experimento mental e imaginemos que hemos expulsado de una vez y para siempre todas y cada una de las reglas de carga de la prueba, porque en algún momento la doctrina instaló definitivamente la idea de que eran inútiles, y el legislador actuó en consecuencia...

El tema de prueba, concepto de capital importancia para la prueba procesal, brinda directrices para la selección de hechos necesitados de prueba en un proceso en particular, por lo que se ocupa solo de delimitar un marco muy amplio y general de la actividad probatoria, sin entrar en detalles. La faena es completada por las reglas de la carga de la prueba, encargadas de distribuir entre las partes el interés de probar para no ser perjudicados por la falta de prueba y aclarando la posición de cada una de ellas frente al hecho generador de una consecuencia jurídica. En otras palabras, organiza de manera más eficiente la actividad probatoria sobre los hechos necesitados de prueba repartiendo responsabilidades y evitando superposiciones, al tiempo que trasciende a la órbita de la decisión, como regla de juicio subsidiaria. Tema de prueba y carga de la prueba, pues, están íntimamente relacionados (Azula Camacho, 2008, p. 46) ya que esta circunscribe el panorama probatorio de cada parte a los hechos que le interesan como fundamento de su pretensión (Devis Echandía, 2012, p. 136).

Sin dudas, minimizar la importancia de la carga de la prueba y mucho menos, exclamar su abolición, no nos parecen buenas ideas para suscribir. Porque sus inocultables aportes no se agotan en el respeto a la esfera de libertad de los litigantes y su derecho de defensa, ni en ordenar y hacer más eficientes las actuaciones procesales y probatorias. También suma sus virtudes para sustraer del arbitrio judicial el establecimiento de las consecuencias de la falta de prueba.

Afortunadamente, las reglas de la carga de la prueba son como las brujas. Que las hay, las hay. Solo que debemos salir a buscarlas en los sitios adecuados.

Conclusiones

Dos manifestaciones han irrumpido en los últimos cuarenta años con el fin de conmover la aceptación bastante arraigada que el instituto de la carga de la prueba ha logrado en el universo jurídico. Sin ser novedosas las ideas en que se apoyan, cabe reconocer a ambas apariciones, al menos, que se las han arreglado para presentar sus argumentos de manera atrayente. No obstante, el empeño puesto en la causa, nada hace pensar que el sistema de reglas preconcebidas de carga de la prueba deba dejar su lugar, pues ninguna de estas dos propuestas resulta superadora, si de tener un mejor modelo de justicia se trata.

La teoría de la carga dinámica de la prueba, que aún sigue teniendo desprevenidos o porfiados defensores, nos parece inadmisible, con lo que compartimos la posición de la doctrina mayoritaria. A tal efecto, nos hemos ocupado de criticarla aquí con solo algunos de los argumentos con que se la puede atacar, de por sí más que suficientes. Y así: i) no respeta a la carga de la prueba como fenómeno jurídico, sumiéndola en la discrecionalidad jurisdiccional; ii) esta discrecionalidad solo está apuntalada por parámetros muy débiles de distribución; iii) para justificarla, se incurre en el error de extender la valoración probatoria a las omisiones o deficiencias de la prueba, confundiendo valoración con carga de la prueba; iv) no se trata de una regla especial de onus probandi, sino de un reparto jurisdiccional y discrecional de las consecuencias de la falta de prueba; v) el llamado deber de colaboración procesal en que se apoya no afecta a las reglas de la carga de la prueba, exhibiendo otra equivocación conceptual. Adicionalmente, hemos recordado el primer embate que ha recibido la teoría de la carga probatoria dinámica ―sobre la modificación de las reglas de juego que implica, una vez comenzado el proceso―, y del que no ha podido recuperarse, pues deja al descubierto la inseguridad jurídica e indefensión que provoca.

A su turno, muy recientemente, han resurgido ideas escépticas sobre la carga de la prueba, restándole entidad o, derechamente, en algún caso pidiendo su retiro definitivo por causal de inutilidad. Sin embargo, para enarbolar estas posiciones, se recurre a la cuestionable distinción entre carga subjetiva y objetiva de la prueba, cercenando la primera. Ello conduce a desconocer su aspecto como regla de conducta, que funciona como incentivo para recabar pruebas al tiempo que ordena la actividad probatoria procesal de las partes. De este modo, se percibe cierta contradicción, pues mientras se pregona la búsqueda de la verdad como fin del proceso y la necesidad de contar con la mayor cantidad de pruebas como sustento de una decisión justa ―con lo que se creen justificar poderes probatorios oficiosos―, se reniega de un eficiente estímulo para que las partes recaben previamente esas pruebas.

Amén de lo anterior, la poca importancia o incluso la absoluta inutilidad de la carga de la prueba estarían dadas en que el juez, si tiene probado el hecho o no lo tiene, arriba al mismo resultado que el fijado por las reglas de onus probandi. Pero esto no siempre es así, porque a veces alguna regla especial puede imponer una solución distinta o, en algunas ocasiones, no es necesaria la prueba del presupuesto fáctico para que el juez aplique la consecuencia normativa. Finalmente, no hay que olvidar que las reglas de carga de la prueba tienen una utilidad irreemplazable: son las encargadas de organizar de manera más eficiente la actividad probatoria sobre los hechos necesitados de prueba, sobre todo repartiendo responsabilidades en relación con los hechos controvertidos. Se evitan así superposiciones y el dispendio probatorio que implicaría, v. gr., la demostración de todos los enunciados fácticos y sus negativas, además de su influencia como regla de juicio subsidiaria que permite resolver ante la falta de prueba.

Sin dudas, nos mantenemos a favor de la carga de la prueba.

*Artículo de reflexión.

1“La carga de la prueba como un fenómeno jurídico ya se conocía en el derecho romano, aunque sólo en forma de carga de la prueba en el actual sentido de carga subjetiva de la prueba [...] La distribución de la carga de la prueba inicialmente partía de fórmulas muy específicas y obligatorias que podían guiar la ponderación judicial sin gran dificultad. Más tarde, la carga de la prueba se determinó en general por la decisión judicial. Ahora el criterio de imposición judicial se mantenía en gran parte, en la oscuridad de la discrecionalidad del juez” (Prütting, 2010, p. 457).

2En este sentido, v. Carnelutti (1959, pp. 344-347) y Azula Camacho (2008, pp. 45-46).

3Para una crítica a la clasificación de la carga de la prueba en subjetiva y objetiva, concreta y abstracta, y formal y material, v. Devis Echandía (2012, pp. 410-419), donde avisa que: “no se trata de una verdadera clasificación, sino de diversos aspectos de la carga de la prueba” (p. 411).

4Al respecto, v. Prütting (2010, pp. 458-460) y Rosenberg (1956, pp. 58-59).

5Sobre el bautizo a la figura a cargo del destacado procesalista Jorge W. Peyrano, v. Carbone (2004, p. 209) y Midón (2007, p. 137).

6Esta denominación anticipa la desorientación conceptual de quienes apoyan la idea, pues como bien señala Ferrer Beltrán “conceptualmente es imposible atribuir la carga a las dos partes” debido a que ello “equivaldría a decir que, en caso de insuficiencia probatoria, pierden las dos partes, lo que claramente no tiene ningún sentido” (Nieva Fenoll, Ferrer Beltrán y Giannini, 2019, p. 77).

7V., además de las indispensables obras de Micheli (1989) y Rosenberg (1956), lo expuesto por Prütting (2010, p. 453); Taruffo (2010, pp. 256-266); Montero Aroca (2011, p. 131); Devis Echandía (2012, p. 422); Alvarado Velloso (2009, pp. 39-44); Abal Oliú (2014, pp. 142-148); Palomo Vélez, (2013); Pinochet Cantwell (2012); Azula Camacho (2008, p. 51) y Terrasa (2013), entre muchos otros.

8Sin embargo, en algunos trabajos se toma como precedente remoto de aplicación a la teoría de las cargas probatorias dinámicas a un voto del recordado doctor Andorno emitido en un fallo de la Cámara de Apelaciones Civil y Comercial de Rosario de 1978 (Midón, 2007, p. 136; Vallejos, 2004, p. 468; Peyrano, La doctrina de las cargas probatorias dinámicas y la máquina de impedir en materia jurídica, 2004, p. 85).

9Distinta es la opinión de Niceto Alcalá-Zamora y Castillo (v. la Advertencia Preliminar que publica en Goldschmidt, 1936, p. VII), para quien la situación jurídica es una categoría cuya incorporación al derecho procesal le atribuye a Kohler (1849-1919), y para sostenerlo remite a la consulta de su obra Prozess als Rechstlage, p. 253.

10En un meditado análisis que efectúa Barrios de Ángelis acerca de las situaciones jurídicas ―no exento de algunas disidencias con James Goldschmidt― señala, además de tratar su origen, elemento subjetivo, esencia y trascendencia, que internamente tienen: a) una estructura particular que puede exhibir un solo componente ―v. gr., la facultad o la sujeción― o varios ―por ejemplo, el derecho subjetivo, integrado por facultad, poder, carga, deber, sujeción y responsabilidad―; b) un contenido, que es su sentido vinculante o liberador de la voluntad de su titular. Luego, al clasificar las situaciones jurídicas, ubica a las cargas entre las situaciones simples, junto a la facultad, el poder, la obligación, el deber, la sujeción y la responsabilidad, explicando que la facultad es la libertad de determinar la propia conducta legalmente, en uno u otro sentido; el poder, la libertad de determinar la conducta ajena; el deber, la necesidad de beneficiar a la comunidad; la obligación, a una persona o más, determinadas; la carga, en beneficio propio; la sujeción es a la norma; la responsabilidad, el sometimiento del propio patrimonio a los daños (Barrios de Ángelis, 2005, pp. 118-119). Podemos extraer dos conclusiones referidas específicamente a las cargas: a) contienen un sentido liberador de la voluntad de su titular; b) se asumen en beneficio propio. Se evidencia así, que si se pretende que el juzgador distribuya las consecuencias de la falta de prueba al resolver, ya no podremos hacer referencia a una carga.

11V. infra, 2.

12La falencia está en el segundo párrafo del art. 377 del CPCCN, que es el que contiene la regla general de carga probatoria, que si bien hunde sus raíces en la teoría de Rosenberg, no la sigue con fidelidad. La diferencia está en que la distribución de la carga de la prueba, en verdad, no se hace sobre la norma que invoca la parte —como expresa el CPCCN— sino sobre la que en definitiva aplique el juez ―y que integra el elemento causal de la pretensión procesal― teniendo incidencia en este aspecto el aforismo iura novit curia. Por eso el célebre autor alemán mencionado no se refiere a la norma que invoca la parte, sino a la que le es favorable (Rosenberg, 1956, p. 91; Arazi, 1986, pp. 86-87).

13En el primer caso, estamos sin duda ante lo que se conoce como hechos evidentes, que no necesitan ser alegados ni probados (Fenochietto, 2003, p. 50). En la segunda, se alude a una separación de hecho sin voluntad de unirse, en la cual, por conocer la intimidad de la pareja, el cónyuge supérstite que busca mantener la vocación hereditaria, está en mejores condiciones de probar su propia inocencia o la culpabilidad del otro cónyuge ya fallecido, que los causahabientes de este. Empero, la circunstancia de encontrarse en mejores condiciones de producir una prueba no implica la alteración del aspecto subjetivo de aportación de las fuentes correspondientes al dato necesitado de prueba, siendo una cuestión relativa a la práctica sin influencia alguna en la regla que distribuye la carga probatoria. Al referirnos a la aportación de fuentes, lo hacemos en un sentido técnico estricto, que hace alusión a la indicación de ellas que una parte efectúa en su acto de ofrecimiento probatorio. Representa el primer paso procesal para el ulterior levantamiento de la carga de la prueba, con prescindencia de quiénes ―partes o terceros―, en definitiva, la agreguen o introduzcan materialmente al proceso como consecuencia de una actividad que tiende al cumplimiento de aquella carga.

14Los lazos de la teoría de la carga dinámica de la prueba con el decisionismo también son expuestos por Jordi Ferrer Beltrán del siguiente modo: “en mi opinión, la mencionada teoría se inscribe, más que en la concepción racionalista de la prueba, en la órbita más general del particularismo (como teoría de la justificación de las decisiones), del neoconstitucionalismo y, por ello, del decisionismo judicial” (Nieva Fenoll et al., 2019, p. 55).

15Al respecto, v. Calvinho (2016, pp. 219-220).

16En un pasaje escrito por Santo Tomás de Aquino, se brinda una idea orientadora para aproximar las reglas de carga de la prueba a la justicia. Al interrogarse si las dudas se deben interpretar en sentido favorable ―a la persona contra quien se dirigen―, su respuesta afirmativa se funda en que “por el hecho mismo de que uno tenga mala opinión de otro sin causa suficiente, le injuria y le desprecia. Mas nadie debe despreciar o inferir a otro daño alguno sin una causa suficiente que le obligue a ello. Por tanto, mientras no aparezcan manifiestos indicios de la malicia de alguno, debemos tenerle por bueno, interpretando en el mejor sentido lo que sea dudoso” (Aquino, 1990, III, p. 496; II-IIae, cuestión 60, art. 4). Y vale añadir que: “[e]l principio fundamental que se sigue en numerosos ordenamientos se expresa tradicionalmente a través del brocardo onus probandi incumbit ei qui dicit. Se trata de la versión procesal de una regla generalísima de fairness, en virtud de la cual, quien hace una afirmación debe estar listo y dispuesto, si es requerido, a demostrar la verdad de lo que ha afirmado” (Taruffo, 2010, p. 255). Porque “[a]tribuir, en el proceso, la victoria a quien ha alegado un hecho sin demostrarlo parece un privilegio carente de justificación” (Taruffo, 2010, p. 256).

17Entre ellos, Gorphe, Planiol y Ripert, Framarino dei Malatesta, Fitting, Savigny, Unger, Windscheid y Regelsberger (v. Devis Echandía, 2012, p. 440-442; Chiovenda, 1925, p. 255; Lessona, 1928, pp. 125-127).

18En algunas hipótesis bastante corrientes no basta con la sola actividad del que aportó la fuente y ofreció el medio probatorio. En estos casos, es imprescindible una actividad complementaria de la parte contraria que es la que permite concretar la incorporación de la fuente probatoria al proceso. Podemos citar los supuestos donde se necesita de la contraparte a fin de efectuar una inspección para un peritaje en su propiedad, o en donde deba facilitar documentación que está en su poder para compulsarla; en ambos ejemplos se concreta la práctica de la prueba con su apoyo ―abrir la puerta o exhibir los instrumentos, por ejemplo―. Nótese que la fuente y el medio pudieron ser presentados por su adversario, pero, por sus caracteres, la producción en sí requerirá de alguna actividad de ambos litigantes.

19Este criterio es recibido en el art. 710 in fine del Código Civil y Comercial argentino para los procedimientos de familia. Dado el sentido tan ambiguo de su enunciado (“la carga de la prueba recae, finalmente, en quien está en mejores condiciones de probar”) nada obstaría a que se puedan imponer las consecuencias negativas de la falta de prueba a la parte contraria a la que alegó un hecho, si se estima que estaba en mejores condiciones de probar. Lo que conduce a relevar de aportar la fuente, ofrecer el medio y realizar actividad al que afirmó. Por eso, cabe subrayar que no se trata de un problema de carga probatoria, sino de su producción; el enfoque equivocado puede arrastrar a interpretaciones por las cuales lo no probado se tendrá por cierto.

20Es lo que ocurre, bastante a menudo, cuando una parte ofrece como fuente de prueba un peritaje que debe realizarse examinando libros contables, documentos o registros que están en poder de la contraria. Esto evidencia que no le es imposible ofrecer las fuentes ―en el caso, esos libros, documentos o registros― a quien afirmó el hecho necesitado de prueba ―pues redactará los puntos periciales conducentes en base con lo que necesita demostrar―, sino que los inconvenientes pueden llegar a aparecer por obstrucción o negativa a la compulsa o, de manera más general, a la práctica probatoria. En este escenario lo aconsejable es la aparición del legislador, estableciendo las consecuencias de este comportamiento. Por consiguiente, la aplicación del criterio en examen no le abre la puerta a ninguna inversión judicial de la carga probatoria ni modifica su distribución, que seguirá sometida a las reglas que sean menester.

21Con acierto, Terrasa (2013) agrega una observación: “La aplicación de la doctrina de las cargas probatorias dinámicas no solo impide que las partes ejerzan el denominado control ex ante, por no mediar contradicción entre ellas respecto de las circunstancias invocadas para alterar el onus probandi, sino que, además, restringe la posibilidad del control ex post que las partes realizan a través de la motivación de la sentencia. Decimos esto último por cuanto nos parece que la invocación por el juez de la mayor facilidad probatoria, de la disponibilidad de los medios de prueba o de otra fórmula similar, como razones para alterar la carga de la prueba y, por esa vía, fundamentalmente, invertir el sentido de la decisión, podría fácilmente encubrir una reducción o rebaja en la necesidad de motivar y ser utilizada como la cobertura argumental de lo que en realidad, y en el mejor de los casos, sería la pura intuición subjetiva del juzgador” (pp. 44-45).

22En referencia a la confusión apuntada, Ferrer Beltrán expresa que la carga de la prueba es “aplicable solo, precisamente, cuando el resultado de la valoración es que no hay prueba suficiente acerca de todos o alguno de los hechos del caso” (Nieva Fenoll et al., 2019, p. 68).

23Esta distinción no es baladí a efectos de lo que queremos explicar, por dos factores: i) el sistema de prueba legal, tarifada o tasada y el convictivo ―comprensivo de las variantes de la libre convicción y la sana crítica (v. Alvarado Velloso, 2009, pp. 121-122)― alcanzan específicamente a la operación de valoración probatoria; no son sistemas de apreciación ni de interpretación y ii) por ende, sólo la valoración probatoria puede ser regida por algunas reglas legales que le señalan al juez el valor probatorio a aplicar en determinados casos; la interpretación es tarea propia del juez, que efectuará considerando su experiencia y conocimiento práctico de la vida (Montero Aroca, 2011, p. 592).

24Hoy en día, en doctrina lo usual es deslindar ambas esferas. Y así, “en todo sistema procesal deben diferenciarse y separarse en forma estricta la libre apreciación de la prueba, el nivel, medida o estándar de la prueba y finalmente los fundamentos de la carga de la prueba” (Prütting, 2010, p. 463).

25Tampoco merecen atenderse los argumentos que creen encontrar andamiaje legal de esta sujeción de las reglas de la carga de la prueba a la sana crítica en el art. 139.2 del CGP uruguayo (Vallejos, 2004, p. 460; Arazi, 1986, p. 85), cuyo antecedente sería el art. 133 del proyecto de Código de Procedimiento Civil de Couture, pues en modo alguno ello implica valorar quién estaba en mejores condiciones de probar para considerar un hecho como probado (Valentín, 2008, p. 738).

26Las reglas generales de carga probatoria no siempre son recogidas por norma expresa; v. gr., en algunas provincias argentinas, como Santa Fe, Córdoba y Jujuy, los CPC no contienen regla general y, sin embargo, los jueces aplican una regla consuetudinaria, que proviene de acreditada doctrina.

27Algunos ejemplos se verifican en algunas legislaciones procesales de este siglo XXI, como el art. 373 del novo CPC brasileño, ciertos códigos provinciales argentinos (v. arts. 340 del CPC de la Provincia de San Juan, 382 del CPC de la Provincia de Santiago del Estero y 379 del Código procesal civil, comercial, de familia y violencia familiar de la Provincia de Misiones) y el art. 167 del CGP colombiano ―sancionado mediante ley 1564 del 12 de julio de 2012―.

28Analicemos un ejemplo bastante repetido: cuando en el plano procesal se reclaman daños y perjuicios derivados de una supuesta mala praxis médica en una intervención quirúrgica, se señala que lo ocurrido en el plano de la realidad social entre las paredes del quirófano no es conocido por el actor, que está allí solo e inconsciente. Lo que es absolutamente cierto. No obstante, esta circunstancia no imposibilita la aportación de las fuentes de prueba ―examen médico del paciente, estudios y constancias a través de peritos, o resultado de la autopsia en su caso, enfermeras, instrumentadoras y anestesista que asistieron a la operación, otros galenos que hayan atendido a la víctima, videos de las cámaras de seguridad del nosocomio, historia clínica, artículos de revistas científicas, etcétera― que siempre pueden llegar a ofrecerse de manera completa o completable ―v. gr., cuando es necesario solicitar una diligencia previa para determinar datos de algún testigo―. El inconveniente, debe reconocerse, se presenta en la producción o práctica posterior para incorporar o suministrar esas fuentes al proceso. Lo que se soluciona con herramientas muy distintas a las reglas de la carga probatoria, que son llamadas a operar en otro ámbito.

29Es lo que ocurre cuando el documento aportado por el actor se encuentra en manos de la demandada: nada impide a aquél presentar la fuente expresando que lo tiene la contraparte, y diligenciar la intimación que el juez ordenará para que lo acompañe. Las normas prevén consecuencias si no es arrimado, que bajo ciertos requisitos favorecerán al que aportó la fuente, aunque ella no se introduzca al proceso por reticencia o negligencia del que la tiene en su poder. Lo mismo se verifica cuando, tratándose de una fuente propuesta por la otra parte, no se ponen a disposición de un experto los asientos y registros contables o el demandado no se presenta a realizarse un examen de ADN. Como se observa, en las hipótesis indicadas estamos ante una cuestión de práctica probatoria, que nada tiene que ver con la carga de la prueba. Porque, incluso acompañado el documento, exhibidos los registros o realizado el estudio genético o aun aplicadas las consecuencias de no haberse cumplido con todo ello, puede permanecer el dato afirmado sin confirmarse. Es ahí, luego de la valoración, donde sí comienza a tallar la regla de juicio de la carga de la prueba. Y en este caso, le hará sentir las consecuencias de la falta de prueba.

30Indirectamente, la teoría de la carga dinámica probatoria fomenta cierta comodidad para la parte favorecida que atenta contra la agregación de un número mayor de pruebas para apreciar, pues no tendrá incentivo alguno para allegar otras fuentes o esforzarse por demostrar, v. gr., indicios de los que derivaran presunciones legales o judiciales.

31Giannini remarca los inconvenientes que se crean cuando la carga dinámica de la prueba y la colaboración operan en la misma dirección, avisando que “puede ocurrir que la parte que está en mejores condiciones de probar, aun aplicando sus mejores esfuerzos (razonablemente valorados) no llegue a cumplir con el estándar de prueba exigido para verificar sus alegaciones de hecho” (Nieva Fenoll et al., 2019, p. 103).

32Dado que las reglas de onus probandi guían a las partes desde antes y durante todo el curso del proceso, pero recién se aplican al dictar sentencia, si el juez recala en la teoría de la carga dinámica de la prueba ya es tarde y sorpresivo, generando indefensión. Contra esta crítica, se argumenta que ese riesgo se elimina si el juez anuncia con anticipación que aplicará la teoría de la carga dinámica probatoria (Eisner, 1994, pp. 848-849), por ejemplo en una audiencia preliminar, inicial o previa. Fácil es advertir que el problema no se disipa, porque desconoce una realidad: no siempre la parte que no tenía la carga probatoria estará en condiciones de conseguir una fuente de prueba varios años después de sucedidos los hechos. Nada cambia que las partes asistan impávidas a la escena donde la autoridad jurisdiccional tira por la borda toda la teoría del caso que elaboraron y que ya debieron explicitar en los escritos constitutivos del proceso.

33Además de las normas procesales y el art. 710 del Código Civil y Comercial argentino ya mencionadas, v. el art. 1735 del mismo cuerpo.

34V. gr., los pronunciamientos con argumentos diferentes de Jordi Nieva Fenoll y Jordi Ferrer Beltrán (Nieva Fenoll et al., 2019, pp. 45-48 y 74-79)

35SC 9193-2017 del 28 de junio, Magistrado Ponente Ariel Salazar Ramírez.

36Sin dudas, el legislador colombiano incorporó la teoría de las cargas probatorias dinámicas al art. 167 CGP, que es antagónica con la regla general del primer párrafo de esa misma norma (Calvinho, 2016, p. 59). En este caso, la Corte Suprema dio preferencia a la regla de cierre, lo que nos parece tan plausible como inaceptable aquella teoría. Pero de ahí a pretender que lo que sí puso el legislador no es como él lo entendió sino otra cosa, hay un trecho, porque también podría interpretarse que el normador sabía lo que escribía y, entonces, gracias al segundo párrafo, estipuló que es el juez quien determina según las particularidades del caso concreto si se aplica o no la regla general. O sea, que se inclinó por el otro modelo para solucionar la falta de prueba al resolver. Lo que sería una clara involución, algo nada raro en momentos de insistencia en diversas recetas regresivas desde un sector importante del procesalismo civil latinoamericano.

37En consonancia, Montero Aroca (2011, p. 124), al expresar que la distinción entre carga material ―objektive o materielle Beweislast, o Feststellungslast― y carga formal ―subjektive, formelle Beweislast o Beweisführungslast― de la prueba es típicamente alemana, y corre el riesgo de devenir cada vez más inútil si se advierte que en un proceso civil dispositivo las dos coinciden, mientras que si el proceso deja de ser dispositivo y se convierte en un procedimiento inquisitivo no es que la carga formal desaparezca, es que la noción misma de carga de la prueba pierde su sentido.

38Chiovenda (1925, p. 262) trae a colación, con la cita respectiva, la idea de Kohler, quien: “considera toda la doctrina sobre la carga de la prueba como propia de un período ‘ahora ya pasado’, como una derivación del sistema de la prueba legal. Sostiene que a las condiciones de equidad aproximativa que inspiran las normas generales sobre la carga de la prueba, deben sustituirse precisas condiciones de equidad en cada caso por el juez”.

39Vale aclarar que tanto Rosenberg (1956, p. 21) como Micheli (1989, pp. 222-228) y Devis Echandía (2012, p. 420), entre otros, sostienen que las reglas de carga probatoria no se limitan al campo del proceso dispositivo.

40Como muestra, basta recordar el art. 177 del CPC colombiano de 1970 que ahora forma parte del art. 167 CGP como su primer párrafo.

41V. en Nieva Fenoll et al. (2019), los trabajos de Taruffo (“Casi una introducción”, pp. 11-21) y Nieva Fenoll (“La carga de la prueba: una reliquia histórica que debiera ser abolida”, pp. 23-52). El título del libro es muy sugerente (Contra la carga de la prueba), y contiene una crítica de los cuatro autores respecto a la teoría de la carga dinámica probatoria (Taruffo, pp. 12-15; Nieva Fenoll, pp. 45-48; Ferrer Beltrán, pp. 63-84; Giannini, pp. 89-113). Pero solo el segundo es terminante al predicar la eliminación absoluta de la carga probatoria en general, mientras que Taruffo y Ferrer Beltrán no se animan a tanto, aunque coinciden en la idea de prescindir de su aspecto subjetivo.

42La adquisición o comunidad de la prueba proviene de un concepto más general que Chiovenda (1925) denomina principio de la adquisición procesal y explica en estos términos: “Del hecho de que las actividades procesales pertenecen a una relación única, derívase también otro principio importante, y es que los resultados de las actividades procesales son comunes entre las partes (adquisición procesal). En otras palabras, cuando la actividad de una parte es perfecta y completa para producir sus efectos jurídicos, estos pueden ser utilizados por la otra parte” (p. 205).

43El ejemplo más sencillo ―aunque como veremos, un tanto apresurado― lo encontraríamos ante un enunciado fáctico admitido por la parte contraria, que luego operará como presupuesto de la norma cuya consecuencia se aplica. Pero podría descartarse atendiendo a que, si bien quedan excluidos del tema de prueba, un segmento doctrinario trata a la admisión como una especie de confesión.

44Nótese que la Ley española de marcas 17/2001, del 7 de diciembre, en su art. 58 contiene una regla especial de carga de la prueba, imponiéndole al titular marcario la demostración del uso o de las causas justificativas de la falta de uso. Aun si la legislación no tiene esta regla especial, como pasa en la Argentina, la solución es idéntica, pues al tratarse de un hecho indefinido (“el demandado nunca usó la marca”), está fuera del thema probandum procesal, teniendo la otra parte la necesidad de probar un hecho que lo derribe (“este producto, rotulado con mi marca, se fabrica y ofrece en el mercado desde hace cinco años”) que, como es de posible prueba, sí lo integra.

45Y así es que, en general, se toman fotografías con el celular, se ubican los testigos presenciales y se busca información ―por dar solo unos ejemplos― ni bien ocurre una colisión o accidente de tráfico. Pero también la carga de la prueba sigue ordenando comportamientos ulteriores, se efectúen o no en un proceso: si es necesario presentar algún reclamo extrajudicial por ese hecho, se evalúa si esas pruebas servirán de soporte; si se da intervención a un abogado, seguramente pondrá su arte para poder recabar otras fuentes probatorias. Y, una vez ingresados en el plano procesal, la carga de la prueba ordena la aportación de las fuentes de prueba, los ofrecimientos de medios probatorios y toda la actividad probatoria.

46Por eso, en los simples procedimientos donde interviene un peticionante y una autoridad que resuelve, la noción de hecho controvertido no tiene lugar, el alcance del tema de prueba es diferente y tampoco hay cargas procesales, sino procedimentales.

47Framarino dei Malatesta (1992) advierte magistralmente la situación en su obra de finales del siglo XIX, en estos términos: “si al entendimiento que ignora se le presentan dos afirmaciones, contrarias entre sí y relativas a un mismo hecho, es necesario comenzar por imponer la obligación de probar la una o la otra, si se quiere recorrer dicha escala ascendente, cuyo primer escalón es la duda, y el último, la certeza” (p. 155).

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